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SEPÚLVEDA

SÁBADO, 31 DE AGOSTO, 1084

26 DE ELUL, 4844 / 25 DE RABÍ II, 477

A tres días de viaje de Sepúlveda se toparon con un grupo de juglares que iban hacia el mismo lugar y se les unieron por lo que quedaba de camino. En esas salvajes regiones del norte de la sierra siempre era mejor viajar en compañía. El grupo estaba al mando de dos hombres de la edad de Lope, dos juglares de nombres rimbombantes que decían ser hijos póstumos de dos infanzones leoneses. Era imposible saber si esto era cierto o si los juglares sólo alardeaban, pero, en cualquier caso, llevaban armadura, montaban buenos caballos y, al parecer, también sabían manejar la espada y la lanza. Uno era alto y enjuto; el otro, bajo y regordete. El alto hacía el papel de torpe, que tropezaba con sus propios pies; el gordo se las daba de alegre y aventurero. Cuando desempeñaban sus papeles, el mero hecho de verlos juntos ya incitaba a la risa. En su grupo había también un enano, de cabeza desproporcionadamente grande, tres jóvenes moras con formación de músicas y actrices, monos vestidos, perros, un mozo y dos criadas. Las mujeres no disponían de cabalgadura, pues sólo tenían dos asnos, que ya iban sobrecargados llevando al enano, el mono y el equipaje. Cuando Lope les ofreció el caballo de reemplazo, casi lo ahogan bajo una verborrea de agradecimiento.

El domingo empezaba el gran mercado de la ciudad, en el que los hombres vendían el botín acumulado durante el verano en sus cabalgadas a los territorios moros, al otro lado de la sierra: vestidos, enseres domésticos, joyas y tesoros de todo tipo y, sobre todo, prisioneros. Cuando llegaron, el suburbio ya estaba lleno de comerciantes: judíos andaluces que intentaban vender algún prisionero antes aún de que se inaugurara el mercado, mercaderes franceses, peregrinos de paso a Compostela que querían aprovechar la oportunidad para hacer una buena compra. Frente a la ciudad ya se habían montado las paradas del mercado; en los establos de alquiler ya no cabía un solo caballo, y las tabernas situadas fuera de las murallas de la ciudad estaban a rebosar.

Lope siguió a los dos juglares, que no se detuvieron en el suburbio, sino que siguieron directamente hacia las puertas de la ciudad. Eran conocidos como Pedro y Pablo, y los saludaban de todas partes. Hasta el centinela de la puerta sabía quiénes eran.

Lope conocía la ciudad. Había pasado allí tres días con Karima y Lu’lu el invierno anterior, cuando iban en busca de los asesinos. Sepúlveda era una ciudad fronteriza. Durante siglos no había sido más que un montón de ruinas habitadas únicamente por lechuzas, pero hacía unos decenios había sido recolonizada, y en los últimos años había crecido mucho, formándose varios barrios rigurosamente delimitados en los que los colonos se repartían no según su religión sino según su lugar de origen: castellanos, franceses, gallegos, serranos del norte de León, tanto si eran cristianos como judíos o moros; muchos eran artesanos que trabajaban para los criadores de ganado de los alrededores. Ocho años atrás el rey les había impuesto un tenente, que desde entonces intentaba poner orden a los rebeldes habitantes del pueblo. Los dos juglares afirmaban conocer al tenente. Cabalgaron directamente hacia su castillo, que se encontraba en el punto más alto de la ciudad.

El castillo se hallaba a medio construir. Sólo estaba techada la torre que hacía las veces de vivienda, además de unos pocos establos y edificios administrativos que rodeaban el patio interior. Todo lo demás estaba en construcción. Los bastiones exteriores apenas empezaban a asomar sobre sus cimientos.

El tenente había salido, pero el guardia del castillo conocía a los juglares y los dejó entrar, permitiendo que entraran también Lope, Karima y Lu’lu, pues pensó que formaban parte del grupo.

