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ZARAGOZA
DOMINGO 5 DE DJUMADA 1,456
6 DE IYAR, 4824 / 25 DE ABRIL, 1064
El sol estaba muy bajo sobre el horizonte oeste; una brillante esfera roja cuyo borde inferior ya se posaba sobre las montañas. El amplio valle del Ebro yacía bajo las últimas luces del día, y un finísimo velo de niebla flotaba sobre la tierra, envolviendo a los pequeños pueblos blancos que destacaban sobre el verde oscuro de las huertas como perlas dispersas sobre una alfombra teñida por el moho.
Ibn Ammar dirigió la mirada hacia el este y, como siempre que veía la ciudad bajo la luz del crepúsculo, volvió a quedar hechizado por el paisaje. Desde su llegada a Zaragoza, había cruzado ya varias veces a última hora de la tarde el gran puente de piedra del Ebro y, atravesando los suburbios, había caminado aproximadamente media milla río arriba hasta llegar a una colina que ofrecía unas hermosas vistas, desde donde podía disfrutar del paisaje de la ciudad desvaneciéndose en el crepúsculo. Era una imagen fascinante: sobre la desidiosa corriente del río se levantaba casi treinta codos una muralla de imponentes sillares ennegrecidos por el tiempo, y sobre esta gigantesca pared negra flotaban las blancas casas de la ciudad, que brillaban misteriosamente bajo la luz crepuscular, como si la mano de un espíritu las sostuviera a mitad de camino entre el cielo y la tierra. De ahí que los geógrafos llamasen a Zaragoza «la ciudad flotante». Quien la veía por primera vez, creía por fuerza que se trataba de un milagro. En realidad, el fenómeno tenía una explicación muy sencilla. Detrás de la muralla de la ciudad, el nivel de la calle estaba sólo cinco codos por debajo de lo alto de la muralla. Por eso las casas sobresalían tanto. Pero aunque uno lo supiera, la imagen de la ciudad no perdía su encanto.
Desde el palacio nuevo la vista no era tan impresionante. El lugar era demasiado alto. El príncipe había concedido excesiva importancia a que las habitaciones más altas de su nuevo palacio superaran en un buen trozo la altura de los tejados de la ciudad.
El madjlis en el que se encontraban estaba en la torre este. Una cúpula sencilla, que descansaba sobre delgados pilares, permitía ver desde cualquier punto el río, las montañas cubiertas de nieve, al norte, y la imponente ciudad, que se extendía mil pasos río arriba, a orillas del Ebro. Era el madjlis verde, como se lo llamaba por los mosaicos de plantas de color verde sobre oro que adornaban la bóveda de la cúpula y por los numerosos tiestos con plantas esparcidos sobre la plataforma de la torre, que creaban la ilusión de que uno se encontraba en el quiosco de un amplio parque y no en el prominente bastión de un palacio construido como fortaleza inexpugnable.
Ibn Ammar disfrutaba por primera vez del gran honor de haber sido invitado a la corte del príncipe. Además de él, había tan sólo otros dos convidados: un shaik sesentón de barba blanca y descuidada y ojos astutos, que estaba considerado un importante astrólogo y había sido llamado a la corte ya por Sulaimán ibn Hud, el padre del actual príncipe; y Abú’l–Fadl Hasdai, a quien Ibn Ammar debía agradecer la invitación. Éste era un hombre tan sólo dos o tres años mayor que Ibn Ammar, elegante, juicioso y muy bien informado de todo cuanto ocurría en el reino del príncipe y las otras cortes de Andalucía y de los reinos españoles. Un judío de quien se decía que tendría todas las posibilidades de suceder al viejo hadjib con sólo declararse dispuesto a convertirse al Islam. Era uno de los pocos que siempre tenía acceso al príncipe. Administraba su fortuna, controlaba las finanzas, ocupaba el cargo de emil supremo, y contaba con su ilimitada confianza, lo que hacía de él uno de los hombres más poderosos del reino de Zaragoza.
