VIAJE DESDE SARUM

1480

El joven William Wilson no se movía. Se limitaba a observar.

La fría y húmeda bruma de aquella mañana abrileña le envolvía como una sutil capa; no se daba cuenta de que de sus finas cejas y de su nariz pendían unas gotitas.

El día anterior no había probado bocado.

Pero aunque tenía frío y hambre y la humedad le calaba los huesos, se olvidó de ello, y en su estrecho rostro de dieciséis años apareció una sonrisa.

No alcanzaba a ver el río, aunque sabía que estaba allí, a cien metros frente a él; tampoco divisaba la cima de los cerros que se hallaban también envueltos en la bruma. Pero comenzaba a vislumbrar el contorno del terreno: un árbol aquí y allá, la huella de un camino que conducía a los cerros, pues el sol empezaba a elevarse y a caldear la pequeña aldea y la mansión de Avonsford.

William permaneció en silencio mientras el dorado sol matutino aparecía lentamente y la niebla comenzaba a disolverse. Era un momento que el joven conocía bien y que amaba; porque la bruma se separaría formando dos capas. La superior se levantaría como un velo sobre la pendiente del valle antes de desvanecerse en la luz matutina, dejando sólo la capa inferior extendida sobre el suelo.

Mientras William observaba la escena, ocurrieron dos cosas.

De golpe, del interior de la bruma que se cernía sobre el río, se oyó el batir de unas alas y a continuación aparecieron seis cisnes entre las volutas de niebla. Agitando sus poderosas alas y emitiendo un sonido quejumbroso, las aves se alzaron sobre las aguas silenciosas e invisibles del río y echaron a volar sobre el valle.

En el mismo momento, el velo que cubría el pie de la cuesta detrás del río se levantó y reveló la casa.

¡Qué hermosa era! Su larga silueta gris e irregular parecía flotar suspendida sobre la bruma, como un barco. William no pudo por menos de sonreír.

El joven permaneció inmóvil durante varios minutos, cautivado por la belleza de la escena, casi olvidando que habían sido esa casa y sus habitantes quienes habían destruido todo cuanto él poseía. Pues esa mañana había ido ahí para despedirse.

—Partiré —murmuró con tristeza— tan pronto como regresen los cisnes.

La nueva mansión de Avonsford era ciertamente espléndida, más espléndida de lo que el joven Will se imaginaba, ya que jamás había pisado su interior.

Ocupaba el mismo terreno que el antiguo edificio que había pertenecido a los Godefroi. Pero aquella destartalada casa había estado tan abandonada durante cincuenta años que pocas partes de la misma se habían aprovechado al erigir la nueva mansión. Ésta, construida también en piedra gris, constituía una soberbia residencia.

—Merece ser ocupada por un caballero —había comentado el dueño con acierto.

El dueño de esa noble mansión era Robert Forest. Habían pasado diez años desde que John Wilson y su hijo Robert, comerciantes de Salisbury, abandonaran la ciudad; y para conmemorar ese cambio en su rango social, de comerciantes a caballeros, habían adoptado un nuevo apellido, Forest (bosque), porque les parecía sugerir una antigua relación con la tierra.

Durante unos años, John Wilson había seguido llevando una existencia de araña en la casa emplazada en la manzana de New Street, sin apenas salir de la misma, pero haciéndose en secreto más rico cada año, mientras Robert y su familia ocupaban la mansión de Avonsford. La mansión había sido arrendada a su nuevo señor, el obispo de Salisbury, por un período de tres vidas, pero ese contrato de arriendo podía ser ampliado por las futuras generaciones, de modo que los Forest se habían aplicado de inmediato a llevar a cabo unas reformas destinadas a que la casa fuera digna de su flamante estatus aristocrático.

Ésta consistía en un espacioso vestíbulo central, a cada lado del cual había una amplia sala dotada de un elegante ventanal saledizo. La más grande de las dos salas era semejante a la de la casa original de los caballeros Godefroi. Su elevado techo abovedado tenía unas vigas de roble y los cristales de su mirador situado en un extremo llegaban casi al suelo, permitiendo que la luz del sol entrara a raudales. Pero el mayor orgullo de Robert Forest era la estancia situada al otro lado del vestíbulo, de proporciones más reducidas, que constituía el salón de invierno; poseía también un elegante mirador, aunque más pequeño, y una inmensa chimenea frente a la cual solían sentarse él y su familia. Pero el mejor ornato de la salita eran los espléndidos paneles de madera que revestían las paredes, tan perfectos que al entrar el visitante tenía la impresión de haber penetrado en una exquisita caja de madera, pues cada panel estaba tallado según el nuevo y elegante diseño de estrías.

Cuando el viejo John lo vio y expresó sus reparos, Robert le dijo:

—Es el último grito. Todos los nobles lo tienen en sus casas…, los que pueden permitírselo. —Y el viejo no hizo más comentarios.

En aquel salón de invierno, en una recia biblioteca de roble, Robert guardaba la pequeña colección de libros que debía figurar en la casa de todo caballero. Había varios volúmenes sobre heráldica y sobre la aristocracia; había un manuscrito ilustrado de los Cuentos de Canterbury de Chaucer y también una versión en prosa de los relatos del Rey Arturo. Dichos relatos habían sido compilados por un desconocido caballero que había pasado una buena temporada en la cárcel por robo, llamado Thomas Malory, pero Robert se había apresurado a adquirir el volumen al oír que un noble lo recomendaba. Había otro objeto del que Robert se sentía orgulloso. —Lo vi en Londres— le explicó a su padre—. Un hombre llamado Caxton, que era gobernador del gremio de los merceros, ha comenzado a fabricar estas cosas con una máquina.

Y Robert mostró a John un libro elegantemente encuadernado —una colección de dichos filosóficos—, cuyo interés no residía en su contenido, sino en el hecho de que el texto no había sido escrito a mano sino estampado por una prensa que contenía todas las letras.

—Con esta prensa es capaz de producir libros por docenas —dijo Robert, y el viejo John se mostró de acuerdo en que el nuevo invento era extraordinario. No obstante, al examinar una página frunció el ceño.

—Pero si estas palabras están escritas en distintos dialectos —se quejó.

Era cierto. Caxton, como la mayoría de los hombres, tenía su propio criterio sobre cómo debían pronunciarse las palabras inglesas y había decidido escribirlas de acuerdo con ese criterio. El resultado sobre la página impresa era una curiosa mezcla de dialectos procedentes de varias regiones de la isla.

