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SEVILLA

JUEVES 20 DE MARJESHUÁN, 4824

20 DE SHAUWAL, 455 / 16 DE OCTUBRE, 1063

Yunus volvió a casa media hora antes de la puesta de sol, más temprano que de costumbre. Ya al entrar a la calleja en la que se hallaba su casa, oyó los berridos de la pequeña. Eran gritos breves y furiosos, penetrantes y al mismo tiempo sofocados, como si se estuviera ahogando. Hacía ya casi dos meses que vivía en la casa, pero aún no se había acostumbrado. Era una niña difícil, casi indomable. Sólo Ammi Hassán, con su infinita paciencia, se entendía con ella. El criado negro había dejado que la muchachita calara muy hondo dentro de su corazón, y, así, aguantaba todos los malos humores, los arrebatos y la testarudez de la pequeña, y la rescataba de la vieja Dada, que a veces no sabía ayudar más que con golpes. Ammi Hassán amaba a la niña como si fuera un ángel.

La pequeña salió llorando al patio al encuentro de Yunus, se abrazó fuertemente de sus piernas y, entre sollozos y jadeos, empezó a contar con su horroroso español una historia que Yunus sólo comprendió cuando se acercó Nabila y le explicó lo sucedido.

Por la tarde, había estado allí una mujer con un niño en brazos, al que tenía oculto bajo una manta. A cambio de un cuarto de dirhem había retirado la manta para mostrar a un niño con dos cabezas. Todos en la casa habían visto a la deforme criatura: el viejo Hillel, que vivía en una habitación alquilada en la planta superior, Ammi Hassán, Dada, la criada de la cocina y Nabila. Sólo a Sarwa y a la pequeña Karima les habían prohibido verlo. Sarwa se había resignado, pero la pequeña había empezado a berrear y desde entonces no había dejado de hacerlo. Ya llevaba tres horas llorando.

Yunus la llevó a su despacho. El despacho era la única habitación de la casa que siempre estaba cerrada, y Karima consideraba un privilegio especial que a veces la dejaran entrar en ese misterioso cuarto. La pequeña parecía exhausta, y Yunus tuvo la impresión de que la niña casi le estaba agradecida por haberle proporcionado una excusa para dejar de llorar. Se sentó en el suelo, mirando en silencio cómo cortaba Yunus una hoja de papel y dibujaba algunas letras con la pluma. Luego, siguiendo las instrucciones de Yunus, Karima se entretuvo pintando de color rojo aquellas líneas, portándose como una niña muy formal.

Yunus le daba clases regularmente desde hacía un mes. Primero había pensado enviarla a la escuela primaria que había abierto hacía poco uno de los fugitivos de Sicilia, un maestro que enseñaba a leer y escribir a los principiantes mediante un nuevo e interesante método, según el cual los alumnos no tenían que aprenderse de memoria las letras, sino más bien palabras enteras y pequeñas frases. La mujer del maestro, que a su vez daba clases a las niñas, enseñaba con el mismo método. Sin embargo, al final Yunus renunció a enviar a Karima a la escuela. No porque desconfiara del nuevo método de enseñanza, sino porque la pequeña no tenía ni la mínima base. Hablaba casi exclusivamente en español; su árabe era extremadamente pobre. Primero había que familiarizaría con el idioma, antes de pensar en una educación más amplia. Por eso, Yunus se había propuesto, a partir de la primavera siguiente, tan pronto como se casase Nabila, traer a casa a una mujer que diera clases particulares a Karima. Hasta entonces se encargaría él mismo del asunto.

Poco después del redoble de tambores de la primera oración de la noche llamaron a la puerta. Yunus vio a través de las rejas de la ventana que la vieja Dada atravesaba el patio, mientras seguían llamando a la puerta, cada vez con mayor violencia. Un instante después vio volver a la anciana muy nerviosa. No tomó el camino que pasaba por el madjlis, sino que fue directamente a la ventana e informó tartamudeando a Yunus: a la puerta había un khádim de la casa del príncipe, acompañado por un jinete de la guardia de palacio.

