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SEVILLA

LUNES 18 DE RABÍ II, 463

23 DE ENERO, 1071 / 18 DE SHEWAT, 4831

En Alcalá habían cogido a un ladrón, un hombre llamado al–Bazi al–Ashhab, que asolaba la región desde hacía años, un maestro en el arte de forzar cerraduras y en el de buscar ocasiones para robar. El qadi lo había hecho crucificar en la carretera que llevaba a Sevilla, junto a un pozo, para que lo viera la mayor cantidad de gente posible. El hombre colgaba, pues, de la cruz, lejos ya de este mundo, pero aferrándose aún a la vida. A sus pies, su mujer y su hija, acurrucadas en el suelo, se lamentaban:

—¿Quién cuidará ahora de nosotras, al–Bazi? ¿Qué haremos cuando ya no estés?

Entretanto, pasó un campesino con una mula, cargada con dos cestos en los que llevaba un montón de ropa y cosas por el estilo. El ladrón le habló:

—¡Maestro! —gritó hacia abajo—. Mira lo que me han hecho. Mira la penosa situación en que me encuentro. ¿No me harías un favor?

—¿Cuál? —preguntó con desconfianza el campesino.

—¿Ves ese pozo? —dijo el ladrón, señalando con la cabeza en dirección al pozo—. Poco antes de que me cogiera la Shurta arrojé allí una bolsa con cien dinares. Sácala y nos repartiremos el dinero. La mitad para ti, la mitad para mi pequeña hija y su madre, a las que no puedo dejar en este mundo sin un dirham.

El campesino estuvo de acuerdo. Dio la mula a la mujer para que se la sostuviera y bajó al pozo con una soga. Como dice el refrán, el pájaro ve el cebo a una milla, y no ve la red que tiene al lado.

Cuando el campesino hubo llegado al fondo del pozo, la mujer cortó la soga, sacó lo más valioso de los cestos de la mula, tanto como podía cargar, y puso pies en polvorosa con su hija.

El campesino gritó pidiendo ayuda desde el fondo del pozo, pero era mediodía, y el día más caluroso del año. Pasaron horas hasta que, por fin, pasó uno que lo ayudó a salir de su lamentable situación.

El campesino contó su historia entre sollozos y la gente se rió de él. La historia se difundió. Al atardecer ya había llegado a Sevilla. A la mañana siguiente llegó a oídos de al–Mutamid. El príncipe se rió a más no poder y ordenó que trajeran al ladrón a su presencia.

—¿No tienes miedo de la cólera de Dios, puesto que piensas en robar incluso estando al borde de la muerte? —le preguntó.

—¡Ay, excelentísimo señor! —respondió al–Bazi al–Ashhab—. Me he pasado toda la vida robando, ¿por qué iba a traicionarme a mí mismo en el momento de la muerte?

—Si te dejo en libertad y te asigno una paga fija —dijo al–Mutamid—, ¿estarías dispuesto a dejar tu profesión?

—¿Cómo podría rechazar una oferta que me salva la vida? —dijo al–Bazi al–Ashhab.

El príncipe lo indultó de inmediato y dio instrucciones al Sahib asd–Shurta para que lo empleara como policía. Así la gente de Sevilla no sólo tuvo ocasión de reírse con un ladrón taimado, sino que además pudo alegrarse de tener un príncipe astuto y generoso.

La historia ocurrió poco antes de la conquista de Córdoba. Desde entonces, se había contado en la corte una buena docena de veces. Se la contaban a cada nuevo convidado, y el príncipe nunca parecía hartarse de oírla. La historia lo presentaba como a él le gustaba verse: el monarca bondadoso, admirado y querido por sus súbditos; el príncipe de cuentos de hadas, que conversa con la mayor franqueza con pequeños ladronzuelos y endereza su rumbo con regia indulgencia.

Al principio Ibn Zaydun, el hadjib, e Ibn Ammar habían intentado recomendarle que guardara una mayor reserva, que se mantuviera más digno e inasequible, pero el talante natural del príncipe no se prestaba a ello. Tenía treinta y un años de edad, y desde hacía casi dos era el amo absoluto del reino más poderoso de Andalucía, pero seguía siendo el mismo príncipe alegre y despreocupado de su juventud. Ya su aspecto exterior poco tenía que ver con una dignidad inaccesible. Era bajo y regordete, mofletudo y chato, un niño grande y dueño de una gran energía física. Hablaba mucho, reía demasiado fuerte y bebía desmesuradamente. Se jactaba de su virilidad y de los cuatro hijos que había tenido hasta entonces. Le encantaba enderezar herraduras con las manos desnudas y hundir clavos con los puños hasta atravesar tablones del grueso de un pulgar. Le encantaba —como antaño a Harún ar–Rashid, el califa— recorrer la ciudad disfrazado y perderse en aventuras amorosas que, sin que él lo supiera, eran cuidadosamente preparadas de antemano por Ibn Ammar. Y, sobre todo, le encantaba ser amado; no como príncipe, sino por su propia persona.

