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SEVILLA
DOMINGO 29 DE ENERO. 1071
24 DE SHEWAT, 4831 / 24 DE RABÍ II, 463
Lope tenía la extraña sensación de que llevaba un largo rato despierto sin haber tomado conciencia de ello. ¿Estaba despierto? ¿Estaba soñando que estaba despierto? No sentía su cuerpo. Suponía que estaba tumbado boca arriba, pero no lo sabía con certeza; su cuerpo parecía estar flotando. Oía los latidos de su corazón, acelerados, excitados, y tan fuertes que no podía oir nada más. Prestó atención a esos atronadores golpes que lo estremecían de dentro hacia fuera, y advirtió de repente un segundo latido, más lejano, en algún otro lugar de su cuerpo. No podía determinar de qué parte de su cuerpo salía, sólo que se estaba acercando. Latía al mismo ritmo que su corazón, pero los golpes se producían un instante después que los del corazón, perseguían a éstos, sin poder nunca alcanzarlos. El latido se acercaba cada vez más, y Lope sentía ahora que con cada golpe le llegaba también una ola de lancinante dolor, que se hacía más y más grande hasta reventar con estruendo en su cabeza. Sentía cómo lo iba inundando el dolor en sucesivos embates, llenando todo su interior. El dolor subía de su pierna derecha. ¿Qué le había pasado en la pierna?
Abrió los ojos y vio un rectángulo blanco, bañado por una resplandeciente luz azul. Su mente necesitó unos momentos para comprender lo que veían sus ojos. Estaba tumbado en una habitación. No recordaba haber visto antes la casa. Todavía conservaba en la memoria la visión del recodo del río y de la ciudad blanca, semioculta por el polvo. Recordaba que había indicado el camino a Zaquti. ¿Dónde estaba Zaquti? ¿Dónde estaban los demás? ¿Dónde estaba el hijo del conde?
Intentó levantar la cabeza. Reunió todas sus fuerzas para levantar la cabeza tan sólo un dedo, pero del esfuerzo perdió el sentido y se sumió nuevamente en la negra noche.
Cuando volvió a despertar, tuvo la mente despejada desde el primen instante. Estaba oscuro, pero en el techo de la habitación se reflejaba una luz. El reflejo se movía. En algún lugar de la habitación debía de estar ardiendo la llama trémula de una lámpara. Y había algo más. Lope lo sentía. Aguzó todos los sentidos, siempre inmóvil, tumbado de espaldas, y se quedó rígido como un animal indefenso, que se finge muerto cuando intuye algún peligro. Prestó atención, pero no oyó más que los latidos de su corazón y las pulsaciones de dolor de su pierna. El dolor volvió de pronto, embotándole los sentidos y haciéndolo insensible al miedo. Giró despacio la cabeza y vio la lámpara, que sólo titilaba débilmente, y luego a la muchacha.
Karima.
No había pasado un sólo día sin que ella acudiera a su memoria. Había pensado en ella todo el viaje. Había pensado en ella mientras huía a galope por las montañas con esa herida de lanza en la pierna. Al principio casi había estado agradecido a la herida, porque le daba un pretexto para ir a la casa del padre de Karima. Pero más adelante, cuando el camino se había hecho más y más largo y la herida no había cesado de sangrar pese a que Zaquti le había vendado la pierna, sólo el recuerdo de ella le había permitido seguir adelante. Y había tenido su imagen ante los ojos cuando, finalmente, tumbado de bruces sobre el lomo de su caballo, una misericordiosa inconsciencia se había adueñado de él.
Karima estaba sentada en un cojín, junto a la lámpara, un hombro apoyado contra la pared, la cabeza descansando sobre sus rodillas. Se había rodeado las piernas con los brazos, pero su mano izquierda había resbalado, y el brazo colgaba a un lado, de modo que Lope podía ver una porción de su rostro. Estaba dormida. Un mechón de su cabello negro había escapado de la faja que le cubría la cabeza, y colgaba sobre su mejilla. Sus párpados se agitaban ligeramente bajo la espesa cortina de sus pestañas, pero su respiración era tranquila y regular.
