LA ROSA
1456
En la ciudad reinaba un ambiente de gran animación. Muchas de las casas de fachada estrecha y techos a dos aguas ostentaban decoraciones florales o suntuosas telas teñidas que pendían de los aleros. Por las calles, grupos de hombres y mujeres ataviados con ropajes de alegre colorido circulaban con expresión risueña; algunos se dirigían a las hosterías, otros a los edificios que albergaban los gremios de artesanos, de los cuales brotaban sonidos de celebración. Era por la tarde, pero aún tardaría varias horas en oscurecer.
Pues el día siguiente sería un gran día.
Fue por azar que los cuatro intrigantes abandonaran sus respectivas casas emplazadas en distintos barrios de la ciudad en el preciso instante en que el reloj del obispo Erghum, situado en el gran campanario de la catedral, diera las seis de la tarde.
Cada uno de los cuatro hombres debía cumplir aquella noche una determinada tarea. Sus nombres eran Eustace Godfrey, Michael Shockley, Benedict Mason y John Wilson.
La animación en la ciudad de Salisbury no tenía nada que ver con los acontecimientos registrados en el mundo exterior y a los que, durante más de medio siglo, sus ciudadanos apenas habían prestado atención.
Con todo, el pasado reciente de Inglaterra no había estado exento de drama. El bravo hijo de Juan de Gante cuyas inmensas propiedades lancasterianas se hallaban emplazadas en Wessex, cerca de Sarum, había arrebatado el trono a su desdichado primo Ricardo II, iniciándose así el gobierno de los Lancaster. A continuación, el hijo del usurpador, Enrique V, había conquistado buena parte del reino de Francia en la célebre batalla de Agincourt; si bien a partir de entonces, inspirados por Juana de Arco, esa extraña joven de dieciséis años, los franceses habían comenzado a reconquistar su país. Eran unos tiempos ciertamente agitados.
En Sarum, sin embargo, esos importantes acontecimientos que se habían registrado en el extranjero sólo habían llamado la atención debido a una pelea que había estallado en el puente de Fisherton entre un grupo de soldados que se dirigía a Francia y unos jóvenes de la ciudad. Aparte de eso, Sarum pagaba sus modestos subsidios y no se preocupaba de esos asuntos.
—Estas guerras extranjeras ya no reportan ninguna ganancia —dijo Shockley a su hijo—. Lo que queremos es comercio.
Ahora había comenzado a desarrollarse otro drama. Pues el año anterior, la batalla de Saint Albans había dado paso a ese intenso drama feudal, esa serie de batallas entre las ramas rivales de la familia real, Lancaster y York, que posteriormente daría en llamarse la Guerra de las Dos Rosas, un título erróneo, ya que aunque la rosa blanca constituía el emblema de la casa de York, la rosa roja no fue adoptada por la casa real hasta más tarde, durante la época de los Tudor.
Lancaster, en teoría, significaba el rey. En la práctica, sin embargo, significaba su consejo, que durante treinta años había estado dominado por los poderosos magnates: en primer lugar, hasta su muerte, por el tío abuelo del monarca francés, Beaufort, obispo de Winchester, y a la sazón por su voluntariosa esposa, Margarita de Anjou.
Lamentablemente Enrique VI de Inglaterra era otro de esos reyes débiles, como Enrique III dos siglos antes, que abundan en la historia medieval. Al igual que su antepasado, sentía pasión por la construcción de edificios; pero también tenía un grave defecto. Pues cuando su padre contrajo matrimonio, después de la batalla de Agincourt, con la hija del rey de Francia, que estaba loco, seguramente introdujo la inestabilidad mental del monarca francés en la casa de Lancaster. Sólo dos años antes, el desdichado Enrique VI había permanecido unos meses en el cercano palacio de Clarendon, durante uno de sus ataques de locura.
A los ciudadanos de Salisbury les tenían también sin cuidado esas disputas reales. Cuando acudían visitantes reales a la ciudad, sus concejales se ponían los ropajes de ceremonia para recibirlos. Enviaban juglares a Clarendon. Pero las peleas entre las facciones de Lancaster y York eran disputadas por meros empleados o mercenarios contratados por la realeza mientras las gentes de la ciudad seguían ocupándose de sus quehaceres, más sabias en sus humildes actividades mercantiles que los nobles señores en su locura dinástica.
¿Y qué decir del gran y esperado acontecimiento que iba a tener lugar en la catedral? Pues en 1456, tras varios siglos de insistencia, las negociaciones más recientes, que habían comenzado hacía casi cincuenta años, parecían estar a punto de alcanzar el éxito. Por fin Sarum iba a ver canonizado a su gran obispo Osmund. Salisbury tendría su propio santo. Todo indicaba que el asunto se resolvería al cabo de pocos meses. En aquellos momentos unos representantes del deán y del capítulo se hallaban en Roma trabajando en favor de la importante causa. Nadie dudaba del valor del futuro santo, y sus milagros —aunque escasos— eran aceptados a pies juntillas.
Pero la imponente catedral permanecía aislada en su universo particular detrás de los muros del recinto, y los ciudadanos de Sarum tampoco prestaban gran atención a la basílica. Pues aunque el gran cisma se había saldado a principios de siglo y los papas gobernaban de nuevo desde Roma sobre una Iglesia católica unida, el suyo era un mandato pasivo.
Ningún terrible interdicto había caído sobre el rey ni su pueblo; Italia quedaba muy lejos y en la actualidad había pocos sacerdotes extranjeros en la isla. Los ciudadanos de Sarum tenían sus gremios de artesanos y sus fraternidades religiosas, sus propias capillas y altares de capellanía, no en la gigantesca y solemne catedral sino en las pequeñas iglesias parroquiales de Saint Thomas, Saint Martin y Saint Edmund, en la misma población. La religión constituía también un asunto local, del que el mundo exterior formado por obispos y papas podía ser excluido.
Por lo que se refería a la catedral, a los ciudadanos de Salisbury sólo les importaba una cosa; el hecho de que el obispo de Salisbury seguía siendo el señor feudal de la ciudad, cosa que detestaban, no porque aquél ejerciera un gobierno opresivo, sino porque no les gustaba que se inmiscuyera en sus asuntos.
