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SILVES

VIERNES 23 DE DJUMADA II, 462

24 DE NISSÁN, 4830 / 8 DE ABRIL, 1070

Al oeste, en el cielo, se extendía una cinta de nubes cuyo desflecado borde superior llegaba hasta el cenit, y que ahora, cuando el sol empezaba a hundirse en el horizonte, se transformaba lentamente en una bandera roja como el fuego. Un viento fresco soplaba desde el mar, meciendo suavemente la hamaca redonda de esteras en la que descansaba Ibn Ammar, colgada con una larga cuerda de la rama de un plátano. El poeta estaba relajado entre los cojines, con las manos cruzadas bajo la nuca. El viento le acariciaba la piel como una mano tierna. Veía a la muchacha a través de los rosales, allí donde el arroyo que serpenteaba por los jardines del palacio se precipitaba en centelleantes cascadas por una balaustrada de mármol. La muchacha se hallaba sentada al borde del estanque en que caían las cascadas, cantando para sí una extraña melodía, cargada de rara nostalgia, que perdía, retomaba y volvía repetir una y otra vez, como si un hermoso recuerdo estuviera ligado a ella. Ibn Ammar había olvidado el nombre extranjero que la muchacha le había mencionado, y aún no le había dado ningún otro. Dulce muchacha morena.

Nadie sabía de dónde había venido. Hacía tres semanas, un comerciante franco la había ofrecido a un precio asombrosamente bajo. La muchacha no hablaba ni una sola palabra de árabe, ni de ningún otro idioma mediante el cual uno pudiera entenderse con ella. No tenía educación alguna, ni como cantante ni como bailarina ni como concubina. Pero el comerciante había asegurado que aún era virgen, y una criada lo había confirmado. Y cuando se desnudó frente a Ibn Ammar, éste sencillamente se quedó sin habla. Era hermosa como una flor por la mañana, bella como una hurí. Una esbelta gacela de ojos negros de la que podía pensarse realmente que venía del paraíso.

En Sevilla, en la maslah del hammami ash–Shattara, la casa de baños más bella de la ciudad, había una estatua de mármol blanco que en tiempos del viejo qadi había sido desenterrada en Itálica, la antigua colonia romana del otro lado del río. La estatua representaba a una mujer joven con un niño sobre su regazo, que, con una expresión indescriptiblemente hermosa, mezcla de temor y preocupada ternura, ahuyentaba una serpiente que amenazaba al niño.

Ocurría con frecuencia que hombres, lo mismo jóvenes que ancianos, se enamoraban de esa mujer de mármol y pasaban semanas y meses visitando cada día la casa de baños para adorarla con mudo embeleso.

De similar y casi inaccesible hermosura era esta muchacha morena que Ibn Ammar había comprado al comerciante franco.

Ibn Ammar aún no la había tocado. La había reservado para este día, que debía ser un día de perfecta armonía. Había esperado hasta este día.

Desde un principio había sabido que no se quedaría mucho tiempo en Silves. Ningún paraíso terrenal es eterno. Había sido demasiado hermoso. Una región tranquila y pacífica, apartada de todos los conflictos y guerras. Campesinos amigables que, llenos de orgullo, le llevaban sus melones más grandes al palacio del gobernador: frutas tan grandes que un campesino no podía llevar más de cuatro a la espalda. Aplicados viñadores que prensaban un vino suave y aterciopelado, que calentaba el corazón. Pescadores arrojados que conducían sus diminutas barcas a través de la rompiente, en busca del atún. Una tierra bendecida por la mano de Dios, tan pobre que no daba pasto a la envidia, pero lo bastante rica para que cualquier campesino pudiera tener un asno.

El día anterior, dos horas antes de la puesta de sol, había llegado extenuado un correo rápido con una carta que llevaba el sello de al–Mutamid. La carta seguía cerrada junto a Ibn Ammar. Ya sabía lo que decía. Había mandado llamar a su secretario particular y le había hecho anular todas las obligaciones del día siguiente: la habitual audiencia matutina en el madjlis, la entrevista con el muhtasib y el director de la cámara de finanzas, la vista judicial acordada con el qadi. Había pasado la noche solo, mandando antes de acostarse que su cantante favorita lo despertara al amanecer con una canción. De mañana había paseado por el parque y había hablado con el jardinero sobre la posibilidad de plantar una pequeña algaba de naranjos.

Tras la salida del sol había dado un paseo a caballo, escoltado sólo por dos guardias, a los que había pedido que permanecieran apartados para no perturbar su soledad. Había cabalgado hacia el sur, hasta ver el mar. El «Mar de las Tinieblas», como lo llamaban los geógrafos porque estaba sumido en la oscuridad cuando el sol se encontraba sobre la parte habitada del globo terráqueo; el «Mar Verde», como decía la gente de la costa, que lo veía cada día.