Los sevillanos lo amaban como él quería que lo amaran. Tenían buenos motivos para hacerlo. Su lujosa corte atraía a la capital toda la riqueza de la región. Era más bien el egoísmo lo que daba alas al amor de los sevillanos, pero al–Mutamid no lo veía así. Él se sentía amado de verdad, y eso lo hacia feliz. La crítica, la oposición, la hostilidad podían sumirlo en la inseguridad. Ibn Ammar, para su propio desconcierto, había tenido ocasión de darse cuenta de ello en Córdoba.

Los grandes proyectos encaminados a convertir Córdoba en la capital del reino, para conquistar desde allí toda Andalucía y unirla bajo el gobierno del al–Mutamid, terminaron fracasando debido a esta inseguridad del propio príncipe. Y para ello no había hecho falta más que una pizca de astucia femenina. Itimad, la princesa, había llegado a la ciudad con gran pompa. Había escuchado entusiasmada los proyectos arquitectónicos del príncipe y, por debajo, había urdido sus hilos para convencerlo de regresar a Sevilla. Un par de discretas alusiones a la nobleza de Córdoba, que prefería ver al príncipe en Sevilla, unos pocos miles de dirhams de plata repartidos entre la gente de los suburbios, y el viernes siguiente, cuando al–Mutamid acudió con ella a la mezquita principal y su nombre fue mencionado, la gente que ocupaba las filas posteriores reaccionó con exclamaciones de disgusto y arrojando los cojines hacia las primeras filas. El príncipe había huido rápidamente de la maqsura de la mezquita, y una semana después ya estaba camino de Sevilla.

La gran oportunidad se había desperdiciado. En Córdoba, el puesto de gobernador fue ocupado por Ibn Martin un comandante militar sin ninguna visión política. La princesa, en el mayor silencio, había recibido de los señores del bazar un regalo de ciento veinte dinares. Y al–Mutamid residía nuevamente en Sevilla.

Había que tener paciencia con ese príncipe. No era un hombre de acción como al–Mutadid, su padre, cuya ambición no hacía más que verse reforzada por cualquier forma de oposición. Al–Mutamid tampoco poseía la dureza y la tenacidad de su padre. Era caprichoso y voluble como un niño. Su cólera era enojo; su entusiasmo, tan sólo fuegos fatuos. Era un príncipe hecho para los días hermosos, que prefería rodearse de hombres con buena pluma antes que de ambiciosos comandantes militares y rigurosos qadis. Pero precisamente eso hacía que la vida en la corte fuese tanto mas agradable. Al–Mutamid era un señor encantador, dueño de una generosidad y un desprendimiento que lindaban en el despilfarro. Sus manos abiertas atraían a artistas procedentes de los cuatro puntos cardinales: aventureros ilustrados de Bagdad y Alejandría; poetas de Sicilia que huían de los normandos; arquitectos y artesanos de Bizancio; literatos, músicos y científicos de todos los rincones de Andalucía.

Inmediatamente después de asumir el poder, al–Mutamid había reemprendido la construcción del nuevo palacio, en las colinas del otro lado del río, que su padre había abandonado. Ahora que el proyecto de Córdoba había sido aplazado, el príncipe se entregó con toda su pasión constructora a los trabajos de embellecimiento del nuevo palacio. Había mandado construir una imponente sala de audiencias, flanqueada por siete salones secundarios. Los suelos estaban cubiertos con azulejos lisos y multicolores; las paredes, revestidas con artesonados dorados; las cúpulas y bóvedas, pintadas con escenas de la vida cortesana, señores cazando con halcones y damas jugando al ajedrez bajo la música de unas muchachas y servidas por pajes, escenas tan vivas que parecían moverse en el juego de luces y sombras.

