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ZARAGOZA

VIERNES, 20 DE SAFAR, 477

21 DE TAMÚS, 4844 / 28 DE JUNIO, 1084

El hecho de que al–Mutamin, el príncipe de Zaragoza, tomara él mismo todas las decisiones políticas importantes, sin consultar apenas a su primer ministro, Abú’l–Fadl Hasdai, a quien muchas veces ya ni siquiera informaba, tuvo entre otros el peculiar efecto de desarrollar en el hadjib una avaricia enfermiza. El año anterior, cuando lo visitó Ibn Ammar, solían sentarse a comer en el madjlis de Abú’l–Fadl Hasdai diez, quince, hasta veinte hombres. Ahora el hadjib casi siempre comía solo.

—Ya no puedo ver a otra gente comiendo en mi casa —dijo—. Cada mordisco me hace pensar que es mi pan el que se están comiendo. Eso le quita el apetito a cualquiera.

Cuando paseaba con Ibn Ammar por el parque de su palacio, no le importaba ir recogiendo las ramas secas caídas de los árboles para llevarlas luego al depósito de leña. Incluso golpeaba con su bastón las ramas secas que aún colgaban del árbol, para hacerlas caer.

—Las ramas pequeñas también dan fuego —solía decir.

Ibn Ammar aún mantenía estrechos contactos con él, si bien entre tanto se había procurado acceso al madjlis del príncipe y ya no dependía de la protección del hadjib. Su tacto, que era su mejor arma en el trato con los poderosos, le había allanado el camino a la corte también en Zaragoza.

Al–Mutamin de Zaragoza era justamente lo contrario a al–Mutamid, el príncipe de Sevilla. Era riguroso, ascético, muy culto; parecía más un erudito que el soberano de un poderoso reino. Ambos príncipes tenían solo una cosa en común: su fe desmedida en los horóscopos y los cálculos astrológicos. Sin embargo, esta peculiaridad se expresaba de manera muy distinta en cada uno de ellos.

Al–Mutamid de Sevilla sólo consultaba a los astros cuando se sentía deprimido, cuando tenía miedo o cuando, por cobardía, ignorancia o mala conciencia, no se atrevía a tomar una decisión. Apenas recobraba el ánimo, dejaba de prestar atención a las estrellas o cualquier otro signo.

Al–Mutamin de Zaragoza, por el contrario, ejercía la astrología como ciencia, y subordinaba todos sus actos a las constelaciones astrales. Para sus cálculos astrológicos utilizaba los instrumentos astronómicos instalados en la torre más alta de la al–Djafenia, que su padre empleara para la observación científica de los astros. El mismo hacía sus horóscopos, asistido por dos astrólogos muy bien pagados. Con ellos pasaba noches enteras sobre el tejado del palacio.

A esta fe en las estrellas se debía también su debilidad por el aventurero castellano Rodrigo Díaz, quien estaba a su servicio y de cuyo carácter peligroso e imprevisible no cesaba de advertirle Abú’l–Fadl Hasdai. El príncipe había elaborado una carta astral del comandante de mercenarios, y había averiguado que su vida estaba determinada por una conjunción de Marte y Mercurio al inicio de la décima casa, es decir, en el centro del cielo, lo cual indicaba que, por una parte, alcanzaría una fama inimaginable que dejaría en las sombras a todos sus predecesores, pero que, por otra parte, lo predestinaba a una muerte violenta.

El príncipe estaba convencido de que podía participar sin perjuicio en la fama del castellano, y que gracias al examen constante de la situación astrológica sería capaz de predecir cuándo se produciría esa muerte violenta que vaticinaban las estrellas, lo cual le permitiría separarse de él a tiempo. Estaba convencido de que tenía al castellano completamente en sus manos.

Por si fuera poco, el castellano también creía en la predicción del destino, y orientaba sus actos según todos los posibles presagios, que observaba con gran detenimiento. Creía poder leer la suerte o la desgracia en el vuelo de los cuervos o las cornejas, en si graznaban o no al pasar, y en cuántas aves eran y en qué dirección volaban. Creía que su destino dependía de hechos fortuitos, como si su caballo pisaba el umbral del establo primero con la pata derecha o con la izquierda, o si se topaba antes del mediodía con una mujer que bostezaba.

