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El brutal impacto contra el agua la dejó sin aliento y aunque lo hizo adoptando la misma posición que había visto en los clavadistas mexicanos, con los pies por delante y los brazos cruzados sobre el pecho, el terrible golpe estuvo a punto de hacerla perder el conocimiento.
Pero, a pesar de ello, lo peor fue cuando tras hundirse a varios metros de profundidad trató de regresar a la superficie braceando y sin aire en los pulmones, y el descomunal oleaje la volvió a hundir bajo el agua sin darle tiempo a respirar.
Al límite de la consciencia, exprimiendo sus últimas fuerzas, luchó con denuedo por alcanzar la luz del día y cuando ya estaba a punto de rendirse, convencida de que no lo iba a lograr, de pronto sintió cómo su cabeza salía del agua y pudo tomar una desesperada bocanada de aire.
Pero solo dispuso de un segundo, antes de que otra ola rompiera justo sobre su cabeza y la hundiera de nuevo, haciéndola girar vertiginosamente como si estuviera en una gigantesca lavadora.
Cuando todas aquellas vueltas cesaron, no podía saber dónde era arriba o dónde era abajo, y el poco oxígeno que había logrado aguantar en los pulmones empezaba a ser insuficiente. Necesitaba más, y rápido.
En aquella mar revuelta y sin visibilidad alguna, sin tener la seguridad de si estaba yendo hacia la superficie o hundiéndose todavía más, forcejeó apelando a su tenaz instinto de supervivencia y las últimas moléculas de limbocaína que aún quedaban en su cuerpo.
De nuevo, logró sacar la cabeza del agua cuando ya sentía que sus pulmones iban a explotar, pero en esta ocasión lo hizo entre la marejada de espuma de una ola que acababa de romper. Eso le dio unos segundos para recuperar el aliento y anticiparse a la siguiente, sumergiéndose antes de que estallara sobre ella y volviendo a salir de inmediato en cuanto pasó.
Al fin podía respirar de forma más o menos regular, pero aquel juego del escondite con el oleaje resultaba agotador y no podría hacerlo durante mucho más tiempo. Tenía que ganar la orilla como fuera.
Con la siguiente ola emergió en la cresta, y eso le dio oportunidad de mirar hacia tierra y tratar de situarse.
Para su sorpresa, descubrió que la fuerte corriente y el oleaje la habían arrastrado hacia el norte más de un kilómetro, en paralelo al muro de contención que años atrás había sido la playa de la Barceloneta. A su izquierda se alejaba la inconfundible silueta del Hotel W, mientras que a su derecha pudo intuir la presencia del Espigón del gas, donde el oleaje estallaba contra sus bloques de hormigón de decenas de toneladas.
Aunque menos de cien metros la separaban del espigón, llegar hasta él mientras era zarandeada por olas de seis metros de altura resultaría toda una hazaña, y ya sería un auténtico milagro teniendo en cuenta su maltrecho estado.
Pero no tenía alternativa. Si no alcanzaba pronto tierra firme moriría ahogada sin remedio y, después de todo por lo que había pasado, no estaba dispuesta a rendirse de ningún modo. Llegaría hasta ese dique o moriría en el intento.
Nadando en contra de la resaca que la alejaba de la costa y tratando de aprovechar al mismo tiempo el impulso del oleaje, logró aproximarse hasta el dique. Una doble hilera de cubos de hormigón armado adentrándose cien metros en el mar y sobre cuyo extremo iban a estrellarse las olas en una sucesión estremecedora, como trenes estampándose uno tras otro contra las toperas de una estación.
Tenía que evitar aquello como fuera. Si una ola la atrapaba y la lanzaba contra el dique, al día siguiente tendrían que recoger sus trozos con un rastrillo. Su única posibilidad consistía en ganar el sotavento del dique, allí donde el impacto del oleaje era menor, y una vez ahí tratar de encaramarse de algún modo al espigón.
