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MURCIA

VIERNES 24 DE MUHARRAM, 475

24 DE JUNIO, 1082 / 25 DE TAMÚS, 4824

Salim, el secretario, apareció silencioso como una sombra entre las palmeras de los tiestos y anunció que la sayyida había llegado y había sido acompañada a la pequeña sala de audiencias.

—No debéis hacerla esperar demasiado, señor —dijo, preocupado.

—Lo sé —contestó Ibn Ammar—. Exprésale mis disculpas e invéntate cualquier excusa.

Sospechaba lo que se avecinaba, y quería postergar el desagradable encuentro para disfrutar un poco más de aquel hermoso instante de éxito.

Había sido una buena idea invitar a una recepción a los cabezas de las grandes familias y a los comerciantes más influyentes. La nobleza sólo perseguía sus propios intereses, se dejaba influenciar por inescrutables lazos y querellas familiares, y acogía con la mayor desconfianza cualquier cambio. El bazar, en cambio, era previsible. Los comerciantes y banqueros sólo estaban interesados en las ganancias; esperaban obtener impuestos tan bajos como fuese posible, la mayor libertad para llevar a cabo sus negocios y, sobre todo, paz y orden. Eran pragmáticos, y estaban mejor predispuestos a admitir la idea de una Andalucía unida bajo la égida sevillana que los nobles, que defendían con celo sus esferas de influencia y posiciones de poder. Además, los comerciantes habían sido los primeros en advertir la amenaza procedente del norte.

En Murcia ya habían tenido malas experiencias. Un transporte de mercancías que se dirigía a Toledo había sido atacado por una banda de españoles cuando aún se encontraba casi a la vista de la fortaleza de Cuenca; ocho hombres habían sido secuestrados, entre ellos el hijo del director de la Bolsa de piedras preciosas de la ciudad. Sólo tras prolongadas negociaciones se había podido comprar la libertad de los prisioneros. La explicación que dio Ibn Ammar de la situación en que se encontraba la frontera norte, su drástica descripción, apoyada en testimonios de fugitivos, de las circunstancias bajo las que vivía Toledo, había causado una gran impresión, y la conmoción de los comerciantes había sido compartida también por los nobles. Los informes de Ibn Ammar no tardarían en difundirse por Almería, Denia y Valencia. No había mejor medio de propagar una noticia que el bazar, y si los comerciantes de las grandes ciudades de la costa levantina se mostraban de acuerdo con sus planes, ya tendría ganada la mitad.

Ibn Ammar se había quitado el tailasán y se estaba abanicando con él. El sol ya se había puesto, pero seguía haciendo un calor infernal, y ni siquiera tras la ventana abierta del emparrado de la plataforma de la torre se sentía una ligera brisa. Recordaba de tiempos pasados ese terrible calor murciano, que hacía brotar el sudor al menor movimiento. Cuán intensa debía de ser la rabia de la vieja Gallega, para cabalgar hasta la ciudad desde Aledo en un día como aquél. Cuánta energía debía de poseer esa mujer, cuánta fuerza, que tras las fatigas del viaje aún era capaz de atemorizar al secretario de Ibn Ammar, un hombre que no se dejaba impresionar fácilmente. La Gallega debía de tener ya casi ochenta años. Una bruja de hierro, pensó Ibn Ammar, no sin sentir cierta admiración por ella.

La anciana aún llevaba sus ropas de viaje. No se había bañado. Los pliegues y arrugas de su rostro estaban impregnados de polvo, de modo tal que su frente y sus mejillas parecían cubiertas por una fina rejilla. Bajo la costra de polvo, su piel estaba pálida de rabia. Cortó de raíz el saludo cortés y sonriente de Ibn Ammar. Su voz era chillona como una cuerda de laúd demasiada tensa.