Lope la envolvió con su mirada. Ya no sentía el dolor de la pierna. Estaba tan tranquilo como si siguiera dormido. Cada rasgo del rostro de Karima le era familiar; había llevado consigo su imagen como se lleva el conocimiento de un tesoro oculto. Jamás se había atrevido a albergar la esperanza de volverla a ver. La razón se lo había impedido. Él era un pequeño hidalgo al servicio del conde de Guarda. Había un profundo abismo entre él y la hija del hakim judío de Sevilla, un abismo insalvable. Lope no se había hecho ilusiones. Ni siquiera en sueños.
Pero ahora, de repente, ella estaba sentada a su lado, tan cerca que Lope sólo tenía que estirar la mano para tocarla.
Karima abrió los ojos de golpe. Tenía la mirada puesta en Lope, pero no lo veía; sus ojos seguían ciegos por el sueño. Lope la vio recobrar paulatinamente la conciencia. No se atrevía a respirar, por temor a asustarla. Esperó que el tiempo se detuviera cuando se cruzaron sus miradas. Una sonrisa revoloteó en el rostro de Karima, y Lope intentó devolverla, pero un instante después ella se levantó precipitadamente, y la sonrisa se desvaneció.
—Me he quedado dormida —dijo, como si quisiera disculparse.
Lope intentó contestarle, pero la lengua no le obedeció.
—¡No! —dijo ella, alzando la mano—. ¡No! ¡No debes moverte!
Lope sintió que se le nublaba la vista y se dejó caer, rendido. Cuando pudo volver a ver con claridad, ella estaba a su lado. En su rostro había una expresión de preocupado interés.
—Debes estarte quieto —dijo Karima—. Has perdido mucha sangre.
Lope movió los párpados, para darle a entender que había comprendido.
Karima le pasó un paño húmedo y fresco por la frente y los labios, y Lope sintió el tacto de sus dedos a través del paño. Luego ella le metió la mano debajo de la cabeza y la apoyó en un cojín. Lope se entregó agradecido a sus cuidados.
—Te daré algo de beber —dijo Karima—. Tienes que beber mucho. —Acercó a los labios de Lope el pico de una jarra y le dio a beber un líquido de agradable sabor amargo que le calentó la garganta. Lope bebió con avidez, jadeando, y tuvo que parar porque se atragantó y, con el esfuerzo de toser, se mareó. Cuando volvió a abrir los ojos, vio el rostro de Karima sobre el suyo.
Ella sonreía.
—Ve con calma —dijo, y esperó a que su respiración se sosegara para volver a ponerle la jarra en los labios.
Lope no cesaba de mirarla mientras bebía, y ella no esquivaba su minada. Karima apartó la jarra para darle tiempo de descansar. Lope se pasó la lengua por los labios, tragó y quiso decir algo, pero ella le puso dos dedos sobre la boca y balanceó la cabeza.
—No hables —dijo—; es demasiado esfuerzo para ti.
Lope sintió la suave presión de sus dedos sobre los labios.
—Tengo que hacerte unas cuantas preguntas —dijo Karima, al tiempo que volvía a darle de beber—. Para contestar sólo tienes que asentir o negar con la cabeza.
Lope asintió.
—¿Tienes fuertes dolores? —preguntó Karima.
En un primer momento Lope no supo qué responder. La presencia de Karima había expulsado inesperadamente de su conciencia todo dolor. Negó con la cabeza. No, el dolor era muy soportable.
—¡Pero la herida de la pierna te tiene que doler! —dijo ella, incrédula.
Lope volvió a negar con la cabeza. Sus dolores le parecían cada vez menos importantes.
—¿Te late la herida? —preguntó ella.