Nada más cruzar la puerta, los dos juglares corrieron hacia el patio entre gritos estridentes, como si pretendieran atacar el castillo. Rugían tan fuerte y blandían de tal forma las espadas que los albañiles, con un susto de muerte, huyeron en todas las direcciones. Sólo cuando la dueña bajó gritando de la planta superior de la torre, los juglares callaron, desmontaron, se dieron a conocer y rompieron en sonoras carcajadas. La dueña rió con ellos. Por lo visto, los juglares habían adivinado sus gustos.

Lope se presentó como un amigo de Baudry Fiz Nicolas, el Normando, y fue recibido con especial cortesía. Al parecer, el capitán había dejado una honda huella. La dueña incluso le ofreció alojamiento, pero Lope rechazó la oferta, aceptando únicamente su invitación para esa noche.

Encontraron un alojamiento adecuado en casa de un judío del Barrio Serrano, donde también pudieron cobijar a sus caballos. El Barrio Serrano tenía la ventaja de encontrarse fuera de la palizada que rodeaba la ciudad, de modo que, de ser necesario, podían marcharse de la ciudad también por la noche.

El tenente y sus hombres no volvieron a la ciudad hasta el atardecer. Lope y Karima se dirigieron a las inmediaciones de la puerta del castillo. Mientras pasaban los hombres del tenente, Lope miraba a Karima a los ojos. De pronto la vio estremecerse, y vio al hombre al que estaba dirigida su mirada: un hombre bajo y fornido, con estampa de toro, la frente baja y una tupida barba negra que le llegaba casi hasta los ojos. Lope miró a Karima. Aquel hombre era de una edad difícil de precisar, pero con seguridad no llegaba a los treinta años; no podía ser el don Álvar del que había hablado el capitán.

En el séquito del tenente sólo había un hombre que se ajustaba a la descripción. Era un hombre de barba gris como el hierro y mejillas caídas, que a Lope le resultaba extrañamente familiar. Se sentía confundido. Lo desconcertaba el que uno de los desconocidos que estaba buscando desde hacía dos años pudiera, de repente, ser alguien a quien conocía. Finalmente, el nombre lo hizo recordar: don Álvar. Álvar Pérez, el castellán de Sabugal. Lope se quedó mirándolo, pasmado, y cuando sus miradas se cruzaron, estuvo convencido de que don Álvar también tenía que haberlo reconocido. Sin embargo, la mirada del castellán pasó de largo, la expresión de su rostro se mantuvo inmutable, y don Álvar siguió cabalgando sin detenerse.

Lope se volvió hacia Karima.

—¿Era ése? ¿El de la barba canosa?

Ella asintió en silencio.

Lope señaló con la cabeza al mozo que cabalgaba detrás del castellán.

—¿El mozo también?

—No —contestó Karima.

—¿Y quién era el otro?

—Es el que mató a Zacarías —dijo ella.

—Y te clavó la lanza —dijo Lope.

Ella le echó una larga mirada.

—Es tu venganza —dijo luego—. Es tu venganza.

Al anochecer, cuando Lope entró en el salón del castillo, el tenente le señaló un asiento junto al castellán, cuya amistad con el barón normando era conocida. Don Álvar lo examinó de arriba abajo con la mirada, pero tampoco ahora mostró indicios de haberlo reconocido. Tenía los ojos opacos, como si padeciera cataratas.

Lope habló del capitán, pero dejando de lado los hechos más espectaculares, pues no quería llamar la atención. La conversación no tardó en agotarse. Al poco tiempo, el castellán perdió todo interés en ella y se quedó inmóvil en su asiento, como si durmiera con los ojos abiertos. Lope observó al de la barba negra, que estaba sentado a la mesa del tenente y alargaba ambas manos cuando el criado de la cocina traía las bandejas de carne. El tenente parecía tener en gran estima a aquel hombre. Sólo cuando la jarra de vino fue pasando de mano en mano, el de barba negra la dejó pasar al siguiente. Lope también bebió únicamente lo imprescindible para los brindis.