Se había sentado a la sombra de un árbol para contemplar el mar, la mirada dirigida hacia el suroeste, donde, más allá del horizonte, debían encontrarse las legendarias Islas de los Bienaventurados, que constituían el extremo más occidental del mundo habitado. Y tras ellas, hasta las lejanas costas de la India y China no había nada más que mar, el mar infinito, solitario e intacto desde la salida del sol hasta el ocaso.

Las Islas de los Bienaventurados.

¿Había puesto Dios la felicidad máxima en el borde del mundo?

Cuando era joven, Ibn Ammar había oído una vez a un viejo hombre de mar que afirmaba haber estado en esas islas. Él y otros siete aventureros habían partido de Lisboa hacia el oeste, con la intención de cruzar el gran océano. Tras once días de viaje los había abandonado el valor, y habían virado hacia el sur. Al cabo de otros doce días habían llegado a una isla en la que pastaban enormes rebaños de ovejas, sin que pudiera verse a ningún pastor. Luego habían navegado otros doce días hacia el sur y, finalmente, habían vuelto a hallar tierra. Precisamente esas islas afortunadas. Allí se habían encontrado con hombres muy altos de cabello liso y rojo, cuyas mujeres poseían una extraordinaria belleza. Aquellos hombres los habían tomado prisioneros, pero tratándolos amistosamente, y unas semanas después los habían subido en un barco y, tras un viaje de tres días, los habían dejado con los ojos vendados en las costas africanas. Desde allí habían tardado dos meses en volver por tierra a Lisboa.

Si era cierto que Dios había bendecido esas islas con una gran felicidad, entonces debía de haber hecho el camino hasta ellas muy largo y penoso.

¿Quizá la muchacha morena procedía de una de las islas?

Tras regresar de su escapada, disfrutar de una buena comida en compañía de estupendos amigos y de un sueño reparador acunado por la suave música de laúd, Ibn Ammar, al caer la tarde, había mandado llevar a la muchacha a los jardines del palacio, adornada y maquillada como a él le gustaba, envuelta en seda azul, y los cabellos entretejidos artísticamente con sartas de coral.

Él la había desnudado y se había deleitado con su belleza, con el juego de luz y sombras sobre su piel, y le había arrebatado la virginidad con experta ternura.

Pero no había sido el placer perfecto que había esperado. Ella había tolerado sus abrazos con lánguida resignación y había soportado sus caricias con indiferencia. Él se había sentido al mismo tiempo desilusionado y avergonzado. Quizá habría sido mejor prepararla para esa tarde. Quizá había sido su silencio el que había impedido a la muchacha compartir su sentimiento. Quizá era tan sólo que había esperado demasiado tiempo.

El tiempo que Ibn Ammar había querido revivir estaba ya muy lejano. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que él y el príncipe llegaran por primera vez a Silves? ¿Cuánto, desde que jugaron sus alegres juegos en ese encantador jardín del palacio del gobernador? ¿Catorce años? ¿Quince? Despreocupados días de juventud, dorados por el resplandor del recuerdo. ¿No hacían que cualquier otra cosa palideciera ante ellos?

Le cruzó la mente aquel poema que al–Mutamid le había entregado al despedirse, en Sevilla, y que reflejaba tan bien el ánimo de aquellos días: la ligereza, el desenfreno, el entusiasmo de su juventud:

Saluda a mi Silves, Abú Bakr, y pregúntale

si aún recuerda nuestros días juveniles,

y dile también que es cada vez mayor mi nostalgia

por el palacio, el castillo de ash–Sharadjib,

el Patio de los Leones, las estatuillas de mármol

del parque, los tranquilos lugares de ensueño

donde, bajo la fresca sombra de las palmeras,

tomábamos muchachas como gacelas,

de piel blanca y piel morena, flexibles como mimbres al bailar;

donde la mirada de alguna de ellas nos hería más que espadas y lanzas.

Cuántas horas pasé allí, en el parque,

junto a la cascada, en tibias noches de primavera,

con una muchacha cuyos ojos hacían palidecer hasta a la luna llena,

que me emborrachaba con su ternura y sus besos

mucho más que con el vino que me daba.

Ella tocaba el laúd, eso nunca lo he olvidado.

Dejaba caer su ropa como hojas en otoño.

Era como un capullo que se abre, hermosa entre todas.

La bandera de nubes del cielo se había teñido de negro. Sólo en el borde inferior, pegado casi al horizonte, tenía aún un ribete rojo. La muchacha seguía sentada junto al estanque de mármol, con los pies metidos en el agua. Un destello opaco reposaba sobre su piel, el resplandor de la última luz del sol.

Ibn Ammar la llamó. Ella se levantó de un brinco y se dirigió hacia él bajo el techo de plátanos, con pies ligeros y caderas cimbreantes. Las plantas desnudas de sus pies no hacían ningún ruido al andar.

¿No bastaba con su belleza? ¿Dios le habría dado también pasión, inteligencia y todo tipo de artes y dones femeninos?

