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SEVILLA
MARTES 25 DE NOVIEMBRE, 1063
2 DE TEBET, 4824 / 1 DE DU’L–HIDJDJA, 455
Estaba aún muy oscuro cuando Lope despertó. Algún ruido lo había despertado. Se sentó y prestó atención. Los tres mozos que compartían la habitación con él aún dormían. Podía oir su sereno respirar. Nada más. Profundo silencio. Luego, de repente, una voz, no muy clara, muy lejana. Y una segunda voz. Sonaba como si las voces procedieran de la iglesia. Lope contuvo la respiración para escuchar mejor.
Habían escoltado a don Alvito a su nuevo alojamiento, en la iglesia del arzobispo de Sevilla, situada en el centro de la ciudad, cerca del río. La habitación asignada a Lope y los otros mozos se encontraba en un pasillo que unía la iglesia con la casa del arzobispo. El lecho de enfermo preparado para don Alvito había sido colocado en la misma iglesia, en un coro alto, encima del altar.
Volvieron a escucharse las voces. Esta vez Lope estuvo seguro de que venían de la iglesia y creyó oir entre ellas también la voz de don Alvito. Su voz parecía excitada, casi furiosa. Lope se levantó sin hacer ruido y salió al pasillo andando a tientas. Bajo la puerta que daba a la iglesia brillaba una estrecha franja de luz. Lope prestó atención a lo que decían las voces al otro lado de la puerta.
—¿Qué tiene que ver el abad? —oyó decir a la voz de don Alvito.
Una segunda voz le contestó, pero tan bajo que no se podía entender lo que decía. De pronto, Lope oyó un ruido detrás de él, en el otro extremo del pasillo. Se abrió una puerta y el resplandor de una lámpara bailó sobre la pared. Lope se escabulló introduciéndose a hurtadillas en el interior de la iglesia y, al amparo de la pared, se deslizó hasta un rincón ocultó por una columna truncada.
—¿Cómo puede el abad tener la osadía de contravenir tus órdenes? —escuchó decir a don Alvito. El obispo estaba de pie, dando la espalda al altar. Uno de sus dos capellanes le servía de sostén. Frente a él, junto a la barandilla del coro, estaba el arzobispo.
—El monasterio es autónomo, no está subordinado a mí —dijo el arzobispo.
Por el pasillo en el que había estado Lope hacía apenas un instante, llegó ahora el arcediano, que, nada más entrar en la iglesia, se precipitó sobre don Alvito con los brazos extendidos en ademán de ruego.
—Excelentísimo señor, vuestra salud…
El obispo agitó los brazos y mandó callar al arcediano con un áspero movimiento de la mano.
—¡Déjame en paz, mi salud está bien!
Añadió una severa orden en latín, que Lope no entendió.
—Además, tampoco es cosa del abad —continuó el arzobispo—. Tú mismo lo oíste ayer. Él estaría dispuesto. Es el capítulo el que se opone.
El arzobispo tampoco estaba solo. Lo acompañaban un capellán y dos canónigos.
—¿Cómo pudiste prometernos en Mérida que nos entregarías la santísima reliquia sabiendo que pertenece al monasterio, y que el monasterio es autónomo? —preguntó el obispo, furioso.
—Tenía mis esperanzas puestas en el abad. Confiaba en que también el capítulo comprendería nuestra difícil situación. Pensaba que quizá estarían dispuestos a llegar a un acuerdo, un intercambio, probablemente, o una repartición.
—Nunca se habló de una repartición —le echó en cara don Alvito.
—También confiaba en tu comprensión, hermano. Intenté describirte la difícil situación en que se encuentra nuestra comunidad aquí, bajo la espada de los infieles, de los hijos de Ismael, de los enemigos de Cristo. —El arzobispo hizo la señal de la cruz y continuó con voz susurrante—: Estamos expuestos a los caprichos del príncipe y del qadi de esta ciudad. Estamos sometidos a numerosas limitaciones en el ejercicio de nuestra doctrina.
—A mí no me lo ha parecido —lo interrumpió don Alvito, nervioso—. Por el contrario, estoy más bien sorprendido.