Más tarde, ya de noche, cuando el ambiente estaba ya muy animado, los dos juglares recitaron un par de buenos poemas y terminaron con una canción que todos les habían pedido desde el principio, pues hablaba de un caso real que había ocurrido en la región de Sepúlveda. Una canción por la cual eran célebres los dos juglares. La canción trataba de los siete hijos de un pequeño castellán, a quien una banda de cuatreros moros robaron un rebaño de reses. Relataba cómo el hombre enviaba a sus hijos, uno tras otro, en busca de los moros, para que recuperasen el rebaño, y cómo los moros iban matando a cada uno de los hijos, hasta que finalmente partía el propio padre y cobraba furiosa venganza. Muchos de los hombres cantaron junto con los juglares, y cuando éstos llegaron a la parte en que el padre encontraba los cadáveres de sus hijos, no pocos se pusieron a sollozar, hasta que al final todo el salón se llenó de aplausos.

Acto seguido aparecieron las músicas. La más joven y bella de las tres moras hizo juegos malabares con cuchillos al ritmo de la música y, para terminar, pidió la espada del tenente y se la introdujo dos palmos dentro de la boca, arrancando gritos de admiración y haciendo que los hombres le arrojaran de todas partes monedas que ella atrapaba graciosamente con la boca.

Durante la actuación de las moras, Lope no había quitado un ojo de encima al hombre de la barba negra. Había visto la mirada ávida con que el hombre siguió a la muchacha mora, y ahora veía como le lanzaba tres monedas, una tras otra. Parecía una especie de primer pago por otros placeres que esperaba de ella.

El castellán se levantó de improviso. Ofreció a Lope un lugar en su habitación, y Lope salió con él. La habitación se encontraba en la planta superior del edificio administrativo, sobre el depósito de grano. Dentro había cinco colchones de paja. Al parecer, el castellán ya no era el hombre de confianza del tenente, sino un simple hidalgo, y su edad ya no le permitía esperar demasiado. Debía de tener a sus espaldas una amarga caída. Había llegado al final; era un hombre sin futuro. Se quedó dormido nada más tumbarse en el colchón de paja.

Lope aguardó hasta que su nerviosa respiración se convirtió en ronquidos regulares; entonces salió de la habitación, bajó al patio del castillo y se apostó en un rincón, entre el establo y la muralla, desde donde veía tanto la entrada de la torre como la escalera que conducía al granero a través del establo, en el que se alojaban los juglares y su grupo. La noche estaba poblada de estrellas, no había luna, el canto de los grillos era tan fuerte que el barullo que hacían los hombres en el salón de la torre llegaba a Lope amortiguado, como un lejano murmullo.

Oía a las mujeres moras, que estaban conversando en el establo, y de tanto en tanto veía salir de la torre a algún hombre que iba a orinar. Reconoció la barba negra a pesar de la oscuridad. Vio que el hombre bajaba la empinada escalerilla de madera, cruzaba el patio y subía por la escalera de los establos. Cuando volvió a bajar, lo acompañaba la muchacha. Lope los vio dirigirse al edificio al que antes lo había llevado el castellán. De repente, la muchacha lanzó un chillido. Lope creyó que estaba intentando escapar del hombre de la barba, pero en ese mismo instante se abrió la puerta de la torre y una voz acostumbrada a dar órdenes gritó:

—¡Gaspar! ¡Gaspar! —Era el tenente en persona.

El de barba y la muchacha ya casi habían llegado al edificio, al otro lado del patio; el hombre vaciló un tanto, pero finalmente contesto:

—¿Si, señor?

—¡Ven aquí, Gaspar! —dijo el tenente—. Quiero que esta noche duermas en la torre, ¿entendido?

—Sí, señor —contestó el de la barba.

—Será mejor que ahorres energías para mañana —continuó el tenente—. Yo me ocuparé de que nadie te dispute a la pequeña cuando todo haya pasado. Pero ahora ven.

—Si, señor —dijo el de la barba.

El motivo de la preocupación del tenente quedó claro la mañana del domingo. Después de la misa tendría lugar un juicio en el que Gaspar el Negro, como lo llamaban, tenía que responder de una acusación de violación. Había abusado de una muchacha, casi una niña, en las inmediaciones de un pueblo del norte. No era la primera vez que lo acusaban de un hecho semejante, y tampoco era la primera vez que lo habían visto y reconocido, pero en esta ocasión el tenente no consiguió que se olvidara el asunto pagando una pequeña suma de dinero, que luego podría servir a la muchacha como dote. Pues, para desgracia de Gaspar, la muchacha a la que había atacado esta vez era hija de un herrero que se contaba entre los notables de su pueblo, y el pueblo pertenecía al monasterio de San Pedro de Cardeña. Además, el herrero no sólo podía presentar dos testigos oculares, sino que también estaba dispuesto a batirse en duelo por el honor de su hija.

