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MURCIA
JUEVES 9 DE SHABÁN, 455
7 DE AGOSTO, 1063 / 9 DE ELUL, 4823
La casa se hallaba en un arrabal al norte de la ciudad, junto a la carretera de Toledo. Era una casa de alquiler muy venida a menos, dispuesta alrededor de un espacioso patio interior. Tenía dos plantas; la superior se había levantado posteriormente al resto, con tabiques de esparto trenzado revestidos de barro, tan delgados que uno prácticamente vivía en la habitación del vecino. Una puerta tras otra, una vivienda tras otra, ocupadas por gente insignificante llegada del campo, limpiadores de letrinas, mozos de cuerda, recolectores de madera. En la planta baja vivían pequeños artesanos: zapateros remendones, estereros, fabricantes de cajones, tejedores de sacos. El patio interior bullía con el ruido de su trabajo y los gritos de sus hijos.
Ibn Ammar vivía arriba, en una estrecha habitación utilizada otrora como depósito y tan calurosa que sólo se podía estar en ella de noche. Ahora, poco antes del mediodía, el calor era insoportable. Calor infernal, agobiante, que hacía sudar a chorros, y ni la menor corriente de aire, a pesar de que la puerta y la ventana estaban abiertas.
Ibn Ammar había hecho un hatillo con sus cosas y lo había dejado en un rincón, debajo de la ventana. Aquel hatillo contenía todas sus posesiones: una manta de algodón para la noche, un abrigo con ribetes de piel de conejo para la estación fría, una túnica, un par de zapatos de madera, sus utensilios para escribir y un pequeño volumen de poemas de al–Ma’arri, el único libro que aún no había vendido. Estaba de pie junto a la puerta, contemplando el hatillo asegurado con una tira de cuero. Algún día mandaría a buscarlo. Él no quería volver a pisar esa habitación. Tres largos meses había pasado allí, como una rata en su agujero. Tres meses eran suficientes.
Cerró la puerta y se dirigió hacia la escalera. Las mujeres de la galería le abrieron paso, apartaron a los niños y lo saludaron con sumisa cortesía:
—¡Dios te proteja, katib! ¡Dios te bendiga!
No había pasado mucho tiempo desde los días en que nadie en la casa le prestaba atención. En aquel entonces, cada vez que salía de allí, la mujer del albañil a quien subarrendaba la habitación le aseguraba con mirada penetrante que tendría que dejar sus pertenencias a cambio del dinero que aún debía por su alimentación. Ahora, esa misma mujer se le acercaba corriendo con la jarra de agua.
—Un trago de agua, señor, debéis tener sed, señor; el simún seca la garganta.
Desde hacía una semana todo había cambiado.
La casa pertenecía a Ahmad ibn Mundhir, uno de los hombres más ricos de Murcia, un comerciante de tejidos y armador que poseía varias casas en la ciudad, además de tres poblados en las huertas del sur y dos mercantes de alto porte en el puerto de Cartagena. Veinte días atrás, uno de sus administradores había contado los inquilinos de la casa, comprobando que vivía en ella mucha más gente de la estipulada en el contrato de arrendamiento. Muchas familias habían traído parientes; otras habían subarrendado. Las habitaciones rebosaban de gente.
El administrador había anotado sus cálculos en silencio. Al día siguiente había regresado y había anunciado que el dueño de la casa elevaría los alquileres en la misma medida en que había aumentado el número de inquilinos. La casa había estallado en una gran excitación y una comisión formada por los inquilinos más antiguos había ido a la ciudad para tratar de impedir el aumento de los alquileres, pero Ibn Mundhir ni siquiera los había recibido. Habían regresado desesperados y, tras deliberar cuál debía ser su reacción, decidieron pedir a Ibn Ammar que redactara una carta.
En la casa todos sabían que el trabajo de Ibn Ammar era escribir. Tenía un puesto junto a la muralla exterior de la mezquita del Viernes, donde se colocaban los escritores de segundo orden, apartado de la puerta principal. Era un lugar que había elegido concienzudamente. Escribía solicitudes a funcionarios y jueces, acuerdos matrimoniales y contratos comerciales, componía breves poemas para jóvenes enamorados, anotaba inscripciones en hojitas que servían de amuleto a los niños, y copiaba libros y tratados. Había pensado continuar al menos durante medio año en el papel de escribano, para despistar a sus perseguidores; pero después de dos meses y medio de vegetar en la más extrema pobreza se le había agotado la paciencia, y su aversión a la suciedad, la miseria y los despojos de los que se alimentaba había sido mayor que su temor a los agentes de al–Mutadid. El encargo hecho por los inquilinos de la casa le había parecido una señal del destino. Había decidido dejar de jugar al escondite. Ibn Mundhir era sólo un comerciante, pero ya una vez había trabajado con comerciantes, y sus primeros honorarios como joven poeta habían consistido en un saco de centeno. ¿Por qué no volver a emprender ese camino? Si la carta de solicitud le abría las puertas del madjlis de Ibn Mundhir, en algún momento encontraría también el camino a la corte de Ibn Tahir, el qa’id de Murcia.
