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SEVILLA
VIERNES 23 DE MAYO. 1071
20 DE SIWÁN, 4831 / 20 DE RADJAB, 463
A veces le parecía como si estuviera sumido en un sueño dentro de otro sueño. A veces estaba tan despierto que nada se le escapaba, ni el más fugitivo aroma ni un movimiento ni un sonido. A veces, cuando estaba tumbado sobre la espalda, todo su cuerpo era un sólo oído atento, y afuera el canto de los pájaros era tan fuerte como si cantaran dentro de su propia cabeza. A veces le parecía como si estuviera cayendo en un abismo sin fondo y sentía pánico, aunque al mismo tiempo se daba cuenta de que sólo estaba cayendo en su imaginación, y que le bastaba usar la razón para detener la caída. A veces se sentía tan ligero como una pluma al viento y se estiraba entre los cojines, agotado como un niño lo está de jugar, y se dejaba arrullar por tiernos laúdes, y sus pensamientos revoloteaban ante sus ojos como mariposas, flotando ligeros y ajenos a todo. A veces se desvanecían todos sus pensamientos, reventaban como irisadas pompas de jabón, con un delicado sonido, apenas perceptible, y entonces no quedaba nada, nada más que un vago recuerdo de algo dueño de una belleza irreal. ¿Era eso el paraíso? ¿No era todo lo que había vivido en esos últimos días tan irreal como un sueño del paraíso? ¿Seguía siendo él mismo? ¿Acaso todo lo que percibía no había cambiado extrañamente? ¿No eran las siluetas más perfiladas, los colores más vivos, los aromas incomparablemente más ricos que nunca antes? ¿No estaba cada sonido como reforzado por su propio eco?
A veces, cuando se separaban y él se volvía y cerraba los párpados, veía ante si a Karima, veía sus ojos serios e interrogantes dirigidos hacia él, y lo embargaba un sentimiento nostálgico que le oprimía la garganta, como un dolor taladrante o como el punzante recuerdo de un dolor que una vez se posara, insoportable, muy hondo dentro de él. A veces, cuando se abrazaban, creía tener entre sus brazos a Karima. ¿Era el dolor real? ¿No era también únicamente parte de un sueño, un penoso engendro de su fantasía, irreal como todo lo demás? A veces se sentía inclinado a aceptarlo todo sin hacer preguntas. Algo le había ocurrido. No era responsable, simplemente se dejaba llevar, estaba como en un borrachera, el pasado y el presente se confundían en su mente, le costaba mucho traer a la memoria el devenir de los acontecimientos, ya no sabía hasta qué punto podía confiar en sus recuerdos.
Cuando estaba acostado junto a ella, junto al cuerpo blanco de la muchacha estirada entre las almohadas de seda, relajada por el sueño, el rostro oculto en los brazos, el cabello brillante como vellón negro sobre sus hombros, cuando era consciente de su belleza y no quería creer en sus ojos, sólo tenía que alargar una mano para cerciorarse. Algo se estremecía bajo la piel de la muchacha cuando él la acariciaba con la punta de los dedos, y el fino vello se erizaba como si pasara entre ellos una corriente de aire. Él sintió cómo ella se movía bajo su mano antes de despertar. Vio cómo pestañeaban sus ojos. Estaba tan cerca, yacía tan cerca de él… Ella lo miró por encima del brazo, y él le devolvió la mirada, perplejo como un niño, como si aún no pudiera comprender que él la había despertado a la vida con el contacto de su mano. Y ella levantó la cabeza, se apartó los cabellos de la cara con el brazo, se estiró complacida bajo su mano y se acercó a él con un movimiento flexible, se arrimó a él, le susurró al oído palabras tiernas, que él no comprendió.
La muchacha se llamaba Nujum. En algún momento había dicho su nombre. ¿Cuánto tiempo había pasado desde entonces? Se habían amado, luego él le había preguntado su nombre, y ella se lo había dicho.
Nujum. Él ya no sabía exactamente si significaba «estrella» o «estrellas», o si era el nombre de una estrella determinada. Ella se lo había explicado, pero él no lo había entendido bien. Al principio le había costado mucho entender lo que decía. La muchacha hablaba un español notablemente cortado, como él sólo había oído hablar una vez, en Córdoba, a uno de los jinetes de la tropa bereber. Ella venía de la misma región que el bereber, del otro lado del mar. El pueblo del que venía se encontraba a los pies de una cordillera de cumbres nevadas. Eso era lo único que recordaba la muchacha. La habían vendido a un comerciante cuando era aún muy pequeña. Ni siquiera recordaba a su madre, sólo esas cumbres cubiertas de nieve.