Lope asintió, contento de poder darle la razón, y se sintió confundido al ver que, contra lo que él esperaba, el rostro de Karima tomaba una expresión preocupada.
—¿Latidos fuertes? —preguntó la muchacha.
Lope prestó atención a su cuerpo. Aún sentía los latidos, pero ahora más débiles; el corazón le latía con mucha más fuerza. Negó con la cabeza.
—Eso está bien —dijo ella. Parecía aliviada—. Si la herida comienza a latirte con fuerza, dínoslo en seguida.
Lope asintió, serio. El calor de la bebida se extendía agradablemente dentro de su cuerpo. Ya no tenía sed, pero siguió bebiendo pequeños tragos, pues esperaba de ese modo mantener cerca a Karima más tiempo. Estaba tan cerca y tranquila, y respondía a sus miradas con tal naturalidad, que a Lope aquello le parecía un milagro.
Cuando hubo vaciado la jarra y ella se levantó y desapareció de su campo visual, Lope respiró hondo y, entre acelerados golpes de respiración, preguntó con una voz sin tono, apenas un susurro:
—¿Cuánto… he… dormido?
Karima regresó y se inclinó sobre él.
—¿Has dicho algo?
Lope repitió la pregunta.
Ella le levantó la cabeza, le quitó el cojín que tenía debajo de la nuca y dijo:
—Cuando te trajeron estabas inconsciente, en estado muy grave. Has perdido tanta sangre que mi padre ya temía lo peor. La herida estaba tan desflecada que tuvo que cortarte los bordes. Con eso perdiste todavía más sangre. —Sonrió, intentando infundirle ánimos, y le pasó la mano sobre la frente—. Has permanecido inconsciente toda una noche, y después has dormido hasta ahora.
—¿Hasta ahora? —preguntó Lope.
Ella asintió.
—Creo que ya debe ser pasada la medianoche. No lo sé exactamente.
—¿Dónde está… mi gente? —preguntó él.
Karima balanceó la cabeza con una ligera expresión de reproche.
—No debes hablar tanto —dijo, levantando la manta hasta cubrirle la barbilla y enjugándole los labios con el paño húmedo—. Tu gente está en Sevilla, en casa de Ibn Ammar. El visir ya ha mandado a preguntar por ti, y uno de los hombres, que se llama Zaquti, ha estado aquí esta tarde. Dice que fue él quien te vendó la herida. Lo hizo bien. No estarías con vida si él no te hubiera vendado la pierna.
Lope recordó que Zaquti lo había obligado, casi por la fuerza, a detenerse, pese a que sus perseguidores estaban cada vez más cerca; luego le había metido el cuchillo en la herida desflecada, provocándole tal dolor que los ojos casi se le salieron de las cuencas; por fin, rasgando en tiras la faja de su cabeza, se la había enrollado alrededor de la pierna. Zaquti era uno de los dos hidalgos que el conde había puesto a su cargo. Era un buen hombre.
—Es un moro —dijo Lope, y, pensando de pronto que ella podía malinterpretar esa expresión, se apresuró a añadir—: Es de Coimbra.
Entonces Lope oyó un ruido a sus espaldas, una voz profunda y susurrante, y por un instante pensó que debía de ser el hakim, pero luego se dio cuenta de que era la voz del criado negro de la casa. No podía entender lo que decía, pues hablaba en árabe; sólo creía notar que la voz delataba una apremiante impaciencia.
—Está bien, Ammi Hassán —dijo Karima.
Lope no dejaba de mirarla. Ella le dirigió una sonrisa furtiva y, por unos instantes, puso su mano sobre la de él. Lope sintió que aquel contacto le atravesaba todo el cuerpo.
Luego ella dejó la habitación.
Lope todavía vio que el criado volvía a arrimar a la pared el taburete que Karima había acercado a su cama, y se sentaba en él. Ya medio dormido, preguntó:
—¿Dónde está el hakim?
