9
MURCIA
MARTES 21 DE SHABÁN, 455
19 DE AGOSTO, 1063 / 21 DE ELUL, 4823
Ibn Ammar estaba sentado en su puesto al pie de la pared sur de la mezquita principal, no lejos del estrecho puente de arco que unía el al–Qasr con la mezquita, entre los otros escritores que esperaban allí a los clientes. Estaba sobre una estera de juncos extendida en el suelo, tras un pequeño pupitre en el que descansaban sus utensilios de escritura. Era ya tarde, y en la calleja tendida entre las altas murallas del al–Qasr y la mezquita parecía haberse estancado el calor del día, un calor polvoriento y seco, tiránico, que se posaba sobre toda criatura viviente, paralizándola. Ibn Ammar llevaba allí todo el día, y no se marchaba a pesar de que a lo largo de la jornada sólo había tenido dos clientes, que, además, habían sido unos campesinos pobres que le habían pagado con fruta. No había conseguido reunir las fuerzas suficientes para levantarse; el calor lo oprimía, lo obligaba a seguir esperando con indolente resignación.
Tenía los ojos medio cerrados, y a través de la sombrilla de sus pestañas veía el adoquinado de la estrecha calle. De la gente que pasaba por su reducido campo visual no veía nada más que los pies. Pies planos, pies callosos, arqueados, salpicados de fango, tiñosos, pies negros de plantas claras, ligeros pies de muchachas con sus sandalias de colores, trotones piececitos de niños, pies cansados envueltos en harapos, enérgicos pies calzados con botas, pies de campesinos con sus zapatos de cuero mil veces remendados seguidos por revoltosos cascos de burro, elegantes botines de los que sólo se veían las puntas que asomaban bajo los ribetes de trajes blancos como el jazmín y avanzaban despreocupados por el polvo. Una variedad infinita, pasando de derecha a izquierda, de izquierda a derecha.
Ibn Ammar intentó imaginar a los dueños de esos pies, imaginar qué aspecto tenían, en qué podían trabajar, a qué clase social pertenecían. Luego renunció a este juego, para ya sólo percibir los fugaces movimientos, el monótono ir y venir de pies apresurados y bordes de trajes ondeando al viento. Hasta que de pronto las imágenes dejaron de moverse y dos botas se detuvieron frente a Ibn Ammar, exactamente en el centro de su campo visual, con las puntas hacia él. Suficiente para darse cuenta en seguida de que aquél no era un cliente. La tela de su traje era muy fina; las botas, demasiado caras. Y de un momento a otro se apoderó de Ibn Ammar un pánico paralizante que le impedía levantar la cabeza. Durante un instante interminable se quedó petrificado en espera de algo terrible, hasta que le volvió la razón y se dijo que en vano se asustaba. ¿Qué peligro podía correr? Ya no tenía motivos para tener miedo, no aquí en Murcia. Su temor debía de ser producto del cansancio y el calor, de ese calor insoportable que propiciaba alucinaciones.
El hombre que se había detenido frente a él era Sammar ibn Hudail, el sabí, el hijo de la hermana de Ibn Mundhir, del comerciante de paños.
—Siento haberte asustado —dijo el sabí. Era aún más alto de lo que Ibn Ammar recordaba; se levantaba ante él como una torre. Rostro de barba bien recortada, moreno bajo la cinta blanca de la cabeza. Los ojos, de extraordinaria claridad, eran de un azul intenso.
—No ha sido nada —se apresuró a decir Ibn Ammar—. Es que me estaba quedando dormido.
El sabí lo examinó sin interés.
—Mi tío tiene un encargo para ti —dijo con voz que delataba una pizca de impaciencia—. Me ha enviado a buscarte.
Ibn Ammar no dio muestras de querer levantarse. Se quedó quieto, mirando a aquel hombre con terco espíritu de contradicción. Esperaba ese momento desde hacía días. Desde la mañana siguiente a la fiesta había esperado a que Ibn Mundhir volviera a llamarlo a su casa. A raíz de su recitación en casa de Ibn Mundhir se había hecho muchas ilusiones. Había ido dos o tres veces al bazar y se había presentado a los comerciantes y que había conocido en la fiesta. Todos lo habían reconocido y saludado con amable condescendencia; pero ninguno lo había invitado a sentarse, ninguno le había ofrecido algo de beber. Se había mudado a una casa en la ciudad y se había comprado ropa nueva, gastando todo su dinero con la esperanza de recibir una nueva invitación, un nuevo encargo. Pero nadie lo había llamado. Dos días atrás había vuelto a ocupar su viejo puesto entre los escritores de la mezquita, para ganarse por lo menos una comida caliente.