Yunus salió con piernas temblorosas a preguntar el motivo de la inusual visita, pero el khádim ni siquiera le dejó pronunciar palabra: con voz áspera ordenó a Yunus que cogiera su maletín de médico y subiera a la mula que tenían preparada para él. En el camino le explicarían lo necesario.

Yunus intentó despedir con pretextos al khádim: él no era más que un insignificante tabib judío, indigno de tratar pacientes distinguidos de la casa del príncipe. Incluso intentó sobornar al hombre con cinco meticales para que se dirigiera a otro médico, pero el khádim no hizo caso de nada e insistió firmemente en que Yunus lo acompañara, como si se le hubieran encomendado la misión de ir estrictamente en busca de Yunus y de nadie mas.

Entretanto, la calleja se había llenado de gente. Los vecinos habían salido a la calle, agolpándose cada vez más cerca de las cabalgaduras de los inusuales visitantes y haciendo que los animales empezaran a inquietarse. Cuando partieron con Yunus, se oyeron gritos de indignación, y la vieja Dada corrió tras ellos hasta la puerta del al–Qasr, gimoteando y tirándose de los cabellos.

También Yunus tenía malos presentimientos. Y todo sucedió como él lo había temido. El paciente al que lo llevaron era el hijo de una djariya del príncipe, una concubina que por lo visto ya no gozaba del favor principesco, pues vivía en la parte más vieja del al–Qasr, en el harén del palacio de al–Mubarak, a pesar de que era una umm walad que había sido recibida por príncipes.

Nada más ver al hijo de la djariya, Yunus supo por qué el príncipe no soportaba su presencia ni la de su madre. Era un niño bajo, grueso, muy pálido y bizco; uno de esos niños a los que sólo su madre puede amar. El khádim acompañó a Yunus hasta el muchacho, a quien habían instalado un lecho de enfermedad, o quizá hasta de muerte, en una habitación secundaria de una de las salas de audiencia situada entre la parte abierta del palacio y el harén. El chiquillo yacía gimoteando entre los cojines. Sudaba copiosamente, apenas se le sentía el pulso, respiraba a estertores, y tenía el bazo tan hinchado y sensible que se echaba a gritar a la menor presión. El final parecía cercano.

De la madre difícilmente podía averiguarse nada acerca de los antecedentes de la enfermedad. Estaba sentada junto al lecho, envuelta en un mar de sollozos. Era una mujer muy joven y un tanto regordeta. Yunus le echó, a lo sumo, veinte años, pero no estaba seguro, pues el chico debía de tener como mínimo siete. La mujer llevaba en el rostro uno de esos pañuelos rígidos y ricamente bordados, de estilo bereber, que estaban de moda. El maquillaje negro que rodeaba sus ojos estaba emborronado por las lágrimas. No, la madre no sería de ninguna ayuda.

Tras un primer examen, Yunus quedó convencido de que debía de haber intervenido algún veneno. Así lo indicaban todos los síntomas, y Yunus suponía que probablemente los médicos de la corte también habían llegado a esa conclusión y precisamente por eso habían sido retirados del caso. Si realmente alguien había intentado envenenar al muchacho, Yunus se encontraba en una situación muy delicada: si diagnosticaba el envenenamiento, probablemente arremeterían contra él ciertas personalidades importantes interesadas en la muerte del chico; si no lo diagnosticaba, dejaría morir a un hijo carnal del príncipe, algo ciertamente desfavorable para su prestigio de médico.

Yunus pidió a la madre que rezara la primera sura, suministró al muchacho un fuerte vomitivo y esperó lo que viniera. Y, de repente, la crítica situación se resolvió con sorprendente facilidad. El muchacho vomitó toda una jofaina de uvas verdes mezcladas con nueces y almendras masticadas a medias; vomitó casi hasta los intestinos, y cuando finalmente tuvo el estómago vacío, se quedó apaciblemente dormido.

La madre estaba al borde de la histeria. Yunus intentó explicarle que ya todo había pasado, pero ella no quiso creerle e insistió en que el médico se quedara en el palacio, al lado del muchacho.

