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RÍO ALCANADRE

JUEVES, 9 DE SIWÁN, 4844

16 DE MAYO, 1084 / 7 DE MUHARRAN, 477

Una de las mujeres del campamento había dado a Karima el nombre de «at–Tubayba», «nuestra pequeña médica». La mayoría de las andaluzas la llamaban así. En el campamento había muchas andaluzas, tanto mozárabes como musulmanas que habían sido tomadas como botín en algún ataque y luego habían preferido quedarse allí, pues la vida con los mercenarios parecía más agradable que el trabajo incesante que se exige a una criada o una campesina. En el campamento había mujeres de toda condición y todos los países. Karima había oído historias increíbles: relatos de las vidas colmadas de aventura de criadas evadidas, putas marcadas con fuego y adolescentes compradas a sus padres. Una de sus vecinas era una muchacha rubia de dieciocho años, natural del país del emperador de los francos, que afirmaba ser hija de un distinguido señor. Cuando tenía doce años había emprendido un peregrinaje a Compostela con su padre. El padre había muerto durante el viaje, dejando a su hija y el dinero que llevaba para el viaje en manos de uno de sus vasallos. Este vasallo había huido con el dinero, dejando a la niña desamparada. Ella se había hecho pasar por un muchacho y había vivido dos años pidiendo limosna; luego se había unido a un grupo de juglares y había aprendido a hacer juegos malabares con cuchillos, hasta que el hijo bastardo de un comandante castellano se había enamorado de ella y la había llevado consigo al campamento del Don.

Karima había oído innumerables historias. Pero tras dos semanas esas historias habían perdido paulatinamente su encanto, y había empezado a molestarle tener que vivir sobre el suelo raso y entre paredes de esteras y lonas enceradas. En el campamento pululaban los insectos, y Karima libraba una desesperada batalla contra pulgas y piojos. Pronto también estuvo harta de tener que escuchar una y otra vez las mismas historias de hombres. Hasta Felicia, con su sudoroso afecto, le resultó a la larga difícil de soportar. Karima se apartaba siempre que podía.

Empezaba a preguntarse cuánto tiempo más tendría que llevar esa vida. ¿Cuánto tiempo pensaba Lope quedarse con ese montón de mercenarios? Al principio no había pensado demasiado en aquello de que los hombres conquistarían un lugar estable al que luego se trasladaría todo el campamento. No había llegado a comprender bien qué significaba eso. Pero, con el paso de los días, había ido tomando conciencia. Los hombres atacarían alguna pacífica población, tomando prisioneros a los habitantes y matando a quienes se resistieran. Hacían la guerra contra gente inocente. Y Lope era uno de ellos. Ella misma era uno de ellos. Cuando más adelante se trasladara a la ciudad, sería tan culpable como los otros. ¡Dónde había ido a parar! ¿Qué esperanzas tenía? ¿Qué esperaba realmente? ¿Qué tenían en común ella y Lope? ¿Qué futuro? Qué otro futuro podía tener Lope, si no éste: guerrear y hacer botín al servicio de algún comandante de mercenarios. ¿Qué había aprendido a hacer Lope en su vida, además de manejar armas?

Recordó una conversación con Ibn Eh, que había demostrado tener la mente más clara que su padre y había comprendido mejor que una muchacha de catorce o quince años se sintiera impresionada por aquel joven hidalgo español. Ibn Eh había despachado a todo el estamento militar con unas pocas palabras, dichas como de paso pero tan bien dirigidas que Karima nunca las había olvidado. Había hablado de una clase social innecesaria, que sólo destruía, sin construir jamás. Había hablado de una valentía estúpida que exponía a los hombres a peligros de los que cualquier persona razonable huiría. De insensatos que no habían sido capaces de separarse de los juguetes de su niñez y, al llegar a adultos, seguían jugando, sólo que, por desgracia, sus juguetes eran mortales.

Durante aquellos días de soledad, Karima, en algunos momentos, había estado a punto de pedir a Lu’lu que la llevara a Zaragoza.

Pero aquella tarde, poco antes de la puesta de sol, cuando una ola de nerviosismo se apoderó del campamento y las mujeres corrieron hacia la puerta dejando ondear sus faldas, cuando Alienor, la provenzal de la cabaña vecina, se echó rápidamente encima su vestido rojo y se soltó el cabello, que cayó largo sobre su espalda, y el griterío que venía de la puerta anunció finalmente el regreso de los hombres, entonces ya todo quedó nuevamente olvidado.

