EL TÚMULO

Habían transcurrido aproximadamente tres mil quinientos años, y en la remota isla septentrional de Gran Bretaña, por lo que sabemos, no había ocurrido nada memorable. Hacia el norte, la capa de hielo había retrocedido hasta ocupar más o menos su actual posición ártica, y el mar había seguido elevándose y engullendo nuevas tierras, de forma que el lago interior enclavado junto a la colina se había convertido en un resguardado puerto, ya que buena parte del terreno ubicado entre la colina y el antiguo macizo cretácico había sido recubierta por el mar. La temperatura también había continuado subiendo, de modo que en la parte septentrional de la isla la tundra había desaparecido, cediendo el paso a unos bosques acariciados por la fresca brisa. Poco a poco el reno, el bisonte y el alce fueron desapareciendo también.

Pero en el lugar donde confluían los cinco ríos, los descendientes de Tep y Hwll, y otros como ellos, continuaron cazando sin que nadie les importunara, y si de vez en cuando algunas gentes de espíritu aventurero lograron atravesar el Canal y se afincaban en la isla, éstas no tardaron en adoptar las antiguas costumbres de los cazadores de la región.

Pero en otros lugares, la historia era muy distinta, pues con anterioridad al 5000 a. C. se registró la revolución más importante que ha experimentado el mundo occidental. Una revolución que se inició en Oriente Medio y se propagó a través de gran parte de Europa: la adopción de una economía de producción, basada en la agricultura y la ganadería.

Ello supuso un cambio radical. Marcó el comienzo del mundo moderno. Previamente, una familia que dependía de la caza para subsistir, incluso en una región como Sarum, debía recorrer muchos kilómetros de terreno en busca de comida; pero para plantar cosechas y criar ganado, bastaban unas pocas hectáreas y era posible almacenar la comida. Ese cambio de costumbres marcó el comienzo de una riqueza como jamás ha experimentado la humanidad. Si hasta aquel momento en la historia el hombre había sido tan sólo una figura en el paisaje, a partir de esas fechas comenzó a dominar el mundo, controlándolo y configurándolo para su propio provecho.

Hacia el año 4000 a. C. esos cambios épicos habían tenido unos resultados extraordinarios.

En las tierras cálidas y fértiles situadas entre los grandes ríos del Tigris y el Eufrates en el Irán actual, un pueblo imaginativo e industrioso —los sumerios— había empezado a edificar las primeras ciudades estado del mundo. Con barro y ladrillos construían viviendas y en las zonas altas levantaban templos. En Oriente Medio, otros pueblos habían comenzado a adquirir nuevas y sofisticadas habilidades: en Egipto confeccionaban lino; en Mesopotamia, ingeniosos alfareros mezclaban el cobre procedente de las montañas con el cristal y creaban hermosos y complejos diseños que aplicaban a las piezas de cerámica. En la costa de Arabia Saudí, los buceadores buscaban ostras de las que extraían unas perlas que exportaban, y en la costa del Levante, los mercaderes navegaban en pequeñas embarcaciones equipadas con velas cuadradas de cuero, transportando cargamentos de cobre, marfil y cerámica de alegre colorido.

Hacia el norte, en Europa, no existían ciudades. Pero en la inmensa región que se extendía desde el Danubio hasta el Báltico, los agricultores plantaban cosechas, criaban ganado y quemaban los rastrojos para enriquecer la tierra; asimismo, construían grandes establos y casas de madera de hasta treinta metros de largo. Hacia el oeste, en la costa septentrional francesa de Bretaña, los campesinos habían aprendido a decorar sus obras de piedra y sus cerámicas con intrincados diseños formados por un sinfín de espirales, arcos y círculos.

Había comenzado el período Neolítico de agricultores y constructores en piedra, y la edad de una nueva aleación de metal, el bronce, no tardaría en iniciarse.

Pero no en Gran Bretaña.

Pues en Gran Bretaña, separada por el mar de esos acontecimientos, imperaba aún la época del cazador.

Una mañana estival, aproximadamente cuatro mil años antes de Cristo, un grupo de seis barcas penetró en la pequeña ensenada junto a la colina y se dirigió aguas arriba por el apacible río que conducía a Sarum.

Las barcas estaban construidas con pellejos pintados de vivos colores fijados a un armazón de madera; medían unos cinco metros de longitud, eran anchas, tenían una quilla poco profunda y habían atravesado el Canal de la Mancha desde las costas de Bretaña. Sus tripulantes habían expuesto la vida en esa travesía, pues no conocían la vela, y sus embarcaciones habían sido concebidas para la navegación fluvial, pero por fortuna el tiempo había sido extraordinariamente bonancible.

A bordo de las barcas viajaban unos veinte guerreros, junto con sus mujeres y sus hijos; todos los adultos de ambos sexos manejaban los remos e iban vestidos con sencillos jubones de cuero o lana tejida sin mangas que al dejarles los brazos libres les facilitaban su dura tarea. Asimismo, las barcas transportaban cuatro perros, ocho corderos, doce terneros, diez cerdos y numerosas provisiones, además de imprescindibles tinajas de barro que contenían semillas para plantar. La lana de los corderos era de un color castaño dorado.

En el grupo destacaban dos figuras. En la popa de la última embarcación iba sentado un individuo corpulento. No remaba ni participaba en las demás maniobras, sino que permanecía muy quieto, como si fuera consciente de ser un objeto precioso que transportaban de un lugar a otro. Era de edad y estatura medianas; su grueso corpachón, de peso y dimensiones enormes, tenía en su parte central un perímetro considerable. Se había untado con grasa el cuerpo y la calva y redonda cabeza, de modo que ésta relucía bajo el Sol. Tenía los ojos lacrimosos y separados, y los movía continuamente; no cesaba de resollar. Era el curandero, y su presencia garantizaba que el más grande de todos los dioses, el dios del Sol, contemplaba la empresa con aprobación.

El otro personaje, una figura aún más imponente, era el líder del grupo, un hombre fornido con una barba negra, una nariz descomunal que brotaba de su rostro como un escabroso promontorio, y unos ojillos grises y coléricos. Mientras las barcas se deslizaban rápidamente sobre las aguas del río, el líder de los guerreros, de pie en la proa de la primera embarcación, dirigía las operaciones. A sus pies yacía un bastón negro. Sus ojos de mirada feroz escrutaban la ribera en busca del menor signo del enemigo, pero comprobó que el lugar estaba desierto.

Se equivocaba. En el extremo norte de la rada, oculto detrás de unas cañas, un cazador no había dejado de observar las seis barcas desde que éstas habían aparecido en la estrecha bocana. Era un individuo bajo y delgado; su espesa pelambrera negra y su angosto semblante le daban el aspecto de una comadreja; tenía los dedos de los pies largos y prensiles, una característica que compartía con numerosos cazadores de aquella región. Estaba sentado en una sencilla canoa, una embarcación idónea para navegar por aquellas aguas plácidas, pero lenta y primitiva comparada con las seis largas barcas que acababan de desfilar ante él. En cuanto hubieron pasado, el hombre se bajó de la canoa y, utilizando el sendero que conocían los cazadores, echó a correr hacia el interior a través del bosque. Eso le permitió adelantarse a las barcas que navegaban aguas arriba; pero no se detuvo ni un instante, sino que prosiguió su camino.

El líder de los recién llegados era una figura extraordinaria que, en la costa de la que provenía, ya se había convertido en una leyenda en vida. Lo llamaban Krona el Guerrero.

Había comenzado siendo un simple agricultor, parecido a tantos otros modestos terratenientes que habitaban en la región. Y eso es lo que habría seguido siendo —un hombre de carácter afable, con unos hijos sanos—, de no haberse producido una de esas tragedias que obligan a un hombre, o a una comunidad, a tomar un rumbo muy distinto.

En el caso de Krona, lo que alteró la situación fue la invasión de una tribu que desde hacía tiempo venía merodeando por aquella zona. Se presentaron repentinamente en aquella región costera a principios de un verano; nadie sabía con exactitud de dónde procedían, ni qué motivo les había llevado a trasladarse allí; pero daba la impresión de que habían llegado del este. Era un esquema que habría de repetirse a lo largo de miles de años en la tumultuosa historia de Europa. Una y otra vez, los invasores —a veces un grupo de atacantes, otras todo un pueblo— irrumpían en Europa occidental con una fuerza temible; procedían de Escandinavia, de las llanuras germanas, de las lejanas estepas del centro de Asia; algunos se afincaban en el nuevo territorio, otros llegaban, lo arrasaban todo y se marchaban.

Los saqueadores que habían llegado para devastar la región de Krona eran un grupo relativamente insignificante, una tribu anónima pero feroz, formada por unos individuos altos y fuertes que acampaban en inmensas tiendas de campaña de cuero, y cuyo único interés consistía en cazar, robar y destruir. Habían instalado su base a unos ciento cincuenta kilómetros al nordeste y cada primavera recorrían la costa en grupos guerreros, prendiendo fuego a granjas y asentamientos aislados e incapaces de repeler esos inesperados ataques. Un día, Krona realizó una solitaria expedición a un lugar de la costa, y a su regreso descubrió que los invasores habían quemado su granja, matado a su mujer y a sus cuatro hijos y se habían llevado todas sus cabezas de ganado. Cuando Krona contempló aquella terrible escena, juró:

—Me vengaré.

El año siguiente, cuando los invasores irrumpieron de nuevo dando alaridos a través de los campos, se encontraron de pronto con una fuerza perfectamente organizada compuesta por veinte hombres de las granjas de toda la región. Los agricultores iban bien armados y les estaban esperando, y tras una encarnizada pelea consiguieron poner en fuga a los sorprendidos invasores, a los que Krona y los suyos persiguieron implacablemente, día tras día, con el propósito de aniquilarlos. Pues Krona sólo tenía una aspiración: vengarse.

La operación se repitió al año siguiente, cuando los invasores regresaron en un número aún mayor; y en años sucesivos.

Al poco tiempo Krona logró reunir a cincuenta o sesenta hombres, y como luchaban en su propio territorio, doblaban en eficacia a sus agresores. Lucían pinturas de guerra de color azul, y aguardaban emboscados a sus enemigos para disparar contra ellos una devastadora andanada de flechas con puntas de sílex. Los asaltantes empezaron a temerlos. Pero lo que más temían eran los combates cuerpo a cuerpo, pues los agricultores blandían unas hachas cortas de piedra y eran metódicos y despiadados.

Sin embargo, Krona sólo portaba un arma: una enorme porra de roble ennegrecida por los años. La punta más contundente estaba formada por un enorme nudo en la madera; en el otro extremo, más delgado, Krona había insertado una afilada púa de sílex. Era un arma terrible, con la que Krona era capaz de matar a un hombre de un solo golpe, o de rajarlo en dos con una cuchillada propinada de abajo arriba; el enemigo no podía adivinar de qué forma Krona acabaría con él.

Cuando no luchaba, Krona se convertía de nuevo en un pacífico agricultor, y las gentes de la región decían: «Puedes discutir con Krona, pero no discutas nunca con su garrote».

