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La intención de Nuria había sido engañar a los dos policías, haciéndoles creer que se había suicidado saltando por la ventana o al menos, tenerlos confundidos durante un rato. Sin embargo, en cuanto aterrizó sobre los inclinados ventanales de la fachada del edificio, comprendió que había cometido un grave error de cálculo.
La pulida superficie era como uno de esos terroríficos toboganes de los parques acuáticos, tan pendiente y resbaladiza por el agua que era imposible frenar. Con la salvedad de que, en lugar de terminar en una amigable piscina, lo que había al final de este era una caída de sesenta metros al vacío y una escollera de hormigón armado.
Antes de saltar, en su cabeza, Nuria se había imaginado patinando por la fachada hasta la Suite Presidencial situada en el piso inmediatamente inferior y aterrizando de forma espectacular en la pequeña terraza, como Wonder Woman en sus películas.
Pero la realidad es que resbaló como si hubiera pisado un suelo enjabonado y acabó de espaldas y cabeza abajo, deslizándose por aquel tobogán kamikaze totalmente descontrolada.
Durante dos eternos segundos trató de aferrarse a cualquier juntura entre las ventanas, buscando frenar como fuera la creciente velocidad que iba tomando mientras veía cómo la antena que coronaba la azotea del hotel se iba alejando cada vez más deprisa.
Hasta que, inevitablemente, su espalda perdió el contacto con la fachada de cristal y, tras permanecer un instante suspendida en el aire, cayó con estrépito sobre el duro suelo de madera del balcón, golpeándose en la cabeza y el hombro lastimado.
De no haber sido por la limbocaína, habría perdido el conocimiento por el duro impacto, pero la droga ahogó el dolor y la mantuvo lúcida a pesar del terrible golpe.
Sinceramente asombrada por haber sobrevivido a su demencial ocurrencia, Nuria se incorporó lentamente, comprobando mientras lo hacía que no tenía ningún hueso roto.
Luego levantó la vista hacia el interior de la suite, y allí, justo frente a ella, sentados en un sofá con forma de herradura, vio cómo Salvador Aguirre y Jaime Olmedo la miraban con ojos como platos y la mandíbula desencajada; incrédulos, ante la inexplicable aparición de aquella mujer en su balcón.
Nuria, ajena a la tormenta que agitaba su corta melena negra y le empapaba el rostro, dibujó en sus labios una mueca feroz, como un ángel caído sediento de sangre.
El desconcierto en el rostro de aquellos dos hombres dio paso al terror cuando al fin la reconocieron, señalándola con el brazo extendido como si hubieran visto al mismísimo demonio.
Nuria se aproximó a la puerta deslizante del balcón y la abrió de par en par, invitando a que la furia del viento y la lluvia entraran con ella en aquel amplio salón rodeado de columnas, como si fueran una expresión más de su ira.
Un rayo partió el cielo a su espalda y, por un instante, Nuria fue solo una oscura silueta a contraluz, apretando los puños mientras avanzaba hacia ellos.
—¡Tú! —exclamó Aguirre, incrédulo ante lo que veían sus ojos.
—No… —Olmedo negaba con la cabeza—. No es posible.
Nuria se plantó frente a este último, dejando una mancha oscura de agua sobre la mullida alfombra.
—Soy tu fantasma de las Navidades pasadas —contestó, disfrutando del terror que veía en los ojos de Olmedo.
Pero no había acabado de decir la frase cuando tres guardaespaldas irrumpieron en el salón alertados por el ruido. Sin embargo, los tres se quedaron paralizados durante unos segundos ante la inesperada presencia de una mujer de pie en mitad del salón, con el pelo negro cubriéndole el rostro y chorreando agua por los cuatro costados.
Buscando aprovechar aquella vacilación de los guardaespaldas, Nuria echó la mano a la cartuchera de su cinturón, pero solo para descubrir que estaba vacía.
Comprendió que debía haber perdido el arma al saltar por la ventana o al caer en el balcón. Pero ya no podía hacer nada al respecto. Aquellos hombres tardarían dos segundos en salir de su estupor y al tercer segundo ya la habrían acribillado a balazos.
Solo podía hacer una cosa.
Atacar primero.
