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BARBASTRO
VIERNES 12 DE NOVIEMBRE, 1064
1 DE KISLEW, 4825 / 29 DE DU’L–QADA, 456
Lope sostenía en vertical la larga vara que le servía como lanza. Miró la caperuza de cuero acolchado que envolvía la punta y los trapos que simulaban el pendón, sacudidos por el viento de las montañas. Practicaban con ramas secas, ligeramente podridas y cortadas del tamaño adecuado, que se rompían al chocar. Habían preparado todo un atado de estas lanzas. Al terminar cada ronda, sólo tenían que cambiar de vara la caperuza y volver a atar los trapos, y ya estaban armados para la siguiente arremetida. Cada día de ejercicios hacían doce o quince rondas, a veces más, si el capitán estaba en buena forma.
Lope lo vio bajar por la colina y espoleó su caballo. Trazó un arco para ganar altura y sacar ventaja al capitán, al poder atacarlo de arriba a abajo. Levantó el redondo escudo moro, lo enganchó por el borde inferior al arzón, se agazapó detrás de él y se inclinó hacia delante, cuidando de que su caballo mantuviera la cabeza erguida y galopara recto, directamente hacia el adversario, sin dejar al descubierto el costado, sin rehuir el encuentro. Lope sostuvo la lanza con la punta hacia arriba hasta que estuvo a treinta pasos del capitán. Entonces empezó a bajarla y, mirando por encima del borde del escudo, encaró el blanco: la protección del cuello o los cuatro remaches del soporte del escudo, donde en caso de un combate en serio podía atravesarse el escudo y herir el brazo. Se apretó la lanza al costado con el codo, con tanta firmeza como podía, y agarró con fuerza el asta, esperando ese vertiginoso instante en que ambas lanzas golpeaban casi al mismo tiempo, ese bravísimo instante que, cuando el combate iba en serio, decidía entre la vida y la muerte, entre la victoria y la derrota.
Mantener la visión del conjunto en esa fase decisiva del combate, ése era el secreto: no perder de vista al adversario, hacer el escudo a un lado apenas se sentía que la lanza del rival se clavaba en él, dejar caer la propia lanza apenas ésta se rompía y, mientras los caballos se cruzaban a una velocidad de vértigo, intentar meter la mano derecha entre las riendas del adversario o coger de la mano o del brazo al rival, para apartarlo y tirarlo de la silla y, al mismo tiempo, para impedir que el otro hiciese algo similar. Esto es lo que el capitán intentaba enseñar a Lope.
Al principio, el capitán lo alcanzaba tan a menudo, rompiendo la delgada tira que hacia las veces de rienda y tirándolo del caballo, que Lope volvía a casa hecho pedazos, cojeando. Ahora podía defenderse mejor, pero el capitán aún no estaba satisfecho. Apenas se cruzaban sus caballos, Lope lo oía gritar:
—No prestes atención a lo que yo haga, fíjate en tu propia lanza. ¡No tienes que defenderte bien, tienes que atacar bien! Mientras mejor golpee tu lanza, peor lo hará la mía. ¡Esfuérzate por llevar tu lanza a su objetivo tan bien como puedas! Deja la defensa a tus reflejos, ¿entendido? Ataca con la cabeza y defiéndete con el cuerpo, ¡ése es el secreto!
Y mientras cabalgaban hacia el pie de la colina, donde se encontraban las lanzas de reemplazo, el capitán daba instrucciones a Lope para la siguiente ronda:
—Esta vez intenta pasar muy cerca, tanto como sea posible. Baja la lanza, intenta hacerla pasar a la altura de la cabeza de mi caballo, tan cerca que puedas acertarle a mis riendas. De esa manera no sólo tienes la posibilidad de acertarme a mí, sino también la de romperme las riendas.
Y volvían a alejarse, para emprender un nuevo ataque.
Desde hacía tres meses, desde el día de su juramento ante el sire, el capitán practicaba con Lope estos ejercicios. Casi cada día salían a primera hora de la mañana, cabalgaban por las montañas hacia el este, hacia el valle del Cinca, hasta esa vaguada surcada por pequeños arroyos y cubierta por extensos bancos de arena y lomas pedregosas, que ofrecía un estupendo escenario para los ejercicios. Un escenario provisto de superficies planas cubiertas de gravilla, pistas seguras para los caballos; de desfiladeros y escarpados acantilados, y densos matorrales y alisares que los ocultaban a las miradas curiosas. Casi siempre los acompañaba el viejo Pero, a quien el capitán apostaba para que vigilase los alrededores. A veces llevaban también al cabañero, pero sólo como vigía. En los combates de práctica, el capitán y Lope estaban a solas. El capitán ahora lo llamaba por su nombre, le decía «hijo» y lo trataba verdaderamente como si fuera su hijo.
—¡Haré de ti un buen combatiente, hijo! Haré de ti un campeador, un al–Barraz, que no tenga nada que temer de ningún rival. ¡Así que presta atención a lo que te digo!