Al cabo de una docena de años de guerras, los invasores tomaron la prudente decisión de abandonar aquella zona y se dirigieron al sur, y la paz se instauró de nuevo en la región, al menos durante un tiempo.

Pero sus habitantes no estaban satisfechos. Temían que los invasores regresaran. Por otra parte la tierra cultivable escaseaba, pues aunque el terreno era pobre y se agotaba fácilmente, otros agricultores, deseosos de gozar de la protección de Krona, habían acudido a establecerse allí y el lugar estaba superpoblado. Asimismo, los jóvenes que habían luchado junto a Krona y echaban de menos la acción se sentían inquietos. Habían comprobado que podían derrotar a esas hordas salvajes, ¿pero de qué otras cosas eran capaces? En el aire flotaba un espíritu de aventura; y esos jóvenes agricultores sintieron el deseo de buscar nuevas tierras: ¿pero dónde?

—Dicen que la isla situada al otro lado del mar es muy fértil —comentó uno—. Sólo viven en ella unos pocos cazadores. Si vamos allí podremos apoderarnos de tanta tierra como deseemos.

—Suponiendo que los cazadores no te maten antes —replicó otro con una risotada.

—Puede que Krona acceda a guiarnos —sugirió un tercero.

Y así fue como sucedió. Krona estaba cansado de luchar; se estaba haciendo viejo, iba a cumplir cuarenta años y aunque había defendido con energía las tierras donde su primera familia había sido asesinada y vengada él también estaba dispuesto a abandonarlas. Pese a su edad, Krona había tomado una nueva esposa —una muchacha de carácter alegre que le había dado dos hijos varones— y pronto accedió a conducir al grupo hasta la isla en busca de un nuevo asentamiento.

Ahora, al contemplar la isla por primera vez, Krona se sintió complacido con lo que vio.

La rada era un lugar abrigado. Mientras navegaban río arriba, Krona observó que la ribera estaba repleta de árboles, y aunque no vio rastros de presencia humana comprendió que la tierra era fértil. No obstante, ese terreno bajo y difícil de defender no era lo que el cauto cabecilla andaba buscando, y ordenó a las barcas que continuaran río arriba. Tras recorrer unos tres kilómetros, decidieron montar su campamento y pernoctar allí.

Al día siguiente, por la tarde, Krona llegó al lugar donde confluían los cinco ríos; y en cuanto divisó la ancha cuenca y las colinas circundantes sonrió. A instancias suyas las barcas no tardaron en alcanzar la entrada al valle septentrional y la colina que lo protegía, cuya posición defensiva natural era evidente.

—Nos estableceremos aquí —dijo Krona.

Pero quedaba por resolver la cuestión de qué hacer si se encontraban con unos cazadores.

Krona no sólo era un valiente guerrero, sino un cabecilla nato y prudente, y había dado a sus hombres unas órdenes muy precisas.

—No ataquéis a ningún cazador —les dijo—. Conocen bien el terreno y pueden destruirnos. Si queremos vivir aquí en paz, debemos hacer amistad con ellos.

Esta estrategia fue puesta a prueba de inmediato, pues cuando amarraron las barcas en la ribera Krona observó que, en la franja de terreno despejado que había entre los árboles y el río, había aparecido una docena de hombres, quienes les apuntaban en silencio con sus flechas y lanzas. La noche anterior Taku, el cazador que tenía los dedos de los pies más largos de lo normal, había llegado corriendo desde el puerto para advertir a sus compañeros de la llegada de las barcas. Éstos permanecían inmóviles observando a los extraños con suspicacia.

Lentamente, Krona desembarcó solo y ascendió por la ribera. Después de depositar su palo ceremoniosamente en el suelo, para demostrar que había venido en son de paz, se aproximó a los cazadores. Mediante el lenguaje de gestos, entre ellos tuvo lugar la siguiente conversación:

Estas palabras provocaron un murmullo de asombro.

A una señal de Krona, su joven esposa, Liam, se acercó portando un magnífico recipiente de cerámica, y una túnica confeccionada con lana tejida, que ella misma había bordado con cuentas y gemas. Los cazadores examinaron ambos objetos, al principio con cautela y luego con admiración. El cuenco de cerámica les llamó poderosamente la atención. Se trataba de un objeto voluminoso, redondo, que parecía casi una bolsa de cuero. Su superficie contenía diminutos fragmentos de sílex, lo que le daba una consistencia de galleta, y había sido cocido hasta adquirir un intenso color marrón. Los cazadores jamás habían visto nada parecido. El cuenco pasó rápidamente de mano en mano. En cuanto a la túnica, también los dejó maravillados. Era de lana tejida y toda la parte delantera estaba cubierta con cuentas de alegres colores, trocitos de ámbar e incluso perlas que habían llegado a manos de Krona indirectamente a través de unos mercaderes del sur amigos suyos.

Los cazadores intercambiaron miradas de asombro. Eso no tenía sentido. ¿Cómo iban a subsistir esos extranjeros si no cazaban?

Krona les mostró los animales que transportaban en las barcas. Los cazadores no salían de su asombro.

A fin de corroborar sus palabras, las mujeres sacaron de las embarcaciones otros seis espléndidos recipientes de barro y otras tres túnicas. Los cazadores contemplaron admirados esas maravillas.

Krona aguardó sin moverse mientras los cazadores conferenciaban. Taku, que había llegado antes que las barcas, insistió en que debían matar a los recién llegados.

—Están mintiendo —dijo—. Cazarán en todas nuestras tierras. Matadlos ahora y coged sus regalos. —Varios cazadores se mostraron de acuerdo con él.

—Es posible que Taku tenga razón —terció un hombre anciano y corpulento llamado Magri—. Pero son fuertes y están bien armados. Dejad que entren en el valle. Si cumplen su palabra, no pasará nada malo. Si han mentido, podemos tenderles una emboscada más tarde, cuando no estén preparados.

Después de discutir unos momentos, acabaron aceptando este plan sabio y provisional.

De modo que en cuestión de minutos Krona adquirió el valle y la pequeña colina de Sarum; los cazadores, satisfechos con sus nuevos tesoros, partieron hacia sus campamentos situados junto a los ríos.

A la mañana siguiente Krona recorrió el pequeño valle, señalando con su porra los límites de las parcelas, que iba asignando a cada hombre y a su familia en las fértiles laderas que se alzaban sobre el río. Cada familia se ocuparía de desbrozar su parcela, plantar cultivos y criar ganado en aquel terreno donde podrían vivir las sucesivas generaciones. Krona examinó el río, y al observar que estaba repleto de peces una expresión de satisfacción se extendió sobre su rostro duro y curtido. Sonrió al contemplar los cisnes que habían construido sus nidos entre los juncos de la ribera, frente a la pendiente donde él había decidido construir su granja.

Pero a los recién llegados les faltaba realizar un acto de gran trascendencia. Conduciendo al grupo de emigrantes colina arriba con una rapidez y agilidad asombrosas para un hombre de su corpulencia, el curandero les ordenó que desbrozaran un espacio de unos diez metros de anchura situado en la cima. Hombres, mujeres y niños se pusieron manos a la obra: se trataba de una tarea importante y sagrada que ninguna persona sensata y temerosa del dios del Sol podía negarse a realizar. Ésta les llevó varias horas, y cuando terminaron, desde el calvero que habían desbrozado se divisaba un magnífico panorama. Toda la parte norte estaba rodeada por onduladas y boscosas colinas; hacia el sur, el amplio y fértil valle repleto de bosques y ciénagas se extendía hasta el horizonte azul, hasta el mar que los presentes acababan de cruzar. Todos emitieron un murmullo de aprobación.

Tras imponer silencio, el curandero les ordenó que dispusieran una gran hoguera en el centro; y mientras se afanaban en esa tarea, él se preparó para la importante ceremonia pintándose el rostro de blanco con unos polvos que siempre llevaba consigo. Asimismo, practicó una pequeña incisión en uno de sus dedos y con la sangre que manó de la herida se pintó unos círculos alrededor de los ojos.

Cuando hubieron terminado los preparativos, Krona condujo solemnemente hacia la pira a uno de los ocho corderos de los que dependía el futuro de los rebaños de la comunidad. No existía mayor prueba de la reverencia que sentían hacia el Sol que ofrecerle un presente tan valioso.

Entonces, con voz aguda pero sonora, el curandero exclamó:

—¡Contémplanos, oh dios del Sol! Tú nos indicarás el momento de plantar y de cosechar en estas tierras, tú, que diriges las estaciones, que engordas a nuestras ovejas y a nuestro ganado y contemplas satisfecho nuestras cosechas; nuestras vidas y nuestro valle son tuyos: acepta nuestro sacrificio.

A continuación degolló al cordero y lo colocó en la pira; luego, después de arrojar musgo y ramitas secas sobre los troncos dispuestos, frotó entre sí dos palos hasta que se encendieron y prendió fuego a la hoguera. Cuando las llamas comenzaron a exhalar nubes de humo hacia el encapotado cielo que se extendía sobre el valle, el curandero se acercó a cada uno de los asistentes y les cortó un mechón de cabellos. Una vez que hubo obtenido unas muestras de cabello de todos los presentes, las arrojó a las llamas, asegurándose de ese modo que el dios del Sol supiera que todos los pobladores habían participado en el sacrificio. De golpe, como en respuesta a la ofrenda, el Sol se asomó por detrás de una nube y durante unos momentos la desnuda cima de la pequeña colina apareció bañada en luz.

Así se celebró la fundación de la colonia.

Los cambios que se registraron durante los meses sucesivos asombraron a los cazadores, quienes los presenciaron desde los cerros que rodeaban el valle. Los pobladores empezaron de inmediato a desbrozar las laderas talando los árboles y quemando los rastrojos, y las mujeres se dedicaron a remover la tierra y a plantar el precioso grano. Junto a los pequeños sembrados, los hombres utilizaron los árboles que habían talado para construir unas recias viviendas, que rodearon de empalizadas de juncos. En las laderas, los niños guardaban los rebaños de ovejas de pelo castaño, el más preciado tesoro de la comunidad, y procuraban que el ganado no pisara los campos donde crecía el trigo. Por las noches, los animales eran conducidos a la granja de Krona, y aunque los aullidos de los lobos que poblaban los bosques cercanos reverberaban en todo el valle, Krona se aseguraba de que la majada estuviera a buen recaudo y que no faltara ninguna oveja. Pese a que esas actividades les parecían incomprensibles, los cazadores se sentían impresionados, pues era evidente que los pobladores sabían lo que hacían. Éstos, siguiendo las órdenes de Krona, procuraban evitar a los cazadores. Se ocupaban de sus menesteres y permanecían dentro de los estrictos límites del valle.

Los pobladores se sentían satisfechos con su nuevo hogar, y ninguno más que el propio Krona. Admiraba a su joven esposa, con su altivo caminar y sus ojos relucientes. Sonreía al ver a sus dos hijitos seguir a la esbelta y ágil figura de su madre mientras ésta bajaba por la colina hacia el valle.

