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ZARAGOZA
VIERNES 28 DE ELUL, 4824
13 DE AGOSTO, 1064 / 26 DE SHABAN, 456
El establecimiento de baños se encontraba en el centro del barrio judío, cerca de la gran sinagoga, y esa tarde, víspera de sabbat, estaba repleto. Pero a los invitados del nasí de la comunidad judía y poderoso administrador financiero del príncipe, el honorable Abú’l–Fadl Hasdai, se les había asignado un lugar privado en una de las masatib, reservadas para clientes distinguidos.
Yunus había cerrado a medias la cortina. Estaba solo. Ibn Eh seguía en el baño de vapor, y había pedido un masajista y un barbero, para disfrutar de todos los placeres del baño. El comerciante había llegado de Barbastro hacía apenas algo más de una hora, agotado tras dos días de viaje a marcha forzada, sudoroso, sucio y con el único deseo de darse un largo baño. Todavía tardaría un rato en regresar a la maslah.
Yunus cogió el delgado cuaderno que le servia de diario. En esas últimas semanas no había tenido oportunidad de continuar sus apuntes. Lo habían llevado de una recepción a otra. Había tenido que relatar sus experiencias en Barbastro una y otra vez en casa del nasí, ante públicos distintos. Junto con Ibn Ammar, había sido llamado incluso al madjlis del mismísimo príncipe, para que hablara ante la corte. La noticia de la capitulación de la ciudad había sumido a Zaragoza en un gran nerviosismo. Nadie, a excepción de los pocos que estaban al corriente de la desafortunada obstrucción del pozo, había contado con que las cosas tuvieran tal desenlace. Hasta ahora, siempre se había dado cuenta con relativa facilidad del antiguo enemigo del norte. El rey de Aragón jamás había conseguido conquistar ni uno solo de los grandes castillos de la frontera. Y ahora, de pronto, tenía en su poder una de las ciudades más grandes del reino.
La mayoría de los observadores estaban convencidos de que el rey debía esa victoria únicamente al apoyo de las tropas francas y normandas. A muchos los embargaba un miedo irracional, rayano en la histeria. Circulaban los rumores más descabellados, especialmente sobre los normandos, cuya astucia y destreza para la guerra eran conocidas ya por los informes de comerciantes sicilianos. Así pues, era más que comprensible que Yunus, como testigo ocular que había visto de cerca a los normandos durante el tiempo que duró el sitio, fuera constantemente bombardeado con preguntas desde todas partes. Entretanto, él ya había contado tantas veces los acontecimientos que llevaron a la toma de Barbastro que ahora le parecían extrañamente irreales, como si hubieran ocurrido meses atrás.
Abrió el cuaderno y releyó las últimas anotaciones. Algunos párrafos los había escrito con tanta prisa que ahora le costaba trabajo descifrarlos.
JUEVES 6 DE AB / 22 DE JULIO
Cuatro jinetes salieron de la ciudad ayer por la mañana, dos hacia Zaragoza y dos hacia Lérida. El rey de Aragón los ha hecho acompañar por grandes escoltas hasta Monzón y Aguijes. Los cuatro emisarios tienen la misión de averiguar si la ciudad todavía puede contar con que recibirá ayuda. Un nuevo ejemplo de la curiosa burocracia de esta guerra de sitio, que nunca deja de sorprender a un profano como yo. Tan pronto se cometen las más terribles atrocidades para obligar a los defensores de la ciudad a entregarse y se estrecha cada vez más el cerco, como se deja pasar oficialmente a cuatro mensajeros y hasta se pone a su disposición una escolta para que lleguen sanos y salvos a su destino. Naturalmente, tras esta generosidad se oculta un frío cálculo: los sitiadores están convencidos de que ni al–Muktadir de Zaragoza ni al–Muzaflar de Lérida vendrán en defensa de la ciudad, Y que la ciudad se rendirá tanto más pronto, cuanto antes vuelvan los emisarios con esa noticia.
