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ALBESA

MARTES, 15 DE AB, 4844

30 DE JULIO, 1084 / 14 DE RABÍ I,477

Cada tarde, apenas el sol enrojecía y cedía el calor, Karima subía a la azotea, que quedaba frente a la torre de la puerta, y miraba. Podía divisar más de tres millas de la carretera que llegaba al pueblo desde el suroeste. Desde hacía una semana, Karima subía a mirar cada día; desde hacía una semana se pasaba los días esperando que Lope volviera. Tenía el corazón en un puño ante la idea de que pudiera haberle pasado algo.

No podía vivir sin él. Los pocos días pasados en el campamento a orillas del río le habían demostrado que no estaba hecha para vivir entre ese montón de mercenarios. Lo soportaba porque Lope estaba con ella. Los días que habían pasado juntos desde aquella tormenta a orillas del río Cinca habían transcurrido en un abrir y cerrar de ojos. Sin Lope, el tiempo se arrastraba lentamente; sin Lope todo era insoportable.

Por otra parte, las circunstancias externas ya no le daban motivo de queja. El Don había asignado a Lope la casa que cayó en sus manos durante la conquista de la ciudad. El propietario era un tintorero judío, cuya familia, agradecida por el buen trato recibido, se apresuraba a complacer cada deseo de Karima sin necesidad de que ella lo expresara. Y Lu’lu también se ocupaba constantemente de ella. Cuando pensaba en el afecto con que la trataban todos, a menudo se sentía desagradecida y se avergonzaba de si misma. Pero hacerse reproches tampoco ayudaba. Se había criado en una gran ciudad, y la vida en un pequeño pueblo de la frontera, apartado de la civilización, entre campesinos, pequeños comerciantes, artesanos y los mercenarios del Don y sus mujeres, le resultaba cada día más limitada y agobiante.

Añoraba Sevilla, la vida agitada de la ciudad, la variedad, el cambio. Echaba de menos las charlas en casa de su padre, la ligereza y desenfado del trato con amigos y conocidos; echaba de menos hasta los ruidos de la ciudad, el griterío del bazar, las voces de los mercachifles en las calles. En el pueblo todo era lento y sofocante, los hombres eran bastos y repulsivamente estúpidos, de una insensibilidad muy difícil de soportar. A veces Karima sentía que se asfixiaba.

También había momentos en los que no se sentía así, en los que era consciente de que en realidad no se sentía tan desdichada como solía pensar. Entonces invitaba a comer a Felicia y disfrutaba de su carácter cálido y cariñoso; o veía trabajar al tintorero, le pedía que le explicara sus distintos quehaceres y mantenía largas charlas con su mujer, que había criado a cuatro hijos y había enterrado otros tantos, y que tenía miles de historias, que sabía contar con ademanes expresivos y un lenguaje muy vivo.

A veces, cuando era lo bastante sincera, sabía que las causas de su malhumor y de esa sensación de asfixia no se encontraban en ese pequeño pueblo situado en los confines del mundo civilizado ni tampoco en la gente que vivía allí, sino en algo muy distinto.

Recordaba aquella época de su infancia en que su padre había emprendido ese viaje inesperadamente largo, que, para su percepción infantil, había durado años y años. Recordaba el rencor que había sentido entonces, y que había dirigido contra todo su entorno, contra las personas que la rodeaban, contra la vieja Dada y el buen Ammi Hassán, contra todos, excepto contra la persona a quien iba dirigido en realidad: su padre. Exactamente lo mismo le ocurría ahora con Lope. No quería reconocer que él la había dejado sola, y su insatisfacción no se dirigía contra él, sino contra todos los demás, sin distinción. En realidad, Karima no odiaba ese pequeño y aletargado nido provinciano ni a las personas que vivían en él; lo único que odiaba era estar sola. No echaba de menos Sevilla; echaba de menos a Lope. Y a esa añoranza se sumaba ahora el temor.

