50

ALBESA

MARTES, 7 DE MAYO, 1084

29 DE IYAR, 4844 / 28 DE DU’L–HIDJDJA, 476

Cabalgaron a galope tendido hacia el este a través de un terreno montañoso cortado, a intervalos irregulares, por profundos valles. Cabalgaron en una larga fila por estrechos senderos, apartados de las carreteras, con sólo ocho hombres como avanzada, al alcance de la vista del grueso de la tropa, unos setenta jinetes, de los que casi la mitad llevaban armadura. La tropa de a pie venía detrás, como retaguardia; llegaría al objetivo un día después que los jinetes.

Nadie sabía cuál era el objetivo, salvo el Don, sus más estrechos colaboradores y el adalid, que cabalgaba al frente del grupo. Nadie lo preguntaba. La confianza que tenían en su jefe era ilimitada.

Lope sólo había tenido ocasión de observarlo durante cuatro días, pero en ese breve tiempo había visto lo suficiente para comprenden la admiración y el afecto, rayano en la adoración, que sentían aquellos hombres por su líder. Rodrigo Díaz tenía unos cuarenta años. Era un hombre de estampa poderosa, con unas anchas muñecas por las que se adivinaba una gran fortaleza física. No era llamativamente alto, pero su estatura estaba algo por encima de la media. Tenía el rostro largo y bien perfilado, los ojos afilados y las cejas pobladas. Tenía el cabello negro y liso, y un bigote cuidadosamente atusado. Su voz era profunda y sonora, y adquiría un tono metálico cuando gritaba. Pero rara vez gritaba. Su autoridad era tan grande que no necesitaba mucho para ejercerla.

Aún no había perdido ninguna batalla, como informó a Lope, lleno de orgullo, uno de los veteranos, y muy pocas veces había vuelto de una cabalgada con las manos vacías. Imponía un régimen muy severo, pero obtenía tales éxitos que sus hombres lo soportaban sin protestar. Antes de la partida había dado la orden de poner una segunda manta a los caballos, debido a lo largo del viaje. A uno de los hombres, que había desobedecido esta orden, lo había degradado inmediatamente a soldado de a pie. No había puesto reparos en revisar él mismo los setenta caballos. Sus éxitos no eran producto del azar.

Tras la puesta de sol llegaron al valle del río Cinca, cruzaron el cauce por un vado, e hicieron alto en la otra orilla, para dar un descanso a los caballos.

El padre Jerome, un francés que había renegado de sus votos de monje, que llevaba una cruz sobre el peto y era uno de los más estrechos colaboradores de Rodrigo Díaz, fue a buscar a Lope y lo llevó a presencia del Don. Era ya noche cerrada. El Don estaba sentado al abrigo de un pino, con la espalda apoyada contra el tronco. Sólo lo acompañaba su guardaespaldas, un hombre de porte hercúleo. Los hombres de la tropa se mantenían a una respetuosa distancia.

—¿Sabes usar el arco moro? —preguntó Rodrigo Díaz sin perder el tiempo en introducciones.

—Sí —confirmó Lope.

—Tenemos muy pocos arqueros en la tropa —continuó el Don—. Tenemos que tratar de enseñar a unos cuantos de los jóvenes.

Lope no dijo nada. No sabía si la frase había sido dirigida a él o al francés.

—Siéntate —dijo el Don.

Lope obedeció. El francés también se sentó.

—Te he mandado llamar porque necesitamos un buen arquero para lo que tenemos pensado —dijo el Don.

Lope se inclinó hacia delante, para escuchar mejor.

—El pueblo que queremos conquistar está bastante bien fortificado —continuó el Don—. No tiene castillo, pero sí una fuerte muralla, y su situación excluye la posibilidad de un ataque por sorpresa. A caballo no podremos acercarnos a menos de una milla y media. Pero tenemos un plan. —Se volvió hacia el francés—. Explícale el plan, Jerome —dijo.

El francés se sentó derecho.

—Desde el inicio de la cuaresma, cada dos semanas llega al pueblo un comerciante. Viene de Roda, de las montañas. Trae tres burros y un criado. Se presenta a la puerta dos horas después de la salida del sol, una hora en que la gente del pueblo ya está fuera, en los sembrados. Cogeremos al hombre antes de que llegue al pueblo. En la tropa tenemos a uno de Roda, que habla su dialecto y se hará pasar por él. Cambiaremos al criado por otro y esconderemos tres hombres bajo las pieles de los animales. Eso hace cinco hombres. Con cinco hombres se puede reducir a los guardias de la puerta y mantener la posición lo suficiente como para esperar a los primeros jinetes de nuestra tropa.