—Te engañas, hermano —respondió el arzobispo con voz temblorosa—. Son muchos los lobos que amenazan mi grey. Y es sólo mi preocupación por mi rebaño lo que me ha obligado a hacer ciertas concesiones. Pero tú ya debes saber, hermano, que tu deseo de llevarte a León los santísimos huesos de Santa Justa nos ha sumido en el más hondo conflicto de conciencia.
—¡No es que yo lo desee! ¡No es que yo lo desee! —lo interrumpió don Alvito, elevando la voz—. Fue la propia mártir quien expresó ese deseo cuando se apareció a nuestra señora, doña Sancha, reina de León. La propia santa ha pedido que sus santísimos huesos sean liberados del yugo de los paganos.
—Pero cómo puede ser posible —replicó al instante el arzobispo—. ¿Cómo puede ser posible que la santa exprese un deseo así y después ella misma impida que se cumpla el deseo?
—¿Que ella misma lo impida? —contestó don Alvito, incisivo—. ¿Es ella quien lo ha impedido? ¿No dices, acaso, que el abad, los monjes del monasterio, han escondido los huesos? ¿No los han llevado ellos a un escondite secreto?
—No he dicho que los hayan escondido. No he dicho de qué manera se han perdido. Sólo he dicho que han desaparecido. Han desaparecido misteriosamente.
—Dijiste que el abad y el capítulo se habían negado a entregar los huesos. ¿Cómo pueden negarse a entregar algo que ya no tienen?
—Tienen el relicario, y creían que los huesos descansaban dentro del relicario en el que han estado siempre. Pero ayer, después de nuestra conversación, abrieron el relicario y estaba vacío.
—¿Que el relicario estaba vacío?
—Así es. Estaba vacío, a pesar de que ninguna criatura viviente lo había tocado. Ni el abad, ni los hermanos. Están dispuestos a jurar que ninguno de ellos ha tocado el relicario.
—¿Están dispuestos a jurarlo? —preguntó don Alvito, incrédulo.
—Están dispuestos a jurarlo sobre el altar de la santa —respondió el arzobispo con voz firme. Estaban de pie uno frente al otro, a un brazo de distancia, mirándose fijamente, como si cada uno hubiera apostado que él no sería el primero en desviar la mirada.
Unos instantes de silencio, de tenso silencio en la altísima nave de piedra de la iglesia, débilmente iluminada por tan sólo dos cirios del altar. Lope se acurrucó aún más en el rincón. Lo embargaba un miedo paralizador de que el arcediano pudiera descubrirlo. Siempre que se topaba con aquel hombre macilento y terriblemente estricto sentía temor.
Finalmente volvió a oírse la voz de don Alvito:
—No encuentro ninguna explicación —dijo lentamente, tomando aire después de cada palabra—. Si no fue la santa mártir Justa la que se apareció a nuestra señora, la reina, entonces ¿quién fue? —Se volvió en busca de ayuda hacia el crucifijo que colgaba sobre el altar, en el centro del retablo—. ¿Es posible que nuestra reina, cegada y subyugada por el resplandor de la aparición, haya pensado que tenía frente a ella a la santa mártir, mientras que en realidad no era Santa Justa sino algún otro? ¿Se puede explicar así esta innegable contradicción?
El arzobispo levantó los brazos en gesto de rechazo, pero don Alvito no se dejó interrumpir:
—La reina dijo que la aparición tenía en la mano una rama o una vara. ¿No podría tratarse de un bastón de pastor, del bastón de pastor de un obispo?
—¡Hermano en Cristo! —lo interrumpió el arzobispo con la voz temblorosa de excitación.
—El báculo de un santo obispo —añadió don Alvito, imperturbable.
El arzobispo se acercó tanto a don Alvito que éste ya no pudo hacer como si no lo viera.
—¡Don Alvito! —dijo, sumamente excitado—. Ayer estuvimos de acuerdo ante el hadjib del príncipe en que éste no era tema de negociación.
—Ayer todavía no sabíamos que el relicario de Santa Justa había reaparecido, pero no sus santísimos huesos —dijo don Alvito con fría dureza.
El arzobispo lo cogió del brazo.
—Hermano —dijo suplicante—, como siervo del Señor y siervo de su Iglesia no puedes pedirnos algo que no podemos darte. No puedes cargar sobre tu conciencia el peso de llevarte al protector de nuestra fe, al piadoso santo que nos ampara en nuestras necesidades; no puedes llevártelo de esta ciudad, que fue la suya, de esta iglesia, que fue la suya, de esta tumba, en la que descansa desde que Dios tuvo a bien llamarlo a su lado. No, no te atreverás, hermano.