Practicaban el combate con la lanza y la lucha cuerpo a cuerpo con la espada. Y Lope, armado con un trozo de madera en lugar de con el auténtico acero, aprendía cómo peleaba a caballo y a pie firme un buen espadachín, cómo alternaba entre golpes y estocadas, cómo llegaba al adversario a la axila, el punto más débil de la armadura. Aprendió a apoyar las puntas de los pies en las espuelas y a levantarse sobre éstas, y a extender ampliamente el brazo de la espada cuando el enemigo arremetía desde el frente y, tras el intercambio de golpes, a golpear una vez más al pasar, buscando el muslo del adversario.
—¡No saques la espada tan pronto! —gritaba el capitán—. Un buen luchador sólo desenvaina cuando está muy cerca del enemigo, ¡no lo olvides! Si ves venir hacia ti a uno que blande su espada desde muy lejos, puedes estar seguro de que es un principiante.
Cuando, agotados, hacían un alto para descansar, el capitán añadía con insistente seriedad:
—Grábate una cosa en la cabeza, hijo, grábate sobre todo esta regla: todo hombre tiene miedo antes de un combate, hasta el más valiente y el más experimentado. Sobre todo el más experimentado, pues es quien mejor sabe lo que le espera. No sientas vergüenza si te pones a temblar antes de entrar en combate. Sólo un necio puede afirmar que no tiene miedo. Pregunta a todos los hombres valientes con los que te encuentres; todos te dirán lo mismo. Pero el buen luchador tiene que saber cuándo ha llegado el momento de superar su miedo. Imagínate a dos hombres armados, el uno frente al otro. No arremeten uno contra otro inmediatamente; primero se insultan, muestran su fuerza, se jactan, como si un misterioso temor les impidiera caer el uno sobre el otro. Sólo cuando su rabia es ya incontenible cogen las armas. El buen luchador sabe eso y lo aprovecha. No espera a acumular toda esa rabia; golpea primero, con sangre fría, de improviso, sin previo aviso y rápido como una serpiente. Saber esto es lo que más necesitas si quieres llegar a ser un buen luchador.
Hacia el mediodía solían hacer una larga pausa. Generalmente, el viejo Pero les llevaba un par de peces o un conejo y unos cuantos pájaros, que asaban al fuego. Luego el capitán y Lope se retiraban a un amplio banco de arena, tan oculto entre altas filas de árboles que ni siquiera el viejo Pero los veía desde su puesto de vigilancia. Allí se ponían a practicar un tercer tipo de lucha, con un arma que sólo el capitán sabía manejar y de la que Lope no había oído hablar jamás: aquella arma misteriosa con que el capitán, desde una distancia de cinco pasos, había derribado de su silla a un jinete moro ante las murallas de Barbastro.
Hacía pocos días que habían empezado a practicar con esa arma. El capitán había clavado su espada en la arena, había mandado a Lope que se arrodillase frente a ella y lo había obligado a hacer un solemne juramento:
—Jura por esta espada, como si fuera una santa cruz. Jura que nunca te enfrentarás a mí, a tu maestro, con espada, lanza o cualquier otra arma. Jura que nunca emplearás contra mí el arte que te estoy enseñando. Jura por San Jorge, por San Martin y por San Mauricio que no transmitirás los conocimientos en los que te estoy iniciando a ningún otro mortal sin mi consentimiento, y que no enseñarás mi arte a ningún otro hombre mientras yo, tu maestro, viva.
Lope lo había jurado por la cruz de la espada, por los tres santos caballeros y por la vida de su madre. Y luego, en aquel oculto banco de arena del amplio valle del Cinca, le había mostrado el arma, el arma mágica: as–Saut, el látigo.
Era un látigo de cuero de toro, con el mango reforzado con hueso y el extremo inferior provisto de un largo lazo, con el que podía colgarse de la silla de montar. El otro lado del látigo, de más de doce varas de largo, estaba formado por tiras de cuero entretejidas artísticamente en una sola, que se angostaba a medida que se acercaba a la punta. Era un látigo de cuero pesado y flexible, rematado por una esfera de plomo del tamaño de un huevo de paloma.
Era un arma cuya peligrosidad radicaba en que nadie estaba preparado para enfrentársele, un arma con la que podía sorprenderse a cualquier adversario. Manejarla parecía sencillo. Se cogía la tira de cuero doblándola como en un lazo, se tomaba impulso echando el látigo por encima de la cabeza y, cuando se acercaba el caballo del adversario, se pasaba a tres o cuatro pasos fuera del alcance de su lanza y se calculaba el impulso de manera que el extremo del látigo se enredara en el cuello del rival, derribándolo de su cabalgadura. Si la caída no acababa con él, uno podía sujetar el látigo al arzón y arrastrar de él al adversario hasta que se rindiera.