—¿Cuántos guardias son? —preguntó Lope.

—Dos —respondió el francés—. Un viejo, abajo, y un joven en lo alto de la torre.

—¿Una puerta amurallada, con una torne? —preguntó Lope.

—Sí —dijo el Don—. Por eso necesitaremos tres arqueros.

—¿Y quién estará al mando del grupo? —preguntó Lope—. ¿El de Roda?

—No —contestó el Don—. El Normando. Uno de mis capitanes. Aún no lo conoces.

—Comprendo —dijo Lope.

—¿Estás de acuerdo? —preguntó el Don.

—¿Qué sacaré a cambio? —replicó Lope.

—Ocho partes del botín.

Lope conocía la fórmula según la cual se dividían los botines en la tropa: para los soldados de a pie, una parte; para los jinetes ligeros, dos; para los jinetes de armadura, cuatro. El Don le estaba ofreciendo el doble de lo que le correspondía. Era una buena oferta.

—Ocho partes —repitió Lope.

—Así pues, estamos de acuerdo —dijo el Don.

El francés se levantó y dijo:

—Desde ahora irás en la avanzada. El adalid está enterado de todo. Más adelante te llevará al lugar donde te espera el capitán.

Lope se quedó sentado.

—¿Algo más? —preguntó el Don.

—Si no salgo con vida —dijo Lope con voz serena—, ¿puedo confiar en que la mujer que ha venido conmigo recibirá mi parte del botín, mis caballos y todo lo que poseo, y que será llevada a Zaragoza junto con el criado negro?

—Puedes confiar en ello —dijo el Don.

Reemprendieron la mancha media hora más tarde. Había luna nueva, pero el cielo estaba poblado de estrellas y resultaba fácil distinguir el camino. Lope iba justo detrás del adalid, al frente del convoy. Era una cabalgada agradable, después del calor de la tarde y las nubes de polvo que había tragado. El ritmo de marcha ya no era tan forzado. Los caballos trotaban a un paso ligero, que no los fatigaba demasiado y, sin embargo, los hacía adelantar con rapidez.

Lope iba pensando en la misión que le esperaba. No tenía miedo. Si el capitán normando iba a tomar parte en el asunto, el plan debía de estar bien pensado. Durante los últimos días había oído hablar mucho de ese capitán. El Normando estaba en la tropa desde hacía apenas un año; por lo visto, era hijo de un barón de Normandía. La gente contaba maravillas de él. Su fuerza era tal que podía mantener quieta a una mula con la mano izquierda mientras le propinaba una paliza con la derecha. Una vez, para obligar a hablar a la dueña de un castillo, que no había querido decirle dónde escondía el dinero, le había metido un sapo vivo en la boca. Era famoso por sus historias con mujeres, y el verano anterior había realizado una pequeña hazaña, de la que Lope había oído hablar ya en Castilla: «La tropa del Don había sido llamada para reforzar la guarnición de la fortaleza de Almenara, que había sido sitiada por el señor de Lérida. Al mismo tiempo, un ejército de Barcelona se había puesto en marcha con el objetivo de reforzar a los sitiadores. En una mancha forzada, hecha de noche, Rodrigo Díaz había conseguido interceptar al conde de Barcelona y lo había atacado por sorpresa en un bosque, dispensando su ejército y tomando prisioneros a numerosos señores del más estrecho séquito del conde. Al día siguiente, el conde propuso entablar negociaciones, y acordaron un encuentro: a campo abierto, con las tropas a sus espaldas, sólo los dos comandantes a caballo y sin armas, acompañados únicamente de un mozo. El capitán normando había hecho el papel de mozo del Don. Y luego, cuando se encontraron en mitad del campo, el Normando había apresado al conde de sólo dos puñetazos. Con el primero había derribado el caballo del conde; con el segundo, a su gigantesco guardaespaldas negro. El conde y su gente tuvieron que pagar ochenta mil meticales de oro para comprar su libertad».

