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Haciendo caso omiso a los crispados bocinazos de los conductores, que se veían obligados a sortear la pequeña motocicleta en mitad de la calle y la tapa abierta de la alcantarilla, Elías descendió apresuradamente por la escalerilla hasta llegar al fondo del pozo de acceso.

—Ya estoy abajo —avisó a Nuria—. ¡Tírame la caja y las bolsas!

—¡De acuerdo! —contestó esta, asomada a la oscura boca de apenas un metro de diámetro—. ¡Ten cuidado!

Y dicho esto, arrastró la pesada caja de cartón hasta el borde, la dejó caer por el pozo y se quedó mirando cómo golpeaba las paredes, antes de estrellarse con estrépito contra el fondo levantando una columna de agua sucia, como si hubiera lanzado una bomba.

—¡Mierda! —prorrumpió Elías, una docena de metros más abajo.

—¿Estás bien? —inquirió Nuria, asomándose preocupada.

La respuesta tardó unos segundos en llegar.

—Estoy bien —contestó una voz contrariada desde las profundidades—. Pero debí comprar también un chubasquero.

Nuria imaginó a ese hombre acostumbrado a Rolex de oro y trajes a medida empapado de agua pestilente, y no pudo evitar que a sus labios asomara una sonrisita cruel.

—¡Te tiro las dos bolsas! —le avisó, y sin esperar respuesta las dejó caer una tras otra.

—¡Las tengo! —confirmó Elías al cabo de un momento y, asomándose por el hueco, añadió—. ¡Ya está todo! ¡Date prisa, antes de que aparezca la policía!

Nuria miró alrededor y supo que muchos de los conductores que pasaban junto a ella lanzándole bocinazos y miradas acusadoras estarían llamando en ese mismo momento a la guardia urbana. No tenía ninguna duda de que en cuanto dieran su descripción y la de Elías, saltarían todas las alarmas y se les echaría encima el equipo antiterrorista.

Dispuesta a quitarse de en medio cuanto antes, se situó de espaldas al pozo para comenzar a bajar por la escalerilla, pero entonces su mirada fue a parar al cajón de transporte del ciclomotor, con una gran letra «M» amarilla pintada en el mismo.

Cuando un minuto más tarde Nuria descendió del último escalón de hierro, Elías la esperaba enfundado hasta la cintura en su grueso neopreno negro, mientras la corriente de agua negra discurría entre sus piernas, justo por debajo de las rodillas. Afortunadamente, la escalera terminaba en un pedestal de cemento por encima del nivel del agua, y sobre el que descansaban las bolsas y la gran caja de cartón.

—¿Por qué has tardado tanto? —inquirió Elías cuando Nuria pisó suelo firme.

La pregunta se respondió sola, cuando Nuria se dio la vuelta y descubrió que llevaba una bolsa de papel marrón agarrada entre los dientes.

—No me lo puedo creer… —rezongó Elías—. ¿Ahora vas a comer? ¿Aquí? —añadió, señalando la inmundicia a su alrededor.

Nuria se encogió de hombros.

—Me muero de hambre —alegó, abriendo la bolsa y sacando un BigMac envuelto en papel encerado—. ¿Quieres?

—Joder, no —lo rechazó, frunciendo la nariz.

—¿Es por algún rollo religioso? —preguntó, desenvolviéndolo y dándole un mordisco—. Creo que no lleva cerdo —apuntó mientras masticaba.

—Es porque es asqueroso —explicó—. Este sitio es infecto.

—Ah, ya —asintió Nuria, como si acabara de darse cuenta de dónde estaba—. Bueno, he comido en sitios peores —alegó, y le dio otro despreocupado bocado a la hamburguesa.

Elías cerró los ojos y, meneando la cabeza, alargó la mano para tomar una de las bolsas de plástico.

—Aquí tienes tu traje —le dijo, dándose la vuelta para ofrecerle algo de intimidad.

Nuria fue a decirle que no hacía falta, pero decidió que tampoco le molestaba que pensase que era una damisela pudorosa. De modo que, tras finiquitar la hamburguesa con un par de mordiscos, se deshizo de la ropa maltrecha y sucia que llevaba puesta, embutiéndose con cierta dificultad en el traje de neopreno que, aun siendo de mujer y de su talla, resultó ser tan recio que le costó horrores hacer pasar sus pies por las perneras.