—Fíjate, escribe la palabra «plough» como un norteño —protestó el comerciante convertido en caballero. Pues pronunciada tal como estaba escrita, la palabra sonaba como «pluff», o «rough»—. Esto es inaceptable.

Robert no dijo nada. El tema no le interesaba. Pero su padre tenía razón, y la confusa e ilógica forma de escribir las palabras elegida aleatoriamente por Caxton constituiría a partir de entonces el elemento característico del inglés escrito.

En el piso de arriba, sobre el salón, había unos dormitorios con el suelo cubierto con esteras perfumadas, y detrás de la casa un patio rodeado de cocinas y almacenes.

Los actuales ocupantes no tenían ni remota idea del curioso hecho de que la nueva mansión concordaba casi exactamente con otra planta sepultada a muchos metros de profundidad, la de una villa romana que una familia llamada Porteus había construido en aquel lugar, con casi el mismo grado de sofisticación, hacía más de mil años.

Junto a la casa se alzaba la pequeña capilla familiar provista de una torrecilla en la que Benedict Mason debía instalar una campana. Al otro lado de la casa había una torre de piedra achaparrada, de unos seis metros de altura, que sostenía una estructura de madera taladrada por numerosos orificios. Se trataba del palomar, en torno al cual varias docenas de palomas emitían sus pacíficos arrullos y batían las alas. Pasado el palomar, Robert había dispuesto un jardín tapiado en el que pulcras hileras de setos encuadraban unas pérgolas y varios macizos de rosas.

En ocasiones, a qué negarlo, se alzaban gritos y exclamaciones de dolor procedentes de la casa, pero cuando los aldeanos los oían se limitaban a encogerse de hombros.

Robert Forest era un hombre rico y cada vez más poderoso. Si el reservado caballero de ojos negros de Avonsford decidía azotar a su esposa o a sus hijos por alguna falta que hubieran cometido, estaba en su derecho.

—En la mansión reina el orden —decían, soltando a veces una risita nerviosa.

El joven William Wilson había tenido la mala suerte de ser arrojado de Avonsford por Robert Forest. Los motivos eran varios.

Will era el único sobreviviente de una familia de cinco hijos. Su madre había muerto al cumplir él diez años, y su padre, tras haberse esforzado por salir adelante durante otros seis años en la casita de Avonsford, había fallecido en enero. Ahí empezó el conflicto: el contrato de arrendamiento de su familia era una enfiteusis, que expiraba a la muerte del arrendatario. La renta anual no era elevada, pero las rentas habían comenzado a aumentar y Will no sólo tendría que pagar más, sino que el caballero, en tanto que señor del feudo, tenía derecho a percibir el impuesto feudal pagadero a la muerte del arrendatario o a cobrar un nuevo canon de entrada antes de acceder a renovar el contrato de arrendamiento. Y Will no tenía dinero.

La aldea era pequeña; los demás arrendatarios eran pocos y pobres; ninguno se había ofrecido a ayudarlo; no podían hacerlo. Ni tampoco se había ofrecido Forest.

—Si no puedes pagar, debes marcharte —le había comunicado el administrador—. Son órdenes del amo.

Lo cual no era sorprendente, por dos razones.

La primera era que Robert Forest deseaba utilizar la casita para otros fines.

La aldea de Avonsford no se había recuperado de la epidemia de peste que se había registrado el siglo anterior. Su población seguía siendo escasa y, más bien de forma fortuita que deliberada, las familias del lugar se habían dividido en dos grupos que residían en ambos extremos de la dispersa aldea, de modo que las casas emplazadas en el medio se fueron deteriorando y por fin fueron derruidas. El grupo más numeroso se hallaba situado en el extremo sur; el más pequeño, donde vivía Will, en el norte. En la actualidad el grupo norte constaba sólo de cuatro casitas, pero en torno a ellas había varios cobertizos y un prado comunitario donde podían ejercer su antiguo derecho a apacentar sus rebaños. Ese hecho que enfurecía a Robert Forest.

—Una excelente tierra desperdiciada —comentaba secamente cada vez que pasaba por el lugar—. Dos hectáreas que me resultarían muy útiles.

Aquel año el nuevo señor de Avonsford había tomado una resolución. Había decidido realojar a las familias del grupo norte en el grupo sur, donde había una casita vacante, y había comenzado a construir otras dos. La muerte del viejo Wilson acaecida en enero había facilitado esa medida. Puesto que Will no tenía dinero Robert no tendría que realojarlo, sino que lo arrojaría sin más contemplaciones. Era a todas luces una decisión sensata.

La segunda razón era más sutil, pero no menos poderosa.

El joven Will era primo de Robert.

Un primo lejano, desde luego. Cuando el hermano del viejo Walter se negó a formar parte de la variopinta colección de parientes que iban a trabajar para aquel astuto superviviente de la peste negra, probablemente salvó a su pequeña familia de una explotación inhumana. Pero si bien los descendientes de Walter habían ascendido a esos increíbles niveles de riqueza, los familiares de su hermano habían seguido siendo unos pobres campesinos. Había pasado más de un siglo: cuatro, cinco generaciones. Pero Robert Forest, que sospechaba en silencio aquel parentesco, lo había verificado en secreto en cuanto pasó a ocupar la propiedad. No era una relación que deseara recordar.

Durante su infancia, Will había observado con frecuencia la antipatía con que le miraba Forest cada vez que éste pasaba junto a la casita, pero dado que Robert Forest jamás sonreía, el joven no había concedido demasiada importancia a ese hecho.

Y cuando Will había interrogado a su padre sobre la familia Forest, éste había bajado la vista antes de responder:

—Eran ricos comerciantes; ahora son unos caballeros. No se parecen a nosotros.

Pues aunque él también estaba enterado del parentesco, al haber adivinado los sentimientos de Will había sido lo suficientemente prudente para no mencionarlo.

—¿Por qué mira con esa rabia nuestra casita? —había preguntado el chico—. Le he visto hacerlo.

—Es su forma de ser —había contestado su padre—. Muéstrate respetuoso con él, Will, con eso bastará.

Pero no había bastado.

Para Will, sin embargo, los Forest eran unas figuras distantes. La esposa y los dos hijos de Robert, un chico y una niña algo mayores que Will, rara vez eran vistos lejos de la mansión. Los domingos solían asistir a misa en su pequeña capilla en lugar de acudir a la desvencijada iglesia de Avonsford. Pero de vez en cuando Will los veía y le intrigaba lo callados y reservados que se mostraban los dos niños mientras caminaban detrás de su madre, una mujer de pelo entrecano que aún conservaba su belleza pero cuya expresión era tan severa que asustaba al joven Will.

