IMPERIO

1854: Octubre

El sol del mediodía arrancaba destellos a las líneas férreas.

Jane se hallaba de pie en la plataforma de la estación de Milford, y cuando se volvió para dirigir la vista hacia Southampton, en el este, las resplandecientes vías parecían prometerle un destino lejano más halagüeño, un mundo más amplio.

Muy pronto ese mundo sería suyo.

Jane Shockley se había propuesto abandonar Sarum. Iba a servir a su país. Lo anhelaba con enorme fervor.

Era una joven de mediana estatura, con reflejos rojizos en el pelo castaño claro. Sus ojos azules se fijaban en uno con una franqueza que resultaba desconcertante. No era una belleza. «Tengo la nariz demasiado grande», se lamentaba Jane riéndose. Pero los colegas de su escuela que entendían de esas cosas la consideraban bastante agraciada.

Jane tomó su pequeña maleta. El corsé le apretaba. «Ojalá no tuviéramos que tener una cintura tan exageradamente pequeña», solía quejarse. ¿Dónde se había metido el mozo?

De pronto se le ocurrió algo en lo que no había pensado antes. Servicio o pasión. ¿Qué era lo que andaba buscando realmente? Jane sonrió. Ambas cosas, probablemente.

Jane avanzó hacia la locomotora, que echaba nubecillas de vapor junto al edificio de la estación.

Estaba de regreso en Sarum, pero no por mucho tiempo. La habían rechazado en la entrevista. Jane no les censuraba por ello. Pero le habían aconsejado lo que debía hacer, y nada ni nadie podría detenerla.

Jane contempló aquella escena que conocía tan bien: sus amigos de la infancia, los desolados cerros cretáceos que se elevaban formando una inmensa herradura sobre la ciudad que rodeaban. Al norte, el montículo del Viejo Sarum, y allí, en el centro, el campanario, que parecía rozar el firmamento azul. Sarum. Jane amaba ese lugar. Siempre formaría parte de ella.

Pero la víspera Jane había visto a Florence Nightingale.

Como todo lo relacionado con la extraordinaria expedición de Florence Nightingale, las cosas se habían sucedido muy rápidamente.

Hacía sólo diez que el artículo de Russell aparecido en el Times —uno de los artículos más dramáticos e influyentes que había publicado jamás aquel noble periódico— había conmocionado a Inglaterra. Soldados británicos heridos en combate, que habían ido a pelear en una guerra justa y necesaria para detener el avance del despótico zar Nicolás sobre Crimea, eran tratados peor que si fueran animales en un inmundo hospital de Scutari.

Era un reto lanzado al imperio. Incluso sus aliados, los franceses, habían enviado cincuenta Hermanas de la Caridad. En tales circunstancias Inglaterra no podía hacer menos.

Unos días más tarde Jane Shockley leyó en el Times una carta en la que solicitaban enfermeras. Jane se preguntó si era digna de ofrecerse para ese trabajo. Luego, en Wilton, conoció por casualidad a la señora de Sidney Herbert. Ésta le aconsejó a Jane:

—Al menos ve a hablar con ellos. —Y la joven no se lo hizo repetir dos veces.

El papel desempeñado por la familia Herbert en la expedición de Florence Nightingale fue decisivo. Por fortuna, el hijo menor del viejo lord Pembroke, Sidney Herbert, y su esposa, eran amigos de la formidable señorita Nightingale, que dirigía un pequeño hospital para damas de buena familia en Harley Street. Casualmente, Sidney Herbert era un joven funcionario del Ministerio de la Guerra.

Sidney había actuado por propia iniciativa al invitar a la señorita Nightingale a ir a Crimea, y aunque jamás se había utilizado a mujeres enfermeras para atender a los heridos en campaña, había recaudado los fondos necesarios y le había ofrecido la casa de los Herbert en Belgrave Square como cuartel general de la empresa.

Los Herbert y Florence Nightingale actuaron con rapidez. Las entrevistas para contratar a enfermeras comenzaron en Belgrave Square tres días después de aparecer el artículo en el Times.

Apenas se entretuvieron con Jane. La entrevistaron la señorita Stanley y la señora Bracebridge, quienes se mostraron tan amables como francas con ella.

—Sus cualificaciones como maestra del Salisbury Training College son excelentes, y nos consta que es sincera, pero no posee una formación de enfermera.

—Confiaba en que estuvieran dispuestas a aceptar a unas cuantas voluntarias deseosas de aprender —repuso Jane. Luego, en un arrebato de inspiración, añadió—: Tengo entendido que es difícil hallar enfermeras cualificadas.

Las dos mujeres sonrieron con tristeza.

—Así es. Pero las encontraremos.

Jane suspiró.

—Las que vayan a Crimea tendrán sin duda una gran vocación —dijo.

En éstas oyó una voz a sus espaldas que dijo secamente:

—Se equivoca.

Jane no la había oído entrar. Pero no le cupo duda de quién era.

—Lo hacen por dinero —dijo la mujer acercándose a la mesa. Tenía un rostro agradable, de rasgos marcados, y una mirada penetrante; en sus labios apuntaba una sonrisa—. No se escandalice —dijo emitiendo una carcajada—. Ninguna de ellas, salvo quizás una o dos, lo hace por vocación ni desea servir a su país… por ahora —continuó sin dejar de observar a Jane—. Pero han recibido una buena formación. Tengo enfermeras católicas, anglicanas, seguidoras de Pusey y otras que quién sabe qué son. Pero están formadas. ¿Desea realmente ser enfermera?

—Sí. —Jane estaba convencida de ello.

—Si consigue aprender la profesión en un hospital, la contrataré.

—¿Qué debo hacer para obtener una plaza?

—Pues enviar su solicitud por correo. ¡Qué pregunta!

Jane se sonrojó.

—Gracias por el consejo.

—Un gran imperio necesita muchas manos dispuestas a servirle —dijo la gran mujer sonriendo—. Le deseo suerte. Imperio y servicio.

El imperio británico se extendía por todo el globo; el imperio británico, dirigido por hombres fuertes como Palmerston, se apresuraba a humillar a cualquiera que no mostrara el debido respeto a sus ciudadanos; en ese imperio los ingleses se hacían ricos, gracias al libre comercio y a los reducidos impuestos del señor Gladstone. Imperio y libre comercio: ésta era la combinación que agradaba a la mayoría de las poblaciones inglesas, inclusive la indolente Salisbury.

Servicio e imperio: servir en la poderosa Compañía de las Indias Orientales, y vivir además con holgura; servir como empleados del gobierno, administradores, misioneros: éstas eran las cosas que hacían los Shockley de Sarum. Nada entusiasmaba más a Jane que recibir carta de su hermano Bernard desde su plantación en la India, o de su tío Stephen el misionero desde África. Eran mensajes del imperio, ese mundo ancho y excitante.

Jane había recibido una educación tradicional. Aunque su padre, el hijo primogénito de Ralph, había muerto de tisis cuando ella tenía nueve años, la anciana Frances Porteus había fallecido oportunamente el mismo año y les había dejado en usufructo su casa, situada en el recinto catedralicio de Salisbury, junto con una modesta fortuna.

—Nada impide que hagas una buena boda —le decía siempre su madre. Ciertamente, en Sarum no escaseaban los buenos partidos: los Wyndham, Jacob, Hussey, Eyre, buenas familias del condado o de condados cercanos cuyos vástagos eran unos perfectos caballeros capaces de hacer feliz a cualquier joven bien educada y con un poco de dinero.

—¿Por qué no puedes conformarte con lo que tienes?

—No lo sé, mamá.

Jane había insistido en estudiar en el instituto. Su madre había accedido a ello. El régimen del instituto era muy estricto. Las jóvenes de buena familia recibían una formación que les permitía dedicarse a la enseñanza —si su familia era tan pobre que se veían obligadas a trabajar—, o dirigir su casa con gran eficiencia si todo iba bien y se casaban.

Jane había insistido en ser maestra. En aquel entonces en Salisbury existían veinticinco escuelas privadas. Su madre se había negado. Esa hija suya se estaba convirtiendo en una excéntrica.

Súbitamente su madre falleció.

Jane había cumplido veintitrés años. Tenía una bonita casa en el recinto, una renta de quinientas libras anuales, una cocinera, una doncella, dos caballos en los establos municipales, unos vecinos agradables y había rechazado unas propuestas de matrimonio más que aceptables. Le gustaba su trabajo. Comprendía que debía buscar un compañero, pues no era decoroso que una mujer soltera viviera sola. Pero no acababa de decidirse.

¿Por qué leía esas cartas de ultramar con tal avidez? ¿Por qué devoraba las noticias de los periódicos cuando otras jóvenes se dedicaban a hacer punto de media? ¿Por qué, como solía quejarse su madre, tenía que expresar siempre sus opiniones?

—Los hombres expresan sus opiniones. Las mujeres escuchan.

—Supongo que busco una causa —dijo Jane a su madre, un mes antes de que ésta muriera.

—Existen muchas causas, querida.

Estaba el College of Matrons situado junto a las puertas del recinto, el asilo Eyre para pobres, el asilo Hussey, el asilo para viudas pobres Blechynden…; la lista de centros caritativos y gentes necesitadas en Salisbury —a los que la señora Shockley, al igual que todas las damas de Sarum, dedicaba tiempo y esfuerzo— era infinita.

—No. Me refiero a otra cosa.

—¿En Sarum, Jane? ¿A qué otras causas puedes dedicarte? ¿Y porqué?

Jane no había respondido.

Después de morir su madre Jane había pensado en ir a visitar a su hermano. O a su tío misionero. «Es una locura», le habían dicho sus amigos con respecto a esa última idea.

Y de pronto aparecía Florence Nightingale.

Junto a su lecho, como de costumbre, Jane tenía dos libros: los poemas de Wordsworth y los sonetos de amor de Elizabeth Barrett Browning.

¿Cómo te amo? Deja que cuente las facetas de mi amor.

Te amo con la profundidad y la anchura y la altura

que es capaz de alcanzar mi alma…

Jane los conocía todos de memoria. Le encantaba la tierna historia de cómo el poeta Browning había rescatado a Elizabeth de su despótico padre y se había fugado con ella.

—Pero ningún Browning viene para fugarse conmigo del recinto —se lamentó con expresión risueña.

Había amanecido. El sol estaba en lo alto del cielo. Las hojas caían de los árboles sobre el prado de la escuela de los niños del coro. Jane oyó a Lizzie, la doncella, trajinando en la planta baja.

Sarum. La vida transcurría con lentitud. Pero era agradable.

Sin embargo aquél era un día para tomar decisiones. Jane sabía que debía tomarlas ya, cuando todavía la animaba el afán de la aventura. ¿Debía partir para Londres en tren? ¿Cuándo? Eran unas decisiones difíciles, incómodas. Jane permaneció unos minutos acostada antes de afrontar una jornada tan decisiva.

Sonaron unos golpecitos en la puerta: era Lizzie, que le traía una carta de Bernard.

Jane rasgó el sobre antes de que la doncella se hubiera retirado y cerrado la puerta.

Querida hermana:

Después de la muerte de nuestra querida madre te has quedado sola en Sarum, cosa que me preocupa. Harriet y yo deseamos que vengas a pasar cuando menos seis meses al año con nosotros. Tus dos sobrinas y sobrinos anhelan ver a su tía; te hemos descrito como un dragón, de modo que no nos defraudes. Aquí te divertirás, conocerás gente y gozarás de un cambio de aire. Te presentaremos a unos jóvenes caballeros que quizá… pero no debo precipitarme.

Esta guerra en Crimea ha tenido unos efectos extraordinarios sobre nuestra fortuna, en sentido favorable. Aquí en Hoogly District, como sabes, poseemos una plantación de desi, de yute, como lo llaman en Inglaterra. Mantenemos un negocio muy lucrativo con América, con una firma llamada Bradley y Shockley, qué casualidad, ¿verdad? Pero lo más importante es que esta guerra en Crimea ha cortado el suministro de lino y cáñamo ruso a Dundee, y nosotros los hemos sustituido con nuestro yute. Los beneficios son increíbles. Pero te contaré más detalles cuando vengas a visitarnos y puedas comprobarlo por ti misma.

La carta era muy larga, y Jane interrumpió su lectura. Su querido hermano Bernard. Diez años mayor que ella. Llevaba diez años en la India; siempre le escribía unas cartas llenas de detalles sobre su negocio, como si ella fuera un hombre, precisamente el motivo por el que a ella le encantaba recibirlas. Terminaría de leer la carta más tarde. Jane se vistió apresuradamente. Luego se dirigió a la catedral.

Cada vez que debía tomar una decisión importante, Jane Shockley daba un paseo por los claustros. Rebosaban paz, silencio. Durante el primer año de reinado de Victoria, el obispo Denison había plantado dos cedros del Líbano en el centro y éstos habían comenzado a extender un poco de sombra sobre el césped del pequeño cementerio, confiriendo al lugar un mayor encanto. Jane pasó junto a la sala capitular. Aquel año habían encargado las obras de reparación de los claustros y la sala capitular al señor Clutton, el renombrado arquitecto. Hacía poco habían comenzado a restaurar unos magníficos bajorrelieves en la sala capitular y, como la puerta estaba abierta, Jane entró para admirar durante unos minutos las espléndidas tallas de la Creación y otras escenas del Antiguo Testamento. Le complacía la silenciosa antigüedad de aquel lugar. Mientras restauraban los muros, los obreros habían encontrado unas monedas de la época de Eduardo I, o sea que tenían casi seiscientos años.

Era difícil decidirse. Ahora que había desaparecido la perspectiva de ir a Crimea, para ser sustituida por varios años de trabajo duro en un hospital de Londres, Jane ya no estaba segura de querer ser enfermera. ¿Por qué no iba a la India? Era una perspectiva mucho más interesante. O quizá debía quedarse allí, en Sarum, con sus amigos, entre esas escenas apacibles que tanto amaba. La idea era tentadora.

Por una vez, Jane era incapaz de tomar una decisión. Enojada consigo misma, abandonó el claustro y entró en la nave principal de la catedral.

Entonces lo vio.

Era un objeto sucio y roto, suspendido de un palo: una bandera, que pendía torcida de la pared, en lo alto del muro. Ostentaba los colores del regimiento de Wiltshire, y la pequeña placa junto a ella indicaba que había participado en la campaña en Sicilia en 1806-1814, en Estados Unidos de América en 1814-1815, se había perdido junto al Ganges en 1842 y había sido recuperada dieciocho meses más tarde. Había sido instalada en la catedral en abril de 1848.

¿Por qué se sintió Jane conmovida al contemplar aquella bandera? ¿Porque le recordaba lugares remotos, los soldados que habían caído heridos en Crimea? ¿O le recordaba el imperio y el servicio que sus ciudadanos debían prestarle? ¿O hacía tal vez que se sintiera culpable por llevar una vida cómoda y despreocupada? Quién sabe.

Jane se dirigió lentamente hacia la puerta. Una bandera en desuso y una muchacha de veintitrés años. Una extraña combinación.

«Pero acudimos arrastrando nubes de gloria».

Era un verso de su poema favorito de Wordsworth, Oda a la inmortalidad, que Jane había evocado de pronto. Nubes de gloria. Sí, aquella desvencijada bandera que colgaba modestamente del muro de la catedral había despertado en ella, aquella mañana, una visión de servicio, sacrificio, una visión de lugares lejanos y de su propio heroísmo. En aquellos instantes Jane comprendió lo que debía hacer. Había llegado el momento de escribir esas cartas a los hospitales.

Joseph Porters se hallaba de pie, erguido pero con la cabeza levemente agachada, contemplando el alcantarillado.

—Progreso, señor mío, e imperio. Ése es nuestro destino. Tenlo por seguro.

Porters asintió con aire distraído mientras Ebenezer Mickelthwaite, administrador de lord Forest, expresaba esas contundentes opiniones.

—¿Y estas casas, estos desagües? —inquirió suavemente—. Totalmente seguros. Tan seguros como el Banco de Inglaterra. —No lo creo. Son pestilentes. No tardará en aparecer de nuevo el cólera.

Mickelthwaite observó al joven. La prolija perorata que acababa de pronunciar sobre el imperio tenía como fin hacer que Porters cambiara de tema, pero no lo había conseguido.

—El coste de las mejoras que pretendes realizar sería muy elevado.

Porters se encogió de hombros.

—Se costean con los impuestos municipales.

—No todas. En cualquier caso, los impuestos los pagamos nosotros.

Ambos hombres se encontraban en medio de la manzana, contemplando una zanja que atravesaba el centro y a la que iban a parar los desperdicios de más de cuarenta patios y viviendas, y que, llena de una masa cenagosa, ofrecía un aspecto entre un sumidero y una ciénaga.

—Esta agua está podrida.

—Pues he oído decir que cuando cavaron un pozo, cerca de aquí, hallaron un manantial de agua mineral.

—Eso creyeron, por el color y el sabor un tanto picante del agua. Pero lo cierto, señor Mickelthwaite, es que habían perforado un pozo negro.

La situación en la ciudad era un escándalo. Los patios centrales de las viejas manzanas, cuyos desagües no habían sido reparados desde hacía siglos, estaban infestados de ratas y enfermedades. Los canales que discurrían por las calles transportaban un agua que parecía limpia, pero estaba contaminada por la basura del vecindario.

—A esta ciudad la llaman la Venecia inglesa —observó Mickelthwaite a la defensiva.

—Yo la llamo un sumidero —replicó Porters, impacientándose—. Sea como fuere, señor Mickelthwaite, usted y los suyos han perdido la batalla. Voy a recomendar un drenaje completo de este barrio, la instalación de nuevos sumideros y desagües en todas las viviendas. Y esos talleres —añadió Porters señalando con gesto de desagrado dos hileras de edificios que parecían barracas colocadas unas sobre otras— desaparecerán.

—Cobramos buenas rentas por ellos —rezongó Mickelthwaite.

—Pues tendrán que construir unos edificios nuevos.

Porters echó a andar. A sus espaldas oyó mascullar al administrador:

—Maldito médico.

Porters se volvió sonriendo.

—Es el progreso, señor Mickelthwaite.

