69
—Este túnel es más estrecho —apuntó Elías, observando cómo apenas sobraban unos centímetros entre las paredes de ladrillo y el costado de la balsa.
—Y hay menos corriente y mucha menos agua —añadió Nuria—. ¿Notas cómo rozamos el suelo?
—Es verdad. Espero que no pinchemos.
—Bueno, ya casi estamos, ¿no?
—Sí, supongo —confirmó Elías, mirando al techo como si tratara de ver a través de él.
—Pues entonces… ¿qué hacemos?
—Si te digo la verdad, no estoy muy seguro —confesó—. Mi plan solo llegaba hasta aquí.
—Ya —murmuró Nuria, como si se lo hubiera imaginado—. Este tramo de alcantarilla solo tiene dos accesos, ¿no? Por donde hemos venido —señaló hacia atrás con el pulgar—, y hacia adelante.
—Eso es.
—Pues desde un punto de vista operativo —razonó, recordando las lecciones de la escuela de policía—, la mejor opción es dividirnos y cubrir ambos extremos del túnel, ¿no te parece?
—No, no me lo parece.
—Pero es la única manera de proteger el perímetro entre los dos.
—Me da igual —objetó—. Separarnos me parece una terrible idea. Debemos permanecer juntos.
—Pero eso no tiene ningún sentido táctico.
—A la mierda con la táctica —replicó contundente—. Además, lo previsible es que venga desde el sur, ¿no? Es allí donde lo prepararon y, seguramente, donde se ha mantenido oculto hasta hoy. Yo digo que sigamos por aquí y busquemos un buen lugar donde esperar algo más abajo.
—¿Y si te equivocas? ¿Y si no viene por el sur?
—En el peor de los casos, tendremos un cincuenta por ciento de posibilidades de acertar —argumentó—. Pero si, como parece probable, se trata de algún tipo de robot militar, uno solo de nosotros no podrá detenerlo y entonces… —negó con la cabeza— las posibilidades se reducirán a cero.
Nuria se quedó mirando a Elías, sopesando su razonamiento.
—No estoy segura de que eso que dices tenga mucho sentido.
—Yo tampoco —confesó Elías—. Pero sea como sea, prefiero que sigamos juntos.
Nuria pareció pensárselo un instante, antes de terminar asintiendo.
—Está bien —accedió—. Cada decisión que he tomado ha sido un desastre… así que, quizá, es momento de cambiar de método.
—Y si me equivoco —añadió Elías—, podrás echármelo en cara.
—Eso no lo dudes —confirmó Nuria con una sonrisa desprovista de humor—. Si es que sobrevivimos, claro.
—Bueno, no sé tú —objetó Elías, empujando con el remo para ganar algo de velocidad—, pero yo no puedo morirme —afirmó muy serio—. Tengo una agenda apretadísima la próxima semana.
Nuria miró de soslayo a Elías, en apariencia tan tranquilo como si estuviera remando en una de las barcas del Parque de la Ciudadela. Podía percibir en su mandíbula crispada y en la fuerza con la que apretaba el remo que la procesión iba por dentro y que lo más probable es que estuviese tan nervioso como ella, pero el hecho de que no lo aparentara le inspiraba una seguridad que, aunque falsa, no por ello era menos bienvenida.
—Mira —dijo entonces Elías, señalando al frente—. Ese parece un buen sitio.
A unos treinta metros por delante, lo que parecía ser un arco de refuerzo producía un puntual estrechamiento del túnel y un lugar donde ponerse a cubierto, aunque fuera de forma parcial.
—¿Crees que ya habremos dejado atrás el Palau? —inquirió Nuria.
—Diría que sí, ¿no oyes?
Nuria aguzó el oído, percatándose entonces del ruido producido por una fuerte corriente de agua, proveniente de algún lugar más allá del siguiente recodo.
—Debe ser la alcantarilla principal —aventuró Elías—. La misma de la que hemos salido y que se vuelve a juntar con esta, tras pasar bajo el pabellón.
—Pues entonces, no se hable más —sentenció Nuria, pasando la pierna izquierda por encima del costado de la balsa y sentándose a horcajadas sobre el mismo—. Aquí nos quedamos —añadió, a la vez que también pasaba la otra pierna y bajaba de un salto al llegar a la altura del arco.
Las aguas negras le cubrían justo por encima de los escarpines, así que no tuvo problemas para mantener el equilibrio a pesar de lo asquerosamente resbaladizo que era el suelo.
Elías la imitó, y al ver a Nuria sujetando la balsa por una de las asas le hizo un gesto con la mano.
—No te preocupes por eso —le dijo, señalando con el dedo la forma del arco—. La balsa es demasiado ancha para que pase.
Nuria así lo hizo, y al comprobar cómo la balsa se quedaba atascada, una estrambótica idea se abrió paso en su cabeza.
—Fíjate… —murmuró, señalando la balsa amarilla—. No cabe por ahí. Es más grande.
—Ya —confirmó Elías—. Es lo que te he dicho.
Nuria sacudió la cabeza con vehemencia.
—No. Me refiero a que es más grande que todo el hueco del túnel.
Elías la miró sin comprender.
—¿No lo ves? —insistió Nuria, echándose hacia atrás, acalorada, la capucha que cubría su cabeza—. ¿Qué pasaría… si la pusiéramos en pie?
Elías miró de nuevo a la balsa, luego al arco de hormigón y finalmente a Nuria, comprendiendo sus intenciones.
—Pásalo por ahí —resopló Elías, ahogado por el esfuerzo—, y luego por aquella anilla que…
—Ya sé lo que tengo que hacer —le espetó Nuria, mientras pasaba el cabo de la balsa por un par de anillas situadas a la altura del techo—. ¿Lo ves? —añadió satisfecha un momento después—. Ya está. Puedes bajarme.