El hadjib se burlaba tanto de la pura superstición del castellano como de la astrología vestida de ciencia del príncipe, y sin duda, entre ambas cosas, era la astrología la que más despreciaba. Esta postura había contribuido en no escasa medida al alejamiento entre él y el príncipe. Cuando estaba a solas con Ibn Ammar, el hadjib no dejaba pasar la ocasión de criticar la manía del príncipe.

—Predice una gran fama a ese aventurero, y cuando éste obtiene una victoria gracias a su astucia y una buena táctica, como la que consiguió contra el conde de Barcelona, lo manda llamar a Zaragoza y hace que la gente lo vitoree, para asegurarse así de que se cumpla su predicción —explicó refunfuñando, para pasar enseguida a sus habituales observaciones pesimistas—: Hasta ahora ese fulano no ha ofrecido más que un gran espectáculo sin la menor trascendencia política. Mientras nosotros tenemos que celebrar sus triunfos, en el norte ha caído la fortaleza de Graus. Ése fue el acontecimiento más importante del año pasado. Pero el príncipe se limita a celebrar las victorias, olvidando las derrotas.

A pesar de sus extravagancias, el hadjib conservaba aún una extraordinaria capacidad de análisis. Lo único que sobraba a sus juicios era la amargura y el orgullo herido. Ibn Ammar buscaba frecuentemente sus consejos, y no lo hacía sólo por el viejo afecto que los unía. Ese viernes también había ido a verlo para pedirle un buen consejo.

El príncipe le había encomendado que se dirigiera a una fortaleza situada en el extremo occidental del reino de Denia, un lugar sin mayor importancia estratégica, emplazado entre unos peñascos inaccesibles, en plena campiña. El comandante del castillo se había negado a rendir el juramento de vasallaje, y todo indicaba que se sometería al príncipe de Sevilla. Ibn Ammar tenía que impedirlo como pudiera.

El castillo se llamaba Segura, y su comandante era un pequeño noble llamado Ibn Suhail, demasiado insignificante como para emprender una campaña contra él. Pero tenía en su poder una baza que, bajo determinadas circunstancias, podía adquirir importancia. Un nieto de Ah ibn Mudjahid, el antiguo señor de Denia, un niño de seis años, único descendiente masculino legítimo de la antigua dinastía, vivía bajo su protección en Segura. No podían permitir que ese chico diera motivos al príncipe de Sevilla para elevar pretensiones sobre el reino de Denia.

Por estas perspectivas, y por su vinculación con los intereses sevillanos, la misión resultaba especialmente espinosa para Ibn Ammar.

—¿Tienes ya un plan? —preguntó el hadjib.

—No, nada —respondió Ibn Ammar—. El príncipe me dará veinte hombres de la tropa del castellano.

—¿Nada de dinero? ¿Ni ofertas de negociación?

—Nada. Ni siquiera informes que puedan ayudarme. En la corte nadie sabe nada sobre ese Ibn Suhail.

—Yo tampoco lo conozco —dijo Abú’l–Fadl Hasdai, pensativo—. Nunca ha venido a Zaragoza; tampoco rindió homenaje al padre del príncipe. Uno de esos obstinados nobles terratenientes, chapado a la antigua. Muy pendiente de su independencia e inaccesible en su cueva de las montañas.

—¿Hay algún modo de llegar a él? —preguntó Ibn Ammar.

—Si tienes suerte, ni siquiera dejará que te acerques —respondió el hadjib.

—¿Tan malas son las perspectivas?

—Eso me temo.

—No tuve ninguna posibilidad de rechazar la misión.

—Ya lo sé —dijo el hadjib—. Supongo que el príncipe habrá hecho tu horóscopo y estará convencido de que vas a tener éxito. —Con un tonillo burlón, añadió—: Desde Rueda, tu horóscopo te señala como un hombre predestinado a llevar a buen término misiones imposibles.

—Sólo me queda confiar en que no hayan cometido ningún error de cálculo al hacer ese horóscopo —dijo Ibn Ammar con una sonrisa atormentada.

Rueda era la fortaleza mejor defendida del país. Estaba apenas a un día de viaje al oeste de Zaragoza, y había sido pensada como último refugio para el príncipe en caso de emergencia. El edificio estaba especialmente fortificado, y lo ocupaba una guarnición de probada lealtad. Por eso el príncipe también la utilizaba para encarcelar allí a su prisionero más peligroso: su tío al–Muzaifar, el antiguo señor de Lérida, contra el cual su padre había entablado una amarga guerra durante más de treinta años, hasta que finalmente consiguió hacerlo prisionero. Al–Muzaifar era un viejo zorro, famoso en toda la península por su astucia, su carácter indoblegable y su odio irreconciliable hacia el señor de Zaragoza. También era conocida su pasión por el ajedrez, y esta afición del prisionero había dado a Ibn Ammar la idea para una temeraria empresa.