Sólo se esperaba a una pequeña tropa, que ayudaría a desmontar el campamento y a llevar a las mujeres y todo el bagaje a salvo al nuevo acantonamiento. No cabía esperar que Lope llegara en el grupo; sin embargo, Karima si lo esperaba. Quiso correr hacia la puerta como las otras, pero tras un par de pasos se detuvo y se quedó al borde de la amplia calle del campamento, se alisó la falsa, miró confusa a su alrededor y se sintió abochornada al ver la mirada de Lu’lu dirigida hacia ella.

—¡Allí está! —dijo Lu’lu, señalando con el brazo estirado en dirección a la puerta.

Karima lo vio llegar por la calle del campamento, entre los otros. No eran más de veinte hombres. Algunos ya habían desmontado, otros habían subido a sus mujeres al caballo. Alienor, con su vestido rojo, estaba sentada delante de uno que cabalgaba junto a Lope. Ése debía de ser el capitán del que tanto hablaba la Provenzal, que ahora lo había abrazado del cuello.

Lope estaba ileso. Levantó el brazo al ver a Karima. Estaba gris de polvo y su rostro parecía una máscara de hierro. También los otros iban cubiertos de polvo de arriba abajo. Entre ellos había hombres a los que Karima no había visto nunca en el campamento. Un rostro le resultaba familiar, pero no tuvo tiempo de pensar en él, pues Lope ya estaba allí, desmontando y sacudiéndose el polvo del traje.

Karima oyó una voz que venía desde arriba, una voz sonora y clara.

—¡Eh, Lope! ¿Esa es tu mujer?

La voz le cortó la respiración, sin que ella supiera por qué. Cuando levantó la mirada vio la silueta de un jinete recortada contra el sol. Entornó los ojos. Alienor y su vestido rojo. El capitán. A primera vista no lo reconoció. Aquel bigote del color de la paja la confundía. La vez anterior no lo llevaba. Pero entonces él la miró enseñando los dientes, radiante, y ella estuvo segura. Ya no cabía duda, ni la menor posibilidad de duda: esa boca ancha, esos dientes de rapaz, esos ojos azules como el agua.

—Hombre, hermano, ¿por qué no me habías hablado de esta mujer? —le oyó decir—. ¿Por qué te lo llevabas tan callado? ¡Vaya hermosura! —Se inclinó en la silla—. Mis respetos, dueña —dijo, radiante—. Mi más sincera admiración.

Karima estaba tan sorprendida que devolvió la inclinación, y un escalofrío recorrió su cuerpo cuando, de pronto, le vino a la cabeza la idea de que él también tenía que haberla reconocido. Pero un instante después cayó en la cuenta de que él no podía haberla visto, pues aquel día llevaba puesto su velo de viaje.

—Lope, amigo mío —le oyó decir—, espero poder recibiros en mi casa pronto.

Karima le vio hacer un gesto ampuloso con la mano, señalando su cabaña, y luego, por fin, espolear su caballo y marcharse.

Karima reconoció también al mozo que lo seguía, un chico de rostro alargado, ojos amables y barba rala y rubia. Le flaquearon las piernas y tuvo que cogerse de un poste. No se atrevía a levantar la vista y mirar a Lope a la cara. Temía que él hubiera adivinado lo que ocurría. Pero luego vio que Lope no le prestaba ninguna atención; ni siquiera tenía intención de dirigirse a ella para saludarla. Estaba ocupado con su caballo; le quitó las alforjas y se las dio a Lu’lu, que se apresuró a llevarse el animal. Cuando Lope y Karima estuvieron solos, se quedaron de pie frente a la cabaña como dos extraños reunidos inesperadamente por el azar en un mismo lugar, sin saber qué decirse.

Karima casi se sintió aliviada cuando, poco después, el capitán de la cabaña vecina llamó a Lope y le propuso que lo acompañara a lavarse al río.

Cuando Lope volvió, estaba de un humor más distendido. Lu’lu había encendido fuego, conseguido vino y asado unos cuantos pájaros. Mientras comían, preguntó a Lope por la cabalgada, sonsacándole más y más detalles, hasta que finalmente Lope salió de su reserva y empezó a contar.

Pero cuando ya se había puesto el sol, la conversación se interrumpió de repente, pues de la cabaña del capitán empezaron a llegar los gemidos de la bella provenzal, seguidos de agudos gritos, risitas melindrosas apenas reprimidas y, finalmente, sollozantes jadeos de placer en todos los tonos posibles, tan exageradamente sonoros como si quisieran hacer partícipe de sus placeres a todo el campamento.