Nuestro sire afirma que los cuatro mensajeros fueron sometidos a una inspección antes de la partida. Se acordó que se permitiría que cada uno llevara consigo cincuenta dinares de oro. Uno llevaba setecientos dinares más cosidos en el forro de su traje. Obviamente, le quitaron el exceso de equipaje.
En los últimos días están capturando cada vez con mayor frecuencia a un gran número de hombres jóvenes que llevan consigo grandes sumas de dinero. Por lo visto, la gente bien situada de la ciudad está recurriendo a este medio para intentar poner a salvo como mínimo una parte de su fortuna. Los mensajeros cargados de dinero son recompensados con una décima parte de lo que llevan si consiguen atravesar el cerco con el dinero que les ha sido confiado. Es un juego muy arriesgado, pues los jóvenes que lo aceptan tienen que preocuparse no sólo de los sitiadores, sino también de las bandas de aventureros que asolan la región. Desde que se sabe que la ciudad ya no tiene agua, ninguno de los señores toma más hombres a su servicio. Los que han llegado demasiado tarde tienen, pues, que coger con sus propias manos su parte del botín. Están al acecho de los fugitivos que logran escapar de nuestros guardias. Asaltan a los comerciantes que vienen al campamento. Atacan incluso a tropas aisladas del ejército, cuando éstas se alejan demasiado de su campamento y no son lo bastante fuertes. Se dice que en estas bandas hay muchos hombres del conde de Barcelona. El conde no ha podido participar oficialmente en el sitio de Barbastro, porque tiene un tratado firmado con el señor de Lérida.
LUNES, 10 DE AB / 26 DE JULIO
Todo está en calma. Ya no se ven centinelas sobre las murallas de la ciudad. Nuestros guardias también se han vuelto más descuidados que antes. Uno puede moverse fuera del campamento sin ser molestado hasta llegar casi a las murallas. La gente de la ciudad parece como paralizada. La falta de agua debe de ser terrible. Ayer al mediodía, a la hora de más calor, tuve ocasión de observar a un mozo de nuestro campamento que se acercó hasta la muralla misma de la ciudad, donde habló con una mujer que se encontraba en lo alto de la muralla. La mujer le pidió agua. Llevaba un bebé en brazos, y dejó caer un odre vacío atado a una cuerda. El mozo llenó el odre en el río. Al regresar, pidió dinero a la mujer. La mujer le arrojó dos pulseras. El mozo le pidió la faja que llevaba a la cabeza. La mujer se la arrojó. El chico ató el odre a la cuerda, pero sin soltarlo, y pidió también el mantón que llevaba la mujer. Ella le arrojó también el mantón. El mozo soltó la cuerda pero, antes de que el odre estuviera fuera de su alcance, le clavó el cuchillo. La mujer subió el odre tirando de la cuerda tan rápido como pudo, mientras el agua se derramaba en un delgado chorro. No sé qué cantidad del precioso liquido consiguió salvar, pero no puede haber sido mucha. Al final la mujer ya no tenía fuerzas ni para maldecir al muchacho.
Al regresar, el mozo pasó a mi lado y me enseñó lleno de orgullo el botín que había conseguido. Era un chico joven, apenas dieciséis años, mozo de uno de los caballeros normandos. Yo lo conocía bien, y siempre me había parecido inofensivo y bondadoso. La guerra lo corrompe todo. Y a los más jóvenes antes que a ninguno.
MIÉRCOLES 12 DE AB / 28 DE JULIO
En la ciudad, el miedo es tan grande que, al caer la noche, los padres envían a sus hijos fuera de las murallas. Hay rastreadores, gente de los alrededores, que se escabullen entre las cadenas de guardias y ofrecen a los hombres adinerados de la ciudad llevar a sus hijos e hijas a Monzón o Huesca a cambio de una importante suma. Al parecer, trabajan en combinación con algunos guardias de los campamentos, que reciben una parte. A veces se llevan a los niños y se los dejan a nuestros guardias. Entonces se establece una repugnante negociación por el rescate. Llevan a los niños (que a veces son muchachitas de doce, trece años) hasta las murallas de la ciudad y les ordenan que griten llamando a sus padres. Luego los suben a alguna de las atalayas construidas frente a las murallas y, tan pronto aparecen los padres en el adarve, los amenazan con tirar a sus hijos desde lo alto de la atalaya si no pagan el rescate.
