52

Con el fin de esquivar el ángulo de visión de la cámara de vigilancia de la puerta principal, en esta ocasión Nuria se aproximó al Centro Cultural Islámico Ciutat Diagonal desde la parte de atrás, pendiente de que no hubiera otras cámaras ocultas. Lloviendo sería muy difícil que el sistema pudiera identificarla, aunque pasara justo por debajo, pero no valía la pena arriesgarse.

La difusa idea con la que había ido hasta ahí era la de llamar a la puerta trasera y soltarle cuatro verdades a la cara al imán wahabita. Sin embargo, a medida que se acercaba al edificio, menos sentido veía a hacer algo así y más cortos eran los pasos que daba. Era un plan tan chorra, como llamar al timbre y salir corriendo.

Finalmente, sus pasos se fueron acortando tanto que terminó por detenerse a unos metros de la puerta. Allí plantada, bajo la lluvia que resbalaba por sus mejillas y le caía sobre el pecho en irregulares hilos de agua, bajó la cabeza y chasqueó la lengua.

—Pero ¿qué coño estoy haciendo? —se preguntó, mirándose los dedos de los pies.

Así se quedó durante casi un minuto, observando cómo el agua fluía por la acera alrededor de sus sandalias y se perdía calle abajo.

No solo había perdido a su madre, a sus amigos y la cordura, admitió para sí en un instante de lucidez, además estaba a punto de perder la poca dignidad que le quedaba.

Con un súbito sentido de la vergüenza, dio un paso atrás y, exhalando un suspiro de cansancio, se dio la vuelta y comenzó a regresar sobre sus pasos.

Pero justo en ese instante, el zumbido de la puerta de la mezquita sonó a su espalda y por el rabillo del ojo, vio que esta se entreabría y una mano asomaba por ella.

Durante un instante Nuria vaciló, viendo cómo se abría la puerta, plantada en mitad de la acera como un alma en pena. Lo lógico o lo adulto sería seguir su camino o, en todo caso, dar la vuelta y encararse con el imán, si es que era él quien aparecía por la salida de atrás de la mezquita. Pero lo que hizo fue saltar un seto y ocultarse en el portal que tenía justo al lado.

¿Lógica y adulta? ¿A quién quería engañar?

Agachada detrás del seto, observó cómo de la mezquita salía un muchacho de rasgos árabes, seguido a continuación por el imán.

Lo primero que hizo el sheij fue mirar a ambos lados para asegurarse de que nadie podía verlos y, entonces, ante el asombro de Nuria, ambos se fundieron en un largo y sentido abrazo. Iluminados por el tenue resplandor que salía por la puerta abierta, indiferentes a la lluvia, el imán se apartó tomándolo por ambos brazos y con gesto afectuoso le dirigió unas palabras en árabe que Nuria no pudo entender. Luego le entregó un pequeño paquete del tamaño de un libro, que el muchacho aceptó con una agradecida inclinación de cabeza.

Se despidieron con un nuevo y breve abrazo, y el muchacho se encaminó hacia la calle pasando frente al portal donde estaba escondida, yendo a detenerse en la misma esquina a solo un par de metros de distancia. Nuria rezó para que no se volviera hacia donde ella estaba, porque de hacerlo la habría descubierto fácilmente, torpemente agazapada tras un arbusto, como una niña pequeña jugando al escondite o la espía más inepta de la historia.

El imán permaneció frente a la puerta abierta de la mezquita, observando al muchacho con el gesto melancólico reservado a los seres queridos.

Nuria miraba a uno y otro alternativamente, preguntándose si Mohamed Ibn Marrash despediría a todos los fieles de su mezquita con tal afecto y a esas horas de la noche.

En ese instante, la familiar silueta blanca de un Waymo apareció silenciosa rodando calle abajo y fue a detenerse frente al muchacho con un siseo. Este, volviéndose, se despidió por última vez del imán con un gesto y entró en el vehículo, que de inmediato se puso en marcha.

Nuria vio como el imán regresaba al interior del edificio; entonces, se puso en pie y alcanzó a ver por encima del seto el número de identificación en el costado del pequeño vehículo.

—¿Qué coño ha sido eso? —se preguntó, mientras trataba de darle sentido a la escena que acababa de contemplar.