Había hecho una obra de arte, una carta en prosa rimada escrita en árabe clásico, con una introducción repleta de citas de los grandes maestros, una breve presentación personal redactada con la mayor humildad, un himno de alabanza al destinatario en tono grandilocuente, y una despedida formulada con modestia que relacionaba la grandeza del destinatario con los humildes ruegos de moderación y exponía mediante artísticas metáforas el punto de vista de los inquilinos.
El shaik, como portavoz de los inquilinos, había llevado la carta, y toda la casa había esperado con gran nerviosismo a que llegara la respuesta. También Ibn Ammar.
Durante algunos días no ocurrió nada. Pero finalmente, hacía ya una semana, apareció el administrador. Alboroto en el patio interior, un repentino cese del barullo y, cortando el silencio, sólo la pregunta por la persona que había escrito la carta:
—¿Dónde está ese tal Abú Bakr ibn Ammar?
Ni un solo comentario a los inquilinos, sólo la pregunta por Ibn Ammar.
El comerciante lo había recibido en el makhsan de su palacio de la ciudad, entre montones de tela y gigantescos fardos traídos de ultramar, que todavía desprendían el salado aroma marino. Un hombre de sesenta años, pequeño y enjuto, ojos grises, rostro inexpresivo.
—Y afirmas haber escrito tú mismo esta carta. ¡Un pequeño katib de los arrabales!
Mirada cargada de menosprecio y desconfianza. La mirada de un comerciante que intenta valorar una mercancía que parece de buena calidad, pero se ofrece tan barata que despierta recelo. Un par de lacónicas preguntas y un par de respuestas corteses, con las que Ibn Ammar no consiguió disipar la desconfianza del comerciante. Luego la astuta idea de someter a prueba al desconocido e insignificante escritor.
Lo había llevado a una habitación cerrada, le habían suministrado útiles de escritura y papel, y le habían encomendado que redactara una invitación. Una invitación fina y pulida para una fiesta que pensaba dar Ibn Mundhir. Debía estar en verso y, siguiendo el ejemplo clásico, contener algunos detalles literarios: el nombre del convidado de honor debía leerse en las primeras letras de cada verso.
Ibn Ammar no había tardado ni dos horas en terminar lo que le habían pedido. Tenía práctica, pues durante años había vivido de trabajos semejantes y conocía el gusto de esos comerciantes enriquecidos que querían jactarse de poseer una formación literaria. Un criado había ido a recoger el manuscrito, y momentos después Ibn Ammar había tenido que comparecer nuevamente ante Ibn Mundhir, esta vez en el madjlis de la casa. En esta ocasión el comerciante se mostró bastante más amable.
—No está mal, muchacho. No se te puede negar un cierto talento.
Un elogio moderado y un gesto altanero indicando a Ibn Ammar que podía sentarse.
El comerciante no estaba solo; sentado junto a él había un segundo hombre, recostado con desidia en su sillón. Era alto, delgado, con la mirada serena y despierta y un toque irónico en la comisura de los labios. No era un comerciante, eso saltaba a la vista; debía de ser más bien un amigo de la casa a quien se pedía consejo en materia de buen gusto. El hombre entabló conversación con Ibn Ammar. Charla ligera sobre cuestiones de estilo, preguntas incidentales sobre su origen y su educación, que Ibn Ammar respondió con evasivas. A la postre, lo que Ibn Ammar había estado esperando: un encargo, un panegírico para el convidado de honor de la fiesta proyectada, cuyo nombre ya estaba escrito en la invitación.
Y luego la información confidencial de que ese invitado de honor era, ni más ni menos, el segundo hijo del qa’id de Murcia: Mohamed ibn Tahir. Ibn Ammar conocía el nombre, y ya al encargarle que escribiera la invitación había caído en la cuenta, pero había desechado que pudiera tratarse realmente del príncipe. La presencia del príncipe abría de repente nuevas perspectivas.
En esos momentos había olvidado por completo la carta de los inquilinos. Había dado las gracias y se había despedido siguiendo todas las reglas de la etiqueta, y ya estaba camino de la puerta de salida cuando, sorprendentemente, fue el propio dueño de la casa quien abordó el tema.
—Una cosa más, muchacho. Di a esa gente que vive en mi casa que sólo les exijo lo que me corresponde. ¡Y que lo que exijo es justo!
Ibn Mundhir se había levantado. No más amabilidades, el tono de su voz era nuevamente duro y comercial.
—Si alquilo una casa a seis personas por treinta dirhems, significa que cada uno de ellos está pagando cinco dirhems. Si llegan dos inquilinos más, es justo y barato que también éstos paguen cinco dirhems cada uno. ¡Cualquier persona razonable aprobaría estas cuentas!