La barbarie ha aumentado espantosamente con el transcurso del sitio. Una parte no le va a la zaga a la otra, y cada atrocidad es respondida con una atrocidad aún peor. Cuando el conde de Urgel, gravemente herido, abandonó su campamento y se dispuso a regresar a su tierra, sus hombres decapitaron a treinta prisioneros ante las murallas de la ciudad. En contrapartida, por decirlo así, hace tres semanas algunos soldados de la guarnición del al–Qasr salieron sin ser vistos utilizando una pequeña portezuela de la muralla, rodearon el campamento del rey de Aragón, levantado frente al al–Qasr, y atacaron a una joven pareja que estaba jugando al ajedrez en el huerto vecino al campamento, que por lo visto no estaba muy bien vigilado, un capellán del rey y una dama noble. Mataron al capellán y raptaron a la dama. Al caer la noche, en la plataforma de la gran torre cantonera de la muralla exterior del castillo, la mujer fue violada por toda la tropa de la torre, bajo la luz de antorchas y a la vista de todo el campamento aragonés. A la mañana siguiente le cortaron la cabeza y la lanzaron al campamento con una catapulta, y arrojaron el cuerpo al foso.
VIERNES 14 DE AB / 30 DE JULIO
En el campamento del rey de Aragón han comenzado las negociaciones de la rendición. Ayer volvieron los cuatro emisarios. Como era de esperarse, ni Zaragoza ni Lérida vendrán en ayuda de Barbastro. En el campamento reina un clima de nerviosismo. Los soldados rasos albergan recelos. Desconfían de cualquier negociación. Temen que los señores se repartan el botín sin tenerlos a ellos en cuenta, y que tengan que marcharse con las manos vacías. Desde hace tres meses están esperando ansiosos el momento de saquear la ciudad y hacer un gran botín. Ahora todo parece indicar que la ciudad no se entregará a ellos, sino que se rendirá ordenadamente a sus señores.
Pero los señores tampoco están de acuerdo entre ellos. El rey de Aragón quiere anexionar la ciudad a su reino. Está interesado en recibirla en el mejor estado posible y en ganarse a los ciudadanos como nuevos súbditos. Quiere sacar únicamente el dinero y el botín que pueda arrebatarse a los ciudadanos sin que esto haga tambalear su futuro. Apuesta por una victoria a largo plazo, y por ello persigue el objetivo de hacer pagar a la ciudad en su conjunto y entregar a cada comandante del ejército de sitio una parte del botín.
A los señores franceses, por el contrario, el futuro de la ciudad les es indiferente. Quieren volver a casa con tanto botín como sea posible. Por eso proponen repartirse la ciudad. Que a cada uno le corresponda un barrio, con el que pueda hacer lo que le plazca. Según parece, hasta ahora no se ha llegado a ningún acuerdo. Por lo visto, los normandos se inclinan más por la postura del rey, lo que podría indicar que piensan quedarse en la ciudad.
El pregonero está pasando ahora mismo por las callejas del campamento, anunciando que de ahora en adelante se castigará con azotes a todo aquel que intente vender agua en secreto a la ciudad. «¡Qué os pueden importar un par de monedas de plata, si mañana podréis tener todo el oro de la ciudad!», grita.
LUNES 17 DE AB / 2 DE AGOSTO
Hemos pasado dos días pésimos; y la gente de la ciudad, una noche terrible. Antes solía asombrarme el carácter anormalmente blando de nuestras leyes, que si bien ordenan a los soldados tratar bien a las mujeres capturadas en la guerra, al mismo tiempo les permiten tomarlas por la fuerza. Ahora comprendo la benevolencia del legislador. Según parece, la violenta embriaguez de la victoria no se puede contener con ninguna ley.
Pero voy a intentar narrar los acontecimientos en orden.