Había sido una batalla feroz. Durante muchos años, los canales de agua habían estado bajo el control de los directores de carreteras de la ciudad, quienes apenas se habían molestado en repararlos; en cuanto a las obras en el interior de los edificios, éstas correspondían a unos terratenientes que no hacían absolutamente nada.

En 1849, el cólera invadió Salisbury. Hubo unos mil quinientos casos, centenares de muertos. Un tal doctor Middleton, al visitar la ciudad y comprobar su sistema sanitario, se quedó horrorizado. Elevó una protesta a las autoridades. A regañadientes, el consejo municipal encargó que revisaran los manantiales que abastecían a la población. Los inspectores recomendaron que se instalara un alcantarillado subterráneo. Pero eso sería muy costoso. El secretario del consejo no tomó nota del informe médico y arrojó la carta de Middleton a la basura. Y el doctor Middleton inició su campaña.

El consejo se enfrentaba a un problema: la Ley de Salud Pública de 1848, otra de las numerosas leyes que habían sido aprobadas por los Parlamentos en el siglo XIX y que habían dado paso a la renovación de la educación, la sanidad y las condiciones de las fábricas en Inglaterra. El consejo podía verse obligado a nombrar una junta de sanidad.

—Y entonces —explicó Mickelthwaite a lord Forest con tono sombrío—, todo el asunto escapará al control de los directores de carreteras, pues la junta de sanidad no sólo se ocupará de los canales de agua sino de las obras en el interior de los edificios. Y, lo que es peor, si recomiendan unas mejoras, éstas repercutirán en los impuestos generales.

—Que pago yo.

—Exactamente.

Lord Forest había vendido hacía tiempo la casa de su abuelo en el recinto catedralicio, pues sus intereses residían en las industrias del norte y en sus plantaciones en la India, y sólo había visitado Sarum dos veces en su vida, pero seguía siendo el propietario de la mitad de las manzanas de la ciudad.

—Haz lo que puedas —ordenó a su administrador.

La batalla había durado dos años. Un grupo de consejeros que eran dueños de numerosos barrios, y con los que Mickelthwaite se había aliado discretamente, lucharon a brazo partido. Pero perdieron.

Varios meses atrás, Joseph Porters, ingeniero civil, había conseguido un puesto en Salisbury y se había desplazado desde Leicester para inspeccionar el lugar.

Había emprendido su tarea con entusiasmo, llenando los viejos canales de agua e inspeccionando las viviendas. El estado de los desagües le había escandalizado tanto como al doctor Middleton.

Pero le gustaba pasear por el apacible recinto, departir con los clérigos y los amables burgueses tocados con negros sombreros de copa, ir al concurrido mercado y sus súbitas afluencias de ganado, a la feria de ovejas en el cercano Wilton, a la pista de carreras situada en lo alto de la colina.

—Aquí hay muchos años de trabajo —declaró, no sin cierta satisfacción. Y comenzó a buscar alojamiento.

Joseph Porters tenía treinta y siete años. Vestía siempre una levita negra, un chaleco gris, una camisa blanca, una corbata anudada en un lazo impecable y se tocaba con un sombrero negro de copa. Tenía el pelo rojizo y ralo y llevaba cortas las patillas. Poseía cierto sentido del humor, pero su falta de confianza en sí mismo no le permitía presentar un aspecto menos que impecable. De joven había llevado bigote, pero al cabo de un tiempo había renunciado a él porque le parecía que no encajaba con sus gafas en forma de media luna.

Desde su llegada a Salisbury, Joseph Porters se había sentido fascinado por dos cosas. La primera eran los desagües. Pues cuando los limpiaron apareció una asombrosa cantidad de artículos, los desperdicios y objetos perdidos acumulados durante seis siglos —peines, tijeras, pipas de arcilla, monedas—, un auténtico tesoro para cualquier anticuario. Aunque Porters no era un experto en la materia, empezó a estudiar esos objetos. Los trabajadores se apartaban respetuosamente mientras el señor Porters, olvidando su dignidad y la blancura de su camisa, se ponía a hurgar en el lodo durante media hora antes de regresar apresuradamente a sus aposentos en Castle Street para examinar su nuevo tesoro y cambiarse de camisa.

—Dentro de poco —informó al deán—, necesitaremos un pequeño museo para conservar estos objetos.

La segunda cosa que le fascinaba —aunque Porters había tardado un tiempo en atreverse a reconocerlo en su fuero interno— era la señorita Jane Shockley.

La pequeña biblioteca de la casa de los Shockley estaba situada en la planta superior. Era una estancia modesta y agradable, menos atestada de cachivaches Victorianos que la sala de estar, la cual contaba con una mesa cubierta con pesados faldones, dos palmeras en sus respectivas macetas, un historiado reloj, un recipiente con flores de cera y unas figurillas chinas.

La biblioteca sólo contenía, aparte de unas estanterías que llegaban hasta el techo, dos sillones de cuero, una mesa de nogal y un escritorio, ante el que se hallaba sentada Jane.

Eran las tres de la tarde y había redactado cuatro cartas cuando, al mirar por la ventana, vio a Joseph Porters en la calle frente a la casa.

—Válgame el cielo.

¿Por qué se le habría ocurrido dirigirle la palabra? Jane recordaba perfectamente su primer encuentro con él. Había ocurrido hacía un año, poco después de que Porters llegara a Sarum. Mientras Jane charlaba animadamente con otras jóvenes damas del recinto, una de ellas señaló a un hombre delgado y de aspecto solemne que se encontraba junto a un grupo de trabajadores, y dijo:

—Ése es Porters. Se ocupa de las alcantarillas. Un asunto muy serio.

Todas habían prorrumpido en carcajadas, y Jane, para lucirse ante sus amigas, había cruzado la calle, se había detenido frente al canal que acababan de drenar y había declarado:

—He venido a inspeccionar sus desagües, señor Porters.

Era un hombre inofensivo, entregado a su trabajo. Él se había tomado en serio lo que le había dicho Jane y, durante media hora, le había explicado el asunto con todo detalle, desde la necesidad de atajar el cólera hasta los prodigios medievales que yacían en el lodo. Jane se sentía atrapada: no podía marcharse sin ser grosera. Permaneció por espacio de treinta minutos escuchándole cortésmente mientras Porters le informaba sobre los pormenores del alcantarillado y sus amigas observaban la escena desde el portal de Surman’s Boot Shop, muertas de risa.

—En realidad —había dicho Jane más tarde para justificarse—, me explicó unas cosas muy interesantes. Y lo cierto es —añadió, pues había entendido prácticamente todo lo que Porters le había dicho— que el consejo se ha portado con él de un modo abominable.

Después de ese primer encuentro a Jane le resultaba difícil no detenerse para charlar educadamente con el señor Porters cada vez que se topaba con él. De hecho, aunque sus amigas le tomaban el pelo preguntándole por los albañales, a Jane le infundían más respeto las opiniones de Porters que las de sus amigas. En un gesto que podía interpretarse como un desafío, había accedido a sentarse junto a él durante el festival anual de música que se celebraba en la iglesia de Saint Cecilia, y había paseado con él por la feria de flores y plantas.

—También es un experto en materia de dalias —informó Jane a sus amigas.

En cierta ocasión Jane y Porters pasaron el día juntos —acompañados por más personas, por supuesto— cuando uno de los canónigos llevó a un grupo de gente a visitar un taller donde cortaban grandes bloques de piedra en Fyfield, al otro lado de la llanura. El señor Porters les dirigió una breve disertación sobre el tema, explicándoles que aquellas piedras duras, que ahora utilizaban como guardacantones, eran idénticas a los monolitos utilizados hacía miles de años en Stonehenge.

Era un hombre muy interesante y Jane se sentía a gusto en su compañía. Pero más allá de eso… válgame el cielo.

Lizzie abrió la puerta. Sobre la bandejita de plata reposaba la tarjeta de visita de Porters.

¿Podía decir que no estaba en casa? Él se sentiría ofendido. Ella tenía la culpa de esa situación.

Jane dejó la pluma.

—Hazle pasar. —Si al menos consiguiera que él le cogiera antipatía, todo sería más fácil.

Porters no había puesto nunca los pies en la biblioteca. Qué habitación tan luminosa y agradable. Echó un rápido vistazo a su alrededor antes de recordar que acababa de cometer una grosería. Vio unas estanterías repletas de libros; sobre la mesa, un catálogo de la Gran Exposición del Príncipe Alberto que se había celebrado tres años antes; junto al catálogo, una versión más modesta de la gran exposición, organizada a raíz de ésta, en la sala del ayuntamiento de Salisbury.

En la estantería más grande, ocupando el lugar de honor, había un enorme volumen en folio encuadernado en cuero de la impresionante historia de Wiltshire, de Hoare, junto a un ejemplar de la historia de Salisbury, escrita por Hatcher.

No existía en el condado obra más importante que la primera: unos anales exhaustivos e históricos en los que figuraba cada parroquia de cada municipio, con sus monumentos, sus mansiones rústicas y las distinguidas familias a las que pertenecían desde épocas feudales. Todo caballero debía poseer esa imponente obra, y los aristócratas de Wiltshire habían acogido con entusiasmo el proyecto. El segundo volumen, que versaba sobre la ciudad, contenía un relato más modesto aunque más pormenorizado de las peripecias de las gentes de la ciudad a lo largo de los siglos, pero no había sido redactado por Hoare, un caballero, sino por Hatcher, un hombre modesto perteneciente a la clase media, como Porters. Cuando se publicaron los libros, todos habían ensalzado la obra de Hoare, pero la figura del pobre autor había pasado del todo inadvertida.

Al contemplar aquellos imponentes volúmenes en casa de Jane, Porters se sintió de pronto deprimido.

Sobre la mesa, junto a los catálogos, había tres números de la última obra de Dickens Tiempos difíciles, publicada por entregas, La feria de las vanidades, de Thackeray, un ejemplar de Cumbres borrascosas y un volumen de los poemas de lord Byron. Aunque Porters sólo había echado una ojeada a los poemas de Byron, le pareció que no era una obra adecuada para que la leyera una dama, aunque tenía entendido que eran principalmente éstas quienes la leían.

—Espero no importunarla.

—En absoluto.

Porters miró de nuevo el volumen de Byron con gesto de desaprobación.

—No soy muy aficionado a la poesía.

—¿No? —Me lo temía, pensó Jane abatida—. Pero siéntese, señor Porters.

Porters se sonrojó. Ella sabía que él había tenido que hacer acopio de valor para ir a visitar a una mujer que vivía sola. —Lizzie nos servirá el té— dijo Jane.

Luego, como de costumbre, conversaron. Cuando Porters se ceñía a los temas que él dominaba, su conversación resultaba muy agradable. Hablaron sobre el nuevo ferrocarril que iban a construir en Sarum, un asunto que a él le entusiasmaba.

—El consejo municipal ya ha cursado la petición al Parlamento; es absurdo que sólo dispongamos de una línea a Southampton. El ferrocarril constituye la carretera de portazgo de nuestra época. Necesitamos una línea que llegue a Londres. Y al norte. Le aseguro que esta ciudad podría convertirse en el Manchester del sur, señorita Shockley.

El entusiasmo de Porters la hizo sonreír.

—No sé si eso complacería a los habitantes del recinto, señor Porters.

—¿Cree usted que harían bien en oponerse, en esta época de progreso?

—No, creo que usted tiene razón —repuso Jane con franqueza. Él sonrió satisfecho.

—No tardará en ser una realidad, se lo garantizo.

Luego hablaron sobre la Gran Exposición en Londres, organizada en el maravilloso Crystal Palace, que habían visitado nada menos que seis millones de personas.

—¿Sabe que expusieron también la cubertería del señor Beach? —Jane lo ignoraba. Él sonrió de nuevo—. Un hecho del que se siente lógicamente orgulloso.

—No sé cómo se las arregla para informarse de tantas cosas, señor Porters —comentó ella, al tiempo que tomaba la callada decisión de felicitar al señor Beach.

—La Gran Exposición también ha influido en el equipamiento de esta casa —dijo ella sonriendo—. Compré un hornillo de gas para la cocina.

—Un invento muy útil —repuso él—. ¿A su cocinera le gusta utilizarlo? —preguntó intrigado.

No era estúpido.

—Me ha descubierto usted, señor Porters. Lo cierto es que la cocinera trató de encenderlo con una caja de fósforos y tardó tanto que por poco volamos todos por los aires. El dichoso hornillo está en un rincón de la cocina, sin utilizar.

—La reforma lleva su tiempo.

—Yo también me he convertido en una reformadora —dijo Jane aprovechando la ocasión al vuelo—. Soy una firme defensora del cartismo, señor Porters.

Él abrió la boca, pero enseguida volvió a cerrarla.

—¿El cartismo?

—Sí.

—Los cartistas desaparecieron, señorita Shockley, cuando su gran manifestación de protesta fracasó hace seis años.

—Pero su causa es justa.

—¿Un hombre, un voto?

—Sí.

El movimiento cartista, que reivindicaba el voto secreto y el sufragio universal, les había parecido a muchos una revolución, de modo que no habían tardado en aplastarla. Pero cuando pensaba en ello, Jane no hallaba motivo para rechazar los argumentos de los cartistas. Les temía, desde luego; a fin de cuentas, si todos los hombres votaban, y sólo unos pocos poseían propiedades, ¿no podría ocurrir que la mayoría votara a favor de destruir las propiedades de esos pocos? Era justamente el peligro que habían corrido sus antepasados durante la Guerra Civil hacía centenares de años.

¿Estaba convencida de lo que decía?

Jane no estaba segura de ello. Pero había logrado escandalizar al señor Porters.

—Son unas ideas peligrosas, señorita Shockley. —Porters parecía preocupado.

—Pero, señor Porters, no puedo creer que esté usted en contra de la reforma. ¿No está conforme con el Acta de las Minas y las Actas de las Fábricas de lord Shaftesbury? ¿Está usted a favor de rechazar esas reformas y devolver a los niños a las minas?

—En absoluto.

—¿O de suprimir la junta de sanidad y permitir que el cólera se extienda de nuevo por Salisbury?

—Claro que no.

—Pues si le preocupa el bienestar de la gente tiene que estar por fuerza de acuerdo conmigo.

Porters estaba perplejo. Jane rogó a Dios que sus opiniones hubieran logrado destruir el amor que él sentía hacía ella.

—No puedo estar de acuerdo con usted.

—Es una lástima, señor Porters.

Durante el té hablaron de otras cosas.

Pero cuando Porters la miraba, sus pensamientos no eran los que Jane pretendía que fueran.

«Es un poco atolondrada —pensó él—, y se siente insatisfecha. No cabe duda de que necesita un marido que le ofrezca estabilidad. Pero ¡qué fuerza de carácter, qué honestidad!».

Después de tomar el té ella le comunicó la noticia.

—Dentro de poco me iré de Sarum, señor Porters, de modo que quizá no volvamos a vernos.

Porters notó que la mano le temblaba un poco, haciendo que la taza se moviera sobre el platillo.

—¿Ah, sí?

—Voy a estudiar enfermería. En Londres, probablemente. Deseo trabajar con la señorita Nightingale.

Ambos guardaron silencio unos instantes.

—Lamento que haya tomado esa decisión. La gente de Sarum la echará de menos.

—La gente de Sarum puede arreglárselas sin mí —repuso ella echándose a reír—. Más bien se alegrarán de haberse librado de una cartista.

Porters calló.

—¿Cuándo piensa partir, señorita Shockley?

—Dentro de unos días —contestó ella sonriendo—. Me temo que no volveremos a vernos.

Ya está. Lo había conseguido. Se había deshecho de él de forma rápida e indolora.

Pero algo había salido mal. Al observar a su interlocutor, Jane comprobó que le temblaban las manos, mantenía la cabeza gacha y carraspeaba sin cesar. Antes de que él empezara a hablar, ella ya había comprendido horrorizada lo que se le venía encima.

—Señorita Shockley —dijo Porters carraspeando por enésima vez. Aunque al alzar la vista vio que Jane le miraba con recelo, continuó sin dejarse amedrentar—: Antes de que se marche deseo decirle algo.

¿Qué podía hacer ella para detenerle? ¿Sería más cruel interrumpirle que escucharle? Jane se sonrojó, incapaz de tomar una decisión al respecto. Pero Porters achacó su rubor a otro sentimiento.

—Ha sido usted muy amable al permitirme ser su amigo…

—Desde luego —musitó ella. ¿Qué podía hacer?

—He observado que es usted muy distinta de la mayoría de damas de su clase.

¿Lo era realmente?, se preguntó ella. ¿O sólo se trataba de una actitud? Esa entrevista con el señor Porters le planteaba un angustioso dilema.

—Por supuesto, sé que yo no… —Porters se detuvo. Iba a decir que él no era un caballero, pero le resultó demasiado doloroso. No podría decirlo—. Soy un hombre modesto con una modesta fortuna, pero confío en que se haya percatado usted de lo mucho que admiro sus extraordinarias virtudes.

Para Jane era una situación terrible, pues a su modo Porters era mejor que la mayoría de los hombres que ella había conocido. Pero… él no lo comprendía. Las familias de buena condición no les recibirían en sus casas.

—Si decide no marcharse, señorita Shockley, sería para mí un gran honor… —Porters se detuvo de nuevo, sin saber qué expresión utilizar— pedirle la mano.

Por fin. Jane guardó silencio mientras trataba de hallar la forma de rechazar amablemente su propuesta. Pero no daba con las palabras adecuadas. Agachó la cabeza y clavó los ojos en un complicado dibujo de la alfombra.

El silencio se eternizó.

Al cabo de un rato, pensando que debía decir algo, Porters se decidió a hablar.

—Por una extraordinaria casualidad, resulta que usted y yo estamos emparentados, señorita Shockley. —Era el triunfo que Porters se había guardado en la manga para sacarlo en el momento preciso—. El primo de mi abuelo vivió aquí, en Sarum, pero escribía nuestro apellido de forma distinta. Era el canónigo Porteus.

Encima se atrevía a reivindicar un parentesco con ella, pensó Jane, quería hacerse pasar por un aristócrata. Era el colmo.