—¿Por qué te ha enviado a ti? —preguntó en tono mordaz—. ¿Por qué no a uno de sus criados?
—Envió a un hombre a la casa donde vives, pero éste no te encontró. Y los criados de la tienda no te conocen tanto como para dar contigo aquí —dijo el sabí. En seguida, sin pensar, añadió—: Pero da igual. ¿Quieres quedarte aquí o vienes conmigo? Mi tío desea verte de inmediato.
Ibn Ammar guardó sus utensilios de escritura, los rollos de papel, la estera. Se tomó tiempo, mucho tiempo. Y se enfureció consigo mismo por estar dando ese miserable ejemplo de nimia venganza.
Hicieron el camino juntos y en silencio. Al cruzar la amplia plaza que separaba la mezquita de la zona del bazar, súbitamente llegaron de la calle que conducía a la puerta de Valencia los golpes de un único tambor y unos agudos chasquidos, que seguían un ritmo lento y extrañamente monótono. El tambor enmudeció, dejando paso a la estridente voz de un pregonero, tan chillona que no se entendía lo que decía.
El sabí empezó a andar más despacio. Ibn Ammar vio que miraba con gran interés la esquina de la plaza en la que desembocaba la calle. Dos lanceros, que llevaban los colores de la guardia de palacio del qa’id, giraron y entraron en la plaza. Tras ellos iba el tamborilero, seguido de un alto carro de dos ruedas tirado por asnos. Sobre el carro había un hombre, al que veían de espaldas. Estaba atado entre dos postes, con los brazos extendidos. Frente al hombre, en la parte trasera de la superficie de carga del carro, había un negro gigantesco con el torso desnudo, una gorra de cuero amarilla en la cabeza y guantes de cuero amarillos en las manos. Era él quien producía los chasquidos. Con las manos enguantadas, el negro golpeaba al encadenado en la cara, tomando impulso desde muy atrás, sin compasión, de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, con terrible regularidad.
El convoy tomó camino del al–Qasr, dirigiéndose exactamente hacia donde se encontraban Ibn Ammar y el sabí. Los golpes de tambor volvieron a cesar y volvió a escucharse la voz chillona. Ahora veían también al hombre que gritaba, y pudieron entender lo que decía. Era un hombre bajo y gordo, de cabeza rapada y ropas raídas; no era un pregonero, sino probablemente un criado del prisionero, que estaba comprando su libertad al precio de maldecir a su amo durante el camino hacia el patíbulo.
—¿Veis esto? —gritaba—. ¡Ved a este maldito, a quien Dios precipitará en la más profunda condena! Vedlo, es Abú Musa ibn Abdallah, perro callejero e hijo de un perro callejero. Arderá en llameante hoguera, como Abú Lahab, ¡y su propia mujer atizará el fuego! ¡Mirad! ¡Esto es lo que ocurre a todos los que traicionan a nuestro señor, el sublime qa’id Abú Bakr Ahmad ibn Tahir, el Magnánimo, a quien Dios tenga a bien conservar entre nosotros!
El sabí se había detenido de pronto al oir el nombre del condenado. Se había quedado inmóvil, como de piedra, con los puños apretados y la cara pálida bajo el moreno teñido por el sol.
El convoy se acercaba lentamente. La gente de la plaza se aproximó, formando una calle. Tres o cuatro jóvenes imberbes corrían junto al carro dando gritos y arrojando al prisionero bosta de caballo.
Ahora también Ibn Ammar recordaba a aquel hombre. Desde hacía una semana se había hablado mucho de él en la ciudad; habían circulado muchos rumores. Pocos años atrás había llegado de oriente sumido en la mayor pobreza. Según decían unos, era miembro de la antigua nobleza árabe de la tribu de Quraysh; según otros, era un aventurero de dudoso origen. Se había ganado la confianza del qa’id con sorprendente rapidez, había sido su protegido, había alcanzado una posición influyente en la corte y, finalmente, con sólo treinta años de edad, había recibido en feudo un castillo y grandes extensiones de terreno en el sur, en la frontera con Almería. Según se decía, hacía un año había intentado pasar a servir al príncipe de Almería. Al parecer el príncipe había rechazado la oferta y lo había tomado prisionero para entregárselo a Ibn Tahir, pero Abú Musa había conseguido escapar y refugiarse en Granada. Para sorpresa de todos, había regresado a Murcia hacía dos semanas y se había puesto en manos del qa’id. Un rumor decía que lo que lo había impulsado a dar este paso desesperado había sido la nostalgia que sentía por su mujer, que había sido retenida en Murcia y a la que amaba por encima de todo.