«¿Y si lo que oculta ese imán no tiene nada que ver con el islamismo, sino con inconfesables gustos sexuales?», pensó a continuación. El muchacho que había salido de la mezquita a duras penas tendría dieciocho años y por su aspecto algo andrajoso bien podía ser un refugiado de Villarefu. Igual que el difunto Alí Hussain.

Para colmo, incluso el paquete que le había entregado el imán al despedirse de forma tan afectuosa tenía el mismo tamaño que el libro que en su momento también regaló al joven Alí.

Quizá había perdido la capacidad de razonar con claridad, pero, aun así, todo aquello era demasiado raro.

Llamar a la puerta del centro islámico e insultar al imán a la cara hubiera sido estúpido e inútil. Pero si resultaba que el fulano mantenía relaciones con menores de edad, aprovechándose de su posición como líder religioso…, eso ya era muy diferente. Aunque el muchacho tuviera más de dieciocho y aquello no fuera constitutivo de delito, si algo así salía a la luz, estaba segura de que sus fieles no se lo perdonarían y lo correrían a gorrazos hasta la frontera de Perpiñán.

Una pérfida sonrisa se dibujó en el rostro de Nuria, mientras pedía un Waymo desde su pulsera.

En menos de dos minutos un vehículo idéntico al que acababa de irse dobló la esquina y se detuvo frente al portal en que Nuria seguía escondida. De inmediato, la puerta se abrió invitándola a entrar y ella de un salto se coló dentro, sentándose bruscamente, mientras miraba a su espalda para asegurarse de que el imán no había vuelto a asomarse.

—Buenas noches, señorita Badal —la saludó el vehículo al identificarla, con su cortesía habitual—. ¿Adónde desea que la lleve?

—Necesito ir al mismo sitio al que va el vehículo 677RT. He de entregarle una cosa a su pasajero.

—Lo lamento mucho, pero no puedo informarle del destino de otro pasajero, señorita Badal. La normativa europea de protección de datos me lo impide.

—No quiero que me informe —alegó Nuria—. Quiero que me lleve a su mismo destino. Eso no viola ninguna ley.

La Inteligencia Artificial del Waymo pareció meditar la respuesta, antes de preguntar a su vez.

—¿Desea que dé el aviso al vehículo 677RT para que nos espere?

—No —se apresuró a contestar Nuria—. Prefiero que me lleve al mismo destino que él y allí darle una sorpresa.

De nuevo, la Inteligencia Artificial se tomó más tiempo del acostumbrado para contestar. Probablemente, confirmando con su ordenador central en Silicon Valley que no había ninguna irregularidad en el procedimiento.

—Por supuesto —dijo al cabo de unos segundos con tono servicial—. Estaremos allí en diecisiete minutos, aproximadamente.

Nuria suspiró aliviada y por una vez echó de menos los taxis de toda la vida, sin protocolos de protección de datos ni reparo alguno en saltarse cualquier legislación, siempre que le plantaras un billete de cincuenta euros bajo la nariz. El clásico «siga a ese coche» de las películas había pasado a la historia definitivamente.

—¿Desea escuchar música? —preguntó el vehículo mientras se ponía en marcha.

—No. Nada de música.

—¿Escuchar las noticias?

—No quiero nada —aclaró Nuria—. Solo que te des prisa.

—Lo lamento mucho, pero no puedo superar el límite de velocidad permitido.

—Ya lo sé. Solo quiero llegar lo antes posible.

—Llegaremos a destino en diecisiete minutos, aproxi…

—¿Sabes? —le interrumpió—. Mejor pon las noticias.

—¿Nacionales? ¿Internacionales? ¿Deportes? ¿Cultura?

—Lo que te dé la gana —replicó impaciente, echando de menos una vez más a los taxistas humanos.

—Aleatorio, entonces —decidió la voz del techo, al tiempo que se dirigía a la entrada 11 de la Ronda de Dalt.

Un cuarto de hora después, la radio seguía informando de los asuntos más variopintos, aunque centrándose con insistencia en los eventos programados para la inauguración de la Sagrada Familia durante el fin de semana.