Ibn Ammar no había contestado. Simplemente se había detenido, se había dado media vuelta y había respondido a la mirada de Ibn Mundhir con serena resignación. Y bien porque el comerciante no estaba completamente seguro de llevar la razón, bien porque esperaba la aprobación de Ibn Ammar, el hecho fue que de pronto tenía la carta en la mano y, señalándola con el índice afilado, inició un quejoso monólogo.
—Tú lo has formulado con mucha belleza en tu carta: «Los inquilinos adicionales pesan sólo sobre la tierra, que soporta hasta montañas sin quejarse, y no pesan sobre el dueño de la casa». Así lo escribiste. Pero no es como tú afirmas, y voy a decirte las razones, que son numerosas, conocidas y sólidas. Mientras más inquilinos viven en mi casa, más rápidamente se llenan las letrinas, y tengo que mandarlas vaciar con mayor frecuencia. Más pies pisan el suelo, las escaleras, los umbrales, con lo cual su erosión es mucho más rápida. Más manos abren y cierran las puertas, desgastando las bisagras y los cerrojos, por no mencionar que, además, todos los herrajes se desmontan y los clavos se salen. Más niños juegan en el patio, duplican el jaleo, hacen agujeros en el suelo para jugar a las canicas, remueven las losas del empedrado. Se lleva a la casa más agua, que gotea sobre las escaleras de madera y el encalado, haciendo que la madera se pudra y el mortero se desmorone, hasta que los cimientos se vuelven quebradizos y toda la casa corre el riesgo de derrumbarse, si no la han derrumbado antes los que clavan estacas en las paredes para colgar todo tipo de estantes.
»¿Y qué puedo decir de los que no abonan el alquiler, piden prórroga tras prórroga y están cada vez más atrasados en sus pagos, y luego desaparecen sigilosamente cuando envío a la shurta? Después salen huyendo y ya veré yo cómo cobro mi dinero. Por tratar bien a mis inquilinos, después tengo que arrepentirme de mi indulgencia. Me muestro paciente, y usurpan mis derechos y me hacen perder ingresos, por no hablar de los gastos adicionales que acarrean. Porque yo tengo que barrer, limpiar y arreglar una vivienda antes de que se muden a ella nuevos inquilinos; yo tengo que dejarla en perfecto estado, para que les agrade. ¿Qué hacen, en cambio, los inquilinos cuando se marchan? ¡Lo dejan todo hecho una pocilga!
Había hablado en un estado de gran excitación, acercándose a Ibn Ammar, gesticulando, marcando con los dedos cada punto de su argumentación. Ibn Ammar había dudado si responder o no. Ya había conseguido lo que quería. ¿Qué le importaba a él la gente de la casa? No les debía nada. Pero de pronto se le había ocurrido una idea y había sacado ante Ibn Mundhir unas sencillas cuentas. Muchas familias de la casa no estaban en condiciones de pagar un alquiler más elevado. Sólo podían hacerlo con ayuda de subarriendos y alojando parientes. Si el dueño de la casa exigía un alquiler más alto, se atrasarían aún más en sus pagos y terminarían huyendo a escondidas, como ya había sucedido. Pero si transigía, Ibn Mundhir podría aprovechar el temor a la subida del alquiler para conseguir que los artesanos de la planta baja, mejor situados económicamente, garantizaran el pago puntual de todos los inquilinos y se encargaran ellos mismos de hacer las reparaciones que necesitara la casa.
Esa noche Ibn Mundhir no había hecho ningún gesto que diera a entender qué pensaba de esa idea. Pero a la mañana siguiente su administrador había ido a la casa y había expuesto ante los más ancianos exactamente la misma propuesta. Habían llegado a un acuerdo, e Ibn Ammar había redactado un contrato que todos firmaron.
Desde entonces lo respetaban, como al buen qadi de al–Fayum. Sobre todo los vecinos de la planta superior. Atravesó la galería observando a los niños, que le devolvían la mirada con tímidas sonrisas, y a las mujeres, que hacían una profunda reverencia ante él y murmuraban sus bendiciones. Él ya no estaba tan seguro de haberles hecho realmente un favor. En adelante las familias de artesanos de la planta baja les harían la vida imposible cuando se atrasaran en sus pagos. Y de ellos no podrían escabullirse tan fácilmente, pues conocían todas las tretas. Los artesanos los obligarían a acudir a un prestamista tan pronto como debieran un solo dirhem, y allí tendrían que dejar más dinero del que el dueño de la casa había querido cobrarles.
Se sintió contento al dejar atrás la casa.
Pasó por la puerta del norte y dobló a la derecha por la callejuela que corría junto a la muralla de la ciudad. Al final de la calle había un establecimiento de baños y, junto a éste, una pequeña mezquita que se mantenía con los ingresos de los baños. Al parecer, el hombre que había erigido ambos edificios había obtenido su fortuna de manera poco grata a los ojos de Dios, pues los dos estaban equipados con un lujo extraordinario. En los baños, mucho mármol, vistosos azulejos, hermosos murales; en la maslah, un surtidor donde el agua salía de la boca de un delfín de bronce.