Lu’lu intentó sofocar los ruidos hablando en voz más alta y más deprisa, pero era en vano. Lope enmudeció y se quedó mirando fijamente el fuego; por fin, se puso de pie sin decir nada y desapareció en dirección a la puerta del campamento y los establos.

Karima y Lu’lu se quedaron en silencio junto al fuego, viendo cómo se consumía. Cuando ya sólo quedaban unas pocas llamitas azuladas ardiendo entre las brasas, el monje pelirrojo apareció calladamente sobre el resplandor de la hoguera, sigiloso como una rata hambrienta, y dijo:

—¡Vaya hombre es ése! ¡Carga con una olla llena de miel y ni siquiera la prueba!

Lu’lu se levantó de un salto, pero no estaba aún de pie cuando el monje ya había vuelto a desaparecer al abrigo de la oscuridad. Ya sólo oyeron su horrenda risa.

La noticia sobre el extraño comportamiento de Lope no tardó en dar la vuelta al campamento. Karima empezó a notarlo ya al día siguiente. Hasta entonces nunca nadie la había molestado. El Don imponía sanciones draconianas a los hombres que intentaban arrebatarse mutuamente la mujer y se peleaban por ello. Mientras fue considerada la mujer de Lope, Karima había podido sentirse segura, pues él, contratado como jinete de armadura, pertenecía a la clase privilegiada del campamento. Pero ahora que Lope había dado a entender con su actitud que no la pretendía como compañera de cama, Karima se había convertido de pronto en una presa disponible. Primero no comprendió lo que pasaba por las cabezas de los hombres; estaba demasiado poco familiarizada con las costumbres de ese nuevo mundo. Sólo advirtió que la miraban con codicia y que se comportaban de otra manera cuando la veían andar por el campamento: más impertinentes, más provocadores, inflados como gallos en celo. La actitud de las mujeres también cambió de la noche a la mañana; ahora miraban a Karima con ojos recelosos, o se mostraban agresivas, como la bella Alienor, que, cuando iban a buscar agua, tropezaba con ella adrede para hacer caer la jarra que llevaba sobre la cabeza. Muchas mujeres que hasta ahora la habían tratado con simpatía, procuraban apartarse de ella, como si de un momento a otro se hubiera convertido en su enemiga. Hasta Felicia la eludía.

Karima ya casi no salía de la cabaña, y cuando no le quedaba más remedio que hacerlo, se acompañaba siempre de Lu’lu. Pero de poco servía el criado negro. A pesar de su imponente estatura, ninguno de los hombres parecía tomarlo en serio. No lo consideraban un hombre. Su presencia no los intimidaba.

A última hora de la tarde, cuando Lope estaba en los establos, el capitán hizo una visita a Karima. Llevaba puesto un capote de seda rojo y zapatos marrones como los dátiles, se contoneaba como un pavo real y le hacía la corte descaradamente. Decía lamentar no haber encontrado a Lope en casa, pero no había duda de que, en realidad, se alegraba; además, había elegido el momento exacto para encontrar sola a Karima.

Al día siguiente, el capitán envió a su mozo con una invitación formal para que Lope y Karima fuesen a comer a su casa. El mismo se ocupó de la comida. Mandó servir codornices y perdices asadas, y para beber vino de Valencia escanciado en copas moras. Mostró su mejor lado; se deshizo en atenciones hacia Karima y le echó delicados requiebros, que sonaban tan graciosos en su español entrecortado que Karima no podía evitar reírse espontáneamente. Por momentos, cuando pensaba que ese hombre alegre, encantador y cortés era uno de los asesinos del puente de Alcántara, dudaba de si misma, no podía creerlo.

Sintió la mirada de la bella provenzal, que se había maquillado como una puta para una fiesta, y que actuaba como una gran dama, dirigiendo fogosas miradas a Lope, en un desesperado intento de poner celoso a su amante. Vio que la seguridad en sí misma de la Provenzal iba mermando bajo el menosprecio del capitán, y que el odio empezaba a arder en ella hasta arrancar destellos a sus ojos.