—Se lo agradezco, señor Porters. Pero he tomado una decisión bien distinta.

Él agachó la cabeza.

—¿Puedo confiar…?

¿A qué venían tantos remilgos cuando lo que debía hacer era mostrarse firme? ¿Porque se sentía avergonzada y no encontraba las palabras adecuadas? No, eso no era una excusa.

—Me siento conmovida, señor Porters, pero estoy decidida a ser enfermera.

—Si cambia usted de parecer…

—Se lo agradezco.

Él se levantó.

—Una curiosa coincidencia lo del canónigo.

—En efecto. Porters se fue.

Jane comprendió entonces que no le quedaba más remedio que trabajar de enfermera.

El 21 de octubre de 1854, el Salisbury Journal citó un artículo publicado por el Times sobre Scutari. Asimismo se refirió a una carta de un tal teniente Henry Foster, del regimiento 95, quien después de haber visitado Scutari, negaba que los soldados se hallaran en unas condiciones lamentables.

Al parecer, según afirmaba el Salisbury Journal, el corresponsal del Times se había limitado a hablar de oídas.

—Quizá sería preferible, señorita Jane —observó la señora Brown, la cocinera—, que no fuera usted allí.

El 22 de octubre Jane recibió una carta. De África.

Querida sobrina:

Nuestro buen amigo Crowther, ese extraordinario sacerdote negro sobre el que te he hablado, ha regresado en el Pleiad de una expedición triunfal por el Benue, que como sabes es un afluente del Níger. Me asegura que varios reyes y cabecillas que ha conocido están dispuestos a convertirse al cristianismo, por lo que debemos dar gracias a Dios. Crowther también me ha hablado, con gran emoción, de las entrevistas que mantuvo hace tres años en Inglaterra con Palmerston, otro gran hombre, y con nuestra reina y su consorte, en Windsor. Me consta que gracias al interés que la reina mostró por nuestra misión el gobierno nos envió el Pleiad. Cuando hago notar a Crowther que es un hombre afortunado, sonríe y contesta: «Dios provee».

Jane sentía desde hacía tiempo una gran admiración por ese extraordinario sacerdote negro llamado Samuel Crowther, con quien su tío trabajaba en Nigeria. Le entusiasmaba pensar en su meteórica carrera, pues había pasado de la esclavitud a convertirse en un predicador laico y por fin en sacerdote. Su tío le había comentado en una carta que confiaba en verlo un día convertido en obispo. Sería un gran progreso ver la obra de Dios llevada a cabo por un hombre negro de alma noble. Jane continuó leyendo:

Por fortuna la expedición ha regresado sin haber contraído la malaria. Todos gozan de perfecta salud.

Por desgracia, no puede decirse lo mismo de tu tío. Me temo que mi salud se ha deteriorado y no puedo continuar aquí. Las cosas que Crowther me ha contado sobre Inglaterra han despertado en mí el deseo de verla una vez más. Ruego a Dios que me dé la oportunidad de hacerlo.

Lamento la muerte de tu querida madre. Pero los caminos de Dios son inescrutables. Es una bendición que vivas en Sarum, en nuestra antigua casa, donde confío en que te alegres de recibir, aunque por pocos días, a tu tío que te quiere,

Stephen.

P.D. Partiré en el barco que sale dentro de unos días.

Jane contempló la carta con incredulidad. Su tío, el santo misionero a quien ella adoraba, estaba a punto de llegar, e iba a alojarse en su casa: no cabía interpretar sus palabras de otro modo. Ni cabía la menor duda de que ella debía cumplir con su deber.

Más tarde, al observar las vías férreas junto a la estación de Milford, Jane tuvo la impresión de que éstas se unían para cerrarle el paso.

Ya no sería enfermera. Ni iría a la India. Al menos de momento. Porque no tardaría mucho en verse libre.

1861

La pasión de Jane Shockley comenzó cuando tenía treinta años.

Se hallaba de pie en la escalera del ayuntamiento, un enorme edificio cuadrado cedido a la ciudad, al igual que el hospital, por lord Radnor. Estaba situado al este del mercado, y no sólo constituía un recordatorio de la continua presencia, desde su heredad cerca de Clarendon, de los Bouverie en los asuntos de Sarum, sino que, en opinión de Jane, sus marcadas líneas evocaban una sólida severidad muy necesaria, pero por lo general ausente, en los asuntos de Sarum.

Como si hubiera adivinado sus pensamientos, el hombre bajo y fornido que se encontraba junto a ella meneó su redonda cabeza, miró a Jane y comentó con amargura:

—Lo que necesitamos en Sarum es un progreso moral, no material, señorita Shockley.

Jane asintió. Por supuesto. Y si alguien era capaz de proporcionarlo, esa persona era el señor Daniel Mason, un metodista y defensor a ultranza de la abstinencia de bebidas alcohólicas. Jane lo miró con afecto.

—Acabaré convenciéndola de las virtudes de la abstinencia, señorita Shockley, no le quepa duda.

Muchos eran además de los inconformistas —los wesleyanos, los baptistas, los congregacionalistas y otros entre las que se contaban los católicos, que en la actualidad eran tolerados y abundaban en Sarum—, quienes se habían unido a la notable causa de la abstinencia. Hacía dos años, cuando el señor Gough, un predicador de la abstinencia, había llegado a Salisbury, mil quinientas personas, pertenecientes a todas las religiones y extractos sociales, habían acudido al mercado para escucharle.

—A muchos párrocos anglicanos les preocupa el problema de la bebida —aseguró Mason a Jane.

Los predicadores como el famoso Shaftesbury con sus reformas de las condiciones en las fábricas y la sanidad pública, los aristócratas y católicos, todos, como sabía Jane muy bien, deseaban imponer un nuevo código moral en esa era de progreso. La misma Florence Nightingale, a su regreso a Inglaterra después de la guerra, había leído a la reina Victoria en persona el artículo del señor Lee sobre la abstinencia en América.

—Pero las reformas nunca son sencillas —continuó Mason mientras observaba el mercado—. Fíjese en eso.

Jane se volvió hacia el lugar que señalaba Mason y vio a un borracho acompañado por dos patéticos niños que dedujo eran sus hijos.

—Es un escándalo —comentó Jane.

Mason la miró.

—¿Entonces está de acuerdo en la necesidad de imponer a esa gente la abstinencia del alcohol?

—Sin duda.

—Venga, señorita Shockley —dijo Mason con tono triunfal—. Se los presentaré.

Era un martes de estío, día de mercado. Pero éste no estaba muy animado. La tarde comenzaba a declinar y en el ambiente flotaba una sensación de apatía.

En el centro del mercado una hilera de bestias con aspecto aletargado estaban atadas a una barra; a pocos metros había media docena de corrales, formados con vallas, que contenían ovejas, aunque las mejores se habían vendido en la feria de julio. Por todas partes se veían carros, desenganchados e inclinados en uno y otro sentido, y pequeños tenderetes diseminados sin orden ni concierto. Jane vio a carreteros vestidos con blusones de trabajo, a tipos con calzones y en mangas de camisa, a agricultores ataviados con levitas y chisteras, a alguna mujer engalanada con una ancha crinolina y cuyo vestido y bonete estaban adornados con profusión de lacitos. Todos parecían circular con exasperante lentitud por aquel espacio amplio, caluroso y polvoriento. Los comercios, junto al mercado, estaban cubiertos con unas marquesinas que el viento agitaba de vez en cuando. Sus ráfagas llevaban consigo los olores familiares a ganado, a excrementos de vaca, a polvo, a tortitas asadas de jengibre. Jane percibió también un leve aroma que le dio a entender que allí se consumía sin tino la fuerte cerveza de Wiltshire.

Era el mercado tal y como ella lo conocía; pero a la sazón en él había una importante diferencia.

En el extremo occidental, más allá del antiguo mercado de quesos junto a Saint Thomas, se erguía un edificio de reciente construcción, con una amplia fachada compuesta por tres arcos romanos y un frontón clásico de piedra, que había causado una gran alegría al señor Porters. Era el nuevo mercado cubierto. Y a la vez la estación del ferrocarril.

Durante los últimos cincuenta años, Salisbury se había convertido por fin en una población por la que pasaba el ferrocarril. Las líneas de Londres y de South Western a Southampton, de Andover a Londres, las líneas de Wiltshire, Somerset y Weymouth —integradas en la amplia red de Great Western— se unían en la nueva y hermosa estación de Fisherton; y la corta distancia desde la nueva estación hasta el mercado estaba cubierta por una vía especial.

—¡Por fin! —había exclamado Porters—. Éste no sólo es el centro de la llanura de Salisbury, sino que forma parte integrante del mundo moderno.

En cierto sentido llevaba razón. Los trenes entraban y salían de la estación emitiendo sus agudos silbidos y envueltos en una densa nube de humo; la población crecía a medida que seguían acudiendo personas de distintos lugares para admirar su viejo encanto, y en ocasiones para afincarse en ella. Pero en los cinco valles apacibles, en sus innumerables aldeas, en los amplios cerros cretáceos con los «ébanos de ovejas el ritmo de vida reposado de antaño apenas había cambiado».

En la actualidad Salisbury era un centro de mercado. Aunque pocos hubieran reparado en ello, había recuperado su antiguo papel en el lugar donde confluían los cinco ríos, un papel anterior al auge de la industria pañera en Inglaterra, anterior incluso a la construcción de Wilton o la pequeña parada de posta donde se había fundado Sorviodunum. Al igual que en el caso de las carreteras romanas, las líneas férreas discurrían sobre un entramado más antiguo e inmutable; Sarum se había convertido de nuevo en un mercado y un centro religioso situado en el punto natural de unión en la ondulante y extensa llanura.

El pobre señor Porters había querido cambiar la situación. Había luchado a brazo partido contra muchos concejales para conseguir que construyeran en Sarum una estación de ferrocarril.

—Un segundo Manchester —le había repetido por enésima vez a Jane.

Pero habían fracasado. Las nuevas fábricas habían sido construidas en Swindon, en el nordeste del condado. Jane no se lamentaba de ello.

El grupo que veía ahora ante ella consistía en un hombre y dos chiquillos: una niña de unos seis años y un niño un par de años menor que ella. La niña llevaba un vestido de algodón verde desteñido, desgarrado en la espalda, y unas medias viejas, una blanca y la otra gris. Calzaba unos zapatos marrones con las punteras rotas. En algún sitio había encontrado un amplio chal de lana ribeteado con un fleco, con el que se envolvía los hombros y que le colgaba hasta los pies. El aspecto de su hermano era todavía más desastrado: vestía una camisa hecha jirones, un pantalón de algodón remendado y andaba descalzo. Se estaba comiendo una naranja y tenía la cara manchada de zumo. Ambos se hallaban sentados en la parte posterior de un carro, contemplando el mundo con aparente indiferencia.

En el interior del carro, un hombre de unos cuarenta años dormía apoyado en una bala de paja.

—Un caso muy deprimente —explicó Mason a Jane—. La madre murió no hace mucho dejando a estas dos criaturas. El padre, aunque no lo crea, es granjero. —Mason señaló al individuo que dormía en el interior del carro, con la corbata desanudada y una barba de dos días—. Se llama Jethro Wilson.

El hombre abrió los ojos lentamente y los fijó en Mason.

—Vaya, pero si es el señor Mason. —El granjero se expresaba de forma pausada y con un marcado acento. Miró al severo metodista y a la joven que le acompañaba—. Supongo que han venido para reformarme —dijo. Tras lo cual se levantó con insólita agilidad.

Jane supuso que en su juventud debió de ser atractivo. Tenía el pelo largo y grasiento, castaño oscuro como sus patillas. Su cuerpo alto y delgado, su rostro largo y afilado, indicaban poder. ¿Fue la holgazanería, el alcohol o el desprecio hacia la sociedad lo que le había hundido en aquel estado? El hombre miró a sus hijos y, con un breve gesto de cabeza, les ordenó que engancharan el carro.

—Está bebido —dijo Mason en tono acusador.

—Me he tomado unos tragos. Pero he dormido la borrachera.

—Sus hijos van hechos un desastre. ¿No le da vergüenza, hombre?

Wilson observó a los niños con aire pensativo.

—Pueden enganchar el carro.

—Le ruego que al menos piense en sus hijos.

—¿Qué puede hacer usted por ellos?

—Mucho. Por lo pronto educarlos. Enseñarles a conocer a Dios.

—Conocen su país.

—Eso no basta. Y usted lo sabe.

—Quizá.

—Ya hablaremos en otra ocasión.

—Quizá.

El carro estaba preparado. Los dos niños montaron rápidamente. El hombre tomó un sombrero de ala ancha y se lo encasquetó; luego asestó al caballo un leve latigazo y el carro empezó a moverse. Cuando habían recorrido unos diez metros, el hombre se volvió y, mirando a Jane, se quitó el sombrero y volvió a colocárselo sin apartar la vista de ella.

—El muy sinvergüenza —farfulló Mason; y volviéndose hacia Jane, añadió—: Si quisiera ayudarme a reformarlo, o cuando menos a salvar a esos niños, señorita Shockley, se lo agradecería mucho.

Durante los últimos años trabajaron juntos con frecuencia. Dios sabía que en Sarum había muchas pobres gentes necesitadas.

—La señorita Shockley —dijo Mason a su familia— es una mujer singular.

No se equivocaba. Jane impartía clases en la escuela, aunque no tenía problemas económicos. Durante las largas vacaciones estivales pasó varias semanas trabajando de enfermera en la Enfermería de Lord Radnor y nunca se presentaba allí sin un ejemplar de las Notas de una enfermera, de Florence Nightingale, en el bolsillo del vestido.

—De no haber sido por su tío se habría marchado hace tiempo —decía Mason.

La estancia de su tío Stephen fue una de las grandes desilusiones que Jane se había llevado en la vida. Éste llegó a Sarum, un alegre día de diciembre, en un tren de vapor desde Southampton. Era un hombre enjuto, de cincuenta y tantos años, con unos ojos azules que achicaba siempre, como si no viera con claridad, y un rostro macilento. Iba envuelto en un chal y una manta y caminaba apoyado en un bastón. Hablaba con voz queda, de continuo reclamaba los servicios de Jane, y aunque la tenía siempre trajinando de un lado para otro, jamás se le ocurrió que su sobrina quizá deseara librarse de él, o que, aunque así fuera, pudiera hacerlo.

Jane nunca hubiera imaginado que una vida entregada al servicio de su país pudiera convertir a un hombre en un egoísta.

—Me temo, querida, que mi estancia no será larga —le había informado Stephen el día de su llegada. Pero seguía allí, y, en las ocasiones en que daba un paseo por la ciudad apoyado en su bastón, acogía complacido las muestras de respeto de la gente y que él consideraba más que merecidas. Predecir su partida, pensaba Jane, se había convertido más en una perspectiva feliz que en un motivo de tristeza.

—¿Es posible que te quede tiempo para trabajar en la escuela con la de cosas que tienes que hacer aquí? —le preguntaba a veces su tío en tono belicoso.

—Oh, sí, tío —respondía ella, escapándose en cuanto podía al recinto.

Porters le había propuesto de nuevo matrimonio, junto al prado de la escuela de los niños del coro.

—Si el problema reside en que ha de seguir cuidando de su tío, me sentiría honrado…

—Es imposible —le aseguró Jane, rogándole que no volviera a hablarle del asunto.

Porters había asumido un nuevo papel en la vida de Jane, un papel que al parecer ayudaba al ingeniero a sobrellevar su decepción y que ella era capaz de tolerar: el de consejero. Pues Porters seguía pensando que la joven señorita Shockley seguía siendo un tanto atolondrada y necesitaba sus consejos.

Porters se había instalado cómodamente en la ciudad. La nueva estación de ferrocarril y la afluencia de gente habían propiciado unos ambiciosos proyectos de gran envergadura en el lado oeste de Fisherton, y también en el lado norte, donde se hallaban algunas de las propiedades de la familia Wyndham. Frente al ferrocarril habían construido unas casitas dispuestas en apretadas hileras, y en otros sectores de la ciudad se alzaban hermosas villas burguesas y grandes mansiones neogóticas. A Porters no le faltaba trabajo. Se había comprado una villa.

De modo que debido a esas circunstancias, Jane Shockley seguía en Sarum, ocupada con sus trabajos para la comunidad. Si se sentía insatisfecha, no daba muestras de ello.

El señor Mason y sus metodistas le caían bien. Incluso admiraba los esfuerzos de éste por poner en marcha en Salisbury un movimiento en pro de la abstinencia de bebidas alcohólicas, un movimiento con cuyos principios todos estaban de acuerdo, pero que sólo había tenido unos éxitos esporádicos.

—No puedo decir que esté dispuesta a no volver a beber un vaso de cerveza —declaró Jane.

Opinaba que uno de los pequeños placeres de la época era el hecho de que los habitantes de zonas tan elegantes como el recinto ya no se negaban a beber cerveza en lugar de vino.

—Yo bebo un poco en cada comida —aseguró Jane al señor Porters, quien no supo si sentirse escandalizado o no.

Jane visitaba de vez en cuando con él la prisión para vagabundos mientras que sus viejas amigas del recinto preferían ceñirse a los asilos para pobres, que eran más gratos y menos peligrosos. Había pocos lugares en Sarum que Jane no hubiera visitado.

—Las gentes que más me preocupan son los labriegos de la llanura —le comentaba Mason—. Tienen una vida muy dura.

Pero al ver a Jethro Wilson y sus dos desdichados hijos alejarse en el carro, Mason precisó:

—Siempre lamento la suerte de los pobres labriegos de la llanura, señorita Shockley. Pero ese hombre —añadió indignado señalando el carro que se alejaba— es el único culpable de su situación.

La feria de Salisbury que se celebraba por San Miguel, una vez recogida la cosecha, no era una feria en el sentido estricto del término, pues se hacían pocos negocios importantes, pero seguían celebrándola porque el dinero corría a raudales. Era el momento de saldar los préstamos hechos con la garantía de la cosecha, de comprar ropa y gastar dinero en las numerosas y decorativas barracas de feria instaladas en el mercado. La feria duraba tres días y durante los dos primeros, el lunes y el martes, permanecía abierta hasta las once de la noche para que la gente gozara con todo tipo de espectáculos y atracciones instalados en el real.