Ahora el carro estaba pasando al lado de Ibn Ammar y el sabí, y el poeta podía ver al condenado. Su rostro estaba hinchado hasta el punto de ser irreconocible, rojo como la carne cruda. La sangre le brotaba por los ojos, la nariz, la boca. El cuerpo se balanceaba como un barco sin remos bajo los golpes del negro.
El sabí, callado, había apartado la mirada, clavando los ojos en el suelo. Esperaron hasta que la gente se hubo dispersado y el carro hubo desaparecido doblando la esquina de la mezquita. Luego reemprendieron su camino.
Al llegar a la maraña de callejas de la zona del bazar, Ibn Ammar preguntó:
—¿Conocías a ese hombre?
El sabí no respondió.
—¿Es cierto lo que dice la gente de él, que quería entregar al señor de Almería esa plaza fronteriza de Cartagena?
Tampoco esta vez hubo respuesta. Pero Ibn Ammar se dio cuenta de que al sabí le resultaba difícil callar ante esas preguntas.
—¿Y es cierto que regresó sólo por amor a su mujer y a su hija, como se dice?
El sabí siguió luchando consigo mismo unos instantes más, pero luego ya no pudo contenerse.
—Sí, ya sé qué es lo que dice la gente —dijo amargamente—. Lo convierten todo en una historia sentimental. ¡Por amor a su mujer! —Con un rapidísimo movimiento cogió a Ibn Ammar del brazo, con tal firmeza que se lo lastimó—. Yo te diré qué es lo que lo llevó a entregarse. Habían amenazado con vender a su mujer al dueño de una taberna del puerto de Cartagena. Por eso volvió.
—¿Su mujer es cristiana? —preguntó Ibn Ammar.
—Proviene de una familia cristiana, pero se ha convertido a nuestra fe. Afirmaron que lo había hecho sólo en apariencia.
—¿Quién lo afirmó? ¿Quién quería prostituiría?
El sabí tiró a Ibn Ammar del brazo para que se acercara y dijo en voz muy baja:
—La misma gente que dijo que él se había vendido al señor de Almería.
—¿Qué gente? —preguntó Ibn Ammar—. ¿En el camino de quién se interponía Abú Musa? ¿Quiénes eran sus enemigos?
—Todos los que lo envidiaban por gozar del favor del qa’id y de la confianza de Hassun ibn Tahir, el príncipe heredero.
—¿Te refieres a Ibn Ta’lab, el hadjib del qa’id? —preguntó Ibn Ammar.
El sabí no dijo nada, y cuando Ibn Ammar buscó su mirada, él lo esquivó.
—¿Te refieres al príncipe Muhammad, el que estaba en la fiesta de tu tío? —siguió preguntando.
El sabí asintió casi imperceptiblemente.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Ibn Ammar—. Has estado mucho tiempo fuera.
—Tengo amigos que lo saben —dijo el sabí.
Ibn Ammar creyó estar empezando a comprender por qué el comerciante guardaba tanta distancia con su sobrino.
—El hombre del carro, Abú Musa, ¿era amigo tuyo? —preguntó con voz cálida.
El sabí soltó el brazo de Ibn Ammar, como si sólo ahora se hubiera dado cuenta de cuán firmemente lo había tenido agarrado todo ese tiempo.
—No lo sé —dijo en voz baja—. Para mi era un amigo. Lo conocía bien. Confiaba en él más de lo que hubiera confiado en un hermano. No creas lo que la gente dice de él.
—No lo creo —dijo Ibn Ammar.
—Lo conocí en Alepo, en mi primer viaje a los países de oriente —continuó el sabí—. Vino a Cartagena en el mismo barco en el que volví de ese primer viaje. Es hijo de un emir, pero me recibía en su casa como a un amigo, y tampoco me olvidó cuando estaba en la corte y gozaba del favor del qa’id. Ruego a Dios que le conceda fuerzas.
—¿No crees que aún pueda obtener la clemencia del qa’id?
—No —dijo el sabí. Y, como para reforzar la negación, repitió—: No, no lo creo.
—Un príncipe que no conoce la clemencia no es un gran príncipe —dijo Ibn Ammar.
El sabí se detuvo, cogió ligeramente a Ibn Ammar del hombro y lo acercó a él.
—No vayas a decir algo así ante según qué gente —dijo, y en sus ojos podía verse una seria advertencia. Ibn Ammar no había visto nunca a un hombre de ojos tan intensamente azules.
