20
MURCIA
VIERNES 9 DE MUHARRAM, 456
2 DE SHEWAT, 4824 / 2 DE ENERO, 1064
—Pero no más de tres días, Abú Bakr —había decidido el príncipe heredero—. En ningún caso más de tres días. Tú sabes cuánto necesito tus consejos, sobre todo ahora, Abú Bakr.
No obstante, tres días. Tres días de vacaciones tras siete semanas en la corte. Siete semanas de servicio en la corte, día tras día, muchas noches enteras, sin descanso. No es que tuviera motivos para quejarse. Desde la fiesta en el salón del palacio de verano, había sido colmado de favores. Desde que los médicos confirmaron que Fahda Bint Ah ibn Mudjahid, princesa de Denia y ahora primera mujer del harén del príncipe heredero, había concebido, hasta los eunucos del palacio, quienes conocían mejor que nadie las relaciones de poder planteadas en la corte, lo colmaban de pequeñas atenciones y privilegios. No, en lo referente a su situación, no tenía motivo alguno de queja.
Le habían asignado unas habitaciones lujosamente amuebladas y provistas de un patio interior en la nueva ala del al–Qasr de Murcia, a la que se había trasladado el príncipe por orden de su madre, quien quería que se encontrara presente cuando muriera el qa’id. Ibn Ammar tenía allí dos criadas, un khasi que administraba la casa, un paje negro y una doncella para Nardjis. Recibía una paga mensual de cuarenta dinares y tenía el derecho de utilizar las caballerizas del príncipe heredero y de pedir la escolta de un lancero de la propia guardia del príncipe cuando quería salir a cabalgar. Se encontraba en la misma cima a la que había llegado una vez en Sevilla. Había vuelto a conseguirlo. Pero había tenido que pagar por ello. Vivía como un pájaro en una jaula dorada. Y se encontraba solo en su jaula. No tenía en todo el palacio ni un solo amigo, ni un solo hombre en quien confiar. La única persona con la que podía hablar abiertamente era Nardjis. Pero también ella se había convertido en una molestia. Una mujer joven que era de su propiedad y, sin embargo, pertenecía a otro. Una belleza tentadora que estaba con él cada día, que le parecía cada día más deseable y que lo trataba como una hermana trata a un hermano.
Ibn Ammar hubiera querido llevarla a su casa de campo mucho tiempo atrás, pero el príncipe heredero tenía la desagradable costumbre de preguntar una y otra vez por los regalos que había hecho, para cerciorarse de que eran apreciados. Por este motivo, Ibn Ammar tampoco había informado aún al sabí; no quería darle motivos para hacer alguna locura. Ahora, por fin, se verían los dos enamorados. Durante tres días. Nardjis vivía sumida en una impaciencia febril desde que se había fijado el día de la partida.
También Ibn Ammar había hecho sus preparativos. Gracias a la vieja Hafsah, la vendedora de esponjas, había podido mantener correspondencia con Zohra. Cartas cargadas de nostalgia, cartas apasionadas, mensajes, billetes, poemas rebosantes de nostálgicos deseos. Ahora Ibn Ammar le había anunciado su llegada:
Te envío desde ya mi corazón,
cuídalo hasta que yo llegue.
Y ella le había escrito respondiéndole que lo esperaba allí, donde lo había esperado la primera vez, en el mismo pabellón, en el jardín de la casa de campo.
Tres días, tres largos días. Ibn Mundhir, el comerciante en paños, estaba en Cartagena. Nadie los molestaría cuando estuvieran juntos.
Cuando esa mañana del viernes, que debía ser el primer día de sus vacaciones, entró detrás del príncipe heredero en el madjlis de la parte vieja del al–Qasr, en el que tendría lugar la recepción del qa’id, Ibn Ammar se sentía como liberado.
Eh gran salón cubierto por una cúpula estaba lleno a rebosar. Hassún ibn Tahír había puesto como condición que él fuera el último en llegar, inmediatamente después de su padre, el qa’id. Muhammad, el hermano menor, ya estaba allí, sentado en el lugar dispuesto para él, a la izquierda del cojín elevado preparado para eh qa’id. Pero mientras los otros invitados se levantaron para saludar al príncipe heredero, él fue el único que se quedó sentado, hojeando unos papeles, como si no hubiera advertido la entrada de su hermano. No se levantó ni siquiera cuando el príncipe heredero había entrado ya hasta mitad del salón. Por unos instantes pareció como si estuviera pensando lanzarle un desafío abierto. Pero entonces, cuando ya todos contenían la respiración, se puso de pie de un brinco, se acercó radiante a su hermano, lo abrazó, se disculpó extensamente por no haber estado atento y volvió a su lugar. Una comedia fríamente calculada. A ninguno de los que llenaban el salón se le escapó con qué indecisión había reaccionado el príncipe heredero a la afrenta.