Entre tanto, él ya se había acostumbrado a su español cortado. Oía su voz muy cerca de su oreja. Ella lo llamaba por su nombre. Sonaba como si la lengua de la muchacha jugara con las letras para acostumbrarse al sonido de su nombre. No podía pronunciarlo correctamente; lo que decía sonaba como «Lubb» o algo así.
—El señor… —dijo Nujum—, si el pregunta, ¿qué dirás, Lubb? ¿Tú estás satisfecho? ¿Tú dirás, Lubb está satisfecho con Nujum?
Él no comprendía que quería.
—¿Qué señor? —preguntó.
—El señor —dijo ella, impaciente—. Tu señor, mi señor, el mawla, el poderoso hadjib… ¿Qué dirás, Lubb, si te pregunta?
—¿Por qué habría de preguntarme? —inquirió Lope.
—Te preguntará, Lubb —respondió ella con voz tenue—. Mañana te preguntará. Si dices, estoy satisfecho, Nujum podrá quedarse. Oh, quisiera quedarme contigo, Lubb, quisiera quedarme. —Se abrazó a él y volvió a su idioma, que Lope no comprendía, repitiendo una y otra vez a su oído la misma frase. Sonaba como una súplica.
Lope cogió la cabeza de la muchacha entre sus manos e intentó consolarla. Le parecía tan joven en ese momento, tan tierna y frágil. Parecía muy asustada, y él no comprendía de qué tenía miedo. Sólo intuía que necesitaba su protección.
Más tarde, Lope despertó y ella estaba temblando entre sus brazos, la cara empapada en lágrimas, aferrada a él como si no quisiera soltarlo nunca. Sollozando y atragantándose, contó una confusa historia de la que él solo entendió la mitad.
La muchacha se había criado en Ceuta, ciudad portuaria de las costas africanas, en casa del comerciante al que la vendieron sus padres. Junto con muchas otras muchachas, había recibido formación de una esclava negra. (Lope no entendió de qué tipo de formación se trataba, y tampoco se lo preguntó, pues no se atrevía a interrumpirla).
Cuando tenía doce años, un criado de al–Mutadid, el antiguo príncipe, la había comprado y traído a Sevilla. En el harén del príncipe le había tocado compartir habitación con una abisinia, una chica morena muy alegre y de su misma edad. Habían sido como hermanas, apoyándose la una a la otra.
Una noche, un tembloroso criado las había despertado de un profundo sueño. Dos doncellas las habían maquillado y adornado rápidamente y, acto seguido, un mozo de cámara las había llevado en presencia del príncipe. (Lope no quería oir la historia, y se lo dijo, pero la muchacha insistió en que escuchara hasta el final).
El príncipe las había desnudado y tumbado con destreza, las había palpado con manos frías y había comprobado su virginidad, observándolas con ojos desapasionados, como un trampero observa a los asustados animales que han caído en sus trampas. El príncipe estaba por encima de ellas, un anciano de barba cana, vestido de blanco de la cabeza a los pies, de piel descolorida y ojos amarillentos y acuosos, como salido de la tumba. Las había desvirgado con su bastón, con el pomo de marfil de su bastón. Ella había permanecido petrificada de miedo, muda de espanto, incapaz de moverse, con los sollozos de su amiga morena en los oídos y apretando los labios para no ponerse a gritar de terror. El príncipe no había encontrado ningún placer en ellas, y las había despedido con un regalo insignificante. A su amiga no volvió a verla hasta unas semanas después, cargada de joyas, vestida con seda bordada en oro, vanidosa, presumida, por un breve tiempo la favorita del príncipe, rodeada por un enjambre de doncellas y criados del palacio. (Lope no quería creer lo que le contaba la muchacha, pero Nujum había repetido la historia tantas veces que no quedaba la menor duda. La muchacha daba una especial importancia a que Lope comprendiera la forma en que el príncipe le había arrebatado la virginidad. ¿Por qué tenía tanto miedo de que Lope no estuviera satisfecho de ella? ¿Por qué tenía miedo del hadjib?).
Había contado la historia susurrando, con voz atormentada, y como llevada por una fuerza interior, la cabeza enterrada en el cuello de Lope y la boca apretada a su oreja. Había necesitado mucho tiempo para llegar al final de su historia, y se había ido tranquilizando a medida que Lope la escuchaba. Había dejado de temblar entre las manos de Lope, para luego yacer inmóvil en sus brazos.
Pero un instante después se había abalanzado vorazmente sobre él, se había aferrado a él con uñas y dientes, como queriendo meterse en su cuerpo, como queriendo unirse tan íntimamente a él que ya nada pudiera separarlos.