Sólo la larga ausencia de Lope le había hecho tomar conciencia de cuán peligroso era el oficio que desempeñaba. Karima imaginaba que podía haberle ocurrido de todo, y su miedo aumentaba a medida que se prolongaba la ausencia de Lope. ¿Por qué la dejaba sola tanto tiempo?

Desde hacía una semana sabía que estaba esperando un hijo de Lope. Primero no había querido creerlo. Conocía perfectamente todos los síntomas del embarazo, pero hasta entonces sólo se había enfrentado con ellos desde un punto de vista médico, y era muy distinto sentirlos en carne propia. Era tan feliz, y al mismo tiempo se sentía tan desgraciada por no poder decírselo a Lope, por no tenerlo a su lado para compartir su felicidad.

En contra de lo que Karima esperaba, Lope no llegó al atardecer, sino al mediodía, cuando todos habían huido a sus casas para refugiarse del calor. Los centinelas de la puerta no tañeron el gong hasta que la tropa estuvo a sólo una milla. Karima estaba durmiendo. Ni siquiera oyó el gong. La despertaron los gritos nerviosos de Lu’lu.

Subió corriendo a la azotea. Pasó unos instantes de tenso nerviosismo, hasta que, por fin, lo vio. Su caballo cerraba la tropa. Dios mío, pensó Karima, está vivo, está ileso. Vio al capitán, al frente del grupo: ese temor también está superado, pensó.

Dejó a Lu’lu en la azotea, bajó precipitadamente las escaleras y corrió hacia la puerta del pueblo, detrás de las otras mujeres.

Cuando llegó al caballo de Lope, éste estaba desmontando. Karima quiso arrojársele al cuello y abrazarlo, pero al ver su rostro algo la contuvo.

—¡Lope, cuánto tiempo has estado fuera! —dijo, aunque hubiera querido decir algo muy distinto.

Él la tomó fugazmente en sus brazos.

—Podía haber sido mucho más —dijo.

Karima lo miró desde un lado, mientras caminaban juntos. Parecía más delgado, pero no estaba segura; podía deberse al polvo, que marcaba más las líneas de su rostro. Había imaginado tantas veces ese reencuentro, tenía tantas preguntas, y ahora no sabía qué decir. Se colgó feliz de su brazo, lo miró a la cara, vio sus ojos dirigidos hacia ella y, de repente, sintió escalofríos. Los ojos de Lope reflejaban otra vez esa ausencia que tanto la había hecho sufrir, esa mirada perdida que pasaba por encima de ella, como si ni siquiera la viese. Su rostro tenía otra vez esa expresión. Que parecía decir: primero mi venganza, primero mi promesa, primero mi honor. Estaba tan distante que Karima se estremeció.

Se alegró de llegar a la puerta del pueblo y de que el griterío de la multitud que salía a recibir a la tropa fuera tan intenso que no permitiera mantener una conversación. Vio cómo el Don saludaba a sus hombres, abrazándolos uno a uno. Oyó el llanto de las mujeres cuyos hombres no habían vuelto. Karima estaba como adormecida; era incapaz de formular un solo pensamiento con claridad. Estaba en medio del polvo y el calor, entre todos los hombres, en la plaza de la mezquita, esperando a que terminara por fin aquel aburrido ritual en que los hombres de la tropa exponían ante el Don y los espectadores el botín conseguido. Observaba a Lope, inquieta, esperando que se volviera hacia ella, esperando que le dirigiera una mirada. ¿Qué había pasado? ¿Acaso su mirada ausente se debía tan sólo al cansancio del viaje?

Karima depositó todas sus esperanzas en la feliz noticia que tenía preparada para él. Todo volvería a estar bien cuando se lo dijera. Quería decírselo enseguida, antes incluso de llegar a casa, pero Lu’lu estaba con ellos, y cuando llegaron a la casa, la familia del tintorero los esperaba formando un pasillo a la puerta y empezaron a bombardear con preguntas a Lope, al tiempo que la dueña de casa le preparaba un baño y la criada servía vino y fruta. Karima no tuvo oportunidad de decírselo.

