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MURCIA

VIERNES 20 DE DU’L–QADA, 455

14 DE NOVIEMBRE, 1063 / 20 DE KISLEW, 4824

—Dios nos libre del diluvio —murmuró el jardinero, echando una tímida mirada a las montañas de nubes negras y pesadas que se estaban acumulando sobre la sierra, hacia poniente.

—¿Crees que habrá tormenta? —preguntó Ibn Ammar.

—Sí, señor —contestó el jardinero—. Estoy seguro. Quiera Dios que no sea tan mala como ocho años atrás. Aquella vez llovió a cántaros sobre Lorca y el río se convirtió en una corriente devastadora, que dejó bajo las aguas a todo el valle de Murcia, hasta el mar. Mil hombres se ahogaron en las huertas. Dios nos proteja.

—¿Corremos peligro aquí? —preguntó Ibn Ammar.

—No, señor —se apresuró en asegurar el jardinero—, ningún peligro. La casa está bastante alejada del río. Nunca ha subido tanto el agua. Nunca, en los años que yo puedo recordar.

—¿Y los transbordadores que cruzan el río?

—¡Nada de transbordadores, señor! Con semejante tiempo no habrá ningún transbordador en toda Murcia durante dos días.

Ibn Ammar oyó esto no sin cierta satisfacción. Si nadie podía cruzar el río, no tenía que temer que llegara tan pronto un mensajero pidiéndole que acudiera una vez más a la corte de Hassún ibn Tahir. Tenía al menos dos días, dos días de despreocupada soledad.

Al terminar la fiesta que celebraba el fin del ramadán, el príncipe heredero había retenido a Ibn Ammar en su palacio de verano y no había querido dejarlo marchar. El príncipe había cogido tal pegajoso apego a Ibn Ammar que casi no lo había dejado respirar.

Hassún ibn Tahir tenía poco más de cuarenta años. Era un hombre con el cuerpo blando de un eunuco y el espíritu de un muchacho regordete y quejumbroso. Criaba aves exóticas en gigantescas pajareras y tenía una gran colección de fieras en el parque de su palacio. Tocaba el laúd y se acompañaba cantando con una voz fina y trémula. Escribía poemitas de los que se sentía muy orgulloso y por los que gustaba de ser elogiado sin reservas. Hablaba mucho, bebía toda la noche e, inevitablemente, al despuntar la mañana caía en un inestable estado de compasión de sí mismo, en el que se desahogaba gimoteando y sollozando con llorona voz de falsete. Era aburrido y afeminado, pusilánime y falto de toda dignidad, pero era el hijo mayor del qa’id, y desde que su padre yacía enfermo, y a medida que los partes de los médicos se hacían cada vez más parcos, aumentaba el número de los que se agolpaban en su madjlis. Tenía muchos partidarios en las grandes familias de la ciudad y las familias nobles de los alrededores, que pensaban que con un monarca débil como él podrían aumentar su poder.

Sin embargo, con la presencia de su codicioso hermanastro Muhammad, el príncipe heredero en modo alguno hubiese podido sostener sus pretensiones de suceder a su padre, de no haber tenido de su lado a su madre, una mujer voluntariosa y dura de más de sesenta años, que montaba a caballo como un hombre y no llevaba velo ni siquiera cuando hablaba con hombres que no pertenecían a su familia; una mujer que compensaba con creces todas las debilidades de su hijo.

Había sido una de las muchas concubinas del qa’id, una esclava gallega, de donde venia su nombre: al–Djilliki, la Gallega. Tras el nacimiento de su hijo había ascendido a sayyida del harén del monarca, y desde entonces nunca se había dejado desplazar de esa posición, ni siquiera por la madre del príncipe Muhammad, que, de todos modos, era una de las principales mujeres. En los cuarenta años que habían pasado desde entonces, la Gallega había reunido una impresionante fortuna. Poseía vastas propiedades en las huertas que se extendían hasta Lorca, participaba en múltiples empresas comerciales, controlaba el mercado del trigo, capitaneaba, por medio de sus hombres de confianza, la flota del qa’id con base en Cartagena, y toda una serie de castillos del valle del Guadalentín estaban ocupados por gente adepta a ella.

Ella sabía que su hijo era un inepto, y en el fondo lo despreciaba, pero mantenía su mano sobre él porque lo necesitaba. Su hijo era la llave que la conduciría al poder. Si el qa’id moría y ella conseguía que su hijo se consolidara como sucesor, sería la soberana absoluta de Murcia. De su hijo no esperaba nada, pero no había perdido la esperanza de que, un día, le diera un nieto al que podría transmitir el poder. Lo esperaba con desesperada obstinación, a pesar de que, hasta el momento, el príncipe heredero también había demostrado ser incapaz en este sentido. La Gallega tenía una voluntad de hierro y dinero suficiente para imponerse. Sólo le faltaba el nieto. Ése era su punto débil.