La escena tampoco se le había escapado a Ibn Ammar. Lo había puesto nervioso, como una lejana señal de alarma. Nunca antes había visto juntos a los dos hermanos. Difícilmente podía imaginarse que pudieran ser más distintos el uno del otro. Muhammad era pequeño, delgado, enjuto, casi raquítico. Hassún, en cambio, alto, pesado, blando y fláccido. Una comadreja y un conejo, pensó Ibn Ammar. La comparación le pareció desagradable.
El qa’id entró sin ser anunciado por una puerta oculta en una de las hornacinas de la pared. Caminaba doblado y con las piernas rígidas, y el hombre que le sostenía la sombrilla iba tan cerca de él que podía sujetarlo de ser necesario. Tenía el rostro desencajado, como si sufriera terribles dolores; sus ojos estaban enrojecidos, y la piel, transparente como pergamino.
Ibn Ammar lo veía por primera vez, y quedó sorprendido por el gran parecido con su hijo menor, visible a pesar de todos los rastros dejados por el envejecimiento. Los mismos dientes saltones, la misma cara afilada de nariz puntiaguda, la misma delgadez. Resultaba fácil comprender por qué el qa’id a veces había preferido a su hijo menor. Muhammad era su vivo retrato y, al parecer, no sólo en el aspecto externo.
No obstante, ahora, durante la recepción, el qa’id dejó ver sin sombra de duda que su primogénito sería su sucesor. Lo dejó claro no sólo con las muestras de respeto que le hizo a ojos de todos y con el modo en que le pedía consejo una y otra vez durante la conversación. Además de esto, dio una clarísima señal cuando, al retirarse, le cedió tanto la presidencia del madjlis como el asiento elevado del qa’id, de modo que al heredero ya sólo le faltaba el portador de la sombrilla para alcanzar toda la dignidad real.
Al final del servicio religioso en la mezquita principal, el nombre de Hassún ibn Tahir fue mencionado junto con el del qa’id e incluido en la misma bendición. Ya nadie dudaba que pronto sucedería a su padre en el trono. La sayyida había puesto en juego toda su influencia y, por lo visto, había vencido.
Cuando Ibn Ammar regresó de la mezquita principal, Nardjis lo estaba esperando muy nerviosa, envuelta en un pesado mantón de viaje, el equipaje guardado en dos grandes alforjas; estaba lista para emprender eh camino, y temblaba de nervios, muda, pálida, los ojos muy abiertos. Parecía como si no hubiera dormido en toda la noche. Ibn Ammar, mientras mandaba traer los caballos y la ayudaba a montar, tomó dolorosa conciencia de cuánto envidiaba al sabí. No por la mujer, sino por el instante del reencuentro, en el que él no podría participar. Había informado al sabí de su inminente llegada. Pero en su carta no le había dicho a quién llevaría consigo.
Cabalgaron hacia el sur a través de las huertas. El lancero cabalgaba por delante. Soplaba el simún, como desde hacía ya unos días, y les arrojaba al rostro su aliento seco y polvoriento. En las huertas estaban trabajando muchos campesinos, podando las cepas, preparando la capa de mantillo para la primera siembra de hortalizas. Eh aire estaba impregnado de un soplo primaveral. Los primeros limones amarillos colgaban ya de los árboles; los primeros narcisos empezaban a florecer. Narciso, la flor cuyo nombre llevaba la qayna. Ibn Ammar desmontó, juntó un pequeño ramo y se lo dio. Una flor sin perfume, había dicho el príncipe heredero del narciso. Pero qué hermosa y delicada era. Y quizá el problema fuese sólo que los humanos no tenían un olfato lo bastante fino para percibir su aroma.