El comerciante de paños los recibió en su despacho, una pequeña habitación de paredes blancas pobremente amueblada, cuyo único lujo consistía en que Ibn Mundhir la mantenía agradablemente fresca. En algún lugar debía de estar trabajando un vaporizador de aire hábilmente oculto. Ibn Mundhir estaba de pie tras un pupitre elevado, escribiendo con el brazo completamente extendido. No permitió que lo interrumpieran hasta que terminó de escribir.
—¡Vaya, nuestro joven de Sevilla! —saludó, lacónico—. Según he oído, te has cambiado de casa. —Conocía al propietario de la casa—. No es la casa más adecuada para un joven de tanto talento. Ya veremos si se puede encontrar algo mejor. —Luego, sin más preámbulos, pasó directamente a hablar de negocios—: He mandado a buscarte porque he de escribir algunas cartas, que necesitan una forma… —buscó la palabra apropiada, sin encontrarla—… una forma especial, ya me entiendes.
No esperó una respuesta. Hizo una señal al sabí, al tiempo que señalaba una cajita de madera que descansaba junto a muchas otras cajitas iguales en una hornacina, detrás del pupitre.
—Ante todo necesito dos cartas dirigidas a dos personas que me deben dinero. Necesito el dinero, así que me veo obligado a reclamar el pago. Pero… —se interrumpió mientras revolvía el interior de la cajita—… pero como se trata de deudores muy bien situados, la reclamación tiene que ser formulada con mucho tino. Ya me entiendes.
Sacó un pequeño cuaderno, lo hojeó, lo sostuvo frente a él con el brazo muy estirado, y leyó ayudándose con el dedo índice. Tenía problemas en la vista, pero cuando el sabí le ofreció su ayuda, la rechazó. Parecía como si no quisiera soltar el cuaderno.
—Se trata de dos familias muy distinguidas, dueñas de grandes fincas río abajo, hacia el mar, en Albanilla y Albatera —dijo los nombres y la cuantía de las deudas. Eran sumas considerables, más de quinientos dinares en un caso y casi seiscientos en el otro, que, al parecer, habían sido gastados exclusivamente en telas y ropa. Algunos de los pagos atrasados se remontaban ya a tres y hasta cuatro años atrás.
—A algunos deudores no es fácil cobrarles. Resulta imposible acercarse a ellos. Evitan hablar de dinero. Piensan que un comerciante debe tener por un gran honor que ellos le compren, y que ese honor vale mucho más que el dinero que le adeudan.
Ibn Mundhir estaba masticando con la boca torcida un grano que no se dejaba cascar; lo escupió furioso y dijo:
—¡A ese honor hay que apelar!
Volvió a meter el cuaderno en la cajita y cerró ésta cuidadosamente con una de las muchas llaves reunidas en un aro que le colgaba del cinturón. Era un manojo de más de veinte llaves del mismo tamaño, en el que Ibn Mundhir había encontrado la correcta al primer intento.
—Anota los nombres y las cantidades —dijo el comerciante señalando el pupitre—. Allí encontrarás todo lo que necesitas.
Ibn Ammar tomó algunas notas, mientras el comerciante caminaba de un lado a otro del despacho con paso cadencioso, las manos a la espalda, los hombros echados hacia delante y la cabeza gacha, como una cigüeña en un prado.
—Escribe en mi nombre. Escribe que valoro mucho el honor. Y que suene como algo literario. Son gente que hace alarde de su educación. No atribuyen ningún valor a una carta de reclamación, pero sí a una literaria. Escribe como se escribe en Sevilla, a la última moda. ¡Tienen que asombrarse, ya sabes! Y deja sólo entrever que quiero recuperar mi dinero, formúlalo de manera que… —Se dio la vuelta e hizo girar las manos intentando explicar qué quería decir; pero no lo consiguió tampoco con las manos, así que cambió inmediatamente de tono y blandió el dedo índice mientras decía—: Pero que quede claro que necesito urgentemente el dinero, que los plazos han vencido hace mucho tiempo y que, de no haber más remedio, me veré en la triste necesidad de reunirme en el bazar con algunos de mis amigos, quienes, según sé, también les han reclamado pagos pendientes de sumas parecidas, para tomar con ellos algunas medidas en común. ¡Que se enteren también de eso!
—Les echaré una filípica que parecerá una preciosa rama cubierta de flores —dijo Ibn Ammar sin levantar la vista del pupitre.
Ibn Mundhir se detuvo frente a él y lo miró perplejo, y durante un breve instante su rostro se contrajo en una risita de alegría casi infantil.