Ese resentimiento no representaba una novedad. Un siglo y medio antes, el alcalde y los concejales habían tratado en vano de librarse de ese yugo feudal y obtener una nueva carta municipal; pero de un tiempo a esa parte la fricción entre el obispo y la ciudad que le pertenecía se había intensificado. El último obispo, Ayscough, se había granjeado las antipatías de los ciudadanos y hacía seis años, cuando Jack Cade había encabezado una breve y desorganizada revuelta en Kent, un grupo de hombres de Sarum, inspirados por la rebelión, habían matado al obispo de la llanura de Salisbury. Los cabecillas habían sido ahorcados y el rey había enviado una parte del cadáver desmembrado de Jack Cade para que fuera colgado en la plaza del mercado con el fin de animar a la gente a portarse bien en el futuro. Pero la disputa continuaba. Sucesivos alcaldes se habían afanado en dar de lado al nuevo obispo, y hacía dos años, el alcalde Hall había tratado una vez más de que el rey les otorgara una nueva carta municipal.
—Lo cierto es que no queremos al obispo, y no lo necesitamos —comentó Shockley. Era una afirmación de autosuficiencia que la mayoría de los comerciantes de Salisbury compartía.
Pues ningún lugar en la Inglaterra del siglo XV era más afortunado que Sarum.
Ello se debía fundamentalmente a dos hechos: en primer lugar, estaba situado en un emplazamiento ideal.
Hacia el norte se alzaban los elevados cerros cretáceos donde pastaban enormes rebaños de ovejas, y más allá uno penetraba en la fértil región productora de quesos y productos lácteos situada al norte de Wiltshire.
—Greda y queso —decían los hombres de Wiltshire para describir su región. Y Salisbury era el mercado central de esos productos.
Si bien las guerras y las batallas comerciales que se disputaban en Europa habían debilitado muchos puertos de Inglaterra, Salisbury se encontraba en el centro de los tres puertos más importantes: hacia el este se hallaba Londres, al oeste Bristol y al sur, el más cercano, Southampton.
En segundo lugar, en la región se fabricaba paño. Y el paño era la clave de todo. Cuando Shockley y Wilson habían comenzado a dedicarse a la exportación de paño, un siglo antes, se habían incorporado a una industria pujante, que actualmente superaba a todas las demás. Aunque la exportación de lana en rama había disminuido, perjudicando importantes ciudades como Winchester, Lincoln y Oxford, las zonas donde se fabricaba más paño habían prosperado. Salisbury estaba situada en el mismo centro de esa industria. No sólo fabricaba la ciudad sus propios rays y otros tejidos, sino que en toda la parte occidental del antiguo Wessex, desde Wiltshire hasta Somerset, predominaba la gigantesca industria del paño. Los grandes comerciantes y terratenientes habían ganado fortunas con ella, al igual que el soldado y aventurero Fastolf. Cada aldea poseía sus tejedores y tintoreros, cada arroyo —en una región donde abundaban los arroyos de aguas caudalosas— su batán enfurtidor. El lugar donde confluían los cinco ríos constituía un punto focal del comercio, que atraía riqueza a todo el fértil territorio de Wessex.
La ciudad estaba bien organizada para el negocio: desde el más humilde aprendiz, que debía cumplir siete largos años de prácticas para aprender su oficio, hasta los prohombres del consejo de cuarenta y ocho miembros y el grupo interno de veinticuatro comerciantes que dirigían sus asuntos.
Pero hoy, en el trigesimocuarto año del reinado del rey Enrique VI, el lugar se estaba organizando para celebrar un gran festejo.
Pues el día siguiente era la víspera de la fiesta de san Juan.
Había varias fiestas de san Juan. Había la fiesta de san Juan de Patmos, en mayo; la festividad de san Juan en agosto, para conmemorar la decapitación de Juan Bautista; pero la más importante era la que estaba a punto de celebrarse: la conmemoración de la Natividad de Juan Bautista. La importancia de esta gran fiesta tenía una explicación lógica, pues la Natividad de san Juan recaía en el solsticio de verano.
El día de san Juan de 1456, los ciudadanos de Salisbury, conscientes de la fortuna de que gozaba la población, tenían sobrados motivos para celebrarlo.
A las seis en punto, Eustace Godfrey salió de su casa en el barrio de Meadow situado en el extremo sureste de la ciudad.
Su hermoso rostro mostraba una expresión resuelta pero alegre mientras se dirigía a New Street. Lucía una larga túnica roja ribeteada con piel de zorro —la mejor que tenía— y una coronita de oro. Pues el plan que se proponía llevar a cabo aquella noche conseguiría, sin duda alguna, restituir a su familia su antiguo esplendor; y como siempre que iniciaba un nuevo proyecto, se sentía optimista.
Pues esa noche iba a casar a sus dos hijos.
Su optimismo estaba justificado.
—A fin de cuentas, cualquiera en esta ciudad se sentiría orgulloso de casarse con un Godefroi —recordó Eustace a su esposa.
Fue su abuelo quien finalmente había vendido la propiedad de Avonsford. Al igual que todos los terratenientes en Inglaterra —incluso grandes magnates como Juan de Gante y el obispo de Winchester—, la familia Godefroi había comprobado que era más económico ceder todas sus tierras a sus arrendatarios; pues el alza de los precios y la crisis en el ámbito de la agricultura habían hecho que sus propiedades resultaran demasiado costosas de administrar. Pero los Godefroi no contaban con las cuantiosas rentas que percibían los grandes terratenientes, y no habían conseguido reducir sus gastos. En 1420 los señores de Avonsford habían vendido su mansión y el resto de las tierras al conde de Salisbury y, no siendo ya los señores de nada, se habían ido a vivir a Salisbury.
En tiempos del padre de Eustace, la familia había adoptado el nombre inglés de Godfrey, por el que eran conocidos en la población; pero a Eustace le irritaba comprobar que existía un humilde comerciante o artesano que ostentaba el mismo nombre y pensar que algunos no fueran capaces de diferenciarlos.