Tras dos horas de viaje llegaron a la casa de campo. Ibn Ammar despidió al lancero con una generosa propina, ayudó a Nardjis a desmontar y entregó los caballos al jardinero, que les había abierto la puerta. La criada salió de la casa para saludarlo. Ibn Ammar empujó a Nardjis a través de la puerta; todavía tenía el rostro cubierto por el velo para el polvo. Ibn Ammar la sentía temblar.
En el patio interior salió a recibirlos el sabí. Se precipitó sobre Ibn Ammar con el impetuoso entusiasmo de un gran perro fiel que vuelve a ver a su amo tras una larga separación.
—¡Abú Bakr, amigo, hermano, qué alegría que estés otra vez aquí! —estiró los brazos hacia Ibn Ammar, lo abrazó con todas sus fuerzas, lo besó en las dos mejillas, en la boca, lo levantó por los aires—. ¡Hermano, apenas puedo expresar mi alegría por que hayas vuelto!
Ibn Ammar consiguió por fin liberarse del abrazo.
—Hubiera querido, hubiera tenido que venir antes, Sammar —dijo—. Lo intenté por todos los medios. —Se volvió hacia Nardjis, que se había quedado en la puerta del recibidor. Estaba apoyada con una mano en la jamba de la puerta, como si necesitara un sostén.
Eh sabí no parecía haberla visto siquiera. Pasó un brazo por los hombros de Ibn Ammar y empezó a llevarlo hacia el interior de la casa.
—Ven, hermano —dijo—. Todo está preparado para tu llegada, el baño caliente, la comida lista…
—¡Espera! —lo interrumpió Ibn Ammar—. No he venido solo, Sammar. —Se quitó de encima el brazo que lo tenía cogido por los hombros, regresó a la entrada y, con una suave presión, empujó a Nardjis hacia la puerta que llevaba al madjlis—. He traído a alguien conmigo —dijo. Hizo pasar a Nardjis a través de la puerta abierta. Vio la expresión sorprendida e interrogante en el rostro del sabí, y una centelleante esperanza en sus ojos. Vio que Nardjis se quitaba el velo para el polvo y empujó también al sabí hacia eh recibidor; cerró la puerta de golpe, haciéndola chocar duramente contra el marco.
Dios sabía cuánto los envidiaba en ese momento. No había querido ni siquiera ser testigo de su dicha.
Mantuvo la puerta cerrada. Escuchó al sabí gritar su nombre y cogió con todas sus fuerzas el pomo de la puerta al notar que tiraban de ella desde dentro.
—Nos veremos más tarde, Sammar —dijo rotundamente—. Pasadlo bien, yo no tengo nada que hacer aquí. Todo lo bueno que se nos concede viene de las manos de Dios.
Se alejó rápidamente; corrió de regreso hacia la puerta, donde el jardinero seguía ocupado en alimentar a los caballos y quitarles las alforjas. Llamó a la criada, le pidió que lo acompañase al baño y echó el cerrojo apenas la mujer volvió a dejarlo solo.
Pasó toda la tarde en eh baño. Cada vez que el sabí se acercaba a la puerta y llamaba, él le mandaba que se marchase, diciendo:
—Deja ya de echar abajo mi puerta, Sammar. Vuelve con ella. Tenéis sólo tres días. Tengo que llevármela de regreso a Murcia. Pregúntale a ella, ella te lo explicara.
Tenía que responder con aspereza para poder escapar del agradecimiento del sabí. Se alegraba de que hubiera una puerta cerrada entre ambos.
Poco antes de la puesta de sol salió sigilosamente del baño. Estaba muy bien vestido, envuelto en un capote oscuro. Se deslizó a través del patio interior bajo la sombra del emparrado y, al pasar, oyó que el sabí explicaba sus planes a Nardjis:
—Cartagena… Ceuta… Alejandría… Aidhab, y de allí a la India…
Salió sin ser visto. Encargó a la criada que atendiera a la pareja de enamorados, le dijo que a él no lo esperaran hasta dos días después y la cogió un instante en sus brazos al advertir que tenía los ojos llenos de lágrimas.