Lope había comprendido la técnica rápidamente, pero tampoco había tardado en darse cuenta de que el manejo preciso del látigo, que parecía tan sencillo, requería un largo tiempo de práctica y mucha fuerza en el brazo y el hombro. Por lo regular, practicaba solo, mientras el capitán se acomodaba entre los árboles y hacía la siesta envuelto en la manta de su silla de montar. Lope se había construido con ramas y cuerdas un caballete del tamaño de un caballo, y había colocado encima un trozo de madera que hacía las veces de jinete. Allí practicaba con incansable perseverancia, hasta que se sentía tan débil que ya no podía levantar el látigo.
Practicó también ese día. Estaba tan absorto en su tarea que no advirtió la llegada de los tres hombres hasta que estuvieron a sólo sesenta pasos. Salieron de entre los árboles que flanqueaban el delgado brazo del río que corría al este del banco de arena. Los tres montados en fuertes bayos y armados con lanzas largas. Los dos de los extremos llevaban protecciones de cuero; el del centro, con armadura de hierro, era irreconocible tras el protector nasal y la protección del cuello, que le llegaba hasta el mentón.
Lope dio un grito de alerta y vio que el capitán se levantaba de un salto, apartaba la manta, cogía rápidamente su lanza e intentaba montar en su caballo. Pero no tuvo tiempo de hacerlo, los tres jinetes estaban ya demasiado cerca. Ahora reconocía Lope al de la cota de mallas. Era el hombre que andaba en pos del capitán, el hombre al que llamaban Cuatrodedos.
No lo habían vuelto a ver desde aquella noche en casa de la negra Doda. No había vuelto a aparecer desde la conquista de Barbastro, y Lope estaba convencido de que había dejado la ciudad, como la mayor parte de los otros caballeros.
—¡Tranquilo, viejo! —gritó Cuatrodedos al capitán—. ¡No hagas ni un movimiento en falso!
Lope espoleó su caballo para interponerse entre el capitán y Cuatrodedos, pero éste fue más rápido.
—¡No lo intentes, pequeño! ¡Quédate donde estás! —dijo, acercándose lentamente a Lope y señalando el látigo—. ¡Dame eso! ¡Vamos, dámelo!
Lope miró al capitán en busca de ayuda, pero un instante después Cuatrodedos le arrebató el látigo, lo dobló cuidadosamente y lo colgó del arzón de su silla.
—Ahora ya estoy seguro, viejo —dijo, golpeando el látigo con la palma de la mano.
El capitán permaneció callado.
—As–Saut, el Látigo, así te llamaban entonces en Lérida —continuó Cuatrodedos con voz serena—. Todavía lo recuerdo bien. Nunca supe por qué te llamaban así. Ahora lo sé. He tardado mucho tiempo en encontrar te, viejo, mucho tiempo.
Se acercó al capitán, la lanza enristrada en la mano derecha. Se detuvo a unos pocos pasos.
—¡Abrevia! —dijo el capitán con voz ronca—. ¿Qué es lo que quieres?
Cuatrodedos dejó que la lanza tocara el suelo y se apoyó cómodamente con la mano izquierda en el arzón.
—No tan deprisa, viejo —dijo—. No quiero que nadie diga que he matado a un hombre desarmado. Tendrás un honroso combate, viejo, un honroso y último combate. —Se volvió hacia Lope y le hizo una señal impaciente con la mano—. ¡Vamos, ayúdalo a montar! —ordenó.
Lope hizo avanzar su caballo trazando un arco alrededor de Cuatrodedos y desmontó junto al capitán. El capitán pareció no advertir su presencia, y cuando Lope se puso a ajustarle la correa de la silla, el capitán lo apartó de un empujón y aseguró él mismo la correa. Exteriormente parecía tranquilo, pero Lope vio que le temblaban las manos, estaba blanco como la cal y gotitas de sudor frío le brotaban de las sienes.
El capitán también se puso con sus propias manos la coraza, permitiendo a Lope únicamente que le asegurara la protección de las piernas, el yelmo y los guantes. Estaba callado, mirando al frente con expresión ausente, mientras Cuatrodedos lo observaba desde cierta distancia, apoyado con indolencia en la lanza y el arzón, amenazadoramente negro sobre el cielo claro, en el que poco a poco empezaba a extenderse un resplandor rojizo.
Sólo cuando estuvo listo y Lope le alcanzó la lanza, sujetándole el estribo derecho para ayudarlo a montar, el capitán rompió su silencio, deteniéndose brevemente, ya con el pie en el estribo, para decir:
—No olvides lo que te he enseñado, hijo. —Su voz sonó tan ronca y débil que Lope apenas pudo entender lo que decía—. No me deshonres. Es posible que nunca te vuelva a ver, hijo. ¡No me deshonres!