Ibn Ammar lo sabía. La Gallega lo había llamado a conversar dos veces desde que sabía que el príncipe heredero había abierto su corazón al poeta. Y le había dado a entender claramente que podía llegar a ser un gran hombre en Murcia si conseguía ayudar a Hassún ibn Tahir a tener un hijo. La segunda conversación había tenido lugar en el parque del palacio, cerca al zoológico. Había sido una conversación extraña, un intercambio de alusiones, de miradas cargadas de significado, de indicios ocultos, de indirectas. La Gallega se había detenido junto al foso amurallado donde vivían los leones. Allí abajo dormitaba un león bereber de imponente melena, resplandeciente bajo el brillo del sol, y, junto a él, tres leonas, hartas, perezosas, que no movían más que el rabo para espantar a las moscas.

La Gallega señaló el león.

—A éste lo mandé comprar en Ceuta hace siete años —dijo—. Cuando lo trajeron le pusimos delante un carnero joven. Queríamos ver cómo le destrozaba el espinazo con sus garras. Pero el carnero echó a correr hacia el león con los cuernos por delante, dándole tal susto, que el león intentó trepar a una palmera. Parece un león, pero no lo es. —Calló un momento y luego añadió—: Compré siete leonas para que se divirtiera, pero no ha montado a ninguna. Cuatro ya han muerto, tal vez de la decepción. Me pregunto a qué se deberá, ¿si a las leonas o al león, que no es un león?

—Quizá pase como con los halcones, que no echan a volar si no hay un segundo halcón que le dispute la presa —respondió Ibn Ammar—. Quizá falta un segundo león.

La mujer se quedó mirándolo un largo rato.

—Es imposible meter un segundo león en la jaula. El más fuerte haría pedazos al otro, ¿no es así?

—El segundo león no debe invadir el territorio del primero —contestó Ibn Ammar.

—¿Quieres decir que existe otra posibilidad?

—¿Por qué no?

Ibn Ammar no evitó la mirada de la Gallega, y en los labios de ésta se dibujó una sonrisa apenas perceptible, una sonrisa de labios estrechos y duros, en la que se mezclaban la esperanza y la duda.

—¿Cómo es que sabes tanto de leones? —preguntó la mujer.

—Tuve ocasión de observarlos en Sevilla, en la corte de al–Mutadid.

La Gallega examinó a Ibn Ammar con mirada escrutadora y mandó que le entregaran una bolsa con doscientos dinares, además de un documento sellado que indicaba a los centinelas de la puerta que lo dejaran entrar inmediatamente siempre que él lo deseara.

—Valoro a los hombres con conocimientos —dijo finalmente.

Ibn Ammar sabía en qué se había metido aquel día. Había avivado las esperanzas de la Gallega, y lo había hecho contra todo mandato de la razón, por puro capricho o quizá movido por la compasión a una anciana o hasta por admiración hacia ella, que, detrás de todo su orgullo, le había mostrado también su debilidad. Ibn Ammar sabía lo que le esperaba si la defraudaba, si sus esperanzas se convertían en ira. Pero no sentía ningún temor.

Empezó a llover. Gotas pesadas y aisladas que sonaban como plomo derretido al caer sobre el tejado. Abajo, alguien llamó a la puerta. Ibn Ammar vio desde el tejado que el jardinero se asomaba por la mirilla y se daba la vuelta, llevándose una mano a la boca.

—Sayyid, es la mujer que pregunta por vos desde hace varias semanas. ¿La dejo entrar?

Ibn Ammar asintió con la cabeza y se dirigió a la planta baja.

La mujer entró con un asno cargado a más no poder de esponjas, cepillos, peines, trozos de piedra pómez, jarras de jabón y otros artículos de baño. Con el permiso de Ibn Ammar, llevó el asno al establo. La lluvia empezaba a caer con mayor intensidad.

La mujer, desmesuradamente gorda, llevaba puesto un pañuelo negro en la cabeza y un capote teñido de añil. Traía un mensaje. Todo el mundo sabía que traía un mensaje, pero la mujer hacía de ello un secreto y esperó a que Ibn Ammar se quedara a solas con ella antes de sacar lo que traía. Era una pequeña carta perfumada cosida en una bolsita de seda y lacrada con cera. Contenía únicamente dos líneas escritas con hermosas letras redondeadas y de trazo amplio:

He enviado la barca de mi nostalgia,

Dios le conceda un feliz regreso.