Todo había sido distinto, todo había sido incomparablemente más hermoso que cuanto había vivido antes. A veces, cuando seguía con mano suave las líneas de su cuerpo, la muchacha le parecía un ángel caído del cielo, y le subía por el cuerpo un miedo estremedecedor de que la muchacha se desvaneciera ante sus ojos apenas asomara el sol.
A veces pensaba en Karima. A veces, cuando tenía los ojos cerrados, la veía frente a él, veía su mirada dirigida hacia él. Y le dolía el corazón. ¿Era culpa de él? ¿Quedaba siquiera un resquicio de esperanza de que pudieran acercarse el uno al otro más allá de la distancia de una mirada melancólica? ¿De qué servían sus deseos? Había cosido dentro del forro de su peto de cuero la hoja de papel con sus nombres; la había cosido a la altura del corazón. ¿De qué había servido?
Cuando el pequeño paje negro lo sacó de la habitación de la torre en que lo había recibido Ibn Ammar, él había pensado que no podría soportarlo. Pero en el fondo siempre lo había sabido: él y la hija del hakim judío jamás habían tenido la menor posibilidad.
¿Tendría que haberse defendido? ¿Tendría que haber cerrado los ojos ante la belleza de esta muchacha? ¿Tendría que haber rechazado sus caricias?
Tras la audiencia con Ibn Ammar había despertado de una larguísima noche de ensueños, de planes disparatados, de pulso tan acelerado como después de un galope endemoniado. El paje negro había aparecido al pie de su cama.
—El excelentísimo señor, el hadjib, que Dios vierta sobre él la cornucopia de sus dones, os invita a un baño para embelleceros la mañana.
Lope había seguido al paje por el parque del palacio, hasta llegar a un edificio bajo, coronado por varias cúpulas de distintos tamaños, que se levantaba entre altos árboles. Un vestuario recubierto de mármol, con una piscina de brillantes piedras verdes en el centro, rodeada por una serie de habitaciones para descansar, a cual más lujosa, con azulejos multicolores, ventanas de mármol filigranado y hamacas forradas en seda, todas las puertas abiertas de par en par, como si al terminar el baño uno mismo tuviera que decidir qué habitación prefería.
Lo había recibido un viejo criado de los baños, un abisinio digno y canoso que lo atendió en silencio y lo acompañó con solícita cortesía hasta la puerta del baño de vapor. Lope todavía recordaba cada detalle: los multicolores rayos de luz que caían de las cúpulas, dibujando vistosas figuras sobre el suelo de mármol blanco; las piscinas, de un mármol tan blanco y diáfano como la nieve derretida; los tubos de agua, pulidos y blancos; los grifos de plata, que tenían forma de aves y trinaban como éstas cuando el agua salía de ellos. Aún le resonaba en el oído el misterioso silencio que lo había envuelto: el ligero murmullo del agua; el delicado gorjeo, que competía con los trinos de los pájaros del parque; el suave susurro de la futa de seda que el criado le había atado alrededor de las caderas; el sonido apenas perceptible de sus pasos sobre las baldosas de mármol.
Nunca había visto algo tan hermoso como esos baños. Y lo que había visto hasta ahí no era más que el principio.
En el cuarto de vapor, el vapor colgaba en espesos velos, y de arriba caía una luz tan brillante que no podía verse más allá de tres pasos. Una luz lechosa, casi de otro mundo, amarilla y dorada, con tonos rojizos, colores que se iban entremezclando a medida que el vapor se movía y, de tanto en tanto, dejaba ver las dos piscinas instaladas frente a la pared del horno y los cristales de colores de las aberturas de la cúpula, por donde entraba la luz.
Cuando Lope entró en el cuarto de vapor, ella ya estaba allí, pero el vapor la había ocultado a su mirada. Lope se había sentado en el escalón más bajo, frente a la pared del horno, y apoyando la cabeza en las manos se había puesto a contemplar el juguetón remolino de nubes de vapor. Se había quedado así un largo rato, sin darse cuenta de la presencia de la muchacha, hasta que, de pronto, había oído un ruido y había visto un rápido movimiento por el rabillo del ojo.
Ella había permanecido sentada detrás de Lope, en diagonal, un peldaño más arriba, y, al ir a la piscina, había pasado a sólo dos pasos de él. Por un instante de demencial y creciente expectación, Lope había creído que era Karima, había estado convencido de que Ibn Ammar, a pesar de todo, había hecho el milagro. Karima siempre había estado tan cerca a él en sus sueños que de repente le parecía absolutamente normal que apareciera en los baños. Era tan sólo el cumplimiento de sus sueños.
Lope sólo la había visto vagamente entre el ondulante vapor; la misma figura esbelta, los mismos cabellos largos, negros y rizados. Un suave reflejo de luz dorada sobre su piel. Ni siquiera lo había sorprendido la desnudez de la muchacha.
