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Cuando la noche al fin cayó sobre la ciudad y el despiadado sol se aburrió de derretir aceras, los agotados barceloneses tomaron el relevo de los turistas en las calles y, poco a poco, comenzaron a aparecer por los portales de los edificios como marmotas tras un sueño invernal.

Las sandalias con calcetines y las hordas de chinos en patinetes eléctricos se esfumaron como por ensalmo cuando las farolas de bajo consumo ya no alumbraron lo suficiente como para lograr buenas fotos que compartir en las redes. Las estrechas calles peatonales del barrio de Gràcia eran espectadoras de los efímeros riachuelos de vecinos que fluían desde los viejos edificios modernistas y confluían en plazas y terrazas, felicitándose por haber sobrevivido a un día más de aquella eterna ola de calor.

Las baterías y placas solares ilegales en la azotea del número 77 de la calle Verdi permitían disfrutar a los vecinos del edificio de casi veinticuatro horas de electricidad garantizadas, cubriendo los cortes de energía que sistemáticamente afectaban a la ciudad en las horas punta de calor. De ser descubiertos, los inquilinos del inmueble tendrían que afrontar una fuerte multa por vulnerar la Ley de Competencia Energética, que gravaba de forma prohibitiva el uso de la energía solar. Pero era eso o morir asfixiados, así que no había mucha alternativa.

Nuria, retrepada en su mullido sofá gris con Melón en el regazo, disfrutaba del aire acondicionado que mantenía la temperatura en unos soportables veintiséis grados centígrados. Clavó la cucharilla en la tarrina de helado de vainilla a medio derretir y sonrió para sí cuando se la llevó a los labios, pensando en lo cerca que había estado Susana de acertar cómo iba a pasar el día. Solo falló en lo referente a las películas de terror, pero estaba distrayéndose con un biopic de Netflix sobre el mandato de Donald Trump y su sustitución en el cargo por parte de su hija Ivanka; así que, al fin y al cabo, tampoco había ido tan errada.

La pequeña bola de helado se deshacía en su boca mientras, con los ojos cerrados, Nuria la hacía rodar con la lengua, llevándola de lado a lado en el interior de las mejillas, deleitándose en que no se escapara ni una pizca de sabor. Abrió los ojos de nuevo, cuando, en la pantalla de cincuenta pulgadas del salón, el actor que interpretaba al cuadragésimo quinto presidente de los Estados Unidos firmaba la orden de ocupación del territorio mexicano al norte del paralelo veinticinco, esgrimiendo que era la única manera de acabar de forma definitiva con la emigración y el tráfico de drogas de los cárteles del Chihuahua y Sinaloa.

—A quién se le ocurre… —masculló Nuria, rememorando lo mal que había terminado la historia, pero al hacerlo con la boca llena de helado sonó más bien como: «A guien ge e oguje…».

En ese preciso momento, en la esquina superior derecha de la pantalla, apareció el símbolo de aviso de una llamada.

Contegtag llamaga —pidió en voz alta al asistente.

—Lo siento —contestó la voz de Sofía en tono de disculpa—, pero no puedo ayudarte en eso.

Nuria hizo un esfuerzo por vocalizar y lo intentó de nuevo, abriendo exageradamente la boca al hacerlo.

Contegtar… llamaga.

—Contestando llamada —confirmó esta vez el asistente y, al instante, la imagen de su interlocutora sustituyó al enojado hombre naranja de la pantalla—. ¡Hoga Gugi! —la saludó efusivamente.

—¿Qué coño te pasa en la boca? —preguntó esta, acercándose a la cámara.

Espega… —se excusó Nuria con un ademán, haciendo aguardar a su amiga unos segundos hasta que pudo tragárselo todo—. Ya está —dijo, pasándose la mano por la boca—. ¿Qué pasa?

—Pasa, que hice lo que me pediste —le informó en voz baja.

—¿Lo que te pedí? —inquirió Nuria, haciendo memoria—. Ah, sí. Que accedieras a…

—Sí, eso —la interrumpió Susana en un susurro.

—¿Por qué hablas así?

—Aún estoy en la comisaría —aclaró, echando una mirada furtiva a su espalda.

—Entiendo —asintió, bajando también la voz, aunque en su caso no tuviera sentido—. ¿Y qué has averiguado?

—Nada —contestó, negando con la cabeza—. No hay nada.

—¿Nada relevante?

—No. Quiero decir, nada de nada. El informe no está en nuestros archivos ni en los del juzgado.

—No te comprendo. Eso…, eso es imposible. Tienes que haberlo pasado por alto.

—Créeme, lo he buscado a conciencia.

—Pero…, pero debe haber un informe. Un agente ha muerto, Susi. El tema está bajo secreto de sumario.