El muchacho ya esperaba a la puerta; sacó el caballo sonriendo tímidamente y sostuvo firmes las riendas del animal mientras Ibn Ammar montaba. Era el mismo muchacho que ya una vez lo había guiado. Y era el mismo camino el que seguían ahora, y el mismo objetivo: el pie de la muralla del parque, junto a la gran torre. Todo era tal como había sido ya una vez, y, sin embargo, todo era distinto. La doncella esperaba en la puerta secreta, y acompañó a Ibn Ammar por el mismo camino a través del seto de zarzas hasta el pabellón. Pero esta vez Ibn Ammar ya conocía el camino y sabía qué le esperaba. Esta vez no eran la curiosidad y la sed de aventuras las que lo empujaban, sino la nostalgia. Lo que una vez había sido excitantemente nuevo, era ahora familiar y, sin embargo, aún más excitante. Zohra, la bella. Ibn Ammar no había dejado nunca de tener frente a sus ojos la imagen de Zohra, sus ojos, su cabello brillante, el resplandor de las velas sobre su piel. Cuando volvieron a verse, él ya se había representado mentalmente lo que le esperaba. Él sabía qué le esperaba. Pero, cuando cayeron el uno en brazos del otro, todo fue distinto a como él lo había imaginado. Todo era familiar y, sin embargo, nuevo. Y ella era hermosa, incomparablemente hermosa.
—Zohra —dijo Ibn Ammar—. Zohra, Zohra.
Y Dios hizo como que no los veía mientras se amaban, y el tiempo pasó sin tocarlos y los dejó atrás. Ya no había un antes ni un después, y el universo que los rodeaba se había desvanecido. Ya sólo existía ese pabellón en el parque, como una isla en el mar, y esa doncella de cálidos ojos pardos, que venía cruzando el mar como un farero, trayéndoles fruta y vino, llenando el brasero, reemplazando las velas consumidas, calentando el agua para el baño y cuidando de ellos como un ángel protector.
Y ellos convirtieron la noche en día y el día en noche, y el tiempo se detenía y volvía a transcurrir mientras ellos dormían uno al lado del otro y despertaban juntos para decirse cosas absurdas, reír y jugar todos los juegos del amor.
En algún momento llegó también una noticia del lejano mundo exterior, que los espantó por un breve instante, como un pájaro de aletear desenfrenado que se hubiera colado en el pabellón: Ibn Mundhir había regresado de Cartagena sin previo aviso. Pero no se quedó más de lo necesario para cambiar de caballo; ni siquiera entró en la casa, siguió cabalgando a toda prisa hacia Murcia, sin dar una explicación, sin siquiera dejar un mensaje.
Ellos olvidaron el incidente. Olvidaron todo lo que existía en el exterior. Olvidaron el tiempo.
Pero el tiempo pasaba, y llegó la última noche, y el tiempo les dio alcance. Les quedaba tan sólo una noche. Eran felices de estar en invierno, en la estación de las noches largas. Esperaban que se desatara una furiosa tormenta de invierno que hiciese desbordar el río e impidiese cruzarlo.
Esperaban un milagro, que el sol no se levantara sobre el horizonte. Se quedaron dormidos muy nerviosos y, al despertar, miraron angustiados las velas para comprobar cuánto se habían consumido.
En algún momento, el tiempo empezó a adelantarlos. Transcurría tanto más de prisa cuanto más cerca estaba la mañana. Y luego la doncella apareció en la puerta, recordándoles la partida. Ellos no querían creer que ya brillaba el sol en el levante, no querían oir el canto matutino de los pájaros, tan intenso ya que se colaba por los postigos cerrados del pabellón. Y la doncella los apremiaba, temerosa, y ellos se daban un último abrazo, y un último abrazo más.
Cuando Ibn Ammar por fin partió, era ya tan de día que podía distinguir perfectamente el camino y la pared negra del seto, que se dirigía hacia la muralla.
Corrió, se echó la capucha sobre la cabeza. Escuchó que Zohra lo llamaba, pero no se volvió. Si se hubiera vuelto a mirar tan sólo una vez, hubiera regresado. Pero tenía que darse prisa. Ya era demasiado de día.
Aceleró el paso apenas estuvo a la sombra del seto, esperó un largo rato entre los árboles que crecían al pie de la muralla, hasta que el centinela de la torre cambió de posición. Cuando ya tenía las puertas a sus espaldas, tuvo que volver a esperar, agachado en un rincón de la muralla, el rostro oculto bajo la capucha, las manos metidas dentro de las mangas, hasta que el vigía abandonó su puesto en el pretil de la muralla.