Yunus tuvo que pernoctar en una habitación cerrada por fuera. Y tuvo que pasar también todo el viernes al pie de la cama del muchacho, dándole con sus propias manos las comidas que había prescrito para que el joven se fortaleciera. Se resignó a lo inevitable, pues comprendía la preocupación de la joven madre. Si el niño moría, ella perdería todos los privilegios de los que disfrutaba por ser madre de un príncipe.

Lo dejaron marchar tan tarde que ya ni siquiera tuvo tiempo de hacer los preparativos para el sabbat. Pero, a cambio, como despedida, la agradecida madre le hizo llegar un traje de finísimo lino de Dabiqi y una bolsa con veinte meticales, una suma cuya cuantía se correspondía muy bien con el pánico que había pasado la mujer.

A la mañana siguiente, de camino a la sinagoga, se enteró del grandioso acontecimiento que se había perdido por culpa de la estancia obligada en el palacio. Había llegado a la ciudad una embajada de Granada, encabezada por un judío llamado Isaak ibn Baruch al–Balia. Toda la comunidad judía parecía llevar la cabeza más alta que nunca. El viernes, inmediatamente después de la oración del mediodía, el embajador judío había entrado en la ciudad a caballo, seguido por otros dos dignatarios judíos, también montados. Una escolta de honor de la guardia de palacio los había acompañado hasta el antepatio del al–Qasr, y sólo allí habían descabalgado. El príncipe los había recibido ese mismo día.

—¡Imaginaos! ¿Lo hubierais creído posible? ¡Tres judíos entrando a caballo en el al–Qasr!

Ese sabbat, naturalmente, los tres embajadores fueron los invitados de honor en la sinagoga principal de la congregación babilónica. Pero un rayo del gran esplendor cayó también sobre el templo de la comunidad palestina. Al–Balia había entregado a los judíos de la ciudad un mensaje de Josef ibn Nagdela, el mensaje habitual, esperado cada año con gran expectación, del gran nagid ha–negidim, del sapientísimo y venerable sar hasarim.

—¡Que Dios vierta sobre vosotros la cornucopia de sus bendiciones! —leyó el cantor en tono grandilocuente ante toda la comunidad.

Josef ibn Nagdela había alcanzado una posición a la que ningún judío había accedido antes que él en Andalucía. Era el hadjib y brazo derecho del príncipe Badis de Granada, primer ministro y doble visir, al mando no sólo de la administración civil sino también del ejército. Y esto no sólo por capricho del príncipe, pues era ya la segunda generación. Su padre Samuel también había ocupado ese alto cargo. Este había sido visir y hadjib de Granada durante treinta años; al morir, hacía siete años, su hijo había asumido el cargo. En aquel entonces Josef ibn Nagdela tenía tan sólo veinticinco años, pero nadie le disputó la sucesión al cargo; tan grandes eran su prestigio y su poder.

Yunus siempre había sentido una gran admiración por el antiguo hadjib. Con el hijo, sin embargo, era más bien critico. Sabía que la posición privilegiada que tenían los judíos en Granada se debía sólo a las especiales circunstancias que se daban allí. Badis, el monarca, era bereber, descendiente de uno de los oficiales mercenarios a los que el gran al–Mansur trajo del Magreb a Andalucía. Badis podía haber nombrado hadjib a alguno de sus parientes o de sus subordinados, pero ningún bereber era capaz de administrar un reino tan rico como el de Granada. Los miembros de la antigua nobleza árabe tampoco contaban para el cargo, pues odiaban a los bereberes, a quienes consideraban intrusos que habían usurpado el poder. Los cristianos constituían una minoría pobre. Sólo quedaban los judíos, quienes, además, tenían la ventaja de representar el fragmento de la población más numeroso de la capital. Una vez consolidado su poder, Samuel ibn Nagdela, el padre, siempre había sabido apoyarse en esa numerosa comunidad judía de Granada, que contaba con más de cincuenta mil cabezas. Josef, el hijo, en el poco tiempo que llevaba gobernando se había enfrentado con algunas de las grandes familias judías de la ciudad o, cuando menos, no había conseguido mantenerlas de su lado. Estaba empeñado en destruir lo que en verdad era la base de su poder. No tenía la talla de su padre.