A pesar de que Krona estaba envejeciendo, el hecho de ver lo orgullosa que estaba de él Liam, su fogosa mujer, casi le permitía olvidar el dolor de la pérdida de su primera familia.

Durante los primeros meses, sin embargo, ocurrieron dos incidentes que sentaron la pauta de la futura relación entre ambas comunidades.

Poco antes de que llegaran las primeras nieves, Taku, el cazador que tenía los dedos de los pies largos y prensiles, persiguió a un espléndido ciervo hasta el valle. El ciervo se escapó; Taku mató a uno de los preciados terneros de los pobladores y lo acarreó colina arriba, procurando ocultarse entre los árboles. Fue una imprudencia, pues lo vio una de las mujeres y antes de que Taku hubiera alcanzado la cima de la ladera los pobladores lo atraparon. Tres de ellos, furiosos de que les hubiera robado un ternero, arrastraron al pequeño cazador hasta la granja de Krona. Mientras descendían por el valle se unieron a ellos otros pobladores, hasta que se juntó un nutrido grupo formado por la mitad de los pobladores del valle y sus familias, quienes se congregaron frente a la granja sobre la colina.

Cuando Krona salió a recibir a la enfurecida multitud, analizó detenidamente la situación. El delito debía ser castigado; matar a un ternero merecía la muerte. Pero al mismo tiempo Krona pensó también en la relación de los pobladores con los cazadores. Después de contemplar a Taku con aire pensativo, observó los largos dedos de sus pies.

Taku no respondió.

Krona se volvió hacia los pobladores y exclamó:

—¡Tiene los dedos de los pies demasiados largos! Luego hizo una señal al curandero, quien se acercó al instante y con un movimiento seco de su cuchillo de sílex cortó la última falange de los dedos gordos de Taku. El cazador lanzó un alarido de dolor.

Los pobladores se echaron a reír, divertidos ante aquella escena, y Taku se alejó cojeando. Ningún cazador se atrevió a tocar a otro animal del valle.

El segundo incidente ocurrió durante el invierno. Fue un invierno tan largo y frío que el río llegó a congelarse. Como los agricultores no habían alcanzado a recoger la primera cosecha y no deseaban comerse los pocos ejemplares de ganado, que destinaban a la crianza, estaban medio muertos de hambre. Un día Magri, el fornido cazador, y su hijo bajaron al valle desde las tierras altas, portando entre ambos un ciervo que habían cazado. Lo arrojaron ante la casa de Krona y se alejaron sin decir palabra.

A partir de aquel día, los pobladores y los cazadores convivieron en paz.

No obstante, había muchas cosas que desconcertaban a los cazadores, y muchas que les intrigaban.

Los pobladores les dejaron examinar aquellas barcas largas y puntiagudas que tanto les fascinaban, sobre todo a Taku, que pese al castigo recibido había entablado una curiosa amistad con varios agricultores.

—Son resistentes, pero ligeras —observó maravillado mientras paseaba cojeando alrededor de las mismas. No cabía duda de que esas barcas construidas con pieles de animales eran más grandes y manejables que su propia embarcación, hecha de un tronco vaciado.

A las mujeres les asombraban las prendas tejidas, y también los hombres estaban impresionados por las sólidas viviendas de madera de los pobladores. Pero durante mucho tiempo, las complicadas operaciones de plantar cultivos y criar animales les confundieron, del mismo modo que les extrañaba el que los campesinos metieran al ganado en sus casas para protegerlo durante los meses invernales. Aunque era lógico y sensato que un ganadero y su familia durmieran junto a los animales de quienes dependía su subsistencia, a los cazadores les parecía una costumbre chocante.

Hacia fines del segundo año los agricultores habían recolectado sus primeras cosechas y visto multiplicarse sus cabezas de ganado, y los cazadores tuvieron que reconocer que aquéllos habían cumplido su palabra: vivían en el valle, y no habían tenido necesidad de penetrar en los terrenos de caza.

—Comen bien —observaron las mujeres.

—Pero viven como viejas —replicó el anciano Magri. Él medía sus fuerzas con las de los animales que cazaba; deambulaba libremente por los elevados cerros bajo el cielo inmenso, donde sólo oía el lamento del viento. La vida estática y confinada del agricultor, dedicado a cultivar sus cosechas y a mantener a sus animales encerrados en corrales, no le atraía lo más mínimo.

—No es vida para un hombre —declaró, y los demás cazadores se mostraron de acuerdo con él.

Transcurridos otros dos años, el valle había cambiado tanto que los cazadores apenas lo reconocían.

En la colina que daba al río, se alzaba la granja de Krona. Era un recio edificio de madera, de unos diez metros de largo por cinco de ancho, dotado de un empinado tejado de paja y una amplia entrada que dejaba penetrar la luz y el aire. A su alrededor se agrupaban varios cobertizos. En las laderas de la colina, donde el suelo era fértil y nada cenagoso, Krona había dispuesto unos pequeños sembrados de diversas formas, cuyos bordes había delimitado con unas piedras. En ellos había plantado trigo, cebada y lino, después de labrar los campos con un pequeño arado provisto de una cuchilla de sílex, un artefacto que en caso necesario podía manipular sin necesidad de utilizar a un animal. El sistema de arar los campos en sentido horizontal y luego vertical era la forma más eficaz de remover la tierra con un instrumento tan ligero como el arado prehistórico. Cerca de las chozas había dos fosas, de dos metros de profundidad por uno de ancho, forradas con paja trenzada; en éstas y en los receptáculos de barro cocido, se conservaba el grano. Junto al río correteaban los puercos y, algo más arriba, en los prados que los agricultores habían limpiado de árboles, pacían las vacas y las ovejas. A lo largo de todo el valle septentrional se observaba el mismo esquema, pues los pobladores despejaban de árboles los terrenos para dedicarlos a la agricultura y el pastoreo.

Los cazadores no salían de su asombro.

El hecho de desbrozar las laderas de un pequeño y remoto valle ubicado en medio de un gigantesco bosque que cubría buena parte de la isla supuso un arañazo casi imperceptible en la superficie del paisaje.

Pero esos primitivos desbrozos habían de tener una importancia decisiva en el paisaje de una parte de Gran Bretaña.

Porque con sus talas de árboles, Krona y sus hombres pusieron en marcha un proceso que desembocaría en un cambio permanente en la composición del suelo. Los períodos anteriores habían creado el fértil y delgado manto de tierra que cubría las llanuras cretáceas de Gran Bretaña, y los árboles que poblaban los macizos montañosos hacían que se conservara este manto de tierra, que en ocasiones medía sólo unos pocos centímetros de grosor. Cuando los hombres talaron los árboles, esta frágil cubierta se vio de pronto expuesta al viento y a la lluvia, y en muchos lugares fue arrastrada colina abajo, dejando sólo una tierra dura repleta de sílex. Cuando en ocasiones los árboles volvían a crecer antes de que el manto de tierra desapareciera por completo, con frecuencia el hombre o sus animales lo destruían de nuevo. Una vez eliminado el manto de tierra, el suelo cretáceo que quedaba era lo suficientemente fértil para plantar en él trigo, o para que pastaran las ovejas; lo cierto es que este proceso trajo consigo nuevas formas de vida a la región —prímulas, ranúnculos e infinidad de mariposas, que hallaron en los campos su habitat natural—, pero los bosques no volvieron a crecer allí.

Una vez iniciado, este destructivo proceso continuó a través del tiempo impulsado por su propio ímpetu. Como el trigo agotaba esa tierra caliza y era preciso dejarla en barbecho, los campesinos conducían a las ovejas a los campos para que eliminaran los rastrojos y fertilizaran el suelo, a la vez que seguían talando árboles para disponer de tierra cultivable. A medida que transcurrían las generaciones, el número de ovejas iba aumentando con rapidez, al igual que la población humana, de modo que el proceso de desbrozar el terreno se aceleró. Los agricultores actuaban con un celo implacable y destructivo: los experimentos han demostrado que con sus hachas de sílex, tres hombres podían desbrozar seiscientos metros cuadrados de abedules en tres horas. Y a medida que iban transcurriendo los siglos e iban llegando más pobladores, esos agricultores neolíticos fueron eliminando en todo el sur de Inglaterra la frágil cubierta boscosa de las tierras cretáceas.

Por consiguiente, las desnudas y extensas llanuras cretáceas del sur de Inglaterra que conocemos hoy en día no constituyen un elemento natural del paisaje: fueron creadas por el hombre prehistórico.

Pero una nueva actividad que emprendieron los agricultores volvió a intrigar a los cazadores.

En el tercer año, cuando el preciado rebaño de los pobladores comenzó a crecer, Krona ordenó a todos los hombres que se reunieran en la colina, y allí, bajo sus instrucciones, a escasa distancia del círculo sagrado del curandero, limpiaron de árboles y maleza un rectángulo de cuarenta pasos de longitud y veinte de ancho, apilando alrededor del mismo un modesto muro de tierra. Aquel cercado sería el corral, en el cual el ganado quedaría protegido y custodiado por las noches. Una vez que el trabajo estuvo terminado, Krona contempló el recio terraplén y los sembrados de trigo en las laderas circundantes, y en su rostro fiero se dibujó una sonrisa. El valle empezaba a presentar la apariencia de un auténtico poblado.

Hasta entonces, la relación entre los cazadores y los pobladores había sido la que Krona había deseado. Las dos comunidades vivían separadas, pero cuando se encontraban apenas existían conflictos entre ellas, y al poco tiempo el recinto construido sobre la colina de Krona se convirtió en un lugar de reunión y el foco de un esporádico pero animado comercio. Los cazadores llevaban allí pieles y objetos de sílex, y de vez en cuando un espléndido ciervo que habían cazado; y los pobladores llevaban tejidos y objetos de cerámica. Ambas partes no tardaron en aprender las palabras esenciales de la lengua de los otros.

El incidente con Taku quedó olvidado. Dado que la falta de los dedos gordos de los pies le impedía cazar con facilidad, se convirtió en un experto pescador, y al cabo de un tiempo se dedicó a transportar a los campesinos a lo largo de los cinco ríos en las barcas que tanto admiraba, mostrándoles los mejores lugares donde pescar.

Cuando el asentamiento cumplió seis años se rompió esta precaria armonía y estalló una guerra entre ambas comunidades que por poco destruyó el asentamiento. La culpa la tuvo el curandero.

Dos veces al año, a principios de invierno y en época de cosecha, el curandero se pintaba la cara de blanco y bajaba por el valle hacia la colina de Krona. Caminando como un pato y sin dejar de resollar, trepaba hasta la cima del pequeño promontorio y desde allí, observado por los pobladores, llevaba a cabo el sacrificio al dios del Sol. En invierno, rogaba que la cosecha fuera buena. Y después de la cosecha, la comunidad le daba las gracias. En cada ocasión sacrificaba un animal, generalmente un cordero.