Ibn Ammar estaba sentado frente al príncipe, separado de él sólo por una mesa baja de ajedrez. Ahmad Abú Djafar ibn Sulaimán ibn Hud al–Muktadir, príncipe de Zaragoza, señor de todo el fértil valle del Ebro, desde Tudela hasta casi la costa, desde Huesca, al pie de los Pirineos, hasta Medinaceli, la colosal fortaleza de la frontera con Toledo. Cuarenta años de edad, alto, de una seriedad rayana en la reserva. Un monarca severo, que imponía en su corte y en todo su reino un gobierno muy estricto, aunque sin las arbitrariedades de al–Mutadid de Sevilla. La corte de Zaragoza no conocía el lujo y la ostentación de las cortes principescas de Andalucía; la atmósfera era aquí más sobria, más fría y, debido a las constantes luchas por defender las fronteras, también más marcial. Comandantes de tropas y fortalezas daban el tono en la corte, y, en lugar de poetas y literatos, al–Muktadir prefería la compañía de científicos, astrónomos, geógrafos, botánicos y agrónomos.
Que Ibn Ammar hubiera conseguido introducirse en la corte no se debía a su fama como poeta, sino a su habilidad como ajedrecista. El príncipe jugaba muy bien, pero el placer que le deparaba el juego disminuía por el constante recelo de que sus adversarios le daban ventaja. Así pues, Ibn Ammar se esforzaba por no mostrar flaquezas en su juego, siguiendo el consejo de Abú’l–Fadl Hasdai, quien le había explicado que el príncipe prefería una derrota ajustada ante un adversario de reconocida valía a una victoria regalada.
Pero no era únicamente su talento para el ajedrez lo que había permitido la rápida ascensión de Ibn Ammar en Zaragoza. Eh visir judío tenía también otros motivos para interesarse por él. Habían llegado importantes noticias de Sevilla. Se decía que Ismael, el primogénito del monarca sevillano, se había enemistado con su padre. Se decía que el príncipe heredero se había quejado públicamente de haber sido enviado por su padre, con un ejército insuficiente, a una absurda campaña de primavera contra Córdoba. Y estaba irritado por la manera en que el monarca mostraba abiertamente su predilección por el príncipe Muhammad, su segundo hijo, sólo porque éste ya le había dado tres nietos, mientras que el príncipe heredero, quien sólo trataba con hombres, hasta ahora no había tenido ningún hijo.
Probablemente, Abú’l–Fadl Hasdai disponía aún de más información, y, en todo caso, sabía de la estrecha amistad que Ibn Ammar había mantenido con el ahora predilecto príncipe Muhammad, y era lo bastante previsor como para invertir en él.
Reinaba tal silencio que podía oírse el crujir de las ruedas de los molinos de la ciudad. El paje abisinio que atendía a los invitados se deslizó sigilosamente y encendió las lámparas de aceite. Las músicas, ocultas tras una mampara, habían dejado de tocar por un momento. El príncipe estaba inclinado sobre el tapete de ajedrez.
Tres jugadas antes del jaque mate, se dio cuenta de que había perdido. Se levantó y, con una sonrisa apenas perceptible, entregó a Ibn Ammar la joya que adornaba la cabeza de su rey rojo, un rubí del tamaño de una lente.
—Bello ataque con el alfil —dijo con una mínima sonrisa. Luego se recostó, miró a Ibn Ammar a los ojos y, sin transición, empezó a hablar del tema que por entonces dominaba todas las conversaciones en Zaragoza: la inminente campaña del rey de Aragón.
—Desde hoy tenemos noticias confirmadas de que la fuerza principal de los caballeros francos se ha unido a las tropas del rey —dijo.
—Dios los maldiga —respondió Ibn Ammar, consciente de su deber. Abú’l–Fadl Hasdai lo había preparado para la conversación.
—Se dice que el ejército cuenta con seis mil hombres, pero las cifras siempre se exageran. —El príncipe dirigió una mirada interrogante al visir, quien confirmó sus palabras asintiendo con la cabeza—. Marchan hacia Graus, por el mismo camino que siguió el padre del rey el año pasado —continuó el príncipe—. No tenemos pensado atacar con un ejército auxiliar. Sólo reforzaremos las guarniciones de los castillos fronterizos. Por lo demás, el enemigo podrá avanzar sin ser molestado hasta Barbastro, y también encontrará despejado el camino hacia Lérida. Nosotros únicamente impediremos que penetren en nuestros territorios. No más allá de Barbastro.