—No quiero darme un baño; renuncio a tu cortesía. ¡Lo que quiero es saber qué cuernos pasa aquí, muchacho! —dijo con punzante dureza. Seguía tratando a Ibn Ammar como al insignificante poetilla que llegara una vez a la corte de su hijo—. He oído que Muhammad ibn Tahír se encuentra bajo un honroso arresto domiciliario. He oído que hasta le han dejado a su mujer griega, al maldito cerdo. He tenido que pedir que me repitan que eres tú quien tiene la última palabra, impartes las órdenes, firmas los decretos y llevas el tocado del príncipe, mientras el heredero, mi nieto, ha de ocultarse en cualquier rincón del al–Qasr. Acabo de oir ahora mismo, al llegar, que das grandes recepciones sin que el heredero sea siquiera invitado. No sé que es lo que pretendes, muchacho, pero sea lo que sea va contra nuestro acuerdo. ¡Absolutamente contra nuestro acuerdo! —gritó, tan fuerte que los dos guardias de la puerta entraron con las armas desenvainadas. Ibn Ammar, aún sonriente, intentó calmarla.

—Os lo explicaré todo, sayyida.

—¡Quiero saber por qué el príncipe no está ocupando el lugar que le corresponde! —gritó.

Ibn Ammar hizo un guiño a los guardias.

—Sí, Sayyida, os lo explicaré todo —prometió. Hubiera podido hacer que los guardias la echaran, pues aquella mujer ya no desempeñaba ningún papel en su juego, era ahora tan poco importante como su nieto; pero no lo hizo. La anciana vivía en un mundo de ilusiones, en el que seguía siendo la gran señora que mandaba sobre media Murcia. Su aspecto era el de una vieja campesina, pero jugaba a ser una gran princesa, aunque sus palabras ya sólo eran obedecidas en su pedregoso y olvidado nido de Aledo, donde se había rodeado de unos cuantos salteadores castellanos que asolaban la región, y a los que habría que detener apenas se presentara la ocasión. O tal vez ya ni siquiera era obedecida en su propio castillo. Ibn Ammar se sentía extrañamente conmovido cada vez que la veía. Sabía que su conducta furiosa no era más que mal humor, que la expresión majestuosa de su rostro no era más que una máscara creada por ella misma. En realidad, la Gallega era una anciana temerosa de la muerte, que se aferraba con desesperada obstinación al sueño de llevar a su nieto a lo más alto del reino de Murcia. Ibn Ammar no podía decirle que ya ni siquiera existía ese reino.

—Sayyida, es cuestión de política previsora. Es mejor mantener al príncipe en un segundo plano durante este periodo de transición. Es joven, y es el legitimo heredero; nadie puede disputarle el lugar que le corresponde. Pero este periodo exige medidas duras y desagradables. Y debemos evitar que éstas echen a perder su prestigio.

Durante las últimas semanas, desde que se instaló en el al–Qasr, Ibn Ammar había observado al muchacho a menudo, con lo cual no había hecho más que confirmar la impresión que de él se había llevado tres años atrás, en Aledo. Por algún inescrutable designio de Dios, el príncipe había adquirido la manera de ser del hombre que, nominalmente, era su padre. Era tan indolente, caprichoso, blando y cretino como lo había sido Hassún ibn Tahir, el hijo de la vieja Gallega. Algún día lo enviaría a su pequeña finca al oeste de Sevilla, donde viviría apartado el resto de sus días. En otoño, o a más tardar la primavera siguiente, ar–Rashid, el cuarto hijo del príncipe de Sevilla, se establecería en Murcia como gobernador y asumiría el control de la parte oriental del reino, con el objetivo de anexionarse luego Almería. No, la Gallega y su nieto ya no tenían cabida allí.

—Acordamos que ese hijo de puta de Muhammad ibn Tahir me sería entregado —dijo la Gallega, recelosa—. ¿Por qué lo tratas con tantos honores?

Ibn Ammar tenía claro lo que sería del qa’id si lo entregaba a la anciana. Le haría pagar el asesinato de su hijo desgarrándole la piel, haciéndolo cocer en aceite hirviendo y descuartizándolo con una sierra. La sayyida no había olvidado, y menos aún perdonado. Era inexorable como un ángel vengador.