Lope lo miró y sintió que se le cerraba la garganta. El capitán no lo veía, tenía la mirada fija en algún punto remoto, y de pronto ya estaba en la silla, cogió la lanza, clavó las espuelas en las ijadas del caballo, lo puso al galope dando un grito salvaje y se dirigió hacia su adversario, profundamente inclinado hacia delante y con la lanza en ristre, para recorrer tan rápido como fuera posible la corta distancia que lo separaba del hombre. Cuatrodedos estaba a menos de cuarenta pasos del capitán, y tan sorprendido que ni siquiera tuvo tiempo de girar el caballo en la dirección de la que venía el ataque. Volvió el costado del caballo hacia el capitán, levantó justo a tiempo la lanza a la altura del pescuezo del animal, y el capitán ya estaba allí. Lope creyó ver que la lanza del capitán se clavaba en el escudo, vio que su caballo se paraba de pronto, como si hubiera chocado contra una pared, y que el capitán se echaba hacia atrás y buscaba vacilante un apoyo en la silla, mientras su caballo retrocedía un par de pasos a tropezones. Una lanza cayó al suelo, Lope vio que era la lanza del capitán y vio también que Cuatrodedos aún tenía su arma en la mano y que ahora la retiraba de un tirón y la levantaba extendiendo el brazo, mientras el capitán caía lentamente hacia delante y, aferrándose con ambas manos al pescuezo de su caballo, resbalaba de la silla y caía al suelo. El caballo sacudió la cabeza y se apartó haciendo escarceos, y Lope vio al capitán tumbado en el suelo, vio que intentaba levantarse apoyándose en los dos brazos y que volvía a desplomarse. Entonces dio una violenta patada con la pierna izquierda, en una terrible convulsión, y se quedó inmóvil en el suelo, con la cabeza enterrada en la arena.
Lope se había quedado inmóvil en la misma posición que antes, conteniendo la respiración, como si todavía tuviera el estribo entre las manos. El aire casi le hizo reventar los pulmones, y una ola de rabia subió por su cuerpo cuando vio que Cuatrodedos hacía girar el cuerpo del capitán con la espada. Lope desenvainó la suya y corrió gritando hacia el hombre, ciego y sordo de rabia, a tropezones, como si los pies se le hubieran hundido en la arena. Hasta que de pronto lo cubrió una sombra gigantesca, algo le golpeó duramente el yelmo y lo empujó desde atrás, haciéndolo caer de bruces.
Al volver en sí levantó la cara y miró a su alrededor, parpadeando y escupiendo arena, con los ojos llenos de lágrimas y un doloroso retumbar en la cabeza. Cuando se desvaneció el velo, vio ante sus ojos a Cuatrodedos, de pie con las piernas abiertas, entre los pies del capitán. Sus dos mozos estaban a su lado. Ya le habían quitado el yelmo y ahora estaban ayudándolo a quitarse la coraza.
Lope buscó a tientas su espada en la arena e intentó levantarse.
—Déjalo estar, pequeño —dijo Cuatrodedos—. Este hijo de perra no lo merece. ¿Me has oído? ¡Déjalo estar!
Lope se quedó de pie, con los brazos colgándole a los lados. Sentía que las lágrimas se le salían por los ojos, se secó la cara con el dorso de la mano y tragó saliva para librarse de la sensación de náuseas que tenía en la garganta.
—Voy a decirte cómo era este cerdo —continuó Cuatrodedos—. Era un perro cobarde, hijo de otro perro cobarde. Servía en la guardia personal del emir de Lérida junto con mi padre y mi hermano. Eso era en la época en que todavía gobernaba Zaragoza el gran Solimán, antes de que se dividiera el reino. Yo también servía en la guardia del emir; era el mozo de mi padre. Tenía más o menos la misma edad que tú tienes ahora. —Hizo una pausa mientras sus hombres le quitaban la coraza, sacándosela por encima de la cabeza. Debajo de la cota de mallas llevaba además un peto moro muy ceñido, adornado con brillantes trozos de tela verde—. El día del que quiero hablar teníamos la misión de recoger a las mujeres del emir en el palacio de verano, donde pasaban los meses de más calor, y llevarlas de regreso a Lérida. Éramos doce jinetes, en su mayoría hombres de gran experiencia. No teníamos nada que temer. Cuando nos atacaron, hubiéramos podido acabar fácilmente con ellos. Era sólo una banda de cuatreros, gente de la frontera, sucios pastores, no más de treinta hombres, y sólo la mitad a caballo. Hubiéramos podido acabar con ellos y hacerlos huir, tan sólo con que hubiésemos estado todos juntos. Pero este hijo de perra se había adelantado con otros cuatro hombres. Podíamos verlo en lo alto de la montaña, y él nos veía a nosotros. Podía vernos muy bien, pues estaba a menos de trescientos pasos. Vio cómo cayeron sobre nosotros y cómo nos fueron tirando de los caballos uno a uno, cómo sacaron a las mujeres de las literas y cómo capturaron a los sirvientes y criadas. Lo vio todo y no vino en nuestra ayuda. Puso pies en polvorosa sin siquiera volverse a mirar, mientras mi padre moría, y mi hermano y todos los otros; todos, excepto yo. No sé por qué me dejaron con vida. Quizá porque era demasiado joven, quizá porque me dieron por muerto. O quizá porque Dios quería que algún día le ajustara las cuentas a este hijo de perra. —Su voz sonaba ahora más cruda y amarga, y hablaba muy bajo, como si hubiera olvidado a Lope y estuviera hablando sólo para sí mismo—. Veinte años he pasado buscando a este hijo de perra —dijo—. Veinte largos años. Ya ni tenía la esperanza de encontrarlo.