Ibn Ammar volvió a guardar la carta en la bolsita. El delicado perfume de rosas se le metía por la nariz. Las rosas que rodeaban el quiosco. Los tiernos botones rojos a punto de abrirse que él le había dado antes de marcharse, el movimiento fugaz de las manos de ella al coger las flores. En aquellos días los rosales aún no habían terminado de florecer; cuánto tiempo había pasado, cuánto tiempo. Ibn Ammar veía el rostro de la mujer debajo del velo, la sonrisa de sus labios. En ese tiempo, Ibn Ammar había pedido dos o tres veces al príncipe heredero que le diera unas vacaciones, pero no le habían concedido ni un solo día libre. Ni siquiera había podido escribir una carta a la mujer, pues no conocía a ningún mensajero que tuviera acceso a ella.

En la esquina inferior de la bolsita de seda estaba bordado el nombre de Zohra. Debía de ser su nombre. Al despedirse, Ibn Ammar le había suplicado que le dijera su nombre. Ella había titubeado y, finalmente, le había prometido que se lo haría saber algún día, quizá muy pronto. Zohra, la Bella. Era un nombre adecuado para ella.

—¿Qué otra cosa te han encargado que me digas? —preguntó Ibn Ammar a la mensajera.

La mujer hizo una apresurada reverencia.

—Oh, sí, señor. Buenas noticias, señor. ¡Qué suerte haberos encontrado, señor, precisamente hoy, señor! —dijo, haciendo una reverencia cada vez que decía «señor»—. Ocho veces he venido a veros, señor, ocho veces he llamado a vuestra puerta, ocho veces he hecho el largo camino hasta aquí, señor; un largo camino, señor.

Ibn Ammar comprendió que antes la mujer quería recibir su paga, así que se sacó un dinar del bolsillo y se lo puso en la mano.

—Dios os bendiga, señor. —La mujer se acercó aún más y bajó la voz hasta convertirla en un susurro, a pesar de que estaban a solas—. Buenas noticias, señor. Debo deciros que os esperan. Esta misma noche, señor, esta noche después de la segunda oración.

—¿Esta noche? ¿Estás segura?

—Eso me han encargado que os diga, señor. Esta misma noche después de la oración del atamah.

Aún en susurros, describió el punto de encuentro en el que esperaban a Ibn Ammar.

—¿Y avisarás a la persona que te ha enviado que iré esta noche?

—Oh, sí, señor; lo haré.

Ibn Ammar cogió sus utensilios de escritura, escribió un par de líneas en una hoja de papel, dobló la hoja y se la entregó a la mujer sin sellarla.

—¿Quieres entregar esta carta, hoy mismo, tan rápido como pueda llevarte tu asno?

—Estoy a vuestro servicio, señor, podéis confiar en la vieja Hafsah, señor. Estaré siempre dispuesta a serviros cuando necesitéis un mensajero, señor. Bastará con que mandéis llamar a la vieja Hafsah; todo el mundo me conoce.

Ibn Ammar le dio un dinar más, para estar seguro de que podía contar con su discreción.

Poco después de la puesta de sol llegó el muchacho que debía guiar a Ibn Ammar: un sobrino del jardinero que aún no tenía ni dieciséis años, pero que, al parecer, estaba muy familiarizado con la región. El chico iba andando junto al caballo de Ibn Ammar y, cuando cayó la oscuridad, cogió las riendas del animal. Primero siguieron el camino paralelo al canal que bordeaba las huertas. A última hora de la tarde había dejado de llover, y los cascos del caballo no hacían ningún ruido sobre el suelo húmedo. Luego doblaron hacia el sur, internándose en las montañas y subiendo a través de bosques de pinos por senderos pedregosos y muy empinados que sólo ese joven podía descubrir. Parecía tener ojos en los pies.

—Será mejor que dejéis aquí vuestro caballo, señor —dijo el muchacho.

—¿Dónde estamos? —preguntó Ibn Ammar.

—A sólo trescientos pasos de la muralla —dijo el muchacho—. Allí arriba está la torre.

Ibn Ammar no podía ver la torre. Ni siquiera veía en qué dirección señalaba su joven guía. Desmontó, entregó el caballo al muchacho y escuchó cómo éste llevaba el animal hacia los árboles, acariciándole el pescuezo y diciéndole palabras tranquilizadoras.

Siguieron a pie hasta que la maciza y angulosa silueta de la torre apareció ante ellos, claramente recortada sobre el negro del cielo. El punto de encuentro estaba al pie de la muralla, treinta pasos al este de la torre. El muchacho se detuvo.

—¿Hay un guardia arriba? —preguntó Ibn Ammar.

—No puedo verlo —dijo el chico—. Generalmente hay un guardia con un perro. Y por la noche también dejan perros sueltos en el parque.

Miraron hacia la plataforma de la torre. Allí no se movía nada. Tal vez la mujer había mandado dar al centinela vino mezclado con opio, pensó Ibn Ammar. Probablemente también habría mandado narcotizar al perro y a los perros del parque. No habría elegido un punto de encuentro tan cercano a la torre de no estar completamente segura de que no existía peligro alguno.