—Sayyida —dijo Ibn Ammar—, Muhammad ibn Tahin no escapará a su castigo. Merece la muerte. Pero no emplearemos los medios que empleaba él. —No podía decirle que el qa’id depuesto aún poseía una baza que excluía cualquier medida de castigo: tres castillos de la frontera con Almería estaban ocupados por sus hombres. No podía decirle que ni siquiera había pensado en tomar tales medidas. Era impensable que un príncipe que se había rendido tras dársele un ultimátum fuera tratado de una manera que no fuese honrosa. Había que pensar en los otros príncipes, a quienes se quería convencer de que renunciaran a su poder de manera similar. El qa’id Muhammad ibn Tahír recibiría un palacio adecuado a su rango en Sevilla o Córdoba, además de una generosa pensión. La vieja Gallega se llevaría a la tumba sus ansias de venganza. Ya nadie podía hacer nada por ella, como no fuese desearle una muerte digna, que le evitara enterarse de la verdad.

De pronto, la sayyida le parecía tan tierna y frágil como una niña. Ibn Ammar vio que tenía los ojos llenos de lágrimas, aunque ella intentaba ocultarlo. A veces Ibn Ammar sospechaba que a la sayyida le faltaban las fuerzas para mantener erguido el mundo de ilusiones que había construido a su alrededor. La acompañó a las habitaciones que habían dispuesto para ella y dio las órdenes necesarias para que las criadas le prepararan un baño y la atendieran. Era todo lo que podía hacen por ella.

Cuando volvió a entrar, Salim lo estaba esperando.

—Disculpadme, señor, si me permito hacer una observación —dijo el secretario. Esa era la muletilla introductoria que usaba cada vez que se permitía alguna crítica—. No debéis volver a recibir a esa mujer. En Murcia ven con gran desconfianza la estrecha relación que mantenéis con ella. Tampoco puedo callar que circulan perversos rumores, que os relacionan con el príncipe de una manera bastante peculiar. Se dice incluso que, a causa de estos lazos ocultos y a pesar de vuestras declaraciones, tenéis en mente sentar al príncipe en el trono. —Se volvió, avergonzado de haber tenido que decir aquello, e Ibn Ammar le dio la espalda para no turbarlo aún más.

—No volveré a recibirla, Salim —dijo. El secretario estaba en lo cierto. Se había dejado vencer por sentimientos punibles. La anciana ya le había costado bastante. El fracaso de la primera campaña, tres años atrás, se había debido en gran parte a sus malos consejos y a su desmesurada valoración de si misma. ¡Tres años perdidos! No, ya no había motivo alguno para seguir tratándola con tanta consideración.

Fuera había caído la noche. Un camarero trajo una sencilla túnica blanca de algodón, con una faja para la cabeza a juego, y Salim recordó a Ibn Ammar que sus dos guardaespaldas estaban listos para acompañarlo al bazar. Era una escapada planeada hacía mucho tiempo y postergada una y otra vez. La expresión de Salim delataba que también desaprobaba este plan.

—No te preocupes, Salim —dijo Ibn Ammar, contento—. No estaré fuera mucho tiempo.

—¿No sería mejor que os siguieran dos guardias vestidos de civil? —preguntó Salim, sin muchas esperanzas.

—¡Nada de guardias! —dijo firmemente Ibn Ammar. Muchas veces había tenido motivos para agradecer a Salim sus prudentes consejos, pero en esta ocasión el secretario sin duda sobrevaloraba el empecinamiento de quienes seguían del lado de Muhammad ibn Tahír. Ya no había nada que temer. El éxito de la campaña contra Murcia era sólido, un éxito avasallador. Toda la campaña había estado desde el principio bajo una buena estrella.

