18

MURCIA

VIERNES 4 DE DU’L–HIDJDJA, 455

28 DE NOVIEMBRE, 1063 / 5 DE TEBET, 4824

Menos de cinco es soledad; más de cinco, un bazar. Siguiendo este refrán del príncipe heredero, Ibn Ammar había limitado a cinco el número de asistentes a la fiesta. Además de él mismo y el anfitrión, sólo habían sido invitados dos de los amigos más íntimos del príncipe. El quinto convidado era el nuevo astrólogo de la corte, Seth, el egipcio, quien desde hacía seis semanas figuraba en la nómina del heredero y había dado a Ibn Ammar el pretexto para la fiesta. Seth, el Mago de la Noche, un hombre impresionante, de unos cincuenta años, muy alto y corpulento, dueño de una rizada cabellera negra azabache y una barba igualmente negra, que contrastaba llamativamente con su rostro blanco como la leche.

Unos días después de llegar Seth a la corte, Ibn Ammar le había preguntado, más bien de pasada, si acaso podía encontrarse en el firmamento una causa a la lamentable esterilidad del príncipe. Y, tras hacer unos breves cálculos sobre la hora de nacimiento del príncipe, el egipcio había descubierto, efectivamente, una oposición —hasta ese momento totalmente desconocida— de Saturno y un aspecto desfavorable de Mercurio sobre la cola del cometa, constelaciones cuyo influjo negativo probablemente había hecho imposible que el príncipe tuviera un hijo. Instado por Ibn Ammar, el astrólogo también había llegado a la conclusión de que ese influjo negativo duraría sólo hasta los cuarenta años, edad que, por fortuna, acababa de cumplir el príncipe. Además, sorprendentemente, éste se encontraba a las puertas de una constelación irrepetible por lo positiva, que traía consigo todas las condiciones necesarias para engendrar un hijo. Una conjunción de Júpiter y Venus, a una distancia claramente inferior a los seis grados, y en la que el acercamiento máximo se produciría un día viernes, el día de Venus, y, según cálculos más precisos, en la primera hora del día, que era la hora tanto de Venus como de Júpiter. Y, para redondear esta suma de presagios favorables, la conjunción tendría lugar bajo el signo de Tauro, signo en el que había nacido el príncipe y que estaba regido por Venus, circunstancia que fortalecería aún más el influjo tan inusual que Venus ejercía sobre el impulso sexual.

Los signos eran tan favorables que en un primer momento Ibn Ammar pensó que todo aquello no era más que un mero engaño. Pero como el príncipe heredero mandó despedir inmediatamente a su viejo astrólogo al enterarse de las afirmaciones del egipcio, y como en la corte no había un segundo especialista que pudiera confirmar los fabulosos cálculos del nuevo taumaturgo, Ibn Ammar no tardó en desechar sus sospechas y empezó a concebir un plan que tendría que poner en práctica aquel consabido viernes.

Ibn Ammar encontró al astrólogo en el salón que sería el escenario de la fiesta. Con él estaba el arquitecto que había diseñado la decoración.

—¿Todo a tu gusto? —preguntó Ibn Ammar.

El egipcio sacó hacia fuera el labio inferior y se encogió de hombros.

—En general, sí —dijo, y, con la voz atormentada de un hombre que siente sobre sus hombros todo el peso de la responsabilidad, añadió—: Sólo quedan dos o tres detalles en los trajes. —Dicho lo cual salió por la puerta que llevaba a la habitación donde las muchachas preparaban su entrada en escena. Bajo su dignísima careta de erudito, el egipcio era un viejo verde que mostraba especial predilección por las chicas muy jóvenes.

Si su arrogancia sigue en aumento, un día de estos meterán en su cama a una puta muy jovencita con alguna enfermedad venérea, pensaba Ibn Ammar sin odio.

Dos criados se pusieron a encender las lámparas. Desde los cojines en que debían sentarse el príncipe y sus invitados, se veía el sorprendente panorama de un paisaje desértico, que, a pesar de las pequeñas dimensiones del salón, producía una impresión de inesperada amplitud. El suelo estaba cubierto de arena blanca. Ocho cargas de mulo de la más fina arena de la costa, que el arquitecto había mandado traer de Cartagena. En el fondo había una blanca duna, que subía tan suavemente como el muslo de una mujer tumbada a su lado, y caía tan empinada como la curva de su cadera. De la superficie de arena se levantaban, colgando de todas las paredes del salón, tapices del mismo blanco que la arena, que se superponían casi imperceptiblemente. Sobre éstos se había trazado la vaga línea de un horizonte, y, encima, un cielo verde azulado que iba oscureciéndose a medida que se acercaba a la bóveda que remataba el salón. A la izquierda brotaban de la arena unas cuantas palmeras de hojas muy verdes y pesados racimos de dátiles brillantes como la miel. Ante las palmeras, un pozo, una hoguera y un espacio libre. Justo a la derecha, ocupando más de un tercio del salón, una gran tienda beduina con una cubierta de seda color azafrán. Era un paisaje que evocaba involuntariamente antiguos poemas.

El príncipe heredero era un gran aficionado a la antigua poesía árabe. Adoraba a los héroes de la lírica beduina clásica: Ibn Shaddad, Abú Nuwas, al–Muzani. Le gustaban, sobre todo, las historias, siempre recurrentes, del joven jinete del desierto que, enamorado y desdichado, sigue las huellas de la tribu de su amada y, cuando por fin llega a su campamento, no encuentra más que el cubo vacío junto al pozo y las cenizas frías de la hoguera. Esa noche de fiesta, Hassún ibn Tahir viviría la historia tal como la describía su poema favorito. Pero con una diferencia: esta vez, la muchacha no habría abandonado el campamento, su tienda seguiría junto al pozo. Ella regresaría. Lo recibiría en su tienda al amanecer. Exactamente en la primera hora del día.