—¡Eso es exactamente lo que quiero! —Se volvió hacia la ventana y observó el patio trasero a través de las rejas—. Exactamente eso —repitió dejando escapar una risita.
Ibn Ammar cogió la tijera que había sobre el pupitre, para recortar la esquina del pliego de papel en la que había escrito sus apuntes, pero Ibn Mundhir lo interrumpió.
—Espera, eso no es todo —dijo golpeando el pupitre con los nudillos—. Por muy bien que escribas, no me pagarán. Por eso la carta tiene una continuación. —El comerciante reemprendió su caminata entre la ventana y el pupitre elevado—. Escribe que les hago una oferta. Les ofrezco una participación en el mercante que tengo en el astillero de Cartagena. A uno por mil dinares, al otro por mil doscientos. —Esperó a que Ibn Ammar anotara las cifras—. Las cantidades que me deben serán consideradas como un crédito que les concedo. Lo que resta de los mil o mil doscientos dinares, según cada caso, deberán pagarlo en efectivo. El crédito me lo irán abonando con las ganancias que produzca el barco, hasta que esté saldado. Todas las ganancias posteriores les serán pagadas sin deducciones. Una participación de mil doscientos dinares corresponde a cerca del diez por ciento. Las cifras exactas se las podrás dar cuando tengas la factura definitiva del astillero.
Dejó de hablar al advertir que Ibn Ammar lo estaba mirando con expresión de desconcierto. El comerciante se acercó al pupitre y, señalando al sabí, dijo:
—Sammar está informado de todo. Él te ayudará. —Ibn Mundhir se volvió nuevamente hacia la ventana—. Y esta parte de la carta no hace falta que la escribas de forma literaria. Escríbela en estilo neutro. La oferta es buena, descaradamente buena; no hace falta esconderla. Pero escríbela de manera que hasta esos cultos señores puedan entenderla y darse cuenta de las ventajas. ¿Comprendido? —Su voz tenía ahora un tono aguzadamente cínico, como el del día de su primer encuentro con Ibn Ammar, cuando embistió contra el poco decoro que mostraban sus inquilinos a la hora de pagar.
—Necesito saber algunas cosas de los cabezas de esas dos familias —dijo Ibn Ammar—. Historia de la familia, preferencias, peculiaridades, etc.
—¿Para qué?
—Si las cartas deben ser de su gusto, tengo que conocer sus gustos.
Ibn Ammar caviló un momento; luego intercambió unas cuantas palabras en voz baja con el sabí y, finalmente, dijo:
—Tendrás todo lo que te haga falta. Sammar te llevará a mi casa y te indicará una habitación.
Como despedida, una inclinación de cabeza sin el más mínimo rastro de una sonrisa, como si el comerciante hubiera agotado la amabilidad que tenía para ese día.
—Te espero aquí mañana después de la oración del mediodía.
Al salir del despacho siguiendo al sabí, Ibn Ammar se dio cuenta por fin de cómo funcionaba la instalación de aire acondicionado que producía un efecto tan agradable en la habitación. Dos de las cuatro paredes no estaban encaladas, como había parecido al poeta tras una primera y rápida mirada, sino cubiertas con hilos blancos de tono casi idéntico al de la cal. Las paredes de hilo eran empapadas con agua que se vertía desde arriba de manera casi imperceptible. Por lo demás, Ibn Mundhir parecía poner mucho cuidado en no mostrar en su tienda ningún signo exterior de su riqueza.
La habitación que se puso a disposición de Ibn Ammar en el palacete del comerciante quedaba justo encima del makhazim que el poeta ya conocía. La pequeña ventana abierta en lo alto de la pared daba al patio interior. Cuando estaba sentado al pupitre, Ibn Ammar podía ver la balaustrada de aquella terraza en la que había tenido lugar la fiesta y que ahora se hallaba revestida de una espesa reja que la protegía de miradas curiosas.
Ibn Ammar puso manos a la obra. Estaba familiarizado con ese tipo de trabajos. Antes de lograr cierto renombre con sus poemas, había sido un redactor de cartas muy solicitado. Se había ganado la vida escribiendo cartas alambicadas y de gran mérito artístico: cartas en prosa rimada; cartas en las que la vocal «a» no aparecía ni una sola vez; cartas con un mensaje oculto, cuyo sentido sólo se obtenía leyendo una de cada doce palabras; cartas en el estilo predilecto de los caballeros y damas de la nobleza, y que los comerciantes intentaban imitar con la ayuda de talentosos hombres de letras. A juzgar por su condición social, también Ibn Mundhir seguía esa moda.