Ibn Ammar escuchaba con creciente interés. Aquello era algo nuevo para él; nuevo y desconcertante. Ibn Ammar sabía por qué el príncipe estaba descontento de los habitantes de Barbastro y del qa’id que capitaneaba la guarnición del al–Qasr de la ciudad. Abú’l–Fadl Hasdai también lo había puesto al corriente de que el príncipe quería enviarlo a Barbastro con una embajada. Pero ¿qué sentido podía tener enviar una embajada cuando el príncipe ya había decidido firmemente no prestar ayuda a la ciudad?
—Deseo que vayas a Barbastro y hagas conocer mi decisión al qa’id y al qadi de esa ciudad desagradecida —terminó el príncipe. Se levantó sin dar más explicaciones, llamó con unas palmadas al paje, que se apresuró a ponerle un capote, y salió del madjlis seguido por el shaik, dirigiéndose hacia la atalaya instalada encima de la cúpula, desde donde solía observar las estrellas cuando la noche era clara.
Abú’l Fadl Hasdai hizo una seña a Ibn Ammar para que se acercara.
—Partirás mañana. Todo está arreglado. El emir de Huesca pondrá a tu disposición una escolta que te acompañará hasta Barbastro.
—¿Viajo por encargo oficial del príncipe? —preguntó Ibn Ammar.
El visir titubeó.
—Un embajador oficial del príncipe tendría que exigir el sometimiento incondicional de la ciudad —dijo por fin, en tono más bien indiferente y sin mirar a Ibn Ammar—. Tú no eres vasallo del príncipe. Tu condición te permite presentarte con modos más conciliadores y negociar con mayor flexibilidad.
—Pero ¿en nombre de quién negocio? —preguntó Ibn Ammar.
—En mi nombre —respondió el visir sonriendo—. En nombre del director de la administración fiscal.
—¿Y cuál será el objeto de la negociación? ¿Qué ofertas puedo hacer? El príncipe únicamente ha dicho que dé a conocer su decisión.
—Ésa es tu primera misión —dijo el visir con rostro imperturbable—. La gente importante de Barbastro debe enterarse de que no han de esperar ayuda de Zaragoza. Ni la mínima ayuda. Debes dejar muy claro que el príncipe está furioso por su desobediencia. Puedes hacer que suene como información fidedigna de la corte. Di que el príncipe ha manifestado a un pequeño circulo de amigos que si Barbastro quiere someterse a su hermano, que busquen ayuda en Lérida. En cualquier caso, esta información es sólo para el qa’id.
Ibn Ammar empezó a comprender. Sabía que el qa’id de Barbastro y un grupo de ciudadanos influyentes y miembros de la nobleza de la ciudad, encabezados por el qadi, habían intentado utilizar en su provecho la tensión existente entre Zaragoza y Lérida. Habían presentado a al–Muzzafar, el monarca de Lérida, la oferta de entregarle la ciudad si estaba dispuesto a concederles a cambio determinados privilegios: abolición de los impuestos y una gran dosis de autogobierno. Barbastro se encontraba justo en la frontera, al norte. Debido a esta ubicación, la ciudad y las tierras circundantes estaban expuestas a constantes ataques de bandas de ladrones de las montañas y, en primavera, también a las correrías de caballeros del rey de Aragón y sus vasallos. Por este motivo, y como toda ciudad fronteriza, disfrutaba desde hacía mucho tiempo de privilegios que habrían sido impensables en las ciudades del sur andaluz.
Barbastro tenía además otra característica, ventajosa para las aspiraciones de autonomía de sus ciudadanos. La ciudad no sólo limitaba con Aragón, sino también con el reino de Lérida. Y gracias a su situación en la salida de un importante paso de los Pirineos que llevaba hasta territorio franco, la ciudad también debía de ser muy codiciable para Lérida.
Lérida, originariamente, formaba parte del reino de Zaragoza. Veinte años atrás, al morir Sulaimán ibn Hud, el reino se había dividido. Al–Muktadir, el hijo mayor, había conservado la parte más grande, incluida la capital, Zaragoza. Al segundo hijo, al–Muzzafar, le había correspondido Lérida, una pequeña provincia de la frontera nororiental, colindante con el condado de Barcelona. Al–Muktadir nunca se había resignado a esta división. Desde el inicio se había mantenido una pequeña pero incesante guerra entre los hermanos: constantes batidas a uno y otro lado de la frontera común, con mercenarios de Barcelona combatiendo del lado de Lérida y aventureros castellanos luchando del lado de Zaragoza. Hacía seis años, los dos hermanos se habían reunido por última vez para negociar la paz. Cuando menos se esperaba, un caballero navarro de la guardia personal de al–Muktadir había atacado con la lanza al señor de Lérida. Al–Muzzafar había sobrevivido al ataque sólo porque, en precaución, llevaba una coraza bajo el capote.
