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BARBASTRO

LUNES 27 DE SIWÁN, 4824

14 DE JUNIO, 1064 / 25 DE DJUMADA II, 456

Día trigésimo noveno del sitio según la cuenta oficial, que empezó el día en que los señores entregaron ante las puertas de la dudad sus escritos sellados exigiendo la capitulación. Por lo visto, también en la guerra se presta gran atención al orden y al derecho, lo cual no deja de ser desconcertante para un civil como yo, que imaginaba la guerra como algo mucho más incivilizado. La guerra empieza sólo cuando se ha entregado formalmente al adversario la declaración de guerra. No se habla de conseguir un botín; los señores sólo defienden sus derechos. El rey de Aragón ha manifestado en su escrito que Barbastro tiene que reconocerlo como soberano, porque, según un antiguo derecho, la ciudad estaba sometida a sus antepasados. Sire Robert Crispin, el jefe de nuestra tropa, afirma incluso que toda Andalucía pertenece por derecho a su señor, el obispo de Roma. Los señores franceses quieren devolver a los habitantes cristianos de Barbastro sus antiguos derechos. Al parecer, toda la campaña esta montada sólo para reimplantar antiguos derechos.

También la realidad de la guerra parece distinta de lo que yo esperaba. Hasta ahora no había combates de ningún tipo, ni ataques, ni ruido de espadas. De tanto en tanto caen unas pocas flechas, cuando alguno se atreve a acercarse demasiado a las murallas de la ciudad, o caen un par de proyectiles de catapulta sobre el lugar donde se construye la torre de asedio; nada más. Todo está en calma. Los unos esperan lo que puedan hacer los otros. Por una parte, está la ciudad, segura al amparo de sus altas murallas; frente a ella, los sitiadores, igualmente atrincherados detrás de fosos, muros y palizadas, como si también ellos estuvieran sitiados. En el centro, una especie de tierra de nadie, en la que ambas partes pueden moverse con relativa libertad. Durante el día es usual ver gente de la ciudad ocupándose tranquilamente de sus huertos fuera de las murallas. Y hasta hace poco incluso enterraban a sus muertos en el cementerio, que se encuentra entre nuestro campamento y el al–Qasr. (Dejaron de enterrarlos fuera de las murallas de la ciudad sólo cuando cierta gentuza empezó a desenterrar a los recién sepultados para robarles las joyas y las mortajas). De hecho, en las primeras semanas del sitio un observador sin experiencia, como yo, podía llevarse la impresión de que la guerra no es más que una competición inofensiva, más bien incruenta, en la que las armas sirven sólo para hacer ruido, no para matar.

En cualquier caso, desde hace algún tiempo puede intuirse que esta calma ya no durará demasiado. El aburrimiento de la vida en el campamento se ha transformado en una perniciosa irritabilidad, que puede descargarse en terribles peleas entre los soldados y violentas disputas entre los señores. El ejército de sitio ya no es una tropa unida. Cada unidad vigila celosamente el territorio que ocupa. Caballeros franceses atacan a gente del rey de Aragón cuando regresan de alguna expedición punitiva, y les arrebatan el botín. Una tropa de arqueros de nuestro campamento ha obligado a los tolosanos, que tienen su campamento más al este, a orillas del río, a soltar tres fugitivos. Hubo dos muertos. Los señores discuten sin cesar sobre cuestiones tácticas y sobre el reparto del esperado botín.

Por otra parte, los más juiciosos están convencidos desde hace tiempo de que tan sólo existe una mínima posibilidad de tomar la ciudad. Las murallas son demasiado fuertes, y en la ciudad no faltan víveres ni agua. Los hombres del rey de Aragón están construyendo una torre de asedio, con la que acometerán contra la parte más estrecha del al–Qasr, que está especialmente fortificada. Los expertos afirman que es una empresa sin esperanzas. Nuestro sire también está construyendo una torre móvil del mismo tipo, a mitad de camino entre el campamento y la ciudad. Cuando esté terminada, será llevada por la gran plaza a la muralla sureste de la ciudad. Pero aún faltan como mínimo seis semanas para que esté terminada, y entonces aún habrá que llenar el foso de tierra para poder acercar la torre a la muralla.