El sabbat todos los señores se reunieron en el campamento del rey de Aragón para recibir el pago acordado por dejar libre retirada a la guarnición del al–Qasr y los notables de la ciudad. Según dicen, ciento cincuenta esclavos y ochenta mil dinares de oro.
El domingo tuvo lugar la rendición oficial. La mayor parte del ejército de sitio se reunió en la gran plaza que se extiende ante la puerta principal de la ciudad. (Yo pude observar el desarrollo de los acontecimientos desde las fortificaciones de la torre de asedio, con Ibn Eh). Por la mañana, una solemne misa de campaña. Luego se abrió la puerta. Las primeras personas de la ciudad salieron a la plaza cruzando el puente del foso, el qa’id y el qadi al frente, seguidos por los señores, a caballo; detrás, los soldados de la guarnición, a pie. Todos armados, pero sin ningún tipo de equipaje adicional, y sin sus mujeres (habían tenido que sujetarse a las más duras condiciones). Dos hileras de jinetes formaron una calle a través de la multitud de hombres del ejército de sitio. Los soldados de a pie franceses, en las últimas filas, empujaron hacia delante al ver que cada vez más hombres salían de la ciudad para unirse a la fila de fugitivos, cuyo otro extremo ya llegaba hasta la carretera a Monzón. La calle abierta entre la multitud se estrechó. Y, entonces, unos cuantos de estos soldados se abrieron paso a través de la cadena de jinetes y arremetieron contra los fugitivos (más tarde se dijo que quienes habían empezado aquello eran hombres de la tropa del conde Ebles de Roucy). Intentaron arrebatar a los fugitivos las armas, los aprestos, la ropa. En un primer momento, los jinetes que formaban la calle intentaron reprimir a su propia gente, pero pronto desapareció toda señal de orden, y los fugitivos fueron arrollados por la multitud. Sólo pudieron escapar los señores de la nobleza de la ciudad, que se encontraban al frente del convoy, y los soldados que ya habían alcanzado el final de la plaza, y los que aún estaban tan cerca de la puerta que pudieron volver a refugiarse en la ciudad. Todos los demás fueron muertos en un instante, fueron literalmente aplastados, pisoteados y cortados en pedacitos (más tarde vi los cadáveres, más de ciento ochenta muertos).
Naturalmente, la puerta de la ciudad fue cerrada enseguida.
Luego, los señores consiguieron volver a imponer orden. Parte de las tropas de a pie fueron enviadas de regreso a los campamentos, mientras la otra parte quedó apostada al borde de la plaza. Llevaron los cadáveres al cementerio. Hacia el mediodía, el rey mandó decir a la gente de la ciudad, mediante un pregonero, que volvieran a abrir la puerta y se reunieran sin armas en la plaza. El pregonero prometió que serían tratados bien y estarían a salvo. Unos momentos después salieron los primeros, vacilantes, y, protegidos por jinetes, se colocaron en el borde del foso. Cuando pudieron ver que esta vez no había nada que temer, se formó de pronto una gran aglomeración en la puerta. De repente todos querían salir, el tumulto era tan grande que varios niños y ancianos murieron arrollados. Muchos se descolgaban con cuerdas por la muralla, para llegar antes a los toneles de agua que el rey había tenido la precaución de preparar. Algunas mujeres bebían con tal desmesura que morían al hacerlo. La plaza se llenó de gente en un abrir y cerrar de ojos. Apenas una hora después del mediodía la ciudad estaba completamente desierta. Sólo quedaban en el al–Qasr algunos que no habían querido entregarse y se habían atrincherado allí.
Acto seguido, tropas avanzadas de todos los campamentos entraron en la ciudad y ocuparon murallas y torres, mientras los vencidos (más de cuatro mil personas, según mis cálculos) descansaban en la plaza, bajo un calor sofocante. A media tarde se presentó nuevamente el pregonero del rey para ordenar a todos los propietarios que volvieran con sus familias y criados a la ciudad y a sus casas. De aquellos que se quedaron en la plaza, se separó a los más viejos, se los revisó buscando dinero y se los despidió. Los jóvenes fueron repartidos entre los distintos campamentos y llevados inmediatamente a éstos, donde ya esperaban los comerciantes.
