61

Tras dejar a Aza y Yihan en un centro médico tan discreto como caro, en el barrio de Les Corts, Yady condujo el Suburban hasta la casa de Elías, donde la sobrina de este los esperaba bajo el porche con aire impaciente.

—¿Se puede saber dónde os habéis meti…? —les espetó en cuanto el vehículo frenó frente a la casa, pero se detuvo de inmediato al ver las condiciones en que se encontraban—. ¡Dios mío! —exclamó Aya, corriendo hacia ellos—. ¿Qué os ha pasado? ¡Parece que vengáis de una guerra!

—Ha sido una noche complicada —contestó su tío, saliendo del coche.

—¿Estás bien? —preguntó la joven, acercándose a Nuria con preocupación—. Tienes un aspecto espantoso.

—Estoy bien —asintió—. Gracias.

—Yo también estoy bien —apuntó Elías con sorna, al ver que su sobrina lo dejaba de lado.

—Ven adentro —añadió Aya, tomando del brazo a Nuria y llevándosela con ella, ignorando olímpicamente a su tío—. Te limpiaré esas heridas.

—No hace falta, de verdad —alegó Nuria, dejándose llevar—. Yo…

—Shhh —la chistó Aya—. Calla y ven conmigo —la invitó, señalando a la puerta principal.

Elías, mientras tanto, aún de pie junto al coche, se volvió hacia Giwan con gesto indignado.

—Pero ¿tú has visto?

El kurdo se encogió de hombros y levantó las manos, en un gesto que podía significar que tampoco lo entendía o que aquello no era asunto suyo.

En cualquier caso, Elías adivinó que no iba a encontrar mayor comprensión por su parte.

—Id a descansar un rato —les indicó a Giwan y Yady, haciéndoles un gesto hacia la casa adyacente situada en la parte de atrás, donde residía el equipo de seguridad—. Me temo que esto aún no se ha acabado.

Los dos kurdos asintieron conformes y, tras despedirse de ellos con un escueto gesto de agradecimiento, Elías siguió los pasos de Aya y Nuria, que ya se habían perdido escaleras arriba.

—¡Nuria, en mi despacho en diez minutos! —le avisó, mientras se dirigía a su propio cuarto para asearse y cambiarse de ropa.

—¡Okey! —contestó Aya en su lugar, un segundo antes de que cerrara tras ella la puerta de la habitación de Nuria.

Al oír a su sobrina, Elías tuvo la completa certeza de que al menos tardaría veinte.


La predicción fue acertada a medias, pues no fue hasta treinta minutos más tarde que Nuria hizo su aparición en el despacho.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó, nada más cruzar la puerta.

Elías levantó la vista del monitor, esbozando un mohín de preocupación al ver el rostro y los brazos de Nuria acribillados de heridas y moretones. Pero, aun así, tuvo que admitir que la media hora había sido bien aprovechada por su sobrina. La mujer que tenía ante él en ese momento, recién duchada y vestida con unos shorts y una blusa holgada, no parecía ser la misma que había visto media hora antes cubierta de barro, sangre y ceniza.

—¿Cómo te encuentras? —le preguntó Elías, esforzándose por no transmitir demasiada admiración.

Con una goma de pelo, Nuria se hizo una coleta en su cabellera chamuscada mientras tomaba asiento junto a Elías.

—¿Qué sabes de la explosión? —preguntó en cambio—. ¿Has averiguado si ha habido víctimas?

Elías señaló el monitor.

—Aún no hay nada fiable —le informó—. Los bomberos creen que ha sido una explosión de gas, pero ya empiezan a desatarse rumores de un atentado. Espero que no logren relacionarnos.

—¿Relacionarnos? —preguntó Nuria, sorprendida—. Lo que tenemos que hacer es contarles lo que hemos descubierto en ese sótano. Sabemos dónde y cuándo podría cometerse un atentado, hay que avisarlos y que lo anulen todo.

—De acuerdo, pero… ¿a quién? —objetó—. ¿Y cómo piensas hacerlo para que te escuchen? Tu credibilidad no es que esté por las nubes en estos momentos.

—Pues lo hacemos de forma anónima —alegó Nuria—. No podrán ignorar una amenaza de bomba.

Elías negó con la cabeza.

—Sí que lo harán —señaló, como si se tratara de una obviedad—. ¿Cuántas amenazas de bomba anónimas crees que habrán recibido por la visita del Papa, el Rey y el presidente? ¿Cinco? ¿Diez? ¿Veinte? Una amenaza anónima sería solo una más entre las de muchos otros chiflados con ganas de llamar la atención.

