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El sol ya se había puesto hacía un buen rato tras la montaña de Collserola, de modo que el anochecer la encontró vagando sin rumbo, como un fantasma sin castillo encantado en el que recalar.
Nuria había rechazado el ofrecimiento de Giwan de llevarla, y el de Aya de llamar a un taxi. En parte porque tenía ganas de pasear, pero también porque en realidad no sabía adónde ir. O para ser realista, porque no tenía adónde hacerlo.
—Bocazas —masculló para sí, incrédula ante su capacidad para fastidiarlo todo una y otra vez.
Si hubiera mantenido la boca cerrada a esas horas estaría disfrutando de una deliciosa cena, sin otra preocupación que diferenciar qué copa era la del vino y cuál la del agua. Pero en cambio ahí estaba, deambulando como gata desnortada.
Y para colmo, había empezado a llover otra vez.
—Te has lucido, Nurieta —resopló para sí.
Si cabe, aún se sentía más desgraciada al caminar por las solitarias calles de aquel barrio de Pedralbes, donde al parecer la gente rica debía pagar a otros para que pasearan por ellos.
Echó un vistazo a su pulsera, y bajo el símbolo de llamadas perdidas vio que el número había pasado a ser un nueve desde la última vez que lo miró, pero ni siquiera tenía ganas de comprobar quién había llamado. Así se ahorraba cagarla una vez más en el mismo día —se dijo—, mientras volvía a meterse la mano en el bolsillo de los tejanos e, involuntariamente, se acordaba del precioso vestido verde que había dejado sobre la mullida cama en la que podría haber dormido esa noche.
—Te has lucido —se repitió una vez más.
Al cruzar la garita de control, saludó con una leve inclinación de cabeza al vigilante y siguió caminando sin detenerse, dejando que sus pies la guiaran, hasta que al cabo de un rato fue consciente de que había abandonado el barrio de Pedralbes y se encontraba al pie del antiguo depósito de agua de Finestrelles. Un feo tanque de hormigón armado, encaramado a la pequeña loma que separaba Barcelona de la colindante Esplugues.
A sus pies, velada por la ligera lluvia, se extendía la ciudad como una irregular pléyade de luces y calles rectas, como brillantes canales ambarinos que desembocaban en el mar. A la izquierda podía distinguir la esbelta silueta de las torres de la Sagrada Familia, iluminadas como árboles de Navidad; al frente, la tenebrosa mole oscura de la montaña de Montjuïc, coronada por el achaparrado castillo donde se amontonaban disidentes políticos y rebeldes independentistas; mientras que, mirando a la derecha, entre el aeropuerto y las estribaciones del macizo del Garraf, se intuía la irregular silueta de Villarefu parcamente iluminada por las escasas farolas del arrabal.
¿Qué iba a hacer ahora?, se preguntó, sentándose en uno de los bancos de madera junto al camino, sin importarle que este estuviera empapado.
Sin trabajo, ni ahorros, ni nadie a quien recurrir, tardaría poco en perder su piso por no poder pagar el alquiler y la pondrían de patitas en la calle. El primer paso hacia la inevitable cuesta abajo que iba a ser su vida a partir de ese momento; ya que sin empleo, dinero, ni casa, los puntos de su tarjeta de ciudadanía empezarían a restarse rápidamente, y acabarían tocando fondo en cuanto se celebrase el juicio y terminase con algún tipo de antecedente engrosando su currículo ciudadano. Con suerte, si no acababa en la cárcel, como mucho podría encontrar trabajo de friegaplatos o paseadora de perros.
En cuestión de días, recapituló, se las había arreglado para que su madre la repudiara, para defraudar a Puig, ofender a Elías, y abusar de la amistad de Susana hasta el punto de poner también en riesgo su carrera. Estaba fuera de control, y cada vez tenía más claro que no era él quien había perdido la cabeza, sino ella. Se había convertido en un peligro para todos los que la rodeaban, era como un chimpancé con una escopeta cargada en las manos.
De pronto, lamentó haber rechazado el arma que Giwan le había ofrecido discretamente antes de marcharse de casa de Elías. De haberla tenido, habría podido solucionar todos los problemas de golpe con una bala de nueve milímetros. Pum, y adiós. A tomar por culo todo. Habría ido de cabeza al infierno, eso seguro, pero al menos así se ahorraría encontrar a su padre ahí arriba, y tener que darle explicaciones de cómo podía haber llegado a joderlo todo hasta ese punto.