Por eso, las esperanzas de los sitiadores se concentran en el suburbio, protegido sólo por el río, que en esta época del año no representa un obstáculo, y por la palizada, que no parece infranqueable. Además, el suburbio está repleto de campesinos de los alrededores, y hay hambre, como sabemos de boca de los fugitivos que intentan huir de la ciudad al caer la noche. El número de esos fugitivos ha aumentado considerablemente en los últimos días. Intentan escabullirse entre los campamentos y escapar del cerco bordeando el río. Los franceses y la gente del conde de Urgel vigilan cada noche. Muchos fugitivos son capturados y robados, y, si son jóvenes, vendidos a los traficantes de esclavos, que ahora pululan por los campamentos cercanos al suburbio.

Entretanto, también en nuestro campamento empieza a decirse que donde puede conseguirse un buen botín es en el suburbio, más que en el sector que nos corresponde. Muchos salen secretamente por la noche a buscar su parte. Desde hace unos días, circulan también rumores de que se ha planeado un ataque al suburbio. Según parece, los rumores se están confirmando, y todo apunta a que el ataque tenga lugar mañana. Por lo visto, el rey de Aragón ha intentado impedirlo hasta el último momento, con la esperanza de que se pudiera obligar a toda la ciudad a negociar la rendición cuando el hambre se hiciera insoportable en el suburbio. Esta mañana, el rey ha convocado en asamblea a todos los comandantes del ejército de sitio. La mayoría de los señores franceses acantonados frente al suburbio, lo mismo que el conde de Urgel, no se han presentado a la asamblea, según me he enterado por boca de nuestro hidalgo español.

Y hay también otros indicios. Según información de Ibn Eh, los caballeros franceses sólo están obligados a servir a sus señores en la guerra hasta un máximo de cuarenta días al año. Mañana se cumplirán cuarenta días desde que se inició el sitio. La fecha también parece jugar un papel importante. Según el calendario cristiano, mañana es 15 de junio. En los campamentos de los franceses corren historias de un caballero llamado Roland, un vasallo del gran emperador franco Carolus. Según dicen, monjes franceses cuentan todo tipo de hazañas heroicas de este caballero, y trovadores cantan sobre él. Las historias narran que este caballero habría marchado con el emperador a Andalucía, habría vencido en duelo a varios caballeros del príncipe de Zaragoza y, al regresar con la retaguardia del ejército imperial, habría caído en una emboscada en el paso de Roncesvalles, encontrando allí la muerte. Al parecer, estas historias se cuentan para despertar sentimientos de venganza en los caballeros franceses y su séquito. En cualquier caso, muy sugestivo es que se dé como fecha de muerte de este Roland el 15 de junio.

También en nuestro campamento reina hoy una inusual actividad, a pesar de que estamos al otro lado de la ciudad y de que sólo un pequeño extremo del sector normando limita con el suburbio. Nadie sabe nada en concreto, pero todo el mundo parece olerse algo. Y ya he comprobado que los soldados tienen un olfato muy fino.

Yunus cerró el cuaderno y lo guardó junto con los utensilios de escritura en una jarra de barro, que metió en un agujero cavado en el suelo de la choza de esteras en la que vivía con Ibn Eh. Luego volvió a colocar la alfombra de césped que ocultaba el agujero y la pisoteó para asegurarla. En el campamento, todo lo que no estaba cuidadosamente oculto o vigilado terminaba siendo robado. Los soldados también habían demostrado poseer un gran talento en este sentido.

Cuando salió de la choza, el sol estaba tan bajo que ya no cegaba la vista. Se sentó a la entrada de la choza y observó a Lope, que estaba ensillando el caballo del hidalgo. La silla que ponía al caballo era la de pelea, con el respaldo alto. Al parecer, también el hidalgo preparaba algo. Tal vez sabía más de lo que había dicho.

Ibn Eh venia de la puerta norte, por la ancha calle del campamento. Yunus salió a su encuentro. El comerciante se había marchado a primera hora de la mañana; esos últimos días había andado mucho por los distintos campamentos, donde, al parecer, había encontrado muchos comerciantes.

—Yo tenía razón —dijo Ibn Eh en hebreo sin esperar la pregunta—. Esto se pone en marcha. Mañana al amanecer.

Yunus sabía que Ibn Eh se había puesto en contacto con dos judíos de Barcelona que tenían negocios con el conde de Urgel y que se habían reunido en el campamento del conde hacía seis días. Ibn Eh siempre encontraba fuentes de información fiables.

—Un ataque al amanecer, sólo con escalas, ¿puede tener éxito? —preguntó Yunus, dudándolo—. ¿Acaso en el suburbio no saben también desde hace tiempo que se está cocinando un ataque?