Por la noche, después del sabbat, Yunus escribió en su diario:

En la sinagoga, otra vez el mensaje anual de bendición del gran nagid de Granada, que Dios perdone su arrogancia. Como siempre, las noticias del éxito de su campaña militar estival han estado revestidas de ampulosos versos, que esta vez se me han hecho todavía más largos que en años anteriores. Ya no recuerdo todas sus conquistas —la lista era demasiado abrumadora— pero, si la memoria no me falla, ha vuelto a engastar en su diadema esa brillante perla que es la rebelde ciudad de Guadix, dicho a su manera, y ha tomado por asalto numerosos castillos en Wadi Ash. Todo expuesto en un lenguaje resabiado, muy elegante, muy brillante, muy colorido. Esto, por cierto, me trae a la mente los vivos colores que ha utilizado para pintar su triunfo: el dorado de su yelmo, que cegaba los ojos del enemigo cual un segundo sol; el resplandor plateado de la punta de sus lanzas y el filo de su espada, teñido de rojo por la sangre de sus rivales, y otras cosas por el estilo. Muy capaz, muy efectivo. Pero los poemas victoriosos de su padre me gustaban más. No sólo eran más cortos, sino también más sinceros. Toda guerra es cruel, y la sangre derramada conserva por muy poco tiempo su hermoso color. El viejo hadjib, que Dios se apiade de él, siempre lo decía sin tantas perífrasis. Para él, en el punta de las lanzas no había juegos de colores rojos y plateados, sino cabezas amputadas de dientes arrufados, y su alegría sólo era completa cuando esas cabezas colgaban de las puertas de Granada enhebradas en guirnaldas. Hablaba el mismo idioma que tanto gusta a nuestro príncipe. Duro, salvaje y con una terrible y desenfrenada crueldad. Pero, en cualquier caso, una crueldad que no ocultaba tras hermosos juegos de palabras.

Naturalmente, he vuelto a ser uno de los pocos que opinan así. El mensaje ha despertado un gran entusiasmo en la comunidad. Cada victoria ha sido aclamada, y cuanto más sangrienta parecía, tanto más adecuada era como consuelo de todas las humillaciones que un judío insignificante tiene que soportar a lo largo del año. En toda Andalucía, no son pocos nuestros hermanos los que sueñan secretamente con que, un día, Josef ha–Levi ibn Nagdela llegue a sentarse él mismo en la cima del reino de Granada. Un príncipe judío en Andalucía, fundador de un nuevo reino judío en el país de Sefarad, un segundo David. ¿No decía siempre Samuel ibn Nagdela, el padre, que él era el David de su tiempo? ¿Por qué no habría de hacerse realidad esta pretensión con su hijo? Quiera Dios que nunca pase de ser un sueño.

La tarde del sabbat tuvo lugar una recepción solemne en casa del nasi, en honor de los tres embajadores. Sólo se invitó a los personajes más destacados de la comunidad. Yunus recibió una invitación. Era la primera vez. Hasta ahora, la fracción ortodoxa del Consejo de Ancianos siempre le había negado el acceso a los círculos más exclusivos debido a su escepticismo, libremente expresado, en materia de religión. Por eso resultaba tanto más sorprendente que ahora fuera invitado precisamente a esa recepción para la que todos los notables, sin excepción, procuraban conseguir invitación valiéndose de sus influencias y relaciones.

El misterio se desvaneció cuando Yunus fue presentado al jefe de la embajada: Isaak al–Balia lo conocía y había insistido personalmente en que fuera invitado. Diez años atrás Yunus había hecho un viaje a Córdoba en busca de unos libros que resultaba imposible encontrar en Sevilla. Durante ese viaje había conocido a un rabino de Francia que se hallaba temporalmente en Córdoba dando clases. Isaak al–Balia era uno de los alumnos de ese rabino; tenía entonces dieciocho años, y era un joven muy prometedor, miembro de una de las familias más distinguidas de la comunidad judía de Córdoba.