Más tarde, una hora antes de la puesta de sol, los señores y sus séquitos entraron en la ciudad. El rey de Aragón había tenido que ceder. La ciudad fue repartida entre las distintas tropas, calle por calle y casa por casa. Los comandantes se mudaron a las casas de los nobles de la ciudad; los caballeros, a las de los comerciantes y artesanos, según el rango y prestigio de cada uno. Cada casa era el botín de aquel a quien le había correspondido, incluidas las personas que vivían en la casa y todo lo que había en ella. Cuando oscureció, toda la ciudad estaba ya ocupada, y entonces empezó la horrenda noche de los vencedores. El nuevo amo tomó a la mujer de la casa o a su hija. Las sirvientas y criadas fueron entregadas a los seguidores y mozos. Los dueños de las casas, si no eran de los pocos privilegiados que habían conseguido comprar la libertad, fueron sometidos a terribles torturas para hacerles confesar dónde habían escondido el dinero y las cosas de valor. No se hacían diferencias por cuestiones de religión; musulmanes, judíos y cristianos estaban todos igualmente expuestos a los caprichos de los vencedores. Prefiero callar a seguir hablando de esa noche.
MIERCOLES 19 DE AB / 4 DE AGOSTO
Esta mañana se han rendido también los hombres que aún mantenían ocupado el al–Qasr. Han tenido que dejar a sus mujeres e hijos, igual que todos los otros, pero se les ha garantizado que podrían retirarse libremente y con sus armas. Eran apenas cuarenta hombres. Al atardecer, ha llegado la noticia de que habían sido atacados por una banda de aventureros. Se dice que la mayoría han muerto.
Asimismo, esta mañana se ha celebrado la primera misa cristiana en la mezquita principal de la ciudad, después de complicados exorcismos que se han prolongado durante toda la noche. El monje de Conques cuyas calumnias casi me cuestan la vida en Tolosa ha consagrado la mezquita a Santa Fides, la patrona de su monasterio. A pesar de todas sus limitaciones, por lo visto el monje comprendió rápidamente que la mezquita principal dispone de considerables sumas de dinero procedentes de donaciones y de extensas propiedades. Sire Robert Crispin, el comandante de nuestra tropa normanda, es el único señor que no ha asistido a la misa. Se dice que ha protestado por la transformación de la mezquita en una iglesia. No soy capaz de decir si lo ha hecho por compasión hacia los humillados musulmanes o porque espera sacar algo del asunto. En cualquier caso, es posible que pronto dependa del apoyo de los musulmanes de Barbastro. Al parecer, el rey de Aragón le ha ofrecido hacerlo vasallo suyo y lo ha enfeudado entregándole el gobierno de Barbastro. ¡Un normando, un madjus, señor de Barbastro! Pero probablemente sea una bendición para los habitantes más miserables de la ciudad. El Siciliano me ha contado que, en su patria, los normandos permitieron a los musulmanes una total libertad de culto, protegiéndolos incluso de los propios sacerdotes cristianos y de los esfuerzos apostólicos del obispo de Roma.
Casi todos los caballeros normandos se están instalando para quedarse en la ciudad, mientras que la mayoría de los señores franceses ya están preparando el regreso. El rey de Aragón ha prometido a todos los nobles que se comprometan a quedarse a vivir en la ciudad y a no ausentarse de ella más de tres meses al año, entregarles en propiedad una casa acorde con su rango, además de eximirlos de prestar servicio con las armas y de pagar impuestos durante veinte años. A pesar de esto, parece ser que muy pocos señores de Francia y Aragón aceptarán la oferta. Sin los normandos sería imposible mantener la ciudad.
Los señores franceses han permitido a algunos comerciantes adinerados de la ciudad que viajen a Huesca y Zaragoza, a fin de darles la oportunidad de conseguir dinero para rescatar a sus familias. Ibn Eh ha recibido el encargo de traer el dinero a Barbastro y llevar las negociaciones del rescate. Le han entregado un documento sellado por el rey de Aragón, que lo acredita como exea oficial, como lo llaman aquí; comprador de prisioneros. Si Dios quiere, mañana nos pondremos en camino.