Inconscientemente, Lope había imaginado que el capitán sería un hombre de un aspecto físico imponente. Pero esa mañana se quedó perplejo al verlo. El Normando era alto, pero no desmesuradamente. Tenía una contextura fibrosa, pero era más bien delgado, y en modo alguno era el gigante que Lope había pensado encontrar. Su fuerza debía de sustentarse más en huesos duros y en tendones firmes que en poderosas masas musculares. El Normando no llegaba a los treinta años. Tenía el cabello tan claro como la paja descolorida, y lo llevaba al estilo normando, afeitado desde la nuca hasta la coronilla. Sus ojos eran diáfanos como el agua; tenía un cuidado bigote y, a menudo, una risa que dejaba ver todos los dientes y que podía significar tanto un desmedido goce de la vida como un peligroso gusto por la violencia, sin que fuera posible determinar a primera vista de qué se trataba realmente.

Una hora antes de despuntar el alba habían vuelto a acelerar el ritmo de la marcha, para detenerse finalmente en un bosque situado en la parte alta de un valle. Allí los esperaba un mallorquín llamado Cosme, que manejaba un arco largo; era un hombre bajo y macizo, apenas una palma más largo que su arco. Cosme llevó a Lope carretera arriba, donde, una hora después de la salida del sol, el capitán les salió al encuentro con los tres burros del comerciante de Roda.

—¿Eres el arquero nuevo? —preguntó el capitán cuando estuvieron frente a frente, y como Lope asintió, lo examinó de arriba abajo para luego tenderle la mano, alegre, y decir—: Yo soy Baudry Fiz Nicolás, señor de Gravemont y Montmanin, a menos que mi señor, el maldito bastardo, no me haya desheredado por venir a España sin su autorización. —Llevaba puesta la túnica harapienta del criado y, debajo de ésta, una cota de mallas sobre su piel blanca—. Sólo confío en que manejes el arco tan bien como dicen —dijo el capitán.

Un hombre ya se había tumbado sobre uno de los burros, y lo habían cubierto con un montón de pieles. Cosme y Lope se tumbaron sobre los otros dos animales y dejaron que sujetasen la carga encima de ellos. El hedor era espantoso, y las moscas se le metían a Lope por la nariz y la boca. Cuando el burro por fin se echó a andar, el refuerzo de madera de la silla se le hendía en el estómago, provocándole náuseas. Lope iba en el tercer burro; entre las pieles, que se balanceaban de arriba abajo, veía las piernas del capitán.

—¡Eh! —oyó gritar al Normando—. ¿Te han explicado nuestro plan? —Tenía una voz clara y joven.

—Ningún detalle —dijo Lope.

—Presta atención —respondió el capitán—. Sólo hay una dificultad, el hombre de la torre. Al viejo de la garita lo reduciremos fácilmente, pero no podremos acercarnos al hombre de la torne, pues la entrada está cerrada por dentro.

—Entiendo —dijo Lope. El olor le daba ganas de vomitar, de modo que apenas se atrevía a tomar aire.

—Sólo tenemos dos opciones —continuó el capitán—. O llevamos al viejo a la caseta de vigilancia para que llame al de la torre y lo haga bajar, o tendréis que acertarle desde fuera con una flecha cuando asome por el pretil.

Lope comprendió que el plan contenía más imponderables de los que el Don había querido admitir. Era evidente que el ataque se dirigiría contra un pueblo pequeño pero bien fortificado. A juzgar por la dirección en la que habían cabalgado, se encontraban en medio de la región fronteriza. En esa zona la gente no se dejaba sorprender tan fácilmente. Siempre contaban con un posible ataque en cualquier momento. Cada hombre tenía un arma lista para usar colgada de la puerta de su casa, y la mayoría no manejaban mal esas armas. Hasta las mujeres estaban acostumbradas a defender sus pueblos y sus casas.

—¿Y si hay demasiada gente a la puerta? —preguntó Lope.

—No habrá muchos, no a esta hora —respondió el capitán, muy seguro de si mismo.

Habían salido del bosque. Ahora la carretera estaba flanqueada por un muro bajo hecho de piedras cuidadosamente apiladas. Delgados rayos de tenue luz solar estriaban las piedras. El polvo seguía húmedo de rocío.

—¿Qué señal haremos a los otros? —preguntó Lope.

—Ninguna —dijo el capitán—. Cargarán apenas vean que estamos a la puerta.