Y oyó responder al criado que el hakim estaba en el palacio. Luego cerró los ojos, y vio ante sí el rostro de la muchacha, tan nítido como si ella siguiera frente a él. Así se durmió, como un niño en su cuna.
—¡De pie! ¡Vamos, de pie, ya es hora! —gritó impaciente la vieja Dada, aporreando la puerta.
Karima despertó sobresaltada. Fuera ni siquiera era completamente de día. Aún debía de faltar un rato para que saliera el sol.
—¿Qué pasa? —preguntó. Todavía estaba medio dormida. Se sentía extenuada. A medianoche, cuando volvió a su habitación, había tardado en poder conciliar el sueño—. ¿Qué pasa? —volvió a preguntar, pero no recibió respuesta alguna. Dada ya se había marchado.
Se levantó rápidamente. No debía dejar notar que estaba tan cansada; no debía avivar aún más la desconfianza de la vieja criada. Por la noche, había pasado sigilosamente frente a la habitación de Dada y se había escurrido a hurtadillas en el segundo patio, donde se encontraba la habitación para enfermos, con la intención de relevar a Ammi Hassán. Ammi Hassán había puesto toda clase de inconvenientes antes de dejarse convencen de que debía dejarla velar a Lope esa noche. Pero con él al menos se podía hablar, mientras que Dada era del todo inaccesible.
La oyó gritar en el patio. Por lo visto, estaba sacando el asno del establo. ¿Para qué quería el asno tan temprano? ¿Por qué levantaba tanto la voz?
—¿Qué te pasa? —preguntó Karima a la vieja criada en tono de reproche nada más salir al patio.
—¡Nos vamos de compras! —respondió parcamente Dada—. Tenemos que ir al pueblo.
Karima hizo como si aquello no fuera con ella.
—¿Y por qué me despiertas tan temprano?
—¡Porque tú vienes conmigo! —dijo Dada en un tono que no admitía réplica.
—¿Por qué tengo que acompañarte al pueblo? —preguntó Karima.
—Porque tu padre no aprobaría que te dejara sola en casa —dijo Dada, inexorable.
—¡Pero si también está en casa Ammi Hassán!
—¡Ammi Hassán! —dijo Dada con un resoplido de furia—. ¡Ammi Hassán! —Mientras colocaba los cestos sobre el animal, sujetándolos firmemente entre jadeos de esfuerzo, añadió en un tono una pizca más amable—: Junto al pozo te he dejado un vestido limpio… Y el desayuno está en la cocina.
Karima decidió no seguir contradiciéndola. Era lo mejor. Fue al pozo a lavarse. El vestido que Dada le había preparado era uno de los más viejos que tenía, una sencilla jubba, gastada ya de tanto lavarla, y una malhafa azul oscuro. Karima encontraba que el azul oscuro no le sentaba bien. Estuvo a punto de ir a coger otro vestido, pero al final decidió dejarlo estar. Para ir al pueblo siempre convenía llevar cosas viejas, y cuando regresara podría cambiarse.
Mientras se peinaba y cepillaba el pelo pensaba si acaso antes de desayunar debía ir a las habitaciones de huéspedes y hablar con Ammi Hassán. Por la noche podían haber surgido complicaciones de algún tipo. Probablemente Ammi Hassán seguía en la habitación para enfermos. No se lo veía por ninguna parte. Al lavarse los dientes, Karima se contempló meticulosamente en el espejo, examinándose la cara. Se lavó los dientes con gran detenimiento. Luego, de pronto, descubrió que Dada la estaba observando desde el patio, y se apartó del espejo. Pensó que tal vez sería mejor preguntar a Ammi Hassán más tarde, cuando Dada estuviese ocupada en otras cosas.
¿Qué les pasaba a todos?
