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Para cuando las campanas de la cercana parroquia de San Agustín tañeron tres veces, con su sonido grave y melancólico, Nuria ya desandaba el camino hacia el pasaje Elisabets, recorriendo las mismas calles ahora desiertas todo lo tapada que le permitía su velo verde y con una pequeña mochila a la espalda.
Mientras el pesado contenido de una pequeña mochila rebotaba en su espalda, pensó que una de las ventajas de estar en un barrio lleno de pakistaníes, es que siempre podía encontrarse alguna tienda abierta a casi cualquier hora de la noche y comprar también casi cualquier cosa.
Con disimulo, buscaba las esquinas más oscuras y ángulos muertos de las cámaras de vigilancia para no ser detectada. Aunque fueran anticuadas y no funcionaran bien con poca luz, no valía la pena arriesgarse.
Arracimados a los costados de la acera, los endebles tenderetes que horas antes vendían comida callejera en el bullicio callejero ahora se hallaban desmontados y pegados a la pared. En muchas ocasiones, con los mismos vendedores durmiendo en sacos de acampada bajo las precarias estructuras para evitar que les robaran durante la noche o, simplemente, porque no tenían otro lugar adonde ir.
A pesar de llevar unas zapatillas deportivas, a oídos de Nuria, sus pasos resonaban como redobles en el silencio de la calle Hospital, y hasta que no alcanzó al fin la esquina del pasaje Elisabets, no sé sintió algo más segura y a salvo de cámaras y vecinos curiosos.
Asomándose a la oscuridad del callejón, comprobó que, como imaginaba, la gente de Elías aún no había hecho acto de presencia.
«Mejor», dijo para sí.
Lanzando furtivas miradas a su espalda, se internó en el callejón hasta alcanzar la persiana metálica bajo el rótulo de la Asociación Nacional Animalista.
Acuclillándose, dejó la recién comprada mochila a su lado, sacó una linterna de su interior y examinó el voluminoso candado que aseguraba la persiana.
—Chino. —Sonrió, al ver los caracteres grabados en su superficie.
A continuación, de la misma mochila, sacó unos alicates y un par de clips. Sujetando la linterna con los dientes, con los alicates estiró uno de los clips dejando una pequeña doblez en el extremo para hacer de ganzúa, y dobló el otro con forma de «L» para ejercer de llave de presión. Primero introdujo este por el ojo hasta el fondo para mantener la tensión y luego, con la otra mano, insertó la ganzúa y uno a uno fue liberando los cuatro pasadores del candado hasta que, con un sonoro clac, este se abrió como por arte de magia. Aquel robusto candado, que aparentaba soportar el envite de un martillo neumático, no se había resistido ni cinco minutos a un par de clips y algo de maña.
—Hombres… —bufó, imaginando al que lo compró en su momento, pidiendo en la ferretería el candado más grande que tuvieran.
Seguidamente metió las herramientas en la mochila, miró a un lado y a otro de la calle para asegurarse de que no había nadie en las cercanías y, rogando para que el engranaje de la persiana estuviera engrasado, engarzó los dedos por debajo para levantarla unos centímetros del suelo.
Apenas hizo ruido, así que tensando los músculos de la espalda hizo fuerza con las piernas y la levantó a medio metro de altura. Lo suficiente como para deslizarse por debajo. Luego lanzó la mochila al interior, agarró la linterna y rodó bajo la persiana hasta colarse en el interior.
De inmediato se puso en pie y, dándose la vuelta, cerró la persiana, que al chocar contra el suelo hizo más ruido del que pretendía.
Luego se quedó inmóvil, atenta a cualquier sonido. Ni el más mínimo rayo de luz penetraba en el interior de aquel local bañado por la más absoluta oscuridad.
Así aguardó durante casi un minuto, aguantando la respiración, pero ni el más mínimo ruido llegó a sus oídos.
Entonces encendió la linterna.
En su cabeza había imaginado encontrarse con cajas repletas de kalashnikov y lanzacohetes, amontonadas bajo un enorme mapa con los objetivos marcados con rotulador rojo, así como el día y la hora programada para los atentados.
Pero claro, aquello no era una película de acción norteamericana y los malos nunca eran tan tontos como pretendían los guionistas de Hollywood.
