21
CONQUES
DOMINGO DE RAMOS, 15 DE NISSÁN, 4824
4 DE ABRIL, 1064 / 13 DE RABÍ II, 456
Era el primer día de la fiesta del Pésaj, y era la primera vez que Yunus no pasaba esa fiesta en casa y con su familia. Había pasado la noche del Seder solo en el monasterio. Ahora confiaba en que lo dejarían partir antes del mediodía, para así poder pasar al menos el segundo día de la fiesta en Rodez, entre sus hermanos de fe.
Las campanas empezaron a sonar, y del portal de la nueva iglesia del monasterio salieron cuatro portaestandartes seguidos por varios legos que llevaban cruces y cirios de la altura de un hombre, acetres de agua bendita e incensarios. Los seguían cimbaleros y trompetas, junto con los alumnos del monasterio, que llevaban flores en las manos; tras ellos venían los monjes, vestidos con brillantes sobrepellices azules y provistos de grandes hojas de palma. Yunus veía la procesión sólo a través de la estrecha rendija que dejaba el claro entre la puerta exterior del monasterio y la hospedería. No llegaba a ver el atrio de la iglesia, donde el abad, en ceremonia solemne, despediría a los feudatarios del monasterio.
Yunus se encontraba en la planta superior del hospital, en la habitación del armarius, a quien el día anterior había extirpado una fístula lagrimal del ojo derecho. El enfermo estaba dormido o fingía estarlo. Yunus tenía frente a él su diario abierto. Había anotado la fecha y tenía la pluma en la mano, pero no hallaba la forma de comenzar. En los tres meses que habían pasado desde su fuga de León no había escrito prácticamente nada más. Repasó las últimas anotaciones. No eran más que cinco párrafos garabateados con la mayor premura.
20 DE SHEWAT / 11 DE ENERO
Ayer, tras una larga espera, por fin llegó Ibn Eh a Logroño, procedente de León. Ha hecho el viaje con el séquito del obispo de Le Puy, que estaba en Compostela y, en el camino de regreso a su sede, se detuvo en León para participar en la reunión de la corte del rey. Según parece, Ibn Eh ha hecho grandes negocios con el obispo francés. En cualquier caso, está muy bien considerado por el obispo. Si todo va bien, zarparemos mañana en una barca para dirigirnos, Ebro abajo, hacia Zaragoza.
25 DE SHEWAT / 16 DE ENERO.
Todavía en Logroño. Ibn Eh se ha enterado de que es imposible viajar de Zaragoza a Francia cruzando las montañas, que es lo que tenía pensado hacer. El rey de Aragón tiene cerrados todos los pasos. Está preparando una campaña contra Zaragoza para vengar la muerte de su padre, que la primavera pasada, durante el sitio de la fortaleza de Graus, fue apuñalado en su catre de campaña por un hombre del príncipe de Zaragoza.
Ahora Ibn Eh quiere partir rápidamente para dar alcance al obispo de Le Puy y llegar con él a territorio navarro, cruzando las montañas, lo cual, al parecer, es siempre peligroso en invierno. Ibn Eh ha tomado bajo su protección a un hidalgo español; un hombre con el que ya me topé una vez en Sevilla. Entonces pertenecía al séquito del difunto obispo de León.
Me queda elegir entre viajar por el Ebro hasta Tortosa, y de allí seguir hacia Sevilla en un velero costanero, o ir con Ibn Eh a Narbona y emprender desde allí el viaje de regreso a casa. También me quedaría el camino directo por tierra, pasando por Medinaceli y Toledo, pero en eso todos están de acuerdo: demasiado inseguro.
28 DE SHEWAT 1 19 DE ENERO
Hoy hemos llegado a Pamplona, la capital del rey de Navarra. Ha nevado y hace mucho frío. También está en la ciudad el obispo de Le Puy, esperando que mejore el tiempo. El paso de Roncesvalles, que lleva a Francia, no carece de peligro, según he oído decir. Y esto no por las inclemencias del tiempo, sino, sobre todo, por los fieros montañeses, de quienes se cuentan historias escalofriantes. Obligan a inofensivos peregrinos y a otros viajeros a llevarlos a hombros hasta lo alto de las montañas, y otras barbaridades semejantes.
Los súbditos del rey de Navarra pasan por ser todos un pueblo rebelde. Una vez, el gran Julio César envió a España legionarios galeses y escoceses para sofocar un levantamiento.
Los castellanos acorralaron a estos mercenarios en las montañas, entre Pamplona y Bayona; los legionarios se establecieron allí, mataron a todos los hombres de la región y tomaron a sus mujeres. De esta unión habría surgido el pueblo de Navarra.
29 DE ADAR / 19 DE FEBRERO
Desde hace tres días estoy en Rodez, una pequeña ciudad bien fortificada situada al norte de la capital del conde de Tolosa. El obispo de Le Puy me ha «prestado» a su colega de Rodez (es la manera más exacta de decirlo). Mi presencia aquí es completamente innecesaria. Ya hay un muy buen médico, un griego. Pero a mí me consideran un milagrero, y el obispo de Le Puy me utiliza para quedar bien a ojos de los señores cuyos territorios atraviesa.
Aquí me veo obligado a representar el papel de fugitivo, porque toda la gente de Andalucía es considerada sospechosa. El asesinato del rey de Aragón ha irritado también a los señores franceses, y, al parecer, la llamada a la guerra contra los «infieles» está encontrando un gran eco. Muchos tienen pensado participar; también el obispo de Rodez enviará a sus hombres a Aragón.