—¿No había uno más grueso? —protestó, volviéndose hacia Elías—. ¿Es que vamos a bucear en el Polo Norte?

—Es un semiseco Neotek de cinco milímetros —aclaró Elías—. Según el vendedor, el mejor que tenían para conservar el calor dentro del traje y el agua fuera —agregó didácticamente. Y, además— abrió la cremallera de uno de los grandes bolsillos incorporados a cada muslo, introdujo la mano y sacó del mismo su pistola—, tiene bolsillos estancos.

—Ya, claro. Pero casi no puedo moverme. Anda, ven y súbeme la capucha, que yo no puedo.

Elías se aprestó a ayudarla, y al terminar se contemplaron el uno al otro, embutidos en unos trajes que solo dejaban a la vista el óvalo del rostro, la pistola en la mano y una linterna frontal sobre la frente.

—Parecemos unos astronautas cutres —resopló Nuria, mirándose las manos enguantadas.

—Pues espérate a ver nuestra nave espacial —apuntó Elías, torciendo una mueca.

Acto seguido, se agachó junto al voluminoso bulto que había estado en la caja de cartón, una suerte de crisálida amarillo limón constreñida a presión por un par de cinchas.

—Sujeta esto —le dijo a Nuria, pasándole un par de remos extensibles de aluminio.

A continuación, desabrochó las cinchas y agarró un pequeño cabo terminado en una pieza de plástico redonda.

—Vigila —advirtió, volviéndose hacia Nuria.

—¿Que vigile? ¿Qué he de vigi…?

Pero antes de que terminara la pregunta Elías tiró con fuerza del cabo y, liberando el contenido de una botella de aire comprimido, la crisálida se abrió abruptamente como una grotesca flor amarilla, desplegándose y estirando su cuerpo informe hasta convertirse, en cuestión de segundos, en una balsa para cuatro personas flotando sobre un turbulento río de aguas negras.


Zarandeados por la corriente, los costados de la balsa hinchable golpeaban peligrosamente contra las paredes de la cloaca, lo que les obligaba a usar los remos para tratar de mantener la embarcación lo más centrada en la corriente que fuera posible.

—Como se raje la goma con un cristal o un hierro que sobresalga —indicó Elías con preocupación—, tendremos un problema.

Nuria, sentada a su lado sobre el eje transversal de la balsa, sacó el remo del agua, donde se le había enganchado lo que parecía ser una enorme y pringosa bola de pelos largos y negros.

—Creo que voy a vomitar —anunció reprimiendo una arcada, mientras sacudía el remo para librarse del asqueroso pegote.

—Hazlo —contestó Elías, apretando los dientes mientras empujaba el remo para apartarse del muro—. Puede que así esto huela un poco mejor.

—¡Mira! —exclamó Nuria—. ¡Hay un desvío hacia la izquierda ahí delante!

—Recuerda el plano —le instó Elías—. Habrá uno a la izquierda, luego dos a la derecha, y el cuarto a la izquierda será el que nos lleve bajo el Palau Blaugrana.

—Lo recuerdo —asintió Nuria, mientras apoyaba el remo en la pared—. Pero… cómo sabremos cuándo estamos justo debajo del pabellón. Aquí abajo no hay cobertura.

—Habrá que hacerlo a ojo —admitió Elías—. Será unos cien metros después de que tomemos el último desvío.

—¿Y si nos lo pasamos de largo, o nos equivocamos de desvío, o el plano del alcantarillado está mal hecho?

—Pues entonces sí que estaremos jodidos. Con toda la lluvia que está cayendo no creo que pudiéramos remontar la corriente en contra.

Pasaron junto al ramal y enseguida apareció el siguiente, cincuenta metros más allá.

—¿Sabes en lo que estaba pensando? —preguntó Nuria, resoplando por el esfuerzo de apartar de nuevo la balsa de la pared.

—Sorpréndeme —resolló Elías.

—En que, si estamos en lo cierto y esa gente ha mandado un robot militar aquí abajo con los explosivos, no estoy segura de que podamos detenerlo con un par de simples pistolas. Quizá… —añadió inquieta— ese trasto esté blindado, o incluso tenga alguna forma de defenderse.