—No siempre fue así —le había dicho su padre en cierta ocasión—. Recuerdo cuando era una jovencita alegre y vivaracha llamada Lizzie Curtis. —El anciano había sonreído—. El señor del feudo, Robert Forest, hizo que cambiara.

Will no comprendió bien lo que su padre había querido decir. Pero un día en que tuvo que ayudar a su progenitor a reparar la entrada del palomar, la vio caminar sola por el jardín tapiado y observó que cuando su marido entró en el lugar y se acercó a ella inesperadamente, ella se apartó de él con una expresión de temor. A partir de aquel día Will había procurado mantenerse alejado del señor del feudo.

El mes anterior Forest le había arrojado de Avonsford. La forma en que había ocurrido había dejado a Will estupefacto.

Aunque sus vecinos se habían marchado, Will se había quedado en la casita porque no tenía adonde ir. El administrador sabía que estaba allí, por supuesto, pero cuando se lo encontraba hacía caso omiso de él, como si estuviera muerto. Will suponía que esa situación no podía durar eternamente.

Una mañana, apareció una partida de diez hombres, cuatro de la propiedad y seis contratados en la ciudad. En una sola jornada derribaron las cuatro casitas. Ni siquiera se fijaron en Will, que, de pie y rodeado de sus cuatro pertenencias, les observaba trabajar. Al término de la jornada, su pequeña vivienda había quedado reducida a un montón de escombros. Aquella noche Will durmió en un pajar en el extremo sur de la aldea. Sus vecinos no se apresuraron a ofrecerle comida; Will no se lo reprochaba, pues tenían que alimentar a sus propias familias. Pero al cabo de un rato le llevaron unas tortas de avena. Al día siguiente Will vio llegar de nuevo a los hombres, y éstos, con ayuda de unas carretas, se llevaron las piedras y demás materiales que podían volver a utilizar. Esa noche Will durmió también en el pajar. La tercera mañana, los hombres trajeron consigo unos arados de la propiedad y cuatro parejas de bueyes. Dedicaron toda la jornada a arar el terreno donde se habían alzado las casitas, así como el prado comunitario. Por la tarde, cuando hubieron terminado de trabajar, a Will le costó creer que lo que había sido su hogar hubiera desaparecido por completo debajo de la desnuda y tosca tierra color pardo. Al día siguiente, los hombres comenzaron a plantar un seto de espino que rodearía el nuevo campo de dos hectáreas de Forest.

Éste era el nuevo proceso llamado cercamiento. Asumía diversas formas: a veces los campos con sus tradicionales surcos, caballones y montículos, que resultaban tan poco rentables, eran transformados en unos campos arados uniformemente; o los cultivos de trigo de los labriegos eran transformados en pasto para el ganado vacuno y lanar; a veces esos cercamientos se realizaban por mutuo acuerdo, a veces de forma obligatoria, y a menudo, como en el caso de Avonsford, era una mezcla de ambas cosas.

Aunque esa práctica era conocida en muchas regiones de Inglaterra, un país compuesto en su mayoría de pastos para las ovejas, el cercamiento nunca había logrado imponerse en Sarum como en otros lugares. Pero en Sarum se habían realizado varios, y el de Forest fue el que había obligado a Will Wilson a abandonar el lugar.

Dado que era evidente que Forest no quería allí a Will, los aldeanos no le animaron a quedarse junto a ellos. Durante varias semanas el joven trató de hallar un techo bajo el que refugiarse y el medio de ganarse el sustento. Los campesinos locales le ofrecían trabajo durante una jornada, y alojamiento durante una noche, pero no una vivienda. En la ciudad, la cerrada comunidad de los gremios mostró escaso interés en un joven jornalero sin dinero y sin amigos cuando Will trató de hallar un empleo de aprendiz. En una de las hosterías le dijeron que podía limpiar los establos, pero cuando el posadero le pegó por llevar a cabo su tarea con demasiada lentitud, el joven decidió marcharse.

¿Qué podía hacer?

—En Sarum no tengo ningún porvenir —se dijo con tristeza—. Hay trabajo de sobra para otros, pero no para mí. —Will echaba de menos su mísera casita en el valle de Avonsford—. Puesto que ha desaparecido —decidió por fin—, será mejor que pruebe suerte en otro lugar.

De modo que una mañana de abril se dirigió al valle del Avon para contemplar el amanecer por última vez antes de abandonar definitivamente el lugar.

La neblina había comenzado a disiparse; Will alcanzaba a ver las aguas del río y las altas y verdes hierbas que asomaban en la superficie. Los ocupantes de la mansión ya se habían levantado. Mientras los últimos restos de bruma se deslizaban río abajo, los cisnes regresaron y, arqueando sus poderosas alas, aterrizaron cómodamente sobre el agua.

Will se volvió, dispuesto a marcharse.

Se había despedido de Avonsford; sólo le quedaba por hacer una última visita a la gran catedral, cuyo gigantesco y airoso campanario había constituido el elemento dominante de su corta vida. Después de contemplarlo por última vez, rezaría una oración y partiría.

No le resultaba fácil abandonar Sarum.

Pero su plan presentaba un problema. Cuando partiera de la ciudad, ¿adónde iría?

Will no tenía ni remota idea. Suponía que daba lo mismo dirigirse a un lugar que a otro. Llevaba una semana formulándose esa pregunta sin haberle encontrado respuesta; y ahora había llegado el momento de partir.

—Iré a la catedral y se lo preguntaré a san Osmund —murmuró. Le parecía lo más sensato.

Cuando Will se acercó al pequeño puente de madera, situado más abajo de la aldea, vio a la señora de la mansión.

Se hallaba de pie en medio del puente, al parecer contemplando el río, pero de pronto se volvió y advirtió que Will se dirigía hacia ella.

La dama llevaba una larga capa negra y tenía la cabeza descubierta, de modo que su cabellera gris le caía por la espalda.

Will dudó unos instantes, pues ella le intimidaba un poco; pero enseguida recobró la compostura.

—¿Qué me importan ya ella o el señor de Avonsford? —masculló Will mientras avanzaba hacia el puente.

Ella siguió observándolo, impasible.

A Will le extrañó ver a una dama tan distinguida junto al río a esas horas de la mañana; pero ¿quién sabía lo que rondaba por la cabeza de los nobles? Al aproximarse, el joven no pudo por menos de pensar: «Ahora es vieja, pero debió de ser toda una belleza».