Ibn Ammar recordó una historia que le habían contado sobre al–Mutassim, el señor de Almería. El príncipe había encargado a su arquitecto el proyecto de un palacio que debía poseer una belleza perfecta. El arquitecto mandó comprar los terrenos necesarios para la obra y consiguió adquirirlos todos a excepción de uno, en el que había un orfanato. El príncipe tenía el poder de demoler el orfanato, pero antes de dar la orden pidió consejo a un shaik considerado hombre sabio. El shaik le dijo:

—Tienes que elegir entre agradar a gente de buen gusto o agradar a Dios.

Así, al–Mutassim dejó el orfanato donde estaba, y su palacio tuvo un acodo que rompía ostensiblemente la simetría del conjunto. Ya no era una obra perfecta, como había deseado el príncipe. Pero cuando algún visitante se lo decía, al–Mutassim solía responder:

—Al principio no me sentía muy satisfecho, pero ahora debo decir que en todo mi palacio no hay nada que me guste más que esa pequeña imperfección.

Ibn Ammar hizo una señal a la muchacha y ella se acostó obedientemente a su lado. Ibn Ammar volvió a tomarla y la despidió regalándole la pulsera de oro que había preparado para esa primera tarde.

El día había terminado. Los hermosos días en Silves habían terminado, e Ibn Ammar sabía que habían terminado para siempre. Él no estaba hecho para la sosegada felicidad, para la paz paradisíaca de una pequeña ciudad de los confines del mundo. No volvería a Silves nunca más. Se llevaría consigo a la muchacha para que ella le recordara la región a orillas del Mar Verde y el palacio sobre la ciudad y el perfume de las rosaledas. Al contemplar su belleza disfrutaría con la certeza de saber que no había nada que añorar.

Volvió al palacio atravesando el parque, envuelto ya en la oscuridad de la noche, y se dirigió al pequeño baño que había mandado construir para la muchacha, que ahora se disponía a usar él solo. Disfrutó del baño de vapor y los masajes, se hizo cortar el pelo y se puso un traje nuevo. Sólo más tarde, en el cenador de la torre este del palacio, que se levantaba sobre el parque, cogió la carta que le había enviado al–Mutamid.

La carta contenía unas pocas líneas escritas de puño y letra por el príncipe, y sin las habituales florituras retóricas de la secretaría de la corte:

Oh, Abú Bakr, amigo y hermano,

contemplo las nubes lleno de nostalgia,

y mi mirada se pierde en el oeste.

Me gustaría tener alas para seguirla,

pero penosas obligaciones me retienen aquí.

¿Qué me queda sino llamarte?

Te ruego, te suplico:

date prisa, amigo mío, la grandeza nos espera;

necesito tu consejo y tu proximidad.

Debajo, la rocambolesca firma de al–Mutamid, que ya había practicado desde muy joven.

Era la noticia que Ibn Ammar había esperado. La llamada a la corte de Sevilla. Una carta característica del joven príncipe: no era una orden, sino un deseo sentimental que, sin embargo, tenía que cumplirse de inmediato.

Ibn Ammar mandó hacer los preparativos necesarios esa misma noche, para poder partir a primera hora de la mañana con una pequeña escolta. Eligió el camino terrestre, pues el viaje por mar tardaba demasiado. Al–Mutamid era generoso como ningún otro príncipe de Andalucía, pero también era impaciente como un niño. No se le podía hacer esperar.

Sevilla

Tres millas antes de la ciudad Ibn Ammar se encontró con que tenían preparado para él un caballo morcillo de la más pura raza, ricamente ensillado y embridado. Cuando llegó al río y lo cruzó en la galera dorada del príncipe, lo vistieron con un traje de honor de primera clase. En la orilla opuesta lo esperaba la gran banda de música con los atabales, para acompañarlo al al–Qasr. Seis askari negros con armadura de desfile asumieron su escolta. Una cantante persa entonó como saludo una canción compuesta por ella misma especialmente para esa ocasión. Durante todo ese día, le llevaron un regalo cada hora, hasta que, al atardecer, el príncipe mismo lo acompañó al amplio palacio de la ciudad que había mandado preparar para él. Parecía como si al–Mutamid quisiera superar incluso la grandiosa recepción que le había dado cuando regresó de su destierro.

La alegría del príncipe por el reencuentro era tan grande que, rompiendo el protocolo, abrazó a Ibn Ammar como a un hermano ante los ojos de todos. Habían acordado que cuando se trataran en público observarían los preceptos del ceremonial cortesano, incluido el tratamiento formal que correspondía al príncipe. El propio Ibn Ammar había insistido en ello y, tras una larga charla, había conseguido convencer a al–Mutamid de que su amistad debía posponerse a la dignidad de la posición del monarca. A Ibn Ammar no le costaba trabajo emplear perfectamente el larguísimo título del príncipe, pero ese día a al–Mutamid le resultaba ostensiblemente difícil mantener la fría reserva que se esperaba de él. Corroído por la impaciencia, abrevió la ceremonia de recepción, despidió a los invitados antes aún de que cayera la noche y se retiró con Ibn Ammar a una habitación de una de las torres del palacio de al–Muharram.