La asamblea tuvo lugar en la plaza que se extendía ante la Puerta del Este, fuera del recinto del mercado.

Cuando se hizo comparecer a Gaspar el Negro, media ciudad se había reunido ya en la plaza, además de mucha gente de las inmediaciones.

Gaspar el Negro llamó a los siete testigos que avalaban su inocencia, todos ellos hombres del tenente, incluido el castellán, y los siete levantaron la mano. Pero el herrero también tenía, además de los dos testigos oculares, a otros siete hombres de honor, que confirmaron que su hija había denunciado la violación en el pueblo siguiendo todas las normas del derecho y que, al hacerlo, había descrito tan bien los hechos que no cabía la menor duda de que decía la verdad. Al tenente no le quedó más remedio que dictaminar que el caso se decidiera en una ordalía.

Lope estaba de pie al lado del castellán, viendo cómo los sacerdotes de la ciudad estacaban el terreno en que tendría lugar el duelo y lo rociaban con agua bendita, y cómo los dos adversarios se preparaban para el combate. Ambos llevaban armadura; ambos iban armados con espada y escudo redondo. El herrero era unos diez años mayor que su adversario y de la misma estatura, aunque unas buenas veinte libras más ligero. A primera vista, parecía desesperanzadoramente inferior.

Al principio, todo parecía indicar una rápida victoria de Gaspar el Negro, que cargó contra su rival dando fuertes golpes, al tiempo que se cubría de modo que no le dejaba posibilidad alguna de contraatacar. Los hombres del tenente, de pie sobre un montículo que se levantaba junto a la tribuna del juez, empezaron a dar voces de alegría y animaron a su hombre con sonoros gritos. Pero, poco a poco, Gaspar el Negro fue perdiendo su ímpetu inicial y el ritmo de sus golpes se hizo más lento, al tiempo que el ronco jadeo con que acompañaba cada golpe se hacía más intenso y forzado. Hasta que, finalmente, se detuvo, agotado, y se quedó mirando a su adversario con ojos de incrédula sorpresa.

El herrero seguía firme como un yunque. El revestimiento de cuero de su escudo estaba hecho jirones; el borde de hierro, partido en varios lugares. Pero él parecía intacto, y el primer golpe con el que inició su ataque fue fuerte y preciso.

—¿Qué hace Gaspar? ¿Por qué no contesta a los golpes? ¿Está herido? —preguntó el castellán, conteniendo la respiración de puro nerviosismo. Al parecer, veía tan poco que apenas distinguía a los dos combatientes.

—No está herido —dijo Lope—. Pero perderá el duelo.

El castellán se dio la vuelta y lo cogió del brazo.

—¿Quién es el que habla?

—Soy yo. Y sé lo que digo.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque vuestro hombre tiene miedo. Pelea como un hombre que tiene miedo —respondió Lope, sereno.

El castellán le soltó el brazo, se dio la vuelta y estiró la cabeza hacia los dos combatientes, que estaban girando el uno alrededor del otro, al acecho.

—Gaspar ganará este duelo —dijo contrariado. Sonó como un conjuro.

—Si el herrero no comete ningún error, Gaspar perderá —respondió Lope, inflexible—. Mira al herrero —dijo—. ¿No ves la furia que reflejan sus ojos?

Lope le envidiaba esa furia desenfrenada. Por la mañana, al enterarse de que Gaspar el Negro tendría que batirse en un duelo a vida o muerte, había deseado que Gaspar saliera vencedor. Ahora quería que el herrero consiguiera una rápida victoria. El herrero tenía más derecho que él a acabar con ese hombre; tenía motivos más recientes.