Caminaron hasta el pie de la muralla. En voz muy baja, Ibn Ammar pidió al muchacho que le mostrara en qué dirección se encontraba el caballo, se grabó en la memoria la porción del horizonte hacia la que señalaba el chico y acordaron una señal en caso de urgencia. Luego despidió al muchacho.

Esperó en la oscuridad, con la espalda apoyada contra la muralla. El primer almuecín empezó a llamar a oración; sonaba tan débil y lejano que parecía el canto de un pájaro de la noche. Se le sumó un segundo almuecín, ya más cercano, y un tercero, y un cuarto; los pueblos parecían estar muy cerca unos de otros. Probablemente eran los pueblos que formaban parte de la propiedad de Ibn Mundhir. Las llamadas de los almuecines se superponían, se entremezclaban. Ibn Ammar prestó atención, intentando oir si salía algún ruido de la torre, si acaso el centinela levantaba sus oraciones. Oyó un murmullo, pero no procedía de la torre, sino del pie de la muralla. Entonces se dejó oir una voz, muy cerca de él, apenas audible:

—¡Sayyid! ¡Sayyid!

Una voz de mujer, la voz de la doncella.

Ibn Ammar se dejó ver y caminó a lo largo de la muralla palpándola con la mano. De pronto sintió que otra mano lo cogía de la manga y tiraba de él. En la muralla había una abertura; apenas dos codos de altura.

—¡Con cuidado, señor!

Se arrodilló. Escuchó que la puerta se cerraba detrás de él y se corría el cerrojo.

—¡Seguidme, señor!

La mano volvió a tirar de él, y él la siguió a ciegas. Sólo cuando llegaron al seto volvió a sentirse orientado.

La doncella se detuvo frente al quiosco.

—¡Esperad aquí, señor! —dijo antes de marcharse rápidamente.

Ibn Ammar oyó primero unos suaves golpecitos y luego regresar a la doncella. Una puerta se abrió sin hacer ruido. Sintió que tiraban de él hacia el interior, se abrió una segunda puerta y tuvo que cerrar los ojos cegado por la luz.

Se quedó inmóvil. Un perturbador perfume de rosas, alcanfor y áloe llegaba a su nariz. Poco a poco, sus ojos empezaron a acostumbrarse a la luz. Miró a su alrededor parpadeando. Estaba en una habitación circular coronada por una bóveda. Las paredes estaban recubiertas de tapices de seda con bordados de flores; en el suelo, las alfombras se amontonaban unas sobre otras, y, encima de éstas, cojines y almohadas se apilaban en un derroche de lujo. En medio de todo aquello había dos incensarios y dos altísimas lámparas de velas; del techo colgaba una jaula de pájaros tejida. Ibn Ammar estaba solo. No se oía ningún ruido, a excepción de los suaves crujidos de la madera de áloe en los incensarios. Seguía quieto, inmóvil, respirando hondo y dejando que el aroma a rosas lo impregnara. Por el rabillo del ojo percibió un movimiento, un movimiento fugaz entre las cortinas de la pared, y oyó un delicado tintineo, como de campanillas de plata. Y entonces la vio. Había entrado en la habitación deslizándose como una sombra. El mantón que llevaba puesto era del mismo color que los tapices de las paredes y tenía el mismo bordado de flores. Parecía estar sin aliento, como si hubiera corrido mucho. Movía los labios sin decir nada, su mirada estaba fija en él.

Ibn Ammar había preparado un poemita para ese momento, dos pulidos versos con los que continuar el juego que habían iniciado unas semanas atrás, el juego del acercamiento y del rechazo, de la vacilación y el impulso. Pero ahora los versos ya no servían, aquello ya no era un juego, se habían saltado todas las reglas, habían cruzado todos los umbrales.

—¡Sayyida! —dijo Ibn Ammar—. ¡Sayyida!

Ella lo interrumpió rápidamente, casi suplicante.

—¡No, no! Ya sabes mi nombre. ¡Ya lo sabes!

Ibn Ammar dio tres pasos hacia ella, y ella le salió al encuentro, se le echó encima, se aferró a él, lo abrazó salvaje y ardientemente, se apretó contra él. Y las manos de Ibn Ammar buscaron su cuerpo bajo la gruesa capa de sus ropajes.

—¡Zohra! —dijo él—. ¡Zohra!

Los dientes de Zohra en su cuello; sus labios en sus mejillas, en sus ojos, en su boca; sus dientes en sus dientes, violentos, dolorosos; su lengua entre sus labios; sus dedos suaves sobre su rostro, entre sus cabellos.

—¡Oh, Abú Bakr, cuánto tiempo te he esperado!