Lizzie tenía cuarenta años, aunque sabía que aparentaba más edad. Se había encaminado sola hacia el río porque poco después del amanecer su esposo, tras despertarse malhumorado y proferir unas airadas palabras cuando ella había cometido la torpeza de contradecirle, había hecho el ademán de golpearla. Lizzie, al verse tan envejecida, había supuesto que su esposo se mostraría menos violento con ella, pero estaba equivocada. Para evitar comenzar la jornada con dolor, había salido apresuradamente de la casa y se había dirigido hacia el puente.

Ella contemplaba también cómo se alzaba la bruma sobre la espléndida mansión.

Qué extraño pensar que ese lugar —todo cuanto aquella alegre joven, Lizzie Curtis, había deseado— no era sino una prisión. Los días malos, se dijo con un escalofrío, parecía más bien una cámara de tortura.

Lizzie trató de recordar cómo era de joven, pero aquellos alegres días se le antojaban muy lejanos. Con todo, al evocarlos sonrió con tristeza ante la ironía de su vida. Oh, sí, había conseguido lo que ambicionaba —dinero, ropas elegantes, una mansión—, todo cuanto había deseado, pero al precio de unos largos y fríos años cuyo recuerdo la hacía estremecer.

Mientras contemplaba el río, se preguntó cuántas veces no habría hecho eso desde la casa, siempre con el mismo pensamiento. Al cabo de un par de horas, el agua que discurría frente a ella doblaría el recodo del cauce y se deslizaría hacia la población; una parte de ella penetraría en los canales que atravesaban las calles, y otra se deslizaría ante la casa donde había vivido de niña. «Ojalá pudiera arrojarme al río y dejar que éste me llevara hacia el sur», anheló.

Lizzie había pensado en marcharse un sinfín de veces. Pero sabía muy bien que Robert se habría quedado con los niños, que probablemente los habría raptado si ella trataba de llevárselos. Lizzie no soportaba pensar en dejar a sus hijos solos con él.

Y por eso mismo un hecho que había ocurrido recientemente le resultaba aún más doloroso.

Pues los niños, pese al trato distante y en ocasiones cruel que les infligía Robert, se habían puesto de parte de él.

No había sido algo repentino, obvio, sino una actitud sutil y silenciosa.

Cuando eran pequeños y su padre entraba en la habitación mirando en torno suyo con aquellos ojos fríos y amenazadores, los niños le observaban nerviosos, apretujándose contra ella. Eran unas criaturas pálidas y delgadas que inspiraban el afán de protegerlas. Cuando a Robert le daba uno de sus arrebatos de furia, tanto el chico como la niña corrían a refugiarse en su madre, o trataban de ocultarse detrás de ella. Lizzie había perdido la cuenta de las veces en que había soportado la crueldad de Robert con tal de proteger a sus hijos.

Pero ahora casi eran mayores. Robert ya no descargaba su ira contra ellos, sino principalmente contra su esposa. Y cuando lo hacía, maldiciéndola con saña en presencia de sus hijos, al principio ella se había sentido perpleja y luego dolida al comprobar que ninguno de los dos movía un dedo para defenderla. Pero sus hijos no parecían escandalizados por la conducta de su padre. En lugar de ello, Lizzie observaba cómo volvían sus delgados y estrechos rostros hacia ella, mirándola con calma, escrutándola tan atenta y desapasionadamente como observa un gato a un pájaro herido.

Sus hijos ya no la necesitaban. Ambos eran dignos retoños de su esposo.

Lizzie se fijó en el joven que se aproximaba al pequeño puente. Al reconocerlo trató de recordar su nombre. Por supuesto. Era el chico Wilson, a quien su marido había arrojado de su vivienda. Lizzie lo miró con curiosidad y sonrió.

Las facciones del chico le resultaban harto familiares. Le recordaban a su suegro, el viejo John Wilson, la araña. Años atrás, cuando Lizzie había visto por primera vez al niño y a su padre, y había notado la semejanza con el padre de Robert, se había preguntado si pertenecían a la misma familia; pero no había hablado de ello a su marido por temor a que se enfadara. A fin de cuentas, él ya llevaba el apellido de Forest.

El chico subió al puente.

—Eres Will Wilson, ¿no es cierto?

El joven asintió, observándola con cautela.

—¿Qué haces aquí?

—Me marcho, señora.

—¿Que te marchas? ¿Para siempre?

Will hizo de nuevo un gesto afirmativo.

—Me marcho de Sarum. Aquí no tengo porvenir.

—¿Y adónde irás?

—No lo sé.

De pronto, ante el asombro de Will, la señora de la mansión dijo en un tono de absoluta sinceridad:

—¡Cómo te envidio!

Era un comentario tan absurdo que Will la miró con incredulidad. Luego se le ocurrió que quizá se había vuelto loca, lo cual explicaría el hecho de que se encontrara en el puente a esas horas. Tal vez había decidido suicidarse arrojándose al agua. Sea como fuere, eso a él no le incumbía.

Al ver la expresión de Will, ella emitió una carcajada. Sí, sin duda se había vuelto loca. Will se preguntó si debía tratar de interceptarle el paso.

—¿Vas a abandonar a tu familia en Avonsford?

Él no conocía el significado oculto de esas palabras.

—Han muerto todos, señora.

Ella no insistió. La idea de acompañar a ese joven de regreso a la mansión y presentárselo a Robert como su primo hizo sonreír a Lizzie durante unos momentos.

Lizzie introdujo la mano dentro de su capa y palpó el pequeño talego que llevaba colgado del cinturón. Contenía una moneda de oro.

—Toma —dijo ella sonriendo—. Llévatela. Y buena suerte.

Estupefacto, Will agarró la moneda de oro. Era un golpe de suerte imprevisto. Se la embolsó antes de que esa loca cambiara de parecer y se alejó a toda prisa.

Al cabo de unos minutos, observado por Lizzie, Will dobló un recodo del camino y se dirigió hacia el sur, hacia la ciudad.

Will deambuló por la gigantesca iglesia durante un rato antes de acercarse a su objetivo. Qué magnífico era, con sus elevados arcos y sus capillas y altares exquisitamente decorados. Muchos habían sido construidos en memoria de grandes nobles como lord Hungerford, y en ellos los sacerdotes decían misa cada día. Corrían rumores de que el viejo obispo Beauchamp estaba a un paso de la muerte; sin duda pronto construirían un nuevo y espléndido altar de capellanía en su memoria. Pero aunque esas suntuosas y pequeñas capillas e imponentes tumbas le recordaban a Will su propia insignificancia, en la gran iglesia había sólo un monumento que le inspiraba una profunda devoción.