Ibn Ammar estaba conmovido por el afecto y generosidad de al–Mutamid, que no parecían conocer limites, pero también estaba intranquilo. Ya desde los despreocupados días de juventud, su amistad había padecido por el desequilibrio existente entre sus respectivos orígenes: el poeta pobre procedente de una familia insignificante y el joven dorado de casa principesca. Al–Mutamid nunca había querido reconocer esa diferencia, y siempre había hecho todo lo posible por tratar a Ibn Ammar como a uno de su misma posición. Pero nunca se había cerrado el abismo que existía entre ellos. Éste se mostraba tanto en las exageradas manifestaciones de amistad del príncipe como en la obligada reserva que se imponía Ibn Ammar para no someter esa amistad a un peso demasiado grande.

Jamás había olvidado aquella noche en Silves, en la que había aprovechado el desmesurado afecto de al–Mutamid para que éste le concediera un favor prohibido. Una bailarina le había insinuado su simpatía, e Ibn Ammar se había enamorado de ella a pesar de que el príncipe se había reservado la muchacha para si mismo. Al–Mutamid tenía a la sazón diecisiete años, y sus juramentos de amistad nunca habían sonado más sinceros que en aquella época; pero cuando Ibn Ammar le pidió a la muchacha, al–Mutamid tuvo un ataque de celos, se emborrachó de cólera y, en su embriaguez, llamó a los guardias y al verdugo. Sólo cuando el verdugo ya había colocado en el suelo el cuero para recibir la sangre, al–Mutamid volvió en sí y, sollozando de arrepentimiento, pidió perdón a Ibn Ammar y lo cubrió de regalos en un intento de relegar el incidente al olvido. Pero varias semanas después Ibn Ammar seguía despertando a medianoche bañado en sudor, sobresaltado por violentas pesadillas en las que el príncipe levantaba con sus propias manos la espada del verdugo. La amistad entre zorro y león nunca es del todo segura para el zorro, y esto había vuelto a mostrarse el día en que Ibn Ammar llegó de Silves. La recepción había sido tan desproporcionadamente pomposa, que sobrepasaba los limites del afecto natural para caer en una propensión exagerada.

Entre los invitados había faltado Ibn Zaydun. En los informes secretos sobre la corte que Ibn Ammar había recibido en Silves no se había hablado nunca de desavenencias entre el príncipe y el hadjib. Sólo poco antes de la recepción en el al–Qasr, Ibn Ammar se enteró de que Ibn Zaydun estaba en Córdoba desde hacía unos días. ¿Acaso el hadjib había emprendido ese viaje para no tener que asistir a la recepción? ¿O el príncipe lo había enviado a Córdoba para desembarazarse de él? ¿O había planes para firmar una alianza?

Al–Mutamid no tardó en sacar a Ibn Ammar de su ignorancia.

—¿Sospechas por qué te he mandado venir? —preguntó apenas se quedaron solos, sentados el uno frente al otro. El mismo respondió—: Abdalmalik ibn Djahwar de Córdoba nos ha pedido ayuda.

—¿Contra su hermano? —preguntó Ibn Ammar.

—No, contra al–Ma’mún de Toledo —respondió al–Mutamid con ansiosa lentitud, como si quisiera saborear la sorpresa que depararía a su amigo la noticia.

Era una sorpresa para la que Ibn Ammar no estaba preparado, una noticia que abría perspectivas insospechadas.

—¿Al–Ma’mún piensa atacar Córdoba? —preguntó.

—Eso afirma Abdalmalik.

—¿Y sus informes son de confianza?

—Nosotros estamos convencidos de que lo son.

Ibn Ammar no estaba seguro de si ese «nosotros» incluía también al hadjib.

—¿Hay noticias fidedignas del propio Toledo? —preguntó.

—Aún no —dijo al–Mutamid—. Pero hay mensajeros en camino. —A modo de pregunta, añadió—: Pero ¿importa algo que recibamos una confirmación de Toledo?

—No —dijo Ibn Ammar tras reflexionar brevemente—. En el fondo, no.