El príncipe heredero apareció exactamente a medianoche, acompañado de sus dos amigos. Ibn Ammar había decidido que la fiesta empezara a esta hora tan tardía para que el príncipe no dispusiera de mucho tiempo que dedicar al vino. Pero, al parecer, esta medida de precaución había sido en vano. Hassún ibn Tahir había estado bebiendo antes de la fiesta. Estaba de un humor extrañamente exaltado. Tenía manchas de excitación en las mejillas, soltaba risitas y hacía muecas. En cualquier caso, le agradó, por lo visto, la decoración.

—Bonito —dijo—. Muy bonito, encantador. ¡Muy, muy bonito y encantador!

Su alegría se incrementó aún más cuando el egipcio empezó a explicarle con qué refinamiento habían ajustado el decorado a las dos estrellas afortunadas del día.

—Si me permitís haceros reparar en los colores, señor. Como podéis ver, son los colores de Júpiter. El blanco de la arena, el verde de las palmeras y el cielo, el amarillo de la tienda.

—¡Los colores de Júpiter, naturalmente! —dijo el príncipe heredero—. ¡Muy excitante! ¡Una idea magnífica!

—Y si me permitís dirigir vuestra atención hacia los perfumes, señor. Son los aromas de Júpiter y Venus: alcanfor, almizcle, bálsamo.

El príncipe heredero olisqueó el ambiente.

—Es verdad, alcanfor y almizcle, cierto; el almizcle corresponde a Venus. Magnífica idea.

El príncipe levantó la mano en gesto de rechazo cuando el egipcio quiso seguir sus explicaciones. El también era aficionado a la astrología, y quería descubrir por sí mismo las correspondencias del decorado con los astros.

Ibn Ammar lo acompañó a la tienda y retiró la cortinilla que colgaba de la entrada. El interior de la tienda era un jardín de Venus verdaderamente seductor, un nido de amor decorado con velos y tapices de seda bordados con flores y pámpanos, flores de almendro y jazmines. El lecho era un prado cubierto de flores y lilas; las sábanas, como cosidas con hojas; los cojines, como cubiertos por brillante musgo verde. En el dosel de la cama, la prometedora constelación había sido bordada en el signo de tauro; de la cabecera colgaba una lámpara con ocho discos de cristal ordenados a imitación de las Pléyades. Hassún Ibn Tahír echó una rápida mirada al interior, volvió a salir y se encogió de hombros; sus ojos mostraban un inquieto centelleo.

—Si, encantador, todo muy bien acomodado, extremadamente bello.

Ibn Ammar dio a los pajes la señal de llenar los vasos. Empezó a sonar una música suave. Era un pequeño grupo musical elegido por Ibn Ammar acorde a la intimidad de la fiesta: dos laúdes, una chirimía grave. Los tres músicos estaban sentados en el borde posterior del bosquecillo de palmeras, ocultos tras unas cortinas. El príncipe heredero no prestó atención a la música; empezó a beber de inmediato. Parecía muy nervioso, le temblaba la mano al llevarse el vaso a la boca y un tic incontrolado se había adueñado de la comisura derecha de sus labios. Para distraerlo, Ibn Ammar adelantó la actuación de la cantante a la que había anunciado como sorpresa.

Entró la cantante, hermosa como una hurí del paraíso, y se sentó en el borde del pozo. Era Nardjis, la qayna de la casa de Ibn Mundhir, el comerciante en paños, la cantante por la que el sabí había perdido el corazón.

Ibn Ammar la había comprado por encargo de la Gallega pocos días después de su encuentro nocturno con el sabí en el parque de la casa de campo de Ibn Mundhir. Había cabalgado hacia Murcia y había visitado al comerciante en su despacho del bazar. Su intención había sido evitar que la muchacha fuese a parar a manos de Muhammad ibn Tahír, el hermanastro del príncipe heredero, como regalo político. Lo había hecho pensando no tanto en el sabí como en las esperanzas que la Gallega había depositado en él. El sabí sólo entraba en sus planes indirectamente.

Ibn Ammar tenía claro que no podría ayudar a que Hassún ibn Tahír tuviera un hijo a menos que consiguiera tener una persona de confianza en el harén del palacio, una mujer de cuya lealtad pudiera estar seguro y que tuviera la posibilidad de reunir información y transmitir noticias. El hecho de que había dado refugio al sabí en su casa era la garantía que le aseguraría la colaboración y el silencio de la qayna.

Cuando la compró, la muchacha había adelgazado terriblemente; estaba enferma de preocupación, como una flor azotada por la escarcha. Pero la noticia de que su amado estaba a salvo la había hecho reflorecer rápidamente. Y la esperanza de volver a verlo la había convertido en una dócil herramienta en manos de Ibn Ammar.

El poeta la contempló con los ojos sólo entreabiertos. Llevaba puesto el traje de pompa propio de las muchachas beduinas del Hijaz. Muchas joyas de oro, el cabello artísticamente trenzado. Era aún más hermosa de lo que recordaba Ibn Ammar. También su voz había cambiado; ahora era más plena, más delicada, como si el dolor la hubiera hecho madurar. Cantaba con tan indecible belleza, que uno podía imaginar que todo el espacio cantaba con ella, la curvatura de la cúpula, las hojas de las palmeras, el vino de los vasos.