La tumba de san Osmund era exteriormente magnífica. No sólo estaba pintada y recubierta de finísimos panes de oro, sino que incluso estaba tachonada de gemas que refulgían a la luz roja y azul que penetraba por la elevada vidriera. Era justo que el santo fuera honrado con todos los adornos que podían adquirirse con dinero.

Pero para Will la pequeña y resplandeciente tumba era un lugar mágico y especial.

—Dios mismo ha tocado este lugar —le había dicho el sacerdote de Avonsford, y Will sabía que era cierto. Pues el cuerpo sagrado del santo se hallaba presente en la catedral. Los cadáveres de los santos no se corrompían, como los de otros hombres. Will también sabía eso. Se conservaban en perfecto estado y en algunos casos emanaban una dulce fragancia. Algunos decían que sus tumbas incluso exhalaban calor. El mismo resplandor que iluminaba la magnífica tumba era sagrado, un rayo que unía directamente el cuerpo del santo con Dios.

—Toca la tumba —le había asegurado el sacerdote—, y te habrá tocado el propio santo. —Muchos se habían curado así de sus dolencias.

Will había oído hablar de las reliquias, unos objetos sagrados que uno podía tocar. En cierta ocasión, cuando tenía diez años, se había encontrado a un peregrino en el camino junto a Fisherton y el hombre le había mostrado un fragmento de metal oxidado que guardaba en una cajita.

—Es parte de uno de los clavos de la auténtica cruz —le había dicho el peregrino, y Will lo había contemplado con reverencia y admiración—. Puedes tocarlo si quieres —había añadido el peregrino, pero el chico no se había atrevido, pues de pronto temió que si rozaba la reliquia que había estado en contacto con el cuerpo de Jesucristo seguramente caería muerto en castigo por sus pecados. Will soñó durante años con aquel clavo.

Casi todas las iglesias poseían sus reliquias, conservadas en unos estuches y veneradas por la gente: unas astillas de madera procedentes de la cruz, un mechón de pelo perteneciente a uno de los santos, una esquirla de hueso. Pero eso no era nada comparado con la sagrada tumba de san Osmund.

De modo que Will se postró de rodillas ante el resplandeciente sepulcro del santo de Salisbury y oró con fervor:

—¿Qué debo hacer? Guíame, Osmund. Envíame una señal.

Will permaneció allí un rato. La tumba relucía en la penumbra; y al fin, aunque no se había producido una señal, el joven se sintió reconfortado.

—Permaneceré atento para percibir la señal —pensó—. Osmund me la enviará. —Y salió de la iglesia.

Mientras caminaba junto al mercado un curioso espectáculo atrajo su atención, que hasta entonces había estado centrada en su viaje.

Se trataba de una pequeña procesión: un sacerdote, dos acólitos que portaban cirios encendidos y seis niños del coro conducían solemnemente a un anciano que caminaba con dificultad alrededor del camposanto de Saint Thomas. Detrás del anciano iba un grupito de personas, sin duda parientes y amigos, entre los cuales Will reconoció la fornida silueta de Benedict Mason, el fabricante de campanas. Los niños del coro entonaron un salmo mientras el anciano, vestido con un tosco hábito de lana parecido al de un fraile y calzado con unas sencillas sandalias, les seguía en silencio, inclinando su pelada cabeza.

—¿Qué ocurre? —preguntó Will a un hombre que estaba junto a él.

—Es una claustración —respondió el hombre, y al observar la perplejidad del muchacho le explicó—: Ese anciano va convertirse en un eremita. Lo llevan a su celda.

Will jamás había presenciado esa ceremonia.

—¿Quién es ese hombre? —inquirió.

—Eustace Godfrey.

Will no había oído hablar de él.

La ceremonia de claustración era un asunto solemne y un tanto siniestro. En primer lugar el sacerdote había dicho misa por los difuntos en la iglesia, durante la cual Eustace había pronunciado sus votos y se había puesto el tosco hábito que vestiría a partir de entonces. A la sazón se dirigía lentamente a su celda. Will lo observó, fascinado.

Al llegar a la puerta norte de la iglesia, el pequeño grupo se detuvo. Durante las recientes obras de reconstrucción habían añadido un amplio porche a ese lado de la iglesia, sobre el que había una espaciosa cámara a la que se accedía por una escalera. Ésa sería la celda que ocuparía Eustace, y en ella permanecería encerrado dedicado a la oración y la meditación hasta el día de su muerte. Mientras Eustace aguardaba abajo, el sacerdote y sus acólitos ascendieron por la escalera para bendecir la celda.

Éstos indicaron a Eustace que subiera tras ellos. Una vez dentro de la cámara le ordenaron que se tendiera sobre la dura tabla que iba a ser su lecho en el futuro y, mientras Eustace cruzaba las manos sobre el pecho como si estuviera muerto, el sacerdote pronunció los ritos fúnebres. Uno de los acólitos movió el incensario de un lado a otro, mientras su compañero sostenía una bolsa de la que el sacerdote cogió unos puñados de tierra que esparció sobre el cuerpo de Eustace. Luego le roció con agua bendita.

—Eustace Godfrey —anunció después—. Has muerto para el mundo. Eustace Godfrey —continuó—, sólo estás vivo para Dios.

Acto seguido dio media vuelta y los tres descendieron por la escalera, cerrando la puerta con llave tras ellos.

—Eustace Godfrey ha entrado en su tumba —anunció el sacerdote al grupo de asistentes—. Rezad por su alma.

En realidad, la claustración no era tan completa como sugería la ceremonia. Antes de ser autorizado a convertirse en eremita, Eustace había tenido que convencer al archidiácono de la catedral no sólo de que su deseo y vocación de una vida espiritual eran auténticos, sino de que era capaz de mantenerse en un estado aceptable en el lugar que habían elegido para él. Pese a estar encerrado en una tumba, un sirviente le llevaría la comida y le limpiaría la celda a diario; su hijo y su hija podrían visitarlo. Esa vida solitaria dedicada a la oración no era, al menos en Inglaterra, una vida incómoda. Por lo demás, Eustace estaba obligado a permanecer allí, quizá durante muchos años, hasta su muerte.

Eustace se sentía satisfecho de ese arreglo. En efecto, el paso que había dado aquel día no era ilógico. Sus intentos de adaptarse a la bulliciosa ciudad, unos intentos que había hecho tan concienzuda y valerosamente como sus antepasados habían partido a la guerra o participado en los torneos, habían fracasado. Su bella hija se había casado, a la edad de veintiocho años, con un granjero entrado en años de Townton; no habían tenido hijos. Su hijo no había ingresado en ninguna sociedad de juristas ni se había abierto camino en Londres, sino que se había instalado en una modesta casa en la manzana del Jabalí Azul, donde había realizado varios tratos poco afortunados en lana y había bebido más de la cuenta. Eustace había continuado invirtiendo sus magros ahorros, perdiendo casi la mitad de lo que poseía en una empresa con un comerciante escandinavo mientras Inglaterra se hallaba en disputa con los mercaderes de la Liga Hanseática germana. En 1474 se había firmado la paz con la Hansa; los germanos habían recuperado su comercio, pero Godfrey y su socio escandinavo habían acabado prácticamente arruinados.