Ibn Eh continuará el viaje hacia el norte, hacia Orleans y París. Partirá a primeros de mes. Quiere estar de regreso antes del Purim. Que Dios lo acompañe.
21 DE WEADAR / 12 DE MARZO
Todavía en Rodez, donde el obispo quiere retenerme recurriendo a todos los pretextos posibles, sólo para poder él, por su parte, «prestarme» a señores amigos. Pasado mañana debo ir a Conques, un monasterio en el que se venera la imagen de una presunta santa llamada Fides. Está a un día de viaje de aquí al norte. El abad está enfermo. Viajar es cada día más peligroso. La cosecha del año pasado fue terriblemente mala. Demasiada lluvia; tanta, que muchas veces el grano brotaba ya en el tallo. Y ahora empieza a sentirse la escasez. Los pobres comen raíces crudas y hornean pan con harina de mijo y bellotas molidas. Los caminos están repletos de jornaleros que no encuentran en ningún lugar pan y trabajo, y se agolpan a las puertas de las ciudades, iglesias y monasterios para disputarse a palos con los mendigos habituales las limosnas. Se habla sin cesar de asaltos, en los que recientemente habrían participado también pequeños caballeros. La comunidad judía de la región está alarmada. El vecino de mi casero precisamente acaba de ser rescatado de un secuestro a cambio de diez peniques de libra en moneda de Tolosa, lo que equivale a unos cuarenta dinares. Se dice que un pequeño barón lo había asaltado en plena carretera a diez días de viaje de aquí, en territorio aquitano. El obispo no pudo hacer nada para liberarlo. La familia tuvo que pagar. Ahora se temen más ataques. Por todas partes se recuerda que la experiencia del pasado dice que los años de hambre son años malos también para la comunidad judía. La desesperación de los pobres suele convertirse en una furia incontenida que a veces se vuelve contra la autoridad, pero que generalmente se dirige contra los judíos.
Espero noticias de Ibn Eh, que ya debería estar de regreso. Tampoco tengo noticias de su hijo, que se ha quedado en Le Puy. Sólo Dios sabe cuánto añoro volver a Sevilla.
Sólo Dios lo sabe, pensó Yunus. Dejó la pluma a un lado y cerró el cuaderno sin haber escrito una línea. No estaba de humor para escribir. Era curioso. Mientras más cosas pasaban, menos tiempo encontraba Yunus para anotarlas.
Miró por la ventana, vio a los espectadores que se agolpaban ante el portal de la iglesia, oyó la voz del abad. No llegaba a entender nada de lo que decía, pero el infirmarius le había explicado que el abad entregaría por primera vez la venerable bandera de Santa Fides a la tropa del monasterio, para que los caballeros la llevaran en la campaña contra los paganos. En el monasterio eran muchos los que esperaban obtener fabulosas riquezas con esa campaña; el abad era uno de ellos.
Yunus lo conocía. Lo había tratado varias veces a causa de su gota y lo había sometido a una estricta dieta, que Yunus sabía que no cumpliría. El abad tenía casi setenta años; era un hombre alto y pesado, tendente a la obesidad, poderoso y consciente de su poder, y dueño del mismo interés arquitectónico que el obispo de León don Alvito, aunque sin el estilo de vida ascético de éste. Inmediatamente después de asumir el cargo de abad, treinta años atrás, había comenzado a construir una nueva iglesia en el monasterio; una iglesia tan monstruosa y desmesurada como nunca antes se había visto en el mundo cristiano. Había continuado la construcción a pesar de que en la bóveda aparecieron grietas del grosor de un brazo, en las que muchos monjes creyeron ver la ira de Dios contra la obra babilónica. Eh abad amaba el lujo. Sus dos frailes capellanes era hombres jóvenes minuciosamente seleccionados. La casulla de seda azul que llevaba en la procesión de Ramos estaba adornada con 365 campanillas de oro. Había mandado duplicar el número de cantores y el número de oficios que se entonaban durante la misa. Le encantaba iluminar la iglesia con centenares de velas cuando él mismo celebraba la misa. Pero no quería el lujo sólo para sí mismo, también dejaba que los monjes tuvieran parte en él. Así, con su propia fortuna había convertido el monasterio en una gran propiedad, de cuyos beneficios alrededor de la tercera parte, unos noventa peniques de libra anuales, estaba destinada a cubrir el presupuesto de ropería; además, había transferido al monasterio dos iglesias de su heredad, cuyos ingresos habían permitido a la cocina del monasterio sumar a las comidas del mediodía un segundo plato, a excepción de los días de cuaresma.
—Cierra la boca a los hermanos con buena comida; los ciega con cucullas de seda para que aprueben sus demenciales proyectos arquitectónicos —había expresado con amargura el infirmarius, en presencia de Yunus—. En lugar de pobreza, predica ostentación; en lugar de trabajo, vida cómoda. Debería estar al servicio de la paz y envía a la guerra a los vasallos del monasterio. ¡Debería renunciar al mundo, y trae el mundo a nuestro monasterio!
