32
—Te equivocas —afirmó Nuria sin duda alguna.
—Piénsalo —dijo Elías—. Eso lo explicaría todo. Por qué pudieron colar el contenedor en aduanas, por qué eliminaron las pruebas de casa de Vílchez, por qué tienes tus comunicaciones intervenidas…, incluso por qué estás ahora mismo en busca y captura.
—Pero ¿tú te estás escuchando? —le espetó—. ¿Una conspiración policial? ¿Hablas en serio?
—Totalmente —puntualizó—. Y si dejaras de lado tu corporativismo, también te lo estarías planteando.
—Y una mierda —replicó, enfadada—. Esa es la mayor estupidez que he oído en mi vida. El cuerpo de policía jamás haría algo parecido. La inmensa mayoría es gente decente y honesta, que arriesga su vida por proteger a los demás.
—Y yo no digo que no sea así —insistió Elías—. Pero ¿pondrías la mano en el fuego por todos los oficiales y agentes? Solo hace falta una manzana podrida para contaminar a todo el cesto… y te recuerdo que yo mismo tengo a algunos haciendo horas extras para mí, así que no me vengas con que son incorruptibles.
—¡Te digo que no, joder! —rechazó Nuria entre aspavientos—. Puede que alguno haya aceptado tu dinero a cambio de pasarte información, pero nadie del cuerpo participaría en algo como esto. Jamás, habiendo compañeros muertos de por medio —meneó la cabeza, negándose a aceptar aquella posibilidad que socavaría los cimientos de su propia vida—. Es de locos —añadió— que tenga que estar discutiendo sobre la integridad de la policía con un delincuente.
—Un delincuente que te está protegiendo… de esos mismos policías a los que defiendes.
—Por culpa de un malentendido —apostilló Nuria—. Alguien está manipulando las pruebas para inculparme. En cuanto se descubra quién está detrás de todo esto —añadió, con un punto de desesperación en la voz—, las cosas volverán a ser igual que antes.
El tono de Nuria hizo que Elías se quedara mirando un instante aquellos ojos verdes y cansados.
—¿Eso es lo que quieres? —preguntó—. ¿Que todo vuelva a ser como antes?
—Claro que sí —alegó con extrañeza—. Quiero que todo esto acabe y recuperar mi vida. Mi trabajo, mis amigos, mi casa, mi ga… ¡Joder! —exclamó, acordándose de repente—. ¡Melón! ¡Me he olvidado de él!
—¿Melón?
—¡Mi gato! El pobre se ha quedado solo. Tengo que ir a casa.
—Eso es imposible —le recordó Elías—. ¿No hay nadie que pueda encargarse de él?
—Bueno… —reflexionó un instante—, sí, supongo. Mi vecina puede quedárselo el tiempo que haga falta.
—Pues llámala —sugirió Elías, señalando su nueva pulsera—. Ahora no hay peligro de que te localicen. O mejor aún, mándale un mensaje —rectificó—. Seguro que habrá alguien escuchando y así evitas que se te escape algo.
—Sí, eso haré —asintió Nuria—. Supongo que será lo mejor.
—Estupendo —se felicitó Elías con sorna, dando una muda palmada—. Y ahora que el grave asunto del gato está resuelto, ya podemos volver con nuestro pequeño problema de terrorismo internacional.
—Eres idiota —gruñó Nuria.
Una sonrisa se formó ahora bajo la poblada barba falsa de Elías.
—Venga, centrémonos.
—Será lo mejor —resopló Nuria, añadiendo a continuación—. Antes me ha surgido una pregunta… ¿Por qué zona de la ciudad trabajaba Vílchez? A tu gente la tienes repartida por zonas, ¿no es así?
La costumbre de negarlo todo hizo a Elías vacilar por un instante.
—El Raval —indicó al fin.
—¿Este barrio, precisamente? —Miró a su alrededor con súbita comprensión—. Joder. —Señaló hacia abajo con el dedo—. ¿Estamos en un punto de distribución?
—No. —Negó con la cabeza—. Este es un piso franco que nadie más conoce… o conocía, hasta ahora. Ni siquiera Vílchez sabía de su existencia.
—Pero si es en este barrio por donde se movía, es posible que viera a los yihadistas por aquí, ¿no? Que su guarida esté en esta zona.
—Ya pensé en ello —se adelantó Elías—. Pero nadie más ha reportado nada sospechoso en el barrio. No sabemos lo que vio o escuchó Vílchez, pero los terroristas islámicos no van por la calle con banderas negras y un kalashnikov al hombro. Si quieren pasar desapercibidos será casi imposible dar con ellos —concluyó—. Más aún en un barrio donde mucha de la población es magrebí.
—¿Y esa tal Ana P…?
—Ana P. Elisabets —le recordó Elías—. No aparece en las redes, ni mis contactos han averiguado nada de ella, pero aún estoy recabando información.
—Pues es la única pista de verdad que tenemos.
—Lo sé. ¿Puede que tu amigo escribiera mal su nombre en el cuaderno?