Lope vio que el arzobispo miraba fijamente el altar, donde había un cofre dorado guarnecido con piedras preciosas. Y comprendió a qué se refería el arzobispo. Al anochecer, tras su llegada a la iglesia, el arzobispo y don Alvito habían celebrado una misa y habían sacado de la cripta, en procesión solemne, un relicario dorado que habían colocado luego sobre el altar. El relicario de San Isidoro. Don Alvito había anunciado en su sermón que la noche anterior San Isidoro se le había aparecido en sueños y había aliviado milagrosamente su enfermedad. Gracias a la mano bendita de San Isidoro había podido abandonar su lecho de enfermo. Sólo gracias a la intercesión del santo ante Dios estaba nuevamente en condiciones de decir una misa.
También ahora se mantenía en pie muy erguido, como si la enfermedad lo hubiera abandonado por completo. Su respiración era serena y su voz sonó firme cuando contestó al arzobispo:
—¿Cómo iba a atreverme a pediros algo que no queréis entregar libremente y de todo corazón tú y los sacerdotes de tu iglesia y la gente de tu comunidad? —dijo don Alvito en tono solemne—. ¿Cómo iba a atreverme yo, un humilde siervo de nuestro Señor y un miserable pecador ante sus ojos? ¡Cómo podría atreverme! —Hizo la señal de la cruz, se inclinó ante el altar y se quedó así unos instantes, como si estuviera rezando una oración. Permaneció un largo rato en silencio, contemplando el relicario dorado. Después se levantó de repente y continuó, en tono de sermón—: Pero ¿cómo voy a callar, cuando el propio santo quiere que hable? Cuando él mismo me ha hablado por boca de la reina, nuestra señora. ¿Cómo voy a callar, cuando él mismo nos ha dado una señal para advertirnos que el mal se cierne sobre él y sobre todos los cristianos de esta ciudad…?
—¿Qué señal? —gritó el arzobispo, furioso—. ¿Qué señal?
Don Alvito fingió que no lo oía y gritó aún más fuerte para acallarlo:
—¿No tengo acaso que levantar la voz, si su santísimo cuerpo, que tanto amamos, corre peligro en la capital de los paganos? ¿No tengo acaso que prestarle ayuda, si me da una señal de que la paz de su tumba está amenazada por los apóstoles del anticristo?
—¿Qué señal? —gritó el arzobispo—. ¿Qué señal?
Don Alvito no lo oía, no lo veía. Se sacudió de encima la mano que le tiraba de la manga.
—¡Oremos, hermanos! —chilló con voz de falsete—. Oremos para poder reconocer la señal que nos dará. Oremos, hermanos. —Se arrodilló ante el altar y empezó a rezar. Sus dos capellanes se arrodillaron a su lado y el arcediano se quedó de pie detrás de él, como un gran ángel negro. Don Alvito rezó. Su voz potente y penetrante resonaba en la bóveda. Hablaba en latín, Lope no podía entender lo que decía. Tan sólo lo oía invocar una y otra vez el nombre del santo:
—¡Sancto Isidoro! ¡Sancto Isidoro!
Y los capellanes contestaban a coro:
Te rogamus. ¡Audi nos!
El arzobispo se quedó indeciso al pie de los peldaños que llevaban al altar. Luego se dirigió hacia su gente, que esperaba al otro lado de la barandilla del coro. Habían llegado otros tres hombres, sin que Lope lo advirtiera. Todos llevaban sotanas negras iguales a la del arzobispo. Los hombres se dirigieron al arzobispo gesticulando con vehemencia, juntaron las cabezas para cuchichear, miraron, con todos los síntomas de estar furiosos, hacia don Alvito, que seguía rezando en voz alta, arrodillado ante al relicario.
Don Alvito se levantó de repente y, extendiendo los brazos hacia el relicario y pasando nuevamente del latín al español, dijo en voz muy alta:
—Y abramos el cofre, hermanos míos, el venerabilísimo cofre que contiene los huesos del más bendito y santo de todos los obispos. Abramos el receptáculo que contiene sus restos mortales, para que nos dé una señal. ¡Una señal, hermanos! ¡Una señal!