Hasta el propio príncipe parecía extasiado. Había olvidado el vino y los nervios, y escuchaba atento con la cabeza ladeada. Cuando Nardjis quiso dar por terminada su actuación después de tres canciones, el príncipe le pidió que cantara una más. Cuando la muchacha se acercó para recibir los aplausos y el regalo acostumbrado, el príncipe la rechazó casi aterrorizado. El anillo que había pensado regalarle se lo hizo llegar a través de un paje.

Sólo después de que Nardjis abandonara el salón recuperó el príncipe su locuacidad, elogió con gran entusiasmo la actuación de la qayna, su canto. Elogió también a Ibn Ammar por la excelente sorpresa.

—¡Maravilloso! ¡Realmente maravilloso! ¿Cuánto has pagado por ella, Abú Bakr?

—Seiscientos meticales, señor —respondió Ibn Ammar.

—Vaya, seiscientos, buena compra, tiene una voz muy bella, muy agradable. —Pero a continuación puso la primera objeción. Ibn Ammar ya la esperaba—: Quizá la nariz demasiado afilada, ¿no creéis, amigos? Y es un poco demasiado delgada para ser una madjula. —Dirigiéndose a Ibn Ammar, comentó—: No es que quiera decir que no vale el precio que has pagado por ella. De ningún modo. Sólo que me sorprende que Ibn Mundhir te la haya vendido tan barata. —Con repentina desconfianza, añadió—: ¿Y si estuviera enferma? ¿La hiciste examinar por un médico antes de comprarla?

Era su manera habitual de enfrentarse con una mujer que le inquietaba. Ibn Ammar ya lo conocía bastante bien. Ya podía uno presentarle al príncipe las más hermosas bailarinas, las djawari más selectas, muchachas tiernas como gacelas, que él siempre tendría que achacarles algo. Buscaba minuciosamente las pequeñas imperfecciones, de las que no están libres ni siquiera las mujeres más bellas y que, a ojos de cualquier otro, no hacen más que resaltar esa belleza. Pero el príncipe se aferraba a esas pequeñísimas manchas, las exageraba, las agrandaba hasta el punto de que ni siquiera la belleza más excitante se salvaba de ser pasto de sus palabras. Era su manera de enfrentarse con la incapacidad que Dios le había impuesto. Criticaba tanto a las mujeres que deseaba, que finalmente ya no le parecían apetecibles. Ibn Ammar había presenciado aquello varias veces, y había comprendido que el milagro que esperaba la vieja gallega no se produciría jamás por sí mismo. Ni por la más deseable de todas las mujeres ni por los hechizos de los médicos hindúes ni por el egipcio y sus estrellas.

El príncipe heredero se llenó la boca de almendras con sus dedos afilados y preguntó mientras masticaba:

—¿Y cómo has dicho que se llama? ¿Nardjis?

Ibn Ammar asintió.

El príncipe rumió el nombre.

—Nardjis… Nardjis… como esa flor que no soporto. ¡Una flor que no huele! —dijo mordazmente, mirando de reojo a sus amigos, y volvió a dedicarse al vino.

Ibn Ammar había pensado volver a presentar a la muchacha después de la cena, esta vez bailando una danza beduina, pero anuló esa parte del programa, presentando en su lugar un número cómico.

Dos negras indescriptiblemente gordas entraron en escena acompañadas de un enano diminuto maquillado de blanco, que intentaba acercarse a las dos gigantes negras y quedaba aplastado entre sus voluminosas nalgas y sus enormes pechos. El príncipe y sus amigos se entregaron a una desmedida y obscena alegría, superándose unos a otros con historias cada vez más estúpidas, alusiones obscenas y chistes verdes.

—¿Conoces a Ahmad ibn al–Haddad, de Lorca? Ése se traga un cordón de seda de dos codos de largo, grueso como un tallo de paja y con muchos nudos. Y, cuando el cordón empieza a asomarle por el culo, tira de él lentamente. ¡Dice que eso le produce más placer que ninguna otra cosa!

Carcajadas entrecortadas.

—¿Lo has probado tú, Hassún?

—Piensa en lo bien que lo tiene el elefante. Tiene un rabo delante y otro detrás, y un tercero en el medio. ¿Y qué me ha dado Dios a mí?

—Te ha dado una cabeza calva arriba, y otra abajo. ¿Qué más quieres? —carcajadas aún más fuertes, carcajadas como relinchos, carcajadas que obligaban a darse palmas contra los muslos.

Ibn Ammar se alejó en silencio y, sin que nadie lo notara, se coló por la puerta que conducía a la habitación contigua. Habló brevemente con el maestro de baile y con el khasi que dirigía a las bailarinas y mozos que debían presentar el siguiente número. Hizo una señal a Nardjis sin buscarla con la mirada, permitiendo así que ella pudiera acercársele sin llamar la atención. Ibn Ammar no recibía noticias de ella desde hacía una semana. Tenía que hablar con ella, aunque fuera arriesgado. Necesitaba estar seguro de que la mujer de cuya complicidad dependía estaba dispuesta a colaborar. Necesitaba saber dónde se encontraba, si merecía la pena o no seguir con su plan.

—¿Has hablado con ella? —preguntó Ibn Ammar susurrando.

Nardjis asintió.

—¿Y está de acuerdo?

—Yo… yo creo que sí —titubeó la muchacha.

—¿Crees? —preguntó Ibn Ammar espantado—. ¿No se lo has preguntado? ¿No te ha dado una respuesta?

—¿Qué tipo de respuesta esperabais? —dijo ella casi imperceptiblemente—. Es una mujer, y es mucho lo que le pedís.

—También es mucho lo que puede ganar —respondió bruscamente Ibn Ammar.

—Ella lo sabe —dijo Nardjis, apaciguando los ánimos—. Se lo he explicado tal como me lo encargasteis, y ella lo ha comprendido.