El martes, a las nueve, fue cuando Jane vio a Jethro.

Éste se encontraba de pie, inmóvil, junto a los arcos góticos de Poultry Cross. De vez en cuando oscilaba un poco de un lado a otro.

A la luz que penetraba por las ventanas, Jane observó que tenía el rostro congestionado debido al alcohol; parecía no reparar en nada de cuanto sucedía a su alrededor. Llevaba una barba de varios días. Sus dos hijos estaban sentados bajo la cruz, medio desnudos y tiritando, pero el puñado de asistentes a la feria que se encontraban junto a ellos no les prestaban atención.

Ella los miró. Ninguno hizo el menor ademán. Jane se dirigió hacia ellos.

Jethro movió trabajosamente los labios, como tratando de articular unas palabras, pero ella no alcanzó a oír lo que decía. —Está cantando, señorita— dijo el niño.

—¿Tienes frío? —le preguntó Jane.

—Sí, señorita.

Cantando, el padre estaba cantando. Jane se acercó. Jethro contemplaba el puente de Fisherton y ni siquiera reparó en ella. Jane acercó la oreja a sus labios para captar sus palabras.

Ther vly be on the turnip.

Era apenas un murmullo: la vieja canción de Wiltshire, que la gente cantaba a voz en cuello en cada celebración. Jane acercó de nuevo la oreja.

Ther vly be on the turnip.

Era la primera línea de la canción, que al parecer Jethro repetía en voz baja sin cesar.

—¿Cuánto tiempo estará así?

El niño se encogió de hombros.

—No lo sé, señorita.

—El cerebro no le funciona —terció la niña.

—Ya lo veo —contestó Jane—. Estáis muertos de frío. Anda, venid conmigo.

Los niños se levantaron sin rechistar. Jane echó a andar hacia Brown Street, donde vivía el señor Mason.

—¡No te los llevarás, maldita sea! —Jethro cobró vida de pronto y agarró a sus hijos por el pescuezo—. ¡Vete a predicar la abstinencia a otro lado, perra!

—No sabe lo que dice, señorita —dijo la niña.

—¡Por supuesto que lo sé! —bramó Jethro. En ésas soltó a los niños y se dirigió hacia ella blandiendo el puño.

—¡Corra, señorita!

—No.

Jane se enfrentó a él con calma.

Los ojos de Jethro parecían a punto de saltársele de las órbitas. Alzó ambos brazos y avanzó otro paso hacia Jane, pero de pronto cayó de bruces.

—Era previsible —murmuró Jane.

Dos días más tarde, Jane fue a visitar a Daniel Mason en el pequeño hotel situado cerca de Greencroft, en el lado este de la ciudad, donde Mason se había establecido para luchar en pro de la abstinencia, y se quedó asombrada cuando éste le dijo que Jethro Wilson había cambiado de conducta.

—Quizá no sea permanente, pero por algo se empieza —comentó Mason.

—Es usted extraordinario, señor Mason. ¿Cómo lo consiguió?

Mason meneó su voluminosa cabeza y sonrió.

—En realidad, ha sido usted quien lo ha conseguido.

—¿Yo? No hice nada salvo traérselos a usted.

—Jethro Wilson no opina lo mismo. Sus hijos están aquí. No dejan de alabar su bondad. Y a Wilson le han dicho que estando borracho la atacó a usted.

—No me atacó, trastabilló y se precipitó hacia mí.

Mason la miró con expresión incrédula.

—Pero él cree que la atacó, señorita Shockley, y está asustado. Jane sonrió.

—Como guste. ¿Es un borracho habitual?

—No. Por lo que sé, viene a la ciudad de vez en cuando y se pasa varios días bebiendo, hasta caer en el estado en el que usted le vio el otro día. Entonces sus pobres hijos lo montan en el carro y se lo llevan a casa. Se las arreglan como pueden y viven como animales.

—Es terrible.

—Sí. Pero la buena noticia —continuó Mason sonriendo— es que Wilson está dispuesto a consentir que usted se ocupe de sus hijos. Vaya a hablar con él. Parece otro hombre.

Así era.

El tipo que se levantó respetuosamente de la silla en la pequeña habitación que le había proporcionado Mason se había lavado y afeitado. La levita limpia de color marrón que le había dado Mason realzaba el tono castaño de su pelo, brillante, lustroso y bien peinado. Sus ojos negros, que ya no estaban enrojecidos e hinchados, observaron a Jane con una curiosa y tierna intensidad que la desconcertó.

—Lamento lo de la otra noche, señorita.

Aún estaba un poco pálido. Su borrachera debió de haber sido monumental, pensó Jane.

—Está olvidado.

—Había bebido mucho.

—Ya lo noté —repuso Jane sonriendo—. ¿Cuánto hace que murió su esposa?

—Tres años —contestó Jethro suavemente—. De parto.

—¿No tiene a nadie que pueda ocuparse de sus hijos?

—Una vieja. Un peón agrícola y su hijo. Son los únicos, salvo los que me ayudan a cosechar en agosto.

—¿Dónde está su granja?

—En Winterbourne, en el límite de la llanura.

—¿Es muy grande?

—Veinte hectáreas.

Jane suspiró.

De todas las combinaciones, ésa era la peor. De un tiempo a esa parte se había producido un cambio muy significativo en Sarum.

El proceso de industrialización comenzado con las máquinas de hilar que los sublevados habían destrozado en 1830 había afectado a la región de Wessex de muy variadas formas. En Wiltshire habían empezado a aparecer no sólo las máquinas de trillar, sino los primeros arados de vapor.

—Incluso pagando más al labrador y añadiendo el coste del combustible —explicó Mason a Jane—, el arado de vapor cava unos surcos más profundos por un tercio del precio.

Los terratenientes ricos como lord Pembroke podían permitirse el lujo de adquirir un magnífico arado de vapor de la marca Brown and May en Devizes.

Hombres emprendedores que disponían de un capital, como el señor Rawlence, el asesor financiero de lord Pembroke, podían criar unos espléndidos rebaños de ovejas que conquistaban premios en las ferias.

Mientras trabajaban juntos Jane había interrogado a Mason sobre la situación en numerosas ocasiones.

—La industria del paño está de capa caída, mientras que un agricultor con cuatrocientas hectáreas de terreno en el valle puede mantener más de mil doscientas ovejas con ayuda de tres hombres y un par de niños. Hay más peones agrícolas que trabajo, por lo que la mano de obra es barata. Nuestros hombres perciben los sueldos más bajos de todo el condado —dijo Mason—. Es por eso que se marchan a Australia, o acaban en el asilo.

—De modo que los peones apenas se ganan el sustento. Pero ¿y los aparceros como Jethro Wilson?

—También lo tienen duro. Los terratenientes buscan arrendatarios que mejoren sus tierras y les proporcionen más beneficios a cambio de una mínima inversión. Por esa razón muchos de los terratenientes más importantes sólo arriendan sus tierras durante un año. Así, los aparceros como Jethro Wilson se encuentran de la noche a la mañana de patitas en la calle.

—Pero aquí vienen muchos hombres del norte.

Mason hizo una mueca.

—Lo cierto es que la mayoría de las granjas cultivadas por aparceros son un buen negocio si uno mira al futuro. Pero las granjas poco rentables tienen los días contados. Por eso, cuando los escoceses averiguan que nuestra mano de obra es barata, se apresuran a venir al sur.

Jane oía a veces en el mercado acentos extraños.

Había hecho otras indagaciones al respecto, y éstas habían confirmado cuanto le había explicado Mason y le habían revelado otros aspectos de la situación.

De modo que al interrogar a Jethro Wilson, Jane comprendió su problema: la escasa extensión de sus tierras no las hacía rentables, y él era demasiado pobre para mejorarlas. Y lo más seguro era que su ignorancia le impidiera tomar las medidas necesarias para salvar la situación.

Sin embargo, al verle ante ella, observándola con una mirada plácida e inquisitiva, Jane pensó que quizás existía alguna esperanza.

—El señor Mason me ha informado de que está usted dispuesto a dejar que él se ocupe de sus hijos.

—No quiero dejarlos en el asilo.

—Lo comprendo.

—El señor Mason me ha dicho que un granjero metodista se hará cargo de ellos si le pago la manutención de los niños y que irán a la escuela hasta que yo haya arreglado mi granja.

—Ya.

—No tengo esposa. Creo que es lo mejor para los niños. Al menos de momento.

—Yo también.

Wilson se quedó pensativo.

—Debo reformarme, señorita —dijo, no con tono avergonzado sino con un convencimiento que impresionó a Jane.

—Sería muy conveniente.

—Gracias, señorita.

De pronto, en parte obedeciendo a un impulso y en parte acuciada por la curiosidad de averiguar más detalles sobre él, Jane dijo:

—Creo que iré a visitar su granja, señor Wilson.

Fue a verla la semana siguiente.

Las colinas que rodeaban el valle estaban cubiertas de matorrales y arbustos algunos de dos o más metros de altura, cargados de grandes racimos de moras maduras, bayas de saúco, endrinos. Un auténtico almacén de comida que ni siquiera la intensa actividad de ratones, ardillas y aves podía agotar. Los campos cercanos al Viejo Sarum estaban rodeados de setos y los laureles, albeñas y evónimos se extendían sobre los lejanos cerros.

Jane partió a caballo a través de la llanura, por la vieja carretera de portazgo.

Las vías principales estaban asfaltadas. Pero a menudo se prolongaban en unos polvorientos caminos de tierra, y al cabo de un rato Jane se vio obligada a circular por esos primitivos y accidentados senderos. Luego, tras abandonar aquel mundo frondoso de árboles y setos, penetró en un desolado páramo y continuó avanzando, sin ver un alma, durante casi una hora, hasta que, tras doblar un cerro, vio en una hondonada la aldea que andaba buscando.

Winterbourne, donde tenía su granja Jethro Wilson. Era la primera vez que Jane visitaba esa región, pero tenía el aspecto que había imaginado. Había docenas de aldeas en Wessex con ese nombre sajón tan evocador. Winter bourne, el arroyo que fluye en invierno. Casi siempre tenían un segundo nombre, para distinguirse de otras aldeas vecinas; pero para Jane Shockley, aquel lugar sería siempre Winterbourne a secas.

La aldea yacía en una hondonada, a los pies de las colinas. A ambos lados de su única calle había una hilera de casitas con los muros de ladrillo, piedra y greda, en su mayoría cubiertas con un techo de paja. Jane vio una pequeña iglesia, desprovista de campanario. Detrás de las casas, unos campos rodeados por setos se extendían hasta media colina. En el camposanto crecían dos tejos, y en el lado norte de la iglesia un pequeño grupo de árboles que la cobijaban del viento. La aldea estaba rodeada por los desolados riscos cretáceos donde pastaban las ovejas. Los riscos barridos por el viento y sus ovejas: había medio millón de ovejas en la llanura de Salisbury.

Jane descendió lentamente por la colina y enfiló la calle del pueblo.

Todo estaba en silencio. Diríase que la intensa luz que alumbraba los cerros había sido transportada por el viento hasta la hondonada donde yacía la aldea, y allí se había hecho más suave y difusa.

Unos niños andaban por las calles, en su mayoría descalzos; desde las puertas de las casas, sus madres miraron a Jane con curiosidad. Jane pensó que seguramente en esa recoleta aldea situada en el límite de la desierta llanura llevaban muchos años sin ver a una dama atravesar la polvorienta calle montada a la amazona.

Todas las casitas, según observó Jane, mostraban el mismo elemento decorativo: un faisán de paja, instalado en un extremo de la techumbre, orientado hacia el suroeste. Era la marca del constructor de los tejados de paja, su rúbrica, la cual aparecía en todas las aldeas que él visitaba para realizar su admirable trabajo.

Pero el elemento más importante del lugar estaba situado a la izquierda de Jane: el arroyo.

Estaba seco como el desierto. Lo único que contenía la pequeña zanja eran pajas, ramas, cascaras de bayas, hojas de romaza y ortigas. Tres puentecitos de madera que arrancaban de la carretera sacaban la zanja y conducían al sendero que discurría frente a las casitas situadas a la izquierda.

Durante todo el verano, el cauce había permanecido seco, pues ésta es la naturaleza del arroyo que fluye sólo en invierno. Pero cuando en noviembre empezaba a llover sobre los riscos, cuando más tarde la nieve y el hielo cubrían las ondulantes colinas y al llegar la primavera se producía el deshielo, las aguas descendían, a veces con un flujo regular, a veces como un torrente, desde las alturas, a través de las laderas, los barrancos y las cañadas cubiertas de hierba; bajaban desde los grandes espacios desolados y discurrían alegremente arrastrando todo cuanto hallaban a su paso hacia los cauces del arroyo de invierno. Durante seis meses al año, la apacible y desierta aldea cobraba renovada vida gracias a las impetuosas aguas de su arroyo.

Ésa era la antigua magia de los arroyos de invierno que fluían por los alrededores de la llanura de Salisbury.

Un niño indicó a Jane cómo llegar a la granja de Jethro Wilson, situada al final de un pequeño sendero, a doscientos metros de la calle mayor. El empinado sendero estaba cubierto de hoyos y maleza; la yegua trepó con dificultad por la cuesta.

—He venido a ver al señor Wilson.

¿Por qué se sentía de pronto cohibida?

—No tardará en regresar.

La mujer no la invitó a pasar. Debía de ser la anciana que se ocupaba de la casa, una mujer de rostro enjuto y expresión huraña, cubierta con un chal rojo y morado. Antes de cerrar la puerta dirigió a Jane una extraña mirada, como si quisiera adivinar de quién se trataba.

El edificio había sido antiguamente una granja típica, con una cerca pintada de blanco frente a la fachada. Un estrecho camino conducía desde la verja hasta la puerta principal, que apenas se utilizaba salvo en las bodas o los funerales. A cada lado de la puerta había una habitación con una ventana, y encima se veían tres ventanas más pequeñas. En el lado izquierdo se extendía un ala de unos nueve metros de largo, con una puerta y varios ventanucos que al parecer habían sido instalados sin orden ni concierto. Sus muros eran de ladrillo y piedra. Detrás del ala se alzaba una tapia blanca de piedra caliza que antaño rodeaba el huerto. Los muros de piedra caliza eran uno de los elementos que más admiraba Jane en aquella región; se trataba de una caliza compacta y blanca, extraída de las laderas de los cerros, cortada en grandes bloques de medio metro de ancho que solían apilar hasta que alcanzaban más de dos metros de altura, y que se remataban con un tejadillo de paja cuyo alero sobresalía unos dos palmos, a fin de proteger el blanco muro contra el deterioro causado por la lluvia.

El lugar podía haber sido hermoso. Pero no lo era.

La granja de Jethro Wilson tenía un aspecto desastrado.

La pintura de los marcos de las ventanas estaba descascarillada y los senderos que rodeaban la casa se habían cubierto de maleza; la techumbre de paja, que se había vuelto gris, se caía a pedazos; los dos faisanes de paja que en otro tiempo se erguían orgullosos sobre el techo de la casa y sobre la tapia de piedra blanca estaban destrozados. Jane emitió un suspiro. No había cosa más triste que una granja en ruinas.

Jethro apareció al cabo de unos minutos, y parecía estar muy animado. Llevaba la camisa desabrochada y no se había afeitado; sin embargo cuando se dirigió hacia Jane, el lugar pareció asumir un aspecto menos desolador.

Jethro señaló la granja y comentó con tristeza:

—Hay mucho que hacer.

—Sí.

—¿Quiere que se la enseñe?

Jane asintió.

Jethro la condujo primero al jardín rodeado por la tapia. En él había dos ciruelos damascenos y un viejo moral cuyos frutos maduros yacían en una cesta. Había también un peral, pero parecía estar muerto. En el huerto habían plantado patatas y zanahorias.

—Si no repara usted el tejadillo de la tapia, la caliza se deteriorará —dijo Jane—. Y lo que es peor, el agua penetrará dentro del muro y cuando se hiele hará que se agriete. Jethro asintió.

—También tengo que reparar la casa.

—¿Podrá hacerlo? —preguntó Jane.

El granjero se encogió de hombros.

—No lo sé, señorita.

—Enséñeme el resto de la granja —le ordenó ella.

El lugar daba lástima, aunque había muchas alquerías en idéntica situación. Las ovejas pacían en el cerro vecino y ambos subieron lentamente hacia la cima. Jane echó un vistazo a las ovejas.

—¿Son todas southdowns? ¿No hay hampshires?

—Dan menos problemas.

—Y menos rendimiento —replicó Jane.

Durante los últimos años, la numerosa población de ovejas que pastaba en los cerros sobre Sarum había experimentado un gran cambio. Jane lo sabía bien. Las southdowns —una raza cuyos machos carecían de cuernos—, que habían sustituido en el último siglo a las wiltshire, unos animales de cuernos largos, habían sido reemplazadas a su vez por otra raza más productiva, las hampshire.

Las hampshire parían unos corderos que engordaban antes; producían más rendimiento, pero, como señaló Jethro, daban más problemas y resultaban más caras de alimentar.

—No me gusta encerrar a las ovejas en un corral —añadió el granjero—. Tengo que alimentarlas con raíces en lugar de dejarlas pacer a su antojo en los prados.

—No obstante, los mejores granjeros han comprado hampshires —le recordó Jane.

Jethro no parecía muy convencido. Al cabo de unos momentos, se detuvo.

—No dispongo de ese dinero para invertirlo en las ovejas —dijo. Seguramente era cierto.

—¿Por qué no acude a las sociedades agrícolas? —preguntó Jane—. Quizá puedan ayudarle. O hable con su terrateniente.

Muchos agricultores no podían permitirse comprar la nueva maquinaria ni invertir el dinero necesario para modernizar sus granjas; pero desde hacía más de una generación, se habían formado unas pequeñas sociedades de granjeros que se ayudaban unos otros a la hora de adquirir máquinas o invertir capital. Últimamente, el señor Rawlence había creado una compañía de empréstitos para los terratenientes deseosos de modernizar sus propiedades.