Mientras sus hombres ataban el yelmo y la coraza al caballo, Cuatrodedos se agachó y se puso a manipular la pierna del capitán. Le desató el protector, le remangó la bota y le quitó con toda calma el peal, descubriéndole la canilla.
Lope vio que Cuatrodedos se inclinaba sobre la pierna del capitán, buscando la cicatriz, y que luego levantaba la vista y le echaba una mirada triunfante. Y en ese mismo instante vio al capitán, vio espantado cómo el capitán se incorporaba y no quiso creer en sus ojos al ver que el capitán se estaba echando sobre Cuatrodedos con un puñal pequeño y brillante, que le clavó en la garganta, sacó y volvió a clavarlo hasta la empuñadura. Por un instante, Lope creyó que el mismísimo diablo se había metido en el cadáver para empuñar el cuchillo. Hasta que vio que el capitán intentaba alejarse desesperadamente, respirando con dificultad, tumbado sobre el costado y arrastrando las piernas paralizadas, como un escarabajo pisoteado.
Cuatrodedos tenía los ojos muy abiertos, en una expresión de desconcierto y terror, y sus manos buscaban el cuchillo clavado en su garganta, pero ya no tenían fuerzas para sacarlo. Su boca se abrió como la de un pez, dejando salir un chorro de sangre que se derramó por los brillantes adornos verdes de su peto mientras él caía de espaldas y la vida abandonaba su cuerpo entre pataleos y convulsiones.
Un instante después Lope vio que el mozo que estaba más cerca del capitán salía de su estupor y cogía la lanza clavada en la arena, a su lado. Y entonces se oyó un grito que sonó como el chasquido de un látigo:
—¡Alto! —Era la voz del viejo Pero—. ¡Suelta esa lanza!
Lope lo vio entre los arbustos, a menos de treinta pasos, con el arco listo para disparar. Durante unos instantes de inquietante silencio todos se quedaron inmóviles, como si el tiempo se hubiera detenido, hasta que el segundo mozo, que se encontraba detrás del caballo, montó de un salto e, inclinándose profundamente sobre el pescuezo del animal, huyó a todo galope cruzando el banco de arena en dirección al río. Lope oyó el sonido sibilante de la flecha que el viejo Pero disparó al hombre mientras el otro mozo gritaba a su caballo y emprendía la huida, y vio al viejo Pero sacar una nueva flecha de la aljaba, tensar el arco, disparar y coger la siguiente flecha con los mismos movimientos serenos y uniformes. Y vio que el primer caballo se levantaba sobre dos patas, se sacudía y daba coces con la pata trasera; vio al hombre que lo montaba ya casi arrojado de la silla, con los brazos extendidos; vio el segundo caballo ya sin jinete, con los estribos bamboleándose a ambos lados de su cuerpo; y, finalmente, apartó la vista, corrió hacia el capitán y se acuclilló a su lado.
El capitán había dejado de arrastrar las piernas. Estaba tendido de espaldas, con los ojos sin mirada dirigidos hacia el cielo. Aún vivía. Respiraba con estertores rápidos y breves; tenía la boca abierta y los labios tensos sobre los largos dientes amarillentos. La cota de mallas estaba desgarrada en el lado derecho, a la altura de la última costilla; un desgarrón apenas perceptible, tan sólo cinco o seis eslabones rotos, por los que manaba la sangre.
—Capitán —llamó Lope en voz baja—. ¡Capitán! ¿Puedo ayudaros, capitán?
El capitán no se movió, pero sí lo hicieron sus labios, y cuando Lope se inclinó sobre ellos, pudo entender lo que decían. Le costaba un gran esfuerzo hablar, y lo hacía con frases entrecortadas, como si tuviera que expulsar las palabras una a una de sus pulmones.
—¿Qué ha pasado con el cerdo? —preguntó—. ¿Lo he matado?
Lope asintió vehementemente.
—Si, capitán —dijo—. Sí, está muerto. Está aquí, capitán —añadió, señalando el cadáver.
—Lo habría liquidado con la lanza si el suelo no hubiera sido tan blando —dijo el capitán—. ¡Maldita arena!
—Sí, capitán —dijo Lope. Sentía que los ojos volvían a llenársele de lágrimas—. Lo sé, capitán.