El duelo se prolongó sin que ninguno de los dos consiguiera una ventaja definitiva. Pero poco a poco empezó a notarse la mayor resistencia del herrero. Sus golpes seguían teniendo la misma dureza que al inicio del duelo, mientras que la fuerza de Gaspar el Negro había disminuido ostensiblemente. Por momentos parecía que el hombre del tenente apenas si podía sostener la espada en la mano. Y luego Gaspar el Negro se sumió en el pánico. Arrojó su escudo contra su adversario, cogió la espada con ambas manos y arremetió contra el herrero gritando a voz en cuello. El herrero se protegió de los pesados golpes cubriéndose con el escudo y la espada al mismo tiempo, y retrocedió paso a paso, sin dejarse llevar fuera de los límites del campo de combate. Entre tanto, ambos hombres habían dado golpes certeros, y a ambos les chorreaba la sangre de debajo del yelmo, hasta el punto de que Gaspar el Negro ya casi no parecía ver adónde dirigía sus golpes. De pronto, la espada salió volando de sus manos, y Gaspar el Negro cargó contra su adversario con los brazos extendidos, como un oso, lo cogió de la mano en la que tenía la espada, lo hizo caer y le apretó la cabeza contra el suelo, intentando meterle los dedos en los ojos, mientras el herrero luchaba con todas las fuerzas de la desesperación para escapar de debajo de su adversario y desembarazarse de su escudo, que le impedía utilizar el brazo izquierdo. Por un instante, pareció como si, a pesar de todo, Gaspar el Negro fuera a vencer, pero sus dedos no encontraban los ojos en el rostro cubierto de sangre de su adversario y, finalmente, el herrero consiguió zafarse, se puso en pie de un salto y golpeó sin piedad antes de que Gaspar el Negro pudiera derribarlo una vez más. Golpeó hasta hacerlo caer y siguió golpeándolo en el suelo, mientras la gente de su pueblo empezaba a gritar, como liberada. Destrozó a golpes el brazo levantado en un gesto de indefensión y siguió golpeando con atroz regularidad, hasta que el demencial aullido de terror se convirtió en un débil gemido, y hasta que cesó también el gemido y el cuerpo destrozado dejó de moverse. Y aún entonces, el herrero siguió golpeando, como si no pudiera parar, hasta que los dos jueces del duelo lo apartaron con sus caballos y su gente le arrebató la espada de las manos.

El castellán no desvió la mirada. Estaba blanco como una pared. Tenía la boca abierta y sus labios se movían como si quisiera decir algo, pero no le salía un solo sonido.

—¡Vámonos! —dijo Lope.

El castellán pareció no oírlo. Seguía rígido, incapaz de apartar la mirada del cadáver de Gaspar el Negro, que ahora era retirado por dos criados, cubierto con una vieja manta. Sólo cuando los criados y el cadáver se perdieron de vista, Lope consiguió retirar de allí al castellán.

Pasaron las horas siguientes en una taberna del Barrio Francés, en la que todo el mundo parecía conocer al castellán, desde el tabernero hasta el último cliente. Mientras bebían unos vasos de vino, fuera se desató una tormenta. La lluvia era tan intensa que formaba goteras en el techo. El castellán bebía el vino sin diluir, mirando fijamente con ojos vacíos y sin decir una sola palabra. Lope esperó. Quería acabar con aquello rápidamente. Sólo estaba esperando la ocasión.

Cuando las nubes se retiraron, la gente salió rápidamente a la calle Mayor, con gran alboroto. Había anunciada una carrera. Cuatro ancianas competirían por un cerdo donado por el tenente. El cerdo estaba atado a la puerta del castillo. Cuando llegaron Lope y el castellán, la calle Mayor estaba flanqueada por una apretada multitud. Se colocaron cerca del punto de partida, detrás de la puerta de la ciudad, donde las cuatro ancianas ya estaban esperando la señal para empezar a correr. Eran cuatro mujeres viejísimas, desdentadas y harapientas, que ya sólo podían andar apoyándose en un bastón. La primera cayó al lodo a los pocos pasos. La calle estaba reblandecida y llena de charcos por la lluvia. Los bastones se hundían en el fango, los pies resbalaban, los vestidos se hacían cada vez más pesados, y pronto las cuatro ancianas estuvieron cubiertas de barro y estiércol, pero aun así ninguna se dio por vencida. El público acompañaba sus esfuerzos con sonoras carcajadas y festivos gritos de ánimo, los hombres hacían apuestas, y los niños caminaban a trompicones por el lodo, imitando a las ancianas.