Todos esos desastres combinados con sus inclinaciones naturales llevaron finalmente a Eustace a refugiarse en el mundo místico. Año tras año diariamente asistía a más misas; durante largo tiempo sus únicas lecturas consistieron en las obras de los místicos: Tomás de Kempis, The Cloud of Unknowing y su favorita, Juliana de Norwich.

A fines de año no deseaba seguir viviendo en la casa próxima a la Puerta de Saint Anne.

—No quiero saber nada más del mundo —informó a sus hijos. Y era cierto.

El paso que había dado no era infrecuente. Existían eremitas en la mayoría de las diócesis: era natural que un hombre como Eustace eligiera esa senda. Si no podía ser un noble caballero en Avonsford, si los dinámicos y bulliciosos comerciantes de Salisbury se negaban a ayudarle a recuperar su fortuna, al menos Dios le aceptaría, con un comprensivo silencio, como un caballero cristiano. Cuando el sacerdote se hubo marchado, Eustace se levantó despacio y sonrió. Por primera vez en muchos años se sentía feliz.

Otra persona que había presenciado la ceremonia con gesto de aprobación era Benedict Mason.

De un tiempo a esta parte, el fabricante se había convertido en un próspero y corpulento hombre de negocios. Comoquiera que consideraba a Godfrey un pilar de la iglesia, Benedict siempre había pensado que existía cierto vínculo entre ambos, de modo que aquella mañana se había apresurado a través del mercado para asistir a tan importante acontecimiento. A tal fin, se había puesto sus calzas de un azul vivo y su justillo rojo, una vestimenta que le confería el aspecto de un pavo real bien cebado. Durante la misa se santiguó repetidamente y miró irritado a cualquiera de los asistentes que no lo hiciera.

Cuando el oficio hubo terminado y Godfrey se hallaba en su celda a buen recaudo, Benedict no se marchó inmediatamente, sino que se detuvo unos momentos junto a la puerta. Luego entró de nuevo en la iglesia: deseaba echar un último vistazo a una cosa.

Will entró tras él.

La nueva iglesia de Saint Thomas the Martyr era el orgullo de la ciudad, y la ciudad tenía sobrados motivos para sentirse orgullosa. Pues los ciudadanos de Salisbury jamás habían sido tan ricos.

York y Lancaster seguían disputándose el trono; pero si los eximios nobles como Warwick el hacedor de reyes eran capaces de cambiar cínicamente de bando, el alcalde y la corporación de Salisbury habían enviado tranquilamente dinero y tropas a ambos bandos simultáneamente. Los poderosos personajes feudales iban cayendo uno tras otro. El hermano del rey, el duque de Clarence, cuyo gigantesco parque de Wardour estaba situado tan sólo veinticinco kilómetros al oeste, había sido asesinado hacía poco, ahogado en un barril de vino de Malmsey, según se rumoreaba. Otro hermano, el deforme Ricardo de Gloucester, quien poseía muchas de las propiedades del condado de Salisbury, acechaba en la sombra. Y Salisbury seguía mostrándose indiferente a todos ellos.

El presente rey, Eduardo IV, pertenecía a la casa de York. A los ciudadanos de Salisbury lo único que les interesaba era el hecho de que era rico, tanto debido a las tierras de los magnates que habían caído en la guerra feudal como a la inmensa cantidad de dinero que le había entregado el rey francés cuando Eduardo amenazó con invadir Francia. Por consiguiente no tenía necesidad de convocar parlamentos y exigir el pago de impuestos. Lo cual era muy del agrado de los ciudadanos de Salisbury.

Y Sarum, que vivía en paz y tranquilamente, había alcanzado gran prosperidad. Ciertamente, durante la batalla de diez años entre Halle y el obispo, los ciudadanos se habían visto obligados a ceder, así que el obispo continuaba siendo su señor feudal. Pero aparte de ello, nadie les había importunado.

La iglesia de Saint Thomas contenía todo cuanto los ciudadanos pudieran desear. Estaba la espléndida capilla de la fraternidad de San Jorge; estaban los altares de capellanía de Swayne y otras familias importantes, y el altar de capellanía del gremio de los sastres. Las otras iglesias parroquiales de la ciudad contenían también varios monumentos que mostraban el orgullo y la riqueza de sus burgueses, pero ninguno era más suntuoso que los de la nueva iglesia de Saint Thomas. Su plantilla de clérigos era muy numerosa: más de veinte sacerdotes, dieciséis diáconos, diez subdiáconos, diez sacerdotes de capellanía, un total de casi sesenta personas para servir a una parroquia de dos o tres mil almas. Cada vez que pasaba frente a la iglesia, Will tenía la impresión de que celebraban misa o unas exequias, en ocasiones varias ceremonias al mismo tiempo, y cuando no rezaban ningún oficio, encendían las velas.

El estilo del nuevo templo se denominaba perpendicular, con arcos delgados y amplios ventanales. El techo no consistía en la sofisticada bóveda de abanico que se hallaba en iglesias destacadas como la nueva capilla del King’s College en Cambridge o su equivalente en Eton, sino que estaba compuesto por vigas de madera entre las que asomaba un sinfín de mofletudos ángeles; los muros estaban decorados con alegres motivos florales. Por doquier se veían pequeños escudos pintados; algunos ostentaban el escudo de armas de una familia local, otros la cruz roja de San Jorge y otros el escudo de armas de uno de los gremios. En la iglesia de Saint Thomas el alcalde y la corporación tenían unos asientos reservados, y en ella se llevaba a cabo religiosamente la investidura de un nuevo alcalde.

Pero su mayor y más impresionante tesoro había sido completado hacía poco tiempo: se trataba de la gigantesca pintura que se extendía desde uno a otro extremo de la nave sobre el arco del presbiterio.

Representaba el Día del Juicio Final.