Ibn Ammar conocía bastante bien las circunstancias de Córdoba como para poder formarse un primer juicio. Abulwalid ibn Djahwar, el antiguo y grande qadi, que había asumido el gobierno de Córdoba tras los desórdenes intestinos, había dimitido de su cargo hacía seis años debido a una enfermedad crónica, dejando los asuntos oficiales en manos de sus dos hijos. Abderrahmán, el mayor, se había convertido así en la cabeza de la administración civil, mientras que Abdalmalik había asumido la conducción del ejército. Pero esta división del poder gubernativo no había durado mucho, pues poco tiempo después Abdalmalik había destituido a su hermano. Sin embargo, no lo había expulsado por completo de la ciudad, pues su padre seguía con vida y, además, Abderrahmán contaba con el apoyo de una importante fracción de la nobleza de la ciudad, que veía con gran desconfianza las ansias de poder de Abdalmalik. Hacía poco, el nuevo amo de la ciudad había dejado ver su pretensión de subir al trono, al hacerse incluir en la oración del viernes bajo el título de «Soberano por la Gracia de Dios», lo cual jamás se le había pasado por la mente al viejo qadi. Casi se produce un levantamiento en la ciudad.

—¿Abdalmalik necesita tu ayuda sólo contra Toledo, o también contra los enemigos que tiene en la ciudad? —preguntó Ibn Ammar.

—Oficialmente, se trata tan sólo de un pacto de ayuda mutua en caso de ataque —dijo al–Mutamid sonriendo.

Ibn Ammar le devolvió la sonrisa.

—Al–Ma’mún no se atrevería a atacar Córdoba si no contara con aliados dentro de la misma ciudad —dijo Ibn Ammar—. ¿Quién? ¿Abderrahmán, el hermano?

—¿Tú qué crees? —preguntó a su vez al–Mutamid.

Ibn Ammar se levantó y caminó hacia una de las estrechas puertas flanqueadas por delgadas columnas que conducían a la galería de la torre.

—En Córdoba hay muchas grandes familias que podrían elevar las mismas pretensiones al trono que los Banu Djahwar —dijo en tono pensativo—. Probablemente preferirían a un príncipe que tiene su sede muy lejos de allí, en Toledo, que a uno de ellos mismos, que tendría que privarlos de poder para encumbrarse. —Se volvió hacia al–Mutamid—. ¿En quién puede apoyarse Abdalmalik? ¿Todas las grandes familias están contra él?

—La mayoría —contestó al–Mutamid—. Pero tiene a su lado al bazar y a la gente de la calle.

—La gente de la calle siempre está a favor del que más promete, y los comerciantes del bazar siempre están del lado del gobernante si éste es lo bastante fuerte para mantener el orden y la tranquilidad, y si los negocios les van bien —dijo Ibn Ammar—. La cuestión es si Abdalmalik es lo bastante fuerte.

—Ibn Zaydun lo averiguará. Para eso lo he enviado a Córdoba —dijo al–Mutamid con una pizca de consciente dignidad.

—¿Qué opina el hadjib del pacto de ayuda? —preguntó Ibn Ammar, mirando hacia la noche.

—¿Por qué te interesa su opinión? —replicó el príncipe tras una incomoda pausa.

—Es cordobés, hijo de una de las grandes familias de Córdoba. No hay nadie que conozca mejor que él esa ciudad —dijo Ibn Ammar, todavía de espaldas al príncipe.

—Ibn Zaydun no iba a Córdoba desde hacía veinte años —replicó al–Mutamid de mala gana. A continuación, con impaciencia apenas reprimida, preguntó—: Yo quiero saber qué opinas tú, Abú Bakr.

Ibn Ammar se dio la vuelta y lo miró, radiante.

—¡Y tú me lo preguntas! —dijo en un rapto de sincero entusiasmo—. Oh, Muhammad, lo sabes muy bien. No habrías podido sorprenderme con una noticia mejor. Es la oportunidad que esperaba el padre de tu padre, que Dios lo tenga en su paraíso. Serás tú el que haga realidad sus esperanzas. ¡Conseguirás lo que a tu padre siempre le estuvo vedado!

Dio un par de pasos hacia el príncipe, como si el entusiasmo lo empujara hacia él. Deliberadamente había mencionado primero al abuelo, para empequeñecer el papel del padre, aunque sabía que había sido este último quien había abierto el camino hacia Córdoba. Sólo su dinero había hecho posible que Abdalmalik se hiciera con el poder. Pero al príncipe no le gustaba ser comparado con su padre, mientras que, por el contrario, idolatraba a su abuelo.

Al–Mutamid se levantó de un salto y abrazó a Ibn Ammar con impetuosa alegría.

—¡Lo sabía! —gritó—. ¡Oh, Abú Bakr, lo sabía!

Más tarde, estaban de pie el uno al lado del otro apoyados en el pretil de la torre, contemplando el río que, más allá del parque, brillaba entre las copas de las palmeras.

—Es el mismo río, aquí y allí —dijo Ibn Ammar.

—El mismo río —repitió al–Mutamid, sumido en sus pensamientos—. Pero allí es más caliente. Dicen que allí los veranos son más calurosos.

—A mí no me lo pareció —respondió Ibn Ammar—. Hay mucha agua, burbujeantes arroyos en todos los jardines, agua fresca, clara, que viene de las montañas.

—¿Conoces el palacio de az–Zahra? —preguntó al–Mutamid.