Su corazón se había detenido un instante al volver ella el rostro, sonriéndole, y advertir Lope que no era Karima.
Luego había contemplado cómo se sumergía en el agua. La había seguido con la mirada mientras pasaba a su lado, camino de la puerta, con la gracia y ligereza de un animal joven, el cabello meciéndose al ritmo de su andar. Ella había desaparecido tras la puerta sin volver a mirarlo una vez mas.
Lope se había quedado un largo rato en el baño de vapor. Había hecho que el viejo criado le diera un masaje, lo afeitara y le frotara con el guante de crines, hasta que la piel le zumbaba cuando se pasaba el dedo. Luego se había puesto una futa limpia y había seguido al criado a los vestidores.
Había esperado secretamente volver a encontrar allí a la muchacha, pero no se la veía por ningún lado.
Luego el criado lo había acompañado hasta una puerta chapada en plata. Había abierto la puerta y se había apartado para dejarlo pasar.
—El misericordioso señor, el sublime hadjib, que Dios le conceda muchos años, me ha ordenado que os abra su propia halwa. Todo está a vuestro servicio. Todo está a vuestra disposición. Todos vuestros deseos son órdenes del misericordioso señor.
Lope había entrado en una habitación, cuya belleza superaba todo lo imaginable. Una habitación octogonal de no más de tres pasos de diámetro, sin ventanas y, sin embargo, inundada por una luz tibia, como si el propio sol del atardecer brillara allí dentro. Las paredes estaban revestidas de losas oscuras, tan pulidas que parecían espejos. La cúpula era de mármol transparente, amarillo y blanco, dispuesto de modo que formaba artísticas figuras. Frente a la puerta, un pequeño lavabo en el que desembocaban cuatro tubos de oro, de los cuales, si se giraban los grifos, salía agua caliente, tibia, fresca y fría. En el centro, un colchón redondo. El sector circular del suelo, entre el colchón y las paredes, estaba adornado con dibujos formados por la reunión de diminutas piedrecillas de colores. ¡Qué dibujos! Lope nunca había visto nada semejante. Mostraban hombres, mujeres y jóvenes divirtiéndose en un jardín, entre flores y rosales; abrazándose, amándose y enlazándose de tan diversas maneras como Lope jamás habría podido imaginar. Las mujeres estaban desnudas, y representadas con tal naturalidad que sólo verlas ya era excitante.
Lope apenas se había atrevido a entrar, menos aún a tumbarse en el colchón. Al abrirse de pronto la puerta, aún seguía indeciso al borde del lecho. No había necesitado volverse para saber quién había entrado. Lo había envuelto un perfume embriagador. La muchacha había cerrado la puerta, había hecho una reverencia y le había hablado en el mismo tono de sumisión que antes habían empleado el paje y el criado de los baños.
—Mi señor, el poderoso hadjib, que Dios lo bendiga, me envía a satisfacer vuestros deseos.
Había traído una bandeja con frutas y bebidas, que luego había dejado en el suelo, y había pasado al lado de Lope para encender el incensario metido en un nicho de la pared, encima del lavabo. Había pasado tan cerca de él que lo había rozado. No estaba mucho más vestida que las mujeres de los dibujos del suelo. La túnica que llevaba ahora era de una tela tan delgada que se hubiera podido pasar por el interior de un anillo.
—¿No queréis sentaros, señor? —había dicho la muchacha, y Lope había obedecido en silencio. La habitación se le había hecho estrecha con ella sentada frente a él; no había espacio para esquivarla ni posibilidad de rehuir su mirada. Su figura esbelta, su graciosa sonrisa reflejada en todas las paredes, y su reflejo junto al suyo, tan cerca como si estuvieran ya el uno en brazos del otro, como las parejas de los dibujos del suelo.
Había sido como un juego, cuyo desenlace había estado claro desde el principio. Lope ya no recordaba cómo se había desarrollado exactamente ese juego. ¿Lo había tocado primero ella? ¿Había sido él? ¿Sus miradas se habían encontrado en el reflejo de la pared o había sido cara a cara, en el lecho? Lope recordaba la risa de la muchacha por su sobresalto cuando ella le echó agua de rosas de la boca. Recordaba que la muchacha se había quitado la túnica, fina como una tela de araña, y cómo lo había hecho. Recordaba cómo sus ojos se habían oscurecido y su voz había adoptado un tono más ronco y vibrante cuando de pronto empezó a hablar en su idioma, con palabras que sonaron tan intimas y tiernas que Lope había creído comprenderlas. Recordaba sus manos, sus labios, las yemas de sus dedos, iniciados en misterios insospechados.
Lope no necesitaba recordar. Compartía todos los secretos con ella. Sentía los labios sobre su piel, sentía sus manos, su cuerpo esbelto y liso. La tenía en sus brazos.