—Supongo que lo saben —dijo Ibn Eh—. Pero, a pesar de ello, la gente con la que he hablado está convencida de que el suburbio caerá. Supongo que el conde de Urgel ha tomado sus precauciones. En el suburbio hay una gran comunidad cristiana, en la que probablemente se encuentran también algunas familias de Urgel. El conde les ha garantizado un trato indulgente; a cambio, un sector de la palizada, cuya defensa corresponde a los cristianos, se rendirá sin luchar. Más o menos así es como sucederá todo.

Siguieron caminando el uno al lado del otro, en silencio.

—¿Y después? —preguntó Yunus—. ¿Qué ocurrirá después?

Ibn Eh vaciló antes de responder.

—Espero que después se dé por terminada la guerra —dijo finalmente—. Harán un muy buen botín, que alcanzará para todos aunque el conde de Urgel sólo ceda una parte. Y después no tardarán en decidir que la ciudad no es tan fácil de conquistar como el suburbio, y se retirarán. Ninguno de los hombres que rodean al conde creen posible tomar la ciudad.

Cuando llegaron a la puerta de su cabaña, parte del sol ya se había hundido en el horizonte. El hidalgo y su mozo pasaron junto a ellos. Ambos a caballo, ambos bien armados. El hidalgo los saludó:

—Pronto tendrá trabajo, hakim —gritó riendo.

Yunus e Ibn Eh los siguieron con la mirada.

—La noche de los saqueadores —dijo Ibn Eh en voz baja—. Pobre gente, la del suburbio. Que Dios los ampare.

Uno de los dos centinelas de la torre levantada junto a la puerta del campamento se inclinó sobre el pretil y gritó hacia abajo:

—¡Eh, viejo! ¿Cómo ha ido? ¿Una noche caliente? ¿Todavía la tienes tiesa?

El capitán no respondió. Iba sentado perezosamente en su silla de montar. Lope lo observaba desde su caballo, que mantenía medio cuerpo por detrás de la montura del capitán, como estaba prescrito. Eh capitán había pasado casi todo el día tumbado en su camastro, maltrecho y malhumorado. No había dejado de incordiar a Lope y al cabañero encomendándoles una tarea tras otra: que trajeran agua fresca, que lo abanicaran, que ahumaran la cabaña con enebro, que fueran a por el hakim. Había estado de tan mal humor como no lo estaba desde hacía mucho tiempo. Pero Lope lo había soportado con paciencia. Él se sentía bien. Por la mañana, cuando volvieron al campamento y descubrió que la maldita puta había conseguido arrebatarle el dinar de oro, Lope casi había llorado de rabia. Pero ahora aquello ya estaba olvidado, ya no le importaba. Se sentía mejor que nunca. Algo había cambiado. El capitán ya no era tan grande. Y él mismo ya no era tan pequeño ante el capitán. Llevaba la cabeza alta.

Se unieron a los otros, que ya estaban reunidos a las puertas del campamento. El sire había ordenado a la guardia aumentar al triple las fortificaciones de la torre de asedio. La palizada del lado posterior de la fortificación aún no estaba completamente cerrada, y se temía que los moros de la ciudad pudieran emprender un ataque para destruir la construcción. Todo el mundo sabía que algo sucedería esa noche. Los arqueros tenían orden de disparar a cualquiera que se alejara del campamento o de las fortificaciones sin permiso.

Lope se echó a dormir cerca de la torre en construcción, abrigado del viento por una pila de maderos, junto a los dos caballos. Cuando lo despertaron, al empezar la tercera guardia, seguía con sueño, pero el viento fresco de la noche no tardó en despejarlo. El cielo estaba poblado de estrellas. Desde el pasadizo de la palizada se veía toda Barbastro: las torres del al–Qasr, la línea dentada de las murallas, la esbelta silueta del minarete de la gran mezquita que se levantaba tras la puerta de la ciudad. Abajo, en el valle, el suburbio se desvanecía en la oscuridad. Tampoco se veía luz en el campamento del conde de Urgel, ni en los de los franceses. Ni un resplandor, ni un ruido que dieran indicios del esperado ataque.

La luz de la luna menguante salió lentamente de su escondite tras las crestas montañosas del este. Entretanto, la mayoría de las guardias se habían reunido en la esquina noreste de las fortificaciones, que era desde donde mejor se veían el valle y el suburbio, y, aunque seguía sin verse nada especial, subieron al pasadizo y a la plataforma de la torre varios hombres a los que no les correspondía esa guardia, todos presa de un tenso nerviosismo.