El príncipe de Zaragoza inmediatamente se había lavado las manos en aquel atentado y había mandado ajusticiar al caballero. Pero en Zaragoza podía oírse el rumor encubierto de que aquel hombre había sido decapitado con tal prontitud sólo porque su ataque no había tenido éxito. Desde entonces la enemistad entre los dos hermanos se había agudizado.
En estas circunstancias, resultaba comprensible que el príncipe de Zaragoza reaccionara con tal dureza ante la traición de Barbastro. Pero era difícil adivinar qué objetivo esperaba alcanzar con esa reacción. Si dejaba en la estacada a la ciudad, obligaba a su hermano a acudir en su ayuda. Pero si al–Muzaifar marchaba con un ejército y, junto con la gente de Barbastro, luchaba contra las tropas de asalto franco–aragonesas, al–Muktadir podría contemplar tranquilamente cómo los dos ejércitos se aniquilaban mutuamente y, luego, someter al debilitado vencedor con un rápido ataque. La pregunta era: ¿no llegarían a la misma conclusión al–Muzaifar y sus consejeros? ¿Y qué si el señor de Lérida no salía en auxilio de la ciudad sitiada?
Ibn Ammar hizo esta pregunta a Abú’l–Fadl Hasdai. El visir judío parecía estar esperándola. Respondió a la mirada de Ibn Ammar con una sonrisa y dijo tranquilamente, sin dejar de mirarlo a los ojos:
—En ese caso, tendrás que cumplir tu segunda misión. Si el sitio se prolonga sin que el señor de Lérida envíe ayuda, puedes dejar entrever al qadi que el príncipe estaría dispuesto a hacer determinadas concesiones si la ciudad se somete a él. No obstante, esto vale para la ciudad, no para el señor del castillo. No estamos seguros de quién ha sido el traidor, pero el príncipe opina que el mayor culpable es el qa’id. Existen además otros motivos. Eh qa’id era íntimo amigo de la familia del príncipe, un compañero de armas de su padre. El príncipe se siente personalmente afectado.
—¿Qué concesiones? —preguntó Ibn Ammar.
El visir se sacó de la manga un papel doblado varias veces y se lo entregó a Ibn Ammar.
—Es una lista de ofertas: rebajas a cierto plazo de las tasas de impuestos, un incremento en la participación de la ciudad en los tributos del mercado, cesión de los derechos sobre el agua y los molinos, etcétera. Puedes aprenderte los detalles de memoria durante el viaje, pero destruye este papel antes de llegar a Barbastro —observó atentamente cómo Ibn Ammar leía muy por encima el papel—. Abajo encontrarás los nombres de algunas personas que han demostrado ser leales al príncipe, y a las que puedes pedir ayuda en caso de necesitarla.
Ibn Ammar echó un vistazo a la lista de nombres. Entre ellos estaban también los nombres de dos comerciantes judíos. Volvió a doblar el papel y lo guardó.
—¿Y si la ciudad negocia con el rey de Aragón? —preguntó—. ¿Qué si acuerda una paz particular?
—Eso no sucederá —dijo Abú’l–Fadl Hasdai con convicción—. En primer lugar, porque en la campaña participan muchos francos, a los que sólo les interesa el botín, y no un tratado, del tipo que sea. En segundo lugar, porque el rey de Aragón ha emprendido esta campaña como venganza. —Antes de seguir, bajó la voz hasta convertirla en un susurro, de modo que no pudiera oírlo el paje, que estaba muy cerca de ellos, presto a cumplir sus deseos—. Ya sabes que el padre del rey fue acuchillado en su campamento la primavera pasada, durante el sitio de Graus. Lo asesinó un hombre al que pagamos mucho dinero por realizar ese atentado, aunque naturalmente actuó por cuenta propia. Lo que no sabes es cómo fue asesinado el rey. Muy pocos lo saben. El sicario lo esperó metido dentro de la letrina. El rey murió con una lanza clavada en el vientre, y el mango de la lanza le salía por el culo. No es una muerte muy digna para un rey. —Se recostó, cruzó los brazos y añadió con tranquila convicción—: No, no habrá una paz particular entre el rey y Barbastro.