—¿Y cuánto tardarán en llegar?

El capitán titubeó un breve instante.

—Tienen que salvar una milla y media —dijo luego—. Primero sobre terreno plano, la última media milla sobre una ligera pendiente. Los más rápidos llegaran bastante pronto. El Don ha estipulado una recompensa para el primero que llegue a la puerta.

Lope sentía como si el burro anduviera cada vez más despacio. ¿Habían llegado ya a la pendiente? Quería preguntar cuánto faltaba, pero el capitán lo interrumpió antes de que pudiera terminar la primera palabra, mandándole callar. Había gente cerca. Campesinos montados sobre pequeños asnos, mujeres descalzas, pastores con ovejas y cabras, niñas que arreaban bandadas de gansos. Lope oyó que el hombre de Roda, que caminaba al frente, saludaba a todos los que pasaban. El polvo se revolvía bajo los pies. El sol había subido, y lamía el rocío de la carretera como una lengua sedienta. Lope cerró los ojos. Se sentía tan mal que todo le resultaba indiferente.

Unos momentos después oyó decir algo al hombre de Roda y escuchó que el capitán respondía con una maldición. Asustado, Lope preguntó:

—¿Qué pasa?

—¡La puerta está cerrada! —dijo el capitán.

—¿No es normal? —preguntó Lope.

—Nunca había estado cerrada a esta hora del día —respondió susurrando el capitán.

De pronto Lope tenía la mente despejada. Presentía que algo no andaba bien, que algo no iba como tenía que ir. Escuchó, atento, pero no oyó nada. El capitán seguía a su lado, pero no se atrevía a preguntarle, pues no sabía cuán cerca estaban de la puerta. El burro empezó a andar más despacio y, finalmente, se detuvo. Lope vio que el capitán se dirigía hacia delante. Escuchó fuertes golpes y gritos, y luego una voz extraña:

—¿Por qué tanto barullo, hombre? Espera a que vuelva. ¡Vendrá enseguida!

Era la voz de un muchacho. Tras una pausa, Lope la volvió a escuchar:

—¿Dónde esta Hical? ¿Qué le pasa? ¿Por qué no ha venido él mismo?

—Está enfermo; tiene diarrea. Yo soy su hermano —oyó responder al hombre de Roda.

De algún lugar, muy cerca de allí, llegaba el ruido metálico de dos martillos de herrero, que golpeaban al mismo ritmo sobre el mismo yunque. El sonido era tan estridente que hacía vibrar el aire. Lope escuchaba con la respiración contenida, y un miedo cerval lo sobrecogió al comprender que todo estaría perdido si la puerta no se abría enseguida. Estaban ante la puerta. Aquella era la señal acordada. Toda la tropa debía de estar ya cabalgando a todo galope hacia el pueblo. Aunque el hombre de la torre no los reconociera como jinetes enemigos, no podía dejar de ver la nube de polvo que levantarían.

Volvieron a oírse voces. Y luego, de repente, un grito de espanto, aterrorizado, y un segundo grito, que sonó como un grito de auxilio y se interrumpió al instante. En ese mismo momento, el burro empezó a andar otra vez, y en lo alto empezó a sonar con rápidos golpes un gong de alarma, cuyo tañido penetrante desgarraba los nervios. Entonces el burro entró en el pasadizo de la puerta y el capitán cortó con la espada las cuerdas que sujetaban la carga.

—¡Salid! —gritó el capitán—. ¡Deprisa!

Ante la puerta de la caseta de vigilancia yacía el cuerpo encorvado de un hombre; Lope lo vio de reojo mientras intentaba salir de entre las pieles. Tensó la cuerda del arco con manos temblorosas por el esfuerzo; estaba tan agarrotado que apenas podía moverse. Vio que el capitán sacaba de sus guías la viga superior de la puerta y la arrojaba al foso.

—¡Mierda! —gritó el capitán—. ¡Menuda mierda! Hay que apartar las pieles; si no, nuestros hombres no podrán pasan.

—¿Qué hay del hombre de allí arriba? —preguntó Lope.

—¡Ya no hay nada que hacer! —le devolvió el gritó el capitán. Su voz retumbaba en el estrecho pasadizo de la puerta.

Lope ahuyentó al burro para que saliera del pórtico y arrastró un montón de pieles a la carretera, de modo que pudieran servirles para cubrirse en caso necesario.