Su majestad Felipe VI, acompañado por la princesa Leonor y la infanta Sofía —murmuraba el altavoz sobre la cabeza de Nuria—, ofrecerá una recepción a su santidad Pío XIII tras la misa que se llevará a cabo en…

—Apaga las noticias —le ordenó Nuria, al ver cómo el vehículo se incorporaba a la B20 y poco después tomaba la salida 54.

No sin cierto asombro, comprobó que por una vez su intuición parecía estar cumpliéndose, al ver al Waymo dirigirse hacia Villarefu. Eso significaba que el muchacho era también un refugiado. Aquello no podía ser una simple coincidencia.

A esas horas de la noche, el tráfico en la carretera que conducía a Villarefu era casi nulo, pero aun así le resultó imposible atisbar las luces de posición del Waymo al que iban siguiendo. Aunque este les llevara dos minutos de ventaja, en aquella oscuridad debería…

Inesperadamente, su vehículo giró a la izquierda y tomó un estrecho camino que se internaba en los campos de cultivo que rodeaban Villarefu.

—¡Eh! ¡Para! —alertó Nuria—. ¡Que no es por aquí!

—¿Ya no desea ir al mismo destino que el vehículo 677RT? —preguntó el Waymo, haciéndose a un lado hasta detenerse con un siseo.

—Sí, claro que sí. Pero ese no es el camino.

—Según mis datos, esta es la única ruta posible para llegar al destino solicitado.

—Pues te equivocas —replicó—. ¿Es que no ves que Villarefu está por allí? —añadió, señalando en la otra dirección—. Tienes que dar la vuelta.

—¿Desea entonces cambiar el destino?

—¿Qué? ¡No! Lo que quiero es que… —Dejó la frase en el aire, pues en ese mismo instante vio los faros de un vehículo aproximándose de frente a través de la lluvia.

Solo cuando estuvo ya muy cerca pudo ver que se trataba de un Waymo sin pasajero en su interior, igual al que ella ocupaba, con la identificación 677RT bien visible en su costado.

—Nada. No he dicho nada —rectificó Nuria, mirando atrás para ver cómo el vehículo se alejaba—. Sigue hasta el destino solicitado, por favor.

Sabía que era cosa de su imaginación, pero a Nuria le pareció que la Inteligencia Artificial del Waymo emitía un inaudible bufido de hartazgo, antes de informar con voz neutra.

—Cuatro minutos hasta el destino, señorita Badal —dijo, poniéndose en marcha de inmediato.

Nuria trató de atisbar entre la lluvia hacia dónde se dirigían, pero por más que se esforzaba no lograba ver ninguna luz que delatara la presencia de algún edificio.

«¿Dónde narices habrá ido ese chaval?», se preguntó intrigada.

El estrecho y mal asfaltado camino de tractores por el que circulaba se dirigía a una de las autopistas que rodeaban Villarefu, y cuando parecía que el vehículo autónomo iba a subir el talud y atravesar la valla de protección, justo enfrente, apareció un pequeño túnel sin iluminación que pasaba bajo la vía. Un túnel que, al cruzarlo, desembocó en un campo de cultivo en mitad del cual se levantaba un único edificio sin iluminación.

—¿Es ahí donde vamos? —preguntó Nuria.

—Lo lamento —comenzó a responder el vehículo—, pero no puedo…

—Vale, vale —le cortó—. No me sueltes otra vez el rollo.

La voz se calló en seco, y Nuria se concentró en la ventanilla izquierda, donde poco después logró distinguir que se trataba de un viejo almacén aparentemente abandonado a una decena de metros de la carretera, al final de un corto camino de acceso en cuya entrada acabó por detenerse el Waymo.

—Ya hemos llegado al destino, señorita Badal.

—No me digas —rezongó esta, acercando su pulsera a la pantalla para efectuar el pago.

—Gracias y buenas noches —le deseó el Waymo, abriendo la portezuela—. Espero que haya…

Nuria salió y cerró la puerta de golpe, ahorrándose el discurso de despedida.

Captando la indirecta, el pequeño vehículo eléctrico se puso en marcha de inmediato y Nuria lo vio alejarse por donde había venido, dejándola sola en plena noche y bajo aquella fina pero persistente lluvia, en mitad de ninguna parte.