Esa noche, la sala, que había recibido el nombre de ar–Tarayya, era por vez primera escenario de la velada semanal en la que al–Mutamid, desde su regreso de Córdoba, reunía regularmente a sus amigos más íntimos y a sus ilustres visitantes. Primero había tenido lugar una inauguración oficial, a la que también habían asistido los dos hijos mayores del monarca, los qadis de la ciudad y numerosos representantes de la nobleza y funcionarios de la corte. Los sirvientes del palacio habían salpicado la sala con litros de agua de rosas, para ahogar el olor a pintura fresca. Había tocado la orquesta de la corte, juglares y bailarinas habían presentado sus números, y los poetas cortesanos habían alabado en extensos panegíricos la magnificencia del edificio y el genio de su constructor. Luego, la mayoría de los convidados habían sido despedidos, y el príncipe se había retirado con el reducido círculo de las reuniones de los lunes al salón secundario, adornado con especial riqueza, que remataba el extremo anterior de la sala.

Al–Djawhara, la cantante persa y favorita del príncipe, había acudido con sus dos músicas. También estaba allí Abú’l–Hadjdjadj, quien pasaba por ser uno de los más grandes eruditos de Sevilla. Y también Abú Marwan ibn Siradj, el científico; Ibn Salih ash–Shantamari, un aristócrata aficionado a la poesía y amigo del príncipe; Isaak ibn al–Balia, el astrólogo de la corte; el primer médico de cabecera del príncipe y algunos de los muchos poetas de la corte, entre ellos dos novatos que por vez primera tenían el honor de presentarse ante al–Mutamid. Sólo faltaba el hadjib, cuya enfermedad lo mantenía apartado desde hacia ya varias semanas. En su lugar había acudido su hijo, Abú Bakr ibn Zaydun, quien aún cobijaba la esperanza de suceder a su padre en el cargo de hadjib, a pesar de que, desde hacia meses, el príncipe lo trataba muy por debajo de lo que correspondía a ese rango, y de que el cargo estaba prometido a Ibn Ammar. También esa noche fue Ibn Ammar, y no el hijo del hadjib, quien ocupó el sitio de honor, a la derecha del príncipe.

Al–Mutamid estaba de un humor estupendo, y el vino dulce que escanciaban los criados aumentaba aún más su entusiasmo. Los limites de la convención habían sido derribados hacía ya un buen rato; la charla volaba, ligera, de un lado a otro; toda seriedad era ridiculizada; toda broma, contestada con otra broma. Cuando tocó el turno al primero de los dos poetas novatos y lo invitaron a sentarse en el escabel dispuesto para los recitadores al lado del príncipe, todos estaban tan animados que el muchacho no podía haber deseado un público mejor.

Era un joven serio de Yabiza, nadie había oído nada de él, pero tenía referencias de Valencia y, quizá, también de un mecenas secreto en la corte. En cualquier caso, el sahib al–inzal lo había incluido en la lista de aspirantes. Posiblemente hasta tenía talento, pero, para su desgracia, no tuvo el tacto suficiente para captar el ambiente de la velada. Recitó una densa qasidah, cuidadosamente pulida y construida según los cánones clásicos: primero, la llana busca de la amada; luego, la descripción de su desesperanzado viaje a Sevilla, y finalmente un himno de alabanza al príncipe.

Ya al terminar la primera parte, que narraba en versos muy elegidos cómo el poeta encontraba al borde de un oasis el campamento abandonado de su amada, atizaba las cenizas de la hoguera de su amada, bebía del cubo del pozo, del que también ella había bebido, y seguía las huellas dejadas por la muchacha en la arena del desierto, ash–Shantamari se inclinó hacia al–Mutamid y dijo sin ningún recato:

—¿Por qué no mea también donde ella había meado?

El príncipe se tragó una carcajada, y de momento todos supieron contenerse. Sólo cuando el joven poeta terminó de recitar, cayeron sobre él.

—Recita como si viniera de Bagdad. Hace rimas como al–Buhturi. Pero cada verso que escribe dama: ¡nunca lo logra! —comentó con seca seriedad Ibn al–Qasira, uno de los poetas de la corte. La qasidah tenía quizá algunas cualidades, pero tras este comentario no quedó nada de ella. El joven poeta se hundió en su escabel.

Al–Mutamid se inclinó hacia Ibn Ammar.

—¿Quién es este hombre? —preguntó, divertido.

—El poeta más grande de Yabiza —respondió Ibn Ammar en tono de reverente admiración.

El príncipe lo miró interrogante.

—¿Yabiza?

—Una isla que está frente a las costas de Valencia, sometida al señor de Denia —aclaró Ibn Ammar.

El príncipe torció el gesto en una amplia sonrisa sarcástica.

—¡Ah, Yabiza! —dijo, desperezándose. Luego añadió con fingida seriedad—: El poeta más grande de Yabiza, ya entiendo. —Y volviéndose nuevamente a Ibn Ammar, preguntó—: ¿De qué tamaño dices que es esa isla?