Los cazadores temían al curandero. Sabían que hacía sacrificios al dios del Sol pero no a la diosa Luna, y ellos, al igual que la mayoría de los cazadores, sentían un mayor respeto hacia la Luna. Aparte de eso, algo en aquel hombre gordo, calvo y de mirada taimada les hacía desconfiar de él. Se fiaban de Krona, pero evitaban al curandero siempre que podían.

Con todo, éste tenía un gran poder en el valle. Cuando un niño caía enfermo, llamaban al curandero para que lo curara. Cuando desbrozaban una nueva parcela, el curandero recorría sus límites con el labrador, murmurando un encantamiento. Cuando mataban a un animal, enviaban al curandero la mejor pieza en pago por sus servicios; el curandero vivía bien y era el personaje más influyente en el valle después de Krona. Y aunque, a diferencia de Krona, no era valiente, andaba sobrado de astucia y crueldad.

En el sexto año, si bien la primavera fue propicia y el verano se anunciaba cálido, los campos se vieron anegados por una lluvia torrencial que cayó sin interrupción durante veinte días. La cosecha se perdió por completo. A pesar de que la comunidad poseía suficientes reservas de provisiones para durarles todo el invierno, una mala cosecha constituía un duro golpe. Semejante desastre sólo podía significar que el dios del Sol se sentía ofendido con ellos por alguna razón, y a fin de aplacarlo y garantizar una buena cosecha al año siguiente el curandero realizó aquel invierno un sacrificio especial de cuatro corderos, repitiendo el costoso gesto en primavera.

Aquellos meses fueron una época difícil, no sólo para los campesinos, sino también para el curandero: pues su magia fue puesta a prueba y todos los ojos estaban fijos en él. En primavera y a principios de verano todo discurrió con normalidad, y el curandero, con sus andares de pato y renovada confianza en sí mismo, recorrió los campos de labranza y predijo una abundante cosecha. Pero luego, hacia mediados de verano, llegaron de nuevo las lluvias, y por segunda vez se echó a perder toda la cosecha. Los pobladores se enfrentaron a una dura situación.

Si la segunda pérdida de la cosecha trajo la amenaza del hambre a los campesinos, para el curandero supuso una amenaza aún más grave. Pues todos los pobladores comprendieron con claridad que el dios del Sol estaba enojado y que los sacrificios del curandero no habían surtido efecto.

—El dios del Sol nos ha dado la espalda —dijeron—. No le ha hablado al curandero; ha rechazado los sacrificios.

El curandero había fracasado, y se daba cuenta de su pérdida de influencia entre los campesinos, pues éstos le daban muestras de desconfianza cada día más evidentes. En las granjas los pobladores murmuraban frases de descontento. Las mujeres que tenían hijos enfermos no acudían a él y los hombres le rehuían abiertamente. Un día, en el corral, el curandero vio cómo una mujer, cuyo hijo había pisado una planta venenosa, aceptaba con gratitud un remedio a base de hierbas de uno de los cazadores. El curandero se acercó para impedirlo, pero la mujer cogió las hierbas y se marchó apresuradamente sin mirarlo siquiera.

Un día una pequeña delegación llegó a la granja de la colina para hablar con Krona.

—El curandero nos ha traído dos años de lluvia —se quejaron—. Ha enojado a los dioses y debemos expulsarlo de aquí.

Cuando se hubieron ido, Liam unió su voz al coro de protestas.

—Ha fracasado —recordó a Krona—, y no es de fiar.

El anciano cabecilla sabía que a su joven y orgullosa mujer le disgustaba la influencia que tenía el curandero en el valle, pero aunque él comprendía los sentimientos de los pobladores, se resistía a expulsarlo.

—No debemos apresurarnos —respondió—. No volváis a hablarme de este asunto.

Sin embargo, a partir de aquel día el curandero notó que cada vez que se encontraba con Krona el arrugado y ajado rostro del cabecilla asumía una expresión dura y airada que le infundía un profundo temor. Más preocupante aún fue el comentario que oyó de boca de un joven agricultor que se dirigía a sus compañeros, ninguno de los cuales le llevó la contraria:

—Creo que el dios del Sol no tiene ningún poder aquí —dijo el joven—. Quizás este lugar pertenezca a la diosa de la Luna a quien adoran los cazadores, y deberíamos ofrecerle a ella nuestros sacrificios.

Cuando el curandero oyó esas palabras, comprendió que le quedaba poco tiempo.

En ese momento crítico, cuando el futuro del asentamiento en el valle parecía dudoso, ocurrió un hecho que dio al curandero su oportunidad.

Una mañana, hacia fines de verano, un hombre salió lentamente del bosque y se dirigió hacia el lugar donde confluían los cinco ríos. Era muy viejo, probablemente más viejo que todos los hombres que vivían en el sur de la isla; caminaba apoyado en un bastón y arrastrando los pies; y su inesperada llegada causó una gran conmoción entre los cazadores.

Hacía doce años que no le habían visto y su presencia entre ellos significaba que organizarían en su honor un gran festín, durante el cual discutirían cuestiones importantes como la llegada de los pobladores y le pedirían consejo. Pues ningún hombre era más venerado y sabio que ese anciano, quien aparecía tan sólo una o dos veces en la vida de un cazador.

El anciano era un adivino.

En aquel entonces existían varios adivinos en la isla, unos extraños individuos que solían vivir solos, trasladándose a través de los bosques de un aislado campamento a otro; y en todos los lugares eran recibidos con honores. Esos personajes misteriosos que de vez en cuando desaparecían en el bosque durante meses eran sabios, pues conocían el secreto de todos los bosques, todas las raíces y todas las dolencias, y las costumbres de todos los animales. El adivino que había llegado al valle les infundía un inmenso respeto porque sabían que poseía poderes mágicos y que era capaz de predecir los movimientos de los animales salvajes y del tiempo.

—Está protegido por el dios del bosque —explicó Magri a uno de los campesinos—. Y cuando es Luna llena, conversa con la diosa lunar y ésta le revela sus secretos. Lo llamamos el Anciano del Bosque.

Éste tenía más de sesenta años en una época en que pocas personas alcanzaban los cincuenta. Poseía una sapiencia realmente extraordinaria, pues además de la antigua ciencia del mundo natural, conservaba en la memoria todos los conocimientos referentes a los cazadores. Se sabía las historias familiares de la mayoría de los poblados del sur de la isla; era un excelente relator de historias, pero sobre todo el guardián de la cultura de los cazadores.

—Nos contará numerosas historias —dijo Magri a un campesino—, y ofrecerá un gran sacrificio a la diosa de la Luna, para que la caza nos sea propicia.

Cuando se enteró de la visita del adivino, el curandero comprendió lo que debía hacer.

Al cabo de unas noches, en el lugar donde se unían los cinco ríos se produjo una asombrosa escena. En la ribera, donde el río describía un amplio meandro hacia el suroeste, ardían dos grandes hogueras. Sobre una de ellas se asaba un caballo salvaje, y sobre la otra, un ciervo. Entre las hogueras, formando un amplio círculo, estaban sentadas las veinte familias de los cazadores, que habían acudido de varios kilómetros a la redonda para escuchar al anciano. En la noche estival flotaba un humo azul. Los cazadores comieron opíparamente; el murmullo de voces era constante y entre los asistentes sentados junto a las crepitantes hogueras brotaban frecuentes risas. Hacía años que no se organizaba en la región una reunión tan numerosa, desde mucho antes de que los pobladores llegaran al valle, de modo que mientras saboreaban la carne, el pescado y las bayas que la tierra siempre les había dado, los cazadores casi olvidaron que habían cambiado algunas cosas.

El adivino ocupaba el lugar de honor. Era un personaje curioso: ninguno de los cazadores había visto jamás a un ser humano tan viejo. En su juventud había sido un hombre de estatura mediana, pero con la edad se había ido encogiendo. Su cuerpo parecía un tocón retorcido, sus huesos y articulaciones asomaban debajo de la piel como las ramas y los nudos en la madera. Los largos y plateados mechones de su cabellera y su barba rozaban el suelo. Tenía la tez muy clara, casi translúcida, pero surcada de miles de arrugas diminutas. Estaba sentado muy quieto, con las piernas cruzadas ante él, junto a su bastón, y sus ojos azul pálido casi parecían traspasar a las personas a quienes observaba. Aunque los cazadores le ofrecieron todo tipo de manjares, el anciano apenas probó bocado.

Habían hablado al adivino sobre los pobladores y éste había escuchado con atención, pero aún no había hecho ningún comentario al respecto. Este asunto lo discutirían durante la conferencia que los cazadores habían convocado para el día siguiente. De momento, el adivino se contentaría con recordar a sus gentes su pasado, como sólo él podía hacerlo. Permaneció sentado con las manos apoyadas en el regazo hasta que llegó el momento oportuno.

Por fin, cuando terminó la fiesta, los cazadores guardaron silencio y el adivino tomó la palabra. Al principio su voz era apenas un murmullo, pero atravesó el silencio de la noche como un rayo de luz; y a medida que iba hablando, su voz se fue alzando hasta devenir un melodioso y mágico canto que parecía provenir de muy lejos.

En primer lugar les habló sobre los lejanos tiempos de la caza, cuando sus antepasados en Sarum habían cazado uros, bisontes y jabalíes. Luego les relató historias sobre los dioses. Después describió la región y su geografía, y a las personas que había conocido en sus viajes por la isla. Los cazadores le escuchaban maravillados. El aire estaba impregnado del aroma a humo de madera y carne asada. El adivino les habló del linaje de sus familias, quiénes fueron los que se establecieron en Sarum, de dónde provenían y cuándo habían llegado; en su memoria pervivían sus nombres y hazañas, y las gentes sentadas en derredor de él se sobrecogieron al oír de sus labios la antigua historia de sus orígenes.

Por último, el adivino les relató la historia más antigua, acerca de cómo se había formado la isla, cuando la gran muralla de hielo que se alzaba en el norte se había derretido por la acción del Sol y el mar había cubierto el inmenso bosque situado al este. Era la antigua historia que Hwll el cazador había compuesto hacía más de tres mil años, y que a través de los tiempos había recorrido toda la isla sin apenas sufrir modificaciones. El anciano la narró maravillosamente con su melodiosa voz, al igual que habían hecho muchos adivinos antes que él; y los cazadores permanecieron tan absortos en la historia como él mismo al relatarla. Mientras el río emitía un suave murmullo no lejos de allí, y las hogueras crepitaban, la cantinela del anciano sonaba clara y potente. A sus oyentes no les costó formar en la mente las imágenes de lo que él describía: el gran muro de hielo, la helada tundra, el furioso dios del Sol volando sobre el hielo como un cisne, y el poderoso torrente de agua que irrumpió en el sur y devoró el bosque.

El anciano cantó rítmicamente:

Todos han desaparecido bajo el mar,

todos han desaparecido bajo las aguas:

los animales y los pájaros,

los zorros y los ciervos,

y los robles y los olmos.

El camino que conduce al este ha desaparecido;

y el mar sigue subiendo.