«Chupado», se dijo, ignorando conscientemente el peligro de no calcular bien las distancias, de que una serie de olas potentes la desviara de su trayectoria, de que la corriente o la resaca fueran allí más fuertes, de que se quedara sin fuerzas o que un maldito rayo le cayera en la cabeza. Teniendo en cuenta la suerte que lucía últimamente, pensó, cualquier cosa era posible.
Sacando la cabeza y sumergiéndose cuando se acercaba una ola, tratando de no perder de vista su objetivo, se aproximó paulatinamente al dique apretando los dientes ante el continuado esfuerzo que solo la desesperación y el instinto de supervivencia le permitían mantener.
Finalmente, rodeando el extremo del dique más al norte, en un último arrebato de coraje, forcejeando contra la resaca que la alejaba de su destino, alcanzó la relativa calma del sotavento del dique.
A pesar de que las olas no rompían directamente en ese costado del espigón, el oleaje de fondo hacía que acercarse a los bloques de hormigón resultase muy peligroso, más aún teniendo en cuenta lo débil de su estado.
Pero no tenía otro camino, así que aguardó a unos metros de distancia, hasta que la violencia del oleaje bajó por unos instantes y entonces, apretando los dientes, se encaramó al dique y se aferró a uno de los bloques como una lapa.
Apremiada por la posibilidad de que en cualquier momento una ola la estampara como un sello contra el hormigón, trepó por la resbaladiza escollera de gigantescos cubos grises, como piezas de un juego de construcción desparramados por un niño, hasta alcanzar un punto relativamente seco por encima del nivel del oleaje.
Agotada hasta un punto que no creía posible, con los rociones de las olas y la lluvia cayendo sobre ella sin piedad, siguió escalando el rompeolas como buenamente podía, buscando asideros y resbalando continuamente, hasta el punto de dudar si iba a conseguirlo.
Pero entonces se dio cuenta de que justo bajo ella se abría un gran hueco oscuro y vacío, una inesperada oquedad entre aquellos bloques megalíticos. Sin dudarlo se deslizó en su interior y, sorprendida, descubrió que era una especie de madriguera de un par de metros de profundidad y un metro de alto. El lugar apestaba a pescado podrido y orines de gato, y estaba segura de que en las cercanías había algún ratón muerto. Pero, dadas las circunstancias, aquel agujero húmedo y maloliente le pareció un apartamento de lujo.
—En peores sitios he dormido —se consoló a sí misma, con la voz ronca por el esfuerzo.
Y así, sin fuerzas ya ni para pestañear aunque su vida dependiera de ello, Nuria se derrumbó sobre la fría superficie de hormigón y, en menos de diez segundos, cerró los ojos abandonándose al oscuro placer de la inconsciencia.
Cuando al fin despertó, las secuelas de la limbocaína hicieron su efecto con la sutileza de un martillazo.
Fue como si despertara tras veinte resacas seguidas, una detrás de la otra, para descubrir que se había quedado sin café ni aspirinas y que el perro se había cagado en el salón.
Lentamente se atrevió a abrir los ojos, y reparó en que un estrecho rayo de luz se colaba entre los huecos de las piedras e iba a caer a su lado, iluminando lo bastante aquella suerte de madriguera como para ver que se trataba de un espacio sembrado de plásticos y restos de basura, en el centro del cual se había quedado dormida en posición fetal, con las manos unidas haciendo las veces de almohada.
En un principio no recordó cómo había llegado hasta ahí, y los acontecimientos del día anterior fueron abriéndose paso perezosamente en su memoria, hasta que, con un vuelco del corazón, rememoró lo sucedido y deseó no haberlo hecho.
Y no fue hasta entonces que se dio cuenta de algo extraordinario: no se oía nada. Solo el apacible batir de las olas besando la orilla rompía aquel irreal silencio; nada del viento huracanado o el aguacero que no permitía oír ni sus propios pensamientos. Solo un placentero sonido de fondo, como sacado de un audiolibro de relajación.