No los dejaron solos hasta la noche.

Estaban el uno frente al otro en el madjlis de la casa, y Karima pensaba, feliz: Ahora me tomará en sus brazos, se lo diré y nos amaremos, nos abrazaremos sabiendo que tenemos un hijo que nos une para siempre.

—¿Por qué no me habías dicho que en la tropa había dos hombres que participaron en el ataque al puente de Alcántara? —preguntó Lope con inusual dureza.

La pregunta cogió a Karima tan de improviso como una flecha disparada en la oscuridad. Quiso decir algo, pero al ver la mirada fría e inquisidora de Lope se le atragantaron las palabras.

—Me lo ocultaste adrede —dijo Lope amargamente.

Karima sintió que se le saltaban las lágrimas. Se llevó las manos a la cara y se dio la vuelta. No podía soportar más esa mirada fría.

—¡Qué quieres de mí! —dijo—. ¡Qué quieres de mi!

—¿Por qué no me lo dijiste? —insistió Lope, inflexible—. ¿No tendría que pensar que antes, en otras ocasiones, tampoco me dijiste nada si nos topamos con alguno de esos hombres? ¿No tendría que creer que he estado yendo de aquí para allá todos estos meses en vano?

El resto de orgullo que quedaba en Karima la hizo volverse.

—¿Qué quieres decir con que has estado yendo de aquí para allá? —replicó—. ¿Acaso yo no iba contigo? ¿Acaso no participé yo también en esa busca interminable?

—Sólo quiero saber si me ocultaste algo en esos meses —contestó Lope con voz neutra.

—¡No! —le gritó Karima a la cara.

—¿Y por qué no me dijiste lo de esos dos hombres de la tropa? —preguntó Lope, inconmovible.

Ella lo miró desconcertada. No quería creer en lo que oía. ¿Acaso Lope no se daba cuenta de lo que estaba diciendo? ¿Acaso no comprendía nada?

—¡Todavía lo preguntas! —replicó, entre lágrimas y rabia—. ¿Es que no te lo imaginas? ¿Es que no entiendes nada? ¿No comprendes que tengo miedo de ti? ¿Qué habría pasado si lo matabas? Es la mano derecha del Don. Todos los hombres del campamento lo aprecian. ¡Te habrían hecho pedazos!

Vio que Lope se estremecía, y creyó que sus palabras por fin habían surtido efecto y que Lope ya estaba dispuesto a la reconciliación, pero de pronto vio el desconcierto reflejado en su rostro, y se dio cuenta de que había dicho algo que debería haber callado. Y en ese mismo instante le acudió a la mente la imagen de aquel rostro que le había parecido tan conocido, hasta que el encuentro con el capitán la hizo olvidarlo: el viejo hidalgo y su hijo, a los que siempre había esquivado desde entonces. Oh, Dios mío, pensó, ¡qué he hecho! ¿Por que no lo he negado todo, sin más? ¿Por qué no me habré mordido la lengua? ¡Oh, Dios mío! Y se quedó mirando el vacío con ojos secos. Se sentía tan desgraciada que ni siquiera podía llorar.

Lope la dejó. Salió del madjlis y subió de dos en dos los peldaños de la escalera que llevaba a la azotea. En cuanto apareció arriba, la criada salió a su encuentro, pero él la despachó en el acto.

Baudry Fiz Nicolas, el Normando, pensó. ¡El capitán! ¿Por qué precisamente el capitán? ¿Por qué no se había enterado hasta ese momento? Hacía apenas dos meses habría podido desafiarlo fríamente a un duelo, pero ¿ahora? Habían vivido tantas cosas juntos en ese tiempo. Se habían hecho amigos. ¿Por qué, entre todos los hombres que había en el campamento, tenía que ser precisamente el capitán?