De pronto el anciano bajó la voz y murmuró:

Pero bajo las aguas tenebrosas

el bosque aún vive.

Si os acercáis a la orilla y escucháis

oiréis a los animalillos de la selva;

oiréis sus voces gimiendo entre las olas.

El ataque se produjo súbitamente y por sorpresa. Cuando el anciano llegó al término de su fábula, un grito procedente de fuera del círculo rompió el silencio. Los cazadores se volvieron estupefactos y vieron que estaban completamente rodeados por unos guerreros que se ocultaban entre las sombras, impasibles pero bien armados. Antes de que los cazadores sentados en el suelo pudieran reaccionar, el curandero avanzó hacia ellos con pasmosa agilidad y se plantó en el centro del círculo. Llevaba el rostro pintado de blanco; en torno a sus ojos aparecían unos círculos de sangre. Actuaba con determinación.

Fuera cual fuese el motivo de esta invasión, los cazadores no pudieron hacer nada para defenderse, puesto que ninguno de ellos iba armado. Se produjo un tenso silencio.

El curandero había preparado su operación a conciencia y había obrado con celeridad y astucia. Tomando la precaución de ocultar sus propósitos a Krona, pues sabía que éste no le apoyaría, había recorrido aquella tarde apresurada y sigilosamente todas las granjas del norte del valle con un mensaje simple y persuasivo; tan persuasivo que al anochecer había logrado reunir un contingente de catorce jóvenes guerreros ansiosos de entrar en combate y convencidos de que su curandero había descubierto la causa de las malas cosechas. Al anochecer, y antes de que Krona se oliera lo que estaba ocurriendo, los guerreros abandonaron el valle con sigilo a bordo de sus barcas y se dirigieron hacia la confluencia de los ríos.

El plan del curandero era muy audaz. Si daba resultado, conseguiría al mismo tiempo recuperar su prestigio y reforzar su posición.

La conversación que tuvo lugar en aquellos momentos entre el curandero y Magri, quien en calidad de individuo más anciano habló en nombre de los cazadores, sería recordada durante muchas generaciones.

Los presentes emitieron un murmullo de estupor. El adivino no movió un músculo.

—¡Malvado! —gritó el curandero fuera de sí—. ¡Malvado!

A una señal suya, mientras el círculo de cazadores contemplaba, todavía estupefacto, lo que estaba ocurriendo, dos jóvenes guerreros se precipitaron sobre el anciano y lo arrastraron hacia las sombras. Los cazadores se levantaron enfurecidos, pero el curandero se había anticipado a ellos. Con una velocidad asombrosa para un hombre de su corpulencia, saltó fuera del círculo, y al querer seguirlo los cazadores se enfrentaron a doce guerreros con las lanzas en alto.

—¡Quienes no adoren al dios del Sol deben morir! —declamó el curandero cada vez más exaltado—. ¡Tenedlo presente! —Y a los pocos momentos los guerreros desaparecieron en la oscuridad en busca de sus barcas.

Al llegar al valle, el grupo de asaltantes se encaminó hacia el norte, a un lugar situado sobre el cerro junto a la casa del curandero, y allí, bajo la mirada atenta de los guerreros, el curandero ejecutó al adivino, que aún no había pronunciado palabra. Luego quemó su cabeza y su corazón en una pequeña hoguera y afirmó convencido:

—El año que viene, la cosecha será buena.

El desafuero había sido perpetrado, y una vez cometido no había marcha atrás. La noticia de la ejecución del adivino, llevada a cabo con inusitada celeridad, llegó a oídos de Krona al amanecer, cuando varios de los asesinos llegaron a su casa con antorchas encendidas para proclamar en tono triunfal la gran hazaña que habían realizado. Cuando Krona se enteró de ello, el rostro del viejo guerrero se ensombreció de ira y gritó:

—¡Imbéciles! ¡Ahora tendremos que pelear!

Pero Krona se dio cuenta enseguida de que los guerreros no le hacían caso, y maldijo en silencio al curandero.

Liam sabía lo que había que hacer:

—Debes matar al curandero —dijo—. Te dije que no era de fiar, y ahora te ha desafiado.

Pero Krona meneó la cabeza con tristeza. Era demasiado sabio para suponer que la situación pudiera remediarse enseguida. Lo único que él podía hacer era asegurarse de que cada granja estuviera bien fortificada.

Los ataques se produjeron a la mañana siguiente y se prolongaron durante tres días. Los cazadores quemaron una granja; pero fueron sobre todo ellos quienes padecieron, pues aunque dominaban el arte de perseguir a una presa los hombres de Krona eran guerreros expertos y erigieron recias empalizadas. Así que los cazadores atacaron sin éxito. Al tercer día, seis de ellos habían muerto.

El curandero estaba eufórico ante el resultado de la batalla. Su autoridad era mayor que nunca, y aunque evitó arriesgarse, animó a los agricultores a intensificar su lucha.

Al tercer día de esta absurda guerra Krona decidió tomar cartas en el asunto. Lenta y deliberadamente, bajó por la colina hasta el valle cruzado por el río, y cuando alcanzó el lugar de la ribera donde él y los suyos habían desembarcado por primera vez, y a sabiendas de que los cazadores podían verle, depositó su garrote en el suelo y se sentó tranquilamente a esperar.

Su propósito era inconfundible.

A primeras horas de la tarde, Magri apareció y se sentó ante él.

Krona comprendía exactamente por qué el curandero había obrado como lo había hecho. Su estúpida acción le repugnaba y se sintió tentado a manifestar su disconformidad con la misma. Pero sabía que si lo hacía, los cazadores creerían que los pobladores eran débiles y que estaban divididos, de modo que intensificarían sus ataques; y por la misma regla de tres, si los pobladores sospechaban que estaba de parte de los cazadores, ya no le escucharían y seguirían al curandero en cualquier locura que pudiera ocurrírsele. Hiciera lo que hiciera Krona, el otro había ganado, y el anciano maldijo la astucia del obeso curandero.

Magri guardó silencio unos minutos. Desde su primer encuentro con los pobladores, había presentido su enorme poder; por eso, cuando Taku y otros cazadores habían tratado de matarlos, les había aconsejado que les cedieran el valle. ¿Había sido un error? Eso parecía: los suyos habían sido ofendidos; ahora los estaban matando. Por primera vez en incontables generaciones la pequeña comunidad de cazadores se veía amenazada con el exilio o la extinción, y de él dependía encontrar el medio de salvarlos.

Los próximos cuatro días fueron tensos. Los cazadores no volvieron a atacar, pero Krona tuvo que emplear todas sus dotes de persuasión para contener a los jóvenes agricultores. De no haberlo hecho, los cazadores probablemente habrían sido exterminados; pero, por fortuna, lograron instaurar una tregua, si bien precaria.

Durante el invierno, tanto los pobladores como los cazadores prosiguieron sus quehaceres con inquietud, temerosos de que cualquier movimiento por su parte pudiera desencadenar otra crisis. Cesaron de comerciar en el cercado construido sobre la colina, pero Krona se alegró de ello, pues era preferible que las dos partes no se encontraran.

El verano siguiente tuvieron una abundante cosecha. El curandero había triunfado.

Su éxito fue completo; su autoridad era ahora más fuerte que nunca.

Se paseaba por el valle con sus andares de pato dándose importancia y aceptando regalos de los campesinos, no porque los necesitara sino para recordar a la gente que él mantenía una relación especial con los dioses.

—Habla con el dios del Sol —decían. Los campesinos lo respetaban, y los cazadores lo temían.

En la cima de la colina de Krona, el curandero instaló en su parcela un pequeño templo. Éste consistía en diez grandes tocones dispuestos en círculo en el centro del claro. En medio del círculo, de sólo cinco metros de diámetro, encendía una hoguera y, con ayuda de un joven que había elegido como ayudante, ofrecía sacrificios al dios del Sol. Dos veces al año a la ceremonia asistían no sólo los pobladores, sino también un reducido grupo de cazadores portando un ciervo que habían cazado en el bosque, como ofrenda al dios de los pobladores.

—El curandero enciende hogueras más arriba de tu casa —protestó Liam a Krona—. Se ha convertido en el cabecilla del valle. —La joven no podía comprender la paciencia que mostraba Krona.

Y cuando los cazadores veían la columna de humo azul que brotaba de la cima de la colina comprendían que el curandero era un personaje muy poderoso.

Pero en el bosque, donde el curandero no podía observarlos, los cazadores ofrecían sacrificios a la diosa de la Luna, su protectora, y antes de las cacerías ejecutaban los antiguos bailes, bajo la Luna llena, tal como habían hecho sus antepasados desde el principio de los tiempos.

Krona observaba pero no decía nada.

Porque a pesar de la arrogancia del curandero, las dos comunidades habían regresado lentamente a un estado de paz. En el cercado sobre la colina, ambas partes habían reanudado el comercio de trueque. Y aunque el paso de unos pocos años no podía borrar el temor y la desconfianza que los pobladores y su curandero inspiraban a los cazadores, a primera vista todo estaba en calma.

El hecho de que esta situación continuara sin que nada lograra perturbarla se debía principalmente a los dos ancianos: Krona y Magri.

Krona estaba resuelto a mantener la paz. Había venido a establecerse en la isla porque sabía que el muro formado por el mar protegería el nuevo asentamiento de los saqueadores que habían destruido su granja y a su familia siendo él un adolescente, y no deseaba que las gentes del valle se enzarzaran en una encarnizada y absurda batalla con los cazadores. Detestaba las maniobras del curandero; pero aunque él mismo tuviera que sufrir una humillación personal, Krona sabía que debía tener paciencia.

—Esta locura se acabará algún día —murmuró Krona; y no se opuso al curandero.

En vez de ello, Krona continuó ocupándose tranquilamente de su granja, pero en todos los asuntos, salvo los referentes a los sacrificios ofrecidos a los dioses, seguía siendo la voz más influyente de la comunidad. Se le veía con frecuencia en un lugar al que se había aficionado, situado justo frente a la casa de planta oblonga, en el que pasaba muchos ratos sentado sobre uno de los grandes sacos en los que los campesinos guardaban la lana de sus ovejas, con su bastón descansando a sus pies como símbolo de autoridad, contemplando el asentamiento que él había fundado. Los campesinos seguían acudiendo a él como árbitro de sus disputas e incluso el curandero recurría a veces, no sin cierta aprehensión, al viejo guerrero sentado sobre el saco. Pero la mayoría de los días Krona se sentía feliz de permanecer solo en aquel lugar, atendido únicamente por Liam, mientras observaba con sus ojos fieros y perspicaces el sinuoso río que discurría a sus pies y los cisnes que se deslizaban en silencio sobre sus aguas.

Magri acudía con frecuencia a ese lugar. Él también se hacía viejo y conocía el valor de la paciencia. Ambos hombres permanecían sentados uno frente a otro, cambiando sólo unas pocas palabras a lo largo de varias horas, pero tratándose siempre con el respeto y la cortesía que sabían que debían mantener si querían preservar la armonía entre sus dos pueblos, y por este medio muchas de las pequeñas disputas que estallaban entre las dos comunidades y que podían haber desembocado en una situación peligrosa eran resueltas tranquila y pacíficamente.