También ahora parecía extrañamente joven entre los dignos señores del Consejo de la comunidad, pero su edad no lo inhibía en lo más mínimo. Estaba en el centro, y parecía considerar natural que todo lo demás girase a su alrededor. Era un hombre de corta estatura, robusto, de cabeza grande, mentón poderoso, nariz curva como una hoz, y ojos grises y atentos bajo unas cejas que no cesaban de moverse. Sabía mantener a distancia a sus interlocutores y, al mismo tiempo, dar la impresión de que cada palabra que les dirigía representaba una particular distinción. La fama de hombre culto que le precedía quedaba confirmada por cuanto se mantenía reservado durante la conversación, dejando caer sólo de tanto en tanto alguna observación que ponía de manifiesto su gran conocimiento del tema del que se estaba hablando. Era considerado un genio en materia de idiomas, pues dominaba incluso el latín y varios dialectos francos. El español de la gente común de Andalucía le era tan familiar que su acento era indistinguible del de un mozo de cuerda del bazar, y él se divertía introduciendo en mitad de una charla tan rimbombante unas pocas frases en ese español de la calle, como un malabarista encantado de mostrar con cuántas pelotas puede hacer sus juegos malabares o como un músico que demuestra su capacidad arrancándole una melodía virtuosa a una simple cana. Al–Balia parecía aficionado a desconcertar a sus interlocutores con giros inesperados en la conversación.

Cuando el nasi le preguntó si era verdad que, como se decía, el eminentísimo Josef ibn Nagdela tomaba personalmente todas las decisiones de gobierno, sin siquiera pedir su opinión al príncipe, al–Balia contestó escuetamente:

—¡Qué remedio, si el príncipe está borracho día y noche!

A uno de los miembros del Consejo de Ancianos, que lo aburrió con un himno de alabanza en el que ensalzaba al hadjib llamándolo sostén de la fe y baluarte de la religión, al–Balia lo despachó con más dureza aún. Se sumó a los elogios y llevó la conversación a la mujer de Josef ibn Nagdela, hija del famoso rabino Nissim, de Qayrawan. El anciano, cada vez más entusiasmado, dirigió su himno de alabanza también a la mujer.

Al–Balia lo interrumpió con expresión de pesar:

—Lástima que sea tan bajita.

El anciano quedó desconcertado.

—¿Es bajita? ¿Y eso es una lástima? —dijo.

—Una lástima, no. Pero sí una desventaja —contestó al–Balia, impasible—. Al hadjib le gustan las mujeres grandes, macizas.

El anciano estaba tan perplejo que apenas se atrevía a preguntar.

—¿Queréis decir… que tiene más de una mujer?

—No ante la ley —contestó al–Balia con expresión inmutable—. Pero el harén de su casa está repleto de mujeres grandes y macizas. No le va a la zaga a ningún mawla musulmán. Que Dios le conserve las fuerzas.

El anciano retrocedió espantado, y no se atrevió a acercarse otra vez a al–Balia hasta que terminó la recepción.

Yunus conversó un largo rato con él. Hablaron sobre el rabino de Francia, con quien al–Balia todavía mantenía una intensa correspondencia, sobre Córdoba y sobre los motivos que llevaron a al–Balia a dejar la ciudad tres años antes.

—Una ciudad sin futuro —dijo—. Una ciudad que ya ha pasado su mejor época. Abulwalid ibn Djahwar, el qadi, otorgó a la nobleza de la ciudad y a los grandes comerciantes el derecho de intervenir en el gobierno. Ahora ya no puede imponerse. Las grandes familias han convertido sus palacios en fortalezas y combaten las unas contra las otras. Arman a los jornaleros y la chusma de los suburbios y hacen la guerra de un barrio a otro. Todo está como hace cincuenta años, después de la muerte de al–Mansur y sus hijos. Ya nadie se preocupa de proteger a los pueblos de los alrededores. Bandas armadas de los reinos vecinos, de Carmona, Toledo, Granada, hasta de Sevilla, asolan la campiña. Muchos pueblos ya han sido abandonados, el campo está despoblado en gran parte, y está cada vez más desolado.

—El futuro pertenece a las grandes ciudades residenciales, Toledo, Zaragoza, Sevilla. Allí está la esperanza. Allí están el dinero y el poder.