—Todavía queda la posibilidad de que la ciudad se rinda a los enemigos —dijo Ibn Ammar, no sin algo de dureza.
—Eso tampoco ocurrirá —contestó el visir—. El rey de Aragón es un adversario peligroso, y los francos no lo son menos. Pero no están en condiciones de conquistar un castillo bien fortificado, y mucho menos una ciudad como Barbastro. No tienen ni las máquinas necesarias, ni los conocimientos. —Sonrió a Ibn Ammar—. Puedes sentirte completamente seguro en la ciudad, y tampoco tendrás dificultades para permanecer en contacto conmigo mientras dure el sitio. La gente de la frontera es muy valiente e ingeniosa. Ya los conocerás…
Ibn Ammar partió a primera hora de la mañana. Lo acompañaban un lancero del príncipe y un criado de la casa del visir. La noche del tercer día llegó a Barbastro. Según los últimos informes, que recibió en Huesca, el ejército del rey de Aragón había avanzado hasta la fortaleza de Graus, a un día de viaje al norte de la ciudad.
Barbastro se hallaba sobre una colina maciza y escarpada, en un recodo del río Vero. En el punto más alto se levantaba el al–Qasr, una colosal fortificación que interrumpía el perfil de la colina. En la pendiente que bajaba del al–Qasr yacía la ciudad, de edificios muy apretados rodeados por una muralla circular que parecía de tiempos romanos. Fuera de la muralla había un gran suburbio, que llegaba hasta el río y estaba rodeado por una palizada de troncos. La ciudad no era demasiado grande; en tiempos de paz debía de albergar a unos tres o cuatro mil habitantes. Ahora estaba rodeada de fugitivos que buscaban refugio tras sus sólidas murallas.
La carretera de Huesca desembocaba en una plaza alargada paralela a la muralla, que se extendía desde la puerta principal, justo al lado de la mezquita del Viernes, hasta el suburbio. La plaza, que por lo visto en otras ocasiones servía como mercado y matadero, estaba ahora llena de gente. Campesinos que traían consigo sus enseres domésticos y hasta sus animales se habían instalado al borde de la plaza en alojamientos provisionales; acémilas y carros cargados de trigo, leña, piedra y hierba recién cortada se amontonaban a las puertas de la ciudad. Los guardias de las puertas estaban bien armados; los controles eran inusualmente estrictos. Al parecer, se temía que el enemigo intentara introducir espías. Por este motivo, sólo se permitía entrar en la ciudad a aquellos campesinos que eran siervos o criados del qa’id o de los ciudadanos. Quienes no eran vasallos de la ciudad y no podían nombrar como garante a ningún señor de la misma tenían prohibido el acceso.
Ibn Ammar y sus acompañantes siguieron cabalgando hasta las puertas del al–Qasr. Allí, el tumulto era algo menor. Ibn Ammar entregó al capitán de la guardia la carta sellada que lo acreditaba como embajador del visir y se sentó en el puesto de guardia.
Allí le hicieron esperar seis horas.
A medianoche se presentó un criado del qa’id, que acompañó al interior del castillo a Ibn Ammar y sus dos acompañantes. Les quitaron las armas, incluidos los cuchillos, y los llevaron a un habitación que más parecía un establo vacío que un cuarto para huéspedes. Ni baño ni ropa fresca ni explicaciones. Sólo la hueca información de que el qa’id no había encontrado tiempo para celebrar una recepción formal debido al inminente ataque.
Al día siguiente, la misma información. Y un centinela a la puerta, que impedía a Ibn Ammar salir de la habitación. Así pasó un día tras otro. Sin más noticias, sin posibilidad alguna de saber qué pasaba fuera, si el enemigo ya había llegado a la ciudad o aún no. De tanto en tanto, algunos toques de cuerno incomprensibles; por lo demás, tan sólo el constante e insoportable martilleo de carpinteros y picapedreros, que parecía llenar todo el castillo y sólo cesaba al caer la noche. Fuera lo que fuere lo que esperaba Abú’l–Fadl Hasdai de la embajada, era evidente que había subestimado al qa’id.