Durante esas conversaciones Magri fue concibiendo poco a poco un extraordinario plan que marcaría el curso de la historia del asentamiento durante muchas generaciones.

A menudo el viejo cazador interrogaba a Krona sobre su vida al otro lado del mar. Krona le hablaba de la comunidad costera que había abandonado, de los centenares de asentamientos agrícolas que existían en el continente, y al comprender la magnitud de esas revelaciones el cazador se quedaba pensativo.

—Si existen tantos asentamientos agrícolas —dijo un día—, tarde o temprano otros pobladores atravesarán el mar para llegar a esta isla. Llegarán, como hiciste tú, y se apoderarán de otros valles que nos pertenecen.

—Es posible —respondió Krona—. Pero el mar es peligroso. Quizá no vengan.

—Vendrán, te lo aseguro —afirmó Magri con calma. Su curtido rostro expresaba tristeza—. Acudirán en grandes números, serán tantos que no podremos defendernos y destruirán a mi pueblo.

Pues cuanto más observaba la vida de los campesinos, más comprendía que llegarían a ser muy poderosos. Los jóvenes ya habían comenzado a construir nuevas granjas y a desbrozar terrenos enclavados en el extremo del valle. Magri observó que los rebaños de ganado vacuno y ovino se iban apoderando de los terrenos elevados, y comprendió que nada podía detenerlos.

—Conseguís que la tierra os obedezca —comentó—. El dios del Sol es muy poderoso.

—Si llegan más pobladores —dijo Krona con sinceridad—, los cazadores tendrán que convivir en paz con ellos y con sus dioses.

El viejo cazador meditó sobre esas cuestiones durante muchos meses hasta que por fin llegó a una asombrosa decisión, que anunció a los suyos cuando volvieron a reunirse para emprender una gran cacería.

Al oír la propuesta de Magri, los cazadores se quedaron atónitos.

—No podemos acceder a ello —protestaron. Pero Magri estaba decidido a salirse con la suya e insistió en el plan que había ideado, convencido de que sólo de esta forma lograría proteger a su pueblo en el futuro.

—El dios del Sol hace que los pobladores sean fuertes —dijo—. No podemos oponerles resistencia. Es mejor que hagamos lo que propongo.

Esta disputa entre los cazadores, de la que los pobladores en el valle no se enteraron, duró dos años, al término de los cuales la autoridad y los argumentos del anciano hicieron que su pueblo aceptara su plan, aunque a regañadientes.

Un día de verano Krona se quedó muy sorprendido al ver llegar a Magri acompañado por una pequeña delegación formada por Taku, que avanzaba cojeando, y dos de los cazadores más ancianos, seguidos por dos muchachas. Krona los saludó con cortesía y los hombres se sentaron en el suelo frente a la granja, mientras que las jóvenes permanecieron de pie en silencio a escasa distancia del grupo. Krona se preguntó cuál sería el motivo de esa visita.

Magri empezó a hablar lenta y pausadamente.

—Durante más de tres años ha reinado la paz entre nuestros pueblos —dijo—. Hemos entregado sacrificios al curandero y hemos cumplido la promesa de no cazar en el valle.

—Y nosotros no hemos pisado vuestro territorio de caza —le recordó Krona.

—Es cierto. Pero cada año —continuó Magri— tus gentes desbrozan más terrenos y un día pretenderán apoderarse de más tierra de la que existe en el valle.

—Disponemos de toda la tierra que necesitamos —le aseguró Krona.

—Quizá de momento —contestó Magri—. Y de momento tenemos paz. Pero dentro de un tiempo tus campesinos desearán apoderarse de más tierras, pues cada año aumenta el número de vuestras vacas y ovejas y taláis más árboles. Debes aceptar mi proposición —insistió—. Nuestros jóvenes se muestran inquietos —advirtió el anciano a Krona—. Si tus gentes quieren apoderarse de más tierras, nuestros jóvenes dirán que ha llegado el momento de expulsarlas del valle; no han olvidado las matanzas y esta vez estarán bien preparados. Muchos morirán.

—Tú y yo podemos detenerlos —afirmó Krona.

Magri meneó la cabeza.

—Nos hacemos viejos —repuso—. Dentro de unos años habremos muerto; nadie recordará nuestros consejos.

Krona se quedó callado. Sabía que lo que decía Magri probablemente era cierto, y lo que más temía era la posibilidad de que se turbara la paz que habían conseguido. Las palabras del anciano le llenaron de pavor.

—¿Qué es lo que propones? —preguntó.

—Debemos asegurarnos de que la paz perdure durante muchas generaciones —respondió Magri—. Sólo existe un medio —explicó—: las gentes que viven en el lugar donde confluyen los cinco ríos deben convertirse en un solo pueblo.

Krona lo miró perplejo.

—¿Cómo?

—Tú serás nuestro líder. Nos acogemos a tu protección. ¿Aceptas?

Tras esa sorprendente propuesta se hizo un silencio absoluto.

—Pero nuestros pueblos tienen costumbres distintas —objetó Krona al cabo de un instante.

—Aprenderemos vuestras costumbres —repuso Magri.

—Vuestros dioses… —apuntó Krona.

—Seguiremos ofreciendo sacrificios a la diosa de la Luna que protege a los cazadores —le interrumpió Magri—. Pero comprendemos que el dios del Sol es más poderoso. Hemos visto su poder —reconoció francamente—. Los adoraremos a ambos, pero el Sol es el más grande de los dioses.

—¿Tus gentes están conformes con esta propuesta? —inquirió Krona.

—Sí. Si aceptas proteger nuestros terrenos de caza, te proclamarán su líder y te entregarán unos presentes —respondió. Pues hasta los jóvenes cazadores más rebeldes respetaban la palabra de Krona y reconocían la justicia de sus primitivas reglas.

Krona reflexionó unos momentos.

—De acuerdo —dijo por fin—. A partir de hoy seré Krona, el protector de los terrenos de caza.

Magri se levantó y condujo a las dos muchachas frente a Krona, quien observó que apenas habían rebasado la pubertad. Las jóvenes eran morenas y muy bonitas, con unos cuerpos menudos y espigados.

—Dos de tus muchachos necesitan mujer —dijo Magri—. Tómalas.

Era cierto que había dos jóvenes campesinos que no tenían mujer. Krona miró a las muchachas con admiración, y vio cuánta sabiduría encerraba el presente del anciano.

—Deberán aprender vuestras costumbres —dijo Magri—. Pero tú se las enseñarás.

—Aceptamos tu regalo —repuso Krona. Y cuando los cazadores se levantaron para marcharse el viejo cabecilla comprendió que había comenzado una nueva era.

Las dos comunidades no tardaron en adaptarse a la nueva situación. Tanto los campesinos como los cazadores acudían a la colina de Krona para resolver sus disputas, y éste dispensaba su primitiva justicia con imparcialidad. Asimismo, él y Magri insistían en que todos los cazadores asistieran a los sacrificios ofrecidos al dios del Sol y así, dos veces al año, diez familias de cazadores encabezadas por Magri y Taku penetraban en el valle y subían hasta el pequeño templo ubicado en la cima de la colina, donde Krona y el curandero les recibían con gran solemnidad. Una vez que los campesinos se habían instalado a un lado del claro, y los cazadores en el otro, el curandero —a quien complacía esta nueva extensión de su autoridad— ofrecía los sacrificios al más grande de todos los dioses. Después de esta trascendente ceremonia organizaban una fiesta, y más tarde Krona convocaba en el interior del cercado un consejo de ancianos de ambas comunidades con el fin de discutir los asuntos de peso.

Durante una de esas reuniones, tres años después de que Krona asumiera el cargo de cabecilla de todo el valle, los asistentes tomaron una importante decisión. Los rebaños de ovejas habían crecido a un ritmo acelerado, procurándoles una carne excelente, así como la lana que las mujeres hilaban y tejían para confeccionar aquellas prendas que los cazadores habían admirado al llegar los pobladores a la isla. Pero de un tiempo a esta parte la calidad de la lana había disminuido y se imponía la necesidad de criar una nueva raza de ovejas.

—Necesitamos ovejas que den mejor lana, aunque sean más pequeñas —dijo un campesino—. Si las cruzamos con las grandes que tenemos… —El hombre hizo un gesto para indicar que obtendrían unos resultados excelentes.

—Pero no podemos conseguirlas en la isla —apuntó otro—. Tendremos que atravesar de nuevo el Canal —añadió malhumorado. Pocos pobladores deseaban atravesar por segunda vez el Canal de la Mancha en sus frágiles barcas.

Sin embargo, Krona se mantuvo firme.

—Conseguiremos más ovejas y ganado —declaró—. Mejoraremos la calidad de nuestros animales. Podemos obtener todos los animales que necesitamos de los labriegos que habitan en la costa del continente. Pero debemos trasladarnos allí cuanto antes, mientras dure el tiempo veraniego.

—¿Qué podemos ofrecerles a cambio? —inquirió el primer campesino—. ¿Nuestra cerámica y nuestra cestería?

Krona reflexionó unos momentos. Luego meneó la cabeza.

—No —repuso—, tenemos algo mejor. —El cabecilla se volvió hacia Magri y Taku—. Reuniremos cueros, pellejos, pieles —dijo—. Los campesinos del continente nos darán lo que queramos a cambio de ellos.

Era cierto: los habitantes de la costa septentrional europea apreciaban mucho esos artículos.

—Taku se encargará de ello —dijo Krona.

En los últimos años, el cazador a quien habían cortado los dedos gordos de los pies se había convertido en un admirable comerciante, que navegaba en las grandes canoas hechas de cueros de animales a través de los cinco ríos e incluso a lo largo de la costa en busca de objetos que llevar al asentamiento. Taku tardó sólo unos pocos días en reunir un impresionante cargamento, suficiente para llenar dos de las canoas más grandes. Había cueros de venado, pieles de zorro, de tejón e incluso de bisonte, estas últimas llegadas desde el norte por el sistema fluvial que atravesaba la isla. La actividad de Taku marcó el comienzo de lo que posteriormente se convertiría en el mayor comercio de la isla. Con comprensible orgullo, Taku se paseó cojeando de un montón de pieles a otro, señalando las cualidades de cada una de ellas.

—Son suficientes —dijo Krona después de haberlas examinado. Creyó que su aprobación bastaría para contentar a Taku, pero se equivocaba; pues el cazador cojo expuso al cabecilla una petición que tenía gran importancia para él.

—Deja que vaya con ellos —le rogó—, junto con mi hijo —añadió señalando a su primogénito, un joven que era una copia idéntica de su padre.

Krona reflexionó unos instantes. ¿Sería útil a la expedición?

—Sabemos remar —agregó Taku.