Desde hacía tres años vivía en la corte de Josef ibn Nagdela. Por encargo del hadjib había hecho dos viajes como embajador a Toledo, y de allí, por encargo del príncipe al–Ma’mún, había viajado también a la corte de León, donde había llevado a cabo unas negociaciones con el rey Fernando. No ocultaba en ningún momento su admiración por el hadjib de Granada, pero esa admiración parecía dirigirse menos a la persona que al cargo y al poder ligados a ella. Yunus tenía la impresión de que lo que más fascinaba a al–Balia eran las libertades que podía permitirse el poseedor de tal poder; por ejemplo, la libertad de mostrar una preferencia por las mujeres altas y macizas.

Al–Balia no dijo nada sobre el objetivo de su misión diplomática en Sevilla. Sólo hacia el final de la recepción manifestó, con mucho efecto, que al–Mutadid, el príncipe, lo había recibido en audiencia privada, lo cual aumentó considerablemente su prestigio.

Yunus no volvió a verlo en las semanas siguientes, pero a veces recordaba la conversación que había sostenido con él sobre Córdoba. Desde el domingo estaban llegando constantemente a Sevilla nuevas divisiones de jinetes del oeste del reino, de Beja, Silves, Huelva, Niebla; pequeñas tropas que cruzaban el río con el transbordador de Taryana y seguían viaje hacia Alcalá de Guadaira, donde Ismail, el príncipe heredero, estaba reuniendo sus tropas para la campaña de otoño.

En un primer momento se había dicho que la expedición de ese año se dirigiría contra Carmona, la ciudad vecina del noreste, gobernada por un clan bereber que también descendía de un oficial mercenario de al–Mansur. Sin embargo, en el transcurso de la semana se difundió el rumor de que la campaña planeada consistía en una breve incursión en la región de Córdoba, donde se encontraría poca resistencia. En el bazar se decía, asimismo, que había surgido un conflicto entre el príncipe y su heredero, debido al escaso número de hombres que al–Mutadid había puesto a disposición de su hijo.

El viernes, antes de la partida del ejército, cuando algunas tropas de élite desfilaron por la ciudad precedidas por la gran banda de música, se echó en falta la presencia del príncipe, quien en ese tipo de ocasiones solía escoltar al heredero hasta la puerta de la ciudad. Esto fue tanto más llamativo, por cuanto poco antes al–Mutadid, aún con todos los síntomas de orgullo paternal, había anunciado en la mezquita principal el nacimiento del tercer hijo del príncipe Muhammad, su segundogénito.

Por la tarde, en los baños, Yunus se enteró, por boca del siempre bien informado Ibn Eh, del verdadero motivo del escaso número de hombres puestos a disposición del heredero.

—Se espera una embajada de León para dentro de dos días —dijo Ibn Eh en voz tan baja que Yunus apenas lo oía—. El príncipe se ha reservado una parte de las tropas para dar una recepción impresionante a los españoles. La campaña de este año carece de importancia; es sólo el espectáculo militar de costumbre, para mostrar a la gente que todo sigue su cauce habitual. En realidad, la situación es extremadamente crítica. El rey de León ha reunido su ejército en Zamora, y todo indica que el encuentro entre el príncipe y el rey tendrá lugar dentro de tres o cuatro semanas. Al–Mutadid necesita todas las tropas que pueda movilizar, para poder presentarse lo más fuerte posible a las negociaciones con el rey. En este momento no puede emprender una campaña contra Carmona.

Al llegar a casa, Yunus se enteró de que la tan comentada parada militar también había causado un gran desasosiego en su familia. Una vez más, Karima salió a su encuentro llorando. Esa mañana, la pequeña, junto con Nabila y Sarwa, había escuchado el sonido armonioso de la música militar y, como todos los demás niños de la vecindad, había querido ir corriendo a la Puerta de Carmona para ver la partida de las tropas. Pero la vieja Dada no las había dejado ir. El propio Yunus le había dado la orden de no dejar salir de casa a las chicas, pues se había enterado de que, entre las unidades que desfilaban por la ciudad, había también un destacamento de bereberes de Sinhedja a los que el príncipe heredero había reclutado en Ceuta, y que llevaban el rostro cubierto por un velo, igual que los almorávides. Yunus quería evitar que Sarwa y Nabila vieran a estos guerreros bereberes de blancos albornoces y rostros cubiertos por grandes velos que sólo dejaban libre una ranura estrecha y amenazante para los ojos. Quería evitar que recordaran aquellos horribles días en Sigilmesa.