De pronto ella se quedó quieta entre sus brazos, arrimó la cara al doblez de su cuello, sus hombros temblaron, y cuando él cogió su cabeza entre sus manos, sus ojos estaban húmedos, su rostro destilaba entrega. Ella, dócil y tierna, no sentía ningún temor entre sus brazos, como si fueran una pareja de amantes que vuelve a verse tras una larga separación.

Y siguió quieta mientras él le quitaba de encima de los hombros la malhafa, que era del mismo color que los tapices de las paredes y estaba bordada con las mismas flores. Y mientras le quitaba la hulla verde pistacho de ribetes dorados, que llevaba bajo el mantón. Y la hulla gris que llevaba debajo, y la qamis azul noche. Y ella no desvió la mirada mientras él la desvestía. Una ghilala de seda del color de la macis; una ghilala de seda teñida del color de la madera de sándalo.

—Me he puesto mis mejores galas para ti, Abú Bakr. Me he puesto mis joyas, quería estar hermosa para ti, Abú Bakr, quería ser para ti como una novia.

Ibn Ammar le quitó el pañuelo que le cubría el cabello, cabello profundamente negro entretejido con hilos de plata. Abrió el broche de la ghilala que llevaba debajo de todo, y el rojo fuego era tan fino y transparente que ya apenas si ocultaba su cuerpo. Ella seguía inmóvil, hasta que, de repente, se apartó de Ibn Ammar saliendo con un rápido paso del anillo de ropa que se había amontonado alrededor de ella, se colocó frente a él y, sin dejar de mirarlo a los ojos, dejó que la ghilala roja resbalara de su cuerpo con un suave movimiento. Las pulseras que llevaba en la muñeca producían un ligero tintineo. Era más esbelta de lo que Ibn Ammar había imaginado, y tenía los pechos firmes y redondeados. Alrededor del vientre lucía un cinturón de oro tirado con un medallón que le cubría el ombligo. El pubis, depilado, era liso y blanco como el marfil, y las puertas del paraíso estaban cubiertas de polvo dorado.

«Los encantos de la mujer del comerciante», pensó fugazmente Ibn Ammar mientras se arrancaba la ropa del cuerpo. Pero la frase voló inmediatamente de su memoria como un pájaro, incapaz él de retenerla.

Más tarde, cuando, extenuados por el amor, yacían juntos entre los cojines, ella dijo:

—Yo ya te había visto una vez, en Sevilla. ¿Lo sabias, Abú Bakr? Hace diez años. Te vi en el prado junto al río. Estabas con Muhammad ibn Abbad, el príncipe, y pasaste tan cerca de mi que te hubiera podido tocar —miro a Ibn Ammar sonriendo—. El día de la fiesta te reconocí a la primera mirada. No te había olvidado.

—¿Qué edad tenias cuando me viste en Sevilla? —preguntó Ibn Ammar, sorprendido.

—Dieciocho años.

—¿Y cómo viniste luego a Murcia y a esta casa?

—No es una historia apropiada para esta noche —dijo ella, eludiendo la pregunta.

—Cuéntamelo.

—Si tú lo quieres —dijo. Se tumbó de espaldas, mirando el techo—. Es una historia muy corriente. Mi padre era comerciante en paños en Sevilla. Tenía una gran fortuna cuando yo era aún una jovencita. Luego lo perdió todo en el transcurso de un año. Entonces yo estaba prometida con el hijo de un wakil. El contrato se anuló. Mi padre tuvo que trabajar cuatro años para pagar todas sus deudas. Pudo satisfacer a todos sus acreedores, menos a uno. Entonces cayó enfermo. El único dinero que le quedaba era mi dote, que estaba muy bien invertida en una casa de alquiler en Taryana. Mi padre escribió una carta a su último acreedor proponiéndole que se casara conmigo. Así fue como vine a parar a Murcia.

—¿Quieres decir que Ibn Mundhir se casó contigo sólo para no perder su dinero?

—Tal vez…, no lo sé —dijo Zohra sonriendo.

Ibn Ammar se incorporó.

—¿Lo odias? —preguntó.

—No —dijo ella—. ¿Por que habría de odiarlo? Siempre me ha tratado bien. Es generoso con todos mis deseos; no tengo motivos para quejarme. —Su mirada contestó a la de Ibn Ammar, y su sonrisa se hizo más profunda—. No, no tengo motivos para quejarme.

Ibn Ammar contemplaba a Zohra tumbada frente a él, contemplaba el resplandor titilante de su piel bajo la tibia luz de las velas. Pensó a cuántos hombres habría recibido antes que a él en aquel discreto quiosco, y volvió a surgir por sí mismo aquel pensamiento, un pensamiento impropio, impropio de esa noche y referido a esa mujer: «Los encantos de la mujer del comerciante». La frase volvió a desvanecerse, pero ahora Ibn Ammar sabía qué quería decir y, sonriendo, se dejó caer sobre los cojines y se sumió en sus recuerdos.