Al capitán los ojos le brillaban de puro deseo. A Karima le resultaba muy difícil defenderse de sus cumplidos. La tensión del ambiente podía contarse con un cuchillo. Sólo Lope parecía no darse cuenta de nada. Comía con buen apetito, bebía como Karima jamás le había visto beber, se dejaba acariciar por las miradas de la Provenzal e ignoraba las alusiones del capitán, como si estuviera sordo. Y Karima ardía por dentro; estaba tan furiosa como nunca antes. A punto estuvo de revelar a Lope quién era el capitán.

Al día siguiente, Karima advirtió sorprendida que los hombres volvían a dejarla en paz. No más silbidos ni chasquidos de lengua ni gestos desvergonzados. Karima tardó un rato en comprender qué había ocurrido: el capitán había dejado bien claro a ojos de todos que estaba interesado en ella. Con esto, Karima se había tornado inalcanzable para todos los demás hombres. Ninguno estaba dispuesto a disputársela al Normando. Se sentía furiosa, tanto más por cuanto Lope ni siquiera parecía intuir lo que pasaba.

Ya la tarde siguiente, el capitán volvió a insinuar sus expectativas. Se presentó en la cabaña nada más marcharse Lope a los establos. Karima intentó rechazarlo, pero el capitán actuaba como si su visita se apoyara en una larga tradición que le concedía un firme derecho. Le llevó una cadena de coral rojo. Cuando Karima rechazó el regalo, el capitán fingió arrepentirse y le pidió, de un modo encantador, que perdonara su atrevimiento.

Al atardecer, cuando los hombres se habían reunido con el capitán para deliberar y Karima estaba sola, sentada a la puerta de la cabaña, volvió a aparecer de repente el monje pelirrojo.

—¿Por qué no sois un poquito más amable con nuestro capitán? —preguntó el monje, y esta vez su voz no tenía aquel tonillo sarcástico—. El capitán os tiene en mucho. Podéis vivir muy bien a su lado. No encontraréis un hombre mejor en toda la tropa.

Karima hizo como si no oyera.

—Según he oído, el capitán estaría dispuesto a echar hoy mismo a esa bonita provenzal. Le paga seis dinares de oro al mes. Estaría dispuesto a ofreceros a vos el doble, sin contar los regalos.

Karima apretó los labios y siguió mirando fijamente hacia delante.

—El capitán os daría todo lo que desearais —continuó el monje, acercándose tanto que ella podía oir su respiración, y, susurrando, añadió—: Se dice que el capitán es capaz de arrancar un guijarro de una pared con lo que lleva bajo el cinturón, ¡así está de bien dotado!

Karima no se movió. Esperó a que el monje se marchara, se levantó y entró en la cabaña. Y, a oscuras, se acurrucó en el suelo y se llevó las manos a la cara para reprimir sus sollozos. Los hombros se le sacudían mientras ella lloraba en silencio. Lloró como no lo había hecho nunca desde que dejó de ser una niña.

Lope había tomado por costumbre salir cada día al amanecer y cabalgar una hora por los pastos de la orilla del río, para mantener en movimiento a los caballos. Al principio, cuando toda la tropa estaba aún en el campamento, encontraba por lo regular a algún otro hombre que quisiera acompañarlo. Pero esos últimos días había salido siempre solo.

Esa mañana, el capitán lo estaba esperando en los establos. Salieron a cabalgar juntos. Atravesaron el pinar en dirección al norte, bajaron al valle por un estrecho sendero y siguieron por el fondo del mismo. Cuando salieron a un terreno abierto, en el que podían cabalgan uno al lado del otro, el capitán dijo sin rodeos:

—Escucha, hermano, tengo que hablar contigo de una cosa.

Lope le echó una mirada interrogante.

—Ya imaginarás qué quiero pedirte —continuó el capitán.

—No —dijo Lope.

El capitán pareció sorprenderse, pero no por ello se detuvo.

—Se trata de la mujer que tienes contigo —dijo—. La gente del campamento afirma que ella no significa nada para ti. No suelo creer en las habladurías de la gente, pero si lo que dicen es verdad, estoy dispuesto a proponerte un trato —hizo una pausa y miró a Lope, escudriñándolo.

—¡Vaya! —dijo Lope—. ¿Qué tipo de trato?

—Un trato honrado, entre hermanos —dijo el capitán enseñando los dientes—. Escucha, amigo, los dos necesitamos un cambio, lo entiendo, no hace falta que me lo digas. Te ofrezco a esa francesita y cincuenta meticales de oro. ¿Trato hecho?