En efecto, el cazador y todos sus hijos eran excelentes barqueros. Pero Krona no estaba seguro. Se preguntó si los tripulantes de las barcas aceptarían la presencia de Taku. Para su sorpresa, la idea fue bien acogida por todos. El antiguo delincuente convertido en avezado comerciante era un personaje muy popular en el valle; solía presentarse de improviso en las granjas con un nuevo artículo que había hallado para complacer al campesino o a la esposa de éste.

—Muy bien —dijo Krona—. Puedes ir con tu hijo.

Aquella noche Taku dijo a sus hijos con expresión solemne:

—Cruzaremos el mar. Quizá no regresemos nunca. Pero aun así, otros hombres emprenderán en el futuro otras travesías, de las cuales regresarán. Debéis hacer lo que yo he hecho. Utilizad las barcas, y comerciad: es lo mejor para nuestra familia.

Años atrás, cuando Krona le castigó cortándole los dedos gordos de los pies y reduciendo su capacidad de cazar, sin pretenderlo había hecho a Taku un gran favor. La necesidad había impulsado al cazador a encontrar otra forma de subsistir, y a medida que el asentamiento crecía se dio cuenta de algo que los otros cazadores no habían percibido: una comunidad como la del valle debía comerciar. Dado que existían pocos campesinos y andaban muy atareados desbrozando terreno, Taku aprovechó la circunstancia para dedicarse al transporte de pieles y animales a lo largo de los cinco ríos, convirtiéndose en un intermediario comercial. A la sazón imaginó que el hecho de atravesar el mar les procuraría mayores oportunidades y estaba resuelto a participar en esta nueva actividad. Se dejó guiar por su intuición, pues jamás había visto una comunidad comercial desarrollada como la que existía en el continente europeo; pero su intuición no le falló.

La travesía fue un éxito. Los de la isla consiguieron todos los animales que necesitaban, hasta el extremo de que tuvieron que ampliar el corral, y Taku halló unas ovejas pequeñas que tenían una lana de calidad superior. Pero lo más importante fue que él y sus hijos visitaron los grandes asentamientos comerciales y presenciaron el animado comercio que se desarrollaba en el continente.

—No te equivocaste al hacer las paces con los pobladores —dijo Taku a Magri—. Son más poderosos de lo que imaginábamos. —Luego, dirigiéndose a su hijo, añadió—: Necesitamos unas embarcaciones más grandes. Debemos comerciar con las tierras que hay al otro lado del mar.

En Sarum se inició una era de prosperidad, pero a Krona, que se hallaba en la última etapa de su vida —pues estaba a punto de cumplir cincuenta años—, le preocupaba una cuestión: cómo encontrar a un hombre que le sucediera como líder de las dos comunidades.

A Liam no le cabía la menor duda.

—Nombra a nuestro hijo —pidió a Krona. Su hijo mayor tenía trece años. Dentro de poco sería un hombre. Liam miró a su anciano marido con orgullo y ternura; estaba convencida de que ella podría cuidarlo y mantenerlo vivo el tiempo suficiente para que éste viera a su joven y robusto hijo convertirse en un digno cabecilla—. Las gentes lo seguirán, aunque sea joven, porque es tu hijo y tú lo has elegido —insistió Liam.

Pero Krona sabía que eso era prematuro.

—Un día mi hijo será el cabecilla de este valle —prometió a Liam—, pero todavía no.

Era una elección difícil. Pues aunque en el valle reinaba la paz, los cazadores seguían llevando una vida muy distinta de la de los pobladores: adoraban a la diosa de la Luna y no se dedicaban a criar animales ni a plantar trigo. Krona comprendió que debía elegir a un hombre capaz de imponer su autoridad entre los poderosos pobladores, pero que al mismo tiempo gozara de las simpatías de los cazadores.

La solución a este problema se presentó de forma inesperada.

Cuando el viejo Magri llevó a las dos muchachas al campamento de Krona, éste decidió entregar una de ellas a un joven campesino muy prometedor llamado Gwilloc, con el cual estaba emparentado. Gwilloc era un hombre alto de veintidós años, con el rostro alargado y de expresión inteligente; los otros campesinos le apodaban «el negro» debido a que tenía el pelo, la espesa barba y los ojos negros como ala de cuervo. Su elevada estatura prestaba un mayor atractivo a su atezada fisonomía. Hablaba poco, pero cuando lo hacía, todos le escuchaban con respeto. Gwilloc aceptó sin rechistar a la muchacha que le entregó Krona y en pocos años la pareja tuvo tres hijos, todos ellos tan morenos y guapos como Gwilloc. Krona observó con interés que esos niños parecían sentirse tan a gusto entre los pobladores como entre los cazadores, y sonrió al recordar lo atinado que estuvo Magri al regalarle las muchachas. Dentro de unas generaciones, los dos pueblos, pese a sus diferentes culturas, se unirían y convertirían en uno solo.

Pero esa unión llevaría tiempo y, entretanto, el joven expuso a Krona una petición que sorprendió al viejo cabecilla.

Por la época en que Taku se preparaba para emprender la travesía del Canal de la Mancha, Gwilloc fue a ver a Krona y le pidió permiso para adquirir una nueva granja.

—Mi hermano se quedará con la granja que hemos compartido hasta ahora —explicó Gwilloc—, pues ya tiene tres hijos. Ha llegado el momento de que me construya una nueva granja.

Era una petición razonable. Pero cuando Krona le preguntó dónde pensaba instalarla, el joven campesino nombró un lugar fuera del valle.

—Pero todas nuestras granjas están en el valle —le señaló Krona—. La tierra aquí es excelente.

—La tierra situada frente a la entrada del valle, al suroeste de la confluencia de los ríos, es aún mejor —respondió Gwilloc—. Y allí —añadió ante la sorpresa del anciano—, mi mujer estará junto a los suyos.

Era una idea nueva que no se le había ocurrido a Krona.

—Dimos nuestra palabra a los cazadores de que permaneceríamos en el valle —dijo éste—. Me comprometí a proteger su territorio de caza. —El hecho de establecerse fuera de los límites convenidos provocaría conflictos entre ambas comunidades, precisamente lo que el anciano cabecilla deseaba evitar a toda costa—. Eres un estúpido —dijo al joven campesino.

—¿Y si logro convencer a los cazadores para que me permitan construir mi granja allí? —preguntó Gwilloc sin dejarse amedrentar.

Krona se encogió de hombros. En tal caso, él no se opondría.

—No accederán —dijo.

Pero ante su sorpresa, diez días más tarde, Magri y otro cazador fueron a hablar con Krona y a proponerle que Gwilloc instalara su granja exactamente en el lugar que el joven había sugerido.

—Pero ¡si es territorio de caza! —exclamó Krona.

Magri asintió con la cabeza y puntualizó:

—La granja estaría ubicada frente al extremo oeste del valle, donde los animales no abundan tanto como en el este. Si los jóvenes desean construir nuevas granjas, conviene que las construyan allí. —El otro cazador asintió con la cabeza para indicar su conformidad.

—Prometimos permanecer en el norte del valle —insistió Krona—. Y cumpliremos nuestra promesa. Aquí hay tierras de sobra.

El segundo cazador sonrió.

—Hacéis promesas, pero vuestras granjas han prosperado mucho. Los cazadores saben que más pronto o más tarde querréis abandonar el valle. Es mejor tener como vecino a Gwilloc, cuya mujer pertenece a nuestra comunidad, que a uno de tus campesinos.

—Los hijos de Gwilloc han empezado a cazar con nuestros hijos —apostilló Magri—. El hecho de vivir entre nosotros hará que respeten aún más nuestro territorio de caza. Es mejor así.

En aquel momento Krona comprendió con meridiana claridad quién debía sucederle como cabecilla.

En el transcurso de los cinco años siguientes, Krona vivió satisfecho. Al tercer año, durante un invierno especialmente crudo, el viejo Magri murió y Taku, que le seguía en edad, pasó a ocupar su lugar como portavoz de los diversos grupos de cazadores. Durante la posterior primavera el curandero cayó enfermo y falleció a su vez al llegar la época de la cosecha; su lugar fue ocupado por su ayudante: un joven muy sensato a quien Krona imponía un gran respeto y que procuró no hacer nada que pudiera disgustar a los cazadores.

Desde el momento en que Gwilloc construyó su nueva granja frente a la entrada del valle, Krona lo observó de cerca y le brindó numerosas oportunidades de demostrar que era digno de ser nombrado cabecilla.

Cada vez que Krona convocaba un consejo o una reunión importante, llamaba a Gwilloc para que asistiera en calidad de ayudante; y con frecuencia lo enviaba a representarle en cuestiones de escasa importancia. Gwilloc respondió tal como el anciano deseaba, y puesto que conocía bien a ambas comunidades, sus palabras tenían peso. Era un buen agricultor y el terreno que había elegido estaba magníficamente situado. Él y su familia prosperaron.

Las muestras de apoyo de Krona fueron captadas de inmediato por los campesinos y, dado que Gwilloc gozaba de una excelente reputación, nadie pronunció una palabra en contra de él mientras éste iba haciendo méritos para convertirse en el sucesor del anciano.

Cada año el viejo guerrero hacía una vida más sedentaria, pues notaba una creciente rigidez en sus articulaciones. La piel de su inmenso cuello de toro mostraba señales de flaccidez, y su corpulenta figura aparecía más frágil y delgada; pero incluso en esa última etapa de su vida, seguía imponiendo respeto. Cuando hacía sol se sentaba delante de su granja y, atendido por las jóvenes que ayudaban a Liam, contemplaba como de costumbre los cisnes que construían sus nidos a orillas del río que fluía a sus pies.

Fue en su lugar habitual, una soleada tarde de fines de primavera, que Krona murió silenciosa y repentinamente. Había alcanzado la venerable edad de cincuenta y cuatro años.

Al día siguiente se reunió el consejo y Gwilloc fue nombrado el nuevo cabecilla del valle.

El primer acto de Gwilloc en su nuevo papel fue poner en marcha un proceso que continuaría a lo largo de casi cuatro mil años, un proceso que alteraría para siempre el paisaje de Sarum.

—Debemos honrar a Krona, quien fundó este asentamiento y mantuvo la paz en el lugar donde se unen los cinco ríos —declaró—. No podemos dejar que su valía caiga en el olvido.

Todos se mostraron de acuerdo, pero parecían indecisos respecto a lo que debían hacer.

—Debemos colocar un montón de piedras sobre su tumba —dijo un campesino. Pero algunos de los presentes opinaron que esto no era suficiente.

Por fin, Gwilloc dio con la respuesta.

—Le construiremos una casa —dijo—, donde su alma pueda vivir eternamente.

En un cerro situado al norte de la entrada del valle, eligió un terreno despoblado desde el que se divisaba una espléndida panorámica. Siguiendo sus instrucciones, los cazadores y los pobladores acudían allí a diario para desbrozar el terreno y talar los árboles antes de empezar las obras. En primer lugar construyeron una casita de madera y colocaron el cadáver de Krona en su interior, depositando a su lado su garrote y el saco de lana sobre el que solía sentarse. Y después de dar muerte a uno de los cisnes que él gustaba de contemplar, lo pusieron también junto a sus restos.

