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La lluvia volvía a arreciar cuando el Suburban se detuvo con suavidad a una manzana de distancia del Centro Cultural Islámico Ciutat Diagonal. Una anodina construcción de hormigón de una sola planta sin minarete, rodeada de acristalados edificios de oficinas y casas ajardinadas, que podría haber pasado por una simple biblioteca de no ser por las veladas referencias a la arquitectura árabe que se distinguía en el enrejado de las ventanas.

—Es muy tarde —advirtió Elías, echando un vistazo al edificio velado por la lluvia—. Lo más seguro es que a esta hora ya no haya nadie en la mezquita.

Nuria observaba el discreto templo, iluminado por las farolas de la calle que hacían destellar las pequeñas gotas de agua bajo sus focos de luz anaranjada.

—Pues si no hay nadie —contestó Nuria, desabrochándose el cinturón de seguridad—, volveremos mañana. Pero vamos a asegurarnos.

Elías se volvió hacia ella.

—Es que no estoy seguro… de que sea una buena idea ir a hablar con el imán —advirtió—. Creo que deberíamos intentar un acercamiento más sutil.

—No hay tiempo para ser sutil —replicó Nuria, ya con la mano en la maneta de la puerta—. Si han asesinado al muchacho es porque, por alguna razón, están borrando su rastro. Así que tenemos que darnos prisa porque si no… —añadió, dejando la insinuación en el aire mientras abría la puerta y salía al exterior.

Calándose de nuevo la gorra, rodeó el vehículo y a paso rápido cubrió los cincuenta metros que la separaban de la puerta principal del edificio. Tras alcanzar la protección del portal, buscó un timbre donde llamar, pero no había ninguno a la vista, ni tan siquiera una campanilla como en las casas antiguas.

—Mira —le indicó Elías, que había llegado corriendo para guarecerse junto a ella.

Nuria levantó la vista, para descubrir una pequeña cámara disimulada en una esquina bajo el dintel. La lucecita roja parpadeante, significaba que estaba activada y grabando.

—Es un portero automático con reconocimiento facial —señaló Elías—. Esto no estaba antes.

—Un poco excesivo para una mezquita, ¿no?

—Vayamos a la parte de atrás. Allí hay una puerta de servicio y un timbre donde llamar.

Elías les hizo un gesto a sus hombres para que esperaran en el vehículo y, arrimados a la pared para protegerse de la lluvia, rodearon aquel templo que ocupaba casi media manzana.

Entraron en el callejón que separaba la mezquita de un complejo de oficinas contiguo y, bajo un indicativo verde de salida de emergencia, hallaron la puerta de seguridad y un pequeño interfono a su lado al que Nuria llamó con vehemencia.

Elías la miró de reojo, pensando en que esa no era forma de llamar a un timbre a medianoche, pero al pasar los segundos y no contestar nadie, decidió que podía ahorrarse el comentario.

—Bueno, lo hemos intentado —dijo, consultando la hora en su pulsera—. Tendremos que volver maña…

—¿Sí? —preguntó una voz con timbre metálico.

Elías tardó unos segundos en reaccionar, lo que Nuria aprovechó para tomar la iniciativa.

—Buenas noches —saludó, acercándose al interfono—. ¿Es usted el imán… —bajó la vista al móvil, donde aparecía su nombre y foto en la página de la mezquita— Mohamed Ibn Marrash?

La voz del interfono pareció vacilar por un instante.

¿Quién es usted? —preguntó a su vez, con el fuerte acento de quien usa poco el idioma—. ¿Qué desea?

—Me llamo Nuria. —Miró de reojo a Elías, antes de formular la mentira que habían preparado de camino—. Amiga de la familia de Alí Hussain.

Toda la respuesta del imán fue un prolongado silencio.

Salam aleykum, sheij —intervino Elías, al ver que no decía nada—. Venimos de casa de Alí Hussain para informarle de que ha ocurrido una desgracia y el joven ha fallecido esta misma mañana. Usted lo conocía, ¿no?

¿Alí Hussain? —preguntó, tras una imperceptible pausa—. Sí, alguna vez vino en busca de guía espiritual. Pobre muchacho…, no sabía nada. De Allah somos y a él hemos de volver.

—¿Podríamos hablar un momento con usted sobre él? —preguntó Nuria con impaciencia, adelantándose de nuevo a Elías.

¿Quiénes son ustedes? —preguntó el clérigo.

—Ella es Nuria Badal y yo soy Elías Zafrani, sheij —aclaró Elías—. Un antiguo feligrés de esta mezquita.

No me suena su nombre.

—Por desgracia —se excusó—, hace mucho que no acudo a rezar.

Esta vez la pausa fue más larga, y cuando Nuria pensaba que iba a sugerirles que volvieran al día siguiente, la puerta se abrió con un zumbido eléctrico.