Lope vio la mirada expectante del capitán y, en un primer momento, se dijo que no debía de haber entendido bien, aunque sabía perfectamente qué era lo que quería el capitán. No estaba seguro de si sentirse ofendido o furioso, pero notó que la furia empezaba a apoderarse de él. Sin embargo, cuando iba ya a responder violentamente, logró contenerse. ¿Qué motivo tenía para montar en cólera? ¿Qué derecho tenía? Karima no era su mujer ni su hermana. Si el Normando iba tras ella, ¿por qué habría de impedírselo? ¿Acaso la oferta del capitán no estaba en consonancia con el código de comportamiento que regía en la tropa?

—¡Ochenta meticales! —dijo el capitán.

Lope esquivó su mirada. ¿Era posible que ese putero normando tuviera ya algún motivo para albergar esperanzas? ¿No le había dicho Lu’lu que el capitán había visitado a Karima dos veces cuando él no estaba? ¿Acaso ese maldito hijo de puta no había estado pavoneándose ante ella durante aquella comida?

—¡Cien meticales! —dijo el capitán.

—Ésa no es la cuestión —dijo Lope con seca cortesía.

El capitán lo miró de reojo, con una ancha sonrisa.

—Ésa no es una respuesta —replicó.

—Pues no hay otra —dijo Lope, siempre con la cabeza recta hacia delante.

—Como tú quieras, hermano —dijo el capitán, sin enojarse—. No quería ofenderte. Pero mi oferta se mantiene: la francesita y cien meticales en oro. Piénsalo con calma. Puedo esperar. —Detuvo su caballo, dio media vuelta y emprendió el camino de regreso, antes de que Lope pudiera responder.

Lope clavó los talones en las ijadas de su caballo y subió a todo galope por la ladera del valle, como queriendo escapar de sus pensamientos. Luego, en algún momento, se detuvo de repente, y le acudió a la cabeza la idea de que el capitán podía estar con Karima en ese preciso momento, quizá contándole el resultado de su conversación. Se dijo a si mismo que tenía que proteger a Karima de ese maldito normando, se lo debía al hakim. Y de pronto se dio cuenta de que él era el culpable de todo. No debía haber llevado a Karima a ese campamento de mercenarios, o, como mínimo, no debía haberla dejado sola allí. Debía haberla llevado a Zaragoza con Lu’lu inmediatamente después de llegar; debía haberle evitado esa estancia en el campamento. Se sumió en el remordimiento, pero conforme se acercaba al campamento iba abriéndose paso otra idea. ¿Por qué motivo la gente del campamento había empezado a decir lo que había insinuado el capitán? ¿Acaso había molestado alguna vez a Karima desde que emprendieron su largo viaje juntos? ¿No había dejado a Lu’lu para que la protegiera? ¡Quizá era precisamente eso lo que había incitado las habladurías de la gente! Quiso aferrarse a esta última idea, pero cuando llegó a los establos estaba convencido de que la culpa de todo debía buscarse más en Karima que en él. Tenía la cabeza llena de reproches a Karima, y mientras bajaba por la calle del campamento, iba hilando las palabras con las que revestiría esos reproches. Cuando se topó con ella a la puerta de la cabaña, dijo, enojado pero en voz tan baja que sólo Karima pudo escucharlo:

—¡Han ocurrido cosas que afectan a mi honor! ¡Cosas que nos conciernen a los dos y de las que tenemos que hablar!

Ella lo miró sorprendida, achinando los ojos.

—¡Cosas! ¡Cosas! ¿Qué cosas?

Lope no estaba preparado para esa respuesta, pero consiguió mantener el tono de enfado:

—No creo que éste sea lugar para hablar —dijo—. ¡Aquí nos oyen todos!

—Bien —respondió Karima con la misma vehemencia—. Entonces vayamos a donde no nos oiga nadie.

Karima se levantó de un salto y cogió la calle del campamento en dirección al río. Andaba muy deprisa, obligando a Lope a seguirla casi a la carrera. Él, ante esta prisa impuesta, perdió parte de su seguridad en sí mismo, y de repente advirtió que tampoco encontraba las palabras que tan cuidadosamente había preparado. Cuando llegaron al tortuoso sendero que conducía al río, y Karima le preguntó a bocajarro de qué quería hablar, ya sólo pudo balbucear.

—Se trata de ese normando… del capitán… —empezó, pero cuando Karima volvió hacia él sus ojos centelleantes, enmudeció por completo.

—¡Del capitán! —dijo ella con inquietante dureza—. ¡Esto empieza bien! ¡Yo también tengo algunas cosas que decirte del capitán!