Por un momento, el arzobispo pareció como petrificado, incapaz de moverse, mientras que don Alvito, apoyándose en sus capellanes, tiraba con fuerza de la tapa del cofre. Y levantó la tapa. Lope pensó que rugiría un trueno y que un rayo caería sobre él, testigo profano y oculto de un acto tan sagrado, y cerró los ojos. Pero no ocurrió nada. Ni rayos ni truenos, tan sólo la voz potente y penetrante de don Alvito, y cuando volvió a abrir los ojos vio que el obispo levantaba el brillante paño verde y dorado que cubría el contenido del relicario. Una nube de polvo quedó flotando a la luz de los cirios, y entonces vio también los huesos. Huesos marrones, grises por el polvo. Costillas, fémures, huesos innominados, unos encima de otros, y en el centro la calavera, con los dientes amarillentos, las cavidades de los ojos vacías y rígidas.
Don Alvito contempló los huesos con mirada extática y continuó rezando sus letanías, introduciendo entre cada frase una invocación a San Isidoro. El arzobispo seguía inmóvil junto a él, con los brazos a medio levantar, sin saber exactamente qué hacer. Sus capellanes intentaban arrancar de las manos a los capellanes de don Alvito la tapa del relicario, en una extraña lucha disimulada y muda, casi inmóvil, una lucha sostenida sólo con las manos, que se reemprendió una y otra vez hasta el final de las letanías, sin que ninguna de las dos partes consiguiera una ventaja decisiva.
Entonces, con un movimiento repentino, don Alvito metió ambas manos en el relicario, sacó la calavera, la sostuvo levantada a la altura de su rostro y le habló en latín, como si la cabeza del muerto pudiese escucharlo y entenderlo. Le estuvo hablando durante mucho, muchísimo tiempo, hasta que los brazos le empezaron a temblar por el esfuerzo y le falló la voz. Los capellanes se acercaron corriendo, lo sostuvieron y lo ayudaron a volver a meter la calavera en el cofre. El arzobispo se le acercó por la espalda, se inclinó sobre su oreja y le habló en un susurro. Estuvieron así un largo rato, rodeados por los capellanes, el arcediano y los canónigos vestidos de negro; un grupito de personajes oscuros, algunos de pie, otros de rodillas, en la escalinata del altar. Hasta que don Alvito ordenó a sus acompañantes con un autoritario movimiento de la mano que debían alejarse. El arzobispo también despidió a sus hombres, de modo que finalmente ambos ancianos se quedaron solos frente al altar y con el cofre abierto. Se arrodillaron uno junto al otro, hablaron conteniendo la voz, tan bajo que Lope no podía entender lo que decían. Sólo veía que se trataba de una discusión exaltada, de un violento cambio de palabras, como si se estuvieran escupiendo con palabras.
Finalmente, don Alvito volvió a sacar la calavera, la cogió metiendo tres dedos de la mano derecha en una de las cavidades de los ojos y la sostuvo así ante el arzobispo. Este se persignó horrorizado, metió también tres dedos en la otra cavidad y sostuvo la calavera desde el lado opuesto. Se quedaron así un momento, inmóviles, en silenciosa obstinación, la calavera en medio de los dos. De pronto, don Alvito empezó a tirar. El arzobispo tiró en el sentido contrario. Empezaron a tirar más fuerte, en silencio; sólo se escuchaba su respiración jadeante, un gemido fruto de su supremo esfuerzo. Hasta que, súbitamente, el hueso podrido y marrón cedió y don Alvito se tambaleó un tanto y cayó hacia atrás rodando por los peldaños del altar, de modo que Lope lo perdió de vista.
Sólo el arzobispo seguía junto al altar, en la misma postura que antes, inmóvil, los hombros levantados y los ojos muy abiertos. Miraba fijamente, con indecible terror, el pequeño trozo de hueso que había quedado entre sus dedos. Le flaquearon las piernas y sus capellanes corrieron a sostenerlo. Y en ese mismo instante la voz de don Alvito, sonora y triunfante, gritó:
—¡Esta es la señal, hermanos, ésta es la señal! —Corrió de nuevo hacia el altar, tan ágil como si lo llevara una mano invisible. Con la calavera aún en las manos, gritaba—: ¡San Isidoro mismo lo quiere! ¡Él mismo quiere que lo liberemos de las manos de los paganos, que llevemos sus venerables huesos a León, donde estarán a salvo de los hijos de las tinieblas y de los portaestandartes del anticristo! ¡Ésta es la señal! ¡Él mismo lo quiere! ¡Él mismo!