Había hecho que el príncipe lo destinara a Rueda, donde, a lo largo de meses de esfuerzos e incontables partidas de ajedrez, se había ganado la confianza de al–Muzaifar. Juntos habían desarrollado un plan para liberar al prisionero. El plan tenía previsto exponer a don Alfonso, el rey de León, una tentadora oferta: la fortaleza de Rueda a cambio de la promesa de apoyar militarmente a al–Muzaifar para restaurarlo en el trono de Lérida.

El comandante de la guarnición de Rueda tenía la orden del príncipe de participar en el juego, y había fingido aceptar los intentos de soborno de al–Muzaifar. Luego, Ibn Ammar viajó al campamento militar de don Alfonso y echó la carnada. El rey la cogió con avidez. Mandó a su gobernador de Castilla, el poderoso conde Gonzalo Salvadórez, que escoltara a Ibn Ammar de regreso a Rueda con una tropa poco numerosa pero fuerte. Los españoles se mostraban desconfiados, pero Ibn Ammar consiguió que se sintieran seguros, pues hizo que al–Muzaifar y el comandante de la guarnición los recibieran a las puertas de Rueda. Entraron en el castillo cabalgando juntos. La guarnición dejó pasar al patio interior a la cabeza del convoy: el conde y su séquito, el comandante, al–Muzaifar e Ibn Ammar, y, desde el bastión de la puerta, descargó una lluvia de piedras sobre el grueso de la tropa española. Cerraron las puertas e hicieron prisionero al conde.

Había sido un gran éxito. Las negociaciones del rescate aún no habían terminado. El príncipe exigía la entrega de cuatro castillos de la frontera de Medinaceli, que los castellanos habían conquistado los años anteriores.

En aquel entonces, las esperanzas de Ibn Ammar habían ido mucho más lejos. Había confiado en que el propio rey de León cayera en la trampa. Durante un par de horas, en el campamento de don Alfonso, había creído tenerlo todo nuevamente en sus manos: el rey de los españoles prisionero. Ir a Sevilla con ese triunfal mensaje de victoria, presentarse ante el príncipe con la cabeza en alto y luego, una vez más, pero ahora bajo circunstancias incomparablemente propicias, emprender la gran tarea de unir Andalucía. Esas habían sido sus esperanzas. No se habían cumplido, pero Ibn Ammar ya se había resignado. Ya tenía un nuevo objetivo. Ahora todas sus esperanzas se dirigían a Segura.

Ibn Ammar no veía las cosas con tanto pesimismo como el hadjib. La misión lo llevaría a cuatro días de viaje al oeste de Murcia, justo hasta la frontera del reino de Sevilla. Aún no sabía exactamente qué podía sacar de aquello, pero su cabeza había empezado a mover de un lado a otro las circunstancias conocidas de esa misión, como piezas en un tablero de ajedrez, calculando las más diversas combinaciones. Allí estaban los intereses ligeramente transparentes de al–Mutamid de Sevilla y sus asesores actuales. Estaba también el noble terrateniente en su castillo inexpugnable. El pequeño príncipe, con sus pretensiones sobre el gobierno de Denia. El desinterés o la incapacidad del príncipe de Zaragoza de enviar en su ayuda al gobernador de Denia con algo más que una tropa de apenas veinte hombres. Y, sobre todo, estaba esa tropa de mercenarios que el príncipe había puesto a su disposición para llevar a cabo la misión, y a cuyo jefe quizá podría convencer de realizar alguna otra tarea.

Aún no tenía un objetivo claro; aún no sabía lo que le esperaba, pero estaba seguro de que algo se le ocurriría antes de llegar a Segura. Nunca le habían faltado las ideas cuando estaba bajo presión.

—Sé que el príncipe cuenta con el éxito —dijo— ¿qué piensas sacar tú? —preguntó el hadjib.

—Empezaré a pensar cuando conozca de cerca el lugar y las circunstancias —dijo Ibn Ammar, eludiendo la pregunta.

El hadjib volvió hacia él su rostro viejo y astuto, y dijo, muy serio:

—Ten cuidado, amigo. No sé si podré ayudarte si no tienes éxito. Sólo sé que no podrás esperar nada más de al–Mutamin. El príncipe te hará caer. No le gustan los hombres que incumplen sus cálculos.