Habían partido la mañana del cuarto día después de la capitulación, llegando a Huesca al atardecer. Al día siguiente, Yunus e Ibn Ammar habían seguido viaje hacia Zaragoza, mientras que Ibn Eh se había quedado, en espera de que los comerciantes de Barbastro consiguieran las cantidades exigidas para el rescate.
Yunus sacó punta a su pluma y se puso a escribir lo ocurrido en el viaje y durante su estancia en Zaragoza. El jaleo de voces que llegaba de la maslah se abría paso hasta sus oídos, sin que él lo oyera. Ante sus ojos emergían inquietantes imágenes que él sabía que jamás podría olvidar. El rostro gris de un hombre intentando desesperadamente volver a meterse los intestinos por la herida abierta en el vientre. El rostro desencajado de una niña de doce años que cayó en manos de dos arqueros normandos en el patio de la sinagoga. El gesto asustado e impaciente con que un niño pequeño intentaba despertar a su madre de la rigidez que él, en su inocencia, creía un profundo sueño. Los arabescos de sangre, casi pinceladas, sobre la pared blanca de un baño; y, en el frío suelo de mármol, los ojos abiertos que parecían mirarlo en un mudo reproche.
Se sobresaltó cuando Ibn Eh entró en su campo visual, de buen humor, radiante y soltando un suspiro de placer al sentarse a su lado. Yunus no se lo tomaba a mal a su amigo. Sabía lo que sentía Ibn Eh; él también lo había vivido al llegar a Zaragoza: después de nueve meses, por fin un baño, la agradable sensación de limpieza, la deliciosa sensación de que con el polvo, la suciedad y los parásitos uno se ha lavado también todas las malas experiencias de los meses pasados, todos los temores, humillaciones y penurias. Yunus envidiaba a su amigo esos momentos de despreocupado bienestar; sabía muy bien cómo se disfrutaban.
Cuando salieron del establecimiento de baños, Yunus llevó la conversación al tema que le venia preocupando cada vez más desde hacía algunos días: el viaje de regreso a Sevilla. Había hecho algunas averiguaciones. Dos días después del sabbat partía un transporte de armas hacia Medinaceli, y algunos comerciantes residentes en Toledo querían unírsele. Si aprovechaban esa oportunidad, y con la ayuda de Dios, podían estar en Sevilla en tres semanas. La nostalgia que sentía Yunus se hacía tan intensa ante esta idea, que le dolía. Pero Ibn Eh rehuyó su pregunta y más tarde, la noche del sabbat, que pasaron en casa del nasí, el comerciante dio a entender que su misión como comprador de prisioneros en Barbastro aún no había concluido y que pensaba viajar una vez más a la ciudad conquistada. Y, contando con la total atención de los invitados del nasí, entre ellos Ibn Ammar y algunos notables de la comunidad judía de Zaragoza, Ibn Eh se puso a relatar las dramáticas circunstancias de su primer viaje a Barbastro.
Informe del comerciante Etan ibn Eh sobre sus experiencias como exea en la ciudad conquistada de Barbastro:
»Para los desdichados habitantes de Barbastro la peor desgracia está en que, últimamente, se ha puesto de moda en las grandes cortes de la nobleza franca hacerse servir por criados y criadas andaluces, por prisioneros sarracenos, para usar sus palabras. La mayoría de los niños y niñas de la ciudad, de los hombres y mujeres jóvenes, si no son feos físicamente, tienen por delante el destino de ser raptados y llevados a los países francos. Sólo sire Robert Crispin, el comandante de la tropa normanda, ha enviado ya cincuenta jóvenes a Roma como botín de guerra para su señor, el Papa de los cristianos. Los señores franceses harán lo mismo cuando vuelvan a sus países de origen. En Barbastro se derramarán muchas lágrimas, muchos padres llorarán por sus hijos. Sólo los que estén en condiciones de ofrecer mucho dinero pueden tener esperanzas de salvar a sus hijos de ser raptados, pues el corazón de los francos sólo puede ablandarse con oro. Su avidez de oro desborda cualquier imaginación.