Las campanas empezaron a tocar, y Lope advirtió que fuera ya era de día. Y de todas partes, de la sacristía y del pasillo que conducía a la casa del obispo, empezaba a llegar gente: criados de la cocina, diáconos, hombres de la mesnada de don Alvito. También el capitán y los mozos de la habitación. Lope pudo mezclarse entre ellos sin llamar la atención.
Más tarde, a media mañana, llegó el médico judío. Volvieron a meter al obispo en la cama. Durmió dos horas. Al despertar se quejaba de dolores en el pecho y su respiración era tan jadeante como la de un perro.
El capitán estaba de guardia. Lope lo acompañaba junto a la puerta de la habitación del enfermo. Cada vez que ésta se abría, oían la respiración jadeante del obispo.
El cocinero trajo la comida y volvió a llevársela intacta. El obispo no estaba en condiciones de comer. El arcediano mandó que se celebrara una misa en el altar mayor de la iglesia y que trasladaran a la habitación el relicario de San Isidoro, para ponerlo a los pies del lecho del enfermo.
Por la tarde, el estado del obispo era tan grave que los hombres de la mesnada se reunieron en la habitación del enfermo. El arcediano ordenó preparar todo para suministrarle la última comunión y mandó encender cirios mortuorios.
Pero luego, gracias a Dios o a San Isidoro o a la ayuda del médico judío, el obispo se recuperó sorprendentemente. Empezó a respirar más tranquilo y relajado y, al caer la noche, incluso pudo comer algo. Lope escuchó a través de la puerta cerrada que don Alvito daba instrucciones para la partida, que se realizaría dos días después, por la mañana, tal y como se había planeado. Parecía como si el obispo hubiera recuperado completamente la salud gracias a un milagro.
Poco antes de la puesta de sol, el médico judío salió de la habitación del enfermo. El más joven de los dos capellanes estaba con él. Hablaban en voz baja y, un momento después, llamaron al capitán para conversar con él. Finalmente hicieron una seña a Lope para que se acercara y el capitán le dijo:
—Irás con este hakim. Haz todo lo que él te ordene, como si yo mismo te lo hubiera mandado. ¿Entendido?
Lope asintió con la cabeza. El joven capellán le puso una mano sobre el hombro y dijo:
—Acompañarás al hakim a su casa. Fíjate bien en el camino, para que puedas encontrarlo si por la noche tenemos que enviarte a llamar al hakim.
Lope volvió a asentir y siguió al médico hasta la calle. Cuando doblaron por una amplia calle, a espaldas de la iglesia, el médico dijo:
—El camino es fácil de recordar, sólo necesitas fijarte en dos calles. El cielo no está cubierto, así que la noche será tan clara que es imposible que te pierdas. Si te topas con la guardia nocturna, diles que vienes de casa del obispo y que vas a buscarme a mi, al hakim. Los guardias te acompañarán.
Ochenta pasos después doblaron por una calleja de piedra, más estrecha y menos poblada que la anterior, y tras otros cien pasos se detuvieron ante una puerta pintada de verde y el hakim picó con la aldaba.
Un negro gigantesco abrió la puerta y los alumbró con una antorcha. Atravesaron un pequeño antepatio y, pasando por una segunda puerta, entraron en un patio interior adoquinado de cuatro pasos de largo por diez de ancho, en el que crecía una pequeña palmera. Todo estaba a oscuras, sólo tras una puerta abierta frente a ellos brillaba una luz.