De pronto, Lope se encontró a solas con el castellán junto a la puerta, mientras la bulliciosa multitud de espectadores se alejaba lentamente en dirección al castillo. El castellán estaba tieso como un palo; tenía la cabeza echada hacia atrás y la boca muy abierta, como en un sofoco. Lope pensó en la rapidez con que el castellán había estado bebiendo en la taberna francesa. Un instante después, el castellán se dobló sobre el vientre y se llevó la mano derecha al cuello, como si sufriera un dolor insoportable.

—¡Ayúdame! —jadeó.

Lope lo abrazó por un costado, pasó el brazo derecho del castellán sobre sus hombros y lo llevó a la sombra de la palizada. El castellán jadeaba a cada paso, y cuando se sentó en el suelo, sus pulmones se movían como un fuelle. Era como si no recibiera aire, como si tuviera que luchar denodadamente cada vez que quería respirar.

—¡Estos dolores! —jadeó—. ¡Estos dolores!

Entonces Lope vio sus ojos dirigidos hacia él y vio el miedo reflejado en ellos, un miedo espantoso, sin nombre. Sin pensar, se apartó un tanto. De pronto supo que se hallaba frente a un moribundo.

—Estoy mal —dijo el castellán. El pecho le dio un salto, abrió la boca de golpe y una ola de liquido rojo le salió por entre los labios. En un primer momento Lope pensó que era sangre, pero no era más que el vino que había bebido, un caldo nauseabundo que despedía un penetrante olor dulzón.

Tiene que darme los nombres, pensó Lope. Tiene que darme los nombres antes de morir. Al reconocer al castellán, había sabido con certeza cómo se habían enterado los asesinos del regreso del joven conde con su princesa mora. Alguno de los hombres de Sabugal se lo habría dicho al castellán, y éste había comerciado con la noticia. Pero ¿quién había dirigido la banda? ¿Quién había dado la orden de asesinar a todo el séquito de la princesa? ¿Quién había estado a la cabeza de todo?

—Escúchame, viejo —dijo Lope—. He venido a Sepúlveda porque quería hacerte unas preguntas, unas preguntas que Baudry Fiz Nicolas, el Normando, no me pudo contestar —dijo rápidamente y sin pausa; no quería perder tiempo—. ¿Entiendes lo que te digo? ¿Me oyes?

El castellán le dirigió una mirada insegura e interrogante, y asintió titubeando.

—Tú estuviste con el Normando en Alcántara, hace dos años —continuó Lope—. Vosotros atacasteis a esa princesa mora. Tú ideaste el plan. Pero ¿quién era el jefe? ¡Dime quién era vuestro jefe!

El castellán se quedó mirándolo, con ojos vacíos.

—Jefe —dijo, sin ninguna entonación. Lo dijo como si ya no comprendiera el sentido de lo que decía.

—¡Dime el nombre! —dijo Lope—. El nombre del hombre que os daba las órdenes, ¿me entiendes? ¡Dime el nombre!

El castellán movió los labios en silencio. En sus ojos continuaba esa mirada vacía.

—El condestable —dijo. Le costó trabajo pronunciar esa palabra—. ¿Qué condestable? —insistió Lope—. ¿Qué condestable? ¡Dime su nombre!

—El condestable del conde Henri de Borgoña —dijo el castellán con voz inesperadamente clara.

Lope repitió el nombre, para asegurarse.

—¿El conde Henri de Borgoña, el francés? —preguntó. Pero en ese mismo instante el castellán volvió a estremecerse bajo aquel terrible dolor que lo obligaba a doblarse, lo dejaba ciego y sordo y hacía aparecer un miedo espantoso en sus ojos. Lope vio que movía los labios y se inclinó sobre él, acercando la oreja a su boca.

—Era mi hijo, ¿entiendes? —dijo el castellán.

Lope necesitó un rato para comprender qué quería decir el anciano.

—¿Gaspar? —preguntó finalmente.