Mientras se cambiaba, Ibn Ammar recordó con agrado las hermosas veladas pasadas antes de su partida en el palacio cordobés de ar–Rusafa en compañía de al–Fath, el tercer hijo del príncipe, que había reemplazado en el cargo de gobernador de Córdoba al príncipe heredero, asesinado por Ibn Ukasha. De todos los hijos de al–Mutamid, al–Fath era el de mejor presencia. El destino lo había librado de la corta estatura y el rostro de campesino de su padre, de quien sólo había heredado sus cualidades principescas: la generosidad, una valentía de ribetes teatrales, el gusto por las fiestas y las grandes hazañas. No era el más inteligente, pero esta carencia podía remediarse rodeando al príncipe de asesores juiciosos. Ibn Ammar estaba convencido de que ejercía sobre el muchacho influencia suficiente y podría ganárselo para sus proyectos. Con al–Fath como gobernador de Córdoba y an–Rashid en el puesto de gobernador de Murcia, en lo sucesivo Ibn Ammar tendría dos firmes puntos de apoyo sobre los cuales construir.

Hacía un año, Ibn Ammar había conocido en la corte de al–Fath a un hombre cuya contribución resultó no poco importante para el afortunado desenlace de la campaña murciana: Ibn Rashiq. Éste era un hombre de la nobleza árabe cuyos antepasados habían llegado a la península con los conquistadores y cuyo castillo se encontraba en Vélez Rubio: un nido polvoriento a mitad de camino entre Jaén y Murcia. Era un noble rural, uno de esos grandes ganaderos independientes que poseían fincas gigantescas y, de ser necesario, podían reunir unos cuantos centenares de cabezas de ganado para ganarse el respeto de los demás. Ibn Rashiq era el prototipo de estos orgullosos nobles terratenientes: jactancioso, inculto y caracterizado por una brusquedad provinciana, pero a la vez hospitalario, gran bebedor y dotado de la taimada astucia de un comerciante de ganado. Pero, además, el señor de Baldj, como se llamaba a si mismo, era también ambicioso. No se conformaba con la fabulosa finca legada por sus antepasados; había disfrutado de la vida en la corte, y se aburría en su aislado castillo. A los cuarenta años había descubierto de repente los refinados placeres de la nobleza de las ciudades, los vinos dulces, la exquisita cocina, los placeres de las veladas musicales y los jardines sombríos, los halagos de los poetas, el alegre ingenio de los cortesanos y, no en último lugar, los encantos de bailarinas exóticas y concubinas educadas en todas las artes del amor. Se mostró inmediatamente dispuesto a participar en la campaña que le abriría el camino hacia Murcia, e Ibn Ammar aceptó su ofrecimiento con igual prontitud: medio ejército que no le costaría ni un solo dirham y que, además, era más fuerte que sus propias unidades. En efecto, era sobre todo a los salvajes pastores jinetes de Ibn Rashiq a quienes había que agradecer que los castillos de Murcia hubieran ido cayendo uno tras otro en tan poco tiempo, hecho que, a su vez, provocó la forzosa capitulación de Muhammad ibn Tahir. La campaña casi no había cobrado victimas. Ahora Ibn Rashiq controlaba el campo, mientras Ibn Ammar ocupaba las ciudades de Murcia y Cartagena.

Cuando el príncipe ar–Rashid ocupara su cargo de gobernador e Ibn Ammar regresara a Sevilla, conferirían al señor de Baldj el título de emir y lo nombrarían comandante general de las tropas del este del reino. Con esto, su ambición quedaría colmada.

El camarero había teñido de negro la barba y las cejas de Ibn Ammar, y ahora le estaba colocando la faja en la cabeza. Se la enrolló a la manera bereber, dejando libre sólo una estrecha ranura para los ojos. Un rato después, cuando Ibn Ammar salió del al–Qasr por una portezuela del parque y se sumergió en la multitud agolpada entre la mezquita principal y el bazar, ni siquiera su propia madre lo habría reconocido. Parecía un comerciante del Magreb que acude al bazar acompañado de sus criados para hacen unas cuantas compras aprovechando el frescor de la noche.