Pasen, adelante —les invitó el imán desde el interfono—. Estaré con ustedes en un minuto.

Elías y Nuria intercambiaron una mirada de genuina sorpresa.

—No me esperaba que accediera —dijo Elías.

—Hombre de poca fe… —bufó Nuria, empujando la puerta.

Elías la retuvo sujetándola por el brazo.

—Espera —le dijo—. Debes ponerte esto.

Como un prestidigitador, Elías hizo aparecer en su mano el velo que Nuria se había dejado en el coche el día anterior.

—¿Es necesario?

—Es una mezquita —alegó por toda explicación.

—En fin… —resopló, y tomándolo de manos de Elías se lo pasó por encima de la cabeza y la gorra, sin preocuparse demasiado si le asomaba algún mechón de pelo por debajo.

En cuanto traspasaron el umbral, la puerta se cerró tras ellos con un chasquido y Nuria fue repentinamente consciente de que ahí dentro estaban solos. Instintivamente, palpó la culata de la pistola de Giwan que aún llevaba bajo la camisa, encajada en la parte de atrás del pantalón.

El interior del edificio estaba tan solo iluminado por las tenues luces de emergencia y, tras seguir por un pasillo flanqueado de puertas cerradas con aspecto de almacenillos y oficinas, llegaron a lo que Nuria supuso que debía ser la antesala de la mezquita; a medio camino entre una sala de espera y un vestuario, con bancos, cubículos para dejar los zapatos y una especie de lavamanos a ras de suelo.

Más allá, unas amplias puertas dobles de madera parecían dar paso al salón de rezos, y Nuria no pudo resistirse a abrirlas y asomarse a su interior, asombrándose de inmediato por su sobriedad a tono con el resto del templo. Tenía la vaga idea de que las mezquitas estaban siempre decoradas con intrincados motivos geométricos, espectaculares lámparas de araña y lujosas alfombras persas, pero aquello le pareció más una aburrida sala de actos de un hotel de negocios. Un espacio vacío y anodino de luces halógenas en el techo, moqueta gris y paredes pintadas en color crema, con un discreto púlpito en la pared opuesta.

—Disculpe —dijo la misma voz del interfono a su espalda, provocándole un respingo—. Pero usted no puede entrar ahí.

Nuria se dio la vuelta de golpe, para encontrarse frente a un hombre tan alto como ella, de larga barba grisácea, ojos tranquilos y gesto beatífico. Una taqiyah blanca cubría su cabeza rapada, a juego con la amplia túnica blanca sobre la que mantenía las manos entrelazadas.

—Es el salón de rezos de los hombres —explicó, avanzando hacia ellos—. Las mujeres no pueden entrar.

—No pasa nada —mintió Nuria, y ofreciéndole la mano añadió—. Soy Nuria Badal.

—Y yo Elías Zafrani, sheij —añadió Elías, imitándola.

El imán estrechó la mano tendida de este, pero ignoró la de Nuria, a la que solo dedicó una inclinación de cabeza.

—Mohamed Ibn Marrash —se presentó a su vez, volviendo a entrelazar las manos sobre el pecho—. Pero claro, eso ya lo saben —y dirigiéndose a Elías, preguntó—. ¿En qué puedo ayudarles?

—Nos gustaría hacerle unas preguntas sobre Alí Hussain —le espetó Nuria, molesta con el desprecio del imán.

Elías aguardó unos segundos, pero cuando comprendió que el imán no iba a responder directamente a Nuria, no le quedó más remedio que intervenir.

—La familia está velándolo —le dijo—, y nos han pedido que vengamos a hablar con usted. Quieren saber si era un buen creyente.

—Era un muchacho muy inteligente —aclaró—. Pero estaba perdido hasta que vino aquí y encontró paz en las palabras del profeta Mahoma, que la paz y la bendición de Allah sean con él.

—¿Sabía que era un refugiado?

—Así es.

—Pero no suelen venir refugiados hasta este centro, ¿verdad? Este lugar está bastante lejos y sus feligreses suelen ser… —hizo una pausa, buscando la manera de decirlo— gente adinerada, ¿no es así?

—Todos los musulmanes son bienvenidos a esta mezquita, sin distinción de raza o condición —replicó, enervándose—. Incluso los infieles pueden asistir, si así lo desean.

—Pero ¿por qué venía el chaval hasta esta mezquita? —insistió Nuria.

El imán parpadeó indiferente, como si no hubiera oído nada más que la lluvia cayendo en el exterior.

—¿Por qué cree que decidió venir a esta mezquita? —tomó de nuevo la palabra Elías—. Hay varias en el campo de refugiados, mucho más cerca de su casa.