Ahora, hacia el mediodía, la actividad era escasa. El propio hammami apareció con las toallas, e Ibn Ammar estiró los miembros con fruición mientras se envolvía la fresca futa blanca alrededor de las caderas y se ponía las sandalias de baño. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que disfrutara de las delicias de un baño.
En el yeso de la pared del retrete alguien había grabado mediante arañazos un primitivo dibujo: la silueta de una mujer a la que el observador abría las piernas. Un expresivo garabato que, a pesar de su torpeza, excitó tanto a Ibn Ammar que tuvo que darse la vuelta rápidamente. También en eso había pasado mucho tiempo desde la última vez. ¿Cuánto? ¿Cuánto tiempo hacía que no se acostaba con una mujer? ¿Cuatro meses? ¿Cinco? Una criada baja y desaseada en un figón para cristianos del puerto de Almería. A cambio de un dirhem, unas cabriolas apresuradas y de pie en la trastienda, entre malolientes desechos de pescado. Se avergonzaba con sólo recordarlo.
No permaneció mucho rato en la sala de precalentado, sino que pasó en seguida a la sauna. Allí, se sentó en las gradas colocadas frente a la pared del horno, se recostó, dejó caer los brazos y esperó a que el sudor empezara a brotarle de los poros, como si con la transpiración pudiera expulsar también todos los malos recuerdos de los meses pasados.
Un anciano calvo, que había dejado a un lado su futa, caminaba pavoneándose de un lado a otro. Piel amarillenta y una tensa barriga surcada por venas azules, que el viejo cargaba como un tumor. Se metió en la piscina de agua caliente soltando suaves quejidos, y al poco volvió a salir con los mismos quejidos, se enjugó el agua de la cara y se volvió hacia Ibn Ammar con una forzada sonrisa sobre los restos amarillentos de sus dientes:
—Yo he pecado mucho, Dios me perdone, pero siempre he cumplido uno de los mandamientos del profeta: que siempre debemos limpiarnos en un baño los placeres del coito.
Ibn Ammar recordó un poema de Abú Ishak, que oyera una vez en Almería:
No hay en el mundo teatro más grotesco
que el de un anciano cacareando y sin plumas.
Sólo la serena dignidad hace bellos a los viejos.
Cuando alardean de unos ojos negros, son lastimosos.
¡Escuchad, ancianos, que aún aprenderéis!
¿Qué creéis que os sale hoy del pantalón?
Donde antes había calor, fuerza y como una luna llena,
hoy no hay ya nada que merezca la pena mencionar.
Ibn Ammar observaba con los ojos entreabiertos las blancas piernas del anciano, sus articulaciones deformes y toscas, los ralos cabellos pegados a su cabeza como hierba marchita, y pensó fugazmente qué desdichada criatura habría ayudado a ese hombre en sus placeres, y encogió las piernas, hundió la cabeza entre las rodillas y cerró los ojos. No tenía ganas de hablar con ese hombre sobre los placeres de la carne.
No se quedó mucho rato en la sauna. Había perdido la costumbre. Llamó al hakkak y pidió que le untaran aceite y le dieran un masaje. Luego llamó al criado y éste lo lavó con la manopla de crines de caballo y fue poniendo en fila, a sus pies, los rollitos de porquería que sacaba al frotarle la piel, hasta que recibió su propina. Después Ibn Ammar mandó que le desenredaran, lavaran y cortaran el cabello, le atusaran la barba y, finalmente, lo envolvieran en una toalla limpia. Luego volvió a la maslah, que ahora, tras el baño caliente, estaba agradablemente fresca, se acostó en uno de los nichos y se quedó dormido.
Despertó ya muy entrada la tarde. Suave música de laúd armonizaba con el chapoteo de la fuente, y el murmullo de los bañistas sonaba como el lejano acompañamiento de una orquesta. La maslah se había llenado de gente. El bañero, armado de una larga vara, cogía toallas limpias de los cordeles tendidos en lo alto de la cúpula. A la luz difusa que se filtraba a través de los cristales multicolores de la bóveda, Ibn Ammar creía ver una especie de extraño animal de largo cuello que caminaba balanceándose entre los bañistas.
Ibn Ammar se levantó y empezó a andar lentamente de un lado a otro, intentando traer a su memoria el poema que tenía que recitar esa noche en la fiesta de Ibn Mundhir. Sabía muy bien la importancia de causar esa noche una buena impresión en los invitados del comerciante y, sobre todo, en el príncipe, pero no estaba nervioso. No tenía miedo ni fiebre de candilejas. Se sentía bien. Él había sido famoso por su declamación, su voz poderosa, su modulación, por el modo en que hacía las pausas, cambiaba los ritmos, la intensidad de los sonidos, la entonación. La cuestión era si los comerciantes de Murcia serían capaces de apreciar el arte de su recitación y la elegancia de su verso.