Los sentidos potenciados por la limbocaína le permitieron contemplar la escena con una calma glacial. Era como si no fuera ella la que estaba ahí, ralentizando su percepción del tiempo y permitiéndole estudiar individualmente a cada uno de ellos, evaluar la inmediatez de la amenaza y elegir el curso de acción a seguir con mayor índice de supervivencia.
Entonces, antes incluso de ser consciente de ello, su cuerpo comenzó a moverse en dirección al guardaespaldas más cercano.
El agente de seguridad, al ver sus intenciones, llevó la mano derecha a la parte de atrás de su pantalón, donde portaba su pistola. Pero ni con todo su adiestramiento y entrenados reflejos, pudo competir con la velocidad sobrehumana de Nuria, que en un parpadeo franqueó los cinco metros que los separaban.
Apenas había terminado de desenfundar, cuando Nuria le alcanzó y, mientras le aferraba a la altura de la muñeca la mano donde portaba el arma, se situó bajo él y, proyectando el codo, le propinó un brutal codazo en el rostro con el brazo libre.
Un angustioso crujido, reveló que le había roto la nariz a aquel gorila que le sacaba una cabeza y treinta kilos de músculo. Y antes de que pudiera escabullirse, un asqueroso chorro de sangre caliente de esa misma nariz la roció como si estuviera en una ducha.
Frente a ella, el segundo guardaespaldas ya había desenfundado su arma y la levantaba en su dirección, pero para Nuria todo aquello parecía transcurrir a cámara lenta, como si todo el mundo menos ella se moviera debajo del agua.
Antes de que el cañón de aquella arma apuntara en su dirección, Nuria arrancó la pistola de entre los dedos inertes de su primera víctima y sin pensárselo, la lanzó con todas sus fuerzas.
El agente tuvo los reflejos de agacharse para esquivar el impacto de aquel trozo de acero de casi un kilo, pero al hacerlo perdió de vista un instante a Nuria y eso fue más que suficiente para ella.
Cuando el guardaespaldas recuperó el equilibrio, Nuria ya se cernía sobre él como una pantera, casi demasiado rápida para ser seguida por la vista. El corpulento agente trató de volverse hacia aquella fantasmal mujer que, de algún modo, se había situado a su lado y, sin poder hacer nada para evitarlo, sintió cómo una rodilla se hundía en su plexo solar, vaciándole el aire de los pulmones y arrancándole el arma de la mano mientras se doblaba sobre sí mismo, luchando por volver a respirar.
El tercer agente, sin embargo, había tenido tiempo de desenfundar y apuntar con su Glock de nueve milímetros a aquella desconocida que se movía a una velocidad imposible.
Cuando su segundo compañero cayó fulminado, boqueando como un pez fuera del agua, dirigió su arma en dirección a aquella mujer que, por un breve instante, se había quedado mirándolo como si esperara a ver qué hacía para reaccionar en consecuencia. Tan inhumana en su absoluta inmovilidad, como cuando se movía más rápido de lo que parecía posible.
Recordó fugazmente el comentario de un compañero sobre una droga experimental que producía un efecto parecido, pero en aquel entonces se lo tomó a broma y se burló de su credulidad, acusándole de leer demasiados cómics de superhéroes.
Ahora ya no se reía.
Con la mirilla del arma centrada en el pecho de la desconocida, miró a sus ojos enrojecidos y comprendió la razón de aquella inesperada tregua. Estaba esperando a que bajara el arma.
Pero no podía hacer eso. No podía rendirse ante una mujer desarmada que amenazaba la vida de su cliente. Su trabajo era protegerlo y no podía hacer otra cosa que cumplir con el papel que le había tocado interpretar en esa obra.
De modo que, ejerciendo los dos kilos y medio de presión sobre el gatillo necesarios para deshabilitar el seguro de la Glock, disparó a bocajarro una de las diez balas de nueve milímetros del cargador.
El estampido y la detonación cegaron por una décima de segundo los sentidos del propio agente, que no dio crédito a sus propios ojos al comprobar que, para entonces, la mujer ya no estaba frente a su arma. De alguna manera se había adelantado al disparo, inclinándose hacia su izquierda para esquivarlo, aunque no del todo. Un trazo ensangrentado cruzaba su hombro allí por donde la bala había pasado rozándola, arrancándole al hacerlo una tira de tela de la camisa.