Porque él seguía siendo un noble. Cuando los administradores recaudaban la renta de su casa, Godefroi siempre se aseguraba de que en los libros constara debidamente: Eustace Godefroi, caballero. Le complacía que la alta vivienda de cuatro plantas con su patio estuviera emplazada en el barrio más alejado del bullicio de la ciudad y junto al recinto catedralicio y el hermoso edificio de los franciscanos. Desde las ventanas del piso superior alcanzaba a ver el tejado del palacio del obispo; y cuando recientemente algunas viviendas situadas dentro del recinto, antiguamente reservadas al clero, habían sido arrendadas a laicos, Eustace se había sentido tentado de mudarse a una de ellas. Le satisfacía pensar que residía cerca del obispo.
Su tesoro más preciado era el grueso pergamino que exhibía el espléndido árbol genealógico de los Godefroi. Nada le producía más gozo que saber que a su esposa, la hija de un cervecero de Wilton, con quien llevaba felizmente casado veinte años, aún le impresionaba ese documento.
Sus hijos constituían para Eustace un tesoro casi tan preciado como el pergamino: Oliver, un apuesto e inteligente joven de diecinueve años que estudiaba derecho, e Isabella, de dieciséis, esbelta y morena, ante cuyas cualidades su padre murmuraba con admiración: «Es una joya».
Había llegado el momento de que el chico se comprometiera en matrimonio y de que la joya fuera concedida a un hombre digno.
Eustace había sopesado detenidamente las distintas opciones, así como las ventajas que ofrecían sus hijos. Sobre lo primero se sentía optimista pero un tanto confuso; sobre lo último tenía la más absoluta certeza.
—Llevas un apellido noble —dijo a Oliver—. Y, lo que no es menos importante, tienes amistades influyentes.
Qué duda cabía de que tenían amistades influyentes, por así decir. Verbigracia, el obispo.
Godfrey no compartía el desprecio que sentían sus conciudadanos hacia la catedral; lo cierto era que durante la segunda mitad del siglo la diócesis había tenido la fortuna de contar con varios distinguidos y eruditos obispos, grandes hombres como Chandler y el renombrado predicador Hallam. Incluso la catedral de Saint Paul había adoptado, en Londres, la antigua liturgia de Sarum como el mejor orden de oficios eclesiásticos. El actual titular, el obispo Beauchamp de Salisbury, era una figura de gran importancia, allegado a la casa real, a la que servían otros miembros de su ilustre familia. Asimismo era el capellán de la noble orden de la Jarretera, y con frecuencia Godfrey se había afanado en atraer la atención de Beauchamp en Windsor, que pertenecía a su diócesis; el mes anterior, sin ir más lejos, había hecho una modesta donación destinada a los gastos de las negociaciones para la canonización de Osmund en Roma. Cuando el obispo había pasado ante él, Eustace se había inclinado respetuosamente como de costumbre, y, según había observado, el obispo había correspondido a su saludo con una sonrisa. Ambos habían conversado en varias ocasiones, lo cual había ofrecido a Eustace la oportunidad de explicar con todo detalle al obispo quién era; al noble no se le había ocurrido ni por un momento que eso pudiera traer sin cuidado a Beauchamp.
En cierta ocasión Eustace había conocido a un personaje aún más relevante; pues la antigua relación de su familia con los caballeros de Whiteheath no había sido completamente olvidada, y durante una de sus visitas a su feudo, éstos le habían llevado a Winchester para presentarle al insigne Beaufort. A partir de ese encuentro, durante el cual el obispo de Winchester había conversado afablemente con él, y pese a que Beaufort había fallecido hacía diez años, a Eustace le complacía pensar que mantenía contacto con el mismo consejo del rey.
Pero eso no era todo.
—Vivimos en unos tiempos peligrosos —dijo Eustace a Oliver—. Debemos tener un pie en ambos bandos.
La casa real de York, cuyos miembros eran primos del rey, no sólo había protestado airadamente contra la supremacía del obispo de Winchester y el consejo lancasteriano. Dos años antes, cuando el rey había enloquecido, el duque de York había sido nombrado protector del reino; el monarca se había recuperado pero a partir de entonces ambas facciones habían mantenido una constante lucha por el poder, hasta que en mayo de 1455 la disputa había dado paso a un conflicto armado y la batalla de Saint Albans. La enérgica reina, junto con su consejo, había recuperado de nuevo el control; York había regresado a Irlanda como lugarteniente del rey. Pero seguía reinando un monarca débil y medio loco que tenía un solo hijo varón. ¿Quién podía predecir lo que iba a suceder?
De todos los magnates del bando de los York los más influyentes eran los miembros de la poderosa familia de Neville. Poseían vastas propiedades que habían adquirido por matrimonio o mediante la intriga y el fraude. Gracias a la unión matrimonial con los Montague habían conseguido el condado de Salisbury y reivindicado con éxito el antiguo derecho al tercer penique, un tercio de todas las rentas reales procedentes del condado. El conde, aunque apenas ponía los pies en Wiltshire, poseía muchas tierras allí; sus posesiones comprendían el pequeño castillo situado junto al puerto de Christchurch, y si los York alcanzaban el poder no cabía duda de que la influencia del conde aumentaría notablemente. En la actualidad, aunque el consejo estaba regido por el bando lancasteriano, el conde y su poderoso hijo Warwick dominaban la ciudad fortificada de Calais situada al otro lado del Canal de la Mancha, la cual se negaban a entregar.
—El conde nos conoce —dijo Eustace a Oliver con toda seriedad. Su esperanza secreta era que un día el magnate, que actualmente poseía Avonsford, le devolviera su quebrantada propiedad con el dinero suficiente para reorganizarla. Eustace había hecho varios viajes a Londres, durante los cuales había logrado entrevistarse con el conde y recordarle que ambos tenían intereses comunes en Avonsford. Lo que Eustace ignoraba era que el administrador del conde había recomendado a éste varias veces deshacerse de una propiedad tan poco rentable si lograban hallar un comprador, y que esa misma semana iban a ofrecérsela al obispo a un precio muy reducido.
Aunque la población prescindía olímpicamente de esos asuntos feudales, Godfrey ansiaba tomar parte en ellos. A menudo calculaba los relativos méritos de las cercanas propiedades lancasterianas del obispo de Winchester o las propiedades yorkistas del conde; o bien reflexionaba sobre el valor de la amistad del obispo de Salisbury con los titulares de las inmensas propiedades de la diócesis, quienes mantenían una buena relación con ambos bandos en la disputa.