—Lo sé —dijo Ibn Ammar—. Lo sé.

Un adalid llegado de Zaragoza los había llevado a una ciudad llamada Alcañiz en un viaje de tres días hacia el sur, atravesando el Ebro. Baudry Fiz Nicolas, el capitán normando, mandaba la tropa; Lope era su segundo.

Esperaron dos días al señor al que debían escoltar. Cuando éste llegó, mandó formar a toda la tropa y les hizo un generoso regalo en dinero. Lope lo reconoció al primer vistazo, y también él fue reconocido.

—Buena señal —dijo Ibn Ammar—. ¿Qué puede darme más suerte que el hombre que una vez me salvó la vida?

Partieron al día siguiente, Ibn Ammar y Lope cabalgando el uno al lado del otro. Lope pensaba que sería mejor no hablarle de la muerte violenta de Nujum, ni decirle que estaba viviendo con la hija del hakim judío. Únicamente le dijo que había dejado de servir en Guarda tras la muerte del conde. Pero tenían nueve días de viaje por delante, y la cabalgada se hacía infinitamente larga a través de aquellas regiones montañosas y desiertas. E Ibn Ammar era un hábil conversador, que supo sacar a Lope paulatinamente de su reserva.

Así, finalmente, Ibn Ammar se enteró de todo lo que había pasado en el puente de Alcántara y sus consecuencias, y Lope, a su vez, se enteró por boca de Ibn Ammar de lo que había ocurrido a sus espaldas años atrás, en Sevilla: que el hakim había pedido a Ibn Ammar que alejara a Lope de su hija, que por eso Ibn Ammar le había regalado a Nujum, que lo había preparado todo para que, durante una excursión en bote, Karima los viera a él y a Nujum formando una feliz pareja y olvidara así ese amor indeseado, y que sólo después de eso ella había aceptado voluntariamente casarse con Zacarías, el discípulo de su padre.

Lope se sentía embargado por una nostalgia hasta entonces desconocida para él. Karima no le había dicho una palabra de todo aquello.

Cuando ya habían dejado atrás la mitad del trayecto, Ibn Ammar ofreció a Lope un puesto a su servicio.

—Ya no soy el hadjib del príncipe de Sevilla, pero puedo proporcionarte una casa modesta y una suma adecuada, suponiendo que terminemos felizmente esta misión.

Lope le pidió una noche para pensarlo. A la mañana siguiente, le dijo que aceptaba.

El castillo de Segura se levantaba sobre un cono rocoso, ceñido como un sombrero sobre una montaña pelada. A los pies del escarpado cono se extendía un pequeño pueblo cuyas casas estaban construidas en la misma roca. El pueblo era inaccesible; el castillo, si estaba bien provisto de agua y víveres, inexpugnable incluso para un ejército de mil hombres. El campo de los alrededores era mezquino, seco por un sol despiadado.

En el empinado camino que subía del valle no vieron a nadie, pero escucharon los fuertes gritos de alarma de los pastores. Cuando llegaron al castillo, su visita ya había sido sobradamente anunciada. Tres hombres los observaban desde la puerta de entrada.

Ibn Ammar mandó detenerse a la tropa a una distancia segura de la puerta, desmontó de su caballo, dejó caer sus armas y ordenó a Djabin y Hadi que siguieran su ejemplo. Luego empezó a subir el estrecho sendero, provisto de peldaños en las partes más empinadas, que pasaba junto al pueblo y llegaba hasta la entrada del castillo. Sus dos guardias personales lo siguieron a pie, y tras ellos Lope y tres hombres de la tropa.

Cuando estuvieron a tiro de piedra del bastión de la puerta, Ibn Ammar ordenó a Lope y a sus hombres que esperaran allí.

—Intentaré llegar al castillo con Djabir y Hadi —dijo.

Estaba sereno, pero un nervio le latía en el párpado derecho. Ese tic incontrolable lo molestaba desde hacía ya unos cuantos meses. Un síntoma de la edad. Giró la cabeza, para ocultar el tic a Lope.

—Quédate aquí hasta que te haga una señal —continuó diciendo, y acercándose a Lope, añadió en voz baja—: Es posible que no vuelvas a verme. Si es así, esperad hasta que el señor del castillo os dé la noticia y luego decidid vosotros mismos lo que debéis hacer. Llegado el caso, tendréis que emprender el camino de regreso sin mí.