—He estado allí muchas veces —dijo Ibn Ammar—. Los bereberes que lo saquearon hicieron su trabajo a conciencia. Arrancaron todo lo que podía darles dinero. Pero algunos salones todavía se conservan, y hasta las ruinas son de una belleza incomparable. Los arroyos siguen corriendo por los parques. A veces, los días festivos en que hace buen tiempo, media Córdoba se reúne allí. Llevan la comida en cestos y se sientan bajo las palmeras. Y hay música en cada rincón.

—Podría reconstruirse el palacio —dijo al–Mutamid, lleno de ilusiones.

Una suave brisa empezó a soplar del sur, arrastrando consigo el aroma salado del mar.

—¿Hueles el mar? —preguntó Ibn Ammar. No podía dejar que el príncipe jugara con tanta ligereza con esa idea de Córdoba. Al–Mutamid era demasiado hablador y demasiado dado a sumirse en fantásticos sueños sobre el futuro. Ibn Ammar tenía que hacerle poner los pies sobre la tierra. Pero primero debía aclararse él mismo. Las perspectivas que se abrían a Sevilla con la oferta de alianza hecha por Abdalmalik podían avivar la imaginación hasta del espíritu más sensato.

Córdoba era un objetivo que bien valía cualquier riesgo. Córdoba, la gigantesca ciudad llena de vida, llena de inquieta erudición, la capital del antiguo califato, ante la cual hasta Sevilla palidecía. El centro de Andalucía. Quien gobernaba Córdoba tenía derecho a todo el reino. Al–Mutamid como sucesor de los califas Omeyas, como un nuevo al–Mansur que volvería a unir Andalucía y sometería a los españoles y a los francos escudados al norte, detrás de sus montañas. ¿Podía el joven príncipe de Sevilla hacer realidad ese sueño? ¿Era él el hombre adecuado para esa tarea?

¡Oh, Andalucía!, pensaba Ibn Ammar, mi bella Andalucía. Y entonces recordó una fábula que le contó en Silves su antiguo profesor:

»Cuando Dios separó lo seco de lo húmedo y creó la tierra, Andalucía le pidió un cielo siempre azul.

»Dios cumplió el deseo.

»Andalucía pidió un mar azul, frutas dulces, mujeres hermosas.

»Dios se lo concedió todo.

»—¿Y un buen gobierno? —pidió Andalucía.

»—No —dijo Dios—. Eso sería demasiado. Conténtate con ser un paraíso terrenal».

Pero ¿por qué Dios no iba a apiadarse del país más hermoso que había creado? ¿Por qué iba a entregárselo a esos bárbaros del norte? Quizá al–Mutamid no tenía la talla de un gran soberano, quizá era demasiado blando, demasiado indeciso, demasiado romántico. Pero sus súbditos lo amaban, y su padre le había dejado las arcas llenas y un reino bien ordenado. Además, ¿por qué no iba a crecerse conforme se le fueran planteando nuevas tareas? Córdoba podía ser un buen inicio, un toque de atabales que toda Andalucía escucharía con atención. Había que dar una señal, responder al ataque de al–Ma’mún con tal poder que no quedaran dudas sobre las pretensiones de dominio y la superioridad del reino de Sevilla.

Como de costumbre, el príncipe de Toledo reforzaría su ejército con mercenarios. Había que oponerle un ejército superior. Las tropas de al–Mutamid no eran suficientes. Había que reclutar jinetes del Magreb para reforzar las unidades bereberes, y, como contrapeso a éstos, había que reclutar también mercenarios españoles. Podía reclutárselos en Galicia o, mejor aún, acudirse a Sisnando ibn David y a los otros condes del norte del Mondego, con quienes el padre de al–Mutamid ya había mantenido buenas relaciones. El príncipe tenía que salir de esta primera campaña como brillante vencedor. Había que enviar mensajeros a Ceuta y Coimbra cuanto antes, a la mañana siguiente de ser posible.

Ibn Ammar, aunque con cauta reserva, empezó a adherirse a los planes del príncipe.

Yunus recibió la invitación durante una sesión matutina del Consejo de Ancianos. Ibn Eh también fue invitado. Isaak ibn al–Balia los llevó a un lado al terminar la sesión y les comunicó que Ibn Ammar, el excelentísimo visir del príncipe, había preguntado por ellos dando muestras de la mejor voluntad y esperaba recibirlos en una audiencia privada. Al–Balia ladeó la cabeza y sonrió a Yunus con aquella expresión de segura superioridad que en él era muestra de afecto. Estaba informado de todo. Lo sabía todo sobre todos.

Al–Balia había realizado un fabuloso ascenso. Por recomendación de Ibn Ammar, el príncipe lo había nombrado astrólogo de la corte y tras dos predicciones que se cumplieron con sorprendente rapidez, lo había encumbrado a la posición de nagib de todas las comunidades judías del reino de Sevilla. Gozaba de la confianza del príncipe en una medida nunca antes alcanzada por ningún otro judío.