Elías flexionó las rodillas y entonces Nuria, sentada sobre sus hombros, se dejó resbalar por su espalda hasta alcanzar el suelo de nuevo.
—¿Cuánto decías que pesabas? —rezongó Elías, llevándose las manos a las lumbares con gesto dolorido.
—Eso no se pregunta —le reprendió Nuria, agarrando el extremo del cabo—. Venga, no seas quejica y ayúdame a tirar.
Obediente, Elías aferró la cuerda e hizo una cuenta atrás.
—Tres. Dos. Uno… ¡Arriba!
Al tirar del cabo con todas sus fuerzas, izaron la balsa desde la proa hasta que esta quedó en posición vertical, bloqueando todo el espacio del túnel y dejando solo unos dedos bajo la zona inferior, por la cual fluía el agua sin problema.
—Joder, es perfecto —se admiró Nuria, dando un paso atrás.
—Ni hecho a medida —confirmó Elías, asegurando el cabo—. Ojalá logremos engañarlo.
—Ya verás como sí —afirmó Nuria, convencida—. Cuando llegue al otro lado —añadió, señalando el falso muro creado por la balsa—, creerá que se trata de una pared sólida y se detendrá. No creo que sea muy listo ni que esté programado para derribar muros.
—Eso es una suposición muy arriesgada —opinó Elías—. Si estás equivocada, lo atravesará como si fuera papel.
—O también puede hacerse explotar si no ve otro remedio —arguyó—. Pero creo que vale la pena intentarlo, ¿no? Para liarnos a tiros siempre estamos a tiempo.
—Supongo que sí —asintió Elías, terminando de fijar el nudo.
—Por cierto —inquirió Nuria, señalándose su muñeca—. ¿Qué hora es?
Elías se incorporó y, levantando con no poco esfuerzo el borde de la manga del grueso neopreno, comprobó la hora en su pulsera.
Luego alzó la mirada hacia Nuria y respiró profundamente, antes de anunciar.
—Las once y cincuenta y siete.
Asomados a dos minúsculos agujeros practicados en el suelo de goma de la balsa, observaban inquietos el pasadizo que se extendía más allá y que se perdía en una curva a derechas a unos cincuenta metros de distancia.
A sus espaldas, sin embargo, todo era oscuridad, tras haber inutilizado las luces de emergencia más cercanas por el temor a que el suelo de goma de la balsa pudiera ser translúcido y rompiese el engaño de que se trataba de una auténtica pared.
—No veo nada —cuchicheó Nuria, alternando ambos ojos para observar por el mismo agujero.
—Shhh… No hagas ruido.
—Ya debería haber llegado —prosiguió Nuria, ignorándolo—. Hace ya rato que empezó la ceremonia ahí arriba —añadió—. ¿Y si al final no hay atentado? Quizá con la explosión, de algún modo, impedimos que lo activaran.
—O quizá es un robot muy presumido —musitó Elías—, y aún está en casa arreglándose para salir.
Nuria propinó un amistoso puñetazo al hombro izquierdo de Elías.
—Hablo en serio.
—Vale, quizá tengas razón —admitió Elías en susurros, frotándose el hombro—. Es raro que no haya aparecido ya, pero aun así tenemos que quedarnos y esperar.
—Claro, claro —asintió Nuria—. Es solo que…
—Shhh… —la chistó de nuevo.
—Joder, estoy hablando muy bajo —protestó Nuria.
—No, calla —le advirtió Elías, llevándose el índice a la oreja—. Escucha.
Nuria inclinó la cabeza, pegando el oído a la goma y esperando oír en cualquier momento unas pesadas pisadas metálicas chapoteando en el agua.
Pero no fue capaz de distinguir nada por encima del rumor de la corriente del agua. Si acaso, un remoto repiqueteo, como el que haría una tropa de secretarias tecleando en viejas máquinas de escribir.
—¿Qué…? —empezó a formular, pero la mano de Elías salió disparada hacia su boca para impedir que hablara.
En circunstancias normales, habría respondido a ese simpático gesto propinándole un sonoro guantazo en el rostro. Pero aquellas no eran unas circunstancias normales y, menos aún, cuando fue capaz de percibir cómo aquel tamborileo se hacía más evidente y se convertía en una sorda vibración bajo sus pies que podía sentir hasta en los huesos.
Apartando la mano de Elías, volvió a asomarse por el agujero, temerosa de lo que estaba a punto de encontrarse.
Pero la realidad resultó ser mucho peor.
—Dios mío…
Como una mancha de petróleo extendiéndose por el pasadizo, Nuria contempló hipnotizada una marea negra emergiendo tras la curva, una amenazadora oscuridad adhiriéndose como una temblorosa sombra a las paredes del túnel.
Conteniendo un grito de espanto, Nuria distinguió que se trataba de entes individuales que se desplazaban como un único organismo de patas articuladas y cuerpos segmentados, cada uno de ellos con una pequeña cabeza con pinzas y sobre la que centelleaban un par de sensores láser de luz roja.
Cientos de máquinas con el aspecto de tarántulas negras y el tamaño de un gato, aferrándose a las paredes y avanzando inexorablemente hacia ellos.
—Roboarañas… —siseó Elías a su lado, con el miedo impregnándole la voz.
Pero Nuria no alcanzó a preguntarle qué eran exactamente, pues en ese mismo momento descubrió aterrada que, cada una de aquellas máquinas llevaba adherido a la espalda un paquete de color naranja fluorescente, conectado por cables a su cuerpo.