Lope intentó imaginárselo en el puente de Alcántara. No pudo. No concebía que el capitán asesinara a una mujer indefensa. Su imaginación se negaba a producir tal imagen. El capitán podía ser cruel y no tener escrúpulos, pero no era hombre que asesinara a sangre fría. Lope no quería transformar en odio los sentimientos que albergaba hacia él. Se quedó toda la noche en el tejado, intentando conciliar sus sentimientos. No quería perder a Karima, pero sabía que siempre se interpondría algo entre ellos si ahora no mantenía la promesa que había hecho a Nujum en el puente. Siempre habría una sombra, algo que le desgarraba el alma. No encontraba ninguna solución.

Por la mañana decidió llevar a Karima y Lu’lu a Zaragoza y luego, de algún modo, desafiar a duelo al capitán. Si el capitán le daba los nombres de los otros, continuaría la busca. No se atrevía a pensar más allá. Lo único que tenía claro es que esta vez no arrastraría consigo a Karima. Ella no tenía nada que ver en ese asunto. Él ni siquiera podía exigirle que lo esperara. Lo único que podía hacer era llevarla a un lugar seguro.

Esa misma mañana pidió al Don seis días libres y permiso para viajar a Zaragoza. El Don le concedió ambas cosas, pero cuando expuso sus planes a Karima, ésta se negó a ir a Zaragoza.

—No voy a permitir que te libres de mi tan fácilmente —dijo—. No ahora.

Lope no halló palabras para convencerla.

La noche siguiente, una hora después de la última llamada del almuecim, se oyeron en la calle unos estremecedores gritos de dolor, y poco después llegó a la casa una multitud de mujeres exaltadas gritando el nombre de Karima. Traían a la Provenzal, Alienor, la mujer del capitán. La traían sobre una manta, cargada entre cuatro. Estaba desnuda, tumbada boca abajo sobre la manta, y gritaba como una condenada. El capitán le había clavado dos veces el cuchillo en las nalgas. La sangre le manaba como zumo de un melón maduro.

Karima hizo que llevaran a la mujer a su habitación y cosió las heridas. Cuando salió, estaba pálida de rabia. Pero ese incidente no podía convencerla de ir a Zaragoza. Lope estaba solo, y Karima sabía que esa soledad lo llevaría a replantearse sus decisiones. El tiempo trabajaba contra Lope. La vida ya había recobrado su curso normal, y los juramentos de venganza de Lope se hacían más cuestionables con cada día que pasaba.

El capitán trajo regalos para Alienor. La Provenzal lo hizo esperar tres días. Después lo perdonó.

—Dice que el capitán no es un ángel, pero tampoco es un demonio; es simplemente un hombre, y ella lo ama —informó Karima, encogiéndose de hombros.

Lope intentaba convencer a Karima de ir a Zaragoza, pero ella no transigía. Karima actuaba con la misma amabilidad de siempre, hacía como si nunca hubieran mantenido aquella charla sobre el capitán.

El capitán regaló a Karima un palafrén, una gran yegua alazana que le había correspondido en el reparto del botín obtenido en la finca de Valencia. El regalo era una muestra de agradecimiento por los servicios médicos de Karima, y ésta lo aceptó. Al llevarle el animal, el capitán anunció que partiría hacia Zaragoza al día siguiente.

Lope no dijo nada. Pero al día siguiente salió a su habitual paseo matutino con armadura y llevando todas sus armas. Cabalgó hacia el noroeste, y sólo cuando perdió de vista el pueblo giró en dirección al suroeste para coger la carretera de Zaragoza. Siguió las huellas del capitán y su mozo y los alcanzó poco más tarde, en un valle surcado por un río seco.

El capitán lo saludó entusiasmado y cabalgó hacia él. Cuando estaban a sólo cuatro pasos de distancia, Lope sacó el arco de la aljaba y colocó una flecha en la cuerda.

—¡No te acerques! —gritó.

El capitán sofrenó su caballo.

—¡Eh! ¿Qué pasa? —contestó, mostrando los dientes en una sonrisa.