La luna perdió paulatinamente su frío y tenue resplandor, y el perfil de las montañas empezó a contrastar intensamente con el cielo. De pronto, llegó desde el suburbio el redoble inquieto de un tambor, que fue seguido poco después por señales de trompeta y el repique frenético de un gong de madera. Todos supieron que el ataque había comenzado.

El cielo clareaba rápidamente, y los ruidos del nuevo día ya empezaban a sonar. Canto de gallos, rebuznos, ladridos, el trinar matutino de los pájaros, y sobre todos estos pacíficos sonidos de la naturaleza que despierta se levantaba, cada vez con más violencia, un estruendo indeterminado, que se abría paso desde el fondo del valle: multitud de gritos, señales de trompeta y el sordo tronar de centenares de tambores. Y a través de la neblina que la suave brisa llevaba lentamente río arriba, poco a poco, Lope y los demás guardias vieron qué estaba ocurriendo allí abajo.

Vieron que los hombres del conde de Tolosa avanzaban hacia el suburbio por la orilla del río. Los días anteriores habían abierto allí un pasillo a través de las huertas, talando árboles frutales y derribando los muros que delimitaban las huertas. Por ese pasillo avanzaban ahora, llevando fajinas en asnos y carros cargados hasta el tope. A ochenta pasos de la palizada se había levantado una pared de piedra, donde descargaban los hatillos de ramas secas. Otros hombres llevaban estas fajinas hasta la palizada, sosteniéndolas contra su pecho para protegerse de las flechas, las arrojaban al foso paralelo a la palizada, corrían de regreso cubriéndose la espalda con un escudo largo, y cogían nuevas fajinas. En un punto, el foso ya estaba lleno, formando un acceso de diez o quince pasos de ancho, y el montón de ramas crecía ostensiblemente. Arqueros se habían apostado a mitad de camino entre la pared de piedra y la palizada, protegidos tras escudos fijos, y mantenían a los defensores del suburbio bajo una constante lluvia de flechas. Mucho más atrás, entre las huertas, los lanceros esperaban el momento de entrar en acción.

Lope observaba el ataque con nerviosa expectación. Veía que la gente de la ciudad formaba cadenas para llevar cubos de agua a la palizada y vaciarlos sobre los montones de fajinas; veía también que los franceses arrojaban antorchas encendidas a las fajinas, y que empezaba a levantarse una gran cantidad de humo negro amarillento, que envolvía la palizada y flotaba hacia el interior del suburbio en densos nubarrones. Era como un juego extrañamente irreal. Hombres diminutos corrían de aquí para allá; a veces uno caía al suelo y no volvía a levantarse, entonces venían otros y se lo llevaban a rastras. No se veían las flechas que volaban de un lado a otro, y el fragor del combate llegaba muy atenuado. Aquello no parecía una batalla, sino más bien un juego de niños. Tampoco parecían tomárselo en serio ni el capitán ni los normandos que estaban con él. Empezaron a acompañar los esfuerzos de los franceses con comentarios críticos. Que si el viento era demasiado débil como para avivar lo bastante el fuego, que si la gente del suburbio tenía suficiente agua para apagarlo, que si todo el ataque estaba condenado de antemano al fracaso. Se burlaban del joven conde de Tolosa, que al cabalgar llevaba siempre un halcón en el puño, se hacía acompañar por tres capellanes y cargaba consigo un pesado arcón lleno de reliquias, que al parecer debían ayudarlo en el sitio. Podían verlo desde allí, rezagado, a una distancia prudente de sus tropas, protegido entre unos árboles. Con él estaban su portaestandarte y los señores de su séquito; los tres capellanes, vestidos con blancas albas y rodeados por acólitos, estaban arrodillados ante el arcón.

—Deberían arrojar ese maldito arcón al fuego, a lo mejor así conseguirían seguir el avance —dijo uno de los normandos, y los otros soltaron sonoras carcajadas, como si hubiera hecho un buen chiste.

El cielo se acharaba rápidamente, y de pronto hubo en el aire un sonido nuevo, primero casi imperceptible, luego cada vez más fuerte, hasta convertirse en un ruido ensordecedor. Lope nunca había oído nada similar, aguzó el oído presa de una gran inquietud, ni siquiera podía determinar exactamente de dónde procedía aquel extraño fragor, hasta que uno de los normandos señaló con el brazo extendido la pendiente opuesta, al otro lado del río.

—Allí —dijo el normando—. ¡Allí vienen!

Y en ese mismo instante lo vio también Lope. Toda la pendiente se movía como un desprendimiento de tierra que cayese sobre el suburbio.