No obstante, el infirmarius parecía estar bastante solo en su crítica. La mayor parte de los conventuales mostraban una veneración sin límites hacia el abad. Durante el tiempo que llevaba en el cargo, el prestigio del monasterio se había incrementado considerablemente. Los milagros realizados por Santa Fides habían sido difundidos a lo largo y ancho de la región, con lo que cada año eran más los peregrinos atraídos por Conques. Con el número de peregrinos habían aumentado también los ingresos, las ofrendas, las limosnas, los donativos, las entregas de dinero, bienes y fincas, las ganancias de la venta de cirios y símbolos de peregrinaje, los impuestos de arrendamiento de los posaderos y comerciantes que atendían a los peregrinos a orillas del río, y el número de novicios de familias ricas, con cuyas herencias incrementaban las propiedades del monasterio. Es cierto que este caudaloso río de oro y dinero aún no bastaba para taponar el enorme agujero abierto en las arcas del monasterio por la construcción de la iglesia nueva, pero ahora todas las deudas podían ser amortizadas de golpe. La campaña contra el príncipe de Zaragoza tendría como consecuencia un botín tan cuantioso, que la terminación de la colosal obra estaba asegurada. Por eso el abad había elegido el Domingo de Ramos para despedir a las tropas del monasterio, por eso había organizado una ceremonia tan costosa, con misas en tres estaciones, bendiciones para jinetes y caballos, y solemne ondear de banderas.
Yunus vio a los caballeros con las lanzas en alto, de cuyas puntas colgaban tremolantes pendones, bajar el empinado camino que llevaba de la ciudad y el monasterio al valle, pasando frente al castillo del alcaide que capitaneaba la tropa. Todas las campanas estaban tocando, y los cánticos de los monjes volvieron a elevarse cuando éstos emprendieron el camino de regreso a la iglesia.
Poco después, Yunus vio venir al infirmarius por el patio, salió de la habitación y se dirigió escaleras abajo.
El infirmarium era un recinto apartado del resto del monasterio, una especie de monasterio dentro del monasterio, con cocina, refectorio y capilla propios, y rodeado por un pequeño jardín de hierba. En la planta superior se encontraban los dormitorios de los enfermos y las habitaciones de los ancianos del monasterio, que aquí disfrutaban de las ventajas de la calefacción y de la dieta más sustanciosa de la cocina del hospital. Ahora, hacia el final de la cuaresma y tras un largo y crudo invierno, todas las camas estaban ocupadas. Muchos pacientes con síntomas de debilidad, muchos con erupciones cutáneas y forúnculos, causados por la incompleta alimentación de la cuaresma y por la falta de higiene (los monjes sólo se bañaban dos veces al año, antes de Navidad y antes de la Pascua de Resurrección). Entre los enfermos no faltaban tampoco algunos que fingían estarlo, y pedían que se les hiciera una sangría para poder comer bien en el hospital.
Yunus recorrió las hileras de camas junto con el infirmarius, explicando sus diagnósticos y dando consejos para cada tratamiento, mientras el infirmarius tomaba notas en una tablilla de cera. El joven director del hospital no tenía formación médica alguna —eso habría contravenido las normas de su orden—; poseía tan sólo algunos conocimientos adquiridos por medio de la lectura y unos pocos conocimientos prácticos sobre medicamentos sencillos, además de saber las normas básicas para tratar heridas. Cuando no sabía qué hacer llamaba a un médico de Rodez; en casos graves, al propio médico de cabecera del obispo. Así había llegado Yunus al monasterio.
Cuando estaban de camino a la celda del armarius, las campanas empezaron de pronto a repicar con inusual fuerza e irregularidad y sin motivo aparente. Miraron al patio por la ventana del pasillo. Llegaban gritos desde el portal de la iglesia. Algunos monjes corrían presurosos hacia el claustro; corrían tan rápido como podían hacerlo sin perder la dignidad, y al parecer con la intención de entrar en la iglesia desde allí. Poco después se oyó el duro golpe del gong de madera, que llamaba a los conventuales a la sala del capítulo.
—¿Qué pasa? —preguntó Yunus.
El infirmarius hizo la señal de la cruz.
—No lo sé —dijo—. O algo muy bueno, o algo muy malo —y, cuando estaba ya en el descanso de la escalera, gritó esperanzado por encima de su hombro—: ¡A lo mejor es un milagro!
Yunus se quedó junto a la ventana. Muchas veces había oído hablar al infirmarius sobre tales milagros. Si se podía creer lo que decía, Santa Fides, a quien se adoraba en la iglesia del monasterio, era especialista en determinados milagros. Hacía ver a los ciegos, resucitaba a los muertos, incluso a animales muertos, liberaba prisioneros. La iglesia estaba llena de cadenas y grilletes que prisioneros liberados habían dejados a sus pies. Además, era de suponerse que la santa también hacía curaciones milagrosas, y eran éstas lo que más interesaba a Yunus. Yunus había estado varias veces (una vez toda la noche) en la iglesia, entre los fieles, entre hombres, mujeres y niños, entre campesinos, mendigos, enfermos, mutilados, en medio de un olor indescriptible a sudor e incienso, orina de los niños y hollín de las velas. Había vivido piel contra piel el fervor animal de esa gente; un fervor contagioso como una enfermedad, una religiosidad que suspiraba, sudaba, gritaba, que se derramaba por la nave de la iglesia subiendo y bajando como una ola. Yunus había visto a un hombre que, encadenado a la barandilla del coro y con el torso desnudo deformado por una erupción supurante, se había flagelado a sí mismo hasta desplomarse entre sollozos y convulsiones. Había visto a la gente agolpándose de tal modo sobre la barandilla del coro, que una mujer que sufrió un desmayo tuvo que ser sacada de allí literalmente por encima de las cabezas de los demás, levantada en vilo por muchas manos. A Yunus todavía le resonaban en los oídos los gritos demenciales y desgarradores con los que un paralítico había apagado de pronto el suave canto de los monjes en la hora de maitines, para mostrar que Santa Fides le había dado fuerzas para mantenerse en pie por él mismo. Yunus recordaba los alaridos de la multitud cuando el hombre dio unos pocos pasos vacilantes, y las estridentes jaculatorias, que se convirtieron en un rugido furioso cuando el hombre volvió a desplomarse.