Regresaron hacia el mediodía. Dada se había pasado horas conversando con los vendedores para comprar únicamente un poco de mantequilla, unos cuantos huevos, una jarra de vino, una jarra de leche fresca y un pan de gallinas. Un poco más, y la vieja criada habría comprado los huevos uno por uno. Karima casi se había vuelto loca de impaciencia.
Cuando Ammi Hassán les abrió la puerta, Karima, como de costumbre, echó una mirada al establo. La mula de su padre estaba en su corral, y como siempre Karima se alegró de que ya hubiese regresado del palacio. Pero esta vez su alegría estaba empañada por una pizca de desilusión. Le habría gustado poder hablar a solas con Ammi Hassán antes de regresar su padre.
Yunus estaba sentado en el madjlis de la casa, con un libro. Normalmente solía descansar una hora a mediodía, pero ese día no parecía sentirse cansado. El saludo fue bastante parco, o Karima lo sintió así. La muchacha se quedó en el madjlis, a pesar de que Yunus había vuelto a inclinarse sobre su libro. Seguramente Yunus había visto a Lope nada más regresar a casa. ¿Por qué no decía nada? Karima dudaba en preguntárselo por propia iniciativa.
—El chico tiene sarampión —dijo Yunus de pronto, sin apartar la vista del libro.
Karima se estremeció. Por un instante se quedó petrificada de espanto, hasta que comprendió que su padre se refería al hijo de la princesa. El pequeño príncipe había sufrido un repentino ataque de fiebre cuatro días atrás, un mensajero había recogido precipitadamente a Yunus en el consultorio, y al día siguiente Karima había partido con Dada y Ammi Hassán. Qué suerte, pensó Karima. Si el hijo del príncipe no hubiera cogido el sarampión, no hubiera habido nadie en la casa de campo cuando los jinetes llevaron a Lope. Qué afortunada casualidad.
—La princesa está totalmente fuera de si —dijo Yunus, sin dejar de leer—. Ha mandado traer a un charlatán griego que la tiene impresionada porque cita constantemente a las grandes autoridades. El fulano se sabe de memoria todos los manuales y se pasa la vida envolviéndose del mayor número posible de citas. —Dio un sonoro resoplido—. Así que ahora yo tengo que ponerme a releer. ¡A mi edad! Sólo Dios sabe cuántos niños con sarampión he tratado.
Karima vio cómo pasaba rápida y violentamente las páginas para, finalmente, cerrar el libro y dejarlo a un lado, decidido.
—¡Bah, todo esto es absurdo! Trataré a ese niño mimado como he tratado a todos los otros —dijo Yunus, y, mirando a Karima, añadió—: ¡Incluida tú! —Sólo ahora parecía haberse dado verdadera cuenta de su presencia—. ¿Lo habéis traído todo del pueblo? —preguntó.
Karima le enumeró las cosas que había comprado Dada.
—Bien —dijo Yunus—. Nuestro paciente necesita alimentarse.
Ella intentó ocultar su interés bajo un gesto de afectada indiferencia.
—Le he cambiado el vendaje —continuó Yunus—. La herida tiene buen aspecto, hasta donde puede verse. De momento no hay infección. El chico parece ser lo bastante fuerte, y también es lo bastante joven. Saldrá de ésta.
Karima no dijo nada. Bajó la mirada al ver que los ojos de su padre se dirigían a ella.
—Si todo va bien, creo que lo podremos llevar a Sevilla dentro de una semana —dijo Yunus.
—¿Una semana, tan pronto? —preguntó rápidamente sorprendida, y volvió a callar.
—Ibn Ammar enviará una litera cuando llegue el momento —dijo Yunus—. Ya ha venido un mensajero suyo. El visir quiere estar informado día a día.
Ella calló, con la mirada gacha.
—Lope está convencido de que los que atacaron su tropa eran hombres del señor de Badajoz —dijo Yunus—. El muchacho que los acompañaba es hijo del conde al que sirve Lope. Según cree, el señor de Badajoz intentaba apoderarse del muchacho.