En algún momento habían salido de la halwa, y Nujum lo había llevado a un pabellón, unido al baño por un discreto emparrado. Nadie los había molestado, habían estado tan solos como la primera pareja en el paraíso. Y habían seguido jugando al mismo juego.
Un arroyo encauzado con mármol entraba en el pabellón por una abertura de la pared, desembocaba en un estanque llano, donde nadaban brillantes pececillos plateados, y volvía a salir por el otro lado. Sobre el estanque colgaban dos campanillas, una amarilla y una azul. Si tiraban de la cinta azul, venía navegando por el arroyo un barquito cargado de bebidas; si tiraban de la amarilla, el barquito llegaba cargado de espléndidos manjares. No les faltaba nada.
Cuando se hizo de noche, Nujum encendió una lámpara, que volvió a apagarse cuando ella se quedó dormida. Más tarde, en algún momento indeterminado, Lope también se durmió.
Tuvo un sueño sombrío. Lope se topaba con un negro gigantesco, que tenía los rasgos del criado de los baños y lo saludaba sumisamente, hasta que de pronto se arrancó del rostro la máscara de anciano venerable y se arrojó sobre Lope enseñando los dientes. Bajo la máscara se ocultaba el castellán. Luchó contra él y supo que perdería, de modo que intentó huir. Pero no conseguía avanzar, por mucho que corriera, las piernas no le obedecían, se le hacían más y más pesadas. Se escondió en un estrecho pasillo oscuro y se arrastró por él, hasta que ya no pudo continuar. Se sumió en el pánico al advertir que no podía seguir ni hacia atrás ni hacia delante, y con la cabeza gacha se aferró al pasillo. Pero luego empezó a resbalar, cayó cada vez más hondo, se precipitó en un agujero negro. Hasta que, de repente, se encontraba otra vez en la halwa. Vio los dibujos del suelo y, mientras los contemplaba, advirtió espantado que una de las mujeres desnudas era Karima. Karima se volvió hacia él, se le acercó por el prado cubierto de flores, mirándolo con ojos tristes, mientras él intentaba en vano esconderse de ella. Vio que Karima le quería decir algo, vio que se llevaba las manos a la boca y le gritaba algo, pero no pudo entender lo que decía. Estaba demasiado lejos.
Cuando despertó aún era de noche, pero ya se oía el canto de los primeros pájaros. Se sentó. Estaba bañado en sudor y sentía la frente fría. Nujum yacía entre sus piernas, estirada como una gata joven. Seguía dormida, y su respiración sonaba muy fuerte. Lope se quedó quieto para no despertarla.
—Quisiera hacerte un regalo, Lope de Guarda —le había dicho Ibn Ammar antes de despedirlo aquella noche después de la audiencia—. Espero que te guste y que lo aceptes. Me haría muy feliz poder pagarte de esta manera parte de mi deuda de gratitud.
¿Era Nujum el regalo del que había hablado Ibn Ammar? ¿Era tanto su agradecimiento que le había regalado una muchacha?
Primero habían asistido a un desfile militar a las puertas de la ciudad y habían presenciado la marcha del ejército del príncipe. En primera línea, el estandarte verde del príncipe; los atabales, a caballo; las trompetas y demás instrumentos de viento de la banda, tras el chinesco de plata. Luego, mulas y camellos cargados de regalos y trajes de honor, que el príncipe pensaba obsequiar a los oficiales de sus tropas. Divisiones de caballería en apretada formación, cada unidad vestida de un color distinto, rojo carmesí, azul celeste, dorado, con ondulantes pendones en las lanzas, los caballos de las primeras líneas con gualdrapas del mismo color. Luego, el príncipe en persona, montado en un corcel blanco y vestido con un brillante mantón blanco, blancas botas de seda y un pañuelo blanco a la cabeza. Justo detrás de él, en un caballo morcillo, un gigante negro vestido de oro y púrpura, sosteniendo sobre el príncipe la sombrilla de seda verde adornada con piedras resplandecientes, símbolo de su dignidad regia. Pegado al portador de la sombrilla, y vestido con tanto lujo como él, el portador de la espada del príncipe. Más atrás, cuatro guardaespaldas. Luego el hadjib, abriendo el séquito del príncipe: los visires y dignatarios de la corte, los qadis y funcionarios de la ciudad, todos en ricas galas de fiesta. Finalmente, los negros de la guardia personal del príncipe, seguidos por lanceros vestidos con levitas negras y, entre ellos, porteadores cargados de arcones tachonados en cobre, que contenían las soldadas de honor que se repartirían ese día a la tropa. Y más atrás, como cierre, el gran timbal de latón repujado, cuyo sonido sordo y retumbante apagaba cualquier otro ruido.
