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—Solo puedo llegar hasta aquí —dijo el taxista tras detener el vehículo, señalando el control de la guardia urbana que impedía la entrada a los automóviles.

—Aquí está bien, gracias —aceptó Nuria y, sacando del bolsillo uno de los billetes que le había dado Aya, pagó al taxista y sin esperar la vuelta bajó del coche.

Con buen criterio, la sobrina de Elías la convenció para que se bajara en la Plaza de España y, tras despedirse de ella, de Giwan, de Yady e Ismael, tomó allí el taxi que la había dejado en el paseo Juan de Borbón, junto a la entrada de la Marina Vela del puerto de Barcelona.

Subiéndose la capucha del chubasquero, vio cómo el taxi amarillo y negro encendía la luz verde sobre el techo y se alejaba bajo la lluvia, dejándola junto al grupo de policías que restringían el acceso de vehículos al complejo del Hotel W Barcelona. Un majestuoso edificio de acero y cristal que se erguía frente al mar, con una característica forma de vela y un parecido razonable con el famoso Burj Al Arab de Dubái.

A pesar del viento, la lluvia y los rociones de las descomunales olas, que se estampaban contra el dique de cinco metros de altura que protegía al hotel de la furia del Mediterráneo, una pequeña multitud de seguidores de España Primero y devotos Renacidos montaban guardia frente el hotel con sus banderas y túnicas blancas, lanzando proclamas a favor de Salvador Aguirre que el viento se llevaba apenas salían de sus bocas.

Nuria levantó la mirada hacia lo alto del edificio, tratando de imaginar qué ventanas correspondían a la Suite Presidencial de la planta veinticinco, donde Salvador Aguirre y su segundo, Juan Olmedo, habían establecido su base en Barcelona durante el fin de semana. Por fortuna, la tormenta había obligado a cerrar el aeropuerto e incluso detenido el funcionamiento del tren de alta velocidad a Madrid, con lo que estaba casi segura de que el presidente y el secretario general de España Primero aún se encontrarían en el hotel.

Sesenta metros más abajo, Nuria observó que los guardias urbanos solo se ocupaban de controlar el acceso de los vehículos, dejando pasar libremente a cualquiera que lo hiciera caminando. Lo cual significaba que el control de verdad estaría más adelante.

Aunque el problema más inmediato que se le presentaba era cómo atravesar aquella multitud de fanáticos con un chubasquero que la hacía destacar como una mosca en un plato de leche. Las probabilidades de que alguno de ellos se fijara en su cara y la reconociera eran demasiado altas y aunque la limbocaína que circulaba por sus venas la empujaba a ser imprudente, la parte de ella que aún mantenía cierta sensatez le hizo ver que tenía que hallar una alternativa.

Nuria miró a su alrededor en busca de una manera de aproximarse al hotel sin que la vieran, pero al ser un edificio aislado casi en el extremo del dique, solo había dos caminos para llegar hasta el mismo. La entrada principal, junto a la que se encontraba, o nadando por el borde del dique y sorteando de algún modo el rompeolas de cinco metros de altura.

En otras circunstancias, la opción de nadar habría sido la más inteligente. Pero en ese momento, con las olas del Medicán Merçè arremetiendo brutalmente contra la escollera, ni con toda la limbocaína del mundo lo habría conseguido.

Plantada bajo la lluvia con su chubasquero verde, mientras elucubraba una forma de sortear a la muchedumbre sin que la viesen, sus ojos fueron a parar al logo iluminado de un AmazonGo24, a menos de cien metros de distancia de donde se encontraba.

Al instante, una idea tomó forma en su cabeza y una sonrisa esquinada asomó en su rostro oculto bajo la capucha.


Recorriendo las estanterías del surtido minimarket llenó la cesta en la sección de droguería y, justo antes de pagar, sintió una punzada de hambre en el estómago, así que sin pensárselo agarró un puñado de barritas energéticas y las incluyó en la cesta. Sentía cómo su cuerpo estaba quemando calorías mucho más rápido de lo normal, y el desayuno de esa mañana en el hospital ya lo tenía a la altura de los tobillos.

