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Avanzando durante lo que le pareció una eternidad a través de aquel túnel sumergido en tinieblas, tan solo abrigada por el exiguo resplandor de la lámpara que mantenía frente a ella, Nuria empezaba a sentirse entumecida. El cansancio, el hambre, la humedad y la sensación de absoluta soledad comenzaban a hacer mella en su estado físico y sobre todo en su claridad mental.

A cada paso, sentía crecer la imperiosa necesidad de sentarse un rato y descansar, y a duras penas era capaz de convencerse a sí misma de lo peligroso que sería hacerlo.

Se cambió de mano el quinqué por enésima vez, tratando de calcular la distancia que habría recorrido por aquel claustrofóbico túnel. No se le ocurrió contar los pasos de buen principio y ahora no tenía ni idea de si había caminado quinientos metros o cinco kilómetros, pero si atendía a su cansancio para hacer el cálculo, perfectamente podría haber pasado de largo Villarefu y estar adentrándose bajo las montañas del Pirineo.

Una vez más fue a cambiarse el quinqué de mano, con la muñeca y los dedos adoloridos por la incómoda posición, pero la fatiga hizo que el asa se le resbalara de entre los dedos.

—¡No! —exclamó, sintiendo cómo se le escurría entre las manos.

Pero, pese a sus protestas, la lámpara cayó al suelo sin que pudiera evitarlo, con tan mala fortuna que se rompió el tubo de vidrio que protegía la mecha y esta cayó sobre la fina película de agua que cubría el suelo del túnel, apagándose de inmediato con un siseo desolador.

—¡Joder! —bramó envuelta en la oscuridad—. Pero ¡qué coño pasa contigo! —increpó al cielo—. ¡Ya vale, no!

Un acceso de ira incontenible la llevó a darle una patada adonde suponía que descansaban los restos del quinqué, pero por fortuna ni siquiera llegó a darle.

—Mierda —rezongó, recostándose en la pared y hundiendo el rostro entre las manos, conteniendo a duras penas el deseo de echarse a llorar que brotaba desde su pecho.

Desolada, dejó que su espalda resbalara por la rugosa pared hasta que acabó sentada en el suelo encharcado, sin importarle siquiera que se empaparan sus tejanos.

—Mierda. Mierda. Mierda… —musitó en un lamento, agotada y sin fuerza de voluntad para seguir soportando las zancadillas del destino. Quizá era mejor quedarse ahí sentada y mandarlo todo al infierno. Al final alguien acabaría por pasar, aunque fuera el día siguiente, aunque fuera un…

Un crujido a pocos metros de distancia, como de pasos sobre madera, atajó de golpe su arrebato de autocompasión.

Con un latigazo de adrenalina, apartó las manos de su cara y volvió la cabeza en la dirección del ruido.

Fue solo entonces, y gracias a que ahora estaba por completo a oscuras, que logró distinguir un mínimo hilo de luz atravesando el túnel de arriba abajo, a una decena escasa de metros de donde se encontraba.

Enjugándose las lágrimas con el dorso de la mano, se incorporó con esfuerzo y caminó agachada, procurando no hacer más ruido del que ya había hecho hasta el momento.

Frente a ella, bajo aquel tenue resplandor, se materializó una escala idéntica a la que había usado para descender, con una trampilla a través de la cual se filtraba el hilo de luz.

No tenía más remedio que subir por ahí, de modo que, tras quitarse las sandalias y encajarlas en la parte de atrás del pantalón, se aferró a los primeros peldaños y comenzó a subir muy lentamente, aguzando el oído ante cualquier sonido que pudiera delatar la presencia de alguien.

Paso a paso, como un oso perezoso trepando a un árbol, alcanzó la trampilla y, tras aguardar un inacabable minuto para estar segura de que no había nadie al otro lado, apoyó la mano bajo la misma y empujó, descubriendo que ofrecía una resistencia inesperada.

Por un instante, pensó en la inquietante posibilidad de que estuviera cerrada por fuera, pero antes que desesperarse, decidió intentarlo de nuevo, engarzando los dedos de los pies en los escalones y empujando con ambas manos con todas sus fuerzas.

Esta vez la trampilla sí cedió, pero con tanto ímpetu que a punto estuvo de dar un portazo con la misma.

De pronto, se vio deslumbrada como si le estuvieran apuntando con un foco a la cara. Sus ojos se habían habituado a la oscuridad del túnel, así que al levantar la trampilla y dejar entrar la luz de golpe, tuvo que entrecerrar los ojos hasta que pudo habituarse y abrirlos lentamente.

Fue entonces cuando descubrió que se encontraba en un espacio diáfano de paredes de hormigón y sin ventanas, con una escalera en una de las esquinas que debía conducir a un piso superior.

Estaba en un sótano.

Una hilera de tubos fluorescentes a lo largo del techo iluminaban una mesa plegable rodeada de cuatro sillas de camping, cajas de madera y metálicas que se apilaban abiertas y desordenadas junto a una esquina, estanterías con herramientas, cables eléctricos, rollos de cinta americana y pequeñas cajas de plástico etiquetadas. Mientras que en la pared opuesta adonde ella se encontraba, bajo la potente luz de un flexo y sobre lo que parecía ser un banco de trabajo de electricista, pudo distinguir un ordenador rodeado de libros técnicos, aparatos de medición de voltaje, más cables y una vieja batería de coche.