La iglesia estaba llena de enfermos día y noche. Algunos se quedaban allí semanas; otros se habían instalado ante la barandilla del coro y poseían ya sus sitios habituales, que defendían con uñas y dientes. Se arrancaban las vestiduras del cuerpo sin ningún pudor, para mostrar a la santa sus heridas y deformaciones. Por las noches se pasaban unos a otros sus calabacinos y cantaban; Yunus estaba convencido de que en los rincones oscuros de la nave lateral se entregaban también a otras diversiones. Yunus había presenciado todo lo imaginable, pero todavía no había podido ver nunca con sus propios ojos una de aquellas famosas curaciones milagrosas. Media hora después del inusual repique de las campanas el infirmarius volvió del claustro trayendo en brazos un bulto, que, al acercarse, resultó ser un niño. Lo seguía una multitud de hermanos, entre los cuales Yunus reconoció al sacristán que hasta ahora siempre lo había tratado con abierta antipatía. Yunus esperó arriba.
El infirmarius vino a por él. Estaba nervioso y sin aliento, y los ojos le brillaban.
—Un milagro —dijo, radiante—. Un niño ciego ha recuperado la vista. Todos los de la iglesia han sido testigos. ¡El niño puede ver! ¿Estás seguro de que era ciego? —preguntó Yunus.
—Era ciego, estoy seguro. Es de Conques, todo el mundo lo conoce, todo el mundo sabe que era ciego.
—¿Ciego de nacimiento? —preguntó Yunus.
El infirmarius lo cogió del brazo y lo llevó escalera abajo.
—No, le quitaron la luz de los ojos. Su padre trabajaba de herrador en el monasterio. Tuvo una discusión con uno de los hijos bastardos del alcaide y lo mató. Huyó tan rápido como pudo con su mujer. El chico se quedó. Cuando los hombres del alcaide lo encontraron, le clavaron una lezna en los ojos. Yo mismo vi las heridas, los ojos atravesados. Lo vendé. Recé por él. Seis meses estuve rezando por él.
Habían sentado al chico sobre una mesa del refectorio. Los monjes lo rodeaban en apretado racimo. El chico no tenía más de cinco o seis años, el vientre hinchado, brazos y piernas delgados como alambres y el rostro de un anciano. Estaba sentado sobre el tablero de la mesa, petrificado de miedo, con las piernas extendidas y los ojos muy abiertos. Su cabeza, desproporcionadamente grande, se balanceaba de un lado a otro; tenía los labios metidos hacia dentro, cubriéndole los dientes, lo que le daba el aspecto de un perro necesitado. Era indudable que veía algo; como mínimo podía distinguir entre la luz y la oscuridad. Uno de los monjes estaba moviendo frente al muchacho un cirio del largo de un brazo, y el chico seguía la luz de la llama con los ojos.
—¡Puede ver! ¡Puede ver! —gritó el monje cayendo de rodillas.
Otro monje le arrebató el cirio, quería comprobar por sí mismo el milagro.
—¡Oh, Virgen bendita! ¡Oh, Santa Fides, preciosísima perla de la celestial Jerusalén! —gritó el monje que había caído de rodillas; sus cofrades se acercaron aún más al niño y el murmullo de voces se hizo aún más intenso, hasta que, de repente, una voz aguda y cortante apagó el barullo. El sacristán. Se hizo un instante de silencio. El sacristán volvió a hablar, ya en tono más bajo. Hablaba en latín. Yunus no entendía lo que estaba diciendo; sólo vio que, de pronto, todas las miradas se dirigían hacia él y que los monjes le dejaban paso respetuosamente mientras el sacristán le hacía una seña para que se acercase a la mesa.
Visto de cerca, el aspecto del niño era todavía más horripilante. Estaba completamente consumido. El infirmarius se inclinó sobre él y le habló intentando tranquilizarlo, pero el chico se cogió con todas sus fuerzas de una de las mangas del hábito del infirmarius y empezó a gritar con voz débil y sollozante:
—¡Piedad, señor, tened piedad de mi, señor, compadeceos de mi, señor, por el amor de Santa Fides, compadeceos, señor!
—Ha estado con los mendigos —dijo el infirmarius en voz baja a Yunus, como si quisiera disculpar al chico—. Ha estado seis meses enteros con los mendigos del portal de la iglesia.
—Tenemos que hacer que coma algo —susurró Yunus—. Tenemos que sacarlo de aquí, está asustado, hay demasiada gente.
El sacristán lo interrumpió. Otra vez la voz cortante, otra vez en latín. El infirmarius se apresuró en traducir sus palabras:
—Nuestro padre, el venerable señor abad, desea que tú examines al chico —dijo y, titubeando, añadió el «maestro» que utilizaba siempre cuando hablaba con Yunus frente a terceros—. Desea que sus ojos sean examinados según mandan todas las normas de la ciencia médica, maestro.