De lo siguiente que se dio cuenta es que tenía un hambre atroz. De hecho, era el vacío en el estómago lo que la había terminado despertando. Tenía tanta hambre que recordó la historia de unos náufragos que se comieron a sus compañeros muertos y se le hizo la boca agua.
Lo malo es que no tenía ningún náufrago a mano, de modo que decidió que debía encontrar alguna comida con urgencia, así que fue a incorporarse… y entonces descubrió que su cuerpo no le respondía.
—Pero ¿qué…? —farfulló con la boca pastosa, y al despegar los labios sintió cómo estos se le cuarteaban y agrietaban, como si llevara un año sin abrirlos.
Parpadeó confusa, y hasta los mismos párpados parecieron resistirse a sus órdenes.
Apretando los dientes hizo un nuevo intento y, sacando fuerzas de flaqueza, apoyó el codo en el suelo y se incorporó muy lentamente, hasta quedar sentada y con la cabeza rozándole el techo. Cada agarrotado músculo de su cuerpo le dolía como si la hubiera atropellado un autobús, y se resistían a responder a sus órdenes porque sencillamente no podían, les faltaba el combustible para poder funcionar: comida.
Tenía que conseguir comer algo, reponer las fuerzas, o quizá ya no podría volver a levantarse.
En aquel agujero no podía darse la vuelta, así que se arrastró sobre su trasero hacia la salida con los pies por delante, empujándose con las manos, y no fue hasta ese momento que descubrió con una mueca de fatalidad que le faltaban los zapatos. ¿Cuándo los había perdido?
De ese modo cubrió la escasa distancia hasta el hueco que hacía las veces de salida, y dándose la vuelta, se asomó con precaución, aunque nada más hacerlo se vio obligada a cerrar los ojos y protegérselos con la mano.
Aunque ni tan siquiera tenía el sol de frente, el cielo lucía un azul cobalto deslumbrante y todas las cosas, desde las ventanas de los edificios a la asombrosamente calmada superficie del mar, parecían reflejar la luz del sol como si alguien hubiera abrillantado la Tierra.
¿Qué había sucedido? ¿Cuánto tiempo había pasado dormida? No quedaba rastro del Medicán Merçè y aunque arramblados al muro de protección de la Barceloneta, podía ver montañas de maderas, algas y plásticos arrastrados por las olas, nada más parecía indicar que una tempestad hubiera pasado por ahí. Incluso una bandada de escandalosas gaviotas cruzó el cielo, graznando con absoluta normalidad.
Aún confusa por la diferencia entre lo vivido y lo que ahora tenía ante sus ojos, emergió de su guarida como una osa despertando de la hibernación; débil, desorientada y con un hambre que se comería de una vaca hasta los cuernos.
Entonces un gato negro asomó de otro agujero y, mirándola con cierta desconfianza, pasó ante ella y subió ágilmente de un salto al bloque de hormigón que había justo sobre su cabeza. Por un breve instante, Nuria pensó en toda la carne que debía tener un gato, pero avergonzándose de sí misma apartó de inmediato esa horrible idea de su cabeza.
Luego otro gato cruzó frente a ella, y luego otro, y otro más, todos en la misma dirección, y la respuesta a aquel enigma gatuno llegó cuando oyó a una voz cercana chasqueando los dedos y repitiendo: «Misho, misho…».
Desesperada, dejando de lado cualquier precaución, Nuria siguió la ruta de los mininos y encaramándose con dificultad, alcanzó la parte superior del dique, donde una mujer de aspecto andrajoso rodeada por una docena de felinos rellenaba unos improvisados cuencos con agua y pienso para gatos.