Djabin y Hadi no se separaban de él. Desde hacía dos años, cuando durante las negociaciones con el rey de León celebradas en el puerto de Sevilla un fanático salió de entre la multitud y lo atacó con un puñal, Ibn Ammar no daba un paso fuera de su palacio sin sus dos guardaespaldas. Estos eran esclavos manumisos, hijos de criados de palacio; ambos rondaban los treinta años, y se podía confiar ciegamente en ellos. Djabin era un gigante fibroso; Hadi, pequeño, tenía la mente clara y estaba dotado de una gran capacidad de observación. No sólo se ocupaban de proteger a Ibn Ammar, sino que éste también recurría a ellos para despachar algún mensaje privado o para cualquier otra tarea que tuviera que realizarse con discreción.

El bazar estaba muy iluminado. En las esquinas donde se cruzaban las callejas de tiendas, faroles de cobre colgaban de las bóvedas. También en los mismos establecimientos, a izquierda y derecha de la calle, ardían lámparas. Ibn Ammar encontró el camino sin dificultad. Era como si apenas hubiese cambiado en los casi veinte años que habían pasado desde que visitó por última vez la tienda de Ibn Mundhin.

Había encargado a Salim que consiguiera información. Así, se había enterado de que el comerciante había muerto hacía ya doce años, y de que su viuda había cogido las riendas del negocio con la intención de mantenerlo a flote hasta que lo pudiera llevan su hijo. Zohra, la bella, la mujer del comerciante, que una vez fuera su amante. A Ibn Ammar le costaba imaginarla al frente de una empresa tan grande.

El hadjib también había encargado a Salim que hiciera indagaciones sobre el hijo de Zohra y averiguara qué edad tenía. Y los resultados de estas pesquisas no lo habían dejado dormir en paz. Ahora, a medida que se acercaba a la tienda, sentía que se le aceleraba el corazón.

El establecimiento tampoco había cambiado apenas. Todo seguía como antes: los fardos de tela, que separaban el despacho donde se atendía a los clientes; los trajes de confección, colgados en las paredes laterales; los altos arcones en los que se guardaban las telas más finas; las caras piezas de exposición colgadas en la pared posterior. La puerta que conducía a la oficina estaba abierta; el escritorio seguía en el mismo lugar que hacía veinte años. El katib que trabajaba allí era demasiado joven como para que Ibn Ammar lo conociera. Entre los dependientes de la tienda y los empleados de la oficina no había ninguno que Ibn Ammar recordara.

Y entonces vio al hijo de Zohra. Era de mediana estatura, delgado, de cabello negro y barba elegantemente arreglada, inusualmente densa para sus dieciocho años, lo que lo hacía parecer mayor de lo que era. Tenía los ojos de su madre, y la misma boca expresiva. También había heredado de ella su espalda recta, rasgo por el que se destacaba ostensiblemente entre la masa de vendedores, todos inclinados hacia delante con servil diligencia. No tenía ningún parecido con Ibn Mundhir, pero tampoco tenía aquello que Ibn Ammar buscaba en su rostro con nerviosa expectación. El muchacho rozó a Ibn Ammar con una mirada fugaz, valorando si merecía la pena que el propietario del negocio atendiera personalmente al posible cliente. Al instante, haciendo una cortés inclinación, lo invitó a entrar en la tienda.

Ibn Ammar sacudió la cabeza en señal de negación, sin decir nada. No tenía pensado trabar una conversación. Se sentía confundido. Por una parte, quería mantenerse fiel a su propósito de no importunar, de no darse siquiera a conocer; pero tampoco quería ofender al joven comerciante.

—No es día para compras —se apresuró a decir.

—Como vos queráis, señor —respondió el joven con una comedida sonrisa. Ibn Ammar no pudo descubrir ningún parecido con él mismo ni en la voz ni en el aspecto exterior. Fue una comprobación dolorosa. Había estado tan seguro, según sus cálculos.

Se dio por satisfecho con lo conseguido en esa visita al bazar. También resistió la tentación de ver a Zohra. Tenía miedo de ponerla en un compromiso. Se contentó con encargar ocasionalmente a Salim que le trajera noticias, con la mayor discreción, sobre la marcha de los negocios en casa de Ibn Mundhir.