A Will ese cuadro le inspiraba temor, y era comprensible. El joven no sabía leer ni escribir. Sabía muy poco de religión salvo lo que lograba captar de vez en cuando en los sermones que mascullaba el sacerdote en Avonsford o durante las toscas representaciones de misterios religiosos que los mimos ofrecían a veces en la ciudad después de Navidad. Esas obras, donde uno de los actores desempeñaba el papel del diablo y otro el de su víctima, se asemejaban al teatro de títeres; recordaban a Will que recibiría un severo castigo por sus pecados, pero no inspiraban temor.

Pero lo que en ese momento contemplaba ante sí era aterrador: a Will no le cabía la menor duda de que retrataba con precisión el terrible Día del Juicio Final. En el inmenso muro sobre el arco que conducía a los asientos del coro, se erguía imponente de cara a la nave la figura de Jesucristo, sentado sobre un arco iris y con los brazos abiertos y levantados. A su espalda se veían las espléndidas torres de la ciudad celestial. A su derecha, los muertos, desnudos, eran alzados de sus tumbas por unos ángeles; algunos eran conducidos a la ciudad celestial, pero otros muchos pasaban al espacio situado a la izquierda de Jesucristo, la región infernal donde una descomunal bestia de fauces terroríficas los devoraba. Esa pintura le recordaba a Will una ceremonia que había presenciado en Pentecostés, en la iglesia de Saint Edmund, durante la cual habían paseado por todo el templo un enorme cuadro de un esqueleto ejecutando una grotesca y macabra danza, a fin de recordar a los fieles la proximidad de la muerte. Will sabía que no tardaría en morir, y que cuando muriera sería engullido por las fauces de la fiera y se consumiría eternamente en el fuego del infierno; no le cabía la menor duda.

Junto al Día del Juicio Final aparecía un retrato de cuerpo entero de san Osmund. Will contempló impresionado la imagen del santo de Salisbury, suponiendo que ése fuera su auténtico aspecto.

El cuadro le angustiaba; era abrumador, y al cabo de unos minutos el joven salió de la iglesia y abandonó la población.

Pero esa pintura no inquietaba a Benedict Mason, el fabricante de campanas. Por lo que a él se refería, cuanto más color y ornamentos poseyera la iglesia tanto mejor.

Benedict había entrado para contemplar un determinado objeto: una pequeña vidriera situada en el lado sur, o, para ser exactos, en la parte inferior del panel derecho de una vidriera. Pues la semana anterior había instalado ahí, a sus expensas, una yarda de vidrios de colores. Will ni siquiera se había fijado en ello al entrar, pero Benedict contempló su obra con orgullo. Realizada en colores naranja, rojo y azul, mostraba a san Cristóbal bendiciendo a dos pequeñas figuras toscamente realizadas, en las que sin embargo no era difícil reconocer al corpulento fabricante de campanas y su esposa. Debajo de ellas, en una torpe caligrafía gótica, estaban escritas las siguientes palabras: Gloria Dei. Benedict Mason et uxor suis Margery.

Era un monumento modesto, que no podía compararse con los espléndidos altares de capellanía de los nobles y los comerciantes ricos. También eran modestos los regalos de velas, lana y queso a la iglesia que año tras año Benedict hacía a la iglesia. Pero junto con las exequias que celebrarían los sacerdotes por su alma, y las campanas de las iglesias de Wiltshire que llevaban su nombre, la pequeña vidriera garantizaría su inmortalidad, y el obeso artesano se sintió satisfecho.

De su antepasado Osmund el Albañil, quien había tallado unos prodigios en la catedral, Benedict no sabía una palabra. Así que comentó a su esposa lleno de orgullo:

—Soy el primer miembro de nuestra familia que ha dejado su impronta en esta ciudad.

Benedict no había reparado en el joven Will.

Los oscuros nubarrones que habían aparecido por el oeste se hallaban en lo alto del firmamento cuando Will pasó frente al desierto castillo del Viejo Sarum.

No le preocupaban.

Pero aún no había resuelto su problema: ¿qué camino debía tomar? Aunque Will había permanecido atento, no había visto señal alguna.

El sol, que brillaba a través de gruesos velos de nubes parduscas, inundaba el inmenso paisaje con un resplandor naranja y amenazador. La atmósfera, densa y pesada, creaba una temblorosa y casi tangible tensión que presagiaba la gran descarga eléctrica de una tormenta.

Frente a él, hasta donde alcanzaba su vista, se hallaban los desolados y ondulantes cerros de la llanura de Salisbury. El panorama era variado: desde donde se encontraba Will, el terreno aparecía tachonado de campos de trigo. Pero más allá de los trigales se extendía un paisaje gris verdoso semejante al mar, sobre el que Will distinguió un sinfín de manchitas blancas que constituían los lejanos rebaños de ovejas.

El firmamento parecía haberse aproximado a la tierra, como si se dispusiera a envolverla, asir la ondulante meseta con sus gigantescas e invisibles manos y agitarla violentamente.

Detenido frente a la antigua duna, Will era una patética y diminuta figura carente de hogar, de padres y de amigos, cuya única fortuna consistía en dos chelines y la moneda de oro. Sus dedos largos y delgados aferraban la rama que había arrancado de un árbol y que utilizaba a modo de bastón mientras subía hacia los cerros; sus ojos pequeños y juntos, enmarcados por un rostro delgado, escrutaban el inmenso y amenazador paisaje que se extendía ante él. Parecía un personaje errante perteneciente a una época remota en la que los hombres cazaban para conseguir su sustento; pero aún no había decidido qué camino tomar.

De pronto sonrió.

La tormenta que estaba a punto de estallar no le inquietaba. No hacía demasiado frío. Si se mojaba, su ropa no tardaría en secarse. Pese al desolado y siniestro paisaje, Will sabía que, si uno buscaba detenidamente, siempre hallaba el medio de subsistir. Había establos para ovejas; había granjas, aldeas, villorrios donde un muchacho podía ganarse el sustento. Mejor aún, había casas religiosas —monasterios, prioratos, pequeñas alquerías— donde los monjes, pese a los chistes que hacía la gente sobre su vida regalada, jamás negaban comida y hospedaje a un forastero.

Will había pedido a san Osmund que lo guiara. Pero éste aún no le había enviado una señal. No obstante, aunque no habría sabido decir por qué, un instinto atávico en su interior sabía, con infalible certeza, que lograría sobrevivir.

En ausencia de una señal, tenía que tomar una decisión: había varias alternativas. Podía dirigirse al norte, hacia las poblaciones occidentales de Bradford o Trowbridge, ambas prósperos centros pañeros. Más allá, a pocas jornadas de viaje, se encontraba el río Severn y el pujante puerto de Bristol. O podía enfilar hacia el sureste y dirigirse a Winchester o al puerto de Southampton. Más lejos, hacia el este, se hallaba Londres. Pero la gran urbe estaba demasiado lejos, pensó Will, aunque sus desconocidas posibilidades le tentaban. Fuera adonde fuese, hiciera lo que hiciese, había vuelto definitivamente la espalda a Sarum.