Poco después de la puesta del sol, el sabí trajo al hombre encargado de dar a Ibn Ammar la información deseada sobre los destinatarios de las cartas. Era el ajedrecista. Parecía estar muy enterado de todo. Por lo visto, el ajedrez le abría las puertas de todas las casas.
Los dos cabezas de familia compartían las aficiones habituales de la nobleza: la caza, la música, la arquitectura. Uno de ellos cultivaba rosas. Sus respectivas familias se contaban entre las más importantes de la región. Tanto una como otra eran capaces de poner inmediatamente en acción a más de cuarenta soldados a caballo, y residían en fuertes castillos que controlaban los caminos hacia Denia y Valencia.
—Son personas a quienes el qa’id ha de tener en cuenta —explicó el ajedrecista—. Sus tierras limitan con la región de Denia, lo que los hace independientes.
Al parecer, Ibn Mundhir, dado el alcance de sus actividades comerciales, se había visto obligado a buscar una alianza con la nobleza. ¿Era el crédito ofrecido un cebo? ¿Un pago a cuenta del esperado apoyo político en la corte del qa’id?
Ibn Ammar intentó cuidadosamente sonsacar información al ajedrecista, pero no obtuvo más que evasivas. Sólo una cosa quedó clara: que en Murcia y Cartagena había cuatro grandes armadores dedicados al comercio de ultramar con barcos de alto porte. El más importante era Ibn Ta’lab, el hadjib del qa’id, quien al parecer utilizaba su cargo para mantener bajo presión a los otros. El qa’id, por lo visto, ejercía rigurosamente sobre los tres armadores más pequeños el derecho de tanteo, que le correspondía como príncipe y le facultaba a comprar antes que nadie y muy por debajo del precio de mercado todas las mercancías que desembarcaban en el puerto de Cartagena, y, en cambio, se mostraba muy indulgente con su hadjib. ¿Acaso Ibn Mundhir pretendía enfrentarse con el hadjib? ¿Era tan fuerte su posición como para oponerse políticamente al hombre más poderoso de la corte?
Ibn Ammar se quedó escribiendo hasta muy entrada la noche. De tanto en tanto, una extraña inquietud lo empujaba hacia la ventana y le hacía recorrer con los ojos la galería de la planta superior, contemplar las sombras que se movían tras las rejas de las ventanas. Esperaba algún tipo de señal, sin saber en qué debía reparar. Pero las luces de la casa se apagaron sin que llegara ninguna señal, y finalmente también él aplastó el pabilo de la lámpara de su escritorio.
Por la mañana, el sabí fue a su habitación, se sentó bajo la ventana y observó en silencio a Ibn Ammar, que estaba nuevamente trabajando en su borrador. En algún lugar, lejos de allí, una muchacha entonaba una canción que les llegaba suavemente, apenas perceptible, como el lejano trino de un pájaro sobre el barullo de la ciudad. Ibn Ammar no lo notó hasta que el sabí, que estaba acurrucado frente a él, como si quisiera hacerse lo más pequeño posible, ensimismarse, levantó la cabeza en gesto de atención y dirigió los ojos y la mirada vacía hacia la pared. Sólo entonces se dio cuenta Ibn Ammar de que la voz que oían era la de la qayna, la cantante que había actuado en la fiesta.
—¿Sigue en la casa? —preguntó sorprendido Ibn Ammar.
El sabí se levantó súbitamente, como un colegial cogido por sorpresa en una travesura.
—Sí, está en la casa. ¿Por qué no? —dijo con voz insegura.
—¿Tu tío aún no ha encontrado un comprador? —preguntó Ibn Ammar sin malicia—. ¿Qué piensa hacer con ella? ¿Se la quedará él?
El sabí esbozó una sonrisa atormentada. Ibn Ammar lo examinó con la mirada. Volvió a ver al sabí en la noche de la fiesta, siguiendo con la misma tensa actitud de ahora la actuación de la muchacha, y finalmente comprendió. Un hombre descomunal y, sin embargo, tan indefenso como un niño: sí, una vez más la vieja historia. La suposición de Ibn Ammar había sido correcta; sin duda, el sabí había traído a la muchacha desde Alejandría, había pasado con ella la larga travesía hasta Cartagena, le había entregado su corazón. Y, a juzgar por su aspecto, sus sentimientos probablemente habían sido correspondidos. La historia de siempre, una historia sin esperanzas. La muchacha era tan inalcanzable para el sabí como la luna del cielo. ¿Cómo consolarlo? ¿Qué decirle? No existían palabras de consuelo para él.
De pronto, Ibn Ammar recordó un antiguo cuento de Abu’l–Faradl. Si bien no podía consolar al sabí, quizá al menos podría darle ánimos.