—¿Crees que tiene que el valor necesario?

—Sí, eso creo.

—¿Qué edad tiene?

—Dieciséis, diecisiete… es una chica bonita, sana, fuerte. Podría tener muchos hijos.

—¿Es una de las mujeres principales?

—Sí. La presentaron al príncipe hace dos años, pero, según me han dicho, él todavía no la ha hecho llamar ni una sola vez.

Del salón llegaban las carcajadas incontenidas de Hassún ibn Tahir y sus amigos y las risas roncas del egipcio.

—¿Sabe lo que tiene que hacer? —preguntó Ibn Ammar precipitadamente. Tenía que darse prisa, el número cómico del enano blanco estaba a punto de terminar.

—Le he dicho exactamente lo que explicasteis, señor.

—¿Y por qué no me habías hecho llegar noticias tuyas antes?

—Era imposible, señor. Desde hace una semana han duplicado el número de guardias, ya ni siquiera podemos movemos libremente en el parque.

—¿Quién ha ordenado eso?

—Nadie lo sabe, sólo hay rumores. Uno de los khisyán afirma que la guardia se ha duplicado por orden de la Gallega. Pero yo no estoy segura.

—¿Por orden de la Gallega? —repitió Ibn Ammar, pensativo, y asintió—. Has cumplido bien con tu parte. —Al ver los ojos interrogantes de la muchacha dirigidos hacia él, añadió antes de darse la vuelta para marcharse—: Ten paciencia. Él está bien. Te traeré noticias suyas. Pronto. —Le había prometido reunirla con el sabí como recompensa por sus servicios. Le costaba trabajo mantener su mirada, no tenía ni la más remota idea de cómo podría cumplir su promesa.

Cuando volvió al salón, el enano colgaba, indefenso, cogido entre las nalgas de las dos negras. Sus cortas piernecillas pataleaban en el aire. El príncipe y sus amigos se retorcían de risa. Ninguno parecía haber notado la ausencia de Ibn Ammar.

Pensó en la Gallega. Lo había complicado todo. Sin ella hubiera sido tan sencillo: una concubina ambiciosa, un mozo más o menos parecido al príncipe heredero, al que después se hubiera hecho desaparecer, un khasi sobornable en el harén del palacio. Y la Gallega habría tenido su milagro, el nieto que tanto deseaba, el heredero de su poder. Pero la vieja sayyida no quería tenerlo tan fácil. No, no por un camino tan llano.

Había recibido a Ibn Ammar en su castillo de Aledo, un agreste nido rocoso en las montañas, a un día de camino al oeste de Murcia, por encima de la carretera que conducía a Lorca. Allí, Ibn Ammar le había hablado de Seth, el egipcio, y de sus cálculos y de las constelaciones favorables que esperaban a su hijo. Ella se había mostrado extremadamente desconfiada.

—¿Qué has planeado, muchacho? ¡Dime qué es lo que has planeado!

Él le había explicado sus planes: la fiesta, las actuaciones que prepararían al príncipe para el acontecimiento decisivo, para que hiciera el amor en la primera hora del día, que según las predicciones del astrólogo sería tan fértil.

Esto no había hecho más que aumentar su desconfianza.

—¿Crees en las cosas que dice ese charlatán egipcio?

—Quizá sea un charlatán, pero ha presentado un escrito con el sello del emperador Constantino Monómaco, en el que se confirma que muchas de las predicciones que hizo en la corte de Constantinopla se han cumplido.

—Pregunto qué piensas tú de él.

—Yo sólo sé que vuestro hijo cree en él, sayyida. Dios conceda que se cumpla su deseo, que es también el vuestro. Vuestro hijo cree en esas predicciones, está seguro de que son ciertas. ¿No es eso más importante que lo que yo opine? ¿No es ése el mejor punto de partida para ese importante día, para esa hora decisiva?

—Un buen punto de partida para un milagro, ¿eh? —había contestado ella con sarcasmo. Y luego había puesto sus condiciones: nada de concubinas, nada de esclavas recién compradas, tenía que ser una de las mujeres principales; nada de embarazos fortuitos, tenía que ser un hijo nacido de una cópula oficial; nada de asuntillos secretos en el harén del palacio; todo abiertamente, ante testigos, bajo los ojos de hombres dignos de crédito, bajo la vigilancia del camarero mayor.

—Mi hijo tiene cuarenta años y no ha engendrado ningún niño. Si se produce ese milagro, tendrá que estar más allá de toda duda. No puede caer ni la sombra de una duda sobre la paternidad de mi hijo.

Ibn Ammar había intentado hacer alguna objeción, disuadiría de sus duras condiciones:

—Al–Hakam ibn Abderramán, que Dios lo bendiga, tuvo su primer hijo a los cincuenta años, sayyida. Y nadie ha puesto en duda su paternidad.

—Él era el califa de Córdoba, el soberano de toda Andalucía. Nadie se hubiera atrevido a dudar de su palabra.

—Nadie dudará tampoco de vuestra palabra, sayyida.

Ella lo había contemplado desde sus ojos viejos y cansados y le había cogido fuertemente la muñeca.

—Escúchame, muchacho —le había dicho—, tú has sido dueño de la atención de un príncipe al que admiro mucho. Quiero ser sincera contigo. Hay muchos que se inclinan ante mí, es verdad. Pero no hincan la rodilla ante al–Djilliki, la Gallega, sino ante la mujer del monarca, ante la madre del príncipe heredero. Yo no me hago ilusiones. Sé lo que ocurrirá cuando esté sola. —Lo había conducido hacia la delgada ventana que, desde el patio interior, daba a la gran muralla y los tejados de la pequeña ciudad que se extendía sobre el estrecho saliente de la montaña. Desde abajo llegaba el sordo golpeteo de las almádenas—. Como ves, he mandado reforzar las murallas de mi castillo de Aledo. Es sólo una medida de precaución. Los caminos del Señor son inescrutables. No temo por mí; me preocupo por los que me han sido fieles. —De pronto, había cogido a Ibn Ammar del cuello de su túnica, le había acercado la cabeza y, con el rostro del poeta a menos de un palmo del suyo, le había implorado con voz sofocada—: Dame ese nieto, Ibn Ammar, dame ese nieto.