Y tejía su red de esperanzas y sueños.
—Nuestra familia está bien relacionada —afirmaba Eustace con satisfacción. Lo único que necesitaban para triunfar era dinero. Él mismo había tratado de demostrarlo.
En primer lugar había invertido en lana, adquiriendo a través de un agente grandes cantidades de vellón a los agricultores locales para el mercado de la exportación. Había invertido mucho dinero. Pero tal como un comerciante flamenco se había lamentado a Eustace:
—El problema de la lana inglesa es que cuando has terminado de pagar el impuesto del rey sobre ella, tu lana en rama te cuesta casi tanto como el paño.
Ésta era la consecuencia de los aranceles aduaneros que el rey había impuesto sobre la lana en rama pero no sobre el paño. Mientras que el comercio del paño prosperaba, el de la lana sólo resultaba lucrativo para los poderosos comerciantes del Bloque, y tras unos años de continuas pérdidas Godfrey había abandonado el negocio.
Luego decidió importar vino de Gascuña, lo cual constituyó también un fracaso. Porque después de que los éxitos de Juana de Arco impulsaran a los franceses a luchar, y dado que el Parlamento inglés, con su característica estrechez de miras, había mantenido al rey escaso de fondos para la guerra, año tras año los territorios que Inglaterra poseía en Francia habían ido mermando hasta que finalmente, para desespero de Godfrey, el reino perdió también sus posesiones en Gascuña, las cuales habían constituido el gran baluarte de Inglaterra. Durante unos meses, en 1453, Godfrey sintió renacer sus esperanzas cuando el gran comandante Talbot encabezó una expedición para recuperar Gascuña. Salisbury había aportado cincuenta marcos para sufragar el coste de dicha expedición. Pero Talbot resultó muerto y los viñedos de Burdeos ya no volverían a pasar jamás a manos de los ingleses.
Eso había dado al traste con el negocio de Godfrey en Gascuña.
—Nunca seré un comerciante —confesó éste con una mezcla de orgullo y tristeza. Y aunque sólo tenía cuarenta y dos años, se volvió a su hijo y añadió—: Ahora te corresponde a ti salvar a la familia.
Pero pese a haber encomendado la misión a su hijo, Godfrey sabía perfectamente lo que éste debía hacer.
—La ley y el Parlamento —dijo—. Ése es el camino que debes tomar.
En principio la idea era sensata. En aquel entonces los hijos de los aristócratas y las clases comerciantes asistían a unas escuelas que impartían una excelente educación, tanto para laicos como para sacerdotes. Su padre había enviado a Oliver a la escuela de Winchester, establecida el siglo anterior por el canciller y obispo Wykeham; más adelante el joven había estudiado dos años en el King’s College de Cambridge, fundado recientemente. Era un chico inteligente con aptitudes para ser un buen abogado; su único defecto era la pereza. Pero si se esforzaba, le dijo Eustace, no le faltarían oportunidades para servir al rey o a uno de los magnates que mantenían su propia corte de servidores y funcionarios.
En cuanto al Parlamento, ése era el lugar donde podría incrementar la fortuna de la familia. El carácter de esa institución había cambiado. Actualmente existían ciertas restricciones sobre los electores de todos los condados; sólo los terratenientes que demostraran percibir una renta de cuarenta chelines anuales podían votar. El Parlamento se había convertido en una arena donde se desarrollaban complicados juegos de poder. Los representantes de los municipios y los condados no siempre eran burgueses y caballeros locales, sino que muchos de ellos eran forasteros, profesionales en la nómina de un magnate.
—Dios sabe que Juan de Gante manejaba a su gusto el Parlamento —comentó Eustace a su hijo—. Pero hoy día muchos jóvenes como tú hacen carrera desempeñando un cargo allí.
Un buen ejemplo de las cínicas maniobras que se llevaban a cabo en aquella época se encontraba precisamente junto a la ciudad. Pues el castillo, medio desierto, que se alzaba sobre la colina del Viejo Sarum seguía conservando su antiguo derecho a enviar dos miembros al Parlamento.
—En el Parlamento del cincuenta y tres —señaló Godfrey a su hijo—, los dos miembros del Viejo Sarum eran un par de comerciantes londinenses, unos forasteros. —Y así la antigua colina sobre la que se alzaba el fuerte había iniciado una larga carrera como distrito electoral simbólico para ser utilizado por ambiciosos parlamentarios.
A veces, cuando pensaba en sus antepasados, esas maniobras deprimían profundamente a Godfrey.
—En los viejos tiempos luchábamos —decía a su esposa con tristeza.
Pero esos tiempos habían pasado. La guerra también había cambiado. Ya antes de la batalla de Agincourt, su abuelo se había quejado de que los nuevos cañones habían modificado el viejo espíritu de las guerras libradas por caballeros. Por otra parte, la nueva armadura que lucían los hombres de linaje no estaba al alcance de Eustace, pese a que su hijo había demostrado aptitudes para ser un buen soldado.
Pero Eustace se sentía optimista. Sin duda el muchacho se abriría camino en la vida. En cuanto a su bella hija, ¿quién podría resistirse a ella?
Lo único que necesitaba el noble era dinero, pues sus fondos habían mermado notablemente. Y eso significaba matrimonio. El año anterior la necesidad había adquirido tintes de urgencia, pero Eustace Godfrey creía haber hallado a los candidatos ideales, unos comerciantes, sí, pero ricos.
Convencido de haber resuelto la cuestión con sensatez, cuando Eustace partió aquella tarde para cumplir su misión, sonrió complacido.
Por otra parte, se sentía reconfortado por un pensamiento.