Con la compra ya en una bolsa de papel, ahora necesitaba algo de privacidad durante un rato.

—¿Dónde tienes el lavabo? —le preguntó al cajero, un joven indio con la sombra de un fino bigote delineando su labio superior.

Lu siento, siñorita. Il lavabo is solo para impleados.

Sin tiempo para convencerlo, Nuria echó mano de la cartera de Puig y le mostró la reluciente placa de la policía.

—¿Estás seguro? ¿Qué tal si me enseñas tus papeles?

La piel del joven bajó un par de tonos en la escala de color, y Nuria se sintió ligeramente culpable al intimidarlo de ese modo.

—Pirdón, agente —se disculpó, bajando la cabeza y sacando una llave del bolsillo—. Pirdón —repitió, señalando una puerta.

—Gracias, no pasa nada —le tranquilizó, tomando la llave y dirigiéndose al lavabo.

En cuanto entró en el mismo, cerró la puerta con pestillo y dejó la compra sobre la taza del retrete. Sin éxito buscó una percha donde colgar la ropa, pero tuvo que contentarse con dejar el chubasquero en una esquina del suelo, consolándose con que al menos el pequeño lavabo estuviese limpio.

A continuación se puso manos a la obra y, tras cepillar el uniforme para deshacerse de los rastros de barro que aún quedaban sobre la tela hidrofóbica, sacó las tijeras y las situó ante sí como dudando si llegar a usarlas.

—Ya volverá a crecer —se dijo a sí misma, y sin darse un momento para replanteárselo, agarró el extremo de su maltratada melena y la cortó a la altura de la nuca, justo por debajo de las orejas.

Sintió como si en lugar de pelo se hubiese cortado una extremidad, pero ahogando un suspiro de lástima, siguió cortando sin vacilar hasta que una montaña de pelos se amontonó sobre el lavamanos.

—Fase uno completada —murmuró, satisfecha con el resultado—. Vamos a por la fase dos.

Dejó las tijeras en la bolsa y sacó de la misma un espray de Instatint color negro azabache.

—Vamos allá —se animó a sí misma, destapando el espray y aplicándoselo en el pelo como si fuera una laca.

El componente activo se fijaba a las fibras del cabello mientras con la mano libre Nuria alborotaba su corta melena para que el tinte llegara a todas partes. Afortunadamente, aquel producto a base de nanopartículas no llevaba amoníaco ni nada que oliera a kilómetros, como sucedía antiguamente, y además se fijaba al instante con lo que, en cuanto terminó de aplicárselo en las cejas, ya parecía que ese fuera su auténtico color de pelo.

A continuación, sacó el set de maquillaje de la bolsa de papel y se lo aplicó sobre las magulladuras y cortes de la cara, hasta que los disimuló lo bastante como para que solo fueran visibles a muy corta distancia. Luego se delineó los ojos con rímel y se aplicó algo de colorete y pintura en los labios, para a la postre sacar unas gafas de pasta negra que se colocó sobre la nariz, alejándose definitivamente de la imagen que los testigos de lo sucedido esta mañana tuvieran en su memoria.

Cuando terminó de transformarse, dio un paso atrás y se quedó mirando a la mujer que la miraba desde el espejo. Nunca se había teñido de negro y, al verse así, con el pelo corto como no lo llevaba desde la adolescencia, le costó reconocerse a sí misma. Aquella mujer que la observaba con las pupilas enrojecidas y en exceso dilatadas parecía interrogarla con la mirada, preguntándole qué diantres se creía que estaba haciendo.

Incómoda, Nuria apartó sus ojos del espejo, metió todo en la bolsa de papel, volvió a ponerse el chubasquero y salió del baño, lanzando la bolsa a la papelera ante la mirada atónita del dependiente, que vio salir a una mujer diferente a la que había entrado quince minutos antes.