Por la tarde habían presenciado en la gran sala de audiencias del al–Qasr la recepción dada a una embajada del príncipe de Almería. La corte había sacado a relucir toda su pompa. Soldados habían formado una calle de dos filas desde la puerta que daba al río hasta la entrada al palacio. Habían atravesado tres salones, cada uno ocupado por toda una tropa de criados magníficamente vestidos, que habían saludado a los invitados y los habían ido acompañando trecho por trecho, hasta llegar finalmente al salón en el que se encontraba el príncipe. A la entrada del salón, porteros de librea, guardias bien armados, con yelmos de plata, y funcionarios de protocolo, que sólo dejaban entrar a los privilegiados invitados.
Pajes morenos los habían rociado con perfume; un alto funcionario del palacio, provisto de un bastón de plata, había gritado sus nombres mientras entraban en el salón. Alrededor estaban los dignatarios, dispuestos según su rango, vestidos con más lujo aún que durante el desfile. El príncipe era el único que estaba sentado, el único vestido de blanco, más espléndido aún que quienes lo rodeaban. El portador de la sombrilla, lleno de oro y piedras preciosas. El paje encargado del mosquero, con una túnica cubierta de pies a cabeza por perlas. A la derecha del príncipe, dos de sus hijos; a la izquierda, Ibn Ammar, el hadjib.
Lope no había visto jamás semejante despliegue de color, semejante lujo, semejantes galas, que hacían que hasta el más humilde paje pareciera un señor. Luego había visto también cómo el embajador de Almería presentaba sus respetos al príncipe; había presenciado el intercambio de regalos, la entrega de los trajes de honor, el ceremonial de discursos y saludos. Y había quedado convencido de que era imposible que existiera en todo el mundo un soberano más poderoso que al–Mutamid, el príncipe de Sevilla.
A la mañana siguiente había salido de la ciudad con el séquito de Ibn Ammar. Por la tarde habían llegado al palacio de verano del hadjib, situado en las montañas del norte. Un palacio blanco, rodeado de un vasto parque, que una vez había pertenecido a los califas de Córdoba. Esa misma noche, Ibn Ammar lo había mandado llamar a su presencia.
Se habían visto a solas en una pequeña habitación, cubierta de tapices, en lo alto de una torre. Sólo un pequeño paje negro había entrado de tanto en tanto para atenderlos. Ibn Ammar había hablado de Barbastro y de su encuentro al pie de la muralla. Había hablado de Yunus y de cuán agradecido estaba al hakim, y, por un instante de pasmo y felicidad, Lope había acunado la esperanza de que, a pesar de todas las dificultades, los sueños que lo unían a Karima aún podían convertirse en realidad. Pero Ibn Ammar, sin darse cuenta, no había tardado en destruir sus esperanzas con un par de palabras secas.
El hadjib había hablado de Zacarías, el joven médico que había cuidado de Lope en el hospital. Había dicho que Yunus quería desposar a su hija con ese joven médico, que ya estaba prometida, que el matrimonio ya estaba pactado desde hacía algún tiempo. Había dicho que por ese motivo quería incluir a Zacarías en la lista de sus médicos de cabecera, para honrar a Yunus a través de su yerno. No había dejado ninguna salida abierta. Nada a lo que Lope pudiera aferrar sus esperanzas.
Mientras Lope se perdía en estos recuerdos, fuera ya había amanecido, y el gorjeo de los pájaros se había hecho tan intenso que parecía como si todos los pájaros del parque se hubieran reunido frente al pabellón para cantar a la mañana. No se oía nada más que el canto de los pájaros y el ligero murmullo del agua cayendo sobre el mármol. Luego, de pronto, una voz nueva se sumó al concierto, primero tímida y vacilante, como si tuviera que cerciorarse de su canto antes de lanzarse a las alturas con alegre fuerza, clara y delgada como el sonido de una flauta, sollozante, melodiosa, superando cada trino con otro aún más desgarrador, abandonándose una y otra vez a nuevas melodías, tan indescriptiblemente bella que todos los otros pájaros parecieron enmudecer.
Era un pájaro pequeño y poco vistoso, de pico amarillo. Se hallaba dentro de una jaula colgada del punto más alto de la cúpula, por donde una abertura dejaba pasar la luz. Estaba posado en la varilla más alta de la jaula, tan cerca de la abertura como se lo permitían las rejas. No podía ver el parque, pero parecía intuir que el agujero abierto encima de él conducía a la libertad, y cantaba con el pico levantado hacia arriba, como si quisiera gritar al exterior. Cantaba sin cesar. No parecía esperar una respuesta, y a veces se percibía, en medio de su alegre canto, un tonillo lastimoso, como si no cantara a la alegría de esa mañana, sino al recuerdo de otra mañana, vivida en algún otro lugar más feliz.