Yunus levantó la cabeza sorprendido. A excepción del sacristán, que se volvió en clara señal de desacuerdo, todos lo estaban mirando. Yunus podía leer en sus rostros una esperanzada expectación y hasta un mudo nerviosismo, pero también recelo y desconfianza, y un altanero desprecio. Yunus comprendió lo que esperaban de él. Tenía que ratificar un milagro.
Él, el judío, que sólo admitía los milagros que las Sagradas Escrituras atribuyen a los profetas, tenía que confirmar aquí el presunto milagro de un santo cristiano. Y no podía negarse sin más ni más. Era un deseo del propio abad. Yunus tenía que intentar ganar tiempo.
—Necesito una habitación con más luz —dijo—. Y también necesito silencio.
El sacristán asintió con un movimiento apenas perceptible de la cabeza.
—Se hará todo según tus deseos, maestro —dijo el infirmarius, feliz.
Yunus llevó al niño al cuarto de baño instalado detrás de la cocina y lo sentó en la repisa de la ventana. Pidió al cocinero una escudilla de caldo y pan de salvado, y empezó la revisión tapando y destapando alternativamente cada uno de los ojos del muchacho. Al darse la vuelta, vio que no sólo lo había seguido hasta el cuarto de baño el infirmarius, sino también el sacristán y uno de los ancianos que vivía permanentemente en el hospital. Se habían sentado en un banco, junto a la puerta.
Yunus se dirigió al infirmarius susurrando:
—¿Qué hacen aquí esos dos? —preguntó—. Preferiría que estuviésemos solos.
—Eso no es posible —respondió el infirmarius, también en voz muy baja—. El Capciarius Sacrista lleva el protocolo de este milagro. Tiene que estar al corriente de todo.
Yunus examinó las cicatrices del globo ocular mientras daba de comer al niño.
—Ve sólo por el ojo derecho, y creo que sólo puede vernos vagamente —dijo, y, señalando el ojo ciego, añadió—: Mira, aquí el cristalino ha sido atravesado de un lado a otro. Está destruido. Nunca más podrá ver por este ojo. En cambio, en el otro ojo el pinchazo fue a un costado. También este ojo tiene el globo perforado, pero el cristalino sólo está dañado en el borde.
Yunus vio la mirada desconcertada del infirmarius, llamó al criado de la cocina, le mandó que trajera un trozo de carbón de leña y con él empezó a dibujar en la mesa blanca del baño el perfil de un ojo. Mirando por encima del hombro, vio que el sacristán se había inclinado hacia delante e intentaba ver algo con que saciar su curiosidad, aunque sin levantarse de su asiento.
—Aquí puedes ver el globo ocular —dijo Yunus mientras completaba el dibujo—. Está recubierto por varias membranas muy delgadas, igual que una cebolla está cubierta por varias pieles. Debajo hay una capa más gruesa, a la que llamamos córnea y que sirve para proteger el ojo. Debajo de esta capa hay otra que tiene los colores del iris. En la parte anterior tiene una abertura, la pupila. Detrás de esta abertura está lo que llamamos el cristalino, porque parece cristal fundido. El cristalino es transparente y cuando uno le hace un corte con un escalpelo se siente como si estuviera cortando hielo quebradizo.
—¡Cuando uno le hace un corte! —exclamó espantado el infirmarius.
—Uno de mis profesores me lo demostró con un ojo de vaca, que tuve que ir a buscar a la carnicería —se apresuró a explicar Yunus, para continuar enseguida—: El cristalino es la parte más importante del ojo. Está inmersa en una red de finísimos nervios, como un pez en la red de un pescador. Detrás del cristalino, los nervios se unen en un cordón nervioso que va hasta el cerebro, uniendo así el ojo con el cerebro.
Había terminado el dibujo, y esperaba alguna pregunta. Pero no hubo ninguna. También el sacristán guardó silencio.
—Los médicos de la antigüedad pensaban que, al ver, el ser humano emite un rayo que parte del cerebro, llega al cristalino a través de los nervios y, de allí, se dirige a una velocidad inimaginable hacia el objeto que tenemos ante los ojos, graba la forma y colores del objeto y nos trae esa información por el mismo camino: pasando por el cristalino y los conductos nerviosos, se dirige de regreso al cerebro. Este rayo de la vista debe de estar compuesto por algún tipo de pneuma, una materia infinitamente sutil, parecida al fuego. Por el contrario, otros médicos, jóvenes eruditos como Ibn Haithán, de El Cairo, dicen que no existe un rayo de la vista que parta del ojo, sino que, a la inversa, es el ojo el que recibe un rayo de luz. Todo objeto que brilla o refleja luz emite rayos luminosos que llegan al ojo y son transmitidos al cerebro a través del cristalino y los conductos nerviosos. Lo que vemos no es otra cosa que esa luz.
Yunus había hablado muy de prisa. Ahora se interrumpió. Estaba seguro de que sus intentos de explicación desbordaban incluso al infirmarius, a pesar de que éste se mostraba siempre afanoso y ansioso por aprender. Era absurdo querer explicar las distintas teorías de la vista a unos monjes cristianos carentes de toda formación. Era completamente absurdo.
—En cualquier caso —añadió Yunus rápidamente—, existen muchas teorías. Pero todas están de acuerdo en que el procedimiento de la vista pasa por el cristalino y los conductos nerviosos que lo unen al cerebro. Si uno de estos dos órganos está destruido, es imposible recuperar la vista. Todas las autoridades están de acuerdo en ello.