La mañana del séptimo día apareció, en lugar del criado de costumbre, un hombre que se presentó como sobrino del qa’id. Eh hombre llevó a Ibn Ammar a la imponente torre que flanqueaba la gran muralla de contención oblicua a la colina, y que destacaba por encima de todo el castillo. En la plataforma superior de la torre lo recibió el qa’id.
Se llamaba Ibn al–Tuwail. Su apariencia externa no era muy impresionante: un hombre de más de sesenta años, de mediana estatura, delgado, que sufría dolores reumáticos que le entorpecían el andar y habían dejado una expresión de amargura en su rostro. Estaba rodeado por varios guardias pertrechados con armadura completa, pero él no llevaba ningún arma, ni siquiera coraza, aparentemente. El saludo fue parco y muy breve. Media frase como disculpa por el pésimo trato y la absoluta falta de hospitalidad. Un gesto torpe con el brazo señalando más allá del pretil de la muralla.
—Mira tú mismo cómo están las cosas. ¡Estamos ocupados día y noche!
Ibn Ammar siguió con la mirada el brazo extendido. En la prolongación de la colina, a dos tiros de flecha de distancia, podía verse un bloque de piedra, de formas regulares y achatado por arriba, que descollaba hasta dos hombres de altura por encima del terreno circundante. Sobre el bloque de piedra había tiendas de campaña, una al lado de otra, y una atalaya con dos centinelas. A ambos lados del bloque, un gran número de hombres levantaba fortificaciones, tiros de caballos arrastraban troncos, lanceros patrullaban por los alrededores.
—Sancho Ramírez, el rey de Aragón —dijo el qa’id, y entre dientes añadió—: ¡Así lo fulmine Dios, como fulminó a su padre!
Sus hombres repitieron la maldición.
El qa’id se volvió hacia el norte. Allí la colina caía en vertical hasta el fondo del valle; la mirada del qa’id se dirigía más allá del río, que, trazando dos suaves curvas, cruzaba una alfombra de pequeños sembrados y huertas rodeadas por muros de piedra. En la colina que se levantaba al otro lado del río había un segundo campamento.
El qa’id, volviendo altivamente la cabeza, miró a uno de los dos escribas que lo acompañaban. El katib hojeó una pila de pergaminos sellados.
—Guilleaume, hijo de Guilleaume, duque de Aquitania, conde de Poitou —leyó con celosa diligencia en sus pergaminos.
—¡Francos! —refunfuñó el qa’id, y escupió por encima del pretil.
En la siguiente colina, al noreste, había otros dos campamentos.
—Ebles, conde de Roucy, y Thibert de Semur, conde de Chalon —leyó el katib a tropezones. Tenía dificultad con los nombres extranjeros.
El qa’id se dirigió al lado este de la plataforma. Desde allí se divisaba todo el al–Qasr y, detrás, la ciudad y los suburbios, un cúmulo de pequeñas casitas y chozas apretadas contra el recodo del río como un vientre tras un cinturón. En la ladera que se elevaba en la otra orilla, justo debajo del sol que despuntaba y a la misma altura que el al–Qasr, había un cuarto campamento. Pocas tiendas, pero un gran número de hombres, según podía verse desde esa distancia: un hormigueo de multitud de hombres abriendo zanjas y amontonando piedras y material de construcción.
—Ermengol, conde de Urgel —dijo el katib.
—¡Perro maldito! —dijo el qa’id en un tono que dejaba ver que el conde de Urgel no era un desconocido.
Continuaron su recorrido rodeando la gigantesca catapulta que ocupaba la mayor parte de la plataforma de la torre. Al sureste se extendía la gran plaza del mercado, donde una semana antes aún se agolpaban los fugitivos. Ahora estaba desierta. Detrás de la plaza, en una elevación del terreno, se encontraba el cementerio de la ciudad. Por encima de los lejanos muros del cementerio podían verse las puntas de algunas tiendas, recortadas sobre el azul del cielo.
El katib balbuceó una lista de nombres francos, que empezaba con el conde de Tolosa. El qa’id lo hizo callar con un malhumorado movimiento de la mano.