—¿Y ahora el chico se quedará en Sevilla? —preguntó Karima.
—Es muy probable —respondió Yunus—. En la corte del príncipe, supongo. —Se acercó a su hija, le pasó el brazo por encima de los hombros y salió con ella al patio—. Lope me ha dicho que has velado junto a su cama —dijo Yunus, cariñosamente.
Karima andaba a su lado con la mirada fija en el suelo.
—Está bien que te preocupes por nuestro huésped herido —continuó Yunus—. Pero ahora que ya ha pasado lo peor deberías evitar quedarte a solas con él. No está bien. Tú ya no eres una niña, y él es un extraño. Dada y Ammi Hassán pueden encargarse de él. Tiene suficientes cuidados. —La apretó suavemente contra él—. Prométemelo.
Karima sonrió con ojos de inocencia y besó a su padre en la mejilla.
—Ahora sólo quiero cambiarme en seguida; había mucho polvo en la calle —dijo, y corrió a su habitación cruzando el patio en diagonal. Sus pies apenas tocaban el suelo, tan ligera se sentía.
Por la tarde, Karima ayudó a Ammi Hassán a podar las cepas y observó cómo el criado injertaba una ramita de limón en un pequeño naranjo. Karima dejaba que Ammi Hassán le explicara todo con detalle, y de tanto en tanto echaba un vistazo al camino que venía del palacio. Vio un jinete, tan rápido como los mensajeros que solían venir a recoger a su padre, pero éste no giró por la bifurcación que llevaba a la casa.
Más tarde, Karima se retiró con un libro al terrado, desde donde no sólo se veía el camino al palacio, sino también la carretera de Sevilla. Yunus le había hablado de un mensajero de Ibn Ammar, pero no le había dicho que se trataba del hombre llamado Zaquti. Tal vez Zaquti todavía viniera en lo que quedaba del día. El día anterior había llegado dos horas antes de la puesta de sol. Karima empezó a leer, pero su mente se perdía una y otra vez en divagaciones.
Intentó recordar las cosas que Yunus le había contado de Barbastro cuando volvió de su largo viaje. También había hablado de Lope, ella lo recordaba. ¿Cuánto tiempo había pasado? En aquel entonces Lope no podía haber sido mucho mayor de lo que ella era ahora. ¡Qué experiencias habría vivido! ¡Qué vida tan peligrosa debía de llevar, que le deparaba tales heridas!
Llevaba leída media página cuando aparecieron dos jinetes en la entrada del valle. Karima los vio subir trotando por la carretera. Mucho antes de que llegaran a la bifurcación, ella ya sabía que aquel era Zaquti, quien, como el día anterior, venía escoltado por un lancero de Ibn Ammar. Karima se cercioró de que Ammi Hassán seguía trabajando en el jardín y esperó hasta que los jinetes estuvieron a sólo cien pasos de la casa. Entonces bajó lentamente la escalera.
Cogió un atado de leña del cobertizo contiguo a la cocina y se dirigió con él al madjlis. Yunus estaba de pie tras su pupitre, escribiendo. Karima se quedó en el umbral hasta que Yunus levantó la mirada; entonces le preguntó si lo molestaba, y como él negó con la cabeza, se puso a amontonar la leña en la chimenea. Al atravesar el patio había oído que llamaban a la puerta y ahora escuchó que la puerta se abría, pero se hizo la desentendida.
—Nuestro paciente tiene visita —dijo Yunus.
Karima se cubrió la boca con el extremo de su malhafa cuando Ammi Hassán entró con Zaquti, y se mantuvo en un discreto segundo plano mientras los hombres se saludaban.