Lope encontró una respuesta adecuada, pero antes de que pudiera decirla, Karima se dio la vuelta y siguió bajando por el sendero con largas zancadas, y él encontró inapropiado dirigir sus reproches contra alguien que le daba la espalda.

—¡Te escucho! —dijo ella, mordaz.

Lope tenía que decir algo si no quería terminar agachando la cabeza.

—¡No tengo ganas de hablar y correr al mismo tiempo! —dijo.

Karima se detuvo tan de improviso que Lope casi siguió de largo.

—¡Vaya, por fin! —dijo ella—. ¡En estos últimos meses no hemos hecho otra cosa que hablar y correr!

—Esa no es la cuestión —contestó Lope, enérgico.

—¿Y cuál es la cuestión, entonces? —replicó ella, furiosa—. ¿Cuál puede ser? ¡Llevo siglos esperando que lleguemos de una vez a la cuestión!

—Volvió a darse la vuelta y siguió sendero abajo.

Lope corrió tras ella, sólo para volver a detenerse de golpe un poco más allá.

—Se trata de… de que me siento ofendido en mi honor. En el campamento circulan rumores… —empezó a decir, titubeando—. Se trata de que no puedo permitir que ese bocazas de normando o cualquier otro se imaginen… No estoy dispuesto a aceptar… —se interrumpió, pues tenía la impresión de que ella no lo estaba escuchando. Se puso furioso consigo mismo, por no haber sido capaz de hallar las palabras oportunas. Ya ni siquiera sabía qué tenía que reprocharle a Karima, por más que se esforzaba en reencontrar el hilo.

Por fin llegaron al fondo del valle. Karima se volvió y lo miró con los ojos entornados y expresión de furia. Temblaba de rabia; estaba tan furiosa que Lope se apartó un paso sin pensar.

—¡Tú! ¡Tú! ¡Siempre tú! —le gritó a la cara—. ¡Tu honor, tu venganza, tu estúpida promesa! ¡En lo único que piensas es en ti! ¡Lo único que tienes en la cabeza eres tú! ¡Todo gira únicamente en torno a ti! ¡A ti! ¡A ti!

Lope estaba convencido de que ella no tardaría en arrojarse sobre él, y levantó las manos en un gesto espontáneo de defensa.

—¿Has pensado alguna vez en mí durante todo este tiempo? —continuó con voz vibrante de rabia—. ¿Has desperdiciado aunque sea un solo pensamiento en mí? ¿En cómo lo he pasado, cómo me he sentido? ¿Se te ha ocurrido alguna vez ponerte en mi lugar? ¿Has pensado en mi alguna vez? ¡Dímelo! ¿Has pensado alguna vez en mi en todos estos meses?

Lope no sabía qué responder. Se quedó mirándola, completamente amilanado. No estaba preparado para semejante estallido. Nunca hubiera creído que Karima pudiera mostrarse tan fuerte.

—Me dejas aquí, entre esas mujeres que se rompen la boca hablando de mi, porque no saben si soy tu mujer, tu hermana o simplemente una puta judía. Me arrastras a la casa de ese presuntuoso capitán y ni siquiera te das cuenta de que me está haciendo la corte, y yo todavía tengo que estar agradecida, porque al menos así los demás hombres me dejan en paz. Me tratas como si tuviera lepra, y después te sorprendes de que la gente hable. Ni siquiera te dignas a darme la mano cuando me saludas. Te sientas allí, inmóvil como un palo, no hablas, ni tan sólo guardas las apariencias, y después aún tienes la desfachatez de quejarte de los rumores que circulan. Tienes la desfachatez de hacerme reproches, mientras yo he de resignarme a que un fulano cualquiera envíe a su lacayo para hacerme propuestas indecentes. ¡Hasta ahí hemos llegado! ¡No pienso aguantar más!

Lope era incapaz de producir un solo sonido. Estaba tan afectado, tan indefenso, que en ese momento Karima hubiera podido tirarlo al suelo con la punta del dedo meñique.

—¿Qué propuestas? ¿Qué lacayo? ¿Qué fulano? —balbuceó.

—¡Sí! —dijo Karima, fuera de sí—. Eso es lo que te gustaría saber. ¡Quién! ¡Qué hombres! Porque eso empaña tu honor, tu sensible honor. Voy a decirte lo que pienso de tu honor. ¡Me cago en él! ¡Me cago en tu honor!