Y él había comprendido que la aguda inteligencia de la Gallega no podía creer en un milagro, pero que deseaba ese milagro de todo corazón, hasta el punto de estar dispuesta a dejarse engañar, si era necesario. Sin embargo, esto sólo bajo unas condiciones que prácticamente excluyeran la posibilidad de un engaño. Y eso era precisamente lo que esperaba de Ibn Ammar: un engaño, tan finamente tejido que fuera imposible distinguir la puntada falsa; un engaño puesto en escena con tal refinamiento que nadie, ni siquiera ella misma, fuera capaz de advertirlo.

Entre tanto, ya se acercaba la mañana, y empezó la parte de la fiesta que debía llevar al príncipe a hacer el amor. El espacio libre que había frente a la tienda se llenó de animales que estaban bajo el signo de Venus y Júpiter. Muchachas y jóvenes mozos interpretaban el papel de los animales. Un pavo real pasó muy ufano, seguido por sus hembras. Tenía la corona adornada con lapislázuli y arrastraba tras de sí su larga cola de plumas, que abrió formando una rueda resplandeciente. Siguió una pareja de gacelas; el macho con la cabeza erguida y largos cuernos curvados. Luego entró un rebaño guiado por un carnero negro, representado por un sudanés alto y delgado. La chirimía apagó el sonido de los laúdes para entonar una lenta y pausada melodía pastoral. Una rana salió de un salto del bosquecillo de palmeras, una rana gorda y de enorme boca, cuya sedosa piel verde y brillante sin duda ocultaba a una mujer, gorda pero muy ágil. Otra rana, más pequeña y delgada, seguía a la anterior y daba altísimos brincos a su alrededor. Dos tórtolas se posaron en el borde del pozo y empezaron a picotearse. De pronto, empezaron a apagarse las luces alrededor del asiento de príncipe, una tras otra, hasta que finalmente sólo quedó iluminado el espacio dejado frente a la tienda. Y mientras la chirimía, acompañada por los laúdes, entonaba suspirantes y zalameros reclamos amorosos, los animales empezaron a girar unos en torno a otros, a bailar, a cortejar.

El carnero negro eligió una oveja de su rebaño; el pavo real mostraba solemnemente su celo a la pava; el palomo iba y venía junto a su paloma con pasitos cortos y la cabeza tirada hacia atrás; la rana pequeña desesperaba intentando trepar al lomo de su gorda hembra. Era un juego que Ibn Ammar había ideado años atrás, en Silves, para el joven príncipe Muhammad ibn Abbad. Aquella vez ellos mismos habían interpretado el papel del pavo real y el carnero, y habían imitado con las muchachas disfrazadas el juego amoroso de los animales, la delicadeza de las gacelas, el ridículo comportamiento ufano del pavo real, la bestial avidez del carnero, incapaz de decidir a cuál oveja de su rebaño montar primero. Esta vez se trataba sólo de una representación estilizada, de una insinuante puesta en escena con el fin de poner al príncipe heredero en el estado anímico oportuno.

Cada pareja salía al primer plano, mostraba sus galanteos, se retiraba para dejar paso a la siguiente pareja y luego volvía a acercarse, continuando el ritual del acercamiento y el rechazo y el nuevo acercamiento. Manos invisibles apagaban las lámparas, oscurecía poco a poco, como si estuviera cayendo la noche, mientras ahora la gacela macho pasaba por tercera vez al primer plano y dejaba ver que llevaba un balanceante falo de marfil.

El príncipe heredero estaba nervioso. Estaba ya muy bebido, en la comisura de sus labios latía otra vez un tic, y sus movimientos eran inquietos e incontrolados. Ibn Ammar lo observaba con creciente preocupación. Todo dependía de que al amanecer, cuando le llevaran a la mujer, el príncipe se encontrara en un estado en el que pudiera parecer creíble que era capaz de hacer el amor con ella. Si bebía hasta perder la conciencia, todo habría sido en vano. Había demasiados testigos, los camareros, los eunucos del harén, las muchachas, las músicas. Demasiados ojos y oídos que lo registrarían todo, y entre ellos, sin duda, habría también algunos espías del hermano del príncipe, Muhammad ibn Tahir. Ese mismo día ya se habría enterado toda la gente importante de Murcia.

Frente a la tienda, el pavo real montó a la hembra agachada frente a él y abrió su abanico, ocultando a ambos de las miradas de los espectadores. Ya sólo ardía una lámpara. Se había hecho de noche en el salón, mientras fuera apuntaba el alba. El camarero mayor entró para invitar a salir a los convidados, y del bosquecillo de palmeras salieron dos esclavas abisinias encargadas de acompañar al príncipe a la tienda. Hassún ibn Tahír todavía estaba en condiciones de levantarse por sus propias fuerzas; se mantenía de pie sin problemas, y siguió a las muchachas sin vacilar. Ibn Ammar vio la escena aliviado, antes de que el camarero mayor cerrara la puerta detrás de él.