—Eso ya no lo sé —confesó el imán—. Quizá alguien le trajo —aventuró—, o quizá Allah, alabado sea, le inspiró para acercarse a esta humilde casa de rezo y encontrar la paz que necesitaba.

—Entiendo —asintió Elías—. ¿Y cómo venía hasta aquí? ¿Quién lo traía?

—Tampoco sabría decirle —se excusó—. Como comprenderá, no puedo estar al corriente de la vida diaria de todos mis fieles. Supongo que algún alma piadosa con vehículo propio.

—¿Supone? —intervino de nuevo Nuria, pero el imán la volvió a ignorar.

—¿No está seguro? —repitió Elías, ignorando una vibración en su pulsera que indicaba una llamada entrante de Giwan. No tenía tiempo para eso.

—No llegué a preguntárselo —aclaró—. Pero acudía con frecuencia a los rezos, así que lo di por supuesto.

—Claro —asintió Elías—. ¿Y llegó a ver con quién se relacionaba?

—¿A qué se refiere?

—Si entablaba relaciones con alguien en particular. ¿Se quedaba después del rezo a hablar con alguien?

El imán abrió las manos como muestra de ignorancia.

—No lo sé. No me dedico a controlar a los creyentes.

—Pues tiene la mezquita rodeada de cámaras —intervino de nuevo Nuria, sin poder contenerse.

—Es por seguridad —replicó el imán, girándose ahora sí hacia ella con impaciencia—. Son malos tiempos para los musulmanes. Es raro el día en que no aparece una nueva pintada en la fachada o una ventana rota de una pedrada —aclaró—. No tengo interés alguno en vigilar a nadie.

—Desde luego que no, sheij —intervino Elías, tratando de atemperarlo—. La señorita Badal no quería ofenderlo. Le pido disculpas.

—Está bien —asintió el imán, volviéndose de nuevo hacia Elías—. Y ahora, si no hay nada más en lo que pueda ayudarles…

—En realidad, sí —lo interrumpió Nuria antes de que acabara la frase, y ante la mirada interrogativa de Elías hizo un gesto con la mano, imitando el movimiento de una cámara de vigilancia.

Elías la miró sin comprender, hasta que ella señaló hacia el techo y silabeó en silencio la palabra «grabaciones».

—¿Podríamos ver las grabaciones de las cámaras de vigilancia? —preguntó al fin Elías, comprendiendo lo que quería decirle—. Así podríamos ver con quién se relacionaba el muchacho y… encontrar más amigos suyos a los que informar de su fallecimiento.

La respuesta del imán fue tan rápida como contundente.

—Imposible.

—Será solo un momento.

—De ningún modo —negó tajante.

—Pero…

—No, y no insista —le advirtió el imán—. Ni puedo, ni deseo hacer eso. Espero que lo comprenda.

Elías y Nuria intercambiaron una mirada de decepción. No había nada más que rascar ahí.

Nuria hizo un gesto con la cabeza hacia la puerta de salida y Elías asintió en respuesta.

—Muchas gracias por su ayuda, sheij —le dijo Elías al imán—. Espero no haberle provocado demasiadas molestias.

—Un fiel visitando la casa de Allah, alabado sea, nunca es una molestia —recitó el religioso, mirando a Nuria de reojo.

Esta rezongó por lo bajo y, sin hacer amago de despedirse, se dio la vuelta para regresar por donde habían venido.

—Pueden salir por la puerta principal si así lo desean —les indicó el imán con un gesto obsequioso, ahora que al fin se iban—. Y que Allah, alabado sea, guíe sus pasos.

—Gracias —respondió Elías, pero no siguiendo los pasos de Allah sino los de Nuria, que ya se encaminaba hacia la puerta, impaciente por abandonar el edificio.

—Menudo imbécil —masculló Nuria, lo bastante fuerte como para que lo oyera el imán.

—La verdad es que no ha sido de mucha ayu… —apuntaba Elías, cuando de nuevo la pulsera volvió a vibrar en su muñeca.

Esta vez sí, sacó el teléfono y contestó.

—¿Sí? —preguntó—. ¿Qué pasa, Giwan?

Lo que oyó en boca del kurdo le hizo quedarse clavado en el sitio.

—¡Nuria! —exclamó, estirando el brazo hacia ella inútilmente—. ¡Espera!

Pero Nuria, ansiosa por marcharse, ya había abierto la puerta principal y salía al exterior bajo la lluvia.

Al instante, al otro lado de la calle, varios focos de gran potencia se encendieron al unísono en dirección a ella, deslumbrándola con su luz blanca e iluminándola en el umbral de la puerta como a una estrella de rock a punto de salir al escenario.

—¡Al suelo! ¡Al suelo! —bramó una voz autoritaria a través de un megáfono—. ¡Policía!