67
El tráfico en Barcelona en los días de lluvia solía ser siempre un desastre, como si los conductores viesen por primera vez en su vida caer agua del cielo y decidiesen circular a veinte o treinta kilómetros por hora para recrearse en el milagroso acontecimiento.
Si ello coincidía con un mitin en el Palau Blaugrana y veinte mil personas que se dirigían hacia el mismo lugar al mismo tiempo en sus vehículos particulares, el atasco en la Ronda de Dalt adquiría proporciones épicas.
Pero si, además de eso, decenas de miles de fieles Renacidos habían llegado a la ciudad para ver a Pío XIII y las autoridades habían cortado al tráfico varias manzanas alrededor de la Sagrada Familia, de cara a su inminente inauguración, el resultado era un caos circulatorio que habría asustado al más curtido conductor de Beijing o Calcuta.
—Yo avisar —se excusó el taxista, mientras señalaba el embotellamiento—. Mucha gente.
Completamente detenidos y rodeados de vehículos tan atascados como ellos, la Ronda de Dalt, con sus muros de hormigón de seis metros de altura a ambos lados, era como el fondo de una trampa para moscas donde se hubieran quedado pegados sin remedio.
—Estamos jodidos —evaluó Elías, tras asomar la cabeza por la ventanilla—. Esto parece no tener fin y no nos hemos movido un metro en los últimos diez minutos.
—Tenemos que salir de aquí —afirmó Nuria—. No podemos perder más tiempo.
—La siguiente salida está a solo trescientos metros —calculó Elías—. Pero como si fueran trescientos mil.
—Pues habrá que ir a pie —resopló Nuria.
—Hay más de dos kilómetros hasta el acceso al alcantarillado —le recordó Elías—. Y con el peso de mis compras, tardaríamos casi una hora.
—¿Tus compras? —inquirió Nuria, señalando al maletero—. ¿Bromeas?
—Nos harán falta.
—¿Y no me vas a decir de qué se trata? ¿A qué coño viene tanto misterio?
Elías se quedó pensando un momento antes de contestar:
—Linternas y neoprenos —aclaró—. Evitarán que nos detecten los sensores de infrarrojos de las alcantarillas.
Sorprendida, Nuria parpadeó varias veces antes de contestar.
—Oh —dijo—. Eso —asintió pensativa—. Buena idea…, sí. Bien pensado.
—Gracias.
—¿Y la caja grande?
—Nuestro medio de transporte cuando estemos ahí abajo.
—¿Nuestro medio de transporte? —repitió, tomándose unos segundos para imaginárselo—. ¿No será…? —Hizo un gesto ondulado con la mano—. ¿En serio? —inquirió con incredulidad.
—En serio —confirmó Elías—. Pero de nada nos va a servir si no logramos salir de este atasco.
Contrariada, Nuria iba a darle la razón en ese punto cuando una moto pasó rozando su ventanilla, escabulléndose entre el tráfico como un salmón entre las rocas de un arroyo.
Nuria se quedó mirando la motocicleta mientras se alejaba, hasta que se volvió hacia Elías con una sonrisa aviesa en los labios.
Menos de un minuto después el zumbido de un ciclomotor de comida a domicilio se aproximó por detrás, y Nuria salió del taxi, plantándose decidida en el estrecho espacio entre el vehículo y el muro de la ronda.
—¡Alto! —le ordenó, levantando la mano como un guardia de tráfico.
El conductor de la moto, un repartidor con acné y piercings labiales embutido en un chubasquero con el logo de McDonald’s, redujo la velocidad de inmediato, pero lejos de detenerse maniobró entre los vehículos para cambiar de carril y esquivar a la loca que se interponía en su camino.
Sin embargo, al hacerlo se encontró frente a un fulano que también le pedía que se detuviese con idéntico gesto.
El joven hizo el amago de volver a cambiar de carril, pero Elías imitó su movimiento dejándole claro que no le iba a dejar pasar.
—¡Necesito tu moto! —le gritó, por encima del ruido de la lluvia y los bocinazos.