Nuria negó con firmeza.
—David era muy cuidadoso en esos detalles —esgrimió—. Si escribió Ana P. Elisabets, es porque se escribe así exactamente.
—Pues entonces, por fuerza ha de tratarse de un nombre falso. Es la única explicación para que no aparezca en las bases de datos.
—Eso parece —coincidió Nuria—. Y eso solo nos deja una opción para dar con ella. Hacerlo a la antigua usanza.
—¿Y qué significa eso?
Nuria frunció una mueca resignada.
—Preguntando.
—¿Preguntando a quién?
—Por el barrio, claro. Si dices que esta es la zona en la que solía trabajar Vílchez, puede que sea aquí donde podamos encontrar a esa tal Ana.
—También podría ser que no —alegó Elías—. Podría haberla conocido en Villarefu, que es al fin y al cabo donde vivía Vílchez. O en cualquier otro lugar de la ciudad, en realidad.
—Ya, podría —admitió Nuria—. Pero por algún sitio hemos de comenzar, ¿no? Y puestos a elegir, el Raval es el más probable. ¿Me acercas tu teléfono? —preguntó a continuación.
Elías introdujo la mano en su túnica y se lo entregó a regañadientes.
—¿Ese es tu plan? —preguntó escéptico—. ¿Salir a la calle a preguntar a la gente por las buenas? ¿Ya no te preocupan las cámaras de vigilancia?
Nuria acercó su pulsera al smartphone para vincularlo.
—Tú mismo has dicho que con un buen disfraz no podrán identificarme. Y, en cualquier caso, ¿se te ocurre un plan mejor? —inquirió mientras abría la aplicación de Google Maps.
El silencio de Elías lo tomó como un no.
—Habrá que inventarse una buena historia sobre una prima perdida o algo así —prosiguió, acotando el mapa al barrio—. Y no iremos preguntando a la gente por las buenas, como tú dices, sino que podemos seleccionar bares y tiendas a lo largo del barrio, e ir preguntando por zonas. Si está aquí, alguien debe haber oído hablar de ella.
Nuria levantó la vista y vio cómo Elías la observaba con curiosidad.
—¿Qué pasa? —le espetó.
—Nada. Es solo… que se te ve en tu salsa.
Ahora fue Nuria la que dejó traslucir una leve sonrisa.
—Es estupendo poder tomar al fin la iniciativa de algo —explicó—. Ya estaba harta de ir siempre huyendo detrás de los acontecimientos. Y además…, bueno —añadió—, soy policía. Esto es para lo que me han entrenado.
—Ya lo veo —admitió Elías—. ¿Por dónde quieres empezar a buscar?
Nuria estudió el callejero durante un momento para luego ampliar una zona en concreto con un movimiento de dedos sobre la pantalla.
—Pues si no tienes otra idea mejor, yo empezaría por ejemplo… de norte a sur. Me dirigiría hacia la calle Tallers —indicó, desplazando el dedo por la pantalla según hablaba—, y bajando calle a calle en dirección a…
Se quedó repentinamente en silencio, con la vista y el dedo fijos en un punto del mapa.
—¿Qué pasa? —quiso saber Elías, al cabo de unos segundos—. ¿Todo bien?
—No puede ser… —masculló Nuria—. Joder, no es posible.
—¿Qué no es posible? —preguntó, inclinándose sobre la mesa para ver lo que había provocado esa sorpresa en Nuria—. ¿Qué es lo que has visto?
Ella, sin embargo, respondió apartando el teléfono y guardándoselo en el bolsillo.
—¿Qué haces? —preguntó Elías—. Enséñame lo que has visto.
Una sonrisa taimada se dibujó en el rostro de Nuria.
—Eso voy a hacer —contestó, poniéndose en pie y metiéndose en el bolsillo la servilleta de tela que acababa de usar—. Vamos.
—¿Vamos? —repitió Elías con desconcierto—. ¿Adónde?
Nuria se encaminó hacia la puerta sin dudar.
—Ya lo verás —dijo abriéndola—. ¿Llevas dinero?
—¿Qué? —farfulló Elías, levantándose de la silla—. Sí, claro, ¿para qué?
—Estupendo. Sígueme.
Cuando Elías llegó a la puerta, Nuria ya estaba bajando los escalones de dos en dos.
—Maldita sea… —rezongó Elías, asomándose al hueco de la escalera—. ¡Espera! ¡No salgas así a la calle!
—Tranquilo —contestó Nuria, asomándose para que pudiera ver cómo se había cubierto la cabeza con la servilleta, anudándosela bajo el cuello—. Todo controlado.
—No, no hay nada controlado —replicó Elías, tratando de seguirle el ritmo—. Eso no es ningún velo, es una maldita servilleta.
—Pues me compraré uno en la primera tienda que encontremos —contestó sin detenerse—. No te preocupes.
—Que no me preocupe… —masculló Elías, perdiendo el aliento—. Pero ¿se puede saber adónde vamos?
De nuevo sin detenerse, la voz de Nuria le llegó desde el piso inferior.