Un mes después, un viernes por la mañana, cuando salía del al–Qasr de camino a la mezquita principal Ibn Ammar escuchó que, desde la multitud de suplicantes y curiosos que rodeaba la puerta, lo estaba llamando a gritos una anciana que no quería resignarse a entregar su petición por escrito a uno de los dos criados que lo escoltaban, sino que intentaba abrirse paso hasta él como fuese. Djabir la detuvo, pero Ibn Ammar le hizo una señal para que la dejara acercarse, y cogió él mismo el pequeño cilindro que quería entregarle la mujer.

No fue hasta la noche que volvió a encontrar el cilindro dentro de su manga. Contenía una hojita de papel amarillento donde podían leerse unos versos que Ibn Ammar reconoció en seguida:

Breve será el día en que nos encontremos,

permite que esas rejas superemos.

Era su respuesta al primer mensaje que le hizo llegar Zohra, hacía tantos años. En el reverso del papel había una breve nota escrita con letras grandes y rectas. «Es por ti que deseo que nos encontremos», decía parcamente. Además, la indicación de que una criada, que Ibn Ammar ya conocía, lo esperaría al día siguiente junto al puesto de guardia de la puerta principal del al–Qasr.

Ibn Ammar reconoció a la criada nada más verla. Era la doncella de ojos castaños y cálidos, que una vez le hicieron recordar los ojos de su madre. La mujer lo llevó a una pequeña mezquita situada cerca de la puerta de la ciudad que daba al río, en un laberinto de callejas estrechas. La mezquita lindaba con un parque, separado de ésta por un muro de la altura de dos hombres. En el muro se abría una ventana cubierta por una especie de reja de ladrillos apilados. Detrás de la ventana esperaba Zohra.

Llevaba puesto el velo, de modo que Ibn Ammar sólo podía verle los ojos. Y era como si el tiempo se hubiese detenido. Sus ojos no habían cambiado en todos esos años. Ibn Ammar estaba tan emocionado que en un primer momento no pudo pronunciar palabra.

—Escúchame, Abú Bakr —dijo Zohra con voz suave pero penetrante—. Tenemos poco tiempo. No quiero que te descubran aquí conmigo. —Adoptaba un tono extrañamente indiferente, como si hablara con un desconocido.

—Sigues siendo tan hermosa como antes —dijo Ibn Ammar, sonriendo, como si no hubiera oído lo que ella había dicho.

Zohra pasó por alto el tono familiar del comentario.

—No —dijo—. Si eso fuera cierto no me ocultaría tras un velo.

Ibn Ammar quiso contradecirla, pero ella sacudió la cabeza, impaciente.

—He venido a alertarte, Abú Bakr —dijo—. Desde la muerte de Ibn Mundhir, dejo que me asesore en cuestiones de negocios un hombre que había sido íntimo amigo de él. Es un tajin; no me preguntes su nombre. Conoce a toda la gente influyente de Murcia, y a muchas de las grandes familias. Ayer estuvo en casa, y me aconsejó que no haga más negocios contigo ni con tu gente, o que, si los hago, insista en que se me pague en efectivo. Dijo que esperaba que pronto se produjeran cambios en el al–Qasr.

—Tiene razón —dijo Ibn Ammar, despreocupado—. Pronto habrá cambios. Me reemplazará uno de los príncipes, probablemente este mismo año.

—No se refería a eso —replicó Zohra—. Me han recomendado que preste atención a Ibn Rashiq, el señor de Baldj. Él será el próximo hombre.

—¿Ibn Rashiq? —preguntó Ibn Ammar—. ¿Estás segura de que tu consejero no se equivoca? ¡Ibn Rashiq es mi aliado! —Hasta entonces, Ibn Ammar no había tenido motivo para dudar de la lealtad de Ibn Rashiq. ¿Estaba acaso equivocado? ¿Podía Ibn Rashiq convertirse en un peligro? Sopesó rápidamente las posibilidades y llegó a una conclusión negativa—. No —dijo firmemente—. Estoy convencido de que no son más que rumores.