Ibn Ammar pensó un instante.

—Cuando hace mal tiempo, a veces los marinos pasan de largo sin verla —dijo finalmente.

—¡Qué grande! —exclamó el príncipe, rompiendo en una carcajada—. ¡El poeta más grande de Yabiza! —Lloraba de risa, se estremecía de risa, dando sonoros manotazos sobre la espalda de Ibn Ammar—. ¿Qué te parece…, si le damos cincuenta dinares…, le bastarán para el viaje de regreso?

—No sólo le alcanzará para el viaje —dijo Ibn Ammar—. Con esa cantidad hasta puede comprarse toda la isla.

El príncipe prorrumpió en carcajadas y, reventando de risa, hizo una señal a un paje para que pagara al poeta. El joven abandonó la sala con la cara roja de vergüenza.

Ibn Ammar miró pensativo al segundo novato, que estaba sentado junto a Abú’l–Hadjdjadj. Venía de Murcia. También éste era joven, no más de veinticinco años. Hasta ahora no había dicho una sola palabra, sólo había hecho los honores al vino y observado al grupo con ojos atentos. Lo tenía difícil tras la presentación anterior. Al–Mutamid tenía un gran corazón, pero también era proclive a burlarse de los demás. Todos los que estaban allí lo sabían. Todo aquel incapaz de mantener el tono era atacado rápidamente para divertir al príncipe. Ibn Ammar tenía un cierto interés en que el segundo novato no cayera como el poeta de Yabiza. Había prometido a Abú’l–Hadjdjadj que intercedería en su favor.

El viejo señor sentía una especial predilección por los jóvenes de buena planta; era conocido por ello en toda la ciudad, y él no hacía ningún intento por ocultarlo. Era un pederasta de la mejor especie, sensato, ingenioso, extraordinariamente culto. Ibn Ammar estaba intentando ganárselo desde hacía mucho tiempo. Abú’l–Hadjdjadj no sólo pertenecía a la familia más ilustre de Sevilla, sino que además, y sobre todo, era el maestro del príncipe heredero. Tenía acceso al harén de al–Muradid y, si se podía creer en los rumores de la corte, con el correr de los años había conseguido una especial intimidad con la princesa. Según se decía, la sayyida al–Kubra seguía sus consejos no sólo en cuestiones de buen gusto. Era un hombre enterado como ningún otro de los ires y venires de la corte. Ahora Ibn Ammar tenía, por fin, la oportunidad de hacerle un favor.

Resultaba evidente que el joven murciano era su nuevo amante. La manera en que Abú’l–Hadjdjadj lo miraba y el nerviosismo con que esperaba su presentación no dejaban ni sombra de duda. Eso no facilitaba, ni mucho menos, la tarea de ayudarlo. El príncipe, cuando estaba borracho, podía tornarse muy mordaz con ese tipo de amistad entre hombres. Ash–Shantamari también era conocido por sus comentarios sarcásticos a ese respecto. Por otra parte, el joven parecía extraordinariamente talentoso. Abú’l–Hadjdjadj había enseñado a Ibn Ammar unos cuantos versos del muchacho, un breve panegírico dedicado a su viejo amigo y mecenas. Los primeros versos se le habían quedado a Ibn Ammar en la memoria:

Tan grande era su amor,

que sólo cabía bajo las estrellas…

Esos versos poseían un tono nuevo y propio, muy virtuoso y, al mismo tiempo, muy personal. La cuestión era si el grupo del príncipe, en su actual estado de creciente desenfreno, todavía sería capaz de apreciar esas cualidades poéticas.

El joven bebía mucho. Parecía estar tan nervioso por su actuación como su mecenas, pero Ibn Ammar dudaba que fuese sensato llamarlo a escena en ese momento.

Al–Djawahra, la cantante, acudió inesperadamente en su ayuda, librándolo de tener que decidir. La mujer afinó su laúd, tocó un par de acordes y dijo, dirigiéndose al príncipe a través de risas que ya decaían:

—Permitidme, señor, que os recite unos pocos versos de al–Mutanabbi. —Con una sonrisa burlona, añadió—: Un buen trago de vino quita el mal sabor de boca después de comer. Un buen verso hace olvidar un mal poema.

El príncipe accedió gustoso, y echó una mirada halagada al grupo. Al–Djawahra gozaba del favor principesco desde hacía ya más de un año. Era una mujer alta, más bien rellena, de cerca de treinta años, caderas amplias y un pecho imponente, rostro ancho y dueño de una belleza animal, voz profunda y plena. Poseía una vasta cultura, que superaba a la de muchos de los presentes, y un tesoro casi inagotable de versos y canciones. El príncipe se sentía orgulloso de ella, como un niño se siente orgullo de un juguete que nadie más posee, y se sentía orgulloso de los elogios que siempre desataba.