Pues una vez que hubiera casado a sus hijos, habría cumplido con su principal responsabilidad. Ya no tendría más obligaciones en la vida, lo cual no dejaba de ser una perspectiva de lo más agradable. En el fondo Eustace sabía —quizá siempre lo había sabido— que en el pujante universo de Salisbury estaba condenado al fracaso. Su auténtica vocación, de ello estaba seguro, era de religioso y erudito. Jamás había dejado de asistir a misa en la catedral. A veces incluso asistía a las siete horas canónicas. Nada le procuraba mayor placer que abordar a los ilustrados sacerdotes en el recinto de la catedral para conversar con ellos sobre los escritos de los grandes místicos de la época como Tomás de Kempis o esa extraordinaria mujer eremita de East Anglia, Juliana de Norwich; o discutir con ellos sobre los méritos de la extendida teoría —que Eustace defendía con ardor— de que el pueblo inglés descendía nada más y nada menos que de los habitantes expatriados de la antigua Troya. Eustace incluso había donado un pequeño volumen sobre esta disparatada tesis a la nueva biblioteca que el deán y el capítulo habían hecho construir recientemente frente a los claustros de la catedral.
Sí, una vez que sus hijos estuvieran casados, él podría dedicarse a estas gratas actividades; y fue con esa alegre perspectiva que Eustace salió aquella tarde de su casa.
Su primera visita la haría a John Wilson.
Michael Shockley también se sentía optimista, pero tenía fundados motivos para ello.
La casa que había abandonado aquella tarde estaba a la altura de su posición social en la ciudad. Era una enorme e imponente mansión, de doble fachada, cuya armazón estaba formada por recias vigas de roble, con unas delgadas capas de madera revestidas de yeso entre medio, y cuyos pisos superiores sobresalían sobre la parte inferior del edificio. Estaba situada en el distrito del Mercado, al norte de la ciudad, en la manzana de los Tres Cisnes, y su fachada daba a la parte norte de la vieja calle Mayor, la cual, como era tan larga, llevaba el nuevo y delicioso nombre de Endless Street, o calle infinita. Era una casa sólida y sensata, como el propio Shockley.
Éste vestía una chaquetilla corta, ceñida a la cintura para exagerar su poderoso torso, y unas calzas que ponían de relieve sus musculosas pantorrillas. Su propósito aquella tarde era bien sencillo: asegurarse de que le eligieran para formar parte de los cuarenta y ocho.
Existían, para ser precisos, setenta y dos distinguidos ciudadanos que gobernaban la ciudad de Salisbury: los veinticuatro superiores, encabezados por el alcalde y entre los que se contaban los concejales de los cuatro distritos de la ciudad, y por debajo de ellos el grupo de los cuarenta y ocho que ocupaban algunos de los cargos inferiores y elegían a los superiores. El mes anterior, uno de los cuarenta y ocho había fallecido y al día siguiente su sustituto debía ocupar el puesto vacante.
—Ya es hora de que me elijan —dijo Shockley a su esposa—, y cuento con el apoyo necesario.
Shockley había cumplido treinta y nueve años y tenía muchos amigos, en parte porque era un hombre simpático y bondadoso, pero también porque se los había ganado.
Los Shockley habían prosperado, no de un modo espectacular pero sí constante. El batán enfurtidor funcionaba viento en popa, en especial gracias al grueso paño sin teñir que se vendía tan bien, pero Michael había fundado también una pequeña hilandería donde fabricaba un estambre más ligero que podía ser enfurtido a mano en lugar de a máquina. Había sido una hábil iniciativa, pues aparte de procurarle unos modestos beneficios adicionales, esta actividad le había granjeado las simpatías de los pequeños artesanos que constituían la espina dorsal de la ciudad. Los pujantes negocios de los Shockley empleaban a un elevado número de bataneros, tintoreros y tejedores, y Michael nunca dejaba de hacer unas aportaciones a sus gremios profesionales y fraternidades sociales. Asimismo, había inscrito a su hijo Reginald en el gremio de los sastres. Pese a ser un rico comerciante, Michael nunca dejaba de recordar a su hijo: «Si quieres que el negocio de los Shockley prospere, tienes que demostrar a los trabajadores que eres uno de ellos».
Michael había sufrido varios reveses comerciales. Los mercaderes que comerciaban con los Países Bajos, conocidos como los mercaderes aventureros, que eran financiados por los grandes comerciantes del monopolio de la lana, habían sufrido un grave perjuicio debido a las guerras con Borgoña. Y el gigantesco comercio oriental que se extendía a través del Mar del Norte hasta el Báltico, un comercio que alcanzaba la región oriental de Europa e incluso Rusia, había sido destruido por las disputas con los mercaderes germanos de las poblaciones de La Hansa. Shockley había importado brea y pieles de Rusia y había exportado paño a Holanda, y estos dos sectores de su negocio habían sufrido un serio quebranto. Pero esos reveses habían sido más que compensados por los éxitos. Dos meses antes, Michael había importado un cargamento de veinticinco toneladas de glasto para fabricar tinte azul a través del puerto de Southampton, y con ello había cosechado unos buenos beneficios.
Cuando Michael llegó al extremo de Endless Street, unos marineros que estaban de pie en la esquina de la calle le sonrieron, y cuando uno de ellos gritó: «¡No tardarás en ser uno de los cuarenta y ocho, Shockley!». Michael correspondió al saludo con una sonrisa de satisfacción.
Al cabo de unos minutos llegó a su destino: la pequeña iglesia situada en el lado occidental de la plaza del mercado. El hombre con el que iba a reunirse le estaba aguardando.
Cuando ambos se encontraron frente a la puerta de la iglesia, el gran hombre saludó a Michael con una amistosa inclinación de cabeza y dijo:
—De modo que deseáis formar parte de los cuarenta y ocho.
—Por supuesto.
—¿Estáis dispuesto a contribuir?
—¿Cuánto?
El gran hombre lo observó con aire pensativo, como calculando su riqueza.
—Un nuevo arco para esta iglesia —respondió con una sonrisa.
Había grandes comerciantes en Sarum, pero ninguno de ellos era más conocido que John Halle y William Swayne. Algunos sostenían que John era el más próspero. Decían que poseía la mitad de la lana procedente de la llanura de Salisbury; había representado al municipio en el Parlamento y había exigido al rey que concediera a Sarum una nueva carta municipal. Era rico, arrogante y fanfarrón. Pero no obstante su poder, Halle no era más rico ni más influyente que su rival William Swayne, quien había detentado el cargo de alcalde y cuya voz poseía gran autoridad en el condado.