—Prepárate para una buena lid, Baudry Fiz Nicolas —dijo Lope. Había preparado las palabras, pero ahora le salían a borbotones.

—¿Qué dices? —respondió el capitán, todavía sonriente—. ¿Qué se te ha metido en la cabeza, condenado?

—¡Haz lo que te he dicho! —replicó Lope, casi gritando.

El capitán se puso de pie apoyándose en los estribos de su caballo.

—Escucha, hermano —dijo serenamente—, como broma ya está bien.

—¡Haz lo que te he dicho! —repitió Lope.

—Maldito hijo de puta, ¡dime qué quieres de mí! —gritó el capitán, excitado—. Yo no peleo sin motivo. ¡Dime por qué quienes pelea!

—Por una mujer que tus hombres arrojaron del puente de Alcántara hace dos años —dijo Lope, y su voz sonó tan dura que él mismo se sorprendió.

El capitán volvió a sentarse. Se quedó un rato en silencio.

—¿Tu mujer? —preguntó luego.

—Si —dijo Lope—. Mi mujer.

El caballo del capitán bailaba nervioso sobre el sitio, sacudiendo la cabeza, hasta que el capitán volvió a aquietarlo con un brusco tirón.

—Lo siento —dijo.

Lope no respondió.

—Escucha, amigo —continuó el capitán—. Digo que lo siento. Aquella vez nos hablaron sólo de una princesa mora que iba a casarse con un conde. Yo me opuse a matar a todo el séquito. Aquello era vil; no es mi estilo. Sólo puedo decir que lo siento por tu mujer. —Su voz dejaba ver cuánto trabajo le costaba pronunciar esta frase.

—¡Coge tus armas! —gritó Lope—. ¡Coge tus condenadas armas!

El capitán hizo dar media vuelta a su caballo, sin decir nada, cabalgó hacia donde se encontraba su mozo y desmontó. Lope observó cómo el mozo lo ayudaba a ponerse el segundo peto y le sujetaba el yelmo; luego avanzó un trecho por el cauce seco del río, clavó su lanza en un arbusto y cogió el látigo, que colgaba del pomo de la silla.

El capitán había colocado su lanza, adornada con un largo pendón verde brillante, en posición vertical, y la sostenía ligeramente inclinada con el brazo extendido, como en un desfile. Su mozo estaba detrás, sin armas. Cuando estuvieron a sesenta pasos, el capitán hizo una seña a su mozo para que se quedara atrás, y avanzó solo un par de cuerpos de caballo más.

—Escucha, Lope —dijo con voz serena—. Nunca he rehuido un combate, y tampoco lo haré ahora. Pero me resulta muy difícil…

—¡Ésta es mi arma! —lo interrumpió Lope, levantando el látigo enrollado—. Si tienes algo en contra, dilo.

El capitán sacó la lanza de su posición de descanso.

—¡Tanto me da el arma que uses! —gritó, y ahora su voz estaba cargada de ira—. ¡Que te lleve el diablo! ¡Vaya perro cabezudo has resultado ser! Han pasado dos años desde lo de Alcántara, y la mujer que tienes ahora es mejor que todas las que he visto en mi vida. ¿Quieres hacerla desgraciada? ¿Por qué arriesgas tu vida por una muerta?

Lope volvió su caballo y avanzó un trecho río abajo, para ganar distancia y evitar que el sol le diera en los ojos. Oía que el capitán seguía gritando a su espalda, pero el crujido de los cascos de su caballo sobre la grava le impedían entender lo que decía. No quería entenderlo. Cuando se detuvo, vio que el capitán también estaba preparado para el duelo.

—¡De modo que fuiste tú quien mató al viejo Enneg y a su hijo! —gritó el capitán.

—Si —respondió Lope—. ¡Y tú serás el siguiente!