Se hizo silencio. La Djawahra estaba a punto de hacer una señal a sus músicas para que empezaran a tocar cuando, de repente, el joven de Murcia alzó la voz. Nadie estaba preparado para ello, e Ibn Ammar advirtió que hasta el propio Abú’l–Hadjdjadj se había sobresaltado. Interrumpir a la Djawahra era casi un sacrilegio.

—Una buena frase —dijo el joven poeta—. Aunque proceda de Bagdad. —Su voz era tan plena como la de la cantante, sonora e inesperadamente varonil, de una gravedad que llenó sin esfuerzo todo el salón.

La Djawahra volvió lentamente la cabeza, levantando una ceja.

—¿Qué quieres decir con eso, muchacho? —dijo la mujer con un peligroso encono en la voz—. ¿Aunque proceda de Bagdad?

La Djawahra se había educado en Bagdad, y era de los que aún consideraban que la antigua capital de los califas seguía siendo el ombligo del mundo, el centro indiscutido del arte y la cultura, y que todo lo que ocurría fuera de las murallas de Bagdad era, simplemente, provinciano.

—Quiero decir que me sorprende que una frase así pueda proceder de Bagdad, donde hoy en día ya no se puede encontrar ni buen vino, ni buenos versos —respondió el joven murciano. No estaba en absoluto borracho y, a juzgar por las apariencias, tampoco estaba nervioso. Permanecía sentado en su cojín, sonriente, sereno, pero despierto y atento hasta la punta de los dedos. Había atacado a la Djawahra adrede, y había dirigido el ataque a su flanco más débil. El príncipe se lamentaba no pocas veces de la arrogancia de la Djawahra. ¿Acaso Abú’l–Hadjdjadj había hecho al joven alguna alusión al respecto?

El rostro de la cantante era una máscara de altivo desprecio.

—¡Bah! —dijo, estirando la sílaba. Sonó como el siseo de una serpiente—. Y según tú, ¿dónde pueden encontrarse mejor vino y mejores versos?

—Aquí, en Andalucía, ¿dónde si no? —dijo sin titubear el murciano.

Silencio sepulcral. Nadie se había atrevido jamás a hablar a la Djawahra con tal franqueza. Ibn Ammar se arriesgó a echar una mirada de reojo al príncipe y le pareció descubrir una pizca de divertido desconcierto en su rostro, una cierta curiosidad por el desenlace de esa escaramuza verbal.

La Djawahra se contuvo. Se levantó en toda su grandeza y dijo con su voz más profunda:

—¿Y quién eres tú para tener la osadía de juzgar sobre el gusto de los demás?

—Soy Abd al–Djalil, de Murcia.

¿Abd al–Djalil? —La cantante trituró el nombre entre sus dientes—. Nunca lo había oído nombrar. ¿Qué Abd al–Djalil?

—Abd al–Djalil ibn Wahbun.

—¿Ibn Wahbun? ¿Qué Wahbun?

—Cuando vayas a Murcia, pregunta en el bazar. Pregunta por Wahbun, el comerciante en pieles. En Murcia lo conoce todo el mundo.

La Djawahra echó una mirada triunfante a su alrededor.

—Así pues, ¿son hijos de peleteros los que determinan el buen gusto de Andalucía?

—¿Me reprochas que no proceda de una familia noble? —replicó Ibn Wahbun, buscando pelea—. ¿Reprochas a una rosa que crezca en un arbusto espinoso?

La Djawahra paseó su mirada entre el joven y su mecenas, y dijo con aires de suficiencia:

—¿Te comparas con una rosa?

—La rosa era un regalo para ti —contestó Ibn Wahbun haciendo una elegante reverencia.

La cantante torció el gesto, como si le hubieran dado a tragar una piedra. Entre las perlas que rodeaban su cuello latía una vena furiosa. Pero luego se relajaron sus facciones, y sonrió con ojos entornados. Al–Djawahra tenía un gran corazón, y era lo bastante inteligente para darse cuenta de que esa noche era inferior a su adversario.

—Tienes la lengua rápida, hijo de peletero. Sólo espero que tus poemas broten de tus labios con la misma fluidez. Te recitaré un par de versos difíciles de superar.

Afinó el laúd y empezó a recitar los versos.