Ibn Ammar acompañó a los otros convidados a la planta baja, donde había sido preparado un lugar en el que descansar durante las horas siguientes, mientras el príncipe recibía a la mujer principal elegida. Pero el poeta no se acostó allí, como los otros, sino que se dirigió al pabellón que ocupaba en el ala de invitados de la casa. Una vez allí, se dio un breve baño, se sentó desnudo frente a la chimenea y se frotó el miembro con un ungüento que una vez le había recomendado uno de los médicos de cabecera del príncipe de Sevilla. El ungüento se componía de diez lombrices de tierra mezcladas en el mortero con tres dirhem de pez y un cuarto de dirhem de sal amoniacal, todo ello convertido en una fina pasta con aceite de oliva y de jazmín. Ibn Ammar se estuvo frotando un largo rato, hasta que el miembro se le puso rojo, y se untó la misma crema aceitosa también en los testículos y las caderas. Hecho esto, bebió tres yemas de huevo batidas junto con la médula y el cerebro de un gorrión macho, y comió tres cucharadas de una pasta que la criada, siguiendo sus instrucciones, había preparado mezclando dos partes de miel de abeja espumada con una parte de zumo de cebolla y calentándola a fuego lento hasta que se consumiera todo el liquido. Luego se vistió con la hulla color azafrán que la criada le había ofrecido. Hizo todos los preparativos con la minuciosidad de un barraz que se alista para un duelo.

Ya estaba listo cuando pasó a recogerlo el criado, poco antes de empezar la segunda hora del día. Se sentía fresco y estaba rebosante de confianza en sí mismo. En apenas una hora llegaría la sayyida a ver por sí misma la sábana manchada de sangre que demostraría el éxito de la cópula. Antes de que eso ocurriera, y si todo marchaba bien, Ibn Ammar le habría dado el nieto que tanto deseaba. Él no fracasaría. Que después naciera un niño o una niña, eso ya quedaba en manos de Dios.

Cuando entró en el salón con los otros convidados, la luz seguía siendo mortecina; el ambiente, denso por el alcanfor y el almizcle. A través del salón se había tendido una cortina blanca de dos hombres de altura, y tan gruesa que la tienda, oculta tras ella, apenas podía vislumbrarse como una sombra amarillenta.

El camarero mayor, de pie en la entrada, golpeó el suelo con su vara y, tras pronunciar una bendición protocolaria, empezó a anunciar al príncipe heredero, quien seguía en el interior de la tienda, el regreso de sus convidados.

Hassún ibn Tahir lo interrumpió:

—¡Suficiente! ¡Es suficiente! —gritó—. ¡Sentaos, amigos! ¡Sentaos! ¡Bebed! ¡Hacedme compañía! —Su voz sonaba como una trompeta. Ibn Ammar nunca lo había visto tan eufórico en la mañana siguiente a una fiesta, tan entusiasta, de tan buen humor. Sin duda, la mujer había seguido las instrucciones de Ibn Ammar, haciendo creer al príncipe que había cumplido con su deber. La primera parte del plan se había cumplido—. ¡Escuchad, amigos! —gritó el príncipe desde el interior de la tienda—. ¿Qué os parece esta idea? Si Dios me concede ese hijo, mandaré fundir dos esferas para la punta del minarete de la mezquita principal de Murcia, Venus y Júpiter, cada una de dos palmos de diámetro y de plata repujada. ¿Qué os parece?

Sus dos amigos nobles, todavía medio dormidos y medio borrachos, sólo ahora parecían haber comprendido de qué se trataba todo aquello. Se levantaron de un brinco, olvidando todas las convenciones.

—¡Hassún, Hassún, qué dices!

Lo felicitaron y lo colmaron de bendiciones, como si el niño ya hubiera nacido.

—¡Vino para mis amigos! —gritó el príncipe desde la tienda—. ¡Bebed, amigos, bebed conmigo!

Ibn Ammar se mantuvo rezagado y esperó hasta que el egipcio hubo leído el horóscopo del niño augurado por las estrellas, estrellas que no dejaban la menor duda de que nacería un hermoso niño, atendiendo a cada rincón del salón y fijándose en cada movimiento. De momento sólo se veía al paje que les servia el vino y al camarero mayor, que vigilaba la entrada y la cortina que colgaba ante la tienda. Ibn Ammar observó la cortina de la puerta que conducía a las habitaciones secundarias. Todas las cosas de comer y beber que sirvieran al príncipe y a la mujer que estaba con él tenían que llegar por esa puerta. Pero hasta ahora no había podido ver a ninguna criada. Tampoco las músicas estaban ya en el salón, aunque podía oírse una melodía. Probablemente estaban tocando fuera, debajo de algún cono acústico que desembocaba en la cúpula.

Entonces, de repente, un ligero sonido de palmas salió de la tienda. Ibn Ammar pudo ver a través de la cortina que algo se movía frente a la tienda, y se le hizo un nudo en el estómago al advertir que se trataba de una criada agachada que ahora se ponía de pie y, haciendo una profunda reverencia, recibía un orden. Ibn Ammar podía seguir cada uno de los movimientos de la criada a través de la cortina, podía incluso distinguir que la criada era negra. Por un momento se quedó paralizado. Lo había previsto todo, pero no que una criada vigilara la entrada de la tienda. ¿Por qué no lo había impedido la mujer? Ella debía saber que eso lo estropeaba todo, frustraba todo el plan. ¿Por qué no había hallado algún pretexto para despedir a la criada?

Vio de reojo que el camarero mayor abandonaba su postura de estatua, pegaba un oído a la puerta y comunicaba al príncipe que los centinelas habían anunciado la llegada de la sayyida. Vio que el camarero abandonaba el salón y la puerta se cerraba desde fuera. Ése era el momento que Ibn Ammar había previsto para el paso decisivo. El receloso vigilante tenía que dejar su puesto por unos instantes para recibir a la sayyida en el antepatio del palacio. Además, la vigilancia se había relajado ahora que parecía evidente que la cópula había terminado de manera satisfactoria para todos y la madre del príncipe heredero se encontraba a las puertas del palacio.