—¡Cuidado! —gritó el hombre de Roda. Estaba de pie bajo el arco de la puerta. Cosme y el tercer arquero estaban a su lado, ambos con los arcos listos para disparan.

Lope cruzó de un salto el camino que rodeaba las murallas por fuera, corrió hacia la calleja que conducía de la puerta al interior del pueblo y se apoyó contra la pared de la casa más próxima.

—¡Tenemos que subir a la muralla! ¿Dónde están las escalas de cuerda? —gritó a los otros.

El hombre de Roda tenía en la mano un garfio listo para lanzar, pero no se atrevía a salir del abrigo del arco de la puerta.

—¡Vamos, hombre! ¡A la muralla! —gritó Lope.

El capitán seguía ocupado sacando las pieles del pasadizo y arrojándolas al foso. Finalmente, el tercer arquero cogió la escala de cuerda e intentó arrojar el garfio sobre el pretil de la muralla. No acertó. El pasillo de la muralla no tenía techo. En tanto no consiguieran eliminar al hombre de la torre, no habría forma de subir a la muralla; y eso no sería posible hallándose tan cerca de la torre.

El gong de alarma enmudeció de repente y Lope vio la cabeza del hombre asomar entre las almenas. El ángulo era demasiado cerrado, resultaba imposible acertarle con una flecha. Lope oyó la voz chillona con que el hombre intentaba dar la alarma a los suyos. Tenía que alejarse de la torre. Se adentró más por la calleja, siempre pegado a la pared de la casa. Aún no se veía a nadie, pero la gente del pueblo no tardaría en llegar. Por la calleja sólo se veía hasta una distancia de treinta pasos, pues luego giraba.

De pronto, Lope oyó voces, y advirtió que tenía la espalda apoyada contra una puerta. Era una pesada puerta de vigas de dos hojas, con una pequeña portezuela en la hoja derecha. Vio que la puerta se entreabría, le asestó una fuerte patada y se abalanzó sobre ella con todo su peso. Aterrizó a cuatro patas sobre un suelo empedrado, vislumbró desde la oscuridad del pórtico a dos personas, se arrojó sobre la más grande, le clavó el puñal donde creyó ver la cara, sintió que había acertado, y volvió a hundir el arma una y otra vez. Advirtió que la segunda sombra intentaba escapar, y cuando sus ojos se acostumbraron por fin a la oscuridad, vio que era una mujer. La atrapó, le dobló un brazo apretándoselo contra la espalda y la empujó hacia la puerta, donde había perdido su arco.

—¡Ni un solo ruido! —susurro.

Cerró la puerta y colocó la viga que la atrancaba sin soltar a la mujer.

—¿Cuántos hombres más hay en la casa? —preguntó.

El hombre al que había abatido gemía y se arrastraba por el suelo. Era un anciano, no hubiera sido necesario matarlo, pero ya era demasiado tarde. Lope sabía que le había acertado demasiado bien.

—¿Cuántos hombres? —volvió a preguntar.

—Sólo el joven señor y un criado —dijo la mujer, sollozando de miedo.

—¡Llévame al tejado! —ordenó Lope, empujándola hacia la puerta trasera. La mujer lo llevó a la escalera, y Lope subió detrás de ella. Lope no se había dado cuenta de lo alta que era la casa. Ni siquiera sabía a ciencia cierta si la casa en la que se encontraba era la de la esquina. Tras cuatro tramos de escalera, llegaron a una trampilla.

—¡Ábrela! —ordenó Lope con voz contenida. Fuera se oía nuevamente el gong de alarma, y ahora también un lejano griterío, pero en la casa todo parecía estar en calma.

La mujer abrió la trampilla. Lope le apretó el cuchillo contra la garganta y subió los últimos peldaños caminando muy pegado a ella. Salieron a un tejado llano, que rodeaba por tres lados el patio interior de la casa. Allí donde Lope pensaba que debía de encontrarse la muralla, el nivel del tejado era varios peldaños más alto aún. Tan alto que desde donde estaban no se veía la torre. No se veía a nadie. Oyó los gritos estridentes del hombre de la torre, el barullo de las calles y el clamor que surgía por doquier. Ya no sonaba el gong, pero el aire estaba cargado de un inquietante fragor, como el lejano presagio de una tormenta.