—Mi terrateniente es un anciano. No quiere gastarse un chelín —contestó Jethro—. En cuanto a esas sociedades… —añadió señalando la pequeña aldea y los desolados cerros que se erguían sobre ella—. Aquí estamos aislados.

Jane observó que lo dijo con cierta satisfacción. Muchas de las personas que habitaban en aquellas apacibles y desoladas regiones, a muchos kilómetros de las ciudades y sus mercados, no deseaban el cambio.

Jethro y Jane empezaron a descender la cuesta.

—¿No tiene usted parientes que puedan ayudarle? —preguntó ella.

Jethro emitió una breve carcajada.

—¿Parientes? Tengo parientes diseminados a lo largo de los cinco ríos. Centenares de ellos, en Christchurch, en el sur, en Swindon, en el norte. Existe un centenar de Wilson. —Jethro miró a Jane sonriendo—. Pero yo no los conozco, y ellos no me conocen a mí. No puede decirse que seamos una familia unida.

Jane asintió. Suponía que la parentela de Jethro estaría formada por pescadores, pequeños agricultores, gentes sencillas que habían vivido en aquella región desde tiempos inmemoriales.

—Los que viven en Christchurch son contrabandistas, según he oído decir —comentó Jethro con una carcajada—. Una profesión más lucrativa que la de granjero.

—Sin duda.

Lejos de la ciudad, en su propio territorio por el que se movía con desenvoltura, aquel hombre alto y fuerte, con su irónico pero inofensivo sentido del humor emanaba un extraño atractivo.

—Allí —dijo el granjero indicando una zona cubierta de matorrales junto a una vieja zanja— se esconden los cerdos.

—¿Cerdos?

Jethro sonrió.

—Erizos. Aquí los llaman cerdos. —Jethro se acercó a los matorrales y señaló el suelo, que formaba una masa de raíces y hojas—. Sigues por aquí, excavas la tierra y descubres su madriguera.

—¿Cómo sabe dónde hallarlos?

—Es cuestión de intuición. A veces aciertas —dijo el granjero encogiéndose de hombros—. Saben mejor que los conejos. Al menos, eso dice la gente de estas tierras.

Jane nunca había pensado en ello. Qué curioso y a la par sencillo, qué primitivo: la escabrosa naturaleza de esa región, situada al borde de los cerros cretáceos, continuaba inmutable desde hacía miles de años. Un mundo que ella había atravesado a caballo en varias ocasiones, pero que nunca había visitado.

—Me temo que los de la ciudad no sabemos gran cosa sobre la caza de erizos —dijo Jane en tono de guasa.

—Claro.

Ella se dio cuenta de que Jethro la observaba en silencio. Qué extraño, pensó Jane, que allí, en esa mísera aldea junto a los páramos, ese sencillo granjero borrachín pero que casi había abandonado la bebida la hiciera sentirse cohibida, como si hubiera comprendido algo que ella misma ignoraba sobre su propia manera de ser. Jethro no dijo nada; siguió mostrando una expresión inescrutable y distante.

—Ya no bebo —dijo por fin suavemente.

—Lo celebro —repuso ella sonriendo—. Gracias por mostrarme su granja.

—¿No quiere entrar en la casa, señorita?

—No, gracias. Debo regresar.

Jethro la acompañó a recoger su caballo y, con una naturalidad desconcertante, se inclinó, le tendió la mano para que ella apoyara el pie y la ayudó a montarse.

Mientras se instalaba en la silla, Jane advirtió que las patillas del granjero eran algo más largas y canosas de lo que recordaba y pensó que, de no haber sido poco más que un patán, le habrían dado un aire distinguido.

Jane hizo girar a su caballo y se alejó.

Al volverse para despedirse de él, vio junto a la puerta trasera de la granja a una anciana, que la observaba con expresión despectiva.

Jane avanzó lentamente, reflexionando mientras atravesaba los cerros. A lo lejos distinguió una humareda y un leve resplandor rojo, donde, pese a lo avanzado de la hora, un agricultor quemaba la maleza.

Más tarde, Mason informó a Jane de que los hijos de Jethro Wilson se alojaban en casa de un honrado agricultor metodista en la aldea de Barford Saint Martin, junto al bosque de Grovely. Causaban pocos quebraderos de cabeza, aunque a veces eran un poco revoltosos.

—Y unos paganos, señorita Shockley. Unos paganos redomados —añadió Mason meneando su enorme cabeza redonda. Pero Jethro enviaba el dinero de su manutención puntualmente y todos se sentían satisfechos del acuerdo.

En noviembre, Jane casi se había olvidado de Jethro, pues el tío Stephen sufrió uno de sus achaques, concretamente un resfriado que, según aseguró a su sobrina, podía desembocar en una neumonía. Incluso el médico expresó un día cierta preocupación por su estado, por lo que Jane tenía que permanecer constantemente a su lado cuando no estaba en la escuela. A principio de diciembre, sin embargo, tanto el médico como su tío manifestaron que se había restablecido.

Un día de primeros de diciembre Jane se encontró con Daniel Mason junto a la puerta del recinto.

—Malas noticias, señorita Shockley. Me temo que Jethro Wilson ha vuelto a beber.

—Explíquese.

—Ha dejado de enviar el dinero para sus hijos. Tenía que haberlo mandado la semana pasada, pero nadie sabe nada de él.

—Quizás esté enfermo.

—Es posible. Trataré de enviarle un recado hoy mismo.

—No es necesario, señor Mason —contestó Jane—. Conozco su granja y esta tarde me acercaré a verle.

Jane se alegró de tener una disculpa para salir de la ciudad y despejarse un poco después de pasarse un mes atendiendo al tío Stephen. Era un día fresco y soleado, y cuando llegó a Winterbourne, descendió, procurando que su caballo no resbalara, por la calle inundada por el agua del arroyo, que se había deshelado.

La granja no estaba deshabitada. Una sutil columna de humo brotaba de la chimenea, pero Jane tuvo que aporrear la puerta varias veces antes de que la abriera, no la anciana ama de llaves, sino el propio Jethro.

El hombre no estaba borracho, eso era evidente, pero a Jane le pareció percibir un olor a ginebra en sus labios. Hacía días que no se afeitaba y presentaba un aspecto desaliñado. Su rostro parecía más delgado y ajado. Su instinto de enfermera dijo a Jane que no había probado bocado.

—¿Puedo pasar?

Jethro la condujo en silencio hasta el cuarto de estar.

El fuego que ardía en el enorme hogar de piedra estaba a punto de apagarse. Jethro había acercado una silla al fuego para entrar en calor. El lugar ofrecía el mismo aspecto que antes. En la mesa, en el centro de la habitación, se veían los restos de una hogaza de pan horneada hacía varios días. Jethro indicó a Jane que se sentara en la poltrona que había en la sala, tapizada con un tejido rústico.

—¿Y bien, señor Wilson? Al señor Mason le ha extrañado no haber recibido el dinero de sus hijos.

Jethro asintió pausadamente.

—Me he quedado sin dinero. Mis hijos tendrán que regresar aquí.

—¿Y cómo piensa alimentarlos sin dinero?

—Puedo vender una vaca en la próxima feria. Les pagaré lo que les debo y me traeré a los niños aquí. Lamento no poder ofrecerles unas Navidades más alegres —agregó con una mueca.

—¿Desea usted vender la vaca?

—No creo que me den mucho dinero por ella, señorita —contestó Jethro, abatido.

—¿Y qué piensa hacer?

—Ya nos las arreglaremos.

El granjero se volvió hacia ella. Era triste ver tan tenso y demacrado a un hombre que un mes atrás presentaba un aspecto sano y robusto.

—Tendré que abandonar la granja y trasladarme a otro lugar.

—¿Qué sabe usted hacer?

—¿Qué es lo que puedo hacer?

Jane se devanó los sesos tratando de hallar una solución. La industria del paño había mejorado un poco, pero estaba lejos de ser boyante. En Wilton había una fábrica de alfombras que empleaba a más de doscientas personas. Jane había oído decir que en la tenería de Salisbury buscaban más empleados. En Downton, junto al Avon, había una fábrica de papel y, por supuesto, estaba el ferrocarril. Pero Jane no imaginaba al hombre que estaba sentado junto a ella desempeñando ninguno de esos trabajos.

—En cierta ocasión asistí a una reunión en la que leyeron una carta de un tipo llamado Godfrey que estaba en Australia —dijo Jethro—. No se imagina lo bien que los granjeros viven allí. ¡Y qué comida! La mitad de los presentes declararon estar deseosos de partir de inmediato.

—Muchos se han afincado allí. ¿Está usted dispuesto a hacerlo? Jethro emitió un suspiro.

—No deseo hacerlo, señorita. Pero existe una posibilidad —continuó—. Podría abandonar la granja, marcharme de Sarum y trasladarme al otro lado de la llanura. A casa del único primo que aún me dirige la palabra —agregó sonriendo. El primo poseía una granja familiar en la región del queso, y necesitaba gente que le ayudara—. Podría ir allí, pero tendría que trabajar para él —explicó a Jane. Jethro se detuvo antes de afirmar con voz queda—: Eso no me gustaría.

«Es lógico», pensó Jane.

—Podría sacarle rendimiento a esta granja —dijo. Jethro la miró como si fuera una niña que no sabía muy bien lo que decía.

—Yo soy incapaz.

A Jane le irritaba ver que un hombre joven y fuerte se desmoronara a causa de una mezcla de ignorancia y falta de dinero, pero también por su propia culpa. De improviso, sin pensárselo dos veces, preguntó:

—¿Está dispuesto a aceptar ayuda, una ayuda económica, para reformar la granja?

—¿De quién?

—De mí —respondió Jane sonriendo alegremente.

La inversión que hizo Jane Shockley en la granja de Jethro Wilson no supuso un gran desembolso.

—Además, cuando hagamos cuentas, me quedaré con una cantidad para cubrir los intereses de mi inversión —explicó a Jethro.

Pero era el proyecto más interesante que ella había acometido en su vida.

Jethro se comportó en todo momento con corrección. No se mostró ni prepotente ni sumiso debido al acuerdo financiero al que habían llegado, y por lo que se refería a la granja, aceptó con resignación la necesidad de reformarla. Lo primero que hizo Jane fue comprar ovejas nuevas.

Hampshires —insistió—. Y podría cultivar otras verduras en la parte inferior de su terreno —propuso a Jethro.

Jane escuchaba los consejos de los agricultores y los terratenientes que conocía, quienes, sorprendidos ante su entusiasmo e interés acerca del oficio de granjero, le daban siempre buenas indicaciones.

—Quizá resulte más barato importar estiércol para abonar los dos campos del oeste —anunció un día—. Me ocuparé de ello.

Y aunque Jethro la miró perplejo, no opuso ninguna objeción.

Pero Jane se mostró cauta.

Puesto que en la granja trabajaban un peón y su larguirucho hijo, aparte de la anciana que iba todos los días a limpiar y atender la casa, ella no tenía necesidad de hacer nada, de modo que podía mantener las distancias y comportarse como si fuera alguien completamente ajeno al proyecto. Es más, cuando la ocasión se terciaba solía decir a Jethro:

—Yo me limito a hacer algunas indicaciones y a ocuparme de las cuentas.

Pero no pasaba una semana sin que Jane se dirigiera a caballo a Winterbourne para observar los progresos.

Los niños se quedaron con el agricultor metodista y su familia.

—Usted no tiene esposa —recordó Jane a Jethro—, y los niños asisten a la escuela en Sarum.

Pero si los cambios fueron obra de la iniciativa de Jane Shockley, ésta no tardó en comprender que ella misma estaba recibiendo una educación muy superior a la que impartía. Pocas personas sabían adonde se dirigía cuando partía a través de la llanura; y aún se habrían sorprendido más al verla caminar con el granjero por el borde del terreno elevado, escuchando atentamente y asintiendo cuando él le señalaba cada detalle de las minúsculas y delicadas formas de vida que poblaban aquel inmenso espacio.

Jethro tenía buen aspecto; había recuperado el color y la vitalidad, y cada vez que Jane visitaba la granja, se decía que aquel hombre alto, delgado y musculoso encajaba a la perfección en aquellas regiones barridas por el viento. «Parece un animal», pensaba a veces. Los días soleados, cuando le observaba caminar pausadamente por el borde del risco, o sentarse en una piedra para vigilar a las ovejas, ella lo imaginaba como un lagarto. Los días ventosos, cuando las nubes se deslizaban por el firmamento y él alzaba su delgado rostro y las contemplaba con sus ojos de mirada perspicaz, se asemejaba a un halcón. Y cuando se aproximaba con sigilo a un animal para atraparlo, ella pensaba: «Se parece a un gato».

Jethro nunca iba a la iglesia y Jane no trató de obligarle a hacerlo.

«Se le puede reformar», se decía ella, aunque su idea no era la de Mason.

Jethro aún bebía de vez en cuando, pero muy poco. Las borracheras de Salisbury eran cosa del pasado. Siempre iba bien peinado y sus ojos negros tenían una mirada vivaz.

A Jane le costaba creer que no tuviera una mujer, pero nunca lo vio con ninguna, y jamás le preguntó al respecto.

La joven disfrutaba de los ratos que pasaba con él. En un paraje donde sólo se veía algún que otro arbusto, en un lugar tan desierto que, según la luz, casi podía confundirse con una tundra, Jethro hallaba unas florecillas silvestres, o divisaba una liebre o un conejo a medio kilómetro de distancia; en ocasiones señalaba con el dedo a un triguero, a un aguzanieves, o a cualquier otro pajarillo, haciendo que éstos cobraran de pronto vida en aquel paisaje inmóvil. Jethro era capaz de distinguir una mosquita u otro pequeño insecto volador que Jane, por más que lo intentara, no conseguía ver. Un día, mientras caminaban junto a un campo, se alzó de improviso ante ellos una gigantesca nube de mariposas azules, invadiendo el aire con sus destellos añil. Jane se llevó tal sorpresa que instintivamente agarró el fornido brazo de Jethro y se echó a reír de puro gozo ante los prodigios que albergaba aquella región.

Jane no comentó a nadie esas experiencias. Eran su medio secreto de evasión. Con frecuencia pasaba buena parte del día con Jethro, insistiendo en comer la misma colación de los peones, consistente en una rebanada de pan y con suerte un trozo de queso para almorzar, y más tarde, en la granja, unas patatas y un poco de tocino ahumado para merendar, un guiso preparado por la anciana que seguía observando a Jane en silencio con expresión hosca.

Jane se deleitaba con todo ello. Su intuición le decía que era preferible no hablar de ello con nadie, por lo que se limitó a informar a Daniel Mason de que había hecho un préstamo a Jethro Wilson para que pudiera conservar la granja y alimentar a sus hijos. Una vez al mes Jethro iba a Sarum a visitar a Mason y a sus propios hijos.

—Con el tiempo estoy convencido de que esos niños se convertirán en miembros de nuestra iglesia —aseguró Mason a Jane con entusiasmo.

Ella no tenía la menor duda de que había obrado con sensatez. Sin embargo, la anciana, en una ocasión —la única que le dirigió la palabra— se volvió de pronto hacia ella cuando los hombres hubieron salido de la cocina, y le espetó:

—Es usted una necia. Ese hombre no le conviene a ninguna mujer.

Pero Jane desechó de su mente ese extraño comentario, achacándolo a la inquina que la anciana sentía hacia ella.

No, pensó, él pertenece al mundo sutil y silencioso que reside en los límites de la llanura de Salisbury.

En abril celebraban un día de mercado llamado el Día de Nuestra Señora. Era una feria modesta, dedicada principalmente a vender tejidos, y que no tardaría en caer en desuso, pero Jane insistió en que Jethro comprara unas mantas para la granja e incluso le dio un poco de dinero para que lo hiciera. Por lo general Jane se abstenía de interferir en sus asuntos domésticos, por más que deseara hacerlo, pero de vez en cuando le indicaba la conveniencia de renovar algo.

Por la tarde, durante la feria, mientras el tío Stephen tomaba el té en casa de uno de los canónigos, Jethro Wilson se presentó, a instancias de Jane, en la puerta trasera de la casa del recinto y la doncella le condujo a la biblioteca.

Jethro miró con curiosidad a su alrededor, mientras Jane permanecía sentada ante el escritorio, donde había estado trabajando. Aunque ella nunca le había visto tomarse la molestia de escribir algo, estaba informada de que Jethro sabía leer y, a la hora de hacer cuentas, comprobó que era muy hábil con los números.

—He preparado las cuentas —le dijo la joven—, y quiero que las revise. —Jane le enseñó lo que habían invertido en adquirir animales y en otras mejoras en la granja, así como los beneficios—. En julio podremos vender unas ovejas y unos corderos. En cambio creo que es mejor que esperemos a diciembre para vender las terneras. Y aquí está lo que nos ha reportado el trigo.

Jethro cogió el folio, se acercó a la ventana y se apoyó en el marco de ésta para examinarlo. Jane sonrió para sí al contemplar su rostro alargado y apacible a la luz que penetraba por la ventana. Qué extraño: el señor Porters, un hombre instruido, le había dado la impresión de sentirse incómodo y cohibido en la biblioteca; mientras que Jethro Wilson, un granjero pobre, aunque ya no de un aspecto desastrado, se desenvolvió con el empaque y la naturalidad de un caballero que ha poseído una biblioteca toda su vida.

Jethro le devolvió el papel con una sonrisa. Al hacerlo Jane reparó en el susurro de su levita al rozar el cuero de la poltrona. ¿Por qué le complacía?

—Debo ir a Barford para ver a los niños.

—Por supuesto.

A los pocos minutos de haberse marchado Jethro, Jane salió al recinto y aún no había recorrido diez metros cuando se topó con el señor Porters. Parecía preocupado. Ella no le había visto tan agitado desde el día en que le propuso matrimonio por primera vez.

—Ah, señorita Shockley. Ha tenido usted…, esto…, una visita.

—En efecto —respondió ella sonriendo amablemente—. ¿Cómo lo sabe, señor Porters?

Él se sonrojó.