Cuando era estudiante, en Córdoba, una vez había acudido a las clases de literatura árabe antigua que dictaba un viejo filólogo, un tradicionalista que vivía en olor de santidad. Para amortiguar la desenfrenada fantasía de sus jóvenes alumnos, el anciano les contó varias veces en el transcurso de sus clases una historia: la historia del joven piadoso y de la mujer del comerciante. Ibn Ammar todavía recordaba perfectamente cada palabra.

Un comerciante de Córdoba invitó a un banquete de despedida a un joven que había sido iniciado en el servicio de Dios y que quería marcharse a un ribat de la frontera para luchar contra los infieles. Cuando ya se habían sentado a comer, el comerciante fue llamado a atender unos negocios que tenía en otro barrio de la ciudad. Antes de marchar, encargó a su mujer que atendiera y entretuviera a su joven convidado hasta su regreso.

La mujer y el joven esperaron hasta la segunda oración de la noche. Al terminar la oración, estuvo claro que el comerciante ya no volvería a casa esa noche, pues a esa hora se cerraban las puertas que separaban los barrios, y nadie podía pasar.

El joven tenía muy buen porte, y la mujer del comerciante era tan joven como él y no menos guapa, de modo que la íntima cercanía en que estaban sentados, sumada a las favorables circunstancias en que se encontraban, hicieron aflorar el deseo hasta el punto en que ya no fueron capaces de reprimirlo. La mujer se arrimó al convidado y empezó a mostrarle sus encantos. El joven se mostró más que dispuesto a ceder a la tentación, pero entonces, justo a tiempo, recordó sus votos, pensó en el sublime Dios, puso un dedo en la llama de una lámpara de aceite y se dijo que el dolor que sentía en ese instante no era más que un débil preludio de lo que le esperaba en el infierno si se dejaba tentar. Así pues, se mantuvo imperturbable.

La mujer empezó a descubrir aún más sus encantos, y el joven, para poder resistir, puso un segundo dedo en la llama. Cuando finalmente llegó la mañana, el joven había podido resistirse a todas las artes de seducción empleadas por la mujer, pero, a cambio, todos los dedos de su mano derecha se habían convertido en negros trozos de carbón.

Así terminaba la historia. Muy edificante. Sin embargo, Ibn Ammar recordaba que en aquel entonces, cuando oía contar esa historia al viejo tradicionalista, nunca veía mentalmente los dedos achicharrados del estoico muchacho, sino tan sólo los encantos de la hermosa mujer. Los encantos de la mujer del comerciante.

—¿En qué estás pensando? —preguntó la mujer del comerciante que estaba acostada a su lado.

—En un hombre que se mantuvo inflexible en el lugar equivocado —respondió Ibn Ammar.

Bebieron vino dulce. Se amaron. Comieron de los platos que les sirvió la doncella. Hablaron de cosas sin importancia. Rieron juntos.

En algún momento, cuando ya estaba medio dormido, Ibn Ammar vio que Zohra estaba acuclillada junto a la puerta cuchicheando con la doncella, quien le sostenía la lavativa para que se limpiara. Las velas ya casi se habían consumido.

Un momento después se quedó dormido.

Cuando despertó, estaba oscuro. Escuchó voces susurrantes. La voz de Zohra, la voz de la doncella, un apresurado y siseante ir y venir. Y luego, a lo lejos, ladridos de perros y el espantoso rugido de un trueno, que apagó todos los demás sonidos. Ibn Ammar no podía ver nada en esa oscuridad.

—Zohra, ¿qué pasa? —llamó en voz baja en la dirección de donde venían las voces.

La puerta se abrió y entró Zohra con una tea; detrás de ella estaba la doncella.

—¡Rápido! —dijo Zohra—. ¡Rápido, Abú Bakr! —Su voz sonaba nerviosa, y, al andar, tropezaba con la cola de su mantón—. ¡Tienes que marcharte!

—¿Qué ha pasado? —preguntó Ibn Ammar. Se vistió, cogió su capote, la faja de la cabeza, y de una zancada se plantó en la puerta.

—No lo sé —dijo ella, mientras ambos seguían a la doncella a la antecámara—. Fuera hay gente con antorchas y perros. Han salido de la casa, no sé por qué.

Apagó la luz apenas la doncella abrió la puerta. Un relámpago cruzó el cielo sobre las montañas y los árboles crujieron bajo una ráfaga de viento huracanado. Los ladridos de los perros sonaban tan cerca que los oían claramente. Ibn Ammar oyó una voz detrás de él:

—Vete rápido, Abú Bakr, y ten mucho cuidado.

El trueno que siguió al relámpago interrumpió sus palabras. Ibn Ammar se volvió, buscó a Zohra a ciegas en la oscuridad y la atrajo hacia él.