En realidad, el local estaba más vacío que su cuenta corriente. A la luz de la linterna, no veía más que un espacio sin ventanas de unos cien metros cuadrados, que recordaba demasiado al lugar donde había pasado varias horas encerrada. Paredes sucias con manchas de humo, un techo ennegrecido y el torpe intento de dibujar una esvástica componían toda la decoración del lugar.
Con el haz de la linterna barrió el suelo y las esquinas, buscando cualquier detalle que revelara quién podía haber estado allí últimamente, pero solo un par de colillas y una botella vacía de agua, dejaban intuir cierta ocupación humana. Una ocupación, sin embargo, que podía ser de hacía diez días o de hacía diez años. Aparte de eso, solo quedaba la típica basura irreconocible relegada a los rincones y algunos trozos de papel de estraza marrón.
Entonces, sospechando de tal apariencia de normalidad, se le ocurrió agacharse y deslizar la yema de los dedos por el suelo de baldosas grises. Luego colocó los dedos delante de la linterna, para iluminarlos mientras los frotaba entre sí.
Estaban limpios. Ni rastro del polvo acumulado que cabría esperar con el paso del tiempo. Sin lugar a duda, había habido alguien ahí hacía poco, y se había esmerado en borrar las huellas de su paso por el local. Literalmente.
Sabiendo eso, se dedicó a registrar el lugar de forma más meticulosa, guardando en bolsas de plástico tanto la botella de agua como las colillas. Quizá encontrara la manera de hacerlas llegar al laboratorio forense para que las analizaran.
No creía que alguien cuidadoso hasta el extremo de barrer el polvo del suelo para borrar pisadas cometiera el error de dejar sus huellas o ADN impreso en la botella o los cigarros; pero si algo había aprendido durante sus años en la policía, era que, salvo excepciones, los delincuentes no destacaban por ser unos dechados de inteligencia. Y los terroristas no eran una excepción.
Cuando se sintió satisfecha con el registro, decidió dar aún una pasada más. Pero esta vez lo hizo caminando en sentido contrario para asegurarse de que ninguna sombra ocultaba alguna pista, por irrelevante que esta fuera.
Fue entonces cuando un ruido en el exterior le hizo quedarse clavada en el sitio, como una estatua.
Podía haber sido una rata o un gato especialmente torpe. Pero también un paso.
Congelada, sin mover un solo músculo, puso toda su atención en el exterior, y entonces volvió a oírlo. Otro paso.
Había alguien al otro lado de la puerta.
Apagó la linterna.
Más pasos se acercaron a la persiana, menos cuidadosos que el primero.
Susurros en árabe entre al menos tres personas. Quizá más.
Obviamente se habían apercibido de la ausencia del candado, y Nuria imaginó que estarían discutiendo entre ellos si alguien podía estar en el interior o se les había olvidado ponerlo. Maldijo no haber estado más atenta durante las clases de árabe.
Si eran los terroristas que regresaban a su guarida, con toda probabilidad estarían armados. Mientras ella tan solo contaba con una linterna, unos alicates y un puñado de clips. Ni MacGyver hubiese sabido qué hacer con eso.
Su temor se confirmó cuando pudo distinguir el sonido del cerrojo de varias armas descorriéndose para amartillarlas.
—Mierda.
No había dónde esconderse en aquel espacio diáfano que, aunque en ese momento se encontraba a oscuras, en cuanto subieran la persiana quedaría iluminada como una vaca cruzándose en una carretera. No tenía con qué defenderse y tampoco llevaba un teléfono para llamar a nadie, aunque en realidad ya era demasiado tarde para eso.
Desesperada, solo se le ocurrió aferrar la linterna como una cachiporra y en el instante en que los intrusos comenzaron a forcejear con la persiana metálica, correr hasta el costado de esta y pegarse a la pared.
Cuando la persiana ya se levantaba dejando entrar la luz de dos potentes linternas, sacó también los alicates de la mochila.
«De perdidos al río», pensó.
Cuando la persiana se abrió del todo, nadie se aventuró a entrar, sino que desde el exterior y a cubierto, barrieron el interior del local con sus linternas para asegurarse de que no había nadie dentro.
Desde donde estaban no podían verla, y Nuria fantaseó con la posibilidad de que entraran todos a la vez, y ella aprovechara la oportunidad para escabullirse como una lagartija por su espalda.
Pero aquella remota posibilidad se rompió en mil pedazos, cuando el haz de una de las linternas rozó el espacio frente a sus pies y allí, en el suelo como una bandera arriada, su velo verde traicionaba su escondite miserablemente. Se le debió caer en el revuelo y ni siquiera se había dado cuenta.