Hizo que el caballo sintiera sus talones y salió a todo galope, levantando el látigo sobre su cabeza. Hasta entonces sólo había utilizado dos veces ese arma, en cuyo manejo lo iniciara su viejo maestro, el capitán. Las dos veces había derribado a sus adversarios casi sin esfuerzo. El látigo era tan efectivo porque nadie estaba preparado para luchar contra un arma así. El capitán tampoco sabría defenderse de él.

Cuando sacó a su caballo de la dirección de ataque, simulando que había decidido en el último instante evitar el choque, Lope vio que el capitán relajaba un tanto la empuñadura de la lanza y abría sus defensas. Entonces extendió el látigo por encima de su cabeza, y en el bravísimo instante del golpe, cuando ambos caballos se cruzaron y el extremo de plomo del látigo se enrolló en la cabeza del capitán, a la altura de la nariz, creyó oír un grito, mezcla de rabia y espanto. Sintió al instante el violento tirón de la tira de cuero, sujeta al pomo de la silla, que obligó a su caballo a doblar las patas traseras, y escuchó el ruido sordo con que el capitán chocaba contra el suelo. Sofrenó su caballo, sin aflojar la tensión del látigo. El capitán yacía boca arriba, los brazos y las piernas estirados, inmóvil, como muerto.

Lope desató el lazo corredizo del pomo de la silla y cabalgó en arco alrededor del capitán, levantó del suelo la lanza de éste, espantó a su caballo hacia el lecho del río y se volvió nuevamente hacia el Normando, con la lanza lista para atacar. Actuó en todo momento ciñéndose celosamente a las medidas de precaución que un día le enseñó el viejo capitán, pero no tardó en advertir que esta vez ya no hacían falta más precauciones.

El Normado aún estaba vivo. Tenía la boca muy abierta y una expresión vacía y aterrorizada en los ojos, como si ya hubiese visto a la muerte.

Lope percibió un ligero movimiento por el rabillo del ojo y vio a dos jinetes que salían del bosque. Venían por el mismo camino por el que él había llegado. Estaban demasiado lejos como para poder reconocerlos, pero distinguía un rostro negro y otro blanco, de modo que pensó que debía de tratarse de Karima y Lu’lu. Pero de repente, antes de que pudiera darse cuenta de nada, vio que el mozo del capitán se dirigía a su caballo y salía a todo galope por el lecho del río. Vio que Karima y Lu’lu se detenían en la linde del bosque, y emprendió la persecución. El mozo estaba ya a más de sesenta cuerpos de caballo; tenía que cogerlo, pues de lo contrario echaría sobre él a toda la tropa del Don.

Espoleó su caballo al máximo, pero la distancia que lo separaba del mozo parecía incluso agrandarse. Sacó el arco de la aljaba. La distancia era demasiado grande como para disparar con precisión, pero confiaba en acertar al caballo y obligarlo así a bajar el ritmo de su galope. Disparó varias flechas hacia el mozo, pero no llegaba a distinguir si acertaba o no; en cualquier caso, el caballo no había perdido el paso y mantenía el mismo ritmo de galope. Cabalgaron dos millas río abajo, hasta que Lope notó que su propio caballo empezaba a ir más despacio. Disparó tres flechas más y, de pronto, vio que el caballo de delante se encabritaba, arrojaba a su jinete por los aires y salía desbocado, arrastrando detrás de sí al mozo, que aún tenía un pie cogido del estribo. Vio cómo rebotaba el cuerpo del muchacho una y otra vez sobre el duro suelo, hasta que, finalmente, el caballo se detuvo, resoplando con recelo.

Lope se acercó y desmontó a una cierta distancia, ocultándose detrás de su propio caballo para no inquietar aún más al nervioso animal. El mozo estaba tan muerto como un trozo de carne en el matadero. El caballo lo había arrastrado unos trescientos pasos. La flecha de Lope se había clavado en el ano del animal.

Lope soltó el pie del mozo del estribo, arrancó la flecha al caballo, puso el cadáver sobre la silla y regresó al lugar donde se había realizado el duelo.