Estaba de pie junto a él, ebria de rabia, como en espera de que Lope se atreviera a mover un solo dedo para arrojársele encima. Pero, como Lope callaba, se quitó de un tirón la faja de la cabeza, que se había soltado. Por un instante Lope creyó ver en sus ojos una sonrisa burlona, aunque no estaba seguro, y ella no le dio tiempo a comprobarlo, pues pasó a su lado sacudiendo la cabeza para desenredarse el pelo y volvió a subir el sendero con paso enérgico, al tiempo que se colocaba nuevamente la faja.

Cuando estaba ya a mitad de la cuesta, se volvió una vez mas.

— Ya era hora de que habláramos —gritó hacia abajo.

Lope no supo qué contestar.

Partieron un día. Un largo convoy: bestias de carga; carros sobrecargados a los que iban atadas cabras, ovejas y vacas; jinetes delante y a los lados, como perros ovejeros manteniendo unido el rebaño; mujeres y niños a pie. Los más lentos marcaban el ritmo de la mancha. El capitán había calculado tres días para el viaje.

Levantaron su primer campamento nocturno en el valle del Cinca. Acababan de acomodar las cosas, reunir los carros y alimentar a los caballos cuando los primeros relámpagos cruzaron el cielo. De pronto hubo un extraño ruido en el aire, un inquietante zumbido apenas audible, que se oía sólo porque todos los demás sonidos se apagaron. Ya no se oía el murmullo de las hojas ni el canto de los pájaros ni el crujir de la hierba seca. No se sentía una sola ráfaga de aire. Absoluto silencio, como si la naturaleza contuviera la respiración. Sólo ese zumbido en el aire, cada vez más intenso, atemorizando a los animales y haciendo llorar a los niños. Y luego todo se precipitó: el rayo desatándose sobre el horizonte, el interminable rugido cada vez más fuente y amenazante del trueno, y una colosal pared de nubes levantándose en el cielo.

Tuvieron que salir del valle, porque temían que el río se desbordara. Engancharon los caballos y empacaron las cosas lo más rápidamente posible, pero aún no habían terminado cuando la primera ráfaga de viento azotó los árboles y avivó las hogueras, y dos caballos se espantaron, huyendo a todo galope y pisoteando los bultos de equipaje. Entonces cundió el pánico. Todos intentaron ponerse a salvo a toda costa, salir del valle, subir, alejarse del río.

Lope había cabalgado en la parte delantera del convoy, con Karima y Lu’lu, y habían acampado cerca del brazo principal del río, en un terraplén circular poblado de árboles. Al acercarse la tormenta, Lope los había incitado a partir inmediatamente, pero mientras todos los demás huyeron hacia atrás, ellos tres cruzaron el río, intentando llegar a tiempo a la orilla oriental. Llegaron justo a tiempo. Un instante después se desató el infierno, con sus relámpagos cegadores y el estrépito vibrante de los truenos, y luego cayó el agua, como si un gigante hubiera abierto con su cuchillo el monstruoso odre de nubes negras que pendía sobre ellos.

Sólo un instante después estaban empapados hasta los huesos, con las botas llenas de agua hasta el borde, las alforjas caladas hasta las capas más internas. Nada resistía al agua. Avanzaron tirando de las riendas de los caballos a través del ralo bosquecillo. Pequeños arroyos empezaban a formarse por todas partes. La noche era oscura como boca de lobo, pero los rayos se sucedían con tal rapidez que podían moverse sin peligro por entre los árboles. Por fin, Lope encontró a una cierta distancia del camino un lugar más o menos protegido, abrigado del viento por una gran encina inclinada, a cuyo tronco ató un toldo que por lo menos protegería a Karima. A la entrada de esta tienda improvisada amontonó las sillas de montar y las alforjas, para protegerla aún más del viento, y arrancó un par de ramas para cubrir el suelo, mientras Lu’lu se ocupaba de mantener tranquilos a los caballos.

Cuando el refugio estuvo listo y Karima por fin pudo tumbarse, se dieron cuenta de que todo su trabajo había sido en vano, pues en cuanto se aleló la tormenta y dejó de llover, empezó a gotear de las ramas de los árboles, de modo que habrían estado mejor en un lugar al descubierto. Pero ya era demasiado tarde; estaba tan oscuro que uno apenas podía ver sus propias manos.