Ibn Ammar cogió el poema que llevaba en la manga y pidió permiso para recitarlo. Se sentía como un soldado que lucha a ciegas, aunque sabe que la batalla ya está perdida. Empezó a recitar, oyó las palabras que salían sordas y sin ritmo de su boca:

Al padre un hijo, Dios conducirá.

¡Al hijo seis hermanos, Él regalará!

Oyó el eco de su voz rebotando en la cúpula y se apresuró a terminar de recitar el poema, se apresuró tanto que, al acabar, temió haberse dejado algunos versos. Luego oyó la voz del príncipe heredero, que le ordenaba acercarse para darle un regalo. ¡El regalo! ¡La copa de plata! Tal como lo habían establecido. La mujer de la tienda estaba siguiendo exactamente sus instrucciones. Seguramente también habría cumplido todo lo demás: se habría hecho el pequeño corte para manchar de sangre la sábana; habría jadeado de placer lo bastante fuerte para satisfacer a todos los que escuchaban detrás de las puertas. Pero ¿por qué no habría encontrado algún pretexto para deshacerse de la criada?

—Ven, Abú Bakr —escuchó llamar al príncipe—. ¡Recoge tu recompensa!

Ibn Ammar caminó hacia la cortina con pasos rígidos, cruzó al otro lado, se acercó lentamente hacia la entrada de la tienda, donde esperaba la criada. Estaba de rodillas, con el rostro cubierto por un velo desde el que miraba fijamente al poeta. No era negra, más bien parecía una muchacha mestiza del Magreb. No bajó la mirada hasta que Ibn Ammar estuvo muy cerca.

Ibn Ammar se detuvo junto a la entrada de la tienda.

—Señor, me habéis llamado.

En el interior sonó un suave susurro, seda contra seda; luego la voz del príncipe heredero:

—Abú Bakr, tú debes tener la copa de la que he bebido esta mañana, esta feliz mañana.

Ibn Ammar vio una delicada mano de mujer saliendo entre las cortinas de seda amarilla. Recibió la copa y dijo:

—Señor, vuestra alegría de esta mañana me hace feliz, y vuestro regalo hace mi felicidad completa. Vio que la mano volvía a desaparecer entre las cortinas y miró a la criada, aovillada frente a él, con la cabeza entre las manos, la frente tocando el suelo. Y una demencial esperanza renació en Ibn Ammar. Si la criada continuaba en esa posición, quizá todavía era posible llevar a cabo también la última parte del plan. Tenía que ser posible.

La música sonaba más fuerte; Ibn Ammar imploró que siguiera a ese volumen.

—Señor —dijo—, permitidme mostraros mi agradecimiento y expresaros mi alegría con un pequeño libro, del que me atrevo a esperar que os guste.

Se sacó el libro de la manga.

—¿Qué libro? —preguntó el príncipe heredero.

Ibn Ammar lo oyó murmurar y vio que la mano de mujer volvía a salir por entre las cortinas; le entregó el libro. Quería responder, pero de pronto tenía miedo, la voz podía delatarlo. Se arrodilló junto al poste de la tienda.

—Es una pequeña antología de poemas de Abú Nuwas —dijo finalmente. No perdía de vista a la criada, que seguía aovillada a su lado en la misma postura. Y de pronto algo se movió en el borde inferior de la entrada de la tienda e Ibn Ammar vio salir por debajo dos pies blancos con las plantas pintadas de rojo alheña. Se acercó a la tienda arrastrándose de rodillas y recogió las mangas de su hulla, metiendo los brazos por el interior del traje. Las piernas de la mujer ya estaban fuera hasta la rodilla. Ibn Ammar estaba exactamente detrás de ella. Vio que la pared de la tienda se curvaba y que la mano de la mujer se esforzaba por levantar sobre sus muslos la pesada seda. Ibn Ammar intentó ayudarla, pero se enredó con los pliegues de su hulla, cuyo borde se le había atascado debajo de las rodillas, y, cuando por fin tuvo las manos libres, ya la mujer había conseguido levantar la seda de la tienda y colocarla sobre la redondez de su trasero. Ibn Ammar vio frente a él aquel culo, blanco como la leche, enmarcado por seda azafrán; era como un extraño animal que lo contemplaba desde la entrada de su cueva. Por un momento fue incapaz de tocarlo. Todo aquello le parecía tan irreal, tan ridículo, como si se encontrara en medio de una divertida bufonada, de una estúpida farsa. Hasta que, a pesar de todo, consiguió por fin echar el borde de su hulla sobre ese culo erguido y cubrirlo. No había ninguna diferencia entre el amarillo de la tienda y el amarillo de su hulla.

Se cogió el miembro y, de repente, se apoderó de él un miedo cerval a fracasar, a que pudieran faltarle las fuerzas para terminar lo que había preparado con tanto cuidado. Cerró los ojos, intentando evocar imágenes capaces de excitarlo. El encanto de la mujer del comerciante. Zohra en su ghilala rojo fuego, que apenas la cubría. Zohra desnuda adornada con sus collares de perlas y sus tintineantes brazaletes. Imaginó que la tenía frente a él, imaginó que escuchaba su voz. Escuchó la voz del príncipe.

—Que Dios te bendiga, Abú Bakr —le oyó decir—. ¡Este libro es una joya! ¿Dónde lo conseguiste?

Tenía la respuesta preparada. Se había representado mentalmente esa conversación tantas veces, que tenía preparada una respuesta para cada pregunta.