La mujer pareció no advertir siquiera aquella herida, ni la mancha de sangre que empezó a extenderse por su camisa blanca. Tampoco mostró ninguna reacción de dolor, ni cambió la expresión de su mirada. Tan solo ensanchó aquella mueca felina, mostrando los dientes como si estuviera feliz de haber recibido un disparo.
—No me jodas… —masculló, volviendo a apretar el gatillo de su arma, pero esta vez de forma repetida y sin molestarse en apuntar directamente.
Las detonaciones de la Glock retumbaron en las paredes del amplio salón, una detrás de otra casi de forma automática, de modo que solo dos segundos después el percutor hizo clic al no tener ya más balas con que impactar.
Cuando el viento huracanado que entraba por la puerta abierta del balcón deshizo la nube de humo y pólvora de los disparos, el guardaespaldas descubrió que la mujer se había aproximado tanto que ahora podía ver sus pupilas dilatadas en aquellos ojos febriles y enrojecidos.
En un movimiento fulminante, la mano izquierda de la mujer se disparó hacia su garganta, golpeándole la tráquea con los dedos extendidos y dejándole sin posibilidad de respirar.
Sintiendo cómo el aire dejaba de entrar en sus pulmones, el guardaespaldas dejó caer su ya inútil pistola y, llevándose las manos al cuello, se derrumbó sobre el suelo de madera encharcado por la lluvia. Su último pensamiento consciente fue el temor a morir ahogado en menos de un centímetro de agua.
La refriega había durado menos de diez segundos, pero a causa de la percepción del tiempo acelerada de la limbocaína, a Nuria le pareció que habían transcurrido varios minutos.
Miró a su alrededor, primero al guardaespaldas arrodillado y lívido que buscaba aire desesperadamente, y luego en dirección a los otros dos, aún en peores condiciones y fuera de combate durante un buen rato.
El suficiente para terminar lo que había venido a hacer.
A su espalda, aún en el sofá, los dos políticos mantenían el mismo rictus de espanto y sorpresa ante lo que acababan de presenciar. Ambos miraban alternativamente a sus guardaespaldas y a Nuria, tratando de explicarse qué acababa de pasar ante sus ojos.
—Eso… —balbució Olmedo, señalando a los hombres caídos— ha sido obra del diablo. El maligno está en ti —añadió, señalando ahora a Nuria.
Aguirre se santiguó con ojos desorbitados, sin duda de acuerdo con el razonamiento de su secretario general.
Nuria rodeó el sofá, situándose de pie frente ellos.
—No, Jaime —rebatió, mostrándole la pistola que ahora llevaba en la mano—. Todo esto es obra suya, y hoy va a pagar por ello.
Para su sorpresa, Aguirre se interpuso entre ambos, alzando la mano para detenerla.
—Señorita Badal —le dijo, llevándose la mano al pecho con su mejor tono de predicador de los Renacidos—. Esto no es necesario. No haga nada de lo que vaya a arrepentirse.
—¿Arrepentirme? Pero ¿usted sabe la clase de sabandija que tiene a su lado? —Señaló a Olmedo—. Él planeó el atentado durante su mitin y me chantajeó para matarle a usted, amenazándome con asesinar a mi familia si no lo hacía. Él sí es el mismísimo demonio.
—Todos cometemos errores —le excusó—. Pero el castigo está solo en manos de Dios Nuestro Señor, no en las tuyas, ni en las mías.
—¿Todos cometemos errores? —repitió incrédula—. ¿En serio? ¿Eso es todo lo que tiene que decir? ¿No le importa que me ordenara asesi…?
Y de pronto, la última pieza del puzle encajó en su cabeza, y Nuria ya no fue capaz de terminar la frase.
La realidad se presentó como una bofetada en la cara, como cuando de pequeña comprendió que su padre no iba a volver esa noche, ni ninguna noche más.
No parecía posible. No podía ser… Pero así era.
De pronto todo comenzó a dar vueltas a su alrededor, como si la Suite Presidencial hubiera empezado a girar sobre su eje.
—Usted. —Señaló a Aguirre, dando un paso atrás y casi trastabillando—. Joder…, usted lo sabía.