Cantaba como si no hubiera nadie más en el mundo. Su voz subía como un ave en el viento. Dejaba flotar las palabras y remarcaba cada sílaba. Su árabe era tan puro y diáfano, y ella recitaba los versos de al–Mutanabbi con tal perfección, que el poeta mismo tendría que haberse levantado de su tumba para inclinarse ante ella.

Cuando terminó, el grupo se deshizo en aplausos. El que más fuerte aplaudía era Ibn Wahbun.

La Djawahra se volvió hacia él y dijo:

—¡Si quieres componer versos así, vete a aprender a Bagdad!

—¿Qué podría hacer allí si la voz más hermosa canta en Sevilla? —respondió él, sin dejar de aplaudir.

El príncipe se inclinó hacia Ibn Ammar y dijo en voz baja:

—¿Qué opinas? ¿Le cerramos la boca como a ese chico de Yabiza?

Ibn Ammar olió el vino tinto en su aliento, vio el malicioso centelleo de sus ojos y, de reojo, vio el rostro pálido de Abú’l–Hadjdjadj dirigido hacia él, su frente impregnada de perlas de sudor, sus manos frente al pecho en un gesto de indefensa súplica. Ibn Ammar supo entonces que ya era imposible salvar al joven murciano. El príncipe quería una víctima, ya había bebido demasiado.

Sin embargo, un instante después lo embargó de improviso el deseo de llevar las cosas al extremo, de jugar el viejo juego, de sondear hasta dónde llegaba su influencia sobre el príncipe. Arriesgarlo todo por nada, por un insignificante chico talentoso de Murcia, tan desvergonzado que hasta el propio Ibn Ammar se había quedado sin habla. Dios santo, aquel joven le hacía recordar los viejos tiempos, en los que él mismo se presentaba con similar descaro: ir hasta el limite, confiando únicamente en el propio talento en la sangre fría y en la presencia de ánimo, esperando que en los momentos de máximo apuro surgiese de donde fuera la ocurrencia salvadora, para luego, en el momento preciso, acariciar los oídos de los embaucados señores con un canto de alabanza tan halagüeño que a éstos no les quedara más remedio que abrir sus bolsas de dinero. Esa también había sido divisa en sus primeros años.

—¿Por qué ahora mismo? —dijo Ibn Ammar en voz tan baja que sólo el príncipe entendió sus palabras—. ¿Por qué no escuchamos un par de poemas del chico? Tiene talento, ya lo habrás notado. Mientras más abra la boca, más nos divertirá, de una manera o de otra.

Ibn Ammar vio que el príncipe dudaba, y, en un arrebato, se puso en pie, alzó la mano para hacer callar al grupo y se volvió hacia el murciano.

—¡Levántate, Abd al–Djalil Ibn Wahbun! —dijo, señalando el escabel colocado frente al príncipe—. Ese es tu podio: Ya has oído los versos de al–Mutanabbi, que nuestro príncipe aprecia muy especialmente. Si tienes una chispa del fuego de ese poeta, sal al escenario. Si no, ahórranos tus versos y vete.

Cuando volvió a sentarse, se topó con una mirada agradecida de Abú’l–Hadjdjadj. El príncipe estaba mirando al frente con gesto forzado. No era amigo de las charlas punzantes. Su ingenio no era lo bastante rápido, y la lengua empezaba a trabársele cuando las palabras volaban con demasiada ligereza de un lado a otro. El recelo que mostraba ahora no era más que la envidia inconfesa del diletante talentoso al verdadero experto.

Ibn Wahbun hizo una reverencia y se sentó en el escabel.

—Al–Mutanabbi decía de sí mismo que él era el profeta de la poesía —empezó con inesperada humildad—. Si él hubiera sabido cuánto admiráis sus versos vos, sublime príncipe, se habría tenido por el Dios de la poesía.

Murmullo de aprobación. Ash–Shantamari soltó por entre los dientes un silbido favorable. Hasta el príncipe otra vez parecía de un humor condescendiente. Ése era exactamente el tipo de elogio que le gustaba: muy cargado, pero dicho con tanta elegancia que no resultara muy llamativo.

—¿Y a pesar de ello te atreves a presentarte con un poema propio cuando acabamos de oír los versos de al–Mutanabbi? —preguntó el príncipe desde lo alto.

Ibn Wahbun le devolvió sonriente la mirada y dijo:

—Los versos de al–Mutanabbi son tan buenos porque el califa le pagaba muy bien por ellos. La generosidad es la madre de la poesía.

La sonrisa altanera del rostro del príncipe se congeló en una mueca rígida.

Ibn Ammar intentó evitar la catástrofe.