Empujó a la mujer de nuevo a la casa, cerró la trampilla y corrió el cerrojo. La azotea estaba rodeada por un pretil de la altura de un hombre, en el que, a intervalos regulares, se abrían aspilleras cubiertas con postigos de madera. Junto a las aspilleras había montones de piedras cuidadosamente apiladas. Lope subió rápidamente a la parte más alta del tejado, abrió los postigos de la aspillera más próxima y miró hacia fuera.

La torre de la puerta estaba justo frente a él, a menos de dos largos de lanza de distancia, y el borde superior del pretil de la torre estaba a menos de medio hombre de altura por encima de él. El centinela se había asomado por el pretil y arrojaba piedras hacia abajo. Lope no alcanzaba a ver a qué estaba apuntando. Retiró la cabeza de la aspillera, se apartó del campo visual del centinela y sacó una flecha de la aljaba. Eligió la más pesada; quería asegurarse, por si acaso el hombre llevaba armadura debajo de la camisa. Se volvió otra vez hacia la aspillera, mientras tensaba el arco, y dejó volar la flecha apenas tuvo al hombre a tiro. Le acertó exactamente en el esternón. El hombre estaba tan sorprendido que ni siquiera atinó a cubrirse; se quedó mirando fijamente el extremo emplumado de la flecha que le salía del pecho. Levantó las manos en un nervioso gesto de indefensión y no pareció sentir nada cuando le acertó la segunda flecha, a un palmo de distancia de la anterior. Lope ya tenía la tercera flecha en el arco cuando, de repente, y a pesar del barullo que llegaba de la calle y del fragor que se aproximaba cada vez más, oyó un ruido seco a su espalda. Se apartó del muro y se agachó instintivamente. Vio que un hombre armado con un hacha iba hacia él por el tejado. Lo recibió con una flecha y bajó de un salto los escalones que conducían a la parte inferior. Cuando se volvió a mirar, vio que el hombre chocaba contra el pretil y se desplomaba. La flecha le sobresalía un palmo por la espalda.

El fragor era ahora tan intenso que toda la casa parecía vibrar. Lope volvió a la parte alta del tejado con un par de pasos, miró hacia la llanura, más allá de la torre, y allí venían, subiendo la pendiente en una formación estirada, unos pocos algo más adelantados, a galope tendido, los otros a menos de trescientos pasos de distancia. Una gigantesca nube de polvo ondeaba detrás de ellos como una imponente bandera, que subía más y más alto, como si quisiera llegar al cielo.

—¡Capitán! ¡Eh, capitán! —gritó Lope por encima del pretil. Vio que el tercer arquero yacía junto a la muralla, con los brazos y piernas estirados sobre el empedrado, y vio a los otros tres refugiados bajo el pasadizo de la puerta, agachados bajo un montón de pieles. Cosme disparó una flecha hacia la calleja; su aljaba ya estaba vacía, o eso parecía desde arriba. Ni el capitán ni los otros parecían haber oído los gritos de Lope. Entonces, de pronto, un traqueteo seco brotó de la calleja, y cuando Lope se asomó a mirar, vio que diez o doce personas empujaban un pesado carro hacia la puerta. Eran hombres y mujeres, armados con hachas y lanzas. Lope los cubrió de piedras, acertando en cada tiro; estaban justo debajo de él y no esperaban ser atacados desde esa dirección. Tres quedaron en el suelo, los otros huyeron rápidamente. El carro siguió avanzando por inercia hasta estrellarse con gran estrépito contra la muralla, al lado de la puerta.

—¡Capitán! —gritó Lope—. ¡Capitán! —volvió a gritar agitando los brazos. Esta vez si lo oyeron. El capitán miró hacia él haciéndose sombra con la mano.

—¡Podéis subir a la torre! —le gritó Lope—. ¡El hombre está muerto!

En ese mismo instante llegó al puente el primer jinete y se precipitó por la calleja con un rugir de cascos, seguido por el segundo. Ante la muralla, de la formación estirada salieron dos pequeñas tropas que rodearon inmediatamente el pueblo con el objetivo de coger a los fugitivos.

Harían falta uno o dos días más para que todas las casas, mezquitas y torres cayeran en sus manos. Pero ya no había duda: el pueblo, con todo lo que había en él, les pertenecía.