—¡Era un bastardo! —continuó el castellán, con voz apenas audible—. Era un bastardo, fanfarrón y cobarde. Pero era mi hijo. —Tras unos rápidos estertores, añadió en voz aún más baja—: Nunca se lo dije. —De pronto el miedo había abandonado sus ojos. Ya no parecía sentir dolor. Sólo miraba más allá de Lope con expresión perdida.

Lope se quedó con él hasta el final. Luego dio aviso a los guardias de la puerta. Del castillo llegaba cada vez más fuente el ondeante griterío de la multitud. Lope esperó junto al cadáver hasta que fueron a recogerlo dos criados del tenente. Todavía sentía el olor dulzón del vino vomitado. Se sentía desgraciado. Desgraciado como alguien que despierta tras una noche de fiesta y aún tiene las vivas imágenes en las retinas y las alegres risas y la música en los oídos, pero entonces abre los ojos y ve el pálido sol de la mañana filtrándose a través de la ventana para descubrir todo lo que la piadosa noche había ocultado: los charcos de vino sobre la mesa, los nauseabundos restos de comida, las flores marchitas y la vajilla rota, los borrachos roncando entre los barcos, los arroyuelos de orina y vómitos cayendo por los escalones de la puerta, y, en los rincones, los huesos sobre los que se precipitan negras bandadas de moscas.

Escupió para quitarse el mal sabor de boca.

Karima no se volvió a mirarlo. No sabía si su decisión era la correcta, y se le partía el corazón al pensar que lo estaba abandonando, pero no se volvió. Tenía miedo de volver a ceder, de que todo volviera a empezar desde el principio. No podía flaquear. De una vez por todas, tenía que obedecer los mandatos de la razón.

Lu’lu cabalgaba junto a ella.

—Todavía está esperando, señora —dijo, sintiéndose infeliz, y sus ojos se dirigían hacia ella con expresión tan suplicante como si sufriera incluso más que Karima por aquella separación.

Pero ella no se volvió. No sabía si la decisión era correcta o equivocada; sólo sabía que estaría mal echarse atrás una vez más.

Ni siquiera estaba segura de qué la había inducido finalmente a tomar esa decisión. ¿Pensamientos racionales? ¿Un estado de ánimo, un accidente, una palabra inapropiada?

Allí estaban esos dos judíos, que cabalgaban al frente del grupo. Uno era de Toledo; el otro, de Sevilla. Dos compradores de prisioneros, que habían manumitido a dieciséis musulmanes en el mercado de Sepúlveda. El día anterior habían llegado de repente a la casa, en la que habían encontrado alojamiento en la misma habitación que Lope y Lu’lu. Luego habían estado en el patio, charlando en hebreo, y Karima, al escuchar al sevillano, se había sentido embargada por tal sentimiento de irrefrenable nostalgia que había roto a llorar.

Entonces, de pronto, se le había presentado la inesperada posibilidad de volver a casa bajo la protección de un gran grupo de viajeros y en compañía de paisanos.

¿Qué la había empujado? Quizá el miedo de volver a León, donde ya había intentado una vez separarse de Lope. O la descorazonadora certeza de que esa busca infinita tampoco terminaría en Sepúlveda.

—El responsable de todo es el maestro de armas de un conde francés de la corte —le había dicho Lope.

Un hombre que ni siquiera había estado presente durante el ataque al puente, a quien el propio Baudry Fiz Nicolas, el Normando, no había visto jamás. Y si Lope conseguía acabar con ese condestable francés, todavía quedarían siete de los trece hombres. Y aunque cobrara venganza en esos siete, todavía quedaría el conde, de quien recibía órdenes el condestable. Y en mitad de la noche, en un instante de lúcida desesperación, Karima había comprendido que ya no se trataba de que el deseo de venganza impidiera a Lope abandonar la busca, sino que, más bien, estaba huyendo de algo. Que aquella busca no era más que un pretexto para ocultar que él mismo estaba huyendo. Huyendo de su propio pasado; huyendo del recuerdo de esos nueve años perdidos que había pasado en la soledad de un calabozo; huyendo del recuerdo de aquella muerta que aún vivía en su mente y que seguía interponiéndose entre ambos.