Junto a la piscina de mármol a la que el broncíneo delfín escupía su agua, uno de los bañistas había desenrollado un pequeño tapete de ajedrez y dispuesto algunas piezas como si se tratara de resolver el final de una partida. Había algunos espectadores, que guardaban una respetuosa distancia. Ibn Ammar se sumó al grupo y observó cómo el ajedrecista, jugada tras jugada, iba acercándose a la solución. El hombre parecía un experto. Cuando, tras el último movimiento, el ajedrecista levantó la mirada, Ibn Ammar lo reconoció. Era el hombre con el que había conversado la semana anterior en el madjlis de Ibn Mundhir.
El escritor trató de escabullirse sin ser descubierto. Dos días antes había dejado su poema en casa del comerciante para someterlo a su beneplácito, y estaba prácticamente seguro de que se lo habían enseñado al ajedrecista para oir su opinión. Ahora, poco antes de la fiesta, no tenía ganas de hablar de ello ni de verse obligado a satisfacer la curiosidad de nadie. Pero el hombre lo vio antes de que pudiera perderse entre la multitud y lo invitó a acercarse con un gesto, pidiéndole que se sentara. No le quedó más remedio que aceptar la invitación.
El ajedrecista esbozó una reverencia. Las comisuras de sus labios mostraban otra vez aquella sonrisa ligeramente irónica, que Ibn Ammar ya conocía. Parecía tenerla grabada en el rostro.
—Pero si es nuestro joven amigo, el del sorprendente talento poético —dijo, y, al advertir la reacción refleja de Ibn Ammar, se apresuró a añadir, con gesto conciliador—: No, eso no, muchacho; nada de falsas modestias. Yo sé lo que digo. En el trillado camino del panegírico muy pocas veces me he topado con algo tan fresco como tus versos. Lo digo en serio. —Al hablar, asentía con la cabeza, como para reforzar sus palabras—. Admito que al principio te tomé por un hábil plagiario. Pero si lo que has escrito procede de ti y no de otra fuente, que yo desconozco, puedes llegar muy lejos, muchacho.
Ibn Ammar no era insensible a los elogios, pero no le agradaba la manera en que el otro lo llamaba «muchacho» y «joven amigo». El hombre que estaba sentado frente a él lo aventajaba, como mucho, en diez años, no más, y ¿quién era él, un hombre de Murcia, un literato de provincia más o menos ilustrado, para atribuirse el derecho de emitir juicios?
—Conocer las buenas fuentes también es parte del trabajo —dijo Ibn Ammar, irritado.
El ajedrecista parecía no haberse tomado a mal el tono de su voz.
—No pretendía rebajarte —respondió amablemente—. Sólo quería expresar mi asombro. Me resultaba difícil creer que los versos que me dieron a leer procedieran de un principiante. Simplemente, me parecía imposible.
—A lo mejor fue un golpe de suerte —dijo Ibn Ammar encogiéndose de hombros. Andaba con cuidado.
—Sí, a lo mejor —repitió el ajedrecista—. Si así quieres llamarlo.
El hombre calló, como si ya no estuviese interesado en el tema, pero sostuvo su mirada pensativa e inquisidora sobre Ibn Ammar.
—Desde nuestro primer encuentro, me he roto la cabeza intentando recordar dónde te he visto antes —continuó pasado un instante—. Juraría que ya nos habíamos visto antes.
—Es la primera vez que vengo a Murcia —dijo Ibn Ammar.
El ajedrecista sacudió la cabeza en señal de negación.
—No. Si te hubiera visto aquí, lo recordaría. Hace sólo dos años que estoy en la ciudad.
Movía distraído las piezas de ajedrez.
—¿Has estado alguna vez en Toledo?
Ibn Ammar respondió afirmativamente con un movimiento apenas perceptible de la cabeza. No había estado nunca en Toledo.
—¿Cuándo?
—Hace cinco o seis años.
—¿Estuviste en la corte del príncipe?
—No.
El ajedrecista volvió a callar y hundió la mirada en el tablero de ajedrez; era la mirada vacía de un hombre que hurga en sus recuerdos. Un momento después empezó a acomodar las piezas para una nueva partida, con rutinaria velocidad.
—¿Jugamos? —preguntó Ibn Ammar.
El ajedrecista levantó la mirada sorprendido.