Cuando el primer rayo de sol doró el tamiz de la abertura de la cúpula, el pájaro enmudeció, y de repente se hizo un extraño silencio, en el que los cantos de las otras aves no eran ya más que un eco lejano.
Lope sintió que Nujum se movía, como si el repentino silencio la hubiera despertado. Vio que abría los ojos y vio su sonrisa al advertir cómo se había acurrucado entre las piernas de Lope mientras dormía. Todavía medio dormida, empezó a acariciarlo, y sus dulces manos difuminaron todos los pensamientos que oprimían a Lope, que, ahora ligeros y vagos, simplemente se desvanecieron.
Yunus se esforzaba por hacer creer a su hija que todo seguía el curso habitual. Pero cada día le resultaba más difícil. Por la mañana, cuando se sentaban a desayunar juntos y la conversación se tornaba monosilábica, a Yunus las pausas se le hacían insoportablemente largas. En la cena, cuando contaba a su hija lo ocurrido durante el día, se sentía tan penosamente charlatán, sentía tan falso y mentiroso el tono de parloteo que adoptaba su voz, y su comportamiento le parecía tan poco natural, que creía que todo el mundo debía de notarlo. Por momentos estaba convencido de que Karima lo había descubierto hacía mucho. Por momentos dudaba si acaso ella se habría dado cuenta de algo.
Él, por su parte, había pasado mucho tiempo sin advertir cuánto había cambiado su hija, cuánto había adelgazado, y que se había vuelto más callada y taciturna. Desde que sabía lo que pasaba por la mente de Karima, Yunus descubría cada día nuevos signos de esa inquietante transformación. Había adelgazado ostensiblemente. Sus ojos se veían desmesuradamente grandes en su rostro pálido, de piel ya casi transparente. Apenas probaba bocado. A menudo estaba tan ausente que no escuchaba cuando le hablaban. Después de que Ibn Ammar le dijera que Lope ya no representaba peligro alguno, Yunus había llevado a su hija al consultorio con frecuencia, en la esperanza de que el trabajo la distrajera. No se le había ocurrido pensar que, por el contrario, esto sólo empeoraría las cosas, pues estando fuera de casa Karima podía albergar cada instante la esperanza de que el joven español apareciera en la calle en cualquier momento. Debido a ese estado de constante tensión, Karima se había desmayado dos veces, y a Yunus no le había quedado más remedio que dejarla en casa, bajo la vigilancia de Dada y Ammi Hassán.
También la había observado una y otra vez el sabbat, en la sinagoga, y en cada ocasión el aspecto de la muchacha había sido para él como un cuchillo atravesado en la garganta. Yunus había visto el sofocado nerviosismo de su hija de camino a la sinagoga, sus ojos centelleantes de expectativa buscando a Lope en el antepatio, y su profunda desesperación al tener que admitir que buscaba en vano. Había momentos en que Yunus maldecía haber recurrido a Ibn Ammar. Había momentos en que estaba a punto de ceder y de dejar que todo siguiera su curso natural.
Pero él era médico, y conocía bastante bien los síntomas que observaba en su hija. Había visto a muchos padres desesperados que llevaban a su consultorio a una muchacha pálida y demacrada, con todos los síntomas de ese mal producido por un amor desdichado. Sabía por experiencia propia cuán rápidamente solía pasar ese mal, incluso sin ayuda del médico. Sin embargo, una vez se había dado un caso trágico: hacía ocho años, la hija de uno de los ancianos del Consejo se había arrojado al agua a causa de un joven; pero esa había sido la única, extraña excepción. Y Yunus estaba convencido de que su hija era inmune a tal grado de desesperación. No era de las que se rinden; era demasiado fuerte como morir de ese mal.
No obstante, más tarde Yunus comprendió que Karima también era demasiado fuerte como para sucumbir a los deseos de su padre. Era demasiado testaruda, demasiado consciente de su propio valor, como para renunciar a Lope sin más y olvidarlo. Así, Yunus decidió recurrir por segunda vez a Ibn Ammar.
Dos días después vino un secretario con la noticia de que el hadjib se había permitido poner a disposición de Yunus una barca para la fiesta del final del ayuno, al acabar el Ramadán. Una gran barca, con un timonel, cuatro remeros y espacio para más de veinte pasajeros. Yunus invitó a sus amigos Ibn Eh y ar–Rashidi, con sus respectivas familias, y también a Nabila y Sarwa y sus hijos. Ammi Hassán cargó cojines y almohadones y la vieja Dada preparó comida y bebida para la excursión por el río.