—El visir ha insinuado en mi presencia la propuesta que quiere haceros en esa audiencia —dijo al–Balia, sin darle mayor importancia—. Supongo que espera que os ponga al corriente.

Yunus asintió torpemente. Desde que al–Balia fuera nombrado nasí, Yunus siempre se sentía extrañamente cohibido en presencia de éste. Lo que le molestaba no era el alto cargo que ostentaba ahora el rabino, ni la arrogancia con que lo llevaba, pues ante Yunus e Ibn Eh siempre mostraba la mayor deferencia, sin olvidar en ningún momento que fueron ellos quienes lo presentaron a Ibn Ammar; lo que molestaba a Yunus era la desfachatez con que al–Balia pretendía, incluso en privado, tomarse como algo serio y científico los embustes astrológicos con los que se había granjeado el favor del príncipe, a pesar de que Yunus sabía muy bien que antes al–Balia había rechazado la astrología como cualquier persona razonable. Un simple guiño de ojos habría bastado, pero el nasí ya no se permitía tales gestos.

—El visir está jugando con la idea de donar un hospital para dar gracias a Dios por su encumbramiento —continuó al–Balia—. Un pequeño gesto para agradar a los ortodoxos. Quiere comprar el viejo funduq de la puerta de los tintoreros y restaurarlo. No será un gran hospital, para no ofender al hadjib; sólo una modesta institución piadosa para la gente que no puede permitirse llamar a un buen médico —miró a Yunus a los ojos—. Supongo que el visir te encargará la dirección de ese hospital.

Yunus sacudió la cabeza, malhumorado.

—¡No es una buena idea! —dijo—. ¡En qué está pensando! ¡Hacer una donación piadosa y confiársela a un judío!

—Supongo que se siente en deuda contigo —dijo al–Balia, encogiéndose de hombros—. Quiere mostrarte su agradecimiento.

—¡Sacará de sus casillas a todos los musulmanes! —dijo Yunus.

—¿Tú qué le recomendarías?

—Que nombre director a un musulmán.

—¿Conoces a algún médico musulmán que puedas proponer para el cargo?

—¿Con cuántos médicos quiere dotar al hospital? —preguntó Yunus después de mencionar dos nombres.

—Con tres o cuatro, por lo que yo sé —dijo al–Balia.

—¿Por qué no un musulmán, un judío y un cristiano? —propuso Ibn Eh.

Al–Balia no le hizo caso. Seguía mirando a Yunus, que caminaba de un lado a otro con creciente nerviosismo.

—Si el visir te lo pide, ¿estarías dispuesto a trabajar en ese hospital a las órdenes de un médico musulmán? —preguntó al–Balia—. El puesto está bien pagado… ¡Un gran honor!

Yunus se volvió hacia el rabino.

—¿No basta con que me haya incluido en la lista de médicos de la corte? ¿No tengo ninguna posibilidad de escapar de ese honor?

—También sería un honor para nuestra comunidad —dijo al–Balia, inflexible—. Ibn Ammar es el hombre de mañana. Es demasiado listo como para desbancar al hadjib, pero pronto lo sucederá en el cargo. Ibn Zaydun es viejo, y su salud no es la mejor. No puedes rechazar un gesto noble del futuro hadjib sin tener una razón de peso.

—¿Por qué yo, Isaak? Soy un anciano que trata a pacientes ancianos que dependen de mi. ¿Por qué no otro médico judío?

—Ibn Ammar quiere honrarte a ti, Yunus. Si fuera a otro, habría donado una mezquita o una casa de baños.

—¿Por qué no Zacarías? —dijo Ibn Eh con obligado celo.

—¡Sí! ¿Por qué no Zacarías? —aprobó Yunus, esperanzado—. Es buen médico, llegará a ser mejor que yo, reúne todas las condiciones…

—Si, Yunus. Si fuera tu hijo —lo interrumpió al–Balia, impaciente.

—Para mi es como un hijo, es mi asistente desde hace casi diez años, entra y sale de mi casa como si fuera mi propio hijo.

—¡Pero no es tu hijo! —dijo al–Balia, poniendo énfasis en cada palabra.

Se quedaron un momento en silencio. Luego, Yunus dijo en voz baja:

—Pronto será mi yerno. —Al detectar la mirada sonriente de al–Balia, añadió con la cabeza gacha—: Os ruego que guardéis silencio sobre esto. De momento es sólo un deseo que llevo dentro.