Calló para dejar que sus palabras hicieran efecto. Un momento después añadió en voz baja, de modo que sólo lo escuchara el infirmarius:
—Por eso también es imposible que una persona a la que le han arrancado los dos ojos pueda volver a ver alguna vez. En este mundo es imposible. —Sabía que se estaba metiendo en un asunto muy espinoso, pues la primera historia de un milagro que se conocía respecto a la santa adorada en el monasterio afirmaba precisamente lo contrario—. Por suerte este chico ha conservado los globos oculares. —Se apresuró en continuar—. Y en el ojo derecho también tiene el cristalino intacto. Es cierto que estuvo dañado, pero la herida ha vuelto a cerrarse. Por eso el chico ha recuperado la vista.
Se detuvo. Tenía la mano izquierda sobre la espalda del muchacho, y notó de repente que su cuerpecito enjuto había dejado de temblar. Su enorme cabeza ya no se balanceaba; sus ojos, mudos, apuntaban a la cara de Yunus, más bien a su boca, como si el muchacho se hubiera tranquilizado aferrándose a la voz del médico. Yunus miró al infirmarius y vio los labios apretados, el rostro de desilusión del joven monje.
Quiso decir algo conciliador, quiso decir que podía verse como un milagro que Dios hubiera dotado al ojo de la capacidad de recuperarse incluso de la herida más grave. No quería arrebatar a los monjes su milagro. Pero antes de que pudiera decir una sola palabra se le adelantó el monje anciano, que estaba sentado junto a la puerta y había estado escuchando a Yunus con el mismo silencio que el sacristán. El anciano se levantó soltando un ligero gemido, y, con las manos entrelazadas y una marcada contracción en la comisura de los labios, dijo:
—¡Ésas son las palabras de un hereje! ¡Es un judío hereje! Incrédulo como lo fueron sus padres, que negaron los milagros que Nuestro Señor Jesucristo hizo ante sus propios ojos. —Tenía una voz muy aguda, que daba dolor de oídos a pesar de que no hablaba muy alto—. ¡Dios lo castigará por ello, como castigó a sus padres! —La voz empezó a abandonarlo, como si aquel estallido lo hubiera agotado, y continuó enronquecido e interrumpiéndose a cada momento para tomar aire—: Ay de ti, endurecido corazón humano; tú, ojo ciego; tú, oído sordo; tú, espíritu perturbado; tú, lengua balbuciente; ¡qué sabes tú de los milagros de Dios! Yo conocí a un hombre que negaba los milagros de Santa Fides, igual que tú. También él decía que si a alguien se le arranca un ojo, Dios no puede devolverle la vista. También él afirmaba que Dios no podía volver a encender la luz en un ojo vacío. Era un hereje, como tú, un hijo de Satanás. Yo lo vi en su lecho de muerte. Olí el repugnante olor del infierno, que fluía hacia él; vi la serpiente negra que salió arrastrándose de su boca cuando la muerte se lo llevó. Lo vi con mis propios ojos.
Respiró hondo, se dejó caer sobre el banco y se quedó allí sentado, con la cara blanca y los ojos dirigidos hacia Yunus. Los restos de fuerza que le quedaban al anciano estaban concentrados en su mirada, como si quisiera maldecir a Yunus también con los ojos.
Se hizo tal silencio, que por la puerta cerrada podía oírse el murmullo del agua hirviendo en el caldero puesto al fuego. Yunus no dijo nada. El infirmarius tampoco se atrevía a decir nada. Parecía atormentado, como si las palabras del viejo monje le hubieran caído en mitad del rostro.
El sacristán se levantó, sin sacar las manos de las mangas de su hábito.
—Si Dios así lo quiere, hace ver a los ciegos —dijo con voz cortante—. Si Dios así lo quiere, nos hace ver aunque tengamos los ojos vacíos. Él es el Señor. ¡Quien cree en él será sanado! —Dio un paso hacia el infirmarius y continuó en voz más baja y desinteresada—: Lleva al niño otra vez a la iglesia. Los peregrinos quieren verlo. Quieren ver el milagro que Dios ha obrado en él por intermedio de Santa Fides —y, sin dignarse siquiera a mirar a Yunus, dio media vuelta, cogió al anciano por debajo del brazo y se marchó con él.
El infirmarius miró al chico, luego a Yunus, buscando un apoyo, con los hombros encogidos.
—Tengo que obedecer —dijo, sintiéndose desgraciado.
Yunus esperó hasta que el infirmarius y el niño hubieron salido del hospital. Luego se dirigió a la habitación que le habían asignado como dormitorio y empezó a empacar. Ya casi había terminado, cuando recordó que había olvidado cambiar las vendas al armarius. Mandó calentar una medida pequeña de vino en la cocina y subió a la planta alta.
El anciano yacía en su cama casi como un cadáver. Su cuerpo enjuto apenas abultaba bajo la pesada manta de lana; tan sólo destacaban los dedos de sus pies. Uno de los monjes que había venido cuando trajeron al niño del claustro estaba sentado al lado de la cama. Nada más abrir Yunus la puerta, el monje calló y se apresuró en salir de la habitación. Al salir se rozó temeroso con Yunus e hizo rápidamente la señal de la cruz.
—¿Quién está ahí? —preguntó el armarius con voz vacilante. El vendaje le cubría ambos ojos.
—Soy yo, el hebreo —dijo Yunus. Puso su maletín de médico al pie de la cama y empezó a retirar el vendaje. La herida de la operación parecía satisfactoria. Ni inflamación, ni secreciones, ni tumefacción. Lavó los bordes de la herida con el vino caliente y le aplicó una cataplasma. El armarius lo observaba con el ojo sano.