«Pues al final, parece que Alá sí que va a castigarme», pensó amargamente.
Los terroristas intercambiaron rápidas frases en árabe mientras las linternas enfocaban el pañuelo, y supo que en cuestión de segundos se vería con una bala entre ceja y ceja.
—¿Nuria? —preguntó entonces, una voz teñida de incredulidad.
Aturdida, guardó silencio durante unos segundos.
—¿Elías? —preguntó al fin, asomándose por la puerta abierta—. ¿Qué…, qué haces aquí?
El sirio se encontraba de pie, pistola en mano, flanqueado por cuatro hombres también armados y con pistolas. Uno de ellos Giwan, el corpulento guardaespaldas con el que había tenido el encontronazo en casa de Elías.
—¿Yo? —repuso molesto—. ¿Qué haces tú aquí? Te dije que vendría tras reunir a mi equipo.
—Pero no imaginé que fuera justo esta misma noche.
—Me mentiste —le recriminó Elías—. Me dijiste que te ibas a quedar esperando en el piso franco.
—En realidad —rectificó, alzando el índice—, eso lo dijiste tú. Yo solo dije que me iba…, no que no iba a volver.
Elías meneó la cabeza con fastidio.
—Ha sido una estupidez por tu parte.
—Puede —admitió Nuria—. Pero lo hecho, hecho está, ¿no?
—En fin… —resopló—. ¿Has averiguado algo?
Nuria negó con la cabeza.
—Está limpio —explicó—. Solo una botella vacía y un par de colillas de las que quizá podría extraer huellas o ADN, pero nada más —añadió—. Esa gente es muy cuidadosa.
—Y si no hay nada… ¿No podría ser que nos hayamos equivocado?
—Quizá. Pero alguien ha barrido el suelo en la última semana. Algo que no tiene mucho sentido en un lugar abandonado como este, ¿no te parece?
—Es posible. —Asintió con la cabeza—. Según parece el local fue asaltado por neopatriotas en los disturbios tras la derogación de la Generalitat y desde entonces está vacío. En el ayuntamiento no consta ninguna actividad declarada en el mismo, pero eso tampoco significa gran cosa —agregó—. Si sabían que estaba abandonado, pudieron usarlo unos días y luego marcharse. Esa gente no es de echar raíces.
—Podría ser el lugar donde descargaron lo que trajeron en el contenedor —especuló Nuria—. Quizá fue eso lo que vio Vílchez.
—Puede —aceptó Elías, iluminando con su linterna el interior—. Pero no parece haber muestras de ello. Ni cajas, ni trozos de poliestireno blanco, ni de cinta o bridas…
—Es verdad. No hay nada de eso —coincidió Nuria—. Pero quizá no desembalaron nada, solo guardaron las cajas hasta poder llevarlas a otro sitio.
—Eso no tiene mucho sentido —alegó Elías.
—Sí que lo tiene —alegó, y saliendo al exterior miró hacia arriba—. ¿Lo ves? No hay farolas que funcionen en este tramo del pasaje. La cámara de vigilancia de la esquina está saboteada y no hay ventanas con vecinos que pudieran asomarse. Es perfecto para descargar de noche sin que te vean.
Elías lo meditó un momento antes de oscilar la cabeza dubitativamente.
—De acuerdo —dijo—. Pero, aunque tengas razón, estamos donde al principio. Si no hay más pistas, no hay donde seguir buscando.
—Quizá sí —apuntó Nuria, pensativa—. Según me dijiste, tienes acceso a la base de datos de la policía, ¿no?
—No es tan sencillo —alegó, alzando las manos—. Puedo llegar a tener acceso a algunos documentos en concreto y en momentos puntuales, no a toda la red.
—¿Y a las cámaras de Indetect? —preguntó señalando hacia la esquina de la calle Hospital—. ¿Podrías acceder?
—¿A las cámaras? —preguntó extrañado—. ¿Para qué? ¿No hemos quedado en que no funcionan?
—Lo sé —asintió—. Pero no quiero imágenes de esta calle, sino de las adyacentes el día que robaron el contenedor. Aunque no tengamos imágenes de ellos descargando, podemos conseguir una de cuando entran en el pasaje. No debe haber mucho tráfico por aquí —concluyó con una sonrisa astuta—, y si averiguamos el vehículo y la matrícula, quizá…