—¿Por qué no? —contestó, echando una mirada a su alrededor. Se levantó y su rostro se tiñó de repente de una expresión de expectante tensión, que en vano intentó disimular tras una sonrisa indiferente. Ibn Ammar extendió una mano, cogió un peón blanco y uno rojo del tablero, y ocultó cada una de las piezas en una mano. En ese instante lo asaltó la idea extrañamente tranquilizadora de que ya había vivido esa escena antes. Vio que el ajedrecista señalaba con la cabeza su mano derecha. Sin necesidad de mirar, supo que en ella estaba el peón blanco y lo colocó en su lugar en el tablero, acomodando después también el peón rojo. Todo aquello ya había pasado antes, y de pronto recordó dónde había sido, y vio a aquel otro hombre que aquella vez se había sentado a jugar contra él con la misma mirada expectante, con la misma actitud tensa. Vio el rostro de aquella bellísima estatua de mármol a cuyos pies habían extendido el tapete de ajedrez, junto a la gran piscina de la maslah del Hammán ash–Shattara, en Sevilla. ¿Cuánto tiempo había pasado? Unos diez años, día más, día menos. También entonces llevaba apenas dos meses en una ciudad totalmente nueva para él, también entonces había ido a una casa de baños a fin de prepararse para una gran presentación, sólo que aquélla había sido la primera gran presentación en público de su vida.
¡Y vaya presentación!
Entonces tenía veintiún años y había recibido una invitación a la corte de al–Mutadid. Con una única y espléndida frase había pasado de la nada al más alto pedestal del favor principesco. Y también entonces, aquélla tarde previa a la presentación en la corte, se había topado con un jugador profesional en los baños.
—¿Qué? —oyó preguntar a su rival—. ¿Damos un poco de interés adicional al juego o nos limitamos a matar el tiempo que queda hasta la noche?
La voz sonaba apagada, y cuando Ibn Ammar levantó la mirada, vio que el hombre se había inclinado hacia delante y, disimuladamente, se cubría la boca con la mano para que los espectadores no pudieran oírlo.
—Mientras mayor sea el interés, más rápido pasará el tiempo —contestó Ibn Ammar.
El ajedrista devolvió la mirada a Ibn Ammar y la sonrisa de la comisura de sus labios se marcó más aún.
—Entonces quizá deberíamos hacer una pequeña apuesta de… —Dejó la frase en el aire y miró inquisitivamente a Ibn Ammar. Su sonrisa pareció contraerse un tanto mientras esperaba una respuesta.
Ibn Ammar se tomó tiempo. Aquél era su juego. Quería saborearlo.
—¿No prohíbe el profeta jugar por dinero? —preguntó.
El ajedrecista se llevó la punta de los índices a la nariz, de modo que sus manos hicieron techo a su boca.
—Lo prohibe, es cierto —dijo preocupado, para añadir inmediatamente con fingida seriedad—: Pero permite dos excepciones: dos hombres pueden disputarse un premio en combates con arco y flechas y en carreras de caballos, siempre y cuando sea un tercero quien estipule el premio, por ejemplo el emir al que sirven.
—Ya lo sé —dijo Ibn Ammar.
El ajedrecista extendió el brazo derecho, dejando flotar su mano sobre el tablero de juego.
—Pues bien —continuó el hombre—, aquí tenemos cuatro jinetes montados sobre cuatro caballos, compitiendo unos con otros. Y aquí… —señaló los dos reyes—… aquí tenemos a dos umara, cada uno de los cuales ha estipulado un premio. Así pues, se cumplen todas las condiciones.
—Perfecto —dijo Ibn Ammar—. Ningún maestro en leyes podría poner inconvenientes.
—Entonces, ¿cuánto?
Ibn Ammar miró a un lado. Los espectadores se habían sentado formando un apretado semicírculo, y estaban a la espera de que empezase la partida. No era inseguridad lo que hacía vacilar a Ibn Ammar. Podía confiar en su habilidad como jugador. Su padre lo había iniciado en los secretos del ajedrez desde que era un niño. Más tarde, en Córdoba, había llegado a ser un ajedrecista de segunda categoría, y muchas veces se había ganado el pan jugando. Luego, en Sevilla y Silves, se había enfrentado muchas veces con maestros de primera categoría, aunque nunca había logrado vencer a ninguno de ellos en siete partidas, que era lo que se requería para pasar a formar parte de la categoría máxima. Siempre le había faltado la necesaria perseverancia. Pero creía que, un buen día, podía derrotar a cualquier jugador de Andalucía. No, no tenía miedo de perder. Lo que le hacía titubear era el vergonzoso hecho de que no tenía qué apostar. Después de pagar el baño sólo le quedaba medio dirhem, nada más. No podía jugar por medio dirhem.
Se llevó la mano a la boca y dijo muy suavemente por entre los dedos:
—Apostemos tres dinares.
El ajedrecista se inclinó hacia delante:
—¿Qué has dicho? ¿Tres dinares?
—Tres dinares —confirmó Ibn Ammar. Dijo tres como podría haber dicho diez o cien. En ese momento habría jugado por cualquier suma. De pronto lo había invadido un ansia irrefrenable de juego, de juego sin límites, sin contemplaciones, a todo o nada. Siempre había sido el mejor cuando había jugado arriesgándolo todo.
El ajedrecista se inclinó aún más hacia delante. La sonrisa había desaparecido de su rostro.