En un primer momento, Yunus sintió vergüenza por haber revelado el secreto antes de tiempo, pero pronto recobró la calma. No había nadie en la comunidad que esperara algo distinto a que Karima se casara con Zacarías: la hija adoptiva con el joven al que Yunus había convertido en médico, que era su ayudante en el consultorio y que un día sería su sucesor. Yunus esperaba esa unión desde hacía años, sin haber pensado mucho en ella. Cuando Zacarías regresó de Bagdad, Yunus observó con callada complacencia que el joven no había hecho nada por intentar conseguir otra mujer. Y como ese año Karima había cumplido catorce, Yunus había decidido, sin pensarlo demasiado, dar su bendición a ambos. Estaba convencido de que eran el uno para el otro, y la vieja Dada compartía su opinión. Además, sabía que Zacarías estaba esperando con impaciencia que él le dijera algo, aunque en un primer momento no había estado completamente seguro de si Karima respondería al afecto de Zacarías.

Sin embargo, cuatro semanas atrás los dos jóvenes se habían encontrado en el consultorio, y desde entonces Yunus había tomado la firme decisión de casarlos.

Yunus había tenido que mandar en busca de Karima para que lo ayudara en un caso extremadamente complicado. Un fabricante de clavos de Taryana, musulmán ortodoxo, le traía pruebas de sangre de su mujer desde hacía semanas, exigiendo un diagnóstico sin la presencia de la paciente, pues no quería dejar que su mujer fuera examinada por médico alguno, ni siquiera por una asistenta. A partir de la orina y de la descripción hecha por el musulmán, Yunus había llegado a la conclusión de que la mujer padecía hidropesía. No obstante, la paciente creía que estaba encinta, y esto había hecho dudar a Yunus, pues había dado a luz seis hijos y, sin duda, conocía muy bien los síntomas de un embarazo. Al empeorar el estado de la mujer, su esposo había accedido por fin a llevarla al consultorio, pero con la condición de que la examinara una muchacha.

Karima la había examinado en la sala de operaciones, y había excluido rápidamente la posibilidad de un embarazo. Luego había descubierto que el diagnóstico de hidropesía tampoco concordaba con los síntomas, y que la mujer padecía una enfermedad del útero, muy fácil de confundir con un embarazo.

Durante el examen, Yunus había cedido la palabra casi por completo a Zacarías, y se había dedicado a escuchar a ambos jóvenes, que intercambiaban preguntas y respuestas precisas a través de las cortinas cerradas de la puerta, mostrando una gran compenetración. Sobre todo lo había sorprendido Karima. A los doce años había empezado a interesarse por el trabajo de Yunus, y pronto ese interés había aumentado tanto que Yunus había tenido que darle pequeñas lecciones y familiarizarla con algunos sencillos preceptos médicos. Desde entonces, Karima lo había acompañado muchas veces al consultorio, pero ese día Yunus había descubierto que la muchacha sabía más de lo que él le había enseñado. Debía de haber leído secretamente algunos libros de su biblioteca.

Yunus se había sentido tan orgulloso como sólo puede sentirse el padre de una muchacha hermosa e inteligente.

—Si Zacarías se convierte en tu yerno, nada impide que lo propongas en tu lugar —dijo al–Balia con una mirada de aprobación—. El deseo que tiene el visir de honrarte quedará satisfecho. La comunidad también tendrá su parte. Y el visir puede estarnos agradecido por haberle evitado dar un paso en la dirección equivocada.

Parecía sumamente satisfecho. De pronto Yunus tenía la sensación de que, sin que ellos se dieran cuenta de nada, el nasí había intentado desde un principio conducirlos hacia esa solución.

La audiencia con Ibn Ammar confirmó las sospechas de Yunus. Al–Balia manejaba todos los hilos y, sin que el visir lo notara y con fina diplomacia, llevó también a Ibn Ammar a aceptar todas sus propuestas.

Al comienzo, Yunus se sintió dolido, pero luego se impuso su alegría. Se alegraba por Zacarías. En el camino de regreso, se propuso comunicar sus planes a Karima esa misma noche y pedirle su aprobación. Intentó ordenar las palabras con que se lo diría. Pero cuando llegó a casa y Karima salió corriendo hacia él por el patio, lo abrazó y lo acompañó al madjlis, donde le tenía preparada una pequeña merienda, Yunus volvió a posponer el asunto.

Esa noche escribió en su diario:

Dios sabe que soy un padre egoísta. Ella tiene catorce años y está muy desarrollada para su edad; hace mucho que debería haber empezado los preparativos para la boda. Pero en cuanto está conmigo empieza a dolerme el corazón y contemplo con temor el día en que tenga que marcharse de mi casa. Estaré muy solo sin ella. Quería decírselo en la fiesta del Pésaj, quería decírselo hoy. Que Dios me perdone si espero un par de semanas más. Sólo un breve retraso. Sólo hasta Shavuot.

Etan ibn Eh me acompañó casi hasta casa. Durante la recepción sostuvo una larga conversación privada con Ibn Ammar. Se va de viaje a Coimbra. «También por negocios», según dijo. Eso significa que viaja por encargo de Ibn Ammar. Que Dios lo proteja.

Creo que pospondremos la boda hasta su regreso.