Como de costumbre, el día de la fiesta la ciudad estaba muy animada. A los musulmanes, el Ramadán se les hacía muy arduo cuando tocaba en época de calor, y tanto más celebraban entonces el final del periodo de ayuno. Los judíos y cristianos también celebraban. Las tabernas del suburbio de Taryana estaban abiertas toda la noche, había música en todas las calles y el río estaba tan infestado de barcas que a veces parecía como si uno pudiera ir de una orilla a otra sin mojarse los pies. Una de las diversiones preferidas que la sociedad sevillana reservaba para los días de fiesta era una excursión por el río. La gente de pocos recursos salía en botes de pescadores y balsas hechas por ellos mismos; los pudientes alquilaban grandes barcas y elegantes góndolas; los ricos y notables tenían sus propias embarcaciones, algunos poseían incluso grandes galeras con diez o doce remos y una orquesta que tocaba en cubierta. A veces el príncipe mismo tomaba parte en la diversión, encabezando con sus naves de lujo el desfile de barcos festivos.
Las embarcaciones tomaban rumbo al faro de Shantabaw, donde vendedores ocasionales montaban sus puestos de comida; visitaban las islas del delta, la pequeña o la grande, donde crecía hierba siempre verde y pastaban gigantescas manadas de caballos de la cabaña del príncipe. Los pobres pescaban y asaban peces en hogueras; los ricos mandaban preparar deliciosos platos a sus cocineros, comían en cubierta y se intercambiaban manjares de barco a barco. Los chicos hacían carreras de remos, y los jóvenes revoloteaban alrededor de aquel bote en el que habían descubierto a una bella muchacha. Y en todas partes, allí donde se encontraban amigos y conocidos, había un alegre jaleo que duraba hasta muy entrada la noche, cuando las últimas embarcaciones adornadas de luces regresaban a la ciudad empujadas por la entrada de la marea en el río.
Los amigos de Yunus se estaban pasando el día en grande. Un día azul de verano, no demasiado caluroso, pues aún no había empezado a soplar el simún; el aire era claro y suave, y estaba impregnado del olor salado del mar. Comerciantes provistos de pequeños y veloces botes de remo vendían las primeras uvas e higos de Málaga. Hasta Karima se había contagiado de la alegría que reinaba a bordo y parecía haber olvidado por un instante sus preocupaciones.
Sólo Yunus no tenía la tranquilidad necesaria para divertirse con los demás. No sabía qué estaba preparando Ibn Ammar, pero intuía que se avecinaba un encuentro que causaría un gran dolor a su hija. Se había pasado todo el día buscando el bote con que se toparían, observando a los paseantes que hacían señales desde la orilla, mirando cada vez más nervioso a su alrededor. No sucedía nada.
Sólo poco antes de la puesta de sol, cuando ya habían pasado ante los hornos de calcinación de Taryana, Yunus descubrió de repente una banca que los seguía a una cierta distancia. Estaba pintada del mismo color y llevaba el mismo pendón que la banca en que iban ellos, pero era más delgada y veloz, y se les estaba acercando rápidamente. En la cubierta elevada de popa sólo se veía a dos pasajeros, un joven elegantemente vestido, con una faja verde mar en la cabeza, y una muchacha de llamativa belleza, sin velo y con el cabello suelto. Estaban sentados el uno al lado del otro, la muchacha con la cabeza apoyada sobre el hombro del joven, y miraban hacia atrás, contemplando la resplandeciente estela que dejaban a su paso. Un hijo de casa noble paseando por el río con su esclava favorita.
Sólo cuando la otra barca estaba a punto de adelantarlos, descubrió Yunus que aquel muchacho era Lope.
Un instante después miró también a Karima. No se atrevía a mirarla abiertamente. La observaba con la cabeza gacha, desde debajo de las cejas. Vio cómo se le iban los colores del rostro, cómo luchaba por mantener la compostura y ponía en juego todas sus fuerzas para no llamar la atención. Yunus rezó para que Lope no advirtiera su presencia. Rezó para que Ibn Eh no reconociera al joven. Fijó la mirada, con desesperada tensión, en los remos de la banca de Lope, como si pudiera así aceleran su ritmo.
Karima no apartó la vista, siguió con la mirada a la pareja hasta que la vela los ocultó a sus ojos.
Luego se sentó inmóvil en su sitio, junto al mástil, se asomó por la borda y se puso a contemplar el agua. Cuando volvió a levantar la mirada, parecía completamente tranquila. Tampoco en el camino de regreso a casa dejó entrever nada.
—Creo que nuestra ovejita ha vuelto al redil —dijo la vieja Dada la noche siguiente. Cuatro días después, Karima dio su consentimiento a la boda con Zacarías.