Fue William Swayne quien entró con Michael Shockley en la pequeña iglesia de Saint Thomas the Martyr.
Ningún proyecto era más preciado por el gran hombre que la reconstrucción de la iglesia. Hacía unos años, cuando unas secciones del presbiterio junto al altar se habían desplomado, habían sido los comerciantes Swayne, Halle y Webb, junto con varios miembros de la aristocracia como Hungerford, Ludlow y Godmanstone, quienes habían decidido no sólo reconstruir la iglesia sino ampliarla. Aunque muchos habían contribuido a esa iniciativa, el principal promotor había sido Swayne, que se había propuesto que el resultado sirviera para incrementar su gloria. Incluso había decidido construir, sufragando el coste de su bolsillo, una nueva nave para el poderoso gremio de los sastres, del que se había convertido en benefactor. En la nave habría dos capillas, donde los sacerdotes celebrarían misa para las almas de los vivos y los difuntos: una para los sastres, y otra para el propio Swayne y su familia. La nave no era de pequeñas proporciones: una vez renovada, la iglesia presentaría un espléndido aspecto.
—De modo que si queréis formar parte de los cuarenta y ocho —le dijo a Shockley sin rodeos—, espero que contribuyáis a las obras.
Shockley aceptó encantado.
—Soy un buen amigo del gremio de los sastres —recordó a Swayne—. Estoy más que dispuesto a contribuir a la construcción de su iglesia.
Al cabo de unos minutos, ambos hombres se despidieron. Convencido de contar con el apoyo de Swayne, Michael se dirigió feliz y contento hacia la esquina del mercado.
Al pasar frente al puesto de los pollos la satisfacción que reflejaba su rostro dio paso a una expresión de furia.
Había muy pocas cosas capaces de alterar el pacífico carácter del comerciante, pero ésta era una de ellas. Sus ojos azules lanzaban chispas. Pues acababa de ver a Eustace Godfrey.
Había sido una estupidez sin importancia, un comentario fortuito e inoportuno proferido en un momento de irritación que había puesto fin, diez años antes, a varios siglos de armonía entre las dos familias. Godfrey lo lamentaba, pero puesto que no podía hacer nada para remediarlo, él también había dejado que el sentimiento de rencor se enconara y endureciera hasta convertirse en una coraza.
En aquel entonces él era más rico y arrogante, y cuando su bonita hija Isabella, una mañana en que jugaba dentro del recinto de la catedral con el joven Reginald Shockley, echó a correr hacia él junto con el niño y declaró: «Cuando sea mayor, papá, me casaré con Reginald», él había respondido fríamente y casi sin pensar: «Una Godfrey no se casa con un simple comerciante», tras lo cual había despachado al chico con cajas destempladas. Eustace se había arrepentido de esas palabras no bien las hubo pronunciado, pero ya estaban dichas. Y cuando el pequeño hijo de Michael Shockley, lloroso y sintiéndose humillado, explicó a su padre lo ocurrido el comerciante juró:
—No te casarás con la hija de ese maldito señor de nada.
Y a partir de entonces los dos hombres no habían vuelto a dirigirse la palabra.
En aquel momento, al toparse junto al puesto de los pollos, ambos se miraron cara a cara. Pero cuando Godfrey hubo pasado de largo, el comerciante masculló:
—Jamás formarás parte de los cuarenta y ocho. Te lo aseguro.
Poco más tarde, Benedict Mason sonrió complacido al encontrarse con Godfrey en la esquina de Cross Keys. Precisamente andaba buscándolo.
La modesta casa de la familia Mason estaba situada en Culver Street, donde ocupaba la mitad de una vivienda en la manzana perteneciente a Swayne. La calle había albergado también a las prostitutas de la ciudad hasta hacía unos años, cuando Mason y otros ciudadanos del distrito de Saint Martin’s habían convencido al concejo para que las expulsara de allí. Ahora era una vía tan apacible como cualquier otra. Aunque sólo ocupaba parte de la casa, Benedict tenía arrendados la mayoría de los talleres situados detrás de la misma, y allí, con la ayuda de dos jornaleros, se dedicaba a fabricar campanas. Las campanas de Salisbury eran instaladas en todo el sur de Inglaterra. Pero el trabajo era esporádico y su negocio pequeño; el oficio cotidiano de Mason era el de calderero, pues fabricaba cacharros de cobre en sus talleres, y ese oficio le permitía vivir cómodamente y mantener a su familia de seis hijos.
Mason era un hombre bajo y fornido, con una cara redonda provista de una nariz larga y afilada, cuya punta aparecía colorada y reluciente tanto si hacía frío como calor. Cuando él y su esposa, una mujer también baja y rechoncha, caminaban por Culver Street seguidos por sus hijos, se asemejaban a una nidada de patos.
Benedict Mason era miembro del gremio de orfebres, que comprendía también a los herreros y a los caldereros, y pertenecía a una pequeña asociación que pagaba unas aportaciones con el fin de que los sacerdotes celebraran misa para sus miembros en la iglesia de Saint Edmund al menos una vez al año y que la gran campana tañera —por el elevado costo de doce peniques— cuando uno de sus miembros partía de este mundo.
Pero su mayor motivo de orgullo era la fabricación de campanas. Cerca de su horno se hallaba el hoyo dotado de un poste central donde Benedict preparaba el molde de arcilla de una nueva campana; cada día, cuando Benedict se iba a trabajar, contemplaba con afecto las tablas meticulosamente talladas que giraban alrededor del poste central para dar forma y alisar la arcilla. Una vez terminada una campana, ésta ostentaba su nombre grabado en el metal: FABRICADA POR BEN. MASON.
Y de todas las campanas que había fabricado, la que deseaba confeccionar ahora era la más grande.
Pues al cabo de dos siglos de vanos intentos, todo indicaba que Salisbury tendría su propio santo. Los emisarios del capítulo habían permanecido en Roma muchos meses; se habían destinado cientos de libras y nadie sabía nada definitivo, pero Mason había oído rumores de que el asunto se iba a resolver favorablemente y que el viejo obispo Osmund obtendría por fin el reconocimiento que merecía.