—El campamento de esos francos no se puede ver desde aquí —rezongó, señalando con la cabeza las tiendas levantadas detrás del cementerio, y, con la barbilla estirada hacia adelante, añadió—: Ésos son distintos. Madjus, normandos. Su jefe se llama sire Robert Crispin. Dice que ha luchado en Sicilia contra el emir de Palermo. Dice que está al servicio del obispo de Roma, que es el imam de todos los cristianos. Afirma que estas tierras, conquistadas por nuestros padres, pertenecen a su señor en virtud de un antiguo derecho. Es un mentiroso, pero no podemos perderlo de vista. —El qa’id se dio la vuelta para marcharse y caminó con piernas rígidas entre las pirámides de esferas de piedra preparadas para la catapulta. Ya en la escalera, se volvió una vez más y dijo por encima del hombro—: En cualquier caso, es un hombre de buenos modales. Redactó sue en nuestro idioma.
Se pasó las cuatro horas siguientes haciendo una ronda de inspección, que lo llevó a todos los bastiones e instalaciones defensivas del castillo. Ibn Ammar se unió a sus acompañantes. Nadie le prestaba atención, nadie le dirigía la palabra ni le preguntaba su opinión, pero tampoco impedían que observara todo. Ibn Ammar pudo ver con qué cuidado controlaba el qa’id todas las medidas defensivas, los depósitos de flechas para arcos y ballestas y de lanzas para las catapultas, los cubos con fuego, las antorchas y las garrochas que servirían para hacer caer las escalas de asalto. Vio cómo revisaba los depósitos de agua para apagar incendios, los fardos de estopa, los toneles de aceite y sebo, los calderos hirviendo y el resto del material para defenderse de las máquinas de asalto. Vio cómo pedía le mostraran la potrera y le dejaran oir las señales de trompeta de los centinelas de las puertas. Vio cómo examinaba las pilas de madera y piedras; los ganchos de hierro dispuestos detrás de las murallas por si era necesario tapar algún boquete en las mismas; las rampas escalonadas, de una braza de ancho, que llevaban a los adarves de la muralla exterior, para que la guarnición pudiera reforzar rápidamente los sectores más amenazados; los maderos que atrancaban las portezuelas que unían las torres con los adarves; los ingeniosos mecanismos de poleas de los puntales de los adarves, que permitían derribar toda la construcción de madera entre dos torres, incluidos el tejado y el pasadizo, en caso de que el enemigo consiguiera alcanzar y ocupar un determinado sector de la muralla.
El qa’id habló con cada comandante de torre, con cada centinela; tenía palabras de aliento incluso para el más insignificante radjul. Conocía a todos sus hombres por su nombre y se esforzaba subiendo y bajando escalinatas, a pesar de que ello le causaba visibles dolores. Era un hombre experimentado y apreciado por sus subordinados; el prototipo de buen caudillo militar. Ibn Ammar empezó a dudar si el príncipe había sido bien asesorado en cuanto a hacer caer a un hombre tan capaz.
Durante la ronda de inspección, el qa’id no había mencionado al príncipe ni una sola vez. Tampoco durante la comida del mediodía, en el gran madjlis del castillo, se dijo una sola palabra sobre Zaragoza o Lérida. Ni una pregunta sobre los mensajes que Ibn Ammar traía de la capital. El qa’id permanecía en silencio; sólo de tanto en tanto dejaba caer alguna observación mordaz sobre los sitiadores. Hacía chistes tontos que sus hombres respondían con sonoras carcajadas, sacaba con los dedos curvados la carne de mitad de la fuente, se limpiaba la grasa de la boca con el dorso de la mano, escupía. Se comportaba como un soldado dispuesto a demostrar que no le interesaban un ápice los refinados modales propios de la vida cortesana.
Sólo después de la comida, cuando ya la mayoría se había retirado, el qa’id abordó a Ibn Ammar, y fue directo al grano:
—¿Qué te han encargado que me digas? —preguntó con aspereza—. ¿Y quién te lo ha encargado?
Ibn Ammar notó la postura tensa en que lo observaba el qa’id, la expresión impaciente de sus ojos, y decidió renunciar a todo juego diplomático y responder sin rodeos:
—No vengo por encargo del príncipe, como ya sabes por la carta de acreditación que entregué a tu criado. Estoy aquí como mensajero de Abú’l–Fadl Hasdai, el katib az–Ziman.
—¿El judío que quiere ser hadjib? —preguntó, burlón, el qa’id.
—Sí —dijo Ibn Ammar—. Él me ha encargado que te comunique que el príncipe no está dispuesto a enviar tropas en ayuda de Barbastro.