Montones de hombres alineados, provistos de escalas y fajinas, hachas y lanzas, de los cuales los más adelantados desaparecían ya tras la densa cortina de humo que flotaba sobre el suburbio. Centenares de hombres que bajaban por la pendiente lanzando gritos de guerra. Era la gente del conde de Urgel. Tenían frente a sí el río y la palizada, pero cargaban como si nada pudiera detenerlos.

Ahora todos observaban en silencio. El humo flotaba tan bajo sobre la ciudad que ya apenas podían verse el río y la palizada. Los primeros atacantes ya debían de estar muy cerca. Luego la cortina de humo se levantó por un breve instante y pudieron ver cómo llegaban los atacantes a la palizada, echaban las escalas y se dejaban caer en el interior; rebasaban la palizada como leche demasiado hervida que se derrama de la olla. Entonces los nubarrones de humo volvieron a interponerse, impidiendo la visibilidad. Pero todos lo habían visto, no cabía la menor duda: los hombres del conde de Urgel estaban dentro del suburbio; todo un sector de la palizada, delimitado por dos torres, parecía haber caído en sus manos.

El griterío se hizo aún más intenso, llenó todo el suburbio. Lope y los otros sabían qué estaba sucediendo ahora bajo esa cortina de humo. Se habían pasado semanas vigilando el suburbio. Habían visto la muchedumbre de personas que allí se hacinaban: miles de fugitivos que habían buscado protección tras las palizadas, llevando consigo todos sus enseres y pertenencias, además de los habitantes habituales con todas sus cosas. Y ahora todo parecía haber caído en manos del conde de Urgel y sus hombres. Lope casi veía cómo les subía la sangre a la cabeza a los hombres que estaban con él, cómo los embargaba la codicia.

En la palizada, junto al humeante montón de madera acumulado por los franceses, aparecieron los primeros fugitivos, que bajaban al foso con cuerdas, intentaban escabullirse por las huertas, y corrían como liebres cuando los lanceros del conde de Tolosa los descubrían y salían tras ellos. Luego, de repente, oyeron ruido de cascos y vieron salir del campamento una tropa de jinetes, quince o veinte caballos, que, a galope tendido, tomaron el camino del río. Los hombres de la guardia se miraron unos a otros. La pregunta ya no era si saldrían a cobrar su parte en el botín, sino quiénes de ellos se quedarían a vigilar las fortificaciones.

—¡Estáis locos! ¡No podéis hacer eso! —gritó uno de los más viejos; pero para entonces los dos normandos que habían estado fanfarroneando antes ya se encontraban en la escotilla y se disponían a bajar por la escala.

—¡Cierra el pico, viejo!

El capitán fue tras ellos. Lope quiso seguirlo, pero el viejo se interpuso ante la escotilla con la espada desenvainada y no dejó bajar a nadie más. Los mozos de los dos normandos también tuvieron que quedarse arriba. Y desde arriba vieron cómo el capitán y los otros montaban de un salto y salían a todo galope hacia la puerta posterior. Otros muchos querían salir también, venían de todos los rincones de la fortificación. Todo el que tenía un caballo quería salir, y hasta un par de arqueros que pretendían atacar a pie. Hicieron a un lado a los guardias de la puerta y salieron hacia el río envueltos en una nube de polvo; treinta hombres, como mínimo, la mitad de la guardia de las fortificaciones.

Eh viejo ordenó con estridentes voces a los guardias de la puerta que cerraran de una vez y mataran a todo el que pretendiera imitar a los otros, y, con angustiadas prisas, empezó a distribuir a los hombres que quedaban en los distintos bastiones y adarves. Puso en pie a todo el que tenía piernas, hasta a los carpinteros de la obra. A Lope lo envió a la torre cantonera que se levantaba justo frente a la puerta de la ciudad, encargándole que no perdiera de vista a los moros apostados en las murallas y que comunicara inmediatamente cualquier movimiento sospechoso.

El sol se levantó sobre las montañas del este. El suburbio continuaba sumido en una densa humareda, de modo que era imposible ver si la gente de Urgel ya se había apoderado de él o si aún estaban combatiendo. Seguían saliendo fugitivos por la palizada, pero Lope, desde su nueva perspectiva, no veía si luego eran atrapados. Tampoco veía a los hombres que habían salido en busca de un botín.