—Pues debería, pero no. ¿Qué quieres que te diga? O alguien lo ha borrado o nunca ha estado ahí.

—¿Y dónde iba a estar si no es ahí?

—Quizá lo hayan clasificado secreto y esté en una intranet a la que no puedo acceder.

—¿Y por qué iban a clasificarlo como secreto?

—Y yo qué sé —replicó—. Pregúntale al comisario.

—Buena idea.

—Joder, no. Era broma, Nuria. No puedes preguntarle eso —le advirtió, frunciendo el ceño—. Si lo haces, sabrá que has entrado en los archivos y te meterá un paquete de narices. O peor aún, se enterarán de que lo he hecho yo por ti, y me meterán a mí el paquete.

—Puedo ser sutil.

—¡Ja! —prorrumpió Susana—. ¿Sutil? ¿Tú? Eres la mujer menos sutil que conozco.

—Mira quién fue a hablar.

Susana exhaló un suspiro.

—En serio, Nuria. No lo hagas. No vas a sacar nada, aparte de otro borrón en tu expediente.

—No puedo quedarme de brazos cruzados, Susi.

—Pues busca otra manera.

Nuria lo pensó un momento y terminó por asentir.

—Sí, quizá tengas razón.

—Siempre la tengo —replicó ufana.

—Sí, claro. —Sonrió Nuria, ya con la cabeza en otro sitio—. Luego te llamo.

El rostro de Susana la miró con desconfianza desde la pantalla.

—¿Qué vas a hacer?

—Aún no lo sé.

—Vale, pero tenme al corriente, ¿de acuerdo? No hagas ninguna estupidez sin avisarme antes.

—Claro, cuenta con ello.

Susana soltó un bufido.

—Joder, qué mal mientes Nuria.

—Eso me han dicho. —Sonrió—. Hasta luego Susi, y gracias —se despidió un segundo antes de cortar la llamada.

Tenía razón. Mentía muy mal.

La sola idea de regresar a Villarefu y en especial a aquella casa le provocó un escalofrío que le recorrió la espalda hasta la nuca. Estaba demasiado fresco lo sucedido allí, cerrando los ojos casi podía percibir aún el olor a humedad y a cerrado, o escuchar la desquiciante música al otro lado de la calle. Era una idea estúpida, pero no se le ocurría otra mejor.

Sin acceso a testigos, a las pruebas o al informe, lo único que podía hacer era regresar a la escena del crimen y tratar de hallar alguna pista por su cuenta. Lo que no podía hacer era quedarse en casa de brazos cruzados… o mejor dicho, sí podía, pero no quería. Hacerlo sería el equivalente a esconderse debajo de la cama y, en realidad —pensó—, no había mejor manera de superar un trauma que enfrentándose a él lo antes posible. Así que, en cierto modo, la excusa para obligarse a ir se la habían puesto en bandeja.

—Vamos allá —murmuró para sí y, dejando a un lado el helado a medio comer, se puso en pie tratando de no pensar mucho en lo que estaba a punto de hacer. No fuera a sufrir un inoportuno ataque de sensatez.

Le llevó solo un momento vestirse de forma discreta, con ropa holgada y oscura a la que añadió un pañuelo negro con el que se cubrió la cabeza. Al amparo de la noche, esperaba que le ayudara a pasar desapercibida dentro del campo, donde la gran mayoría de las mujeres eran magrebíes. Mirándose al espejo concluyó que aquel disfraz no soportaría un segundo vistazo, pero no tenía nada mejor a mano, así que tendría que valer.

A continuación, rebuscó por la casa y se hizo con una navaja, pinzas, bolsitas herméticas y todo lo que creyó que podía resultarle útil para recolectar pruebas y lo metió todo en una pequeña mochila de piel marrón. Luego hizo lo mismo con la linterna reglamentaria y, finalmente, abrió la caja fuerte del armario y sacó de ella su Walther PPK con la funda de clip, enganchándola en la parte de atrás de su cinturón y disimulándola bajo la holgada camisa. Esperaba no verse obligada a usarla mientras estaba suspendida de empleo, porque sería difícil de justificar, pero lo que tenía claro es que de ninguna manera iba a ir a Villarefu en plena noche y desarmada. Una cosa era actuar estúpidamente, y otra distinta serlo.

Ahora le quedaba solucionar el pequeño problema de cómo llegar hasta allí.

Los taxis y los Waymo no entraban en el campo, así que ambos quedaban descartados. Podía pedirle su coche a Susana, pero como precio tendría que mentirle para no preocuparla; de modo que terminó decantándose por uno de los pequeños eSmart eléctricos de BCNrent, que se alquilaban por horas y de los que había un punto de carga a solo dos manzanas.