—¿Conoces la historia del viejo Abú Dulama y la bella esclava? —preguntó Ibn Ammar.
El sabí negó con la cabeza sin decir palabra. Ibn Ammar empezó el relato:
—Ésta es la historia de Abú Dulama, su hijo y la bella esclava.
»El poeta Abú Dulama se presentó ante al–Chaizurán, la sublime señora, esposa del gran califa Harún ar–Rashid, y dijo: "Oh, señora, soy un anciano, si me concedes tu favor serás recompensada".
»"¿Qué es lo que quieres?", preguntó ella.
»Abú Dulama se inclinó y dijo: "Regálame a una de tus esclavas, oh, señora. Necesito algo bonito que tener en la cama, pues mi mujer se ha hecho vieja. Donde antes era caliente, ahora es fría; donde era lisa, ahora está arrugada, y su trasero es descomunal".
»Al–Chaizurán contestó sonriendo: "Haré que se cumpla tu deseo".
»Poco después, llamó a una de sus esclavas más hermosas y a un criado y ordenó a éste que llevara a la muchacha a casa de Abú Dulama. El criado se puso en camino con la esclava, pero al llegar a la casa del poeta no encontró más que a la esposa de éste. Así pues, le dejó la esclava a la mujer, pidiéndole que se la entregara a Abú Dulama en cuanto llegase.
»Acababa de irse el criado, cuando llegó a la casa el hijo de Abú Dulama. Encontró a su madre hecha un mar de lágrimas, y al preguntarle por qué lloraba, ella le contó lo ocurrido y añadió: "Si tienes intención de hacer algo por tu madre alguna vez en tu vida, ¡hazlo ahora!".
»"Dime qué debo hacer y lo haré", contestó el hijo, a lo que la madre respondió: "Ve a la habitación donde está la esclava. Dale a entender que ahora tú eres el nuevo amo de la casa. Después acuéstate con ella. Así, tú padre tendrá prohibido hacerlo. Si no lo haces, esa joven le robará la poca razón que le queda y no volverán a oírse risas en esta casa".
»El hijo cumplió los deseos de su madre. Fue a la habitación de la muchacha y se acostó con ella. La esclava quedó encantada. El joven apenas había salido de la habitación, cuando su padre llegó a casa y preguntó: "¿Dónde está la muchacha?".
»La mujer señaló la habitación. Abú Dulama entró en ella inmediatamente e intentó besar a la chica, él, un viejo de barba blanca y dientes amarillos.
»"¡Qué haces! —gritó la muchacha—. ¡Tranquilízate, anciano, o te arrancaré la nariz de la cara!"
»El poeta, encolerizado, dijo: "¿No te ha encargado al–Chaizurán que seas amable con tu nuevo amo?".
»"He sido amable con él", contestó ella. Luego describió al hijo de Abú Dulama y dijo: "Acaba de estar aquí, y ha obtenido de mi lo que quería".
»Al oir esto, Abú Dulama comprendió que había sido engañado por su esposa y su hijo. Salió de la habitación como un rayo, cogió a su hijo y lo llevó a rastras hasta el califa.
»"¿Qué quieres?", preguntó el califa.
»Abú Dulama contestó: "Este canalla me ha hecho algo que ningún hijo haría a su padre. ¡Sólo su muerte puede devolverme el honor!".
»"¿Qué es lo que ha hecho?", preguntó el califa, lleno de asombro.
»Abú Dulama le contó lo ocurrido. Al oírlo, el califa echó a reír de tal modo que se cayó de espaldas.
»Una vez que el califa hubo recuperado la calma, Abú Dulama le preguntó: "¿Tan gracioso te parece lo que ha hecho, que te echas a reír?".
»Entonces el califa ordenó: "¡Traed la espada y el cuero!".
»Pero antes de que llegara el verdugo, el hijo se dirigió al califa, diciendo: "Oh, comendador de los creyentes, ya has oído la versión de mi padre. ¡Escucha ahora también la mía!". Y, a una señal del califa, continuó: "Este viejo desvergonzado viene jodiéndose a mi madre desde hace cuarenta años, sin que yo nunca me haya disgustado por ello. Ahora yo, por única vez, abordo a su esclava, y él se comporta como el hombre más desgraciado del mundo".
Ibn Ammar interrumpió el relato al ver que el sabí no daba señales de atender. Sentía una gran compasión por el sabí.
—¿No quieres saber cómo termina la historia?
—¿Cómo termina? —preguntó el sabí, sólo por cortesía.