Karima había esperado que su presencia, poco a poco, haría palidecer la imagen de aquella mujer; pero, en lugar de ello, parecía hacerla brillar aún más en el recuerdo de Lope. La realidad era gris comparada con las imágenes que Lope llevaba guardadas en la memoria. Karima ya no tenía fuerza para seguir luchando contra aquello. Y, además, ahora ya no estaba sola. También estaba el niño que llevaba bajo el corazón.

Tal vez pensar en ese niño era, en último extremo, lo que la había llevado a decidirse. O tal vez había sido la frialdad de Lope, su reserva. Desde su regreso de Segura no había vuelto a tocarla, a decirle palabras bonitas, a abrazarla, siquiera por cortesía. Karima ya no tenía fuerza para seguir esperando.

No había dado mucho tiempo a Lope para que le diera una respuesta. Le había comunicado su decisión de unirse a aquellos judíos esa misma mañana, media hora antes de partir. ¿Había obrado mal? ¿Era aquello una huida precipitada?

Le había hecho bien ver en el rostro de Lope que éste se sentía afectado.

—¿Dónde podré volver a encontrarte? —le había preguntado.

—No sé adónde voy —había contestado ella—. Si encuentras a los hombres del puente, no te será difícil encontrarme después a mi.

¿Qué tipo de respuesta había sido ésa? En aquel instante ella misma no sabía qué iba a hacer. Tampoco lo sabía ahora. Los dos judíos y los musulmanes manumisos tenían proyectado viajar primero a Toledo, y de allí a Córdoba y Sevilla. ¿Debía ella volver a casa? ¿Sevilla seguía siendo su casa?

El viaje a Toledo duró seis días. Cada día, Karima miraba si aparecía detrás de ellos algún jinete solitario. Estaba desgarrada entre sus esperanzas y sus dudas. Empezaba incluso a dudar del amor que sentía por Lope.

¿Quizá sólo se había dejado llevar por sus sueños de niña? ¿Quizá sólo había querido conseguir lo que se le había metido en la cabeza cuando tenía catorce años? ¿Acaso había sido todo un producto de su obstinación?

¿O sólo iba detrás de Lope porque nunca había podido superar que éste la dejara por otra? Karima se ahogaba en un mar de reflexiones absurdas sobre la sinceridad de sus sentimientos. Lo único que la consolaba era pensar en el niño.

No había dicho a Lope que esperaba un hijo suyo. Había tenido miedo de que él se lo tomara como una coacción. ¿Había obrado bien? ¿Se había equivocado?

Ahora ya era demasiado tarde para seguir pensando en aquello.

Esperó hasta el último momento que Lope la siguiera, pero Lope no lo hizo.

Al atardecer del sexto día llegaron a un pueblo abandonado, que se encontraba a cuatro horas de viaje al norte de Toledo. El rey de León aún no había sitiado oficialmente la ciudad, pero con la autorización del príncipe de Toledo había levantado un campamento militar casi a las puertas de la ciudad, en los antiguos jardines palaciegos del otro lado del río, y sus tropas controlaban todos los caminos de acceso. Cobraban a los comerciantes y campesinos que llevaban víveres o mercancías a la ciudad; a algunos les robaban todo, a otros los raptaban para pedir luego un rescate.

El salvoconducto que el tenente de Sepúlveda había dado a los dos judíos sólo les garantizaba protección hasta los pasos de la sierra. Para llegar a Toledo sanos y salvos tendrían que servirse de otros medios. Había hombres que conocían la ubicación de las tropas de jinetes españolas y de sus puestos de vigilancia, así como los caminos por donde podía darse un rodeo para evitarlos. Uno de estos guías fue a buscarlos al pueblo abandonado una hora después de la puesta de sol. Llegaron a la ciudad a medianoche.

Karima decidió quedarse en Toledo. Compró una gran propiedad en el barrio judío a un peletero que quería dejar la ciudad y se sentía dichoso de haber encontrado una compradora que podía entregarle una orden de pago sobre bienes que tenía en Sevilla. Karima era consciente de que había decidido quedarse en Toledo sólo para estar más cerca de Lope; No podía olvidarlo, pero empezaba a acostumbrarse a la idea de tener que vivir sin él.