—En aquel momento pasé ante su casa y no… pude evitar observarlo.

—Y sigue usted aquí.

Jane le miró a los ojos, que reflejaban turbación e inquietud.

—Yo… —Porters no terminó la frase—. Señorita Shockley, si no me equivoco el hombre que la ha visitado en su casa es Jethro Wilson.

—En efecto. —Jane no creyó necesario darle más explicaciones.

—Si me lo permite… no quiero que me tome por impertinente…, el señor Mason me ha dicho que se ha portado usted con gran generosidad con ese hombre y sus desdichados hijos.

—El señor Mason y yo creemos que se ha reformado un poco.

—¿Un poco?

—A mi entender, señor Porters —Jane pensó, sin ninguna desaprobación, en el espíritu libre y salvaje de Jethro—, un hombre como Jethro Wilson es imposible que se reforme por completo.

—Ya. Desde luego. —Porters parecía haberse quitado un peso de encima—. De todos modos, me chocó verle entrar en su casa —añadió con timidez.

—Lo comprendo.

—Ya —repitió Porters—. Supongo que ignora —el ingeniero pugnaba por volver a su papel habitual y menos comprometido de consejero—, que ese Wilson tiene… cierta fama.

—¿Ah, sí?

—Sí. —Porters se detuvo—. Esos dos niños, por ejemplo, al parecer no son los únicos hijos que tiene.

—Ajá. —Al recordar la mirada burlona del granjero, Jane se dijo que no le sorprendería en absoluto que eso fuera cierto.

—Conviene andarse con cautela al tratar con ese tipo de hombres —dijo Porters. Tras lo cual hizo una pequeña reverencia, como un maestro que ha dado un consejo a su alumno favorito pero equivocado.

—Gracias, señor Porters —contestó ella dirigiéndole una sonrisa radiante.

Jane echó a andar muy animada hacia la calle Mayor, sintiendo la cálida brisa de abril acariciarle la mejilla.

La granja comenzó a prosperar en verano, de un modo modesto y algo experimental, pero no en un grado suficiente teniendo en cuenta el dinero que ella había invertido en modernizarla. Sin embargo, al igual que una florecita silvestre, al fin comenzaba a dar señales de vida.

Jethro Wilson parecía satisfecho. En un par de ocasiones, cuando Jane se presentó en la granja, no la invitó a entrar, y ella creyó vislumbrar un rostro femenino junto a una ventana del piso superior. En aquel momento recordó lo que le había dicho Porters pero no lo tomó muy en serio: a fin de cuentas, eso era cosa de él.

Pero a veces, cuando hablaba con el granjero y notaba que él la miraba fijamente, se preguntaba si sentía algo por ella.

Más de una vez, al partir de la ciudad para disfrutar de su cabalgata por la accidentada meseta, Jane lamentaba no llevarle algún regalo a Jethro. En ocasiones, cuando iba a pasar varias horas en la granja, le llevaba una torta o una golosina, que ella compartía con él. No habría sido delicado ofrecerle un regalo más costoso. Pero los niños eran otro asunto, y cuando Jane sabía que él iría a visitarlos le llevaba unos regalitos para sus hijos. Él aceptaba todos esos obsequios, a veces con una expresión enigmática, pero siempre con una sonrisa.

«Es como un gato —pensaba ella divertida—. Nunca rechazan un plato de nata, pero tampoco manifiestan que te necesitan».

A veces, cuando Jane regresaba a Sarum después de una de esas visitas, se ponía a pensar en los rostros que creía haber visto en la ventana. ¿Quiénes eran esas mujeres de Jethro?, se preguntaba. ¿Campesinas, esposas de agricultores? ¿Qué sabía ella sobre las gentes de la llanura? Jane no deseaba convertirse en una de ellas; pero en ocasiones soñaba en cómo se sentiría, si viviera en otro mundo, si él la amara. Luego azuzaba el caballo y se ponía a galopar, notando el viento en la cara y riéndose de sí misma.

«Eso es algo que jamás averiguarás, señorita Shockley».

Su primera pelea ocurrió en julio, poco después de la gran feria de ganado lanar, en la que consiguieron un primer y modesto éxito. Al examinar las cuentas Jane llegó a la conclusión de que en marzo, cuando Jethro renovara el contrato de arriendo de las tierras, sus finanzas estarían muy saneadas; pero era preciso reconocer que disponiendo tan sólo de veinte hectáreas, por más dinero que invirtieran, nunca conseguirían obtener unos beneficios importantes. Necesitaban más tierra. Jane no dijo nada a Jethro, pero tras consultar a algunos agentes de la propiedad éstos le proporcionaron los informes que deseaba, de modo que un día, cuando ambos se hallaban junto a la tapia de greda, Jane dijo:

—La próxima primavera podemos arrendar otras veinte hectáreas. Es un terreno que está a un par de kilómetros de aquí. Nos convendría hacerlo. Así dispondríamos de cuarenta hectáreas e incrementaríamos los beneficios.

Jane supuso que Jethro se mostraría complacido. Pero no fue así.

—Es demasiado.

—Pero sería más rentable.

—Me conformo con lo que tengo.

—Pero así dispondría de mayor espacio.

—¡Espacio! —Jethro la miró con un desprecio que no trató de ocultar. Señaló la aldea situada a sus espaldas, el valle que se abría más allá de ésta, y luego el terreno elevado con sus infinitos cerros—. Aquí dispongo de un espacio más que suficiente. Jane comprendió a qué se refería; respetaba su opinión, pero su cerrazón la irritaba.

—Si examina las cuentas… —empezó a decir.

—¡Las cuentas! —le espetó Jethro—. Ya conozco esas cuentas.

Jane sabía que Jethro entendía mucho de números.

—¡Déjese de cuentas, mujer!

La expresión reflejaba un desprecio, no hacia ella, sino hacia lo que sustentaba su mundo, en lo cual Jane nunca había pensado.

—¡Yo vivo! —exclamó Jethro con violencia, tras lo cual dio media vuelta y se fue.

Jane se encontró con él al cabo de una semana en Salisbury. Era por la tarde y Jethro estaba ebrio, no mucho pero sí lo suficiente. Ella se le acercó al ver a la luz crepuscular que Jethro trepaba con lentitud al carro. Jethro también la vio pero fingió no reparar en su presencia.

«Qué increíblemente groseras son estas gentes tan primitivas —pensó furiosa mientras permanecía observándole ahí plantada, con su crinolina y su elegante capa—. Más vale no perder el tiempo con ellas».

Jethro rozó al caballo con el látigo, y cuando el animal echó a andar el granjero tomó su sombrero de ala ancha y se lo encasquetó.

—Veo que está usted bebido. —Jane no gritó, pero pronunció las palabras con voz lo bastante alta para que él la oyera. Un par de transeúntes se volvieron a mirarlos.

Jethro no se giró hasta que le faltó poco para llegar a la esquina. Muy despacio como hizo la primera vez que se conocieron, se quitó el sombrero y la saludó, clavando en ella una mirada irónica mientras se alejaba.

Jane aguardó dos semanas antes de presentarse de nuevo en la granja. Ya no estaba furiosa; es más, comprendía el punto de vista de Jethro. Él tenía su propia vida, primitiva, sin duda, pero una vida que le proporcionaba la libertad que anhelaba. Era absurdo empeñarse en recortarle esa libertad, en convertirle en lo que no era.

«Es un animal salvaje», pensó Jane mientras cabalgaba por la llanura. Sin embargo, no dejaba de ser una experiencia emocionante, un reto, tratar de reformar y domesticar a un animal salvaje. Quizás un día lograra convencerle para que adquiriera otras veinte hectáreas.

Ninguno de los dos mencionó la compra de otro terreno, ni el incidente ocurrido en la ciudad. Se expresaron con tono sosegado, casi distante, como hacían siempre. Pero cuando ambos se encontraban en la cima del cerro, contemplando la pequeña granja con su tapia y su morera, de pronto Jane le miró a los ojos y entonces brotó entre ellos un sentimiento de complicidad: aquella granja, aquella región eran de los dos, un lugar aparte, cuyas antiguas tradiciones jamás cambiarían.

—Confío —comentó Jane como de pasada al montar en su caballo para marcharse— en que me permita hacer algunas mejoras en la casa.

Aquel año Jethro visitó brevemente la feria de San Miguel, pues la semana anterior había realizado varias ventas. Jane sólo acudió a la feria el primer día, pues Lizzie, su doncella, acababa de despedirse, y sabiendo que en la plaza se reunían sirvientes en busca de trabajo, nuestra señorita recorrió las casetas instaladas en el mercado cubierto para entrevistar a las candidatas. El segundo día de la feria Jane se quedó en casa para hacer las cuentas de la granja de Jethro y examinar los últimos resultados.

Eran muy satisfactorios. Jethro había vendido el trigo a unos precios excepcionales, y el dinero que había obtenido por los corderos y algunas cabezas de ganado demostraba su gran habilidad como comerciante. Si las ventas de diciembre eran tan provechosas como aquéllas… En varias ocasiones, al repasar los números, Jane emitió unas carcajadas de alegría tan sonoras que su tío Stephen, que se hallaba en la sala de estar, le envió un recado rogándole que no hiciera tanto ruido.

A Jane le parecía increíble que hubieran obtenido unos resultados tan magníficos el primer año. Su respeto hacia Jethro aumentó.

A primeras horas de la tarde, cuando Jane terminó de revisar las cuentas, experimentó tal sensación de triunfo que decidió ir de inmediato a comunicar a Jethro la buena noticia, aunque habían quedado en verse la semana siguiente. Al cabo de una hora Jane partió a caballo por el trayecto habitual, a través del Viejo Sarum.

Cuando llegó a la granja, Jethro descendía por la cuesta tras haber dejado al chico vigilando a las ovejas en el cerro; el sol vespertino emitía unos rayos cálidos.

—Entre y contemple los resultados de su excelente labor —dijo Jane.

Cuando ella le mostró los números Jethro pareció satisfecho.

—Es mejor de lo que esperaba —confesó.

—Es magnífico. En vista de ello —añadió Jane espontáneamente—, propongo que nos tomemos una cerveza. ¿Está de acuerdo?

Jethro sirvió las cervezas en unas jarras de peltre, cómodas de manipular. Jane no conocía bebida más refrescante y agradable que la cerveza de Wiltshire. Ambos la saborearon lentamente.

—Tenemos suficiente dinero para reparar la techumbre —comentó Jane.

A Jethro no pareció molestarle su comentario.

—Sí, convendría hacerlo —repuso él.

—¿Tiene goteras? —preguntó Jane.

—Unas pocas.

Jane bebió un trago de cerveza con aire pensativo. Tenía curiosidad por contemplar el resto de la casa, pero no se atrevía a pedir a Jethro que se la mostrara. Uno no pasaba nunca del cuarto de estar en la casa de un granjero. De golpe se le ocurrió una solución.

—¿Me permite ver la habitación de los niños?

—Está arriba —contestó Jethro levantándose—. Tendrá que agachar la cabeza.

Jethro subió por la estrecha escalera de madera situada frente a la puerta principal, seguido por Jane.

En la habitación de los niños había dos pequeñas ventanas, cada una de las cuales daba a un lado distinto de la fachada. El dormitorio contenía un caballo de balancín, una cómoda de pino y dos camas. Jane se acercó al caballito de madera y acarició su tosca crin.

—Lo construí yo, cuando nació mi primer hijo —dijo Jethro en voz baja. Era una obra de arte.

—No sabía que tuviera dotes de carpintero.

—En una granja hay que saber trabajar la madera.

—Ya.

Jane dio media vuelta y salió al pasillo. El dormitorio de Jethro se hallaba frente al de los niños; la puerta estaba abierta.

—Ésta es mi habitación —dijo él con timidez—. Tiene pocos muebles.

Jane entró en el cuarto.

En un extremo había un enorme arcón de roble, y en la pared opuesta una cómoda de nogal. Junto a la puerta, colgaba de un perchero una bata larga y bordada. El lecho estaba cubierto con un cubrecama de algodón blanco estampado con flores azules, sin duda un vestigio de los tiempos en que vivía la esposa de Jethro. Era una habitación austera, pero agradable. Jane se acercó a la ventana y contempló el pequeño valle.

Luego se volvió.

Qué extraño. Ambos provenían de mundos distintos, y la frontera que los separaba no sólo era ancha, sino total e irrevocablemente imposible de cruzar. En circunstancias normales, al entrar en la casa del otro ninguno de los dos habría pasado de la sala de estar; él había penetrado en casa de ella por la puerta trasera y ella, de no haber sido una visitante habitual, habría entrado en la de Jethro únicamente por la puerta principal.

Él la observó desde el otro extremo de la habitación. Sí, era un hombre alto y apuesto, pensó Jane. En lo alto de los cerros, el granjero no pertenecía a una clase determinada; pero ahí, en la granja… ¿qué clase de hombre era él? En aquellos momentos, eso a ella le tenía sin cuidado.

La luz vespertina penetraba a raudales por la ventana; Jane sintió su calor sobre el brazo. En la habitación se percibía un leve aroma a cerveza, que a ella no le desagradó. Echó otro vistazo alrededor de la habitación, percatándose de que la colcha azul y blanco tenía un aspecto inmaculado.

Él no se movió. La observaba en silencio, sin expresar nada, sin revelar sus emociones, adivinando, intuyó Jane, todo cuanto ella pensaba en aquellos instantes.

Qué calor hacía, pensó Jane. La cerveza le había llevado muy cerca de los cómodos límites del sueño.

Ella volvió a mirarlo. Él esbozó una sonrisa, pero no dijo nada.

Silencio. Ambos compartieron el silencio, mientras los rayos del sol penetraban en la estancia. Jane reparó en que las aguas del cristal trazaban un diminuto dibujo en el suelo y en el borde del cubrecama. Sintió los latidos de su corazón, lentos y acompasados, mientras los segundos transcurrían sin que ninguno de los dos pronunciara palabra. Aquella tarde una magia especial parecía flotar en el ambiente.

Y el silencio. Era el silencio de los desolados cerros, donde soplaba la brisa, donde abundaban infinidad de flores de alegres colores y minúsculas criaturas, casi invisibles; era el silencio del pequeño valle, del arroyo de invierno que aguardaba con paciencia las lluvias de noviembre. Invadía la aldea, el huerto con su morera rodeado por la tapia en la parte trasera de la casa, la habitación donde ambos se encontraban ahora, frente a frente y, según pensó Jane maravillada, unidos en una perfecta complicidad.

Ella lo miró. Lo miró con asombro, preguntándose por qué se sentía tan cómoda con él, como si lo hubiera conocido toda la vida.

Entonces, tal como requería la situación, Jethro dio el primer paso.

Se movió con calma, sin apartar la vista de ella. «Como un gato», se dijo Jane sonriendo para sí. No, como un gato no, pues al mirarse a los ojos, ambos compartieron esa habitación, y todo cuanto contenía. Lenta y suavemente, Jethro alargó el brazo y cerró la puerta.

No era necesario. Estaban solos en la casa. El cerrojo de madera cayó emitiendo un leve clic.

Jane sintió que el corazón le daba un vuelco y se ponía a latir aceleradamente.

Permaneció junto a la ventana. No corría peligro. Jethro no trataría de interceptarle el paso, pues seguía de pie, quieto, junto a la puerta, mostrando una expresión tan sosegada como si ambos se encontraran en el recinto de la catedral de Salisbury. Ella estaba segura de que él no le impediría salir de la habitación; podía marcharse tranquilamente. Pero se quedó inmóvil, bañada por la luz del sol que penetraba por la ventana.

¿Era posible que por fin ocurriera lo impensable, aquella cosa tan inconcebible en la que ella ni por un momento se había permitido pensar, porque se habría visto obligada a cortar ese pensamiento de raíz? ¿Era posible que a los treinta años pensara en algo semejante, cuando en el recinto…?

Jane contempló sonriendo el cubrecama blanco y azul; le parecía haber estado allí en otras ocasiones, en una vida anterior, sentía que conocía a la perfección aquella colcha estampada.

Miró de nuevo a Jethro, notando el calor que penetraba por la ventana.

Era él quien tenía que actuar. Ella no debía pedir nada.

Muy despacio, con la suavidad con la que ella misma se hubiera acercado a un pajarillo para darle de comer, Jethro avanzó hacia ella.

Cuando Jane se volvió, indecisa, alzó la vista y sintió el cálido sol sobre su espalda, fue como si todos los ríos de los valles comenzaran a fluir. Jamás había experimentado nada parecido.

Él no dijo nada. Como debía ser. Todo cuanto sucedió se produjo en el inmenso silencio del atardecer, un silencio interrumpido sólo por unos sonidos que a Jane se le antojaron tan leves y distantes como los pequeños gritos de las aves en los cerros.

¿Cómo era posible que él la conociera tan bien?

—Te has retrasado, querida —se quejó su tío Stephen—. Esos paseos cada vez se prolongan más.

—Sólo me he retrasado esta tarde, tío —contestó ella.

Mientras se hallaba sentada en el baño que Lizzie le había preparado, en el entorno familiar de su casa, Jane comprendió una cosa con absoluta certeza.

Había ocurrido lo impensable. No volvería a ocurrir jamás.

Jane estaba convencida de que podía confiar en Jethro: él comprendía la situación tan bien como ella. Ella no creía que el chico que se ocupaba de las ovejas supiera lo ocurrido; ni la anciana, ni el peón que trabajaba en la granja.

Pues como es lógico, si alguien se enteraba en Sarum de lo sucedido aquella tarde en la granja ella estaría hundida para siempre. Todos le cerrarían las puertas de su casa. Su tío Stephen, en cuanto cabeza de familia, le ordenaría que abandonara la región. Ella no tendría la mínima posibilidad de casarse y el apellido Shockley quedaría deshonrado para siempre.

Jane no deseaba que ocurriera nada de eso. El mero hecho de pensar en esas cosas la horrorizaba. Tenía la sensación de haber salvado un abismo gigantesco, como en un sueño, y de haber regresado sana y salva. Pero a partir de ese momento Jane se juró andarse con cautela.

No regresó a la granja hasta al cabo de tres semanas.