—Y entonces necesitarán una campana —declaró. Podía verla con toda claridad: una campana magnífica, de un metro y medio de anchura, que emitiría un sonido profundo y melodioso. La instalarían en el campanario del recinto de la catedral, sobre el reloj, y su espléndido tañido llamaría a los sacerdotes para que celebraran misa.
El problema era cómo convencer a los canónigos de la catedral. Y cómo conseguir que le encargaran la fabricación de la campana.
Puede que Benedict Mason fuera modesto, pero también era persistente. Desde hacía varias semanas había tratado de interesar a los sacerdotes en su idea. Incluso había hablado con William Swayne. Pero a Swayne sólo le interesaba la iglesia de Saint Thomas y ninguno de los sacerdotes había prestado mucha atención al humilde fabricante de campanas. Mason necesitaba que un personaje más importante respaldara su causa.
Entonces pensó en Godfrey. A fin de cuentas, Godfrey era un caballero; incluso decían que era amigo del obispo. Mason había preparado el caso minuciosamente y se dirigía a casa de Godfrey en el preciso instante en que vio a éste alejarse del puesto de los pollos.
Su forma de abordarlo fue magistral, lo que significa que se inclinó tan profundamente como si Godfrey fuera el mismo obispo y le preguntó con humildad si podía decirle dos palabras.
—Se trata de los ciudadanos, señor —empezó a decir Mason—. Incluyendo a Swayne. Se niegan a mover un dedo por san Osmund.
A continuación expuso su historia. El gran obispo podía ser canonizado en cualquier momento, explicó a Godfrey, y era lógico que los ciudadanos hicieran alguna aportación para honrar su memoria.
—Pero no hacen nada, señor. Sólo piensan en Saint Thomas —se quejó Mason.
Godfrey le escuchó con atención. Lo que decía el fabricante de campanas era cierto. Aunque él mismo se interesaba por los asuntos de la catedral —desde la biblioteca en los claustros hasta los nuevos arcos que iban a construir para reforzar los pilares situados debajo de la torre que se habían combado— le escandalizaba que tan pocos ciudadanos compartieran su entusiasmo. En el recinto se respiraba también cierto aire de apatía —el chapitel precisaba ser reparado, alguien incluso había abierto un taller en la planta baja del campanario—, cosa que él deploraba.
—¿Y qué sugerís?
—Una campana, señor. La campana de san Osmund, un regalo de la ciudad, para llamar a los sacerdotes a orar.
Godfrey reflexionó sobre la idea.
—¿Y porqué me lo decís a mí?
Benedict Mason tenía preparado su golpe maestro.
—La ciudad necesita un líder —repuso con tono de absoluta sinceridad—. Un caballero que mantenga buena relación con el obispo, alguien a quien las gentes escuchen con respeto. —Mason observó la reacción de Eustace—. En cuanto al coste —añadió como de pasada—, tratándose de san Osmund yo estaría dispuesto a fabricar la mejor campana por… —Mason extendió las manos.
Godfrey se planteó la situación. De hecho, mientras pensaba en las implicaciones del proyecto sintió que su pulso se aceleraba debido a la emoción. Aunque los asuntos de la ciudad y sus iglesias parroquiales le interesaban muy poco, le enojaba que cuando Swayne y sus adláteres fueron a pedir a las familias terratenientes como los Godmanstone que contribuyeran a la reconstrucción de Saint Thomas, no se habían molestado en acudir a él. Godfrey no pensaba hacer ninguna donación, pero le irritaba que le dejaran al margen. Esa nueva idea era mejor, pensó. Él mismo se ocuparía de recaudar las aportaciones. Si Swayne podía tener su capilla, Eustace Godfrey tendría, por un coste muy inferior, su campana. Le complacía presentarse ante al obispo en calidad de benefactor de la catedral. Cuantas más vueltas le daba al proyecto, más le atraía.
—Tenéis razón —dijo al fabricante de campanas—. Venid mañana a mi casa y veremos lo que podemos hacer.
A la fin y a la postre, al día siguiente la situación económica de la familia habría mejorado sustancialmente.
Existían varios motivos por los que John Wilson era conocido como «la araña».
Uno era que, en una época en que los demás hombres llevaban ropas de brillante colorido, Wilson vestía invariablemente de negro; otro era su extraña forma de caminar, un tanto convulsa, pues se detenía bruscamente para esperar en silencio en la esquina del mercado y luego avanzaba súbitamente hacia un determinado objetivo, de modo que resultaba difícil seguir sus movimientos. Otro motivo era que durante medio siglo, nadie en Sarum había sabido con certeza la exacta cuantía de la fortuna de Wilson, ni el alcance de las operaciones comerciales de la familia. Lo único que sabían era que desde los tiempos de Walter y su hijo Edward, sus negocios habían crecido. El padre de John había obtenido suculentas ganancias al vender durante breve tiempo grandes cantidades de seda bordada de ínfima calidad a otras ciudades, antes de que esas ciudades protestaran. Y más recientemente, un barco mercante de John Wilson había capturado un buque francés —un acto de piratería que solía fomentarse durante las guerras con Francia—, lo cual le había reportado otra fortuna.
Quizá Wilson fuera tan rico como los poderosos Halle y Swayne, o quizá no. Pero comoquiera que sus operaciones eran invisibles, y dado que la gente nunca sabía si se iba a ver envuelta en ellas, todos decían que se parecía a una araña y que sus negocios se asemejaban a una tela de araña.
«La araña» era un comerciante puro, que no tenía nada que ver con los gremios de los artesanos, y no era popular. Su hijo Robert, el cual ejercía de agente suyo en el puerto de Southampton, rara vez era visto en Sarum, pero todos decían que era idéntico a su padre.
A las seis de la tarde, John Wilson abandonó su magnífica casa situada en la manzana de New Street; nadie lo vio salir. Tenía que efectuar dos importantes visitas, y como de costumbre, sabía perfectamente lo que hacía. La primera visita era a casa del eximio John Halle.
A las siete, cuando Lizzie Curtis echó a caminar por el borde de la manzana de Vanner, frente a la iglesia de Saint Edmund, tuvo la sensación de que alguien la espiaba. Lizzie se asomó en dos ocasiones a la boca de unos callejones, pero no vio nada raro.