—Nuestro joven amigo, el infirmarius, es un gran admirador de tu arte —dijo el anciano.
—¿Lo es? —contestó Yunus sin interrumpir su trabajo. Quiso colocar el nuevo vendaje, pero el armarius lo detuvo cogiéndole la mano.
—¿Sabías que fue él quien propuso al abad que te encargara examinar al niño? —preguntó.
—No, no lo sabía —contestó Yunus.
—Pero no te sorprende.
—Lo suponía.
El armarius sujetó aún con más fuerza el brazo de Yunus.
—No fue una buena idea, ¿verdad?
Yunus se encogió de hombros. No dijo nada.
—Tú no crees en lo que mis cofrades llaman «milagro» —continuó el armarius.
—No —dijo Yunus.
El armarius soltó el brazo de Yunus y dirigió la mirada hacia el techo de la habitación.
—«Milagro» es una palabra grande. Una palabra demasiado grande para llamar así a lo ocurrido —dijo el armarius—. Los campesinos que vienen a nuestra iglesia hablan de los jueguecitos de Santa Fides, de sus pequeñas diversiones. Eso es más acertado —volvió a dirigir el ojo sano hacia Yunus y le sonrió intentando infundirle ánimo.
—El Dios en el que yo creo no se manifiesta a través de pequeños jueguecitos milagrosos —dijo Yunus con más firmeza de la había querido.
El armarius no pareció tomárselo a mal.
—¿Nunca tienes dudas? —preguntó tranquilamente.
—Tengo dudas —dijo Yunus—; grandes dudas, si tú quieres.
El armarius ya no sonreía.
—No todo el mundo es tan fuerte de espíritu o tan fuerte en su fe —dijo.
—¿De quién hablas? ¿Del hermano Gerald, el infirmarius?
—También de él.
Yunus sacudió la cabeza con decisión, apartó la mirada y dijo mirando hacia la ventana:
—Tiene una inteligencia despierta y la emplea para acercarse a Dios. Es el mismo camino por el que los patriarcas de mi pueblo intentaban llegar a Dios. Es un camino escarpado, un camino sin fin. Pero para mí es el único camino —se puso de pie y empezó a andar de un lado a otro, junto a la cama.
Muchas veces habían llegado a este punto en sus conversaciones, lo habían rodeado y revestido de argumentos, con apasionamiento pero sin saña. El director de la biblioteca era la única persona del monasterio, además del infirmarius, que podía discutir sobre esos asuntos sin sacar a relucir un celo misionero. ¿Dios se manifestaba sólo a la razón, al entendimiento? ¿O el camino hacia Él pasaba sólo por la fe?
—¿Quieres excluir de Dios a todos los débiles de entendimiento, a los niños, a los adolescentes, a los pobres de espíritu? ¿Acaso sólo pueden llegar a Dios los inteligentes, los listos, los que tienen una educación? —había preguntado una vez el armarius.
Y Yunus le había respondido:
—¿Cómo puede reconocer a Dios un niño? ¿Desde qué edad se le puede conocer? ¿Desde que se es un niño de pecho? ¿A los seis años? ¿No necesitamos el entendimiento para conocer a Dios? ¿Y no aumenta éste con la edad, con la razón, con el estudio de las Escrituras?
Y el monje:
—Ante Dios todos somos niños, ¡hasta el más sabio de los eruditos!
Y Yunus:
—¡Pero también somos imagen y semejanza de Dios, y es la razón lo que más nos acerca a él!
Y así se quedaban siempre discutiendo un largo rato. Sin llegar nunca a un final. Sin obtener ningún resultado.
Yunus se detuvo al pie de la cama. No quería dejarse enredar una vez más en una de esas conversaciones.
—Lo siento —dijo—. No volvamos a lo de siempre.
El armarius extendió el brazo hacia Yunus.
—Sólo una pregunta más, amigo —dijo. Era la primera vez que lo trataba de un modo tan familiar—. Si Dios es todopoderoso, ¿no tiene también el poder de hacer ver a un ciego desde las cuencas vacías de sus ojos?
—Dios nos ha dado ojos para ver. Sin ojos estamos ciegos, y nos quedamos ciegos para siempre. ¿Por qué tendría Dios que despreciar su propio plan creador?
El armarius asintió con la cabeza. Luego cogió a Yunus de la mano, lo hizo acercarse más y dijo con voz tenue:
—Y si tú fueras ciego, ¿podrías vivir sabiendo eso? ¿Podrías vivir sin esperanzas? ¿Sin ninguna esperanza?
—No lo sé —dijo Yunus. Sacudió la cabeza, dudando, y volvió a decir—: No, no lo sé.
El armarius le sonrió.
—Y si un ciego viniera a ti y, en su desesperación, te preguntara: maestro, ¿tengo esperanzas de recuperar la vista? ¿Le responderías no, ninguna esperanza?
—No lo sé —dijo Yunus, aunque sabía que con ello abría las puertas a muchas otras preguntas. De pronto se sentía muy cansado.
—¿Por qué entonces quieres impedir que veamos esperanzas en aquellas cosas en las que un médico ya no ve ninguna? —preguntó el armarius—. ¿No ayudamos a un enfermo al darle esperanzas, aunque éstas vayan contra todo lo racional? ¿Quieres que lo abandonemos en la desesperanza, en la desesperación? ¿Quieres que la enfermedad de su cuerpo corrompa también su alma y le haga dudar de Dios?