—¿Dudas de la generosidad del que ha sembrado todo cuanto florece en Sevilla? —preguntó Ibn Ammar con aspereza.

—He venido aquí porque entre los poetas de toda Andalucía no se habla más que de esa generosidad —respondió Ibn Wahbun, impávido.

—Entonces demuéstranos que eres digno de esa generosidad —dijo Ibn Ammar, y de pronto vio en los ojos del joven un fulgor que hizo arder en su memoria una señal de alerta, aún difusa, pero visible. ¿No le había hablado alguien, en Silves, de un joven que iba recorriendo Andalucía de corte en corte, con un poema bastante desvergonzado? ¿No habían dicho que ese joven venía de Murcia?

Ibn Wahbun se enderezó en su asiento.

—No sé si atreverme —comenzó, titubeando—. Tengo un breve poemita que me parece adecuado para empezar. Pero hasta ahora siempre que lo he recitado… siempre he salido más pobre en esperanzas y más rico en malas experiencias. —Miró interrogante a su alrededor y, tras una pausa bien calculada, añadió con una tímida sonrisa, que pedía comprensión:

En Valencia me echaron de la ciudad con perros.

En Almería el propio sahib al–inzal me dio el despido.

En Murcia, donde nací, el mismísimo qa’id me mandó al destierro.

En Granada y en Toledo ni lo he intentado ni he ido.

Echó al príncipe una mirada expectante, en la que se mezclaban extrañamente humildad y descaro, y como el príncipe respondió con una benevolente inclinación de cabeza, el poeta se puso en pie y recitó su poema a voz en cuello. Empezó en el tono de un grandioso himno de homenaje:

¿Quién puede nombrar a uno que cumpla sus juramentos?

¿Dónde vale la palabra, dónde en el universo?

¿Dónde hay generosidad, dónde la mano abierta?

En viejas fábulas, sí, en un país de leyendas.

Se interrumpió de repente, esbozó una sonrisa burlona y continuó en un tono llano:

Así lo veo y me voy hartando,

y hoy como ayer creo que es falso

que cobró alguno en esta ciudad

por un poema mil mithqal.

Ibn Ammar sintió que empezaba un sudor frío. Se quedó mirando desconcertado al joven, que volvió a sentarse en el escabel con la mayor tranquilidad y secó su vaso de vino como si nada hubiera pasado. Miró a Abú’l–Hadjdjadj, que estaba cada vez más acurrucado, como si quisiera hacerse invisible. ¡Mil mithqal! El chico debía haberse vuelto loco. Sin duda alguna, era el hombre del que le habían advertido en Silves.

Miró hacia el príncipe, que estaba sentado en su cojín en una postura inusualmente rígida, con una expresión de ofendida dignidad en el rostro, vacilante aún entre irritación e inseguridad. Finalmente, Ibn Ammar reunió valor y susurró a al–Mutamid:

—El chico es un desvergonzado, pero es desvergonzadamente bueno. Y lo que Ibn Ammar había considerado imposible, ocurrió. El príncipe adelantó el mentón lentamente, como luchando contra una resistencia interior, y, sin volverse, hizo una señal al paje que estaba de pie detrás de él. Y todos vieron como el paje, con manos temblorosas, sacaba diez bolsas del arcón y las ponía a los pies de Ibn Wahbun.

El murciano no hizo ademán alguno. Esperó hasta que el paje hubo vuelto a su lugar, miró al príncipe a los ojos y dijo con voz serena:

—¡Si al–Mutanabbi dice que la generosidad es la madre de la poesía, yo digo que al–Mutamid es el padre de todos los poetas! —Se inclinó, cogió con ambas manos las diez bolsas e hizo como si quisiera incorporarse, pero se lo impidió el peso del oro, así que dejó caer las bolsas y se dirigió al príncipe con fingida desesperación—: ¡Oh, Malik, habéis cargado a un débil poeta con un regalo tan pesado que no lo puede levantar! Tened la bondad de regalarle también una bestia de carga, para que pueda llevárselo. —Sus ojos indicaban a qué bestia se refería. Todos pudieron verlo, y todos se quedaron de piedra. Era el colmo del descaro. Lo que sus ojos estaban mirando fijamente era la pesada copa de plata con incrustaciones de perla del príncipe, de la que su paje escanciaba el vino, y que tenía forma de camello.

Todos los ojos estaban dirigidos a al–Mutamid, y él parecía sentirlo, aunque no apartaba la mirada de Ibn Wahbun. No había variado su rígida postura desde que hiciera la señal al paje. Parecía como paralizado de rabia. Un instante después, sin embargo, estiró de repente el brazo, cogió la copa y la arrojó contra Ibn Wahbun, con tal furia que derribó de su asiento al murciano.