—Iré a Bristol —decidió por fin; y echó a andar. La carretera, al igual que la mayoría de las vías inglesas, era poco más que una ruta conocida que seguían los viajeros. Carecía de pavimento y no estaba señalada en modo alguno; se trataba simplemente de un amplio sendero que atravesaba los cerros, hollado por pies humanos y surcado por huellas de pezuñas y roderas de carros que habían circulado a través de él desde hacía siglos. En algunos puntos, donde el terreno era blando y los viajeros se habían dispersado en busca de una superficie más firme, las rodadas ocupaban una superficie de centenares de metros de anchura; en otros, al pasar entre dos rocas, el piso del camino se hacía más duro y su anchura se reducía a unos pocos metros. Antigua y tan rudimentaria como lo había sido en tiempos prehistóricos, así era la carretera que Will debía tomar.

Éste había recorrido un par de kilómetros y se encontraba junto a los trigales cuando estalló la tormenta, que no fue en absoluto como él había previsto.

Will conocía dos clases de tormenta en Sarum. La primera, la más frecuente, se producía cuando el cielo estallaba y se partía en dos, con unos truenos y unos relámpagos, difusos o ahorquillados, que podían parecer explosiones y estallidos de cólera pero que conllevaban al mismo tiempo una sensación de alivio. «La tierra lo esperaba», decía Will, para expresar la sensación de que entre el cielo y la tierra existía una complicidad, como si los desolados cerros soportaran de buen grado y durante cierto tiempo la poderosa furia de la tormenta, sus descargas eléctricas y torrentes de lluvia antes de que ésta se trasladara, con un murmullo a modo de despedida, a otro punto lejano del terreno elevado, o al boscoso valle en el sur. A Will le gustaban esas tormentas. Disfrutaba con el fragor y la emoción de los relámpagos, presintiendo el alivio que experimentaba el cielo cuando la atmósfera se concentraba para descargar la tensión acumulada. El joven sonreía de gozo cuando, acompañadas por el lejano rumor y los distantes fogonazos de la tormenta, las crecidas aguas de los arroyos y riachuelos se precipitaban desde los cerros cretáceos sobre el valle.

Pero había otra clase de tormenta, por fortuna más rara. Y ese día, cuando Will se encontraba a dos kilómetros de cualquier tipo de refugio, estalló precisamente una de esas tormentas.

Durante casi una hora Will pensó que iba a morir. Le parecía imposible que el cielo pudiera descargar una furia tan violenta. Daba la impresión de que el firmamento, la encapotada bóveda celeste del universo que envolvía los cerros, no pretendía liberar energía, sino destruir. Los relámpagos no restallaban y los truenos no rugían: era un solo y gigantesco zambombazo como si el mundo se asomara a la boca de un cañón. Y, casi sin interrupción, ese terrible ataque del cielo sobre la tierra se producía una y otra vez. Peor aún: la tormenta no se movía, sino que permanecía ahí; la conflagración eléctrica derramaba su rabia directamente sobre Will, mientras toda la meseta temblaba.

—Que Dios me ayude —exclamó Will. La reconfortante tumba de san Osmund parecía de pronto muy lejana, ineficaz—. Madre de Dios —imploró el joven—, sálvame.

Pero los grandes relámpagos ahorquillados caían a su alrededor, de modo que Will acabó convenciéndose de que la tormenta se había propuesto destruirlo a él personalmente. Estaba completamente solo. A un kilómetro de distancia, había un rebaño de ovejas. ¿Estarían tan aterrorizadas como él? ¿No podía la tormenta, en su increíble furia, elegir a alguna oveja en lugar de aniquilarlo a él? La lluvia que caía a torrentes de una forma implacable, no le dejaba ver más allá de quinientos metros.

Durante unos momentos Will creyó que la tormenta había empezado a desplazarse, pero al poco regresó con más furia que antes, con toda la fuerza de una pesadilla. Pese a tener madera de superviviente, Will cayó al suelo, hecho un ovillo, y permaneció tendido, sintiéndose totalmente desnudo, mientras la tormenta lo azotaba.

Entonces ocurrió un hecho sobrenatural, un increíble prodigio.

En aquel momento cayó un rayo. La detonación fue tan violenta, tan repentina —daba la sensación de que su gigantesca fuerza había partido el suelo justo debajo de Will— que, durante un instante, el joven creyó que el rayo se había abatido sobre él. De hecho, había estado a punto de alcanzarlo.

Pero Will se olvidó incluso de su terror al contemplar la escena que se desarrollaba ante él.

Pues el rayo, tras golpear el suelo a unos veinte pasos de donde yacía él, no se desvaneció, sino que se deslizó hacia el este por la superficie de la tierra, y como una guadaña de fuego avanzó en línea recta a lo largo de cien metros a través del trigal. Will vio asombrado que allí, ante sus ojos, donde segundos antes había un campo anegado, aparecía ahora una senda negra y humeante semejante a una gigantesca flecha.

Mientras la contemplaba, Will se percató de golpe de que la tormenta, tras haber provocado ese terrorífico fenómeno, había comenzado a alejarse.

Will se incorporó lentamente. La lluvia había empezado a remitir. El joven se adelantó con cautela para inspeccionar el lugar sobre el que se había abatido el rayo. Salvo por el hecho de que estaba ennegrecido, el suelo no mostraba ninguna otra señal.

Pero ¿por qué había dejado el rayo ese gigantesco rastro de tierra quemada, tan increíblemente recto, a través del trigal? Will jamás había visto nada parecido.

¿Cómo iba a saber Will —que nunca había oído hablar de los romanos ni de sus legiones, que no sabía nada sobre el asentamiento perdido de Sorviodunum ni de la villa de Porteus—, que sepultada debajo del trigal había yacido oculta por espacio de mil años una calzada romana metalizada que, al ser un perfecto conductor, había atraído el gigantesco rayo?

Durante unos minutos Will permaneció inmóvil, sin darse cuenta siquiera de que la tormenta se alejaba sobre los cerros hacia el norte. Ante él yacía el carbonizado sendero, la flecha.

—Madre de Dios y san Osmund —murmuró Will finalmente—. Ésta debe de ser la señal.

La señal no apuntaba hacia el noroeste, donde se hallaba Bristol, sino hacia el este. Estaba clarísimo.

—Entonces iré a Londres —decidió Will.