Cuando por fin se presentó, Jethro se comportó con naturalidad, como si comprendiera los motivos de su ausencia. La saludó quitándose el sombrero delante del peón y el hijo de éste, y Jane no observó en sus expresiones nada que denotara que supieran lo ocurrido.

Al quedarse unos momentos a solas con él, dijo:

—Debemos olvidarlo.

Él asintió con calma y no dijo nada.

Pero más tarde, cuando le tomó el pie para ayudarla a montar en el caballo, como de costumbre, Jane notó que ella estaba temblando.

El resto del año transcurrió sin novedad. Jane iba a la granja sólo cada quince días, y pasaba menos tiempo allí. El techo no había sido reparado. Pero durante la feria de ganado celebrada en diciembre, Jethro volvió a vender unos animales a buen precio, y al cabo de unos meses las hampshires parirían unos corderitos.

Durante el mes de enero, cuando el suelo estaba cubierto de nieve, Jane sólo acudió a la granja en una ocasión, y en febrero Stephen Shockley tuvo otro de sus serios devaneos con la muerte, lo cual obligó a Jane a quedarse todo el mes en la ciudad.

Durante aquel invierno, cuando permanecía despierta en su lecho pensando en Jethro Wilson, Jane tuvo que reconocer que le echaba de menos. Más de una vez había partido a caballo hacia la aldea y había llegado a las mismas puertas de la granja —en una ocasión se había dirigido hacia el Viejo Sarum y alcanzado el borde de los cerros— antes de dar media vuelta y regresar a casa cariacontecida.

Durante la primera semana de marzo Stephen Shockley, muy a pesar suyo, se restableció de su enfermedad, y comoquiera que a fin de mes Jethro debía renovar el contrato de arriendo de la granja, Jane decidió hacerle una larga visita a fines de la segunda semana.

Pero antes, había otras cosas que hacer. Pues aquella primavera se produjo en Inglaterra un acontecimiento importante que llenó a todos de alegría, el cual requería una celebración por todo lo alto en la ciudad: la boda del hijo primogénito de la reina Victoria, el príncipe de Gales, que iba a celebrarse el 10 de marzo con grandes festejos y un gigantesco desfile.

La mañana de aquella fecha Jane salió a dar uno de sus paseos habituales alrededor de la catedral y los claustros. Al aproximarse a la sala capitular vio a uno de los canónigos junto a la puerta, despidiéndose del obispo Hamilton y de un grupo de hombres que Jane no conocía. Después de saludar al obispo cuando éste pasó ante ella, Jane se asomó a la sala capitular.

—¿Sabe quién era uno de esos hombres, señorita Shockley? —le preguntó el canónigo.

—No.

—El gran sir Gilbert Scott, que va a ocuparse de la restauración de la catedral. Ha venido para observar las obras realizadas por Clutton en la sala capitular. ¿Quiere entrar?

Hacía tiempo que Jane no entraba en el hermoso edificio octogonal, con su esbelta columna central y sus grandes ventanales, que ella tanto admiraba. Clutton había realizado un excelente trabajo. Mientras recorría la sala contemplando las tallas, Jane no pudo por menos de sonreír al observar aquellas escenas repletas de acción entre los severos arcos: incluso las pequeñas figuras, toscamente esculpidas, poseían una gracia arcaica, un sabor del antiguo Sarum medieval que casi había desaparecido. La que más le llamó la atención fue la talla de Adán y Eva. La cabeza de Adán había sido magníficamente restaurada y su menudo cuerpo, así como el de Eva, parecían recién tallados. Jane sonrió y pensó en Jethro.

Al dirigirse desde la puerta norte de la catedral hacia el prado de la escuela de los niños del coro, se encontró con Daniel Mason, quien se aproximó a ella y declaró:

—Me han encargado que le entregue algo, señorita Shockley. El dinero que le debía Jethro Wilson. Junto con los intereses. —Mason sonrió con satisfacción ante esta prueba irrefutable de que el exborrachín se había reformado—. Le dije que el cinco por ciento era aceptable.

Jane lo miró atónita. ¿De qué diantres estaba hablando?

—¿Es que no lo sabía? Wilson se ha marchado.

Jane palideció.

—¿Adonde?

—Tenía un primo en el norte que murió el mes pasado y le ha dejado su granja. —Mason añadió en tono jovial—: Al parecer no sólo los humildes heredarán la tierra, sino los borrachos reformados.

Jane no salía de su estupor. De pronto le pareció como si todas las casas del recinto hubieran comenzado a ejecutar una extraña y solemne danza.

—Pero ¿y su granja?

—¿En Winterbourne? La ha abandonado. Como sabe, debía renovar el contrato de arriendo. Después de reunir el dinero para devolverle a usted el préstamo, con intereses, recogió a sus hijos en Barford y se fue. Tengo entendido que la granja de su primo se halla junto a la región del queso; es pequeña pero respetable. —Mason sonrió—. Confío en que las cosas le vayan bien.

Jane apenas oyó lo que decía. Jethro se había marchado. Sin decirle una palabra.

—¿Dónde se encuentra la granja?

—Eso no lo sé.

—Gracias. —Jane echó a anchar hacia su casa.

—Su dinero, señorita Shockley…

—Ya me lo dará más tarde.

Al cabo de quince minutos Jane partió del recinto, tras decirle a la doncella que no regresaría hasta la noche. Vestida con su traje negro de amazona, Jane traspuso la verja rápidamente y enfiló la calle Mayor.

Jethro se había marchado. Era lógico. ¿Acaso no había estado ella rehuyéndole desde hacía tiempo? Jane conocía la respuesta a ésta y a muchas otras preguntas. Sintió como si le hubieran asestado una puñalada en el corazón.

Jane frunció el ceño con impaciencia al tiempo que trataba de abrirse camino entre el gentío que circulaba por la calle. Al llegar a New Street, se topó con el gigante.

Jane había olvidado el desfile. También había olvidado que con motivo del mismo iban a sacar a la calle al gigante del antiguo gremio de los sastres, junto con su compañero Hob-Nob. El gigante avanzaba a paso de caracol. El barniz de su inmenso rostro, que alcanzaba las ventanas superiores de las viejas casas medievales, se había ennegrecido; seguía luciendo el inmenso tricornio del siglo anterior y fumaba una larga pipa de arcilla. Pero Jane no estaba de humor para fijarse en esos detalles.

—Déjenme pasar.

Pero la multitud, en lugar de apartarse para dejarla pasar, se hizo más compacta mientras ella pugnaba por abrirse paso a codazos. Era como un sueño, pensó Jane, en el que uno trata de avanzar a través de una muchedumbre sin conseguirlo. En ésas, un grupo de niños que estaba ante ella se separó apresuradamente emitiendo unos gritos de gozo cuando el caballo Hob-Nob se precipitó sobre ellos. Jane aprovechó para tratar de colarse a través del grupo, pero el caballo se volvió para atacarla a ella, de forma inofensiva pero persistente. Hob-Nob le impidió dar un paso, plantándose ante ella de un brinco, acorralándola, hostigándola. La multitud contemplaba la escena aplaudiendo y riendo alegremente.

Por fin Jane perdió la compostura.

—Apártate de mi camino, imbécil —gritó de pronto. Acto seguido alzó la fusta y golpeó al caballo con tal violencia que casi le partió la cabeza, haciendo que el desdichado que estaba en el interior del animal emitiera un alarido de dolor y rabia.

La multitud gritó horrorizada. Pero Jane avanzó impertérrita al tiempo que los asistentes al desfile se apartaban para cederle paso mirándola con ira y desprecio.

«Si no fuera una dama me lincharían», murmuró sin detenerse.

Veinte minutos más tarde, Jane ordenó a un perplejo mozo de cuadra que ensillara su caballo.

La granja estaba desierta. Parecía más vacía que nunca. La techumbre presentaba un aspecto muy deteriorado y Jane observó que la helada había causado unas grietas en la parte inferior de la tapia de piedra caliza. Abatida, dio media vuelta para regresar hacia Winterbourne.

—¿Ha venido en busca de él? —preguntó una voz a sus espaldas.

Era la anciana. Estaba de pie junto a un árbol del camino, observando a Jane con frialdad.

—Sí. ¿Dónde está?

—Se ha ido. Por suerte para usted.

Jane pasó por alto el comentario.

—¿Dónde está? —insistió.

—¿Dónde está Jethro Wilson? No es usted la primera mujer que lo pregunta —contestó la anciana con una despectiva carcajada.

Jane miró a la anciana con severidad, indignada ante tanta impertinencia.

—Haga el favor de decirme el nombre de la aldea a la que se ha trasladado —dijo con tono imperioso.

—Está al otro lado de la llanura, cerca de Edington.

A regañadientes, la anciana indicó a Jane cómo llegar a la aldea. Pero cuando Jane dio media vuelta para marcharse, la mujer le advirtió con un tono menos áspero:

—Ese hombre no le conviene, señora.

El viaje de ida y vuelta le llevaría todo el día; pero Jane había recorrido ya buena parte del terreno elevado y conocía unos senderos que la conducirían rápidamente a la aldea.

Cuando llegó a la cumbre del cerro y se volvió para mirar atrás, Jane evocó los momentos que habían pasado juntos con dolorosa nitidez. Debía hablar con él, siquiera unos minutos, contemplar de nuevo su rostro.

La tormenta se formó a primeras horas de la tarde. Jane había recorrido varios kilómetros. Ante ella contempló un brezal cuya extensión calculó que sería de unos diez kilómetros; más allá, el terreno daba paso a unos fértiles valles, donde se hallaba situada la nueva granja de Jethro.

La tormenta amenazaba descargar con violencia; Jane se humedeció el dedo con la lengua para comprobar la dirección del viento. Si tomaba por un atajo que atravesaba el brezal en sentido diagonal lograría zafarse de ella.

Cinco minutos más tarde se hallaba calada hasta los huesos y no divisaba el camino. Pero siguió avanzando.

La tormenta era tan densa que el cielo aparecía de color pardo en lugar de gris. Al cabo de veinte minutos Jane comprendió que se había extraviado.

«El problema —pensó— es que creo que me dirijo de nuevo hacia la llanura».

Así era.

Al cabo de media hora Jane pasó frente a una antigua charca formada por el rocío situada sobre una explanada. Estaba prácticamente llena. Transcurrieron otros cinco minutos.

De pronto, a través de la lluvia torrencial, Jane distinguió ante ella, en medio de la explanada, un grupo de carromatos pintados de alegres colores.

Jane emitió una exclamación de temor y tiró de las riendas de su montura.

Eran unos gitanos.

Los carromatos estaban cerrados y Jane dedujo que sus dueños se hallarían en el interior. No obstante, echó un vistazo para cerciorarse de que no había nadie merodeando por los alrededores.

Jane obligó a su caballo a dar la vuelta para alejarse de allí. Los gitanos no eran gente de fiar.

Transcurrieron otros cinco minutos. Al descender por una herbosa pendiente el caballo resbaló y casi cayó al suelo; Jane pensó que quizá fuera preferible desmontar y conducirlo por las riendas. No tenía ni remota idea de dónde se encontraba.

De pronto Jane vio de nuevo los carromatos de los gitanos. Al parecer, había avanzado describiendo un círculo.

Volvió a dar media vuelta.

Pero al cabo de diez minutos se topó de nuevo con ellos.

Jane sintió deseos de echarse a llorar. De nuevo trató de hacer dar la vuelta al caballo, pero estaba tan cansada que desistió.

Lenta y cautelosamente, se dirigió hacia los carros.

Los gitanos la observaron con expresión recelosa cuando ella llamó a la puerta de la caravana; pero la invitaron a pasar y al cabo de unos minutos una mujer la ayudó a desnudarse y a cubrirse con una manta. Jane se sintió aliviada y agradecida. Luego se sentó en aquel reducido espacio atestado de gente y de objetos, inundado por diversos aromas a cual más intenso; contempló un hermoso cojín bordado que yacía sobre la cama situada junto a la pared, y a la pequeña familia que había ante ella, cuyos cuatro hijos, tras observarla al principio con recelo, la miraban con una expresión entre tímida y divertida.

—Creen que va a resfriarse —dijo el hombre mirándola con cierto desdén.

—Me temo que no les defraudaré. ¿No se resfriaría usted si estuviera en mis circunstancias?

—No —contestó el hombre.

Jane recordó lo que había oído decir sobre los cíngaros: que nunca se resfrían. ¿Qué sabía ella de esa raza? Que eran bajos y morenos; que robaban ovejas y ocultaban sus restos enterrándolos debajo de la hoguera. Y por un capricho del destino ella se encontraba en aquellos momentos en la caravana de unos gitanos.

La tormenta no remitió hasta el atardecer, y cuando Jane se asomó fuera y contempló el oscuro y desierto paisaje, y luego sus ropas empapadas que yacían en un rincón del carromato, comprendió que no podía proseguir su camino. La aldea más próxima, según le dijeron los gitanos, se hallaba a unos doce kilómetros.

—¿Pueden darme cobijo esta noche?

La mujer asintió con la cabeza.

Más tarde, Jane observó que la mujer echaba unos objetos negros semejantes a piedras en un cacharro, pero según averiguó eran unos trozos de carne adobada en sal que la gitana cocinó sobre el fuego. Jane saboreó una ración de carne caliente y salada, y por la noche, después de que sus ropas se hubieran secado y los gitanos hubieran dado de beber a su caballo, se acostó en una esquina de la caravana, tan cerca de la gitana que casi se tocaban, y se sumió en un sueño profundo y reparador.

Al amanecer Jane se levantó, pagó a los gitanos y se marchó.

Nunca había contemplado la primavera sobre la llanura. Hacia oriente aparecían grandes listas de luz de tonos azafrán, naranja y granate. Qué aroma tan dulce exhalaba la tierra. Aquí y allá crecían unas matas de tojo, y las delicadas flores silvestres mostraban el primer indicio de color en aquella fría primavera de marzo. En el horizonte se veía un resplandor trémulo; las lluvias habían lavado el firmamento, que presentaba un azul claro y luminoso; el sol rojo inundaba los lejanos páramos con una luz anaranjada. Había comenzado a clarear. Una alondra emitió su canto.

Al volverse hacia el este y contemplar el espléndido, áspero y desolado paisaje, Jane comprendió que deseaba a Jethro. Aquel mundo en los cerros era un mundo sencillo, primitivo, antiquísimo.

Jane anhelaba estar con él, como antes, en el borde de la inmensa planicie cretácea.

Mientras descendía lentamente hacia el valle, donde las granjas comenzaban a mostrar signos de vida, el deseo de estar de nuevo con Jethro adquirió una intensidad casi insoportable.

Y sin embargo, Jane sabía que era imposible.

Cuando llegó a la granja, no le sorprendió lo que vio ante sí.

Era un bonito edificio blanco, con el tejado de tejas, que tenía un aire de modesta prosperidad.

Jane permaneció sentada sobre el caballo, contemplando la casa con atención. Jethro había sido afortunado. En eso apareció uno de los niños, que al verla se escondió de nuevo en la casa. Al cabo de unos momentos salió una mujer joven y morena.

Avanzó hacia Jane pausadamente, con expresión insolente, mirándola con curiosidad.

—¿Busca usted a Jethro? —preguntó plantándose ante ella.

—Sí.

La joven no observaba a Jane con inquina, ni con recelo, sino con mera curiosidad. Pero por su expresión Jane comprendió que estaba al corriente de su relación con Jethro. Acaso no porque éste se lo hubiera contado, sino por simple intuición. Pero Jane ni siquiera se ruborizó.

¿Por qué iba a ruborizarse? Había pasado una noche con los gitanos y había visto amanecer sobre la llanura.

—Soy la mujer de Jethro —dijo la joven con naturalidad, como sin darle importancia. Tras una pausa añadió—: Se marchó temprano. Regresará dentro de una hora. ¿Quiere esperarle?

Jane sonrió. Paradójicamente, en aquellos momentos experimentó tal sensación de serenidad y alegría que estuvo a punto de echarse a reír. ¿Debía esperar a Jethro? No era necesario. Ya había visto la granja, y a su mujer.

—No —respondió Jane sonriendo. Luego añadió con ironía—: Pasaba por aquí y se me ocurrió venir a saludarlo.

Tras esas palabras dio media vuelta y se marchó.

Mientras trepaba lentamente por la cuesta hacia el terreno elevado, Jane vio una figura que cabalgaba por el borde del cerro. Era él. Jane no fue a su encuentro, sino que azuzó a su caballo y continuó adelante hasta integrarse de nuevo en la llanura.

El escándalo de la aventura de Jane Shockley no se disipó hasta al cabo de varios años.

A las nueve de la noche siguiente, las casas del recinto eran un hervidero de rumores. Según el mozo de cuadra, al que habían interrogado, Jane había partido por la mañana apresuradamente. Había golpeado a Hob-Nob con su fusta, toda Ja población estaba enterada. Y después había desaparecido y nadie conocía su paradero.

Sólo un hombre sospechaba dónde podía encontrarse Jane. Por tal motivo un grupo de rescate había salido a rastrear la llanura, pues el señor Mason les había dicho que era posible que Jane hubiera ido a dar un paseo a caballo por allí. Era cuanto se atrevía a aventurar el prudente señor Mason.

Stephen Shockley estaba trastornado, hasta el extremo de que entre las nueve y las once de la noche permaneció de pie en el salón, apoyado en el bastón y negándose a sentarse, mientras recibía una constante afluencia de gentes del recinto que acudían a interesarse por la suerte de su sobrina.

Pero el escándalo más sonado ocurrió cuando la señorita Shockley regresó, un tanto sucia y despeinada, al mediodía del día siguiente y anunció como si tal cosa que la había sorprendido una tormenta y había pasado la noche en la caravana de unos gitanos.

A partir de aquel momento, según opinaba la población entera, el pobre Stephen Shockley había iniciado el largo pero irrevocable proceso de su último y amargo declive.

Un mes más tarde el señor Porters tuvo el gesto cristiano, por no decir heroico, de proponerle otra vez matrimonio a Jane, si no para restituir su reputación, cuando menos para poner fin al escándalo.