A Nuria le rugió el estómago al ver aquello, como si presenciara un banquete al que no hubiera sido invitada, y como una zombi de tres al cuarto comenzó a caminar hacia la señora y sus gatos dando tumbos, abriendo y cerrando la boca como si anticipara el momento de masticar.
La mujer, naturalmente, casi se cae de culo al verla aparecer de ese modo, y trastabillando dio unos pasos hacia atrás con ojos desorbitados, temiendo que se la fuera a comer allí mismo.
Pero Nuria tenía la vista puesta en los cuencos de comida y, agachándose frente a estos, apartó a los gatos y comenzó a coger puñados de aquellas bolitas marrones y a llevárselas a la boca, masticándolas apenas antes de tragárselas, tomando el cuenco del agua y bebiendo del mismo con la misma desesperación, sin darse cuenta hasta ese momento de que tenía aún más sed que hambre.
La señora, a esas alturas, ya había salido corriendo despavorida, mirando hacia atrás para asegurarse de que no la seguía.
—¡Mañana mejor traiga queso, si no es molestia! —le gritó Nuria al verla huir a toda prisa.
La respuesta fue un exabrupto que no llegó a entender, y olvidándose de la mujer, Nuria continuó devorando aquella comida que sabía a rayos pero que su cuerpo agradecía como un bufé libre de marisco.
Entre bocado y bocado se preguntó de dónde venía esa necesidad animal de proteínas, hasta que cayó en la cuenta de que aquel podía ser un peaje por el uso de la limbocaína. Toda aquella fuerza inusitada y aceleración neuronal debía exigir al cuerpo mucha más energía de lo habitual. Y eso, sumado a que bien podía haber pasado uno o dos días durmiendo, explicaba su extrema debilidad y esa voracidad desmesurada.
Tardó menos de cinco minutos en terminar con los dos cuencos llenos de pienso y tres de agua y, al fin ahíta, se dejó caer de nuevo hasta quedar boca arriba mirando aquel deslumbrante cielo azul, sin una sola nube que lo mancillara, mientras los gatos maullaban indignados a su alrededor, protestando airados por aquella inadmisible intromisión.
—¿Y ahora qué? —se preguntó en voz alta.
No tenía adónde ir, ni a quién recurrir.
No podía volver a su piso, ni acercarse a la residencia de su abuelo, ni ir a casa de su madre… y, al pensar en ella, un puño de hierro al rojo le retorció el corazón y tiró de él tratando de arrancárselo. El dolor fue tal y tan físico, que tuvo que morderse los labios para soportarlo.
Cuando este remitió, se esforzó por centrar su mente en los problemas más inmediatos, retornando a la posible lista de personas a las cuales recurrir. Una lista en la que ya no estaban Elías —otro puñal en el corazón— ni Aya, a la que no podría localizar, aunque quisiera. Ni por supuesto Susana, que nunca le perdonaría, y con razón, el haberla dejado amordazada en el lavabo de señoras.
Todo ello reducía la lista de amigos y familiares exactamente a cero.
Ahora sí que podía decir que estaba total e irremediablemente sola en el mundo.
Y eso sin contar con que su rostro debía estar en las televisiones de medio planeta, que la policía del otro medio estaría buscándola, y que unos cuantos millones de Renacidos y patriotas de España Primero estarían rogando a su dios que les concediera el placer de arrancarle la piel a tiras.
Había tenido semanas mejores, eso estaba claro.
Con ese humor oscuro que da la resignación de saber que, hagas lo que hagas, todo va a salir mal, paseó la mirada por la ciudad que se extendía tras el muro de contención, desde los avejentados edificios de la Barceloneta a su izquierda, a los nuevos rascacielos de acero y cristal mellados por el huracán que se elevaban frente a ella, hasta las torres gemelas que dominaban el Puerto Olímpico, donde incluso podía distinguir los mástiles blancos de los…
Entonces abrió los ojos desmesuradamente y sus pulsaciones se detuvieron en seco, cuando un nombre casi olvidado acudió a su mente.