Todos contuvieron la respiración, nerviosos y expectantes, vacilaban entre el príncipe y el joven poeta. Ibn Wahbun volvió a sentarse, lentamente, apretando la copa con ambas manos contra su pecho, y exclamó con voz reverente:

—¡Vaya príncipe! ¡Su generosidad me derriba!

Antes de que los demás pudieran salir de su pasmo, el poeta se puso en pie de un salto —la copa ya no era más que un objeto sin valor colgando de su mano—, se colocó frente al príncipe y se puso a cantar un himno de alabanza.

Su voz azotaba el salón como un viento huracanado, sus versos tenían la fuerza de un torrente, que arrasa todo a su paso. Todo lo anterior quedó olvidado. ¿La desfachatada impertinencia de sus palabras? Olvidada. ¿Su desvergonzada codicia? Ya tan sólo una sombra lejana en el recuerdo. El que hablaba ahora era un poeta capaz de hechizar con las palabras, cuya pasión era tan fuerte que lo envolvía todo.

Pues tuya es la fama, príncipe mío,

mas la fama es pasajera,

y como un corcel, espantadiza.

Sólo el poeta le pone las riendas

y la lleva colina arriba,

sólo mis versos, príncipe mío, te hacen inmortal.

Por ello a ti están consagrados.

Ibn Ammar vio que al–Mutamid se acomodaba en su asiento, enderezando los hombros bajo el ímpetu de los versos de Ibn Wahbun y asumiendo una postura forzadamente regia, como queriendo mostrarse digno de esos himnos de alabanza. Su cólera se había aplacado hacía ya un buen rato, la expresión de ofendida arrogancia de su rostro había dejado paso a un complacido orgullo, su borrachera parecía haberse disipado por completo.

Cuando el poeta terminó el último verso, nadie movió un dedo. Todos esperaban la reacción del príncipe.

Al–Mutamid mantuvo la dignidad de su postura. Dejó pasar unos momentos, mientras Ibn Wahbun permanecía de pie frente a él, en una muda reverencia. Luego el príncipe miró la copa de oro que tenía en la mano derecha, esbozó una sonrisa majestuosa y la arrojó a Ibn Wahbun con suavidad.

—Con una mano no se puede aplaudir —dijo.

Era como si tras un largo y sofocante día de tormenta, tras los rayos y truenos, hubiera empezado por fin a caer una crepitante lluvia. Así sonaron los aplausos.

Ibn Ammar estaba extrañamente conmovido. Al–Mutamid había dado un final adecuado a una velada digna de recordarse. No era un gran príncipe, pero era capaz de tener grandes gestos, y algún día accedería quizá a otra grandeza, que le permitiría emprender grandes hazañas. Los grandes reyes no nacen, pensó Ibn Ammar, lleno de esperanza; es el tiempo lo que los hace grandes, son las situaciones difíciles las que les exigen grandeza. Situaciones difíciles como la que, inesperadamente, había deparado esa noche.

En algún momento, durante la animada conversación posterior, Ibn Ammar advirtió una mirada de agradecimiento en los ojos del joven poeta murciano. En algún momento, Abú’l–Hadjdjadj le apretó furtivamente el brazo. Había ganado dos amigos. Por la tarde, el médico de la corte le había insinuado que a Ibn Zaydun, el hadjib, le quedaban pocos meses de vida, quizá incluso pocas semanas. Cuando llegara el día y el príncipe anunciaba oficialmente al sucesor, Ibn Ammar tendría que tener de su parte a tantos hombres influyentes como fuese posible.

En algún momento, durante la velada, vio los ojos de Abú Bakr ibn Zaydun dirigidos hacia él. Ojos cargados de odio. El hijo del hadjib heredaría una casa poderosa y grandes riquezas, pero no el cargo de su padre. ¿Era eso lo que avivaba su odio? ¿O había otras razones? ¿Tal vez era él quien había traído a la corte al poeta de Yabiza?

Ibn Ammar sabía que no podía perder de vista al hijo del hadjib. De ahora en adelante, habría muchas cosas que no podría perder de vista. Vivía en un ambiente turbio.

Pero respiraba con facilidad. Estaba solo, no tenía ni propiedades heredadas ni una familia, cosas que podrían obligarlo a guardar ciertas precauciones. Todo aquello no era más que una aventura.

La vida es como cruzar un puente, pensó. Crúzalo sin detenerte.