Por increíble que parezca, ella rechazó su ofrecimiento. El señor Porters se retiró a su villa, perplejo, deduciendo —como habría hecho cualquiera en su lugar— que había escapado con suerte, pues todo indicaba que la señorita Shockley no estaba en sus cabales.

1889

Cualquier visitante ocasional que hubiera penetrado en la apacible ciudad de Salisbury aquella cálida mañana de domingo, habría creído imposible que algo pudiera alterar su extraordinaria calma.

Sin embargo en la ciudad había estallado una áspera controversia en la que, al igual que en siglos anteriores, un poderoso obispo se hallaba enfrentado a la mitad de la población.

De haber entrado el visitante en el recinto, un lugar que rebosaba serenidad, habría afirmado que la mujer de unos sesenta años, ataviada con un traje blanco y largo, que llevaba una sombrilla y unos elegantes botines de gamuza, y que se disponía a montar en una calesa en la avenida situada al norte, constituía la quintaesencia de la respetabilidad. Tan respetable como el caballero de pelo canoso y gesto severo que la ayudaba cortésmente a instalarse en el coche.

Ciertamente, en términos generales, cuando aquella mañana de agosto la señorita Shockley y el anciano señor Porters partieron hacia Cranborne Chase, seguían siendo unos ciudadanos respetabilísimos.

Todo estaba en silencio. Desde luego, en el recinto había cierto ajetreo, pero leve, como si todos aguardaran con paciencia a que sonaran las campanas llamando a maitines.

Junto al prado de la escuela de los niños del coro, un antiguo carro de agua, que rociaba la superficie de la calle para evitar que se levantara polvo, avanzaba rechinando tirado por un caballo que, al igual que su ajado sombrero de paja, había visto tiempos mejores aunque no más pacíficos.

La señorita Barbara Townsend, envuelta en varios chales, salió de Mompesson House y se dirigió hacia la puerta sur, portando un cuaderno de dibujo y unas acuarelas. Y a través de la puerta que daba acceso a la calle Mayor apareció un carro tirado por unos bueyes que transportaba nada menos que a uno de los canónigos residentes de la catedral y a su familia, el cual había venido a cumplir sus obligados tres meses en el recinto y a llevar a cabo sus deberes eclesiásticos en la catedral.

En esa fecha Jane Shockley se hallaba en un estado de gran excitación. Al día siguiente iba a enfrentarse de nuevo al obispo. Y al otro día… Jane sonrió al pensar en el alboroto que iba a organizar al otro día.

Hacía treinta años que Jane no daba motivo de escándalo. Desde la muerte de su tío Stephen había vivido sola en su casa del recinto. Diez años antes, su hermano Bernard había regresado a Inglaterra, pero se había establecido en el límite de New Forest, cerca de Christchurch. Jane, siguiendo el ejemplo de las damas victorianas del recinto, se había convertido en una formidable matrona. Por supuesto, nadie había olvidado la noche que había pasado con los gitanos. Pero la gente joven del recinto no creía esa historia. Jane era una figura tan respetable como cualquier miembro de las familias Hammick, Hussey, Townsend, Eyre o Jacob, las cuales constituían la aristocracia del lugar.

A lo largo de los años Jane había conseguido proyectar una imagen de sí misma tan recta y amedrentadora que todos le consultaban sobre un gran número de asuntos, y por lo general se salía siempre con la suya.

Cuando la calesa abandonó el recinto y enfiló la calle Mayor, un corpulento anciano avanzó apresuradamente e hizo señas al cochero para que se detuviera. La calesa se detuvo y el anciano se acercó, pero al comprobar la identidad de uno de los ocupantes se quedó cortado.

El señor Porters y el señor Mason se miraron con frialdad, pues ocupaban bandos opuestos en la controversia generada por el obispo.

—Confío en que mañana no se olvide de nosotros, señorita Shockley —dijo Mason—. ¿Hablará en nuestro foro?

Ella lo miró. La vieja relación que les unía en la época en que ella había ayudado a Jethro a salvar su granja había dado paso a un vínculo más fuerte.

—Desde luego, señor Mason. Siempre y cuando yo pueda contar con usted.

Él se mostró indeciso.

—En caso contrario, yo…

—Puede contar conmigo —se apresuró a afirmar el señor Mason. La presencia de Jane era importante para él.

Jane sonrió.

—Adelante, Baynes —ordenó al cochero.

Cuando el carruaje abandonó la ciudad y empezó a ascender por la cuesta hacia Harnham Hill, Jane experimentó una sensación de euforia. Había conseguido que Mason se uniera a su causa. Quizá no pudiera hacer gran cosa, pero era importante contar con el apoyo del mayor número de ciudadanos. Jane observó a Porters. Iba sentado tan tieso que su espalda apenas rozaba el asiento del coche. Recordaba a Jane —un pensamiento cruel— una polilla de aspecto solemne clavada en una tabla. Ella estaba segura de que también lograría convencerle y añadirlo a su pequeña colección.

Pues ése era el motivo de que ella hubiera accedido a que él la acompañara a visitar Cranborne Chase. Así tendría ocasión de poner a prueba sus argumentos con él.

Cuando llegaron a la cima de Harnham Hill y Jane contempló la ciudad que se extendía a sus pies, se maravilló de lo que ésta había crecido. Los nuevos suburbios de los que el señor Porters se sentía tan orgulloso llegaban hasta el Viejo Sarum. El mundo había cambiado.

Pero Porters, con los labios fruncidos en un gesto adusto, no se dedicó a contemplar la vista desde la colina, sino que pensó en el señor Mason y el obispo.

La gran batalla que había sacudido los cimientos de Salisbury e incluso se había aireado en el Parlamento, se refería a las escuelas de la ciudad. No había suficientes y era preciso construir más. La cuestión era ¿qué tipo de escuelas y quién debía dirigirlas? La gran comunidad de disidentes, encabezada por hombres como Mason, quería unas escuelas laicas dirigidas por las juntas estatales previstas en la Ley de Enseñanza de 1870. El obispo se oponía rotundamente. Él y los conservadores estaban empeñados en crear una escuela anglicana. El obispo aseguró que no desistiría de su empeño mientras le quedara un penique en el bolsillo. Además, según decían los conservadores, ¿por qué iban a utilizar el dinero de los contribuyentes para construir una escuela cuando unas fuentes privadas se habían comprometido a financiar una escuela anglicana?

El obispo Wordsworth era un hombre brillante y poderoso, perteneciente a una familia singular entre cuyos miembros se contaban personajes de la talla del célebre poeta. Muchos en Sarum estaban enterados de las cenas familiares durante las cuales Wordsworth conversaba en inglés, latín o griego clásico. De modo que a nadie extrañó el que hasta la fecha los disidentes de Salisbury hubieran sido derrotados por el obispo.

A Jane Shockley le parecía una injusticia.

—Me temo que Mason está muy equivocado. Lamento, señorita Shockley, que usted, llevada de su bondad, haya decidido apoyarle.

Estaba celoso, por supuesto. Seguía tratando de monopolizarla. Ella sonrió y pasó por alto el reproche mientras la calesa descendía la cuesta.

Porters apoyaba al obispo, no porque simpatizara con su causa, sino porque estaba convencido de que en aquel caso la posición de Wordsworth era correcta desde el punto de vista de la Ley de Enseñanza.

—No se trata de eso —le había dicho Jane.

A Mason le convenía tenerla de su parte, pues Jane era una de las damas más respetables del recinto y mantenía una excelente relación con el obispo. Su presencia allí indicaría que los disidentes contaban con inesperados y valiosos aliados.

Todos los conservadores de la ciudad estaban en contra de los disidentes: Swayne, Hammick, el Salisbury Journal. Alguien incluso había tratado de convencer a lord Forest para que planteara la cuestión en la Cámara de los Lores.

Pero desde que éste había vendido los últimos terrenos de su propiedad en Salisbury hacía unos años, había dejado de interesarse por los asuntos de la ciudad. Todos estaban equivocados, se dijo Jane. Mason había demostrado un gran valor al elegir el hotel White Hart para celebrar la reunión, puesto que era un lugar frecuentado por los conservadores. Sí, al día siguiente se producirían auténticos fuegos artificiales, pensó Jane con deleite.

Pero en ese momento se trataba de una misión muy distinta. Se dirigían a Cranborne Chase.

La gran extensión de terreno situada al suroeste de Sarum siempre había sido un lugar desolado. Los romanos, hacía casi dos mil años, habían construido una carretera que atravesaba el centro del territorio de los orgullosos Durotriges. Posteriormente, en tiempos de los sajones, en esa zona se habían instalado unos poblados y los reyes medievales cazaban allí. Pero en términos generales, esa región, que constituía una mezcla de bosques, calveros y eriales tachonada de unas cuantas aldeas, conservaba su carácter desde tiempos prehistóricos. Atraía a pocos visitantes.

Con todo, en años recientes el Chase se había convertido en uno de los lugares más extraordinarios de Inglaterra.

Pues en el centro del Chase se encontraba una inmensa propiedad —de unas diez mil hectáreas de terreno— que un hombre de gran talento, conocido para la historia como el general Pitt-Rivers, había heredado de un modo inesperado.

Así, a principios de 1880, las gentes de Sarum se percataron de que en aquella región casi despoblada situada al suroeste ocurría algo muy curioso.

En primer lugar, parte de la propiedad había sido abierta al público y equipada con jardines de recreo, merenderos, columpios y una banda de música. Allí se organizaban exhibiciones de fuegos artificiales y actuaciones de cantantes; y el gran hombre animaba al público a utilizar bicicletas para acceder a esas diversiones. Pero, en cierto sentido, esas actividades no eran sino un cebo. Pues Pitt-Rivers tenía dos misiones sagradas en la vida. Una era la arqueología; la otra, educar a la gente. Y la clave de ello era el museo que había construido en Cranborne Chase.

Jane no había estado nunca allí y Porters anhelaba mostrárselo todo. Le enseñó el lugar donde el general había descubierto y excavado una alquería de los tiempos romanos; le mostró una carreta, perteneciente a ese período. Pero el entusiasmo de Porters alcanzó el paroxismo cuando mostró a Jane las últimas excavaciones: ante ellos, vista como en un corte transversal, yacía en toda su perfección la agger, la gran calzada romana que discurría hacia el suroeste.

—El general ha hallado una caserna militar —explicó Porters a Jane, señalando el sector recién abierto—. Ha encontrado desagües, monedas… un auténtico tesoro. —El rostro de Porters dejaba traslucir la misma emoción que había experimentado años atrás ante su modesto hallazgo consistente en unas monedas en los viejos canales de agua. Las monedas habían sido instaladas en el pequeño museo de la calle Saint Anne, pero el museo de Salisbury era pequeño comparado con el del general.

Porters condujo a Jane por el lugar con el mismo orgullo que habría mostrado si fuera suyo. Le enseñó pinturas, recipientes de barro, diversos objetos, instrumentos agrícolas: era una colección gigantesca. Pero no era su tamaño lo que impresionaba a Porters.

—Fíjese de qué modo están expuestos estos hallazgos, señorita Shockley —le explicó—. El general los ha dispuesto de manera que podamos comprobar la evolución a lo largo del tiempo de cada artefacto. Eso es lo que Pitt-Rivers quiere decir a la gente: que Darwin estaba en lo cierto y que las especies y las culturas evolucionan. Desea educar a los demás para que puedan mejorar su situación.

Jane sonrió al ver a Porters tan entusiasmado.

—¿Entonces cree usted que la sociedad puede mejorar, señor Porters?

—Yo creo que evoluciona constantemente.

Jane asintió. Era exactamente lo que deseaba oírle decir.

Cuando emprendieron el camino de regreso, dejando atrás las maravillas de Cranborne Chase, ella sacó a colación el tema que le preocupaba.

—¿Cree usted en el progreso humano?

—Desde luego.

—¿Y que con cada generación los hombres se superan, desarrollan un poco más sus dotes?

—Sí. En eso consiste el progreso.

—¿Cuándo cree usted que la sociedad habrá evolucionado lo suficiente para otorgar a las mujeres los mismos derechos y libertades que tienen los hombres?

Porters la miró preocupado. ¿Cómo era posible, se preguntó Jane, que ese hombre fuera un entusiasta del progreso, un ferviente seguidor de un visionario como Pitt-Rivers, y que al mismo tiempo se mostrara tan cauto ante una idea que pusiera en tela de juicio el concepto de autoridad?

Porters, a su vez, pensó: «¿Acaso va a cometer de nuevo una locura imprevisible que pueda perjudicar su reputación?».

—Estoy a favor de ciertas reformas, sí —repuso con ánimo de calmarla—. La ley de propiedad referida a las mujeres casadas…

—¿Esa ley que permite que una mujer casada conserve lo que es suyo en lugar de que se lo robe el marido? ¿Qué opina de esa ley?

—Es un comienzo.

—La campaña en pro de la igualdad de derechos para las mujeres comenzó hace veinte años —replicó Jane—. Pero las mujeres no tenemos nada. Ni siquiera el voto. Y encima, desde la gran Ley de Reforma, los derechos de los hombres se han ampliado. ¿Qué clase de democracia es ésa que excluye a las mujeres? ¿Ésta es la evolución de Darwin?

Jane comprobó satisfecha que sus argumentos surtían el efecto deseado. Sin que Porters se diera cuenta, ella lo estaba utilizando como conejillo de Indias.

—Esas cuestiones han sido debatidas en el Parlamento y rechazadas —respondió Porters por fin.

—No del todo. Los proyectos de ley fueron objeto de una segunda votación. Deberían haber alcanzado el rango de ley. Pero el gabinete hace siempre lo imposible por impedirlo.

—En algunas regiones del norte el movimiento sufragista de las mujeres ha perdido ímpetu —replicó Porters.

—Porque las mujeres se sienten desanimadas ante el hecho de que los hombres no hacen nada por apoyarlas en sus reivindicaciones. —Jane lo miró con expresión de reproche.

—Le aconsejo, señorita Shockley, que se abstenga de hablar de este tema en Sarum. El doctor Pankhurst, que encabeza este movimiento, tiene muchos enemigos. Es un socialista y un republicano. —La señora Pankhurst aún no había alcanzado la fama de su marido.

—Florence Nightingale ha apoyado el movimiento, y ella no es ni socialista ni republicana —le espetó Jane. Para ella éste era el argumento definitivo, pero comprobó indignada que a Porters no le había causado la menor impresión.

—Dentro de dos días voy a fundar una sociedad sufragista en Sarum —le informó Jane ufana—. Y si, tal como asegura, cree en el progreso, confío en que me apoye.

Porters meneó la cabeza.

—No puedo hacerlo.

Ella lo miró con enojo. Había estado segura de que acabaría convenciéndole.

—En tal caso, señor Porters, le agradeceré que no vuelva a poner los pies en mi casa.

La reunión en el hotel White Hart fue tumultuosa. Estaban presentes muchos partidarios de ambos bandos, entre ellos el líder de los disidentes, el señor Pye-Smith.

Pero el discurso principal de la velada, el que hizo enmudecer a todos los asistentes, lo pronunció la señorita Shockley.

Se expresó en términos sencillos, refiriéndose sólo a su propia experiencia.

—Es cierto que en una escuela anglicana permitimos que los alumnos pertenecientes a otra fe se ausenten cuando se discutan temas anglicanos. Pero, como maestra, os aseguro que lo que ocurre en la práctica es que esos niños se quedan fuera, en los pasillos helados de la escuela, y son atosigados por sus compañeros. A decir verdad, con mucha frecuencia los deseos de los padres no son tenidos en cuenta y los niños reciben una educación religiosa anglicana.

Cuando alguien objetó que el obispo había propuesto construir una escuela de enseñanza superior para proporcionar más plazas, Jane se apresuró a recordarles:

—Se ha hablado de cobrar nueve peniques por la matrícula. Pero muchos disidentes pobres no pueden pagar ese dinero. El obispo —concluyó Jane— quiere que la Iglesia anglicana controle Sarum, tal como hizo en la Edad Media, pero ahora eso no debe ocurrir. Sus últimas palabras suscitaron estruendosos aplausos.

Jane experimentó tal sensación de triunfo que, al término de la velada, recordó a Mason que había prometido anunciar la reunión que ella había convocado para la tarde siguiente. Era una oportunidad perfecta, dado que muchos de los asistentes a la velada eran mujeres.

Mason se sonrojó.

—Creo que éste no es el momento oportuno, señorita Shockley.

—Señor Mason, no sólo prometió anunciar mi reunión sino prestarme su apoyo.

Él parecía turbado.

—Delante de tanta gente… de criterios contrapuestos —contestó.

¿Era posible que ése fuera el reformador y apasionado defensor de la abstinencia de alcohol que ella había conocido años atrás?

—Usted me lo prometió, señor Mason —le recordó Jane con frialdad.

—Quizás en una reunión más íntima… —sugirió él. Los asistentes habían empezado a abandonar la sala. Jane se levantó.

—Mañana, a las siete de la tarde, he convocado una reunión de la Sociedad Sufragista en este mismo hotel —anunció Jane en voz bien alta.

Pero nadie le prestó atención.

El martes, a las seis de la tarde, la doncella entró para anunciar que había luna nueva.

Media hora más tarde Jane Shockley atravesaba el apacible recinto de la catedral.

Por su parte el viejo señor Sturges llevaba a una joven a una fiesta en su magnífico medio de transporte, una antigua silla de madera provista de ruedas y toldo de cuero cuyo propósito, teóricamente, era evitar que las damas se ensuciaran los zapatos de raso al caminar por las calles, pero que en la práctica constituía ante todo un ritual dentro del recinto. En la calle Mayor, una anciana carretera se había quedado dormida junto a su carro.

Aunque Jane se había pasado el día pegando carteles para anunciar su reunión e informando a todas las personas que conocía, tenía pocas esperanzas de que acudiera la gente.

Aguardó durante una hora en el White Hart. No apareció nadie.

Excepto un contrito señor Porters que dijo que, tras meditar sobre lo que había dicho Jane hacía dos días, había comprendido que ella tenía razón.

Ella sabía que no era cierto.

Pero dejó que él la acompañara a casa.