Eh qa’id empujó cuidadosamente con la lengua el hueso de dátil que bahía estado mordisqueando, lo dejó posarse sobre el dorso de su mano y lo contempló como un anciano contemplaría su último diente que acabara de caérsele. Luego lo arrojó hacia arriba y volvió a atraparlo con la misma mano.
—¿Lo ha dicho el propio príncipe? —preguntó enérgicamente.
Ibn Ammar dudó un momento qué responder, aunque con ello abandonaba la línea acordada.
—Son sus propias palabras —dijo—. Dirigidas a mi mismo. Durante una partida de ajedrez.
El qa’id se dirigió al hombre que estaba sentado a su derecha e intercambió unas palabras con él, susurrando. Aquel hombre se les había unido a la hora de la comida; tenía unos cuarenta años, la misma estatura que el qa’id y la misma expresión amarga en el rostro. Le habían dejado sentarse a la mesa en el lugar de honor, y ello había hecho suponer a Ibn Ammar que debía de tratarse del hijo mayor del qa’id. Los dos conversaron un largo rato, sin que Ibn Ammar pudiera oir lo que decían. Luego el qa’id volvió a dirigirse a Ibn Ammar, en un tono aún más áspero que antes:
—¿Por qué te han encargado a ti que transmitas ese mensaje?
—Supongo que no encontraron a ningún otro dispuesto a hacer de mensajero.
El qa’id no hizo ningún gesto, pero en sus ojos podía verse la sombra de una sonrisa, como si la respuesta le hubiera parecido divertida. Ibn Ammar supo de repente que estaba pisando hielo muy quebradizo. Al parecer, el visir judío le había ocultado alguna información importante. Ahora tenía que confiarse a su instinto.
—Vengo de Murcia —dijo con forzada serenidad—. Formaba parte del séquito del príncipe heredero, Hassún ibn Tahir, que fue derrotado por su hermano en la lucha por la sucesión. Llegué a Zaragoza como fugitivo. Un fugitivo debe estar agradecido de que le encomienden cualquier misión, incluso una tan poco deseable.
El qa’id intercambió algunas palabras con el hombre sentado a su lado.
—¿Qué otra cosa te han encargado? —preguntó después.
Ibn Ammar mostró las manos vacías.
—Nada más —respondió con decisión—. Sólo que también transmita el mensaje al qadi de la ciudad.
Se hizo un instante de desagradable silencio mientras el qa’id, sentado con las piernas recogidas, se daba masajes en las articulaciones del pie. Luego se levantó repentinamente, con un doloroso impulso, y, señalando con la mano derecha al hombre que estaba a su lado dijo sin mucho interés:
—Ya has cumplido ese encargo. Este es Ahmad ibn Isa, el qadi de Barbastro.
El qadi también se levantó, y los dos salieron del madjlis sin decir una palabra más ni despedirse siquiera. Sólo seguía allí el sobrino del qa’id.
Éste llevó a Ibn Ammar a un nuevo alojamiento, en el extremo sureste del castillo. Una habitación cuadrada, de cuatro pasos por lado, situada al pie de una pequeña torre y provista de una única ventana que parecía más bien una aspillera. Sólo se podía entrar en la habitación por una trampilla que comunicaba con la planta superior a través de una escalinata. En el suelo había una jarra con agua, un cubo para las necesidades y, en un rincón, un saco de paja. También estaba allí el equipaje de Ibn Ammar.
El sobrino del qa’id señaló una marca junto a la ventana, que indicaba la dirección en que se debía rezar. Por lo demás, no dijo una sola palabra, no respondió a ninguna pregunta, ni dijo nada sobre el paradero de los dos criados, a los que Ibn Ammar no había vuelto a ver desde esa mañana. Al salir de la habitación, retiró la escalinata y cerró la trampilla del techo.
Ibn Ammar se puso a revisar su equipaje. Salvo su navaja de afeitar, unas tijeras para la barba y un cuchillo que Hassún ibn Tahir le había regalado en Murcia, no le faltaba nada. Echó un vistazo por la ventana. Sólo se veía una muralla lisa, coronada por un adarve. Hasta donde alcanzaba a ver, no había nadie en el adarve.
Sobre el techo de vigas se oyeron voces y ruido de pasos, que no tardaron en alejarse nuevamente. Ibn Ammar se tumbó boca arriba en el saco de paja y cruzó las manos bajo la nuca.
Por lo visto, tenía mucho tiempo para reflexionar sobre su situación.