El muchacho estaba dormido, con la espalda apoyada contra el árbol al que había atado el caballo, pero se levantó de un salto, como un buen perro guardián, antes de que Ibn Ammar se acercara a él. El muchacho saludó en silencio, cogió las riendas del caballo y caminó delante de Ibn Ammar por el estrecho sendero entre los arbustos. Cuando estuvieron fuera del alcance de la mirada de los centinelas, el muchacho se detuvo y cogió uno de los estribos del caballo para ayudar a montar a Ibn Ammar. Luego siguió caminando al frente, a un paso más relajado, que el caballo podía seguir sin dificultad.
Cuando llegaron al llano del valle ya era completamente de día. Los primeros campesinos ya estaban en las esclusas de los canales de irrigación; las mujeres venían del pozo, y los niños espantaban los pájaros de las cuadras. De tanto en tanto se cruzaban con un campesino montado en un asno. A veces, el muchacho saludaba y recibía una respuesta a su saludo. Ibn Ammar se había enrollado la faja de la cabeza de manera tal que sólo se le veían los ojos y la nariz. La próxima vez tendría que marcharse más temprano, como mínimo una hora antes de que despuntara el alba. Probablemente también sería conveniente cambiar de camino cada cierto tiempo. Si pensaba hacer ese camino con más frecuencia, tenía que ser más prudente.
Un anciano con un pie mutilado, que arreaba un rebaño de cabras, se cruzó con ellos. El anciano se detuvo cuando estuvieron más cerca, y abordó al muchacho. Hablaban en su dialecto castellano campesino, de modo que Ibn Ammar no podía entender ni una sola palabra de lo que decían. Sólo entendía que la conversación trataba de una majshar. El anciano empleaba la palabra árabe.
—¿Qué pasa? ¿Qué quiere? —preguntó Ibn Ammar.
El muchacho levantó la mano.
—Esperad, señor —dijo y pareció preguntar algo al anciano. Éste respondió con un alud de palabras incomprensibles y señaló con su cayado la dirección por la que había venido.
El muchacho miró a Ibn Ammar, se volvió sin decir nada y echó a correr, corrió como si le fuera la vida en ello. Ibn Ammar espoleó el caballo y siguió al muchacho.
—¿Qué ha pasado? ¿Qué te ha dicho? —preguntó.
El muchacho volvió la cabeza sin dejar de correr.
—Dice que han venido soldados al pueblo.
Ibn Ammar sintió como si una mano helada lo cogiera por la nuca.
—Ha hablado de una majshar. ¿De qué majshar? —preguntó. Sabía que sólo había dos casas de campo en las inmediaciones del pueblo. Una pertenecía a un judío que comerciaba con perfumes; la otra, a él.
Eh muchacho fingió que no lo oía.
Ibn Ammar estiró el brazo hacia el chico.
—¡Sube! —ordenó.
El muchacho, sin dejar de correr, se cogió del brazo de Ibn Ammar y montó a la grupa.
—¿De qué majshar hablaba el viejo? —preguntó Ibn Ammar.
—No lo sé, señor —dijo el muchacho, todavía vacilante—. El viejo cuenta muchas historias. Ya no está bien de la cabeza.
—¿De qué majshar? —volvió a preguntar Ibn Ammar, aunque ya lo sabía.
—De la vuestra, señor —dijo el muchacho, casi sin atreverse—. Dice que han entrado soldados en vuestra majshar. —Luego, esperanzado, añadió—: Pero quizá sólo hayan venido a traeros una noticia, señor.
—¿Cuándo ocurrió? —preguntó Ibn Ammar.
—El viejo dice que dos horas antes de salir el sol.
—¿Qué tipo de soldados?
—Lanceros, señor. Como el que os escoltaba cuando llegasteis.
—¿Cuántos?
El muchacho vaciló.
—El viejo me dijo… cinco.
Cinco lanceros, pensó Ibn Ammar. Nadie envía cinco lanceros para traer un mensaje, y menos de noche.
Estaban ya tan cerca de la casa que podían verla. Podían ver la imponente torre, las copas de los árboles. La muralla emitía un resplandor blanco bajo el sol de la mañana. La puerta estaba abierta, unas pocas personas del pueblo estaban en la entrada, pero se dispersaron al ver acercarse a Ibn Ammar. Ibn Ammar cruzó la puerta, detuvo el caballo, hizo desmontar al muchacho. También estaba abierta la puerta de las cuadras; los corrales estaban vacíos. Ibn Ammar gritó llamando al jardinero, desmontó, llamó a la puerta del pequeño edificio contiguo a las cuadras en el que vivía el jardinero cuando él estaba en la casa. La gente del pueblo se agolpó en la puerta de entrada.