»Por encargo de seis comerciantes, dos judíos y cuatro musulmanes, que querían rescatar a sus respectivas mujeres e hijos, negocié con el duque de Aquitania y con el conde de Chalon, y conseguí la autorización para que los comerciantes salieran de la ciudad e intentaran reunir las sumas exigidas. Las sumas eran tan elevadas que sólo los dos judíos pudieron conseguirlas en Huesca; los otros tuvieron que seguir viaje hasta Zaragoza. Yo me dispuse a esperar unos cuantos días, pero entonces fui llamado sorprendentemente al al–Qasr de Huesca, donde me llevaron ante un hombre de distinguido linaje árabe, que había sido uno de los ciudadanos más ricos de Barbastro. Dios se apiade de su dolor, no quiero mencionar su nombre. Cuando hayáis oído mi historia hasta el final, comprenderéis mis razones.
»El hombre del que hablo era uno de los pocos que había conseguido comprar la libre retirada antes de la capitulación de la ciudad. Pero había tenido que dejar en manos de los vencedores a una hija y a una cantante de la que estaba enamorado. Deseaba comprar la libertad de ambas, tan rápido como fuera posible y prácticamente a cualquier precio. Estaba dispuesto a ofrecer una suma de más de dos mil dinares, parte en oro, parte en trajes y telas costosas.
»Me puse en marcha la mañana siguiente. Hice cargar en tres mulas el tesoro de mi mandante, lo mismo que el dinero de los comerciantes judíos. Nunca en mi vida había viajado con semejante cantidad de dinero en efectivo, pero no me quedaba más remedio, pues con los francos sólo se puede negociar si uno les pone bajo las narices el oro acuñado. Afortunadamente, el qa’id de Huesca puso a mis órdenes una división de caballería que me escoltó hasta Barbastro.
»Llegué a última hora de la tarde. La casa de mi mandante había tocado en suerte al conde de Roda, uno de los que pensaban establecerse en la ciudad. Yo lo conocía de los días del sitio. Un hombre joven, poco más de veinte años, cabello negro, recio, ignorante como un campesino. Cuando estuve frente a él, apenas si lo reconocí. Me recibió en el harén de la casa, en las habitaciones privadas del dueño, en las que resultaba evidente que el conde no había modificado ni el más mínimo detalle. Los murales, tapices, alfombras y cojines; todo señalaba el más exquisito gusto andaluz. Y el conde mismo estaba vestido como un andaluz distinguido. Llevaba un traje de mi mandante y estaba sentado en su lecho. Con él había varias mujeres, todas sin velo y con el cabello suelto.
»El conde preguntó el motivo de mi visita, y yo le expliqué mi misión sinceramente y sin rodeos. El conde señaló a las mujeres, sonriendo, y dijo en su dialecto aragonés:
»—Míralas y dime cuáles son las dos que buscas. Si no las encuentras aquí puedes ir a mi castillo, en Roda, donde tengo un mayor surtido.
»Le contesté que no hacia falta ir a Roda, que las dos mujeres se encontraban allí, con él. Mi mandante me las había descrito con tal exactitud que las reconocí de inmediato. Las señalé y dije:
»—Dime el precio y lo pagaré sin regatear.
»—¿Qué puedes ofrecer? —preguntó el conde.
»Respondí que estaba dispuesto a pagar en oro y en ricos trajes y telas.
»—¡Y crees que con eso me puedes impresionar! —replicó él, en tono burlón. Luego se volvió hacia una de las criadas y, señalando un gran arcón colocado junto al lecho, dijo—: ¡Masha! —La muchacha se llamaba Bahdja, pero el conde no sabía pronunciar correctamente su nombre—. ¡Masha, enséñale a este viejo saco judío lo que tenemos en este arcón!