—Señor, vuestro elogio es como aceite sobre el fuego de mi alegría —dijo y, en ese mismo instante, sintió que el trasero de la mujer se apretaba contra él y que, para su asombro, su miembro se levantaba y endurecía. Y mientras empujaba con un suave movimiento, añadió—: Lo descubrí en casa de un médico de Murcia. Procede de Córdoba. El abuelo del médico se lo compró a un carnicero que lo había obtenido como botín en el saqueo del palacio del califa, durante la guerra civil, en la época de las grandes revueltas —lo dijo escuchando sus palabras. Se asombró de que brotaran tan llanas y fluidas, sin la mínima señal de nerviosismo o excitación. De pronto se sentía tan tranquilo como si estuviera arrodillado sobre una alfombrilla de oración; se movía sin prisas, con gran regularidad.

Intentó imaginar al príncipe recostado entre los cojines en la cabecera de su lecho, con el libro en las manos. La lámpara había sido colocada a propósito en la parte posterior de la tienda. No, Hassún ibn Tahír no se daría cuenta de nada de lo que estaba ocurriendo tan cerca de él: demasiados cojines los separaban, demasiados velos colgaban del techo de la tienda.

Ibn Ammar empujó con mayor dureza, aumentó el ritmo de sus movimientos, sintió que la mujer se apretaba contra él, respondía a sus acometidas. Miró a la criada. No había cambiado de posición, parecía no darse cuenta de nada. Dios mío, pensó Ibn Ammar, haz que se quede un instante más en esa posición, haz que no levante la cabeza, sólo un instante más, sólo por ese instante. Clavó los dedos en las caderas de la mujer, tiró de ella con fuerza, empujó a un ritmo cada vez más acelerado. Y finalmente consiguió su objetivo, se mantuvo firme, oyó un suave gemido, algo apagado, oyó la voz del príncipe llegando como desde muy lejos, tan lejos que apenas podía entender lo que decía.

—Pero dime. Abú Bakr, ¿crees que el libro es un trabajo andaluz? Viendo las ilustraciones, yo más bien diría que procede de Bagdad, ¿no te parece?

Ibn Ammar respiraba con la boca muy abierta, intentando dominar los temblores de la excitación que aún lo embargaba, intentando liberarse de la convulsión que lo dejaba aterido e incapaz de pronunciar una sola palabra. Apartó el culo de la mujer. Se pasó la lengua por los labios secos.

—Oh, señor, vuestra agudeza supera toda medida de lo humano —se oyó decir a sí mismo. Estaba sorprendido de que su voz sonara tan indiferente, sin temblores, sin falsetes. Vio que la mujer se retiraba tras la pared de seda de la tienda—. Si lo abrís por la última página, señor —dijo—, encontraréis una nota donde se consigna que el libro fue adquirido en Bagdad por uno de los bibliotecarios del califa al–Hakam.

Desde fuera llegaban voces y órdenes. Ibn Ammar se acomodó la ropa interior, volvió a meter los brazos por las aberturas de las mangas, se levantó, miró a la criada. Y su cuerpo se paralizó a mitad del movimiento, quedándose agachado, como a la mitad de una reverencia. La criada había dejado caer el velo. Lo estaba mirando fijamente con la boca y los ojos muy abiertos, con una expresión de perplejidad que no dejaba ninguna duda, ni la más mínima duda, de que había visto lo que había ocurrido. Estaba como aturdida. Ibn Ammar oyó que se abría la puerta del salón y escuchó el retumbar de la voz del camarero mayor anunciando la llegada de la sayyida y pidiendo a los invitados que se levantaran para recibirla. Vio que la criada cogía rápidamente su velo y creyó advertir una sonrisa apenas perceptible en sus labios antes de que el velo los cubriera. Y vio la sonrisa también en sus ojos, que no se apartaban de él mientras se alejaba retrocediendo con las piernas entumecidas y rígidas. Y entonces, Ibn Ammar comprendió de repente que esa muchacha no era una criada cualquiera del palacio, sino la doncella de la mujer, su persona de confianza, su protectora. Que no estaba frente a la tienda como vigilante, sino como cómplice. Y una sensación de infinito alivio se apoderó de él, haciéndolo casi flotar sobre el suelo.

Se colocó en línea junto a los dos amigos del príncipe, que habían ocupado sus posiciones detrás de la puerta para esperar la llegada de la sayyida. Las alas de la puerta se abrieron de golpe, los centinelas hicieron el saludo y la sayyida entró envuelta en una nube de perfume y sudor de caballo, con pasos rápidos y cortos, pequeña, muy erguida, como de costumbre sin velo, acompañada sólo por su escolta negro. Ibn Ammar levantó la mirada al sentirla pasar rápidamente a su lado, y, por un brevísimo instante, vio los ojos de la sayyida dirigidos hacia él con una mirada en la que se mezclaban asombro, desconfianza y recelosa expectación.

Luego el camarero mayor dio la señal para que los convidados dejaran solos al príncipe heredero, su madre y la madre de su hijo. Y salieron del salón.

Ibn Ammar pasó el resto del día solo en sus habitaciones. Se acostó y durmió de un solo tirón hasta muy entrada la tarde. Poco antes de la puesta de sol llamaron a su puerta. Era un criado de palacio acompañado de una mujer que llevaba un oscuro velo de viaje. Ibn Ammar la reconoció al primer vistazo, a pesar de que su rostro estaba completamente oculto tras el velo. Era Nardjis, la qayna.

El príncipe heredero, en su incomparable bondad y generosidad, se la había regalado a Ibn Ammar, explicó el criado haciendo una reverencia especialmente pronunciada.