—¿Qué queréis decir? —preguntó Lope.

—Es posible que el señor del castillo me tome prisionero —respondió Ibn Ammar, sonriendo.

—Entonces, ¿por qué os exponéis a ese riesgo? —replicó Lope.

—Sólo podré tomar el castillo si consigo entrar —respondió Ibn Ammar. Apoyó una mano sobre el hombro de Lope y añadió en tono animado—: Quien no se arriesga no cruza el río. —Ya alejándose, se volvió una vez más para decir—: Si no volvemos a vernos, saluda de mi parte a la hija del hakim. —Luego indicó a Djabir y Hadi que lo siguieran.

La puerta estaba construida en una abertura de la roca, que constituía el único acceso al castillo. La abertura estaba amurallada, y sobre ésta descansaba el bastión de la puerta, una torre colosal que se levantaba hasta más de doce hombres de altura. Más abajo, en el pretil, había ahora cinco hombres. La puerta no se movía. La portezuela de entrada permanecía cerrada.

Ibn Ammar se detuvo a una cierta distancia de la puerta y gritó hacia el bastión, dando su nombre y pidiendo una entrevista con el señor del castillo.

—Yo soy Ahmad ibn Suhail —gritó uno de los cinco hombres—. ¿Qué quieres?

—Traigo un mensaje del príncipe de Zaragoza —dijo Ibn Ammar.

Los cinco hombres deliberaron en voz baja. Luego volvió a hablar el señor del castillo:

—¿Eres el mismo Ibn Ammar que una vez fue hadjib del príncipe de Sevilla?

Ibn Ammar lo confirmó. Tuvo la impresión de que los hombres se inclinaban aún más sobre el pretil, para poder verlo mejor.

—La puerta está condenada —gritó el señor—. Tenemos que subirte por la muralla.

—Esperaré —dijo Ibn Ammar. Se volvió hacia Djabir y Hadi, que estaban inmediatamente detrás de él. Hadi no quitaba la vista de los hombres del bastión, como si no confiara en ellos. Djabir también parecía estar temblando de nervios por dentro. Estaban completamente al descubierto. Los hombres de arriba podían acabar fácilmente con ellos con unas pocas piedras; no tenían ninguna posibilidad de cubrirse.

Ibn Ammar vio a Lope, de pie junto al peñasco en el que se había despedido de él, se llevó las manos a la boca y le gritó:

—Todo está bien. Tienen que subirnos por la muralla, porque la puerta está condenada.

Vio que Lope levantaba una mano para dar a entender que lo había oído.

Luego bajaron un cesto por la muralla. Estaba atado a una fuerte cuerda, y tenía dos agujeros debajo para las piernas, de modo que uno pudiera apoyarlas contra la muralla mientras lo izaban.

Djabir cogió el cesto y dijo en voz baja:

—Dejad que suba yo primero, señor.

Ibn Ammar negó con la cabeza.

—No, será mejor que yo vaya primero. No deben pensar que tengo miedo.

Se sentó en el cesto y se dejó izar. Dos de los hombres lo ayudaron a pasar sobre el pretil. Vio que también pasaban el cesto, pero no dejó notar su desconcierto, sino que saludó según mandaba la cortesía.

Frente a él estaba el señor del castillo, un gigante que le llevaba una cabeza de altura y tendría unos diez años menos que él, provisto de una barba negra como la pez y ojos azules.

—Has cometido un error viniendo aquí. Ibn Ammar —dijo arrastrando las palabras de un modo muy peculiar.

Ibn Ammar enarcó apenas las cejas, y advirtió de repente que el temblor del párpado había cesado. Se sentía extrañamente aliviado. Había imaginado tantas veces esa situación durante el largo viaje que no estaba sorprendido. Así pues, éste es el fin, pensó. Inclinándose ligeramente, preguntó:

—¿Debo considerarme tu prisionero?

El hombre asintió, sin mostrar ni rastro de una sonrisa. Abú’l–Fadl Hasdai había acertado: un noble terrateniente sin modales, sin la mínima educación.

—¿Puedo comunicárselo a mi gente? —preguntó Ibn Ammar.

—Más tarde —dijo el señor del castillo, y dándose media vuelta se dirigió hacia el interior de la fortaleza. Ibn Ammar lo siguió sin vacilar. Quería evitar que le pusieran las manos encima.