—Pues llamaré a Puig —arguyó Nuria—. Él me creerá o, al menos, me escuchará.

—Tienes mucha fe en ese hombre… —opinó Elías— para ser alguien que solo quiere verte entre rejas.

—Eso no es verdad —le defendió Nuria—. No puedo culparlo por hacer su trabajo.

—Haz lo que quieras —se rindió Elías, entregándole su teléfono a Nuria—. Pero veremos si piensas lo mismo cuando tengas que explicarle por qué te has saltado la libertad condicional. Ah —añadió—, y no le digas nada de mí.

—Descuida —le aseguró, antes de pedirle al móvil que la pusiera en contacto con el comisario.

Al cabo de unos segundos, la voz de Puig asomó escéptica desde el pequeño altavoz.

—¿Agente Badal? —preguntó—. ¿Es usted?

—Soy yo, comisario.

—¿Dónde está? ¿Qué ha…?

—Comisario, escúcheme con atención —lo interrumpió—. La explosión en Villarefu…, yo he estado ahí.

—Está bien, entréguese y hablaremos.

—¿Entregarme? —repitió—. Ni hablar, comisario. Escúcheme, bajo la casa que ha explotado, en el sótano, estaba el escondite de un comando yihadista. Yo pude escapar de milagro —miró a Elías de reojo— antes de que todo explotara. Eran cuatro terroristas dirigidos por Mohamed Ibn Marrash, el imán del Centro Cultural Islámico Ciutat Diagonal. Todos han muerto, aunque el ADN confirmará lo que estoy diciendo —añadió—, pero ahora viene lo gordo, preste atención. —Hizo una pausa para tomar aire—. Ese comando estaba preparando un gran atentado con explosivos en Barcelona. Creemos…, estoy segura —se corrigió—, de que van a atentar contra el Nou Palau Blaugrana durante el partido de baloncesto del miércoles por la noche —concluyó, poniendo énfasis en las últimas palabras.

Seguidamente, guardó silencio a la espera de que la gravedad de su afirmación calara en el comisario.

La respuesta, sin embargo, no fue la que esperaba.

—¿Dónde se encuentra? —quiso saber Puig.

—¿Qué? —inquirió Nuria, desconcertada—. ¿Y qué más da eso? ¿No ha escuchado lo que acabo de decirle? ¡Se va a cometer un atentado!

—Ha dicho que los terroristas han muerto en la explosión —le recordó.

—Sí, pero el imán me dio a entender que ya lo tenían todo en marcha —aclaró—. Creo que las bombas ya deben estar puestas y programadas para explotar.

—¿Le dio a entender? Mire, señorita Badal… —resopló, como si se viera obligado a explicar una obviedad—, todas las zonas sensibles son registradas a conciencia antes de un partido. Nadie podría esconder ni un simple petardo en las cercanías sin que los equipos de rastreo lo encontraran.

—También podría ser… —aventuró Nuria— que algún terrorista haya sobrevivido y se inmole con una mochila bomba o con un vehículo cargado de explosivos.

—Eso tampoco va a pasar —objetó Puig—. El pabellón estará protegido con bolardos y cientos de policías. Cuando hay partido, nadie puede acercarse a menos de cincuenta metros sin pasar antes un control exhaustivo con escáneres y perros.

—¿Y qué hay de las alcantarillas? Esa gente se movía mucho bajo tierra.

—Es lo primero que se registra —explicó, y pareció que su paciencia estaba llegando a su fin—. Los accesos cercanos se sellan y los túneles están sembrados de sensores de infrarrojos. Cualquier cosa viva más grande que una rata haría saltar las alarmas.

Nuria estaba quedándose sin argumentos cuando algo en su memoria hizo conexión y la respuesta apareció ante sus ojos mágicamente.

—¡Oh, espere! —exclamó, levantando la vista hacia Elías—. ¡Eso es! ¡Van a usar drones! Los dos muchachos que colaboraban con el imán —explicó más para ella misma que para quienes la escuchaban— tenían libros sobre drones y sistemas autónomos. No puede ser casualidad —dedujo—. ¿Y si han cargado de explosivos a unos drones y luego los han programado para que se lancen contra el pabellón durante el partido? —añadió con creciente excitación—. Quizá por eso me dijo el imán —concluyó— que el atentado ya era inevitable. ¿Me está escuchando, comisario? ¡Van a atentar usando drones!