—Termina bien, como es natural —dijo Ibn Ammar, manteniendo el tono alentador—. El califa se desternilló de risa, y el hijo pudo quedarse con la muchacha. Cuando el califa se ríe, las historias siempre terminan bien.
El sabí no dijo nada. Tenía la cabeza gacha y se miraba fijamente las manos, que colgaban muertas entre sus rodillas. El suave canto cesó, y de repente reinó un silencio absoluto. Un rato después, el sabí levantó la cabeza, miró fugazmente a Ibn Ammar y dijo en tono sombrío:
—Ya no existen califas en Andalucía. Sólo miserables potentados que juegan a ser reyes. Tristes gatos que se creen leones.
—No vayas a decir una cosa así ante la persona equivocada —contestó Ibn Ammar, en un débil intento de dar un nuevo giro a la conversación. Luego volvió a callar. Ya no tenía nada más que decir. Al salir de la casa, Ibn Ammar vigiló si alguien lo seguía, pero no descubrió nada que pareciese extraño. Pasó un rato en la mezquita principal, donde se gozaba de un agradable frescor, afinó todavía un poco más su borrador, escuchó en el patio a un viejo que recitaba con voz sorprendentemente armoniosa poemas de al–Buhturi, y se puso en camino hacia la tienda de Ibn Mundhir.
Salió de la mezquita por la puerta del muro oeste y giró hacia el sur. Pero al llegar a la esquina suroccidental del muro exterior se dio cuenta de que había tomado la dirección equivocada, y supo también porqué había dado ese rodeo. Ante él se encontraba el imponente bastión de la puerta del al–Qasr, y, al levantar la mirada, vio que de uno de los ganchos empotrados en la pared, encima de la puerta, colgaba la cabeza de Abú Musas. Las cornejas ya se habían precipitado sobre ella. Sólo el cabello permitía saber que aquélla era la cabeza del hombre a quien el sabí había llamado amigo.
Ibn Ammar reemprendió el camino rápidamente. En el lugar que acostumbraba ocupar entre los escribas de la mezquita esperaba una mujer. Vestía como una criada, pero llevaba zapatos. Debía de servir en una casa distinguida, probablemente de doncella. Habló a Ibn Ammar sin ningún temor.
Le preguntó si era el katib que normalmente ocupaba aquel lugar. La mujer no tenía más de treinta años, y llevaba con descuido el velo que le cubría el rostro.
Ibn Ammar contestó que ya no trabajaba de escriba.
—Sólo una cosa muy corta, un par de líneas, maestro —rogó ella—. Me han enviado a vos.
Tenía los ojos pardos y una cálida mirada.
—¿Qué es lo que tengo que escribir? —preguntó Ibn Ammar.
—Sólo un poemita —dijo ella—. La respuesta a unos versos.
Ibn Ammar se sentó junto a la muralla recogiendo las piernas, de modo que podía escribir apoyando el papel sobre sus rodillas.
—¿Tengo que inventar los versos o ya los sabes?
—Sólo tengo el primer mensaje —dijo ella, sin cesar de mirar fijamente a Ibn Ammar.
—¿Y qué es lo que dice? —preguntó el poeta.
Ella titubeó, como si tuviera que inventarse las palabras. Luego dijo los versos:
Te vi tras las rejas de la ventana.
Amargo siento el dulce, muy larga la mañana…
Le costó trabajo, pero logró pronunciarlo como se pide una receta al boticario.
—¿Y quieres unos versos que contesten a ésos? —preguntó Ibn Ammar examinándola sonriente con la mirada, al tiempo que pensaba fugazmente a quién podía ir dirigida la respuesta. Quizá a algún criado de la casa vecina. No era el primer poemita de amor que componía en ese lugar. También entre el personal de servicio se consideraba elegante intercambiar pequeños saludos amorosos rimados. Escribió los primeros versos que le vinieron a la cabeza, y los leyó en voz alta:
Breve será el día en que nos encontremos,
permite que esas rejas superemos.
La mujer pareció quedar encantada, cogió el papel y se lo guardó en una manga. Sus ojos pardos recordaron a Ibn Ammar los ojos de su madre.
—Es gratis —dijo el poeta.
La mujer lo bendijo mientras él se retiraba.
Sólo cuando ya casi había llegado al barrio del bazar, Ibn Ammar reparó de pronto en que el primer mensaje podía estar dirigido a él mismo. «Te vi tras las rejas de la ventana», era un mensaje escrito por una mujer.
Se dio media vuelta y regresó corriendo a donde se había encontrado con la mujer. Casi rodeó toda la mezquita y buscó en todas las callejas adyacentes. La criada había desaparecido.