El capitán cerró los ojos y una tos seca sacudió su cuerpo.
—No debes creer lo que te ha contado —dijo—. Es un embustero, un maldito embustero. Nadie puede decir que yo he sido un cobarde. Yo era el duelista del emir de Lérida. No había otro mejor que yo. Yo era el al–barraz. No lo olvides, hijo mío. —Abrió los ojos e intentó levantar la cabeza, pero no lo consiguió hasta que Lope pasó la mano por debajo del yelmo y lo ayudó a mantener la cabeza en alto. Un nuevo ataque de tos lo sacudió y su respiración se aceleró terriblemente, deteniéndose por momentos. Entre jadeantes estertores, dijo—: No le caves una tumba. Déjalo donde está. Que se lo comen los cerdos. ¡Qué se convierta en mierda!
Luego sus facciones se relajaron y su cabeza cayó a un lado, mientras un delgado hilo de saliva mezclada con bilis y sangre le salía por la comisura de los labios.
Lope no se movió. Se quedó sosteniendo la cabeza del capitán, sin atreverse a retirar la mano. En algún momento sintió que alguien le tocaba el hombro y levantó la mirada. Era el viejo Pero.
—Déjalo, muchacho —dijo el viejo—. Está muerto.
Cavaron con las manos una tumba en la arena, en el lugar donde había caído del caballo. Lo metieron en la tumba con yelmo y coraza, tal como estaba. Lo cubrieron con arena, asegurando la tumba con piedras que fueron a buscar al río. Y el viejo Pero murmuró algo que sonó como una oración.
Luego quitaron a los tres hombres las armaduras y yelmos, reunieron las armas, arrastraron los cadáveres hasta los árboles y escondieron las sillas y las armas bajo un montón de madera flotante en la orilla del río. Los caballos sobrantes, incluido el alazán del capitán, los llevaron al bosquecillo de alisares y los amarraron allí.
Ya estaba muy entrada la noche cuando por fin emprendieron el camino de regreso. No fueron a la ciudad, pues a esa hora las puertas ya estaban cerradas y en la única portezuela por la que hubieran podido entrar probablemente había alguien que conocía al capitán y que habría preguntado por él, a lo que no querían exponerse. Pasaron la noche en una cabaña de pastores en las faldas de las montañas, a media hora de camino de la ciudad.
Lope se envolvió en su manta e intentó dormir, pero no consiguió conciliar el sueño. Se movía inquieto de un lado a otro y escuchaba extraños crujidos, chirridos y chasquidos que le infundían temor y lo mantenían despierto, a pesar de que se sentía extenuado y todavía le dolía la cabeza del golpe que había recibido.
—¿No puedes dormir? —preguntó el viejo Pero.
—No —dijo Lope.
—¿En qué piensas? —preguntó el viejo.
—En nada —respondió Lope. No sabía qué otra cosa contestar. Eran demasiados los pensamientos que rondaban su mente.
Permanecieron callados unos momentos. Luego el viejo reanudó la conversación:
—¿Qué quieres hacer ahora? —preguntó—. ¿Lo has pensado ya?
—No —contestó Lope. Si había pensado en ello, pero había desechado todas las ideas.
—Podrías buscar un nuevo señor.
—¿Quién? —preguntó Lope—. ¿A quién podría presentarme?
—Hay muchos. Eres joven y fuerte, y nada tonto. Podrías dirigirte a alguno de los señores normandos. Son mejores que los franceses, y mejores también que los de Aragón. Con los normandos correrías mundo. Yo en tu lugar lo intentaría con algún señor normando.
—No sé —dijo Lope, rehuyendo el tema, y, tras una pausa, preguntó—: ¿Y tú? ¿Qué piensas hacer tú?
El viejo Pero guardó un largo silencio antes de responder:
—Creo que volveré a las montañas —dijo—. Pronto será invierno, estoy justo a tiempo para ver dónde puedo colocar, mis trampas.
—Eres demasiado viejo para ir a las montañas en invierno —dijo Lope.
—Soy demasiado viejo para todo. Qué le vamos a hacer. Dios no me ha dado una casa en la que envejecer —respondió el viejo Pero.
A la mañana siguiente se pusieron en camino a la ciudad muy temprano. Dejaron los caballos en el establo de alquiler del suburbio, donde tenían plazas reservadas por algún tiempo, y se dirigieron luego a la casa que le había sido asignada al capitán tras la conquista, y en la que se alojaban desde entonces. La casa estaba en la parte alta de la ciudad, cerca del al–Qasr, y pertenecía a un peletero judío, que también poseía una tienda en el bazar. Llamaron a la puerta, pero nadie abrió. Era sabbat y ésa era la hora en que el judío y su familia iban a la sinagoga, pero el cabañero debía de estar en casa, lo mismo que la criada de la cocina, que era cristiana. Volvieron a llamar. Cuando ya estaban a punto de darse por vencidos, se abrió la portezuela de la mirilla, el cabañero miró quién era y abrió la puerta disculpándose y haciéndolos pasar.
