EL HENGE II
1915: 21 de septiembre
Eran tiempos trágicos. En la lejana Gallípoli, el avance de las fuerzas del Imperio Británico se había detenido. En Francia iba a iniciarse una nueva ofensiva.
El cinco de aquel mes, en la atribulada Rusia, el zar había asumido el mando supremo de las fuerzas armadas.
Eran tiempos trágicos. Para nadie era ya un secreto que la campaña de los Balcanes había fracasado, que toda posibilidad de poner fin al conflicto armado más siniestro que había conocido el mundo se había disipado, y que en el horizonte rasgado por relámpagos aparecían negros nubarrones.
En el New Theatre de Salisbury, la pequeña multitud aguardaba entre expectante y divertida. El subastador se detuvo, convencido de que era preciso conferir un mayor dramatismo al momento, aunque temeroso de que los murmullos y risas del público afectaran de forma negativa a la subasta.
Después de carraspear, anunció:
—Lote número 15. Stonehenge.
El heredero de la propiedad de los Antrobus había muerto en combate. Su padre, sir Edmund Antrobus, había fallecido. La propiedad —un buen pedazo de la llanura de Salisbury— estaba en venta; y en ella estaba incluido Stonehenge.
El antiguo monumento estuvo a punto de ser vendido hacía una década, cuando el americano John Jacob Astor trató de comprárselo a sir Edmund para cederlo al Museo Británico. Astor había ofrecido por él la astronómica cifra de 25.000 libras esterlinas. Pero sir Edmund temía que el monumento cayera bajo el control de un ministerio gubernamental y, tras arduas negociaciones, la operación no se realizó.
Otras personas mostraron interés por adquirirlo. Una organización llamada La iglesia del Vínculo Universal había propuesto que la propiedad del monumento fuera transferida a una compañía pública de Druidas y Anticuarios. En virtud de una ley promulgada por el Parlamento dos años antes, Stonehenge estaba protegido contra la demolición y la exportación.
La puja no revistió momentos de intensa emoción. El precio ascendió poco a poco hasta las 6.000 libras, y luego se detuvo.
De pronto un caballero de la localidad alzó la mano.
Posteriormente confesaría que lo hizo movido por un impulso.
El señor Cecil H. E. Chubb, de Bemerton Lodge, en Salisbury, había iniciado su vida de adulto con un brillante título de Cambridge en ciencias y derecho. Pero no había ejercido nunca su profesión. En vez de ello, había asumido el control del asilo de Fisherton House en Salisbury, que su esposa había heredado de su padre adoptivo. Asimismo, Chubb había adquirido recientemente una finca.
El señor Chubb opinaba que el propietario de Stonehenge debía ser un hombre de la localidad.
Lo adquirió por 6.600 libras.
En 1918 lo cedió a la nación.
Aquel mismo año Lloyd George otorgó a Chubb el título de baronet.