—¡Es una sorpresa! —contestó como si aquello fuera un juego para ella, y segundos más tarde Elías oyó cómo abría la puerta de la calle.
Cuando al fin la alcanzó, Nuria ya estaba en la penumbra de la calle Robadors, consultando el móvil bajo una de las escasas farolas que habían sobrevivido a la necesidad de discreción de los camellos del barrio.
—Por aquí llegaremos antes —dijo, señalando hacia la calle Hospital—. No hará falta ni que cojamos un rickshaw.
—Si me dijeras dónde… —insistió Elías, recuperando el resuello a su lado.
—No seas pesado —le recriminó Nuria—. Tú solo sígueme.
—¿Ahora ya no te preocupan las cámaras? —preguntó Elías señalando a la siguiente esquina, donde varias de ellas cubrían todos los ángulos del cruce de calles—. Te pueden reconocer.
—Bah, está muy oscuro. —Nuria desechó su preocupación con un gesto, tras echarles un vistazo—. Estas son cámaras viejas de baja definición y hay mucha gente. No me reconocerían aunque bailara delante de ellas. Y, además —añadió, señalándose la cabeza—, llevo un velo.
—Eso es una servilleta.
—Bueno. —Sonrió de nuevo—. Espero que Alá no me lo tome en cuenta.
Dicho lo cual, comenzó a caminar a toda prisa y sin dar tiempo a Elías a hacer otra cosa que más que seguirla.
Las calles del Raval, empapeladas como el resto de la ciudad con la omnipresente publicidad electoral, eran un hervidero de turistas comprando bolsos y camisetas falsas del F. C. Barcelona a los manteros, puestos ambulantes de pupusas y comida filipina despidiendo empalagosas nubes de humo de aceite de palma requemado, músicos callejeros interpretando pegadizos reggaetones, y multitud de barceloneses latinos, magrebíes, pakistaníes y africanos caminando de un lado a otro sin rumbo, comprando y saludando a los vecinos a esa hora en que el calor ya no resultaba un martirio insoportable.
—No me gusta esto —dijo Elías, abriéndose paso entre la multitud para ponerse a la altura de Nuria—. No me gusta ir a ciegas y sin saber adónde voy.
—No te preocupes —alegó ella—. Estamos cerca.
De camino se detuvieron a comprar un velo de verdad a un mantero y aunque Nuria seguía destacando entre la multitud por su altura y color de piel, ahora una sombra cubría sus rasgos bajo la luz de las farolas amarillentas, lo bastante como para que ninguna cámara la pudiera identificar con facilidad.
Al volverse hacia Elías para contestarle, este no pudo evitar fijarse en que aquel velo verde que le ocultaba la melena hacía juego con sus ojos.
—Te juro que no entiendo por qué no me dices adónde vamos —protestó Elías una vez más.
Cansada de la insistencia del sirio, Nuria se detuvo en seco.
—Sé dónde está Ana P. Elisabets.
—¿Qué? Pero… ¿cómo?
—Ya lo verás.
—¿De verdad sabes quién es?
—Y dónde encontrarla.
—Maldita sea —protestó Elías—. Deberías habérmelo dicho. No podemos arriesgarnos a perderla o que escape. Voy a llamar a algunos hombres para que nos ayuden.
Nuria colocó su mano sobre el antebrazo de Elías.
—No hace falta que llames a nadie. No se va a escapar.
—Pero…
—Confía en mí, ¿vale?
Elías fue a apartar la mano de la mujer de su muñeca, pero aquellos ojos verdes parecían capaces de controlar su voluntad.
Casi sin ser consciente de ello, bajó la mano y asintió en silencio.
—Espero no arrepentirme.
—Ya casi estamos —repuso Nuria, haciendo un gesto con la cabeza hacia un callejón cercano, y antes de que Elías pudiera añadir nada más, esquivando a una pandilla de adolescentes en monopatines, se dirigió hacia el pasaje a paso rápido, adentrándose en sus sombras sin dudarlo.
A Elías de nuevo no le quedó más remedio que ir detrás de ella, apretando el paso para no quedarse rezagado. Una imagen, ella caminando delante y él varios pasos rezagado, que a cualquiera que los observara le habría llamado la atención, pues la costumbre en las parejas musulmanas solía ser justo la contraria. Elías confió en que nadie se percatara de ello.
Al llegar al final del callejón, Nuria se detuvo, volviéndose hacia Elías con expresión triunfal.
Cuando este llegó a su altura, miró en derredor antes de preguntar.
—¿Qué pasa?
Una hilera de dientes asomó en el rostro de Nuria.
—Pasa que ya hemos llegado.
Elías volvió a mirar a su alrededor, buscando sentido a esa afirmación.
—¿Llegado adónde? —preguntó—. ¿Es aquí donde encontraremos a esa Ana?
En respuesta, Nuria levantó la mano para señalar la placa de la calle justo sobre su cabeza.
Elías alzó la vista y leyó en voz alta:
—Passatge d’ Elisabets.