Entonces, de pronto, de entre las sombras del emparrado que rodeaba el patio salió corriendo una niña descalza vestida con un camisón de dormir blanco y ondeante. Corrió chillando de alegría hacia el hakim. Y, casi en el mismo instante, de la puerta iluminada salió una mujer tan negra como el gigante que les había abierto la puerta, pero dos cabezas más baja y redonda como un tonel. La mujer gritó algo a la pequeña e intentó apartarla del camino. Era una mujer sorprendentemente rápida a pesar de su desproporcionada figura. Pero la pequeña era más veloz y llegó antes. Se abrazó de las piernas del hakim y se apretó contra él. El hakim la levantó en brazos y le dio un beso en la frente, mientras la obesa negra se detenía frente a ellos y regañaba a la pequeña. Unos instantes después, Lope advirtió que la pequeña lo estaba mirando por encima del hombro del hakim y, señalándolo con un dedo, preguntaba algo en voz baja al hakim. Lope agachó la cabeza; se sentía abochornado.
Cruzaron el patio detrás del enorme negro, que llevaba la antorcha, y entraron en un amplio salón adornado con alfombras, cojines para sentarse en las esquinas y paredes tapizadas con paño verde. El negro encendió una lámpara. El hakim dejó a la niña en el suelo, hizo una seña a Lope para que se acercara y, cuando éste estuvo lo bastante cerca, lo cogió del brazo y tiró de él hasta colocarlo justo frente a la pequeña.
—¿Cómo te llamas, muchacho? —preguntó el hakim.
Lope dijo su nombre.
—Ya has oído, se llama Lope —dijo el hakim a la niña, y, dirigiéndose nuevamente a Lope, añadió—: Ésta es Karima, mi hija menor. Tiene siete años y hace ya mucho rato que debería estar acostada. —Puso cara de enojado e hizo un guiño a la pequeña—. No se quedará dormida si no le cuento un cuento. ¡La niñita mimada no se duerme sin un cuento! —Dio una palmadita en la cabeza a Karima y ella escondió la cara en los pliegues de la túnica del hakim, pero no tanto que dejara de ver a Lope—. A lo mejor, Lope quiere contarte algún cuento —continuó el hakim—. Hoy yo no tengo tiempo, mi pequeña Karima. Todavía he de ir a casa del tío Musa, el farmacéutico, a recoger un medicamento para el señor de Lope. El señor de Lope está muy enfermo y necesita urgentemente su medicina, y Lope tiene que llevársela.
La pequeña asintió muy seria. El hakim le sonrió y, señalando a Lope, dijo:
—Si se lo pides, seguro que te cuenta algo. Viene de muy lejos. Ha cabalgado veinte días para llegar a Sevilla. Tiene un caballo propio y es hijo de un gran hidalgo. —Volviéndose a Lope, preguntó—. ¿Es así? ¿Eres su hijo?
Lope sacudió la cabeza negándolo, sin levantar la mirada del suelo.
—Entonces, eres su mozo, su escudero, ¿eh?
Lope asintió lentamente y el hakim, dirigiéndose nuevamente a la pequeña, dijo:
—Ya lo has oído, es el ghulam de un gran caballero del país del rey de León. Ha vivido mucho y seguro que podrá contarte muchas cosas.
El hakim puso una mano en la espalda a Lope, ejerciendo una suave presión para darle ánimos. Luego abrió una puerta y se marchó con el negro a una habitación contigua, dejando a Lope a solas con la pequeña.
La niña lo examinó con la cabeza ladeada mientras sus dedos jugueteaban con la gruesa trenza negra que le colgaba hacia delante por encima del hombro. Lope cruzó los brazos y dirigió la mirada a cualquier parte. Poco después, simplemente por no estar allí contemplando el panorama sin hacer nada, empezó a contar los cojines puestos en fila a ambos lados de la chimenea, en la pared frontal. Los contó dos veces, para no equivocarse.
—¿Es cierto que tienes un caballo? —preguntó la pequeña.
—¿Qué? —replicó Lope para ganar tiempo. Había entendido muy bien la pregunta.
—Si es cierto que tienes un caballo —repitió Karima pacientemente.
—El caballo no es mío —contestó Lope de malagana—. Su dueño es el capitán.
La niña lo miró fijamente con sus grandes ojos.
—¿Quién es el capitán? —preguntó.
—El capitán es el capitán —dijo Lope con la voz más gruesa que tenía.
La niña enarcó las cejas, desconcertada, pero un instante después volvió a iluminársele el rostro.
—¿Es el hidalgo del que eres ghulam? —preguntó.
Lope se encogió de hombros, dando a entender que esa conversación no le interesaba en lo más mínimo. Era una charla indigna de él. ¿Qué le importaba a él una niña de siete años?