Lope dirigió la mirada a las murallas de la ciudad y a las torres de la puerta. Tras las almenas asomaban los vigías y guardias habituales, nada inusual. Todo estaba en calma, no había motivo para mantener una vigilancia especial. Lope se quedó inmóvil tras el pretil, sumido en sus pensamientos. Tenía la cabeza caliente. Le habría gustado ir con los otros, pero el viejo normando se lo había prohibido.

En algún momento percibió un movimiento en una de las hojas guarnecidas en hierro de la puerta de la ciudad, o más bien creyó percibirlo, pues tardó en comprender que aquello no era una ilusión, sino que el enorme batiente realmente se estaba abriendo. Se dio un golpe para despertarse y empezó a gritar:

—¡Ahí vienen! ¡Ahí vienen! —gritó con todas sus fuerzas, señalando la puerta y sacudiendo frenéticamente los brazos, mientras por la negra abertura asomaban ya los primeros jinetes—. ¡Ahí vienen! ¡Ahí vienen!

Alguno de los hombres tuvo la suficiente sangre fría como para coger el palo dispuesto para casos de alarma y golpear con él el madero colgado que hacía las veces de gong. Un cuerno empezó a sonar insistentemente en algún lugar. Lope dejó por fin de gritar. Estaba como pegado al suelo, con la mirada fija en los jinetes que se acercaban. Los más adelantados habían llegado ya al borde la plaza, y por la puerta de la ciudad seguían saliendo más, ahora seguidos también por una numerosa tropa de a pie, que avanzaba a paso ligero. No se dirigían hacia las fortificaciones, sino más al sur, como si no pensaran atacarías. Se oyeron sonoras órdenes, incomprensibles en el creciente barullo, y de pronto el viejo normando estaba al pie de la torre, rugiendo a sus hombres, que seguían arriba:

—¡Que se queden ahí arriba tres hombres! ¡Los demás, venid conmigo!

En la plataforma eran ocho, y algunos vacilaban. Lope fue el primero en alcanzar la escala. Estaba contento de que hubiera alguien que le dijera qué hacer, estaba contento de haber superado el estupor en que lo había sumido la visión del ataque moro. Bajó rápidamente la escalinata. Abajo, esperaba un hombre que repartía las lanzas.

—¡Vamos! ¡Vamos, vamos! —rugía el viejo.

Lope desamarró su caballo, uno de los carpinteros montó a su grupa, y salieron tras el viejo hacia la puerta posterior. La palizada entre esa puerta y la torre de la esquina sureste todavía no estaba terminada. El subsuelo rocoso había impedido cavar un foso. Todavía quedaba una brecha de cuarenta pasos de ancho que sólo estaba protegida por una cerca de la altura de un hombre, hecha con ramas y zarzales. Si los moros atacaban, lo harían por ese punto, todo el mundo lo sabía.

—¡Ocupad vuestras posiciones! —gritó el viejo, enviando a los arqueros a las torres.

Lope se quedó junto al viejo. Como él, amarró su caballo tras la puerta, lo siguió hacia la brecha de la palizada y ocupó su lugar. Dos hombres que llevaban manojos de flechas en las manos salieron corriendo de la obra y subieron al bastión de la puerta. El viejo azuzaba a sus hombres con maldiciones y rugía pidiendo refuerzos. Lope subió al pasadizo y dejó sus lanzas a un lado. Junto a él había un muchacho alto y delgado que llevaba un traje de cuero y un yelmo deforme y basto revestido de tela. A su izquierda estaba el carpintero que había montado con él. A ninguno de los dos los había visto antes. Se sentía desgraciado, abandonado. ¿Por qué no regresaban el capitán y los otros? ¿Por qué no habían obedecido la señal de alarma? Tenían que haberla oído.

Miró por encima de la cerca: los primeros jinetes moros estaban ya a escasa distancia; al pie del montículo que impedía ver el campamento avanzaban en apretada formación; y por la derecha se aproximaban rápidamente en grupos, gritando, con sus escudos redondos resplandecientes al sol y banderas ondeando en torno a sus yelmos. El aire estaba impregnado de atabales que retumbaban sordamente en el estómago, y de penetrantes silbidos que desgarraban los nervios. ¿Cuántos eran? Dios santo, ¿cuántos eran los que se acercaban? ¿Y cuántos había tras la cerca para rechazar el ataque? No había más de una docena de hombres en toda la brecha, en su mayoría mozos jóvenes como él mismo. Tras esa cerca baja no tenían ninguna posibilidad, ni la más mínima.