—¿Dónde está la criada? —preguntó el viejo Pero.
—En el mercado —contestó el cabañero sin mirarlo. Entró en la casa, y Lope y el viejo Pero lo siguieron hasta el patio interior. Lope advirtió que el cabañero llevaba botas de montar y el peto de cuero que le había dado el capitán cuando repartieron el botín.
—¿Estás solo? —preguntó el viejo—. ¿No hay nadie más en casa?
—Están en su maldita iglesia, ya sabes —respondió el cabañero de mala gana.
—¿Qué has hecho con el asno? —preguntó el viejo. Se había detenido bajo el umbral de la puerta que llevaba del salón de la entrada al patio interior, apoyándose sobre su arco. Lope le echó una mirada de asombro y miró luego al cabañero, de pie en mitad del patio con las piernas separadas.
—¿Con qué asno? —replicó el cabañero.
—Con el que estaba exactamente allí, en el patio —respondió tranquilamente el viejo Pero.
Lope siguió la mirada del viejo y vio los excrementos frente a la puerta de la cuadra, al lado del palomar; eran excrementos frescos, de los que aún se elevaba el vaho.
—¿Qué pasa, viejo? ¿Qué es lo que quieres? —dijo el cabañero. Metió la cabeza entre los hombros y se dirigió con pasos cortos y rígidos hacia la puerta de la cuadra.
—Quiero saber si conoces a un hombre al que le falta un dedo en la mano izquierda —dijo el viejo Pero.
—¿Qué hombre? ¿Qué dedo? —dijo el cabañero, con voz estridente. Lope estaba en ascuas. Miró nervioso a uno y otro. Y de pronto lo vio todo claro. Se había pasado toda la noche preguntándose cómo había conseguido Cuatrodedos sorprenderlos en el banco de arena sin que el viejo Pero los viera antes. Era imposible que el viejo no hubiera visto a tres jinetes en ese valle abierto. Ahora Lope conocía la solución del enigma: los tres hombres habían llegado antes. Habían sabido donde tenían que esperar para cazar al capitán. Lo habían sabido de antemano.
—¿Qué te ha dado el hombre de los cuatro dedos? —preguntó bruscamente el viejo Pero.
El cabañero hundió aún más la cabeza entre los hombros, echó al viejo una mirada cargada de odio, llegó en tres pasos a la puerta del establo, la abrió de golpe y se metió tras ella.
Lope quiso seguirlo, pero el viejo Pero lo detuvo.
—¡Déjalo! —le gritó el viejo—. Volverá, no tengas miedo. —El viejo seguía bajo el umbral de la puerta del salón de la entrada, apoyado sobre su arco—. ¡Ponte el yelmo! —ordenó.
Lope se echó sobre la cabeza la capucha con el protector del cuello, se puso encima el yelmo y se lo sujetó bien. Tuvo el tiempo justo para coger el pequeño escudo moro, que llevaba a la espalda, antes de que se abriera la puerta del establo y saliera el cabañero, oculto tras el escudo largo del capitán y con la espada desenvainada, gruñendo y enseñando los dientes como un perro acorralado.
—¡Quítate de ahí! ¡Lárgate o acabaré contigo! —gritó el cabañero cuando Lope le cerró el paso. Blandió la espada violentamente sobre su cabeza y se acercó a Lope—. ¡Acabaré contigo! ¡Acabaré contigo! —gritó.
Lope golpeó como le había enseñado el capitán, fuerte y sin previo aviso. Pero el golpe fue muy lento y el cabañero pudo esquivarlo, a pesar de que no lo esperaba.
—¡Cerdo! —gritó el cabañero—. ¡Eres un cerdo! ¡Te haré papilla! —gritó, levantando la espada, y descargó furiosos golpes sobre Lope.
Lope no dijo nada. Se apoyó firmemente sobre ambas piernas y levantó el escudo en diagonal contra la espada del cabañero, para amortiguar la fuerza de sus golpes. Veía venir cada golpe. Era como si su brazo izquierdo supiera ya de antemano cómo tenía que pararlos. No tenía miedo. Lo embargaba una fría rabia, una absoluta certeza de que ganaría esa pelea, una sensación de serena superioridad, que no lo abandonaba a pesar de los durísimos golpes del cabañero. Mantenía la mano de la espada baja, golpeando sólo muy de tanto en tanto. Sabía que ambos estaban demasiado bien protegidos y que, de no intervenir la fortuna, sería imposible dar un golpe decisivo mientras los dos siguieran frescos. Esperó su oportunidad. Golpes y estocadas. Tenía que acertar con una estocada. Vio la fe en la victoria reflejada en los ojos de su adversario y vio el miedo que empezaba a germinar en ellos al advertir que sus golpes no surtían efecto. Esperó a que el cabañero perdiera el ímpetu inicial, a que sus golpes perdieran fuerza, a que se detuviera agotado y respirando con dificultad; Entonces atacó, golpeando y dando estocadas, como le había enseñado el capitán.