La pequeña se acercó un paso, con mucho cuidado.
—¿Es cierto que sabes montar a caballo? —preguntó. Sus ojos estaban rebosantes de admiración.
Lope pensó si merecía la pena o no responder a una pregunta tan tonta. Le parecía absurdo, pero de pronto se le ocurrió que, si se quedaba callado, la niña podía ponerse a berrear en cualquier momento, y que eso podía enojar al hakim judío que, al parecer, tanto importaba al capitán. Así que decidió contestar.
—Por qué no —dijo entre dientes.
El gigante negro salió de la habitación contigua con un papelito en la mano y salió rápidamente del salón por la puerta por la que habían entrado. Desde allí no se veía al hakim.
Lope advirtió con gran malestar que la niña se le había acercado un paso más.
—¿Qué es eso que tienes ahí arriba? —preguntó la pequeña, señalando su frente con el brazo extendido.
—Nada —dijo Lope.
—Sí, hay algo sobre tu ceja, ¡tienes algo ahí! —dijo ella, obstinada, y acercó aún más su puntiagudo dedo índice.
Lope sabía a qué se refería. Tenía una cicatriz sobre la ceja derecha, una cicatriz en forma de hoz, curvada hacia arriba.
—Es una cicatriz —dijo Lope.
—¿Por qué tienes una cicatriz? —siguió interrogándolo la pequeña, incansable.
Lope se esforzaba por prestarle atención, pero sabía que aquello no podía durar demasiado.
—Por una pelea —dijo, esquivo.
—¿Qué pelea? —preguntó Karima inmediatamente. Sus ojos brillaban de curiosidad.
Muy a pesar suyo, Lope dirigió la vista a la muchacha.
—Me peleé con uno.
—¿Con quién?
—Con uno… con uno de mi misma edad. Nos peleamos, eso fue todo.
—¿Por qué? —preguntó ella—. ¿Por qué os peleasteis?
Lope supo que se había metido en un callejón sin salida. ¿Qué podía contarle? El chico con el que había tenido esa pelea había sido llevado al castillo de Guarda igual que él. Los peones del castillo y los mozos mayores lo llamaban a veces el «Hijo de la perra». Lope se había burlado de él por ese motivo, y por eso se habían peleado. Sólo un tiempo después se había enterado de por qué llamaban así al otro chico.
El muchacho era hijo de un campesino de las inmediaciones de Guarda. Seis meses después de su nacimiento se había desatado una terrible enfermedad en la granja de su padre, una especie de peste que, en sólo dos días, hizo presa en toda su familia: sus padres, hermanos, mozos y criadas. Los vecinos clausuraron desde fuera la puerta de la granja y pintaron el símbolo de la muerte en las paredes.
Seis semanas más tarde llegó el hermano del padre para tomar posesión de su herencia. Entró en la granja en compañía de un sacerdote. Y entonces los dos encontraron al niño: estaba en un cobertizo, entre una camada de jóvenes cachorros. Una perra le había dejado mamar de sus pezones y, así, lo había salvado. Dos de los perros, que eran hermanos de leche del chico, todavía estaban con vida cuando Lope llegó a Guarda.
Ésa era la historia. ¿Cómo podía contársela a la pequeña? ¡Era una historia demasiado larga!
—Nos peleamos porque el otro maltrató a un caballo —dijo con la esperanza de que la niña se diera por satisfecha con eso. Parecía interesada por los caballos.
—¿Le pegó? —preguntó ella, espantada.
—Sí —dijo Lope y, al ver los ojos grandes y asombrados de Karima, supo en seguida que sólo había ganado una pizca de tiempo, y que tras la frente de la pequeña acechaban miles de preguntas más. E, involuntariamente, retrocedió un paso.
Pero entonces, por suerte, la puerta se abrió a su espalda. El gigante negro estaba de regreso, y traía consigo un saquito de lino y una botella con tapón de corcho. El hakim salió de la habitación contigua, llamó a la pequeña con una seña, le acarició la cabeza y dijo:
—¿Y bien? ¿Te ha contado algo bonito?
Karima asintió en silencio, sin dejar de mirar a Lope. El hakim añadió:
—Entonces, vete ya a dormir. Y, si te portas bien, a lo mejor Lope viene otro día y te cuenta algo más.