Las dos muchachas mayores ya habían olvidado el espectáculo que se habían perdido, pero Karima no olvidaba tan pronto. Había estado conteniendo su rabia todo el día, y en cuanto Yunus entró en el patio, la desató. Maldijo, gritó estremecida por la furia, e insultó a la vieja Dada, a quien tenía por culpable, con expresiones que Yunus no había oído jamás. Yunus la llevó consigo a su despacho, pero esta vez la magia de aquella habitación tampoco sirvió de nada.

Sólo se calmó ya muy entrada la noche, cuando Yunus por fin pudo acostarla, con ayuda de Ammi Hassán.

Después del sabbat, Yunus escribió en su diario:

Por lo que respecta a Karima, a la pequeña, tiene en vilo a toda la casa. Desde hace tres semanas se niega a irse a la cama. Inventa siempre nuevas excusas para no ir a dormir. Cada noche la misma rebeldía. A veces siento que se comporta así sólo porque tiene miedo de despertar por la mañana y no encontrarse entre nosotros. Intentamos tranquilizarla contándole cuentos. Nabila le cuenta uno, Ammín Hassán y Dada otro, y cuando nada funciona tengo que intervenir yo. Hoy no ha bastado con un cuento; he tenido que contarle otro, y luego otro. Y después todavía quería oir uno más largo.

Bien —le he dicho—. Escucharás el cuento más largo que conozco. La historia del rey y su cuentacuentos.

Y he empezado a contárselo:

»El rey tenía un cuentacuentos que cada noche le contaba larguísimos cuentos, hasta que el rey se quedaba dormido. Una noche, el rey no podía dormir, y pedía a su cuentacuentos que le contara una historia tras otra, hasta que al cuentacuentos casi se le cerraban los ojos de cansancio. Entonces el cuentacuentos dijo: "Rey, os contaré una historia tan larga que os daréis por satisfecho. Pero no podéis quedaros dormido a la mitad, pues la historia tiene un final maravilloso, y sería una lástima que os lo perdierais". Y empezó a contar:

» "Había una vez un pastor que tenía mil ovejas. Un día el pastor recibió una carta de su hermano, que era inspector del mercado de la ciudad. En la carta le decía que se pusiera en camino inmediatamente con todas sus ovejas, pues un misterioso forastero que tenía una hija bellísima había llegado a la ciudad en un barco negro y estaba comprando todas las ovejas al doble de su precio".

» "El pastor se puso en camino en seguida con sus mil ovejas, pero al llegar al río descubrió que el puente había sido arrastrado río abajo por la corriente, pues era primavera y las subidas habían provocado inundaciones. Al pastor no le quedaba más remedio que pasar las ovejas al otro lado del río con un bote que encontró en la orilla. Pero el bote era tan pequeño que sólo cabían en él el pastor y una oveja. Así pues, subió la primera oveja al bote, remó hasta el otro lado del río, bajó a la oveja en la otra orilla, remó de regreso y subió a la segunda oveja. Esta oveja era muy pesada y tenía las patas negras, así que el pastor tardó un poco más en cruzar el río con ella. La dejó en la otra orilla, remó de regreso, subió a la tercera oveja y remó hacia…

A la quinta o sexta oveja, Karima ha empezado a darse cuenta de que la había engañado, pero no quería dar su brazo a torcer. Ha apretado los labios y me ha mirado con expresión sombría, intentando hacerse la desentendida. Tras la duodécima oveja ha empezado a encontrar divertida la historia y reía para sí, volviendo la cara para que yo no viera cómo se reía, al tiempo que me observaba por el rabillo del ojo, firmemente decidida a permanecer despierta hasta la milésima oveja.

Ha aguantado hasta la número cuarenta y cinco. Yo casi me duermo antes que ella. Tiene una voluntad de hierro. Que Dios la proteja.