Zaquti tenía unos cuarenta años. Karima no podía calcularlo con más exactitud. Era alto y nervudo, y de cara delgada y del color del cuero de vaca. Tenía el ojo izquierdo en blanco, y el párpado le colgaba hasta la mitad, lo que le confería un aspecto inquietante; pero, por algún motivo, Karima lo encontraba simpático. Tal vez se debía a su voz, inusualmente profunda, que tenía un tono cálido y familiar.
Cuando los hombres se pusieron en camino hacia la parte trasera de la casa, donde se encontraba la habitación para enfermos, Karima se les unió. Caminaba de puntillas y sin llamar la atención, con la esperanza de que su padre no se percatara de su presencia. Pero Yunus, al llegar al pasillo que conducía al segundo patio interior, se detuvo junto a la puerta, se volvió hacia su hija y le dijo sin dar a sus palabras un tono especial:
—Volveremos en seguida al madjlis, Karima. Prepara algo de beber para nuestro invitado. Y dile a Dada que atienda al joven que ha venido con él.
Karima estaba tan desilusionada que sólo pudo asentir en silencio y se quedó un rato en el oscuro pasillo, tratando de contener las lágrimas. Luego fue a la cocina, dio el encargo a Dada, cogió del fogón una cacerola llena de brasas y avivó con ellas el fuego del madjlis.
Cuando oyó regresar por el patio a su padre y Zaquti, se sentó a la sombra de la mampara colocada junto a la chimenea. Los dos hombres estaban tan sumidos en su conversación que al entrar en el madjlis no parecieron advertir la presencia de la muchacha.
—… demasiado bien pertrechados —decía Zaquti—. Además, vinieron persiguiéndonos. Si se hubiera tratado de una banda nos habrían emboscado, y no hubiéramos tenido prácticamente ninguna oportunidad. Sus caballos estaban agotados; al final eso fue lo que nos salvó. Estamos seguros de que era gente de Badajoz, aunque no mostraron ningún pendón, claro está. La mala suerte fue que no los vimos hasta que ya los teníamos en los talones. —Calló al ver a Karima, quedándose de pie frente al asiento que le ofrecía Yunus y haciendo una ligera reverencia.
—Mi hija Karima —la presentó Yunus. Parecía sorprendido por su presencia, y ella, durante un instante de inquietud, creyó que su padre le pediría que se marchase, como ya había hecho antes en el pasillo. Sin embargo, Yunus se volvió nuevamente a su invitado y le pidió que tomara asiento.
—Venían tan rápido que no tuvimos tiempo para pensar —continuó Zaquti—. Nuestro problema era que sólo llevábamos armadura ligera. Lope era el único que llevaba doble coraza. En ese momento tampoco sabíamos que sus caballos estaban tan cansados, de lo contrario no nos habríamos dejado alcanzar. Pero al principio exigieron al máximo sus caballos, y cabalgamos un buen rato delante de ellos sin poder poner más tierra de por medio. Luego llegamos a una cuesta donde el camino se estrechaba, y Lope propuso que atacásemos los tres para que el hijo del conde sacara algo de ventaja a nuestros perseguidores.
Karima escuchaba el relato de Zaquti con la respiración contenida, tan nerviosa que también tragó cuando el hidalgo se llevó la jarra de pico a la boca.
Mientras cabalgábamos nos habíamos puesto los petos, tan bien como pudimos. Al llegar a un recodo del camino Lope quiso detenerse y atacar él solo. Nosotros debíamos seguirlo un momento después. Todos sabíamos que no teníamos nada que hacer contra nuestros perseguidores: eran más de veinte hombres. Sólo podíamos intentar detenerlos un momento, y éramos conscientes de que no existía prácticamente oportunidad alguna de escapar. Pero en tales situaciones uno no piensa mucho. —Esbozó una sonrisa torcida y echó otro trago—. Lope dirigió su caballo hacia un punto que le parecía favorable y emprendió solo el ataque, como habíamos acordado. Nosotros lo veíamos desde entre los árboles. Los perseguidores se detuvieron al verlo aparecer. En ese lugar la vereda del bosque era tan estrecha que nuestros perseguidores no podían agruparse, pero era lo bastante ancha para hacer caer a Lope en un saco… No sé si sabéis a lo que me refiero.