Lope se acuclilló a cierta distancia del refugio, bajo el tronco de un árbol, abrazándose las piernas y tensando los músculos para reprimir el temblor que lo atacaba cada vez con mayor frecuencia. La noche no era fría, pero la humedad lo helaba; cada ráfaga de viento parecía penetrar en su piel y cada gota que le caía encima parecía bañarlo de pies a cabeza. Hubiera podido buscar un lugar seco, pero mientras Karima estuviera bajo el toldo sobre el que chapoteaban sin descanso las gotas que caían de las copas de los árboles, él, pensaba, tendría que quedarse debajo de su árbol. Como mínimo quería esperar hasta que se quedase dormida. Prestó atención y le pareció oír que a Karima le castañeteaban los dientes, y aquel sonido le oprimió la conciencia, como si él solo fuera responsable de la tormenta, la humedad y el frío que ella tenía que padecer. Más tarde, se quedó dormido. Cuando despertó seguía oscuro. No oía ningún ruido procedente de la tienda. Tampoco oía a los caballos. Estaba aterido de frío. Un rato después, se dijo que debía ir a ver los caballos. Se levantó silenciosamente y caminó a tientas entre los árboles hasta llegar a donde estaba Lu’lu. El criado negro yacía boca abajo encima del caballo de reserva, los pies cruzados sobre la grupa del animal, las manos abrazando el pescuezo y la cabeza apoyada sobre éste. Dormía plácidamente; parecía estar caliente sobre el lomo tibio del animal.

Lope retrocedió unos pasos, prestó atención una vez más a la respiración de Karima, buscó un claro que estuviera seco y se acostó allí. Negros nubarrones cruzaban el cielo, y entre los jirones de nubes empezaban a asomar las primeras estrellas. Lope seguía congelado como un gato mojado, pero volvió a quedarse dormido antes de que despuntara el alba.

Una escalofrío sacudió a Karima, despertándola de un profundo sueño. Yacía en el suelo como petrificada; tenía la sensación de que todo su cuerpo se hubiera encogido para aprovechar el último e ínfimo resto de calor que se conservaba dentro de ella como por milagro. Yacía aovillada con ropas húmedas bajo una manta húmeda, y un temblor convulsivo la estremecía a intervalos regulares. De pronto oyó el canto de un pájaro, alegre y fuerte; abrió los ojos y vio que fuera ya era de día. Una luz tibia y dorada se filtraba a través del follaje de los árboles. Presintiendo la calidez exterior, se quitó de encima la manta sin pensar y se arrastró hacia fuera.

Le dolían todas las articulaciones, como si las tuviera atrofiadas. Se frotó los brazos y las piernas hasta sentir que les volvía la vida. Era de mañana, y el sol ya calentaba allí donde los árboles le permitían llegar. Buscó a Lope con la mirada, pero no lo vio, ni tampoco a Lu’lu.

Corrió hacia un claro, bañado completamente por el sol. El suelo estaba blando y la hierba se extendía como una alfombra de seda verde; los colores relucían como lavados por la lluvia. Al salir de la sombra de los árboles a la luz, cerró los ojos, cegada, y echó la cabeza hacia atrás. Notó el calor sobre su piel y se quedó inmóvil, sintiendo cómo iba entrando en su cuerpo. Se estiró placenteramente, y en ese mismo instante se estremeció al advertir que algo se movía entre sus pies. Era Lope, que se levantó de un salto y la miró desconcertado, como alguien que acaba de despertar de un profundo sueño y aún no sabe si lo que ve es real o sigue siendo parte de ese sueño.

—No te había visto —dijo Karima con una sonrisa—. El sol me cegaba. —Estaba de pie, frente a ella, con los hombros recogidos y expresión de asombro, aún medio dormido. Estaba muy cerca de ella.

—Hay un sol hermoso, y tibio —dijo ella—. Nunca en mi vida había disfrutado tanto del sol como hoy. —Mantenía la mirada fija en los ojos de Lope. Dios mío, pensaba, cómo se atormenta con su estúpido orgullo masculino, con su honor, con sus juramentos. ¿Por qué se aferra a ello tanto como un cojo a su muleta? ¿Por qué se toma todo tan a pecho? ¿Por qué tiene tan poca fantasía? ¿No oye cantar a los pájaros? ¿No siente el sol sobre su piel? ¿No siente que lo amo?

Qué indefenso es, pensaba Karima, y qué estúpido, qué terriblemente estúpido, con ese orgullo masculino. Nunca aprenderá. Si no lo ayudo, nunca aprenderá.

Dio un paso hacia él, el paso que los separaba, y lo abrazó.