—¡Te enviaré noticias mías a través de la vieja Hafsah!

Una mano tiró de su manga.

—¡Señor, tenemos que irnos! —dijo la doncella con una voz que delataba su miedo.

Los ladridos estaban ya muy cercanos, y también se oían gritos. Ibn Ammar siguió a la doncella; podía oir su respiración, rápida y excitada. Se volvió para mirar atrás, pero lo que vio fueron tres antorchas, tres puntos de luz bailando en la oscuridad, a poco más de cien pasos de distancia. Delante estaban el seto y la silueta negra de los cipreses, en los que habían girado hacia el quiosco en el camino de ida. Ibn Ammar cogió a la doncella del brazo.

—¡Espera! —le dijo—. ¡Regresa con tu señora!

Ella parecía no saber qué hacer.

—La señora me ha ordenado que os acompañe hasta la muralla.

Ibn Ammar la empujó en dirección al quiosco.

—Será mejor que estés en la casa cuando lleguen esos hombres con los perros —dijo.

Ibn Ammar corrió a lo largo del seto. De pronto empezó a soplar un fuerte viento. Fue tan repentino que Ibn Ammar se detuvo, asustado. Ya no se oía nada, tan sólo un lejano susurro y los jadeantes ladridos de los perros. Después, un ruido detrás de él, en el seto, un movimiento entre las ramas, y cuando Ibn Ammar se volvió hacia allí, presa de un creciente terror, vio acercarse una sombra. Retiró instintivamente la cabeza, se agachó y empuñó el puñal que llevaba al cinto. Pero, en ese mismo instante, un fuerte golpe le dio entre los ojos, haciéndolo trastabillar. El hombre se abalanzó hacia él, grande como un oso erguido sobre dos patas. Lo tiró al suelo y se arrojó sobre él con tal fuerza que Ibn Ammar pensó que iba a romperle el espinazo. Sintió que la mano del hombre se cerraba sobre su cuello y quiso gritar, pero no pudo emitir ni un solo sonido; veía con horrenda nitidez a la sombra negra cuando, de repente, un rayo cruzó el cielo bañándolo todo de una brillante luz. Ibn Ammar vio el brazo levantado, el cuchillo en la mano; vio el rostro del hombre que estaba sobre él y, sorprendido, esperó el golpe decisivo pensando que aquel hombre se parecía a Sammar ibn Hudail, el sabí. Y cerró los ojos, embargado ahora por una extraña y repentina serenidad. Creyó sentir que la mano que atenazaba su cuello se soltaba. Cayó un relámpago de luz cegadora, seguido por un doloroso y gran estruendo, como si una montaña se hubiera partido en dos, y, mientras empezaba a chispear, Ibn Ammar escuchó la voz del sabí:

—¿Ibn Ammar? ¡Maldito seas! ¡Tú eres Ibn Ammar! ¿Qué haces aquí?

La voz sonaba ronca y desencajada, pero era sin duda la voz del sabí.

Ibn Ammar se levantó tambaleándose. La cabeza le estallaba y frente a sus ojos bailaban claros círculos luminosos. Sintió que el sabí lo cogía por lo hombros y lo sacudía.

—¡Tenemos que irnos de aquí! ¿Sabes cómo salir?

Ibn Ammar intuyó vagamente que el sabí debía de ser el perseguido. Los gritos y ladridos se oían peligrosamente cercanos. Tiró del sabí llevándolo a lo largo del seto, encontró la adelfa que ocultaba la entrada, encontró la puerta secreta por donde lo había hecho pasar la doncella. Cuando estaban junto a la muralla, la lluvia cayó sobre ellos como una catarata.

Dos horas después Ibn Ammar, por fin, había alejado lo suficiente al sabí, y éste le contó lo ocurrido. Se trataba de la qayna, la cantante que había actuado en la fiesta de Ibn Mundhir. Se llamaba Nardjis, como la flor, y el sabí había intentado raptarla del harén de la finca de su tío. Una criada había dado la alarma. Uno de los centinelas lo había visto y lo había reconocido. Todo estaba perdido. Ibn Mundhir llevaría inmediatamente a la muchacha a un lugar seguro, y pondría en juego todos sus contactos para capturar a su sobrino.

Nada más llegar a su casa de campo, Ibn Ammar mandó preparar para ambos un baño caliente. Se sentaron a tomar un baño de vapor, el sabí con la cabeza gacha, el rostro cenizo, ya sin ninguna esperanza. Había planeado huir con la muchacha a Almería y de allí, en un velero de cabotaje, a Ceuta, donde tenía amigos. El año siguiente habrían viajado en el primer barco hacia el Oriente, de ser posible hasta más allá de la India, y se habrían instalado allí. Nardjis había sido su amante ya en el barco, en el viaje de Alejandría a Cartagena. Había sido él quien la había comprado. Ibn Ammar le fue sonsacando toda la historia poco a poco.