—¡Y una mierda! —respondió aquel, frenando en seco a unos pocos metros—. ¡Quítate de en medio!
—¡Te la compro! —insistió Elías, sacando la cartera y poniéndola en alto—. ¡Te pago el doble de lo que vale!
—¡Que te apartes, gilipollas! —insistió, manteniendo apretado el freno—. ¡Tengo que entregar un pedido!
Entonces, por el rabillo del ojo pudo ver cómo la mujer saltaba por encima del capó de un coche y se plantaba a su lado.
—Lo siento, chaval —le dijo, meneando la cabeza—. Pero no tenemos tiempo para esto.
Y acto seguido, antes de que el joven pudiera volver a abrir la boca, Nuria sacó una pistola automática de la parte de atrás de su pantalón y le apoyó el cañón en la frente.
—Como dice mi amigo —añadió con impaciencia—, necesitamos tu moto.
Al cabo de un momento Nuria conducía el ciclomotor hacia la salida número diez de la ronda, con Elías sentado en el diminuto asiento trasero al tiempo que sujetaba precariamente la pesada caja sobre las piernas y una voluminosa bolsa en cada mano.
A sus espaldas, el repartidor de los piercings se iba haciendo pequeño en el espejo retrovisor, mientras intercambiaba una mirada de desconcierto con el taxista y sostenía en la mano un Rolex equivalente a su sueldo de un año.
Nuria sorteó la miríada de vehículos zigzagueando entre ellos hasta alcanzar la rampa de salida número diez, y allí exprimió toda la potencia que eran capaces de darle los cinco caballos del motor eléctrico, que resultaron no ser muchos.
El peso combinado de Nuria, Elías y sus recientes compras parecía ser demasiado y, a pesar de haber tomado algo de carrerilla, a media altura de la rampa apenas superaban los diez kilómetros por hora de velocidad.
—¡Vamos! —le exigía Nuria, inclinándose hacia adelante como si eso pudiera ayudar en algo—. ¡Sube, maldita sea!
El pequeño motor parecía al límite de su resistencia, haciendo un ruido ronco bastante preocupante.
—Con lo que cuesta el Rolex que le he dado… —recordó Elías amargamente— podría haber comprado una Harley Davidson.
Nuria se volvió a medias.
—Aún hemos tenido suerte —arguyó con una mueca— de que no haya sido una bicicleta.
A duras penas, el ciclomotor logró remontar la rampa y les permitió desembocar en una intersección de dos avenidas, ambas también colapsadas por el tráfico.
—¡Mierda! —exclamó Nuria, dándole un golpe al manillar—. ¡Está todo igual!
—¡A la acera! —le indicó entonces Elías, apuntando con la barbilla hacia los pocos peatones que caminaban bajo la lluvia—. ¡Súbete a la acera!
Nuria vaciló un instante, pero comprendió que no tenían otra posibilidad de llegar a tiempo. Zigzaguear entre el atasco les habría llevado una eternidad.
—¡Agárrate! —le advirtió.
Y entonces, retorciendo con furia la empuñadura derecha, aceleró la moto hasta unos vertiginosos cincuenta kilómetros por hora y, aprovechándose de la rampa para minusválidos del paso de cebra, subió a la acera mientras accionaba el claxon con el pulgar y gritaba a pleno pulmón ante la incredulidad de los transeúntes que se apartasen de su camino, que se trataba de una emergencia policial.
Quinientos metros y mil bocinazos después, tras haber estado a punto de atropellar a media docena de peatones, provocando terror y vergüenza ajena a partes iguales en su desquiciado descenso por la calle del Gran Capitán, Elías señaló a la izquierda, levantando al hacerlo, la bolsa del Decathlon que llevaba en esa mano.
—¡Gira por aquí! —exclamó—. ¡A la izquierda!
La calzada estaba tan saturada de vehículos detenidos como calle arriba, de modo que Nuria dio un golpe de manillar e hizo saltar la moto a la acera, escabulléndose por el primer hueco que vio entre los coches.