Ibn Ammar creyó oír un ruido que salía de la casa del jardinero y gritó llamando a la puerta con más fuerza, hasta que por fin se oyó la voz del jardinero:
—¡Esperad un momento, señor! ¡En seguida salgo! —dijo con voz lastimera—. ¡Gracias a Dios que habéis venido, señor! —Salió. Tenía sangre en la cara. Se había enrollado la faja de la cabeza alrededor de la frente, como un vendaje. La tela rezumaba sangre. El jardinero se cogía la cabeza con las dos manos.
—¡Oh, señor! ¡Oh, señor! —gimió—. ¡Se lo han llevado todo, señor!
—¿Qué ha pasado? —preguntó Ibn Ammar con aspereza—. Dime qué ha pasado.
—Me han golpeado, señor —sollozó el jardinero—. No pude hacer nada, señor. ¡Me habrían matado, señor!
—¿Dónde está mi huésped? —preguntó Ibn Ammar—. ¿Dónde está la mujer que vino conmigo? ¿Dónde está la criada?
—No lo sé, señor —gimió el jardinero—. ¡Cómo podría saberlo, señor! ¡Me han golpeado, señor!
Uno de los campesinos que estaban a la puerta dijo algo, y el muchacho lo repitió:
—Dice que la criada está con los suyos, en el pueblo. Dice que no le ha pasado nada.
Ibn Ammar dejó estar al jardinero y se dirigió a la casa. El muchacho lo siguió hasta la entrada. También la puerta de la casa estaba abierta. No había señales de que hubiera sido forzada. O la criada había abierto voluntariamente la puerta a los intrusos, o éstos se habían metido en la casa bajando por el tejado y habían abierto la puerta luego, desde dentro. Las habitaciones estaban vacías. Habían sido registradas una a una y saqueadas. En el madjlis, los tapices de las paredes habían sido desgarrados, lo mismo que el forro de los almohadones y cojines; no quedaba ni una sola alfombra en el suelo, salvo las baratas esteras de junco de los pasillos.
Ibn Ammar recorrió las habitaciones vacías; sus pasos sonaban sorprendentemente alto, no se atrevía a llamar, intuía lo que le esperaba, y se aferraba a una diminuta esperanza. Había una puerta secreta que llevaba al jardín, y otra en la muralla exterior. Quizá el sabí y la qayna habían conseguido escapar.
La puerta que daba a la habitación que Ibn Ammar había asignado al sabí como dormitorio estaba cerrada. Vaciló. Respiró hondo antes de derribar la puerta.
Los dos estaban muertos. Los dos desnudos y bañados en sangre. Nardjis aún medio cubierta por las sábanas, encorvada sobre un charco de sangre, con varias heridas de arma blanca en la espalda. El sabí estaba tumbado frente a la cama, como si en el último instante aún hubiera intentado echarse encima del agresor. Parecía como si hubiesen sido sorprendidos durmiendo, sin previo aviso, sin la menor oportunidad de defenderse o huir.
Ibn Ammar entró en la habitación henchida del olor de la sangre. Allí donde la sangre había formado charcos, seguía siendo roja, como si las heridas continuaran sangrando. Retiró la sábana que cubría la cabeza del sabí. Y retrocedió de espanto, retrocedió con pasos agarrotados hasta la puerta, se sujetó con ambas manos. Habían decapitado el cadáver.
Ahora Ibn Ammar estaba completamente seguro de lo que había pasado, no necesitaba ninguna explicación más. Los lanceros habían venido por su cabeza. Algo totalmente inesperado debía haber sucedido en el al–Qasr de Murcia durante su ausencia. ¿Una insurrección? ¿Un golpe de Estado violento? ¿Se habría levantado Muhammad ibn Tahir contra su padre? ¿O quizá había muerto el viejo qa’id y se había producido una lucha por la sucesión? Fuera lo que fuere, el príncipe heredero debía de estar entre los derrotados, y los nuevos gobernantes estaban aprovechando el tiempo para deshacerse de su séquito. En su caso, habían cogido la cabeza equivocada. Esto le daba dos o tres horas de ventaja para escapar. Quizá cuatro. No le quedaba mucho tiempo.