Fuera, Lope se hacía reproches. Tendría que haber sospechado algo cuando Ibn Ammar le gritó que lo subirían por la muralla. Por qué razón iba a condenar la puerta la guarnición de esa fortaleza inexpugnable, si sólo tenían delante a una pequeña tropa de veinte hombres. Pero ya era demasiado tarde. Ya mientras Ibn Ammar era izado por aquella muralla cortada a plomo, lo había embargado la inquietante sensación de que su amistad con Ibn Ammar podía terminar a las puertas de ese castillo. Ibn Ammar había entrado en su vida al pie de una muralla, y ahora, siguiendo el camino inverso, desaparecía por encima de otra muralla.

Aguardaron dos días. Luego, el señor del castillo gritó desde la muralla que Ibn Ammar sólo sería puesto en libertad a cambio de una adecuada cantidad de dinero. Esperaría una oferta de Zaragoza, pero el príncipe debía darse prisa, pues también podía ofrecerle el prisionero al príncipe de Sevilla.

Emprendieron el regreso enseguida. Los dos guardaespaldas de Ibn Ammar se unieron a la tropa. Cabalgaron hacia el noreste, tomando el mismo camino por el que habían venido, pero recorriendo menos distancia cada día, para cuidar los caballos y poder buscar mejor la posibilidad de un botín. Mantenían los ojos abiertos. Como Ibn Ammar había sido tomado prisionero, ya no recibirían soldada alguna; tenían que buscarse la vida ellos mismos si no querían volver a casa con las manos vacías. Pero la región por la que viajaban era yerma y pobre, una llanura seca, azotada por el viento y rodeada de montañas, en la que podían cabalgar medio día sin ver siquiera la cabaña de un pastor. No era sitio para hacer botín.

Al atardecer del séptimo día llegaron a la carretera que iba de Valencia a Toledo. En la tropa había un moro natural de un pueblo cercano a Valencia, que afirmaba que allí se podía coger algo. Una llanura amplia y fértil entre las montañas y el mar, con pueblos muy ricos y comerciantes en las carreteras. Dirigirse hacia allí implicaba dar un largo rodeo hacia el este, hacia el mar, pero todos estuvieron de acuerdo en hacerlo. Todos sin excepción, incluidos los dos guardaespaldas de Ibn Ammar.

Cabalgaron a través de bosques y desiertas regiones montañosas. Antes de llegar a la última cima que los separaba del mar, hicieron alto, para dar un día de descanso a los caballos y explorar el camino. A medianoche reemprendieron la marcha, cabalgaron por la llanura hasta la salida del sol y atacaron dos fincas, en las que únicamente robaron dinero y trajes y se llevaron consigo a los caballos y a una mujer que le había gustado al capitán. Luego arremetieron por los pueblos como un fantasma, metiéndose en las casas, registrando todo lo que parecía un escondite de dinero, robando las lámparas de plata de las mezquitas, matando a quienes se resistían y prendiendo fuego a los establos antes de seguir su vertiginosa marcha. No fue hasta una hora después de la puesta de sol que los moros consiguieron reponerse de la sorpresa lo bastante como para poner en funcionamiento su sistema de alarma.

A partir de ese momento encontraron cerradas las puertas de todos los pueblos, y sus habitantes, que habían subido a los tejados armados de piedras, lanzas y hachas, los recibían con una lluvia de proyectiles cuando los veían pasar a todo galope por la carretera. Uno de los hombres fue derribado de su silla por una piedra; un segundo fue alcanzado en la cara por una lanza, que le destrozó la nariz; dos caballos fueron heridos de tanta gravedad, que tuvieron que abandonarlos. Así las cosas, decidieron rodear los pueblos, y conformarse únicamente con lo que encontraban en la carretera, que no era mucho, pues la mayoría de los moros ya se había puesto a cubierto.

Sólo cuando estaban ya de regreso, casi llegando nuevamente a las montañas, se toparon con un comerciante que al parecer no había oído las señales de alarma. Era un moro de Valencia, acompañado de cuatro mujeres, que parecían esclavas. Las cuatro tenían el rostro cubierto por velos, y montaban sendas mulas. Los tres jinetes que los escoltaban habían huido al ver acercarse a la banda.

Robaron al comerciante hasta lo último, le quitaron el caballo y las cuatro esclavas, y siguieron cabalgando en dirección a las montañas.

No había sido la gran cabalgada con la que habían soñado, pero no era poco lo que había caído en sus manos. Podían estar satisfechos. Y el camino que tenían por delante aún era largo.