—Escucha, joven amigo —dijo con voz suave pero enérgica—, yo no juego para divertirme. Vivo gracias a que la gente quiere medirse conmigo y a veces desplumo a algún farolero adinerado que cree jugar mejor de lo que realmente lo hace. Pero a ti no quiero desplumarte. Dejémoslo en tres dirhems. Por tres dirhems te ofreceré un difícil duelo; pero tendrás una verdadera oportunidad de ganar. Si fueran tres dinares, jugaría fuerte y sin contemplaciones.
Ibn Ammar estaba a punto de duplicar la apuesta que había sugerido, pero se contuvo justo a tiempo. Había cometido un error y ahora por poco lo había empeorado. Había pensado probar su suerte, averiguar si ese día la suerte estaba de su lado. Pero de pronto el juego había perdido todo valor. Mucho más importante era ganarse al hombre que tenía frente a sí. Lo había juzgado mal desde el principio. El hombre era, sin duda, un jugador profesional; él mismo lo había dicho. Pero no era del mismo calibre que los jugadores de Sevilla.
—Bien —dijo Ibn Ammar—, entonces juguemos fuerte pero sin apuesta. El que pierda deberá un favor al otro. ¿Te parece mejor esta propuesta?
El ajedrecista lo contemplaba divertido.
—¿Sigues pensando que me puedes ganar?
—Si —dijo Ibn Ammar.
—¿Para demostrarme que me habrías ganado los tres dinares?
—No. Sólo quiero un juego fuerte, sin concesiones; sin contemplaciones, como tú has dicho.
El ajedrecista se sentó derecho y, con un enérgico movimiento, avanzó el caballo izquierdo.
—Lo tendrás —dijo—. Jugaré tan bien como me lo has pedido.
Pronto dejaron atrás los movimientos de apertura. El ajedrecista formó un frente simétrico, con los alfiles adelantados, los caballos detrás, flanqueados por los peones de la siguiente fila, y las dos torres una casilla hacia el interior. Una apertura clásica, como sacada de un libro. Ibn Ammar, por el contrario, se lanzó al ataque desde el principio. Formó a los peones en diagonal, el caballo derecho más adelante, los alfiles hacia afuera, la torre izquierda junto al rey. Cuando Ibn Ammar provocó el primer intercambio de peones y, poco después, sacrificó el peón del rey para abrir un pasadizo a la torre, se produjo la primera pausa. Un suave cuchicheo entre los espectadores, un largo plazo para pensar, durante el cual el profesional no quitó la vista del tablero, hasta que finalmente levantó la cabeza. La sonrisa irónica había vuelto a su boca.
—Ignoro qué pretendes con eso, y no recuerdo haber visto jamás una jugada semejante —dijo con moderado sarcasmo.
—Por lo visto la memoria te abandona con frecuencia —respondió Ibn Ammar en tono irritantemente sereno. La reacción del otro fue tan rápida como él había esperado:
—¿Qué quieres decir?
—Tampoco recuerdas dónde me has visto antes, ¿no es así?
Un momento de duda. Después la respuesta:
—¿Lo recuerdas tú?
—Yo no he afirmado haberte visto antes.
Ibn Ammar mantuvo la mirada gacha y se obligó a no decir nada más. Sabía que sacrificando el peón se había arriesgado mucho; pero, al mismo tiempo, tenía claro que su única oportunidad era un ataque desenfrenado y heterodoxo. Su adversario era un maestro de la defensa, un jugador que concedía más importancia al aspecto defensivo, que agrupaba las piezas en torno al rey, las reunía para defenderlas desde varios ángulos y para que se cubrieran mutuamente; un jugador que se atrincheraba, se parapetaba y, desde una posición inexpugnable, iba conquistando casilla tras casilla, avanzando su línea de peones jugada a jugada, despacio, como una tortuga acorazada, imparable e inexorablemente. Era un jugador al que no le interesaba inducir a su rival a cometer errores, sino que se concentraba en no cometerlos él. Ibn Ammar conocía esa forma de jugar, siempre la había temido; no era su estilo, no tenía la suficiente resistencia. Y, entre tanto, también se había dado cuenta de que frente a tal adversario no podía esperar ningún milagro. Ya difícilmente podría ganar en el campo de batalla. No tras sacrificar ese peón, ahora lo veía claro. Tenía que buscar otro camino. Tenía que atacar al hombre en otro plano.
Empezó a dejar caer tal o cual comentario, como sin querer.
—Hace cuatro años, en Málaga, perdí contra un hombre que jugaba como tú. Un sirio de unos sesenta años al que era imposible hacerle perder la calma. Era sordomudo, no me enteré hasta después de la partida —dijo—. ¿Has oído hablar de Abú Zikri ibn Sighmar, el judío? Una vez lo vi jugar en Almería contra el joven príncipe, al que le dio tres peones de ventaja. Un jugador genial. ¿Nunca has oído hablar de él? —dijo—. ¿Has estado alguna vez en Almería? Tal vez nos hayamos visto allí —preguntó.
—No he estado nunca en Almería —dijo el ajedrecista. Parecía estar completamente concentrado.