Cuando llegó, Karima y Lu’lu estaban agachados junto al capitán. Lo miraron mientras se acercaba, también el capitán. Seguía tumbado sobre la espalda. Tenía los músculos de la cara muy tensos, como si estuviera apretando los dientes, pero no parecía sufrir ningún dolor. Le habían desabrochado el yelmo y quitado el protector de la boca.

—¿Qué arma es esa que empleas? —preguntó cuando Lope se inclinó sobre él.

—Un látigo —dijo Lope.

El capitán achinó los ojos.

—¡Un látigo! —dijo en tono despectivo—. ¿Es arma para un hombre de honor?

—Te he dado más oportunidad que la que vosotros disteis a las mujeres en el puente de Alcántara —dijo Lope.

El capitán miró más allá de Lope.

—Entonces termina de una vez —dijo—. ¡Vamos, termina!

—Quiero saber quién más estuvo allí —dijo Lope, con dureza—. Quiero los nombres de los otros. Quiero saber quién os dio las órdenes. Quiero saber de quién venía la orden.

El capitán le devolvió la mirada sin temor.

—No lo sabrás por mi —contestó.

Lope le puso el cuchillo en el ojo.

—¡Los nombres! —dijo.

—Ya no puedes amenazarme. ¿Es que no lo comprendes? —respondió el capitán.

Karima levantó el brazo izquierdo del capitán y lo dejó caer. Estaba tan laxo como el brazo de un muerto.

—¿No ves que está paralítico? —dijo ella, indignada—. Se ha roto el cuello. No puede mover ni los brazos ni las piernas.

Lope se levantó y contempló aquel cuerpo inerte con ojos incrédulos. Vio el cuchillo en su mano y lo arrojó lejos, como si se avergonzara de él.

—¡Quiero esos malditos nombres! —dijo, obstinado, para luego callar.

Karima lo cogió del brazo y se lo llevó a un lado.

—Deja que yo hable con él —dijo en voz muy baja.

—¿De qué servirá? —respondió Lope.

—Déjame intentarlo —insistió ella.

Lope se encogió de hombros, recogió el látigo del suelo y empezó a enrollarlo, al tiempo que caminaba hacia su caballo. Las manos le temblaban del esfuerzo a que había estado sometido. Cuando llegó a su caballo, le temblaba todo el cuerpo, y tuvo que agarrarse con fuerza de la silla para que los otros no lo notaran.

Karima vio los ojos del capitán dirigidos hacia ella y creyó descubrir en ellos una sonrisa burlona.

—¿Tienes dolores? —preguntó.

—No —respondió el capitán.

Se quedaron un rato mirándose en silencio. La sonrisa creció en el rostro del capitán.

—Tendrías que haber venido conmigo. Habríamos hecho una buena pareja —dijo, enseñando los dientes—. ¡Qué esperas de ese loco!

—Lo amo, ¿qué puedo hacer? —respondió ella.

El Normando torció el gesto en una mueca de dolor.

—Es un buen hombre, pero está loco. Todos esos españoles están locos, con su maldito honor. ¡Vaya absurdo! —apartó la mirada, y sus ojos se endurecieron—. Me ha derribado con un látigo para arrear bueyes. ¡Dios sabe que yo merecía una muerte mejor!

—Ahora estás hablando igual que él —dijo Karima con un suave tono de reproche—. ¿Qué te diferencia de él?

—Tienes razón —dijo el capitán, volviendo a dirigir los ojos hacia Karima y mirándola fijamente, como si quisiera grabarse su rostro para la eternidad—. ¿Qué quieres de mi? —preguntó.

—Lo mismo que te ha pedido él —dijo Karima—. Los nombres.

—¿Por qué? —preguntó el capitán, sorprendido.

—A lo mejor yo también estoy loca —dijo sonriendo. Y recobrando la seriedad, añadió—: Porque él no hallará paz mientras no los haya encontrado a todos. Y porque yo me quedaré con él y no quiero desperdiciar toda mi vida en esa busca.

El Normando le dirigió una mirada entre compasiva y burlona.