Echó una mirada escudriñadora a Yunus, y al ver el gesto interrogante de éste, se puso a explicar la situación acomodando almendras y piñones sobre la bandeja. Depositó dos líneas con los dedos sobre el blanco latón pulido, que debían representar los linderos del bosque a izquierda y derecha del camino, y colocó entre ambas líneas varias hileras de piñones, que harían las veces de los perseguidores. Luego cogió una almendra entre el pulgar y el índice.
—Imaginad que éste es el atacante —dijo, llevando la almendra a lo largo de las líneas, en dirección a los piñones—. Cuando el atacante está lo bastante cerca, los jinetes de la primera línea se apartan hacia ambos lados, dejándolo pasar. Los de la segunda línea ponen sus caballos de lado, cerrando el camino. —Colocó los piñones tal como había explicado—. El caballo del atacante se detiene ante la muralla de jinetes, y ya lo tienen en la trampa. —Puso la almendra entre los piñones y se recostó en su asiento.
—¿El caballo se detiene? —preguntó Yunus, sorprendido.
—Si no encuentra ninguna brecha, no le queda más remedio que detenerse —confirmó Zaquti—. El jinete no tiene ninguna oportunidad.
Volvió a inclinarse hacia delante y cogió dos almendras más.
—Esa era la situación cuando atacamos nosotros. Los dos jinetes del lado del escudo de Lope ya casi lo habían derribado de su caballo. El primero lo golpeaba en el cuello para hacerlo caer de su cabalgadura, con lo que Lope tuvo que levantar la pierna izquierda, y el segundo consiguió meterle la lanza bajo la protección de la pierna. De ahí esa extraña herida. Estaban tan concentrados en Lope que cuando nos vieron ya era demasiado tarde y no tuvieron tiempo de salir a nuestro encuentro. Derribamos a los dos primeros. Eso dio tiempo a Lope para incorporarse. Nos gritó que huyéramos. Había advertido que los caballos de los otros estaban extenuados, según me dijo más tarde. Así que escapamos los tres a todo galope, Lope todavía con la lanza clavada en la pierna. Pensé que tenía la lanza atravesada, pero Lope estiró la pierna hacia atrás y arrastró la lanza un buen trecho, hasta que ésta cayó. Por eso la herida estaba tan desgarrada. Los otros nos persiguieron, pero pudimos dejarlos atrás. Yo todavía conseguí acertar a los primeros con tres o cuatro flechas, lo que nos dio una ventaja considerable. Sólo después de eso vi la sangre en la herida de Lope. No goteaba, salía a chorros, como de un odre agujereado. Sabía que Lope no llegaría muy lejos con esa herida. Cuando ya habíamos dejado atrás la cuesta y estábamos lo bastante lejos de nuestros perseguidores, mandé al tercer hidalgo que siguiera adelante con el hijo del conde, le quité las riendas a Lope y llevé su caballo hacia el bosque. Nos internamos entre los árboles hasta donde ya no se nos veía desde el camino.
Miró pensativo los frutos secos que había acomodado sobre la bandeja y balanceó la cabeza, pesada por el recuerdo.
—Así fue —dijo—. Dios protege a quienes quiere proteger.
Karima había escuchado con perplejo interés. La expresión de su rostro era tan tensa, que Zaquti sonrió sin querer al verla. Yunus se volvió, espantado.
—¡Todavía estás aquí! —dijo—. ¡Creía que te habías ido hacía rato!
Karima se levantó obedientemente, escondió el rostro bajo el pañuelo de la cabeza y salió del madjlis sin despedirse. Al cerrar la puerta, apoyó la espalda contra ésta y se quedó petrificada, respirando hondo. Creía que sus piernas cederían bajo su peso.