Había hablado presa de una gran excitación; ahora calló, agotado, y miró a Yunus lleno de expectación.
Pero Yunus no respondió. De pronto, tenía ante sus ojos la imagen del chico, sus delgados bracitos extendidos hacia él en posición mendicante, sus ojos cortados. Seis meses había pasado ese niño a las puertas de la iglesia, con los mendigos; todo el crudo invierno. Era un milagro que hubiera sobrevivido. Un milagro que precisamente ahora el ojo se le hubiera curado lo suficiente como para atraer sobre sí la atención de los crédulos peregrinos. Ahora los monjes lo acogerían, lo sacarían de la miseria, cuidarían de que recuperara sus fuerzas. Todo por los intereses del monasterio. Ese era el verdadero milagro. Realmente, un milagro.
—Piensa también en nuestro joven amigo, el infirmarius —continuó el viejo monje—. Lo vengo observando desde hace cinco años, desde que llegó al monasterio. Es un buen monje, pero quiere ser un monje perfecto. Esperaba encontrar en nuestro convento un remedo del Reino de Dios. Pero sólo ha encontrado deficiencias. Está desesperado. Quiere creer con todas las fuerzas de su corazón, pero la razón le hace dudar de su fe, y las imperfecciones de sus cofrades no hacen más que fortalecer sus dudas. Había depositado todas sus esperanzas en ese chico ciego. Esperaba un milagro. Rezó por él, puso su mano sobre él. Quería traerlo al monasterio, pero se lo impidieron por consideración a la familia del alcaide. Cuando me enteré de que ése era el muchacho que había recobrado la vista, estuve seguro de que el infirmarius por fin encontraría la paz. Ése era el milagro que tanto había esperado. Y estaba tan seguro de ese milagro que pidió al abad que examinaras al pequeño. Te admira, admira la fuerza de tu razón. Y esperaba que también tú… —se interrumpió de repente, como si hubiera perdido de vista el objetivo de sus palabras; escuchó con la cabeza ladeada—. Ya no suenan —dijo.
Las campanas habían enmudecido. Yunus tampoco lo había notado hasta ahora.
—Están anunciando el milagro desde el púlpito —dijo en voz baja el armarius. Y, un momento después, añadió con una sonrisa de dolor—: Pero él no lo aceptará. No lo aceptará. —Volvió la cabeza, miró a Yunus a los ojos y dijo en tono suplicante—: ¿No quieres ayudarlo, hermano? Por el amor del Dios todopoderoso al que ambos adoramos, ¡ayúdalo! No te pido que le hables de un milagro. Llámalo como quieras, gracia divina, fuerza de la naturaleza, fenómeno inexplicable. Sólo te pido que hagas una concesión, que le digas que tú no hubieras podido ayudar al niño con tu arte médico, que es otro el que ha devuelto la luz a sus ojos. Ayuda a nuestro joven amigo a reencontrar su fe, la fe en el Dios todopoderoso, que le ayudará a ayudar a otros.
El sol había avanzado tanto en el cielo que se colaba en la habitación, arrojando una estrecha franja brillante sobre la pared blanca que se levantaba a los pies de la cama. Yunus observaba cómo se había ensanchado la franja de luz, indicándole que ya se había hecho demasiado tarde para emprender el viaje. Lo embargaba un estado de ánimo extrañamente conciliador, una sensación de cálido afecto que le brotaba de dentro y colmaba todo su ser. Contra su entendimiento, contra su voluntad, asintió.
Ese mismo día el milagro fue anunciado una segunda vez, y esta vez el anuncio lo hizo el mismo abad. Yunus se encontraba en la galería elevada que llevaba del claustro al coro de la iglesia del monasterio. Estaba a la vista de los ojos de los peregrinos, que llenaban hasta el último rincón de la nave de la iglesia, mientras el abad señalaba hacia él con los brazos extendidos y lo presentaba como el gran médico hebreo que, a pesar de su fe, había tenido que ratificar el milagro.
Yunus pasó toda la noche en vela, sin comer, beber ni lavarse. Con las primeras luces del alba, escribió en su diario, presa de una fría desesperación:
Todo se ha tergiversado, todo ha redundado en mi perjuicio. Oh, Karima, sólo a ti puedo hablarte. Escúchame.
Afirmo: no, Dios no quiere que demos falsas esperanzas de curación al enfermo incurable. Dios no quiere que despertemos esperanzas donde no las hay. Dios no quiere que nos arrastremos ante él suplicándole entre sollozos que nos sane. Él es Dios, el Señor, el Todopoderoso. No es un médico. Y aquél que llama en Su nombre a los enfermos, los paralíticos, los ciegos, a los que padecen males incurables, y les promete contra todo designio de la razón que pueden ser curados mediante la oración, aquél no los libera de sus sufrimientos, sino que les roba la razón y los hace pecar contra Él, el Señor. Pues Dios no nos ha creado como a criaturas inferiores, sino a su imagen y semejanza.
Poco después el infirmarius llamó a la puerta de Yunus y lo llevó rápidamente a la cama del niño. El muchacho ardía en fiebre. Vomitaba todo lo que le daban. Yunus y el infirmarius velaron juntos al lado de la cama. Dos horas después de la salida del sol, murió.
Poco después, Yunus dejó el monasterio. El infirmarius lo acompañó hasta la puerta. Lloraron al despedirse. Lloraron los dos. Y Yunus sabía que su sacrificio tampoco había traído la paz al infirmarius. Todo había sido en vano.