Miró al cabañero por encima del borde superior de su escudo y golpeó por debajo de éste. No vio dónde le acertó, pero vio que su adversario retrocedía tambaleándose, y siguió atacando, golpeando, dando estocadas.
«¡Cuando des un buen golpe no lo celebres, aprovéchalo!», le había repetido una y otra vez el capitán. «¡Cuando consigas asestar un golpe a tu adversario, no lo dejes descansar ni un instante!». Hizo retroceder al cabañero paso a paso, sin dejarlo poner pie firme. Dio una fría estocada cuando el otro tropezó y tuvo que descubrirse un instante para no caer, golpeó cuando su adversario perdió el equilibrio, lo hizo caer al suelo, golpeó con todas sus fuerzas al cabañero, que, ahora indefenso y tumbado en el suelo, intentaba defenderse con brazos y piernas y lanzaba estridentes gritos, gritos chillones como los de un niño, desencajados por el miedo. Lope golpeó hasta que los gritos cesaron, hasta que el cabañero dejó de moverse, y le hundió la espada en el cuello hasta estar seguro de que no quedaba ni un hálito de vida en él.
Luego se dio la vuelta. La visión del muerto lo llenó de pronto de náuseas; se sentía vacío y agotado. No sentía ni alivio ni triunfo por la victoria; no sentía absolutamente nada. Dio unos cuantos pasos hacia un lado y le flaquearon las rodillas; tuvo que apoyarse a la pared para no caer.
El viejo Pero seguía en la puerta, y Lope vio que estaba cogiendo la cuerda del arco. No se había dado cuenta de que lo había sacado. El viejo se acercó a él, le cogió la espada, la limpió y la guardó en su vaina, sin decir nada. Luego se dirigió al establo, sacó el asno del peletero, metió dentro el cadáver del cabañero y cerró la puerta pasando el cerrojo.
El asno tenía puesta la albarda, y las alforjas que colgaban a los lados estaban llenas. El cabañero lo había preparado todo, había vaciado todos los arcones. El dinero que el capitán había escondido en algún lugar de sus habitaciones era lo único que no había podido encontrar, a pesar de que lo había registrado todo, había cortado los cojines y colchones, había arrancado los tapices de las paredes y hasta había destrozado a hachazos algunos maderos del suelo.
Lope y el viejo Pero no siguieron buscando. Tenían suficiente, y debían salir de la ciudad antes de que el judío y los suyos regresaran de la sinagoga. Llevaron el asno al suburbio, cargaron el equipaje en los caballos y salieron de la ciudad por la puerta sur, que daba a la carretera de Monzón. Cuando estuvieron fuera de vista, bordearon el río y giraron luego hacia el este, dirigiéndose por las montañas hacia el valle del Cinca.
Los caballos seguían donde los habían dejado.
Esperaron a que cayera la noche y cabalgaron río arriba, dirigiéndose luego hacia un valle secundario más pequeño, al este de allí. Cabalgaron en total oscuridad dejando atrás la fortaleza de Graus, por estrechos caminos de herradura y senderos ocultos que sólo el viejo Pero parecía conocer. Por la mañana, hicieron un alto en las faldas de una montaña, sobre un valle cubierto por un bosque de abetos que se extendía hasta donde llegaba la vista. El viejo Pero se encaminó hacia el bosque y volvió al mediodía con aceite, grasa de tejón y tela encerada. Pasaron el resto del día aceitando y haciendo paquetes impermeables con las armas y aprestos que no necesitaban usar. A la mañana siguiente, tras pasar otra noche entera cabalgando, guardaron los bultos en el interior de una cueva.
Luego se dirigieron a un convento que se levantaba al fondo del valle, no lejos del lugar donde el río abría en las montañas una profunda y estrecha garganta, que casi parecía cortada con sierra. El viejo Pero conocía al monje que estaba sentado a la puerta. Confiaron a éste dos de sus caballos y vendieron los otros cuatro al hermano cillerero. Obtuvieron por ellos un precio desvergonzadamente bajo, del que, además, sólo recibieron la cuarta parte. Otra cuarta parte se la quedó el herrero a cambio de un hacha, una sierra y otras herramientas que necesitarían para pasar el invierno, más unas pocas trampas. Otra cuarta parte tuvieron que donaría, de buena o mala gana, al monasterio, y el resto lo pagaron por la alimentación y cuidado de los caballos hasta la primavera, por lo cual, además, tuvieron que autorizar al cillerero a usar los caballos para trabajar en los sembrados del monasterio.
Dos días después de su llegada al monasterio partieron hacia el norte y atravesaron el paso que llevaba al lado francés de las montañas, donde se encontraban las tierras de caza en las que el viejo Pero conseguía las pieles.