—Vaya vida —dijo. Y mirando al vacío con una sonrisa ausente, añadió con voz ronca—: Coge mi cuchillo y córtame la vena de la muñeca. Entonces te diré lo que quieres saber.

Karima retrocedió espantada, sacudiendo violentamente la cabeza.

—¡Coge el cuchillo! —ordenó el Normando—. ¿O quieres que las cornejas se encarguen de mi? —Sonrió al ver el rostro asustado de Karima—. ¡Coge el cuchillo! ¡Cógelo!

Karima cogió el cuchillo que el capitán llevaba al cinto y le quitó el guante guarnecido en hierro. Ella seguía temerosa de hacer el corte, pero entonces cayó en la cuenta de que la ruptura de la vértebra cervical debía de haberlo dejado insensible al dolor, y, curiosamente, este pensamiento la tranquilizó y le infundió valor. El cuchillo estaba tan afilado que sólo necesitó apoyarlo al brazo para cortarle la vena. Hizo un segundo corte en diagonal, para asegurarse, y dejó caer el cuchillo.

—Prométeme que me enterraréis cuando todo haya acabado —dijo—. No quiero que el Día del Juicio me falte un trozo.

—Te lo prometo —dijo Karima.

—Bien —dijo—, ahora presta atención. —Hablaba en voz tan baja que Karima tuvo que inclinarse hacia él para entenderlo—. El hombre que dio la orden era un francés, un hombre del rey. Nunca lo vi. Tampoco sé su nombre. No estuvo en el puente, sólo envió a algunos de sus hombres, cinco o seis, todos franceses. He olvidado sus nombres, no los he vuelto a ver desde entonces. —Miró la sangre, que le manaba de la herida al ritmo de los latidos de su corazón—. ¿Cuánto tiempo tarda? —preguntó.

—No mucho —respondió Karima—. No lo sé exactamente.

—Es la primera vez que cortas una vena, ¿eh? —dijo, enseñando los dientes, en un vano intento de volver a esbozar su acostumbrada sonrisa, siempre segura de la victoria.

—Si, es la primera vez —contestó Karima en voz baja.

La sonrisa volvió a desaparecer del rostro del Normando, que continuó rápidamente, como si sintiera que ya no le quedaba mucho tiempo:

—Sólo puedo darte un nombre, que te servirá de ayuda: Álvar. Un viejo, un infanzón. Don Álvar. Ya no recuerdo el nombre de su padre. Pero podrás encontrarlo. Está en Sepúlveda. La última vez que lo vi fue hace un año y medio; era la mano derecha del tenente de Sepúlveda. Él está enterado de todo. Y conoce a los franceses.

Enmudeció de repente, y en su rostro se dibujó una expresión de sorpresa infantil. Parecía como si estuviera escuchando atentamente a su interior. Su rostro había perdido todos los colores, y los labios se le habían teñido de azul.

Karima quiso decirle unas palabras de consuelo, pero no se le ocurrió nada, hasta que recordó a su padre y empezó a hablar de su muerte, sólo por decir algo, sólo por apagar el silencio. Sintió que estaban a punto de saltársele las lágrimas, e intentó contenerlas. Siguió hablando hasta que los ojos del capitán se endurecieron, y esperó hasta estar segura de que había muerto.

Luego llamó a Lope y a Lu’lu, arrastraron el cuerpo sin vida hasta una hendidura del terreno, pusieron a su lado el cadáver del mozo y cubrieron ambos con piedras.

Se pusieron en marcha inmediatamente después. Cabalgaron hacia el oeste, con Karima al frente del grupo. Cuando tuvieron el valle a sus espaldas, Karima informó a Lope de lo que había averiguado.

—Sólo conocía el nombre de uno —dijo—. Don Álvar.

—¿Eso es todo? —preguntó Lope, contrariado.

—No —respondió ella—. También me ha dicho dónde encontrarlo. —Y con un titubeo apenas perceptible, añadió—: Yo te guiaré.