—Le estoy escuchando —confirmó—, pero eso tampoco va a pasar. Se usan inhibidores de señal y contramedidas electrónicas. Ningún dron podría entrar en el espacio aéreo restringido sin ser detectado.

—Pero si ya les han programado una ruta, los inhibidores de señal no servirán de na…

—No va a haber ningún atentado, ¿entendido? —la interrumpió Puig con brusquedad—. Y ahora, dígame dónde se encuentra.

—¿Para qué quiere saberlo?

—Sabe muy bien para qué —alegó Puig—. Han sucedido muchas cosas en las últimas horas y debe entregarse o decirme dónde está… antes de que las cosas se pongan más feas.

—Yo no he hecho nada, comisario.

—Eso podrá explicárselo al juez que le concedió la libertad condicional.

Elías, junto a ella, negó con la cabeza.

—Lo siento —contestó Nuria tras un breve titubeo—. Pero no puedo hacer eso.

—Lo está empeorando, cabo.

—Lo imagino —admitió.

—Cabo Badal… —insistió condescendiente, cambiando de tono—. Aunque no sea capaz de verlo, estoy tratando de protegerla de…

—Pues no, no lo veo —le atajó Nuria secamente—. En fin… Adiós, comisario. —Y sin añadir nada más cortó la llamada.

Después de hacerlo se quedó en silencio, comprendiendo que había quemado su último puente con Puig.

—No me cree —constató Nuria—. Solo está preocupado por detenerme.

—Te lo dije —le recordó Elías—. Para él te has convertido en un asunto personal, una manzana podrida que amenaza con infectar su carrera. Quizá antes fue tu amigo —añadió—, pero ya no lo es. Ahora no se detendrá hasta meterte entre rejas.

El rostro de Nuria palideció al oír aquello, de pronto fue consciente del terrible futuro que le aguardaba.

—Perdona —se disculpó Elías, meneando la cabeza al darse cuenta del efecto de sus palabras—. Soy un imbécil.

—No pasa nada… —musitó abatida, desmintiendo sus palabras con el tono de su voz—. Es la verdad y más vale que me vaya haciendo a la idea.

—No tiene por qué ser así —alegó Elías, cogiéndole la mano inadvertidamente—. Yo puedo ayudarte a salir del país.

Nuria esbozó una sonrisa cansada.

—Gracias, pero no quiero convertirme en una fugitiva. Si logro demostrar mi inocencia, pasaré una temporada en prisión por saltarme la condicional —aventuró—, y luego podré empezar de cero. O casi —añadió, al recordar que una estancia en la cárcel bajaría varios niveles su calificación ciudadana.

—No has hecho nada de lo que te acusan —alegó Elías—, y has descubierto una trama yihadista. Deberían darte una medalla, no meterte a la cárcel ni siquiera un minuto.

—Lo sé —asintió Nuria—. Pero quizá incluso me vaya bien, ¿quién sabe? Y, en cualquier caso, siempre será mejor eso que pasarme el resto de mi vida huyendo de la justicia, ¿no crees?

—No, no lo creo.

—Ya, bueno —resopló—. Por suerte es mi decisión.

Elías hizo el amago de rebatirla, pero los ojos verdes de Nuria clavados en los suyos eran la viva imagen de la determinación.

—Espero que sepas lo que haces —se rindió al fin.

—Yo también.

En ese momento se abrió la puerta del despacho y entró Aya, portando una bandeja con un par de vasos de té y un cuenco con fruta y galletas.

—He pensado que tendríais hambre —se explicó, dejando la bandeja sobre una mesita auxiliar.

Entonces levantó la vista y descubrió la expresión cariacontecida de su tío y la no mucho más alegre de Nuria.

—¿Qué pasa? —inquirió, mirándolos con incredulidad—. ¿Otra vez os habéis peleado? ¿En serio? ¿Qué pasa con vosotros? —espetó, realmente molesta—. ¿No podéis estar ni dos minutos juntos sin discutir?

—¿Y tú no has aprendido a llamar a la puerta antes de entrar? —la reprendió Elías.

—No cambies de tema —alegó la joven—. Os gustáis mucho el uno al otro —afirmó, señalándolos alternativamente con el dedo como una maestra de primaria—. Cualquiera puede verlo —añadió—. Hasta el bruto de Giwan se ha dado cuenta, por el amor de dios. Así que dejad de hacer el tonto, afrontad vuestros sentimientos y solucionad esto de una vez por todas —concluyó, apoyando ambas manos en la mesa y mirándolos fijamente—. ¡Madurad, maldita sea!