Elías se tomó unos instantes antes de responder.

—Sí, ya había pensado en ello.

—¿Y?

—Seguramente estés en lo cierto —admitió.

Nuria aguardó a que dijera algo más, pero el segundo desvío pasó junto a ellos sin que añadiera nada.

—Vaya —resopló—. Esperaba un «pero no te preocupes» o «tengo un plan por si eso pasa».

Sin dejar de mirar al frente y empujar con su remo, Elías añadió:

—No te preocupes. Tengo un plan por si eso pasa.

Nuria alzó abrió los ojos con sorpresa.

—¿En serio? —preguntó esperanzada.

Esta vez, Elías sí que se volvió hacia ella para mirarla antes de responder.

—No. La verdad es que no.

—Eso me pasa por preguntar —rezongó Nuria, meneando la cabeza.

—¿Qué quieres que te diga? —alegó Elías—. Hay tantas cosas que pueden salir mal, que no creo que valga la pena ni nombrarlas. —El tercer desvío pasó raudo junto a ellos cuando añadió—. Necesitaremos tener un poco de suerte.

Ahora fue Nuria quien se volvió hacia él.

—¿Un poco? —repitió, levantando una ceja escéptica.

—Es una forma de hablar —aclaró Elías—. ¿O es que quieres que te diga lo que pienso de verdad?

Nuria negó con la cabeza.

—No. Mejor que no —confesó, devolviendo su mirada al frente y clavando de nuevo el remo en el agua.

Las desvaídas luces de emergencia, que mantenían la alcantarilla apenas por encima del nivel de penumbra, no permitían apreciar nada más que la forma general del túnel y la corriente de aguas negras, que a medida que descendían se iba haciendo más y más fuerte alimentada por los desagües y el agua que llegaba en pequeñas cascadas desde la calle.

Si seguía lloviendo con la misma intensidad durante uno o dos días más, Nuria estaba segura de que el nivel del agua podría llegar hasta el techo.

—Ahí está nuestra salida —indicó Elías, señalando un desvío a la izquierda a unas decenas de metros más adelante—. Prepárate.

Nuria no estaba muy segura de lo que podía hacer para desviar la balsa de la corriente principal, de modo que se limitó a imitar a Elías, al ver cómo este trataba de reducir la velocidad que llevaban clavando el remo en el agua y los costados.

—¡Vamos demasiado rápido! —advirtió.

—¡Hago lo que puedo! —protestó Elías, apretando la mandíbula.

El ramal se aproximaba con rapidez y Nuria comprendió que, a la velocidad a la que iban, solo tendrían una oportunidad para tomarlo.

—¡Usa el remo! —le gritó Elías, con medio cuerpo fuera de la barca.

—¡Eso hago, joder! —protestó Nuria, temiendo romperlo de tanto que lo estaba rozando contra el muro—. ¡Eso hago!

Y cuando estaban ya a solo un par de metros del desvío y estaba claro que no iban a poder tomarlo, Nuria vio justo delante a la altura de su cabeza, un aparato negro del tamaño de su puño, fijado a la pared con un par de tornillos y con una pequeña luz verde parpadeante.

Sin pensarlo, alargó la mano izquierda hacia el mismo mientras que con la derecha se agarraba a uno de los asideros de la balsa.

De inmediato sintió un latigazo seguido de un crujido en su hombro izquierdo, pero no soltó su presa.

La desbocada balsa se frenó casi en seco, y así Elías, aunque sin saber muy bien lo que acababa de suceder, tuvo la oportunidad de desviar el rumbo impulsándose con su remo, logrando que en el último instante la proa de la balsa entrara por el desvío.

Desconcertado, se volvió de inmediato hacia Nuria con una interrogación en la mirada.

—¿Qué ha pasado? —preguntó—. ¿Cómo lo has hecho?

Nuria, agarrándose el hombro izquierdo con la mano derecha, dejó caer al suelo el aparato negro que había arrancado de cuajo de su soporte.

Elías se lo quedó mirando confundido, antes de preguntar.

—¿Es… eso lo que creo que es?

Nuria asintió quedamente.

—Un sensor —dijo torciendo una mueca, al ver que la luz del led había pasado a ser de color rojo—. Me parece que no vamos a tardar mucho en tener compañía.