—Papá, lo siento —masculló entre dientes, mirando al cielo en una disculpa, lamentando que todas aquellas lecciones de amor y sensatez, antes de que el maldito cáncer se lo llevara, hubieran terminado no sirviendo para nada más que…
Pero sus pensamientos se interrumpieron de golpe al darse cuenta de que sus ojos se habían posado inadvertidamente en un edificio de una planta, poco iluminado, situado justo al otro lado de la loma en que se encontraba y a menos de quinientos metros de distancia.
De alguna manera, sus pasos la habían conducido hacia la mezquita donde la habían detenido menos de veinticuatro horas antes. Y allí, sentada bajo la lluvia con el agua empapándola una vez más y pensando en el suicidio como la mejor manera de terminar el día, se le ocurrió que, puestos a hacer mutis por el foro, bien podía dedicar una última hora de su tiempo en pasar a saludar a un clérigo misógino y a todas luces gilipollas.
Total, no creía que el infierno musulmán fuera a ser peor que el cristiano.
Extrañamente animada por aquella última misión en su vida, descendió el camino desde el depósito de agua, saltando de charco en charco y seriamente tentada de agarrarse a las farolas para dar vueltas a su alrededor.
Fue entonces, tratando de realizar un torpe paso de claqué con sus chanclas, cuando se fijó en el localizador que llevaba al tobillo y cayó en la cuenta de que si se acercaba a la mezquita donde la habían detenido, saltarían las alarmas en la Central y cinco minutos después estaría de nuevo en el asiento trasero de un coche patrulla con las manos esposadas a la espalda.
Miró a su alrededor, buscando cualquier cosa que pudiera usar como herramienta para librarse de la tobillera, pero, al parecer, el servicio de limpieza en aquel barrio era mucho más eficiente que en el resto de Barcelona. Eso, y que la gente tampoco solía dejar cizallas tiradas por la calle. Todo lo que vio fue una papelera en la esquina siguiente, a la que se aproximó sin demasiadas expectativas.
Sin ganas de ponerse a rebuscar, sacó la bolsa de basura de la papelera y la vació sobre la acera. Un puñado de bolsitas negras con cacas de perro, kleenex, vasos de café para llevar y el resto de un bocadillo envuelto aún en papel de aluminio.
No había ningún objeto cortante, pero, sin embargo, Nuria sintió una punzada de hambre contemplando el resto del bocadillo y recordó que se había marchado de casa de Elías sin probar bocado.
Arrugando la nariz con desagrado, agarró aquel medio bocadillo de pan mojado que aún conservaba varias lonchas de chorizo y se lo acercó a la cara, debatiéndose entre la repulsa y el hambre. Resultaba asqueroso y tentador al mismo tiempo, pero mientras lo sostenía frente al rostro, su mirada se posó en el envoltorio plateado y una loca idea acudió a su mente.
Sin pensarlo, tiró el bocadillo al suelo y se quedó con el papel de aluminio, que alisó y extendió para comprobar su tamaño.
—Podría funcionar —murmuró satisfecha, al comprobar que tenía el tamaño suficiente.
Con el papel de aluminio en la mano, se refugió bajo el portal de un edificio y sentándose en los escalones de la entrada, lo enrolló cuidadosamente alrededor de la tobillera hasta estar segura de que ninguna parte de esta asomaba por algún lado.
Complacida con su habilidad, se puso en pie y rotó el tobillo, comprobando que su invento quedaba bien sujeto y el localizador completamente aislado.
Disponía de solo unos minutos antes de que saltara la alarma por haber hecho eso y que mandaran una patrulla al último lugar donde había estado localizable, pero para entonces ella ya estaría lejos y, cuando adivinaran dónde encontrarla, ya habría hecho lo que tenía en mente hacer.
Sin perder más tiempo, Nuria comenzó a caminar calle abajo a buen ritmo, y esta vez sí se agarró a una farola y, dando vueltas a su alrededor, comenzó a canturrear por lo bajo:
—I’m singing in the rain. Just singing in the rain…