Los moros estaban ya inquietantemente cerca; los primeros, a sólo cincuenta pasos, tan cerca que Lope podía verles las caras, las bocas abiertas profiriendo gritos de guerra. Los arqueros de las torres habían empezado a cubrirlos de flechas, pero ahora también los moros disparaban, sin dejar de correr o galopar. Lope se agachó involuntariamente cuando las primeras flechas pasaron silbando sobre su cabeza, para clavarse entre las ramas de la cerca. Por el rabillo del ojo vio que el muchacho del extraño yelmo arrojaba la primera lanza. Se levantó, arrojó también su lanza hacia los moros, sin apuntar, y de repente advirtió, al coger la segunda lanza, que el carpintero ya no estaba a su lado. Vio al viejo correr a tropezones hacia la puerta y a tres hombres huyendo agachados de la cerca hacia la obras. Vio al viejo gritar, sin oír lo que gritaba; el rugido ensordecedor de los atacantes estaba ya tan cercano que apagaba cualquier otro sonido. Y se quedó como petrificado, hasta que vio que el carpintero estaba junto a su caballo, intentando tranquilizar al espantado animal para poder montar. Entonces Lope echó a correr, dejándolo todo, su escudo, las lanzas listas para ser arrojadas. Vio a los otros huir a toda prisa hacia el interior de las fortificaciones; vio al carpintero salir a toda rienda en su caballo, a la grupa del viejo, y de pronto se encontró solo bajo la torre de la puerta. Al volverse, vio que los primeros moros ya estaban cruzando la cerca. Siguió corriendo llevado por el pánico. Se adentró entre las barracas de la construcción y los montones de maderos apilados junto a la obra, tropezó, se arrastró a cuatro patas por un estrecho callejón formado entre una de las barracas y una pila de pieles de vaca frescas de la altura de un hombre, se metió entre las pieles tiesas y viscosas, se detuvo, jadeando, se tumbó, todo el cuerpo le temblaba, estiró las piernas, cerró los ojos, como un niño pequeño que cree que se hace invisible cuando él mismo deja de ver.

Se quedó temblando en su escondite un largo rato, sin darse cuenta de nada, hasta que, poco a poco, fue abandonándolo el cegador y ensordecedor ataque de miedo, y sus sentidos volvieron a percibir lo que ocurría a su alrededor. El olor dulzón y nauseabundo de las pieles se le metió por la nariz. Oyó el penetrante zumbido de las incontables moscas que pululaban a su alrededor. Oyó los gritos de los moros, ruido de cascos de caballo, fuertes golpes de hacha y el crepitar de un fuego muy cercano. Abrió los ojos y vio por la estrecha rendija que dejaban las pieles la parte baja de la torre de asedio, alrededor de la cual habían amontonado grandes hatos de leña. Era allí donde ardía el fuego. Furiosas llamaradas se levantaban devorando la madera del armazón de vigas. A través de las llamas y el humo, Lope llegaba a ver la torre de la esquina noreste de la fortificación, en la que él mismo había estado momentos antes. Vio a los hombres detrás del pretil de la plataforma superior, arrojando piedras hacia abajo y manteniendo a raya a los moros con flechas. Por lo visto, la mayor parte de los hombres de la guarnición se habían salvado alcanzando las torres, bien fortificadas. Pero en el interior de la fortificación no se oía más que a los moros. Estaban en todas partes, y en todas partes sonaban sus gritos. Prendían fuego a cada rincón. Hasta la barraca tras la cual se encontraba Lope parecía estar en llamas. Lope sentía que el calor se hacía cada vez más intenso y, de pronto, oyó el débil sonido de una trompeta repitiendo una y otra vez la misma precipitada señal, y vio que las inmediaciones de la torre de asedio quedaban desiertas y que los moros se alejaban hacia la puerta norte, situada justo frente a la ciudad. Quizá fuera que llegaban refuerzos del campamento y los moros querían evitar enfrentarse con ellos, o quizá su único objetivo había sido destruir las obras y prender fuego a la torre de asedio, y ahora se retiraban.