Pero luego hicieron algo que jamás se había hecho. Primero sellaron la tumba de madera; después, utilizando cuernos de venado a modo de picos, cavaron en la tierra cretácea, a ambos lados de la tumba, dos zanjas paralelas de treinta metros de longitud, dejando entre ellas una alargada franja de tres metros de anchura en la que fueron apilando tierra para formar un montículo. Día tras día prosiguieron su labor. El montículo fue creciendo hasta cubrir por completo la tumba de madera de Krona, que yacía en su extremo sureste. Durante dos meses los campesinos trabajaron de firme hasta conseguir que el largo montículo tuviera dos metros de altura. A continuación, Gwilloc ordenó a los hombres que prensaran bien los lados y la parte superior del montículo erigido con la tierra caliza de la región. El resultado fue un largo e imponente monumento de tonalidades blanquecinas, semejante a un barco colocado boca abajo. De día, su intenso resplandor deslumbraba; bajo la luz de la Luna, emitía un fulgor pálido y fantasmagórico.

—Krona ya tiene su casa —dijo Gwilloc—. Aquí vivirá eternamente.

Los pobladores y los cazadores contemplaron con asombro y satisfacción el túmulo que habían construido; todos sabían que, a partir de ese día, aquel claro sobre el cerro se había convertido en un lugar sagrado.

Por orden de Gwilloc, el curandero sacrificó un cordero al dios del Sol y un ciervo a la diosa lunar de los cazadores, a fin de no omitir ningún detalle en la ceremonia funeraria del anciano cabecilla.

Durante los años sucesivos, cuando Gwilloc tenía que tomar una decisión difícil, acudía solo al claro situado sobre el cerro y se sentaba junto a la larga tumba que había construido.

—Dime, Krona, lo que debo hacer —le rogaba. En tales ocasiones, Gwilloc tenía la impresión de que el espíritu del anciano le hablaba quedamente, dándole siempre buenos consejos; y Gwilloc regresaba al valle sintiéndose más animado.

Ésa no era la única manifestación de la permanente presencia de Krona, pues a menudo, cuando los truenos estivales estallaban sobre los cerros, las gentes de Sarum se miraban y decían:

—Ése es Krona, trajinando en su casa.

Años más tarde, cuando Gwilloc eligió como sucesor a uno de los hijos de Krona, mandó que construyeran para sí mismo y su familia una tumba semejante a la del cabecilla, aunque más modesta y a un kilómetro de distancia, para que su espíritu gozara también de una morada junto al lugar donde confluían los ríos.

Y así dio comienzo en Sarum la construcción de las grandes tumbas de tierra conocidas como túmulos que constituyen el rasgo distintivo de la Gran Bretaña neolítica y que han perdurado durante más de cinco mil años. A partir de entonces, a medida que las comunidades agrícolas iban desbrozando y poblando la región de Sarum, las sucesivas generaciones construían monumentos funerarios de tierra. En algunos de esos túmulos eran enterradas familias enteras o grupos, pero otros únicamente contenían el cadáver de un gran hombre. Esas construcciones se extendieron a otros lugares de Gran Bretaña. Con el transcurso de los milenios los túmulos adoptaron variadas formas: algunos eran más redondos, otros parecidos a un plato. Pero es en la elevada y ondulante llanura de Salisbury donde puede admirarse hoy en día la mayor concentración de esos monumentos, varios centenares de túmulos cubiertos de hierba —imponentes presencias pertenecientes a las épocas remotas de la isla—, diseminados por todo el paisaje.

Tal como Magri había predicho, los pobladores no sólo abandonaron un día el norte del valle para establecerse a lo largo de los antiguos terrenos de caza, sino que se unieron a ellos pobladores llegados de allende el mar.

Porque la expedición encabezada por Krona no fue sino una de las numerosas migraciones que arribaron a Gran Bretaña y a la occidental isla de Irlanda. Los colonizadores llegaban en pequeños grupos pero de forma constante, desafiando las peligrosas aguas septentrionales en sus frágiles barcas. Construyeron pequeñas granjas de madera, plantaron trigo o criaron ganado, o, como los antiguos pobladores de Sarum, hicieron ambas cosas. Los cercados de tierra eran utilizados como centros de reunión donde comerciaban con el ganado, pero en ocasiones con fines defensivos; desbrozaron los cerros para que pastaran en ellos sus rebaños de rollizas ovejas de pelo castaño. Dondequiera que se afincaban, sacaban rendimiento a la tierra. Esas esporádicas migraciones dieron origen a la gran civilización conocida como la cultura neolítica de Gran Bretaña.

Un proceso que duró aproximadamente dos mil años.

Los dos mil años siguientes de la historia de Gran Bretaña están relativamente bien documentados por los arqueólogos. Se han hallado túmulos, asentamientos e instrumentos agrícolas en cantidades suficientes para permitir a los expertos identificar numerosas culturas distintas. Una zona situada hacia el norte de Sarum ha dado su nombre —Windmill Hill— a la cultura que produjo canteras superficiales de sílex y carreteras elevadas de tierra. Al norte de Yorkshire, los pobladores hallaron una piedra lustrosa llamada azabache, que utilizaron para confeccionar collares y ornamentos. Y en Cornualles, en el país de Gales y en la Región de los Lagos se establecieron unas comunidades de mineros que tallaron la roca volcánica y confeccionaron unas hachas superiores a cuantas habían existido con anterioridad. Gran Bretaña, aislada del resto de Europa, continuó desarrollando una existencia próspera y característica de la isla.

Cabe suponer, aunque no puede demostrarse, que la primitiva y escasa población de cazadores de la isla fue absorbida por la paulatina infiltración de esos pueblos agrícolas neolíticos. Pero aunque gracias a la agricultura la tierra era capaz de sostener a unas comunidades mucho mayores, el número de personas seguía siendo escaso. La población de toda la isla en el año 2000 a. C. probablemente no ascendía a más de cuarenta mil personas —un importante aumento desde los tiempos de la comunidad primitiva de cazadores—, y aún quedaban grandes extensiones de terreno completamente deshabitadas. Y quién sabe qué pueblos primitivos habrían podido seguir recorriendo, tranquila y pacíficamente, esas regiones desiertas.

La región de Sarum situada en el corazón de Wessex tenía un suelo fácil de cultivar con el arado ligero, pero no sólo era agrícola, sino que pasó a ser uno de los centros naturales de la Gran Bretaña neolítica. Los macizos montañosos y senderos que los cazadores como Hwll habían recorrido antaño atraían ahora a comerciantes de puntos muy lejanos. Desde el sur, los mercaderes procedentes de la costa, o de allende del mar, acudían al puerto natural situado al amparo de la colina y subían por el río hasta llegar al lugar donde confluían los cinco ríos. Ubicado en este cruce de caminos montañosos y curso de agua, era natural que Sarum se convirtiera en un lugar importante.

Hacia el 2500 a. C., se produjo otra novedad en Gran Bretaña. Al igual que en otros lugares de Europa, apareció una maravillosa cerámica de fondo llano, a la cual, debido a su forma, los arqueólogos han denominado campaniforme. Los precedentes de esta artesanía se hallan en Iberia y en las riberas del Rin. Por esa época los isleños, al comerciar con los pueblos del otro lado del mar, conocieron el cobre y, poco después, la nueva aleación de estaño y cobre llamada bronce. Con este metal comenzaron a fabricar armas, magníficas joyas y muchos utensilios de pequeño tamaño. Pero el bronce era blando, y aunque resultaba fácil trabajar con él, no revolucionó el utillaje de guerra ni, cosa más importante aún, la agricultura. Su efecto sobre la cultura de la isla no fue profundo.

Pero durante esos largos siglos, en varias partes de Gran Bretaña, y en especial en Sarum, se construían unos monumentos de piedra que aportarían al país mucha mayor gloria que todos los objetos de metal.

Se trata de la magnífica colección de templos circulares edificados en lugares elevados: los henges[1]. Aún hoy en día resultan impresionantes. Unas piedras gigantescas, cada una de las cuales pesaba varias toneladas, eran dispuestas con precisión geométrica sobre las colinas. Algunos de esos monumentos cubren más de una hectárea. Constituyen una obra de ingeniería extraordinaria; y no menos impresionante es la capacidad de organizar los inmensos equipos de obreros necesarios para erigirlos. Esos monolitos eclipsan incluso a los túmulos funerarios y dan testimonio de la ciencia y ambición de los gobernantes de aquellos tiempos.

Esos henges no existen en ningún otro lugar del norte de Europa; pero en Gran Bretaña se encuentran en toda la isla, desde Cornualles hasta el extremo septentrional de Escocia. El material de los monolitos fue variando a lo largo de los siglos: en un principio eran de tierra, después de madera y por fin de piedra. Todos están dispuestos en forma circular y su entrada está orientada de tal modo que durante el solsticio de verano el sol naciente la ilumina de frente. Los henges encierran todavía muchos enigmas científicos, así que los arqueólogos y matemáticos no se cansan de estudiarlos. La mayor concentración de dichos templos se halla en los alrededores de Sarum. Unos diez kilómetros al noroeste un gigantesco henge se eleva en la aldea de Avebury. Más cerca había otros templos de tamaño más reducido, entre ellos un magnífico henge de madera. Pero el mayor y más impresionante monumento es Stonehenge, situado en el terreno elevado al norte de Sarum.

Comenzaron a construirlo muy pronto, poco después del año 3000 a. C. Al principio consistía en una valla circular de tierra, cuya entrada estaba dispuesta sobre un eje orientado hacia el sol naciente en el solsticio de verano. Poco después, en el interior de la valla, instalaron otro círculo formado por cincuenta y seis monolitos verticales, dispuestos a intervalos regulares. Unas grandes piedras enmarcaban la entrada. Hacia el 2100 a. C., comenzaron a construir un círculo de piedras cerca del centro, utilizando rocas de arenisca azul. Fue una de las proezas más increíbles del Neolítico: cada monolito sagrado de arenisca azul medía casi dos metros de altura, pesaba cuatro toneladas y había sido acarreado, en una época en que aún no se había inventado la rueda, a lo largo de una distancia de casi cuatrocientos kilómetros por mar, tierra y ríos, desde los lejanos montes Preseli en el sur de Gales. El círculo completo debió de requerir más de sesenta piedras como ésas.

Pero hacia el año 2000 a. C., sucedió algo muy curioso. Por motivos que desconocemos, la obra de arenisca azul que se hallaba a medio construir quedó interrumpida. Las piedras azules fueron retiradas del lugar. Con posterioridad, misteriosamente, empezaron a construir otro monumento. Éste contaba con una majestuosa avenida que se extendía desde la entrada entre las paredes de tierra a lo largo de seiscientos metros a través del terreno elevado y suavemente ondulante. Estaba bordeada de gigantescas piedras de arenisca gris que dejaban chicas a los anteriores monolitos de arenisca azul. Su diseño y magnificencia superaban todo cuanto se había visto hasta la fecha en la isla.