—¡Cuidado! —gritó Elías, que apenas fue capaz de mantener el equilibro mientras evitaba que la caja se le escurriera entre los brazos—. ¡Si nos matamos, no ganaremos nada!
—¡No seas gallina! —le recriminó Nuria, apenas girando la cabeza un segundo, antes de volver a dar gas a fondo y tomar la calle Manuel Girona, que milagrosamente estaba libre de tráfico.
Gracias a ello, dejaron con rapidez a su izquierda el campus de la UPC y a su derecha los jardines del Palacio Real.
—¡A partir de aquí es dirección contraria! —advirtió Elías, refiriéndose a la esquina que estaban a punto de alcanzar.
—¡Lo sé! —contestó Nuria—. ¡Me volveré a subir a la acera!
—¡No puedes! —replicó Elías.
—¡Claro que sí!
—¡No! ¡No puedes! ¡Mira delante!
Nuria se fijó entonces en el inicio de la calle que estaban a punto de tomar, y descubrió que ambas aceras estaban protegidas con vallas amarillas y luces estroboscópicas de advertencia.
—¡Mierda! —gruñó Nuria—. ¡Están en obras!
—¡Lo sé! ¡Tienes que dar un rodeo!
Nuria negó con la cabeza. El acceso de entrada que habían elegido estaba justo enfrente, en línea recta. Menos de quinientos metros en línea recta.
—¡No hay tiempo!
—¡Lo que no hay es sitio! —protestó Elías, viendo cómo apenas había espacio entre los coches que venían en dirección contraria.
—¡Pues habrá que hacerlo! —replicó Nuria, y sin dudarlo se internó por la calle de dos carriles, desdeñando los alarmados bocinazos de los conductores, que veían a una mujer de ceño fruncido y rictus concentrado, esquivando vehículos a toda velocidad en un ciclomotor de reparto de McDonald’s.
—¡Estás loca! —le gritó Elías desde el asiento de atrás.
—¡Lo sé! —contestó Nuria, sin soltar el acelerador—. ¡Lo siento!
De alguna manera, Elías se las arregló para inclinarse hacia adelante en el sillín y acercar sus labios al oído izquierdo de Nuria.
—No lo sientas —le dijo, sin necesidad esta vez de alzar la voz para que lo oyera—. Me encanta.
Elías no pudo verlo, pero en el rostro de Nuria se formó una sonrisa de oreja a oreja… que los conductores que venían de frente interpretaron como un signo claro de que se hallaban ante a una desequilibrada.
Como Moisés atravesando las aguas del Mar Rojo, el ciclomotor se abrió paso entre el tráfico hasta llegar a la altura de una iglesia de ladrillo de aspecto industrial y un campanario a juego en forma de chimenea.
—¡Es aquí! —indicó Elías al verla—. ¡Es en este cruce!
Nuria frenó en seco y el asfalto mojado hizo que la moto casi derrapara, pero logró controlarla en el último momento, apenas a un metro de estamparse contra un obsoleto buzón de correos.
Frente a ellos se encontraba una calle de cuatro carriles y dos direcciones, con su preceptivo atasco, que se cruzaba de forma casi perpendicular con la calle Manuel Girona.
—¡Ahí está! —exclamó Nuria, señalando una tapa de alcantarillado de hierro forjado—. ¡Justo en medio de la intersección!
Y no terminó de decirlo cuando dio un nuevo golpe de potencia al exhausto ciclomotor y, obligando a los conductores que bajaban por la avenida a frenar con brusquedad para esquivarlos, se detuvo justo en mitad de la calzada, al lado de la tapa redonda y gris con la inscripción «Ajuntament de Barcelona. Clavegueram».
—Aquí es —confirmó Nuria, apagando el motor y volviéndose hacia su pasajero—. ¿Estás listo?
—Ni remotamente —admitió Elías, echándole un preocupado vistazo a su pulsera—. Pero se nos acaba el tiempo.