Dicho lo cual, se dio la vuelta y salió del despacho dando un portazo.

Durante un buen rato los dos se quedaron mirando la sólida puerta de nogal en un incómodo silencio que ninguno parecía atreverse a romper.

—Una chica con carácter —murmuró Nuria, rompiendo el trance.

—Yo sí me he dado cuenta —declaró Elías, volviéndose hacia ella.

—¿Qué?

—He dicho que yo sí me he dado cuenta —repitió—. Y sé que tú también.

Nuria bajó la mirada y guardó silencio, buscando las palabras.

—No podemos —dijo al fin, levantando la mirada—. No compliquemos más las cosas, por favor… No ahora.

—Puede que no tengamos un después.

—No. —Negó con la cabeza—. Yo…, es muy complicado.

—Siempre lo es —replicó—. Lo que quiero…, lo que necesito, es que me digas si tú sientes lo mismo.

Nuria apoyó la cabeza en el respaldo del asiento y mirando al techo inspiró profundamente, retuvo el aire en los pulmones y lo dejó escapar poco a poco mientras bajaba la vista hacia los ojos de Elías, fijos y expectantes.

—¿Por qué yo? —preguntó al cabo—. Podrías tener a la mujer que quisieras. Una más guapa, más joven, más lista, una que no vaya a ir a la cárcel…

—Eso ya lo sé. Pero te quiero a ti —aclaró contundente—. Desde el momento en que entraste en mi despacho y me amenazaste con pegarme un tiro, supe que quería estar contigo.

Nuria resopló, esquinando una sonrisa de incredulidad.

—Tú estás mal de la cabeza.

—Mira quién fue a hablar —replicó Elías, imitando su gesto.

Ambos se quedaron mirando fijamente, sonriendo como dos tontos felices, y Nuria sintió cómo su coraza emocional se hacía añicos y caía al suelo convertida en polvo.

Luego Elías se inclinó hacia ella y, apoyando su mano en su nuca, la besó muy suavemente, dejando que sus labios resbalaran sobre los de ella. No fue como el beso que habían tenido tras su rescate, urgente y desesperado, sino un beso de calma y esperanza. Un beso de verdad, como hacía tiempo que no le habían dado uno.

Sin saber muy bien cómo, Nuria se dio cuenta de que ambos se habían puesto en pie uno frente al otro, mientras dejaba que los labios de Elías besaran una a una las heridas de su rostro y que sus manos exploraran su cuerpo por debajo de la blusa, al tiempo que ella se aferraba a su cuello y a su espalda, atrayéndolo hacia sí con el ansia de quien tiene los minutos contados.

La mano derecha de Elías se escabulló por debajo del pantalón corto de Nuria, atrapando su nalga con fuerza, mientras con la otra mano abarcaba la forma de su pecho y, bajando la cabeza, llevaba sus labios hasta el endurecido pezón que ahora asomaba por encima del escote.

Nuria gimió estremecida y Elías separó sus labios de su pecho, para levantarla en vilo y sentarla sobre el borde del escritorio, apartando todo lo que allí había de un manotazo. Luego sus manos ávidas recorrieron las caderas de Nuria hasta el botón del pantalón corto, que desabrochó sin dejar de mirarla a los ojos.

Mientras Elías desabrochaba uno a uno los botones del short no dejaron de contemplarse el uno al otro, sonriendo felices como adolescentes jugando a ser adultos.

—Esto es una locura —advirtió Nuria, no como un reproche, sino como la constatación de un hecho indiscutible.

Elías soltó una breve carcajada y volvió a besarla.

—Pero ¿no habíamos quedado ya en que los dos estamos locos? —inquirió divertido.

Nuria se contagió de la risa de él.

—Es verdad —asintió, y se lanzó de nuevo hacia sus labios.

Pero en ese preciso instante, la pulsera de Elías comenzó a vibrar y una luz roja en el techo a lanzar destellos insistentes.

—¿Qué demonios es eso? —preguntó Nuria, desconcertada al ver cómo Elías se apartaba de ella y la expresión de su rostro cambiaba radicalmente.

—Es la alarma de perímetro —anunció con voz tensa, volviéndose hacia la ventana—. Tenemos visita.