»La criada abrió el arcón y empezó a sacar bolsas llenas de oro y plata, bandejas de plata, copas, jarras y cofrecillos llenos de perlas y piedras preciosas, y fue amontonando todo aquello delante del conde. El montón era tan grande que el conde casi había desaparecido detrás de él. Lleno de orgullo, abrió algunas de las bolsas y cofrecillos para mostrarme su contenido. Luego se volvió nuevamente hacia la criada y le ordenó que trajera los tejidos y trajes que había tomado como botín. La muchacha, Bahdja, fue por lo que le habían ordenado y lo extendió todo sobre el lecho: costosas telas, fardos de valiosos brocados de seda y finísimo lino, y en tal cantidad que me costaba trabajo creer lo que estaba viendo. Comparado con aquello, lo que yo podía ofrecerle era realmente insignificante.
»—Todavía tengo más —dijo finalmente el conde. Y mirándome fijamente a los ojos, añadió con una fría sonrisa—: Pero aunque no tuviera este tesoro y tu oferta fuese mucho mayor, no aceptaría ese negocio, pues no pienso separarme de las dos mujeres que me pides. —Señaló a la primera y continuó—: Ésta es la hija del hombre al que antes pertenecían esta casa y este tesoro. Es muy hermosa, y la he convertido en mi favorita. Confío en que me dará muchos hijos. Su padre es un señor distinguido entre los sarracenos, y sus antepasados, cuando aún tenían el poder para hacerlo, tomaban a nuestras mujeres de la misma manera. Ahora ha cambiado la página y nosotros tomamos a sus hijas.
»Acto seguido, se volvió hacia la otra mujer y dijo:
»—A ella tampoco la entregaré a ningún precio, pues era la amante de ese hombre. Cuando bebía y le apetecía divertirse, la mandaba llamar para que le cantara algo con el laúd. Ahora yo también encuentro placentero divertirme de ese modo. ¡Mira qué hermosa es! —Hizo un guiño a la mujer y, en un árabe chapurreado que seguramente había aprendido de su ama de cría, le ordenó—: ¡Coge tu laúd y canta a este viejo saco judío una de tus canciones!
»La joven obedeció. Se sentó y afinó el instrumento. Vi que los ojos se le llenaban de lágrimas mientras cantaba. Era una antigua canción árabe, no entendí la letra. El conde la entendió aún menos, pero escuchaba atentamente, suspirando en varios instantes y echando traguitos del vino que le alcanzó una de las criadas. Cuando la cantante terminó, se enjugó las lágrimas discretamente. Me di cuenta de que no tenía sentido seguir insistiendo, así que me despedí y me dirigí a los señores que habían ocupado las casas de los dos comerciantes judíos. Tampoco allí tuve demasiado éxito. Los conquistadores habían hecho tal botín, que algunos parecían haber perdido hasta su avidez de oro. Un hombre al que conocí durante el sitio, cuando era sólo un pequeño hidalgo, tenía ahora tanto dinero que podía mantener cuatro caballos. Y mandó sacrificar un carnero sólo porque le apetecía el hígado».
Ibn Eh dio por terminado su relato. El comerciante hizo aún tres viajes más a Barbastro para negociar rescates y comprar la libertad de hombres, mujeres y niños. Era el único hombre de confianza que conocía a los señores aragoneses, franceses y normandos, y podía negociar con ellos con buenas perspectivas de éxito.
Yunus se dedicó a practicar el arte de la paciencia. Durante un tiempo estuvo sopesando la posibilidad de hacer el viaje solo, pero finalmente decidió esperar a su amigo y partir juntos. No tomaron la carretera que pasaba por Toledo, sino que bajaron por el Ebro hasta Tortosa, donde tomaron un velero rápido que los llevó bordeando la costa hasta Valencia, Denia y Almería. Allí tomaron un segundo velero costanero que, pasando por Algeciras y Málaga, los llevó directamente hasta Sevilla, donde llegaron tres semanas después de su partida.
Al cruzar el umbral de su casa, Yunus juró no volver a viajar nunca más. Nunca.