—Hasta ahora siempre he podido fiarme de los consejos de ese hombre —respondió Zohra—. Creí que debía advertirte. —Su voz ya no sonaba tan segura como hacía un momento.

—Mandaré que se hagan algunas indagaciones —dijo Ibn Ammar, saliéndole al paso—. Es posible que haya dos o tres nobles que preferirían ver en mi cargo a Ibn Rashiq. Pero creo que los sensatos están de mi parte, y la mayoría de los comerciantes lo son.

—Yo no creo que tengas de tu parte al bazar de Murcia —dijo ella.

—¿Por qué lo dices?

—He aprendido mucho en los últimos años, desde la muerte de Ibn Mundhir —dijo, eludiendo la pregunta.

—Eres una mujer extraordinaria —dijo Ibn Ammar con sincera admiración—. Lo has sido siempre.

—Soy la madre de un hijo que aún era muy joven para dirigir el negocio cuando murió su padre —dijo ella.

Ibn Ammar se sobrecogió al oírla decir que Ibn Mundhir era el padre del joven. Pero se recuperó rápidamente. Qué otra cosa habría podido decir.

—Lo he visto —dijo Ibn Ammar en voz muy baja—. Lo he visto en el bazar.

Ella lo miró espantada.

—No has debido hacer eso, Abú Bakr —dijo en ligero tono de reproche—. No has debido hacerlo.

—Sólo lo vi cuando pasaba por allí —dijo, con conciencia de culpa, y añadió rápidamente—: Si lo deseas, no volveré a pisar el bazar.

—Te lo ruego —contestó Zohra, y su voz sonó tan dura que Ibn Ammar agachó la cabeza, afectado.

—¿No es también hijo mío? —preguntó en un susurro apenas audible.

—No es hijo tuyo —respondió ella.

Ibn Ammar vio sus ojos dirigidos hacia él con serena seguridad, y se esforzó por no apartar la mirada. Lo que acababa de oir le dolía. No sabía qué responder. Luego la vio sonreír debajo del velo. Era la primera vez que sonreía durante la conversación.

—No me comprendes, Abú Bakr —dijo Zohra—. No quiero herir tu orgullo. Probablemente has averiguado la fecha de nacimiento de mi hijo y has hecho tus cálculos. —Ahora la sonrisa estaba en sus ojos—. Sí —continuo—, ese día, cuando nos vimos por última vez, deseé tener un hijo, Abú Bakr. Quería un hijo tuyo. Pero no quería que ese hijo creciera sin padre. Por eso di motivos a Ibn Mundhin para que creyera que él era el padre. Y lo he llamado Abdallah, como mi padre.

Ibn Ammar calló, avergonzado, y por un momento se quedaron sentados el uno frente al otro en silencio, sin siquiera mirarse.

—Ahora tengo que irme —dijo finalmente Zohra.

La idea de penderla de vista para siempre le hizo sentir pánico.

—¿No podemos volver a vernos? —preguntó, casi suplicante.

Ella negó con la cabeza.

—No, Abú Bakr —dijo—. Lo estropearíamos todo. —Tras una breve pausa, añadió—: Cada persona sigue su propio camino. A veces los caminos desembocan el uno en el otro. A veces sólo se cruzan. En cualquier caso, debemos estar agradecidos.

Zohra se disponía ya a marcharse, pero Ibn Ammar preguntó una vez mas:

—¿Es hijo mío?

Ella lo miró con ojos sonrientes.

—Eso sólo lo sé yo.

—¿Me darás noticias, si te enteras de algo más? —dijo Ibn Ammar, en un desesperado intento para impedir que se rompiera el lazo tan pronto.

—No creo que haga falta —dijo Zohra, serena—. Probablemente tienes razón, y me he estado preocupando sin motivo. —Sonrió a través del velo—. Que Dios te acompañe, Abú Bakr —dijo.

Ibn Ammar sabía que no volvería a verla jamás.