El sabí, junto con muchos otros comerciantes, había llegado a Adén en un gran velero mercante procedente de la India. Al pagar el impuesto portuario al shabender, le habían advertido que se esperaba la llegada de una flota del príncipe de Kish. La mayoría de los comerciantes prefirieron permanecer al abrigo del puerto. Sólo el sabí y otros dos hicieron pasar sus mercancías a un pequeño dhaw y prosiguieron su viaje. Llegaron a Aidhab sin ser molestados, y de allí siguieron por tierra hacia Assuán y, Nilo abajo, hasta Alejandría. Durante cuatro semanas fueron los únicos comerciantes que pudieron ofrecer productos traídos de la India. En el puerto encontraron comerciantes italianos que les pagaron cualquier precio por sus artículos. El sabí hizo grandes ganancias. Intentó volver a invertir su dinero en mercancía, pero poco antes de que partiera su barco seguía teniendo seiscientos dinares de oro.

—Tenía que gastar el dinero. Un buen comerciante no va por ahí con dinero en efectivo. Pero era una cantidad enorme y corrían tiempos de escasez. Entonces me enteré de que en El Cairo se habían puesto a la venta más de trescientas mujeres y muchachas, músicas, bailarinas, cantantes. Procedían de la casa de un alto funcionario de palacio que había caído en desgracia y había sido ejecutado. Un khádim que había sido uno de los hombres más ricos de la corte del sultán de Egipto. Tenía a su cargo la supervisión de los buscadores de tesoros que cavan en busca de oro en las pirámides construidas por los antiguos reyes. Según me dijeron, las muchachas de su casa eran todas de extraordinaria belleza, y, debido a la oferta, el precio era inusualmente bajo. Así que partí inmediatamente hacia El Cairo.

El sabí calló. Ibn Ammar empezó a pensar cómo podría llevarlo a un lugar seguro. Al caer la noche cada wali de cada pueblo y cada guardia de cada puente tendría ya su descripción. No podría salir en muchos días. Habría que buscarle un caballo, darle algo de dinero. El sabí no tenía absolutamente nada. Parecía como si hubiera caído en la tentación de actuar sin ningún preparativo, sin ningún plan. Ciego de amor, sólo Dios lo sabía.

—¿Por qué has actuado con tanta precipitación? —preguntó Ibn Ammar para romper el silencio—. ¿Por qué no sobornaste a alguien de la casa? ¿Por qué no has dejado un caballo preparado para la huida?

—Ya no tenía tiempo —dijo el sabí. Su voz sonaba ronca—. Nardjis iba a ser llevada a Murcia, y yo no me enteré hasta ayer por la mañana. Ni siquiera pude hacerle llegar un aviso. Mi tío quiere regalársela al príncipe.

—¿A Hassún ibn Tahir? —preguntó Ibn Ammar levantándose de repente.

—No, a Muhammad, el segundo hijo.

—¿Cómo? Entonces, ¿por qué no se la ofreció al príncipe el día de la fiesta?

—Tenía planeado ofrecérsela a la Gallega. No sé por qué ha cambiado de planes. Sólo sé que se la regalará a Muhammad ibn Tahir dentro de dos semanas, cuando el monarca celebre la fiesta de la circuncisión de su primogénito.

—¿Un regalo oficial?

—No, nada oficial.

—¿Quién lo sabe?

—Sólo los amigos más íntimos de mi tío.

—¿Así que es más un anuncio que un regalo?

El sabí se encogió de hombros. Pero Ibn Ammar no necesitaba oir su respuesta. Era un anuncio. Los grandes señores del bazar anunciaban al príncipe que no se oponían a sus ambiciones a la sucesión de su padre. ¿O acaso era algo más? ¿Acaso le anunciaban también su apoyo tácito? ¿Había juzgado equivocadamente a Ibn Mundhir? Tenía que intentar sonsacar más información al sabí.

Llamó a la criada. Ibn Ammar ya la había puesto al corriente de todo; era una mujer de confianza. Ibn Ammar le encargó que atendiera al sabí y lo ocultara de miradas curiosas. De momento, el sabí estaría a salvo en la casa. Más adelante podían intentar hacerle atravesar las montañas y llegar a la costa.

Al terminar el baño, Ibn Ammar se echó a dormir. Pero poco después volvió a despertarlo la criada. Contra las previsiones del jardinero, había llegado un mensajero con el encargo de llevarlo de regreso a la corte de Hassún ibn Tahir, el príncipe heredero. La tormenta de la noche no había hecho crecer el río hasta el punto de que el transbordador de Murcia tuviera que interrumpir el servicio.