Por último, hizo un rápido chequeo palpándose los bolsillos para asegurarse de que lo llevaba todo, dio una última inspiración para hinchar los pulmones de aire a veintiséis grados y, girando el pomo con decisión, abrió la puerta y salió de la casa.


A la inversa de lo que sucedía durante las horas más calurosas del día, los transeúntes ocupaban las plazas y terrazas del barrio de Gràcia, mientras que casi no había vehículos en las calles; ni siquiera cuando el pequeño eSmart desembocó en la siempre saturada Ronda de Dalt, en la que apenas había tráfico rodado.

El leve siseo del motor eléctrico y la ausencia de alguien con quien hablar la hicieron sentir repentinamente sola, así que en un acto reflejo encendió la radio y seleccionó una emisora al azar para aliviar el incómodo silencio.

Tenemos una nueva llamada —anunció la locutora—. Aquí Radio Popular, dígame.

Me llamo Juan —dijo una alterada voz de hombre—. Y quiero decir que ya estoy hasta los huevos de tanto politiqueo. Lo del ataque pirata a Formentera es inadmisible. ¡Lo que tienen que hacer es poner barcos de guerra por toda la puta costa y hundir cualquier lancha que se acerque a España, joder!

¿Incluidas las pateras con refugiados? —preguntó la locutora.

¡Desde luego! —replicó, encantado de que le hubieran hecho esa pregunta—. Es una puta invasión, ¿es que no lo ven? Los moros están invadiendo otra vez España, y encima nosotros los recibimos con los brazos abiertos.

Yo no diría tanto.

Los dejamos entrar y quedarse, ¿le parece poco?

Le recuerdo que la mayoría son mujeres, niños y ancianos que huyen de la guerra —opinó la locutora—. Casi todos los hombres están muertos o luchando contra el ISMA.

¡Me importa una mierda! —replicó el oyente—. Es su guerra, ¿no? ¡Que se queden allí y apechuguen! En España ya no cabe ni un puto refugiado más, ¿es que no se da cuenta?

Entonces le parece bien que hundamos las pateras a cañonazos.

Es la única manera de que entiendan que no los queremos aquí.

Comprendo. Pero… ¿qué pasaría entonces con toda esa gente que huye?

Pues que huyan a otro sitio.

¿Y los que ya están aquí?

Pues que los echen a patadas. A todos. Ilegales, legales, refugiados… Esto es España, ¿no? ¡Pues los españoles, primero!

Eso me suena a propaganda electoral —señaló la locutora.

¡Desde luego que lo es! Salvador Aguirre es el único que tiene los huevos de hacer lo que es necesario.

¿Se refiere a expulsar a todos los extranjeros, aunque lleven toda la vida en España y tengan trabajo, hijos…?

A todos —puntualizó el oyente—. Llevan demasiado tiempo chupando del bote y quitándonos el trabajo a los españoles. Que se busquen la vida en otro sitio, joder.

Pero muchos tienen la ciudadanía española e incluso han nacido aquí.

¡Pues igual que se les dio, ahora se les quita! ¡España es nuestro país y no de los moros, los sudacas, los chinos o los negros!

Entonces ¿su objeción es hacia los extranjeros… o solo hacia los que no tienen la piel blanca?

Pero ¡bueno! —replicó el oyente, harto de tanta objeción—. ¿Usted de parte de quién está?

Nuria, harta de escuchar aquello, estiró el brazo y cambió de emisora. La imagen que se formó en su cabeza de barcos de guerra disparando a pateras cargadas de mujeres y niños era más de lo que podía soportar.

Ahora, una locutora de noticias daba cuenta de los resultados de la encuesta electoral de cara a las elecciones presidenciales del próximo 1 de octubre, en las que la alianza conservadora mantenía su mayoría absoluta, pero los neopatriotas de España Primero bajaban un poco en intención de voto y estaban a un paso de ser innecesarios en aquella coalición. Nuria deseaba que ese dato fuese verdad. Detestaba a su candidato Salvador Aguirre, tanto por ser presidente de un partido machista y xenófobo como por ser a la vez el líder de la Iglesia de los Renacidos en España.

Tras escuchar un breve análisis de la campaña electoral, se pasó a noticias más ligeras, como la preocupante evolución de la profunda borrasca en el Mediterráneo o la inminente inauguración de la Sagrada Familia. En particular, sobre el delicado estado de salud del Santo Padre y la posibilidad de que no pudiera acudir al señalado evento; una noticia aderezada con el sonido ambiente de centenares de fieles Renacidos en Cristo, rezando y poniendo velitas en la plaza Catalunya, rogando por su pronta recuperación.

Mentalmente, Nuria apostó a que su madre estaría ahí, arrodillada con la túnica blanca de los devotos Renacidos, con la frente tocando el suelo en señal de humildad y pidiendo a Dios que le infundiera salud al fundador de su Iglesia.