El calor empezó a hacerse insoportable. Lope se arrastró desesperado fuera de las pieles, ayudándose con brazos y piernas hasta salir. Reptó como una lagartija por el suelo, alejándose de las llamas, jadeando y tosiendo por el humo que le llegaba a los pulmones, y temblando por el esfuerzo. Entonces vio al hombre. Se dio cuenta al instante de que era un moro. Era un hombre mayor, mayor incluso que el capitán, y más bajo que Lope. Llevaba una tela azul alrededor del yelmo y una coraza demasiado grande, que le llegaba hasta los muslos. Eh hombre tenía una lanza en la mano derecha y un gran fardo sobre el hombro izquierdo que apenas le permitía andar. Se dirigía hacia la puerta, y llevaba prisa. Al ver a Lope, se sobresaltó tanto como el propio Lope, y se puso a gritar como pidiendo ayuda. Estaban a menos de quince pasos el uno del otro, y Lope pensaba que el hombre se daría la vuelta y echaría a correr, cuando, de repente, dejó caer el bulto, levantó el brazo y arrojó la lanza, antes incluso de que Lope pudiera ponerse de pie. La lanza pasó rozando la cabeza de Lope. Lope no la vio, sólo escuchó el ruido siseante que hizo al pasar junto a su oído. Desenvainó la espada con mano temblorosa, advirtió espantado que ya no tenía el escudo y que el hombre corría hacia él, gritando como un animal rabioso, lanzando unos aullidos demenciales. Lope quiso esquivarlo, pero las piernas no le obedecieron, y un instante después el hombre ya estaba sobre él, golpeándole. Lope cogió la espada con las dos manos y, manteniéndola firme por encima de su cabeza, intentó parar los golpes del moro, doblándose bajo la espada. Tenía frente a él el rostro del hombre, sus ojos muy abiertos, los trozos de dientes en su boca; oía sus gritos, que en cada golpe se convertían en un aullido. El hombre sólo golpeaba de arriba a abajo, como un martillo. Lope veía venir los golpes y, sin saber bien cómo, interponía una y otra vez su espada entre él y el acero que caía, sin pensar, sin sentir dolor alguno cuando era tocado. En su cabeza martilleó de repente la voz del capitán: «¡Golpea tú, no dejes golpear al otro! ¡Golpea tú! ¡Golpea tú! ¡Golpea y mata! ¡Golpea y mata!». Oía al capitán con tanta claridad como si estuviese a su lado. Pero no podía obedecer, estaba como paralizado, doblado impotente bajo su espada.

Entonces volvió a oírse el agudo y claro toque de trompetas, como una lejana señal de alarma, y el hombre se detuvo un momento, cerró la boca de golpe, apagó su grito, Y en ese mismo instante Lope cargó contra él, empujó la espada hacia delante, sin mirar, sintió en las manos que su acero había golpeado contra algo, y vio que el hombre perdía el yelmo y retrocedía tambaleándose. Entonces Lope golpeó con todas sus fuerzas, golpeó gritando con los ojos cerrados y volvió a acertar, sin saber dónde había acertado. Una ráfaga de aire caliente le azotó la cara. Abrió los ojos y vio que el hombre seguía de pie, tambaleante, los brazos a medio levantar, el rostro extrañamente perdido en una expresión de asombro y dolor. Vio la infinita lentitud con que el hombre caía de rodillas e inclinaba el torso hacia delante, hasta que su cabeza dio contra el suelo. Vio, espantado y perplejo, que el cráneo se abría en dos y dejaba salir una masa sanguinolenta, que rodó hasta sus pies. Lope abrió la boca y tomó grandes bocanadas de aire, como si se estuviera ahogando. Se dio la vuelta, pero no desapareció de sus ojos la imagen de esa masa rojiza, similar a una esponja empapada en sangre. Una sensación de náuseas le subió por la garganta, agarrotándole el cuerpo y haciéndole vomitar con dolorosas convulsiones todo lo que tenía en el estómago. Se sentía como si las entrañas se le hubieran salido por la boca.

Poco después oyó ruido de cascos y, a través del humo y el fuego y del aire caliente y trémulo, vio acercarse a un jinete. Ya no tenía fuerzas para huir. Si hubiera sido un moro, Lope se habría dejado matar sin defenderse. Pero no era un moro, sino un normando. Y cuando estuvo cerca, Lope lo reconoció: era uno de los dos que habían participado en el ataque al foso de la ciudad.

—¿Qué ha pasado, chico? —gritó el normando, deteniéndose junto a él y empujando con la lanza el cadáver del moro, hasta dejarlo boca arriba—. ¿Lo has matado tú?

Lope no contestó.

El normando desmontó de un salto, levantó el yelmo y la espada del moro muerto y se puso a desabrocharle las correas de la coraza.

—Bien hecho, muchacho —dijo—. Muy bien hecho.

Lope observó en silencio cómo el normando desvestía al muerto: primero la coraza, luego las botas y los pantalones, hasta dejar el cadáver completamente desnudo. De pronto sintió que estaba temblando. Se sintió avergonzado e intentó reprimir el temblor. Pero no lo consiguió.