Ignorando la perplejidad del muchacho, Nuria abandonó la tienda y se encaminó con paso decidido en dirección a la multitud.

Cincuenta metros más allá pasó frente a los guardias urbanos, que apenas le prestaron atención, pues parecían bastante más inquietos por el creciente alboroto del gentío acumulado frente a las puertas del hotel que de comprobar quién pasaba junto a ellos.

Apuntando sus pasos hacia el singular edificio acristalado, Nuria se dirigió en línea recta hacia la puerta principal, abriéndose paso entre la exaltada multitud que, al estar todos ellos con la vista puesta en el hotel, en ese momento le daban la espalda.

Al pasar junto a un par de Renacidos especialmente acalorados, pudo captar parte de su conversación, que giraba en torno al rumor de que la terrorista que había tratado de asesinar a Salvador Aguirre había desaparecido.

La indignación de los manifestantes ahora se focalizaba en la policía, a los que algunos acusaban a gritos de estar compinchados y de ayudar a la asesina a escaparse. Otros, incluso, no contentos con los abucheos y los insultos, lanzaban monedas y los palos de sus pancartas contra los agentes que custodiaban la puerta del hotel.

Nuria bajó la cabeza y apretó el paso, deseando salir de ahí, antes de que alguien se fijara en que, bajo el llamativo chubasquero verde fosforito con el que se ocultaba, llevaba puesto aún el uniforme de gala de la Policía Nacional Unificada.

Como si la tempestad marítima se hubiera contagiado a tierra firme, la multitud comenzó a moverse adelante y atrás emulando al oleaje, empujando las vallas que protegían el recinto del hotel y zarandeando a Nuria en el proceso, mientras esta pugnaba por abrirse camino braceando. Aunque procuraba no resultar demasiado ruda al hacerlo, no fuera a pisarle el callo a una beata chillona y terminase siendo el indeseado centro de atención.

Finalmente, tras bogar con denuedo durante lo que le pareció una eternidad, logró alcanzar el frente de la batalla y, procurando que nadie más se diera cuenta, sacó la placa de Puig con disimulo y la mostró a los agentes que trataban de contener a la multitud.

Uno de ellos se dio cuenta de lo apurado de su situación y, haciendo un hueco en la valla, le permitió pasar al otro lado de la barrera. Para cuando los manifestantes que habían estado junto a ella un segundo antes se dieron cuenta de la jugada, Nuria ya se encontraba a salvo de su ira y hasta se permitió el lujo de volverse una última vez, desprendiéndose del chubasquero y lanzándoles un provocativo guiño a los que habían comenzado a increparla al ver su uniforme.

Irónicamente, el peligro de que los manifestantes superasen la barrera policial hizo que nadie le prestara demasiada atención a Nuria y de ese modo logró acceder al lujoso vestíbulo del hotel sin mayor problema.

Sobre el pulido suelo de mármol negro del hall se reflejaba el altísimo techo que se elevaba a cincuenta metros sobre su cabeza, coronado con una gran lámpara dorada con forma de letra «W». A pesar de hallarse rodeada de policías que podían identificarla en cualquier momento, Nuria no pudo evitar detenerse y mirar hacia arriba, embobada como si acabara de descender del autobús recién llegada del pueblo.

Y fue entonces, al bajar de nuevo la vista, que sus ojos se toparon con una figura familiar vestida de uniforme que, de espaldas a ella, parecía estar ensimismada en su teléfono.

Con el corazón acelerado, Nuria se aproximó dando pasos cautelosos, hasta que estuvo segura de no equivocarse. Entonces, sorteando al resto de policías que poblaban el vestíbulo, franqueó los pocos metros que la separaban y tomándola del brazo le susurró al oído:

—Agente Román —la saludó.

Susana se volvió hacia ella sobresaltada y durante unos segundos se quedó mirándola sin llegar a reconocerla.

Cuando lo hizo, sus ojos se abrieron de forma desorbitada, como si se le hubiera aparecido su abuela muerta diez años atrás.