Asomada como un conejo en la boca de la madriguera, Nuria aguardó unos segundos más, atenta a cualquier ruido, y solo cuando estuvo convencida de que nadie podía oírla, salió del agujero y cerró con cuidado la trampilla tras de sí.

Aun consciente de que podía estar metiéndose en la boca del lobo, Nuria suspiró aliviada al dejar atrás el frío y húmedo túnel que la había llevado hasta allí. Incluso el suelo de cemento pulido lo sintió cálido bajo sus pies descalzos.

Fue al mirar sus pies embarrados cuando se dio cuenta de que estaba dejando unas llamativas huellas de barro a cada paso, que se distinguían de las que había dejado el muchacho al que había seguido y que, cruzando la estancia, se perdían al pie de la escalera.

Nuria siguió aquellas otras huellas de barro fresco, con la esperanza de encontrar una salida al otro extremo de aquella escalera.

Ya no aspiraba a interrogar al joven al que había seguido hasta ahí, ni descubrir para qué empleaban aquel túnel; solo quería salir de nuevo a la superficie y respirar aire fresco bajo la lluvia. Lo deseaba con urgencia.

Pero, sin embargo, mientras atravesaba la estancia con pasos sigilosos, algo en uno de los muros de aquel sótano llamó su atención. Concretamente, en la pared que había dejado justo a su espalda. Al volver la vista atrás, vio que esta se encontraba empapelada del suelo al techo con diagramas, planos y decenas de fotografías.

Durante varios segundos, de pie en mitad del sótano, vaciló entre el ansia de escapar de allí y la curiosidad por saber lo que habían clavado en aquellos grandes paneles de corcho.

Se quedó mirando durante unos segundos la escalera y su promesa de libertad, sabiendo cuál era la elección inteligente y sensata que debería tomar.

Pero, antes incluso de decidirse, ya sabía que no iba a ser esa la que escogería.

—Maldita sea —siseó Nuria entre dientes, y dándose la vuelta, volvió sobre sus propios pasos, dejando un nuevo rastro de huellas embarradas sobre el cemento gris.

Rodeó la trampilla por la que había salido y, poniendo los brazos en jarras, se plantó frente a aquel maremágnum de diagramas, mapas e imágenes que llegaban a superponerse entre sí y sobre los cuales alguien había realizado multitud de anotaciones en árabe en color rojo.

El cuadro general le resultó incomprensible a primera vista, pero entonces identificó un objeto repetido en varias de aquellas fotografías, y que no era otra cosa que el Nou Palau Blaugrana: el campo del equipo de baloncesto del Fútbol Club Barcelona. Un imponente pabellón deportivo con capacidad para veinte mil espectadores situado frente al renovado Camp Nou, en los terrenos que una década atrás ocupaba el Miniestadi.

Aquellas fotos, tomadas desde todos los ángulos posibles, orbitaban alrededor de un punto, que era justo el que ocupaba el Nou Palau Blaugrana, en un enorme plano de Barcelona desplegado sobre la pared.

De haber tenido consigo unas glasscam o un simple teléfono, podría haber traducido al instante las inscripciones en árabe que orlaban el panel que tenía ante sí. Pero, aun sin saber lo que significaban todas aquellas indicaciones en la lengua de Mahoma, era fácil imaginar que no se trataba de una ruta turística.

Absorta ante la infinidad de planos y diagramas, tratando de entender lo que significaban, Nuria no oyó los pasos sobre su cabeza ni el leve chirrido de una puerta al abrirse al final de la escalera. Solo cuando alguien echó un pesado cerrojo para cerrarla por dentro, salió de su ensimismamiento y se giró en aquella dirección con el corazón en la boca.

Unos segundos después alguien hizo crujir los peldaños de madera con pasos presurosos, y por la escalera apareció el mismo muchacho al que Nuria había seguido desde la mezquita. Llevaba en las manos una bandeja con una humeante taza de té y un sándwich. Tan concentrado en que no se le cayeran mientras bajaba por la escalera, que no alcanzó a ver las huellas de Nuria o el pequeño charco que se había formado frente a la pared opuesta, y mucho menos a la mujer que se había agazapado bajo el hueco de la escalera.

De hecho, llegó a depositar la bandeja sobre la mesa de trabajo antes de volverse al oír un ruido a su espalda. Justo a tiempo de ver a una mujer de casi metro ochenta materializarse frente a él, como salida de la nada.

—Hola —lo saludó la aparecida con una sonrisa en los labios.

El muchacho abrió la boca con muda sorpresa. Pero antes de que tuviera oportunidad de decir esta boca es mía, sin cambiar la expresión afable de su rostro, la desconocida le asestó una brutal patada en los genitales que lo dejó doblado en el suelo, boqueando como un pez.

Luego la mujer se acuclilló frente a él con gesto arrepentido, contemplando su rostro congestionado por el dolor.

—Lo siento, chaval —le dijo, con aparente sinceridad—. Pero tenemos que hablar.