Luchando contra las náuseas, volvió a entrar en la habitación y cubrió los dos cuerpos. Luego salió rápidamente de la casa, cerrando todas las puertas y el portón de la entrada. El muchacho todavía lo estaba esperando. Los campesinos empezaron a perder el temor y se arrojaron sobre el patio como perros hambrientos. Ibn Ammar no intentó ahuyentarlos, de todas maneras hubieran caído sobre la casa apenas él se marchara.
Mandó al muchacho que lo esperara con el caballo y corrió hacia la torre de la esquina posterior de la casa, donde, al pie de la muralla, tenía un escondite en el que guardaba una bolsa con doscientos dinares. Se guardó la bolsa en el cinturón y corrió de regreso al portón. Dio un dinar a un shaík de cabello ya canoso que encontró allí, y le encargó que enterrara en el cementerio del pueblo los dos cuerpos que yacían en la casa. Era lo único que podía hacer por el sabí y Nardjis. Después subió a su caballo.
El muchacho lo esperaba junto al portón y por un momento Ibn Ammar pensó si debía llevarlo consigo. Podía necesitar un guía. Pero desechó la idea. Era demasiado peligroso para el muchacho. Le arrojó una moneda y se puso en marcha él solo.
No intentó borrar sus huellas; el tiempo que tenía era demasiado poco como para intentar dejar una pista falsa. Cabalgó bordeando las huertas, en dirección este. Tras una hora al trote, llegó a las faldas de la sierra que escoltaba el valle del Segura al sur, y, desde allí, avanzó hacia el sureste a través de las colinas pobladas de monte bajo, en dirección a la costa. Cuatro horas más tarde llegó a la estrecha carretera que, aproximadamente a una milla del mar, corría paralela a la costa. Siguió esa carretera en dirección norte. Antes de llegar al siguiente pueblo, Ibn Ammar detuvo su caballo; una espina de genista se le había clavado muy hondo en la pata delantera derecha, y debía dolerle mucho al pisar. Siguió el camino desmontado, llevando al animal de las riendas. Era poco probable que el wali del pueblo ya estuviera enterado del cambio de gobierno, pero tenía que ir con mucho cuidado. Un hombre que llega sin equipaje y ofrece a la venta un buen caballo para seguir viaje en barco siempre era sospechoso de ser un fugitivo.
En el pueblo encontró a un hombre que le compró el caballo cojo por doce dinares y se apresuró a cerrar el trato para ayudar a Ibn Ammar a encontrar un pescador que prometió llevarlo a Denia a cambio de una buena suma. Partieron dos horas más tarde en un diminuto bote de velas. El simún seguía soplando, no muy fuerte, pero sí constante. La tarde siguiente atracaron en una bahía que se encontraba a sólo dos horas de marcha de Denia.
Cuatro días más tarde, Ibn Ammar siguió viaje hacia Tortosa en un velero costanero, y desde allí se dirigió hacia Zaragoza.
Sólo allí, en Zaragoza, cuatro semanas después de emprender la huida, se enteró a través de un comerciante de lo que había pasado aquel día en el al–Qasr de Murcia.
Había sido un complot del más clásico estilo. El qa’id había muerto de muerte natural el mismo día en que había tenido lugar la recepción. El camarero mayor había mantenido su muerte en secreto, comunicándosela sólo a Muhammad ibn Tahir, el hijo menor del qa’id. La noche siguiente Muhammad ibn Tahir, acompañado por un puñado de hombres, había entrado en el al–Qasr con ayuda del camarero mayor. Una vez allí, habían mandado llamar a la habitación del difunto qa’id al capitán de la guardia, y le habían pedido que eligiera entre perder la cabeza o prestar juramento de fidelidad a Muhammad como nuevo qa’id. El capitán había prestado juramento y habían puesto a prueba su lealtad inmediatamente, obligándolo a tomar parte en el asalto al palacio del príncipe Hassún y en el asesinato de éste. Ni la ciudad ni la nobleza terrateniente había ofrecido una resistencia digna de mención al nuevo monarca.
La vieja sayyida, la Gallega, se había retirado a Aledo con los pocos seguidores que aún le quedaban, informó a Ibn Ammar el comerciante.