Ibn Ammar jugaba con el valor que da la desesperación. Llevó la torre izquierda tras las líneas enemigas, pero no encontró ningún punto sobre el que emprender un ataque, ningún punto débil. Tuvo que trocar un caballo y un alfil en el centro de su ataque. Llevó su segunda torre a la línea abierta, pero no pudo avanzar. Su rey estaba peligrosamente libre, y ya sólo era cuestión de unas cuantas jugadas que su línea de peones cediera por el lado del visir ante la creciente presión de los atacantes blancos. Tenía que ocurrírsele algo. Quería ganar esa partida. Se había obstinado en ganar. Pero su adversario no daba muestras de debilidad, ninguna señal de pérdida de concentración. Tendría que darle una buena pista, ponerse a descubierto. De todos modos, si esa noche tenía éxito en casa del comerciante, tarde o temprano tendría que revelar su identidad.
—¿Has estado alguna vez en Sevilla? Es posible que nos hayamos visto allí —dijo en voz tan baja que los espectadores no pudieron oírlo—. Yo estaba en la corte de al–Mutadid, del príncipe, y tenías razón al decir que mis versos no parecían de un principiante. No soy un principiante.
Observó a su adversario por debajo de las cejas y bastó una mirada para ver que el anzuelo que había lanzado había caído en el lugar adecuado.
El ajedrecista estaba inclinado sobre el tablero y aparentaba estar cavilando la siguiente jugada. Pero sus ojos no estaban en el juego. No se movía, contemplaba las piezas como embobado, sin verlas. Luego levantó lentamente la cabeza.
—En Sevilla, Dios mío, en Sevilla, lo sabía —murmuró de manera casi inaudible.
Ibn Ammar, con mano tranquila, movió su segunda torre a la casilla hacia la que había enrocado ocho jugadas antes. Devolvió la mirada a su adversario, que ahora lo observaba con abierta curiosidad. Se obligó a no mirar el alfil blanco, que, en una sola jugada, podía hacer fracasar todo su ataque.
—Puede ser que nos hayamos visto en el madjlis del príncipe. Depende de cuándo fue que estuviste en Sevilla —dijo Ibn Ammar.
El ajedrecista levantó una ceja.
—¿El príncipe Ismail, el heredero? —preguntó, vacilante.
—No —dijo Ibn Ammar—. El príncipe Mohamed, el segundo, que era gobernador de Silves.
El ajedrecista se levantó de su postura encorvada y se estiró. Era como si le hubiesen quitado de encima unas pesadas cadenas.
—Mohamed ibn Ammar —dijo con una sonrisa de alivio—, el amigo del príncipe, el afortunado, envidiado por todos, Mohamed ibn Ammar. Dios mío, ahora recuerdo. Estabas a punto de partir hacia Silves con el príncipe, y yo fui a la fiesta que disteis en esa ocasión. ¿Cuánto hace de eso? Por lo menos siete años.
—Ocho años —corrigió Ibn Ammar.
—Ocho años —repitió el ajedrecista balanceando la cabeza—. ¿Por qué no me habré fijado en tu nombre?
—En la carta que envié a Ibn Mundhir me presenté con mi nombre de pila, Abú Bakr, que sólo conocen mis amigos —dijo Ibn Ammar en voz baja.
El ajedrecista se inclinó hacia delante.
—¿Cómo? —preguntó—. ¿Por qué juegas al escondite?
—Terminemos la partida, después te lo explicaré todo —contestó Ibn Ammar.
Observó cómo el ajedrecista, indeciso, movía la mano de una pieza a otra para, finalmente, coger el caballo, volver a retirar la mano y, tras largas cavilaciones, mover ese caballo dejando fuera de la partida al peón de uno de los extremos, que Ibn Ammar había dejado allí como señuelo. Cinco jugadas después Ibn Ammar estaría listo para ejecutar la jugada definitiva. Estaba seguro. Había calculado todas las posibilidades.
Cuando, en la jugada siguiente, Ibn Ammar movió el alfil para apoyar a las dos torres, su adversario tomó conciencia de lo que pasaba. Contempló boquiabierto la segunda torre, como si nunca antes la hubiese visto. Parecía tan desconcertado como el comandante de una fortaleza que, de repente, ve asomar a los sitiadores por la muralla más escarpada, considerada inexpugnable. No quería creerlo, pero se resignó a la derrota sorprendentemente pronto. Era un buen perdedor.
—Tienes mucho talento, amigo mío —dijo con sincera admiración—. Un talento sorprendente. No sé cómo podré pagarte mi deuda. No creo que necesites que te haga un favor. Prefiero pagarte los tres dinares.
—No —dijo Ibn Ammar—, dejémoslo en lo pactado. Es posible que hoy no necesite tu ayuda, hoy es mi día. Pero la fortuna va y viene, y un día te recordaré el favor. Dios lo sabe.
Poco después emprendieron juntos el camino hacia la casa de Ibn Mundhir, el comerciante.