Sin embargo, estaba segura de haber oído algo: unas pisadas furtivas y un susurro de ropa. Pero era de día y había gente en las casas; quienquiera que la estuviera siguiendo, a ella le traía sin cuidado. Lizzie sacudió la cabeza para demostrar su indiferencia, convencida de haber oído esta vez una risotada.
Lizzie Curtis reunía dos circunstancias importantes, y ella lo sabía: era guapa y rica. Su padre era uno de los carniceros más importantes de la ciudad, y no tenía más hijos. De modo que, aunque Lizzie era inteligente, y simpática, sabía que no tenía necesidad de ser ni lo uno ni lo otro. Tenía diecisiete años.
Vestía un sobretodo de color azul vivo sobre una túnica amarilla tan fina que casi parecía una enagua. Calzaba unos zapatos de cabritilla amarillos y sobre éstos unos bonitos zuecos de madera, rojos, de forma que al pisar los adoquines emitía un gracioso sonido. Hacía calor y la calle estaba polvorienta, así que Lizzie se recogió una esquina de la falda, enseñando las enaguas y unos seductores tobillos. La cofia blanca que lucía no ocultaba su cabello suave y castaño, que asomaba formando rizos en torno a sus orejas.
¿La estaban siguiendo? La joven exhibía cierto aire de desafío mientras caminaba por la calle, fingiendo que no le importaba.
A Lizzie Curtis le importaba lo que la gente pensaba de ella. Cada vez que decía algo o hacía un gesto, pensaba después en ello, recordando con detalle las reacciones de los demás. Cuando estaba sola, practicaba distintas expresiones ante el espejo de plata que su padre le había regalado. Y cada vez que veía a una dama distinguida en la ciudad, estudiaba todos sus movimientos, tratando de memorizarlos. Lizzie coleccionaba toda la ropa que podía, pero las prendas de alegres colores que veía en el mercado no satisfacían su imaginación. Tenía un pequeño grupo de amigas, unas muchachas de su edad o algo más jóvenes, cuya devoción se debía a la admiración que le profesaban. Dado que Lizzie era muy chistosa y por lo general valiente, las otras chicas la seguían sin protestar.
Lizzie pensaba con frecuencia en una cosa: ¿cómo lograr que también los hombres la admiraran? No estaba segura, y como carecía de experiencia, optaba por guardar las distancias, coqueteando lo justo para atraer a los hombres para luego sacudir la cabeza y tratarlos con desdén. Hasta la fecha había utilizado esa táctica sólo con los jóvenes con quienes se encontraba en la ciudad, y la estrategia le había dado un resultado satisfactorio. Sólo en una ocasión había cometido la imprudencia de dejar que un joven aprendiz la besara, pero luego, temiendo que éste se fuera de la lengua, Lizzie había fingido enfurecerse y se había alejado a toda prisa dejándolo plantado.
Lizzie Curtis sabía lo que quería. Deseaba ser una dama distinguida, una de esas maravillosas mujeres que de vez en cuando veía en la ciudad vestidas con maravillosas capas ribeteadas de armiño y luciendo altos y fantásticos tocados hechos de seda o brocado adornados con gemas, que se alzaban sobre sus cabezas de acuerdo con la espectacular aunque incómoda moda de la época. ¿Conseguiría su acaudalado padre encontrarle un marido capaz de proporcionarle esas cosas? Tenía que ser un caballero, naturalmente, pues las esposas de los comerciantes, por muy ricos que éstos fueran, no podían lucir los ropajes de la nobleza, por lo que Lizzie suponía que jamás lograría realizar su ambición.
Era justamente en eso en lo que pensaba mientras caminaba alegremente.
La atacaron en la esquina de la manzana Parson. Ocurrió tan rápidamente que Lizzie ni siquiera tuvo tiempo de gritar antes de que la sujetaran; sus agresores eran seis. Después de obligarla a cruzar la calle la arrastraron hasta un portal; Lizzie sintió que uno de ellos le sostenía las manos, y luego notó el tacto de la cuerda. Al cabo de unos momentos la habían maniatado.
Entonces Lizzie comprendió lo que sucedía y sonrió emitiendo un suspiro de alivio. Se volvió para mirar sus rostros.
—¿Cuánto? —preguntó.
Había muchos medios de recaudar dinero para la iglesia parroquial o una obra benéfica. Los más habituales eran las tumultuosas fiestas organizadas por la iglesia en las que expendían cerveza, pero lo más divertido era la práctica de atar a una mujer «la soguilla», consistente en que un grupo de jóvenes provistos de una cuerda raptaban a mujeres y chicas por la calle para exigirles un rescate y amenazaban con atarlas si no accedían a pagar una multa. Pero era una práctica reservada para Hocktide, el segundo jueves después de Pascua, por lo que Lizzie, al darse cuenta, exclamó:
—¡Pero si no es Hocktide! No os pagaré nada.
Los había reconocido. Reginald Shockley era el mayor, un joven de aspecto afable de la edad de Lizzie; el más joven era Tom Mason, el hijo del fabricante de campanas, el cual la miraba con unos ojos enormes y llenos de admiración.
—Un penique —dijeron los muchachos.
—Nada —protestó Lizzie.
—Medio penique o te quedarás aquí —apostilló Shockley.
Ella meneó la cabeza y se echó a reír.
—Os aseguro que no conseguiréis nada.
Los chicos reflexionaron.
—Entonces un beso —gritó uno de ellos, y los otros aplaudieron su sugerencia.
—Jamás —replicó Lizzie moviendo la cabeza en sentido negativo.
—¿Por qué?
—Sólo besaré al hombre con quien me case —les aseguró Lizzie. Fue un error fatal.
—Yo me casaré contigo —le propuso cada uno de los chicos.
—Ninguno de vosotros es digno de ser mi esposo —repuso Lizzie.
—Entonces dinos con quién vas a casarte —sugirió uno de ellos—, y te soltaremos. —A lo que Lizzie accedió.
De modo que le desataron las manos y ella declaró:
—Quiero un caballero con un castillo…, que haga lo que yo ordene.
Y aunque lo dijo en broma, sus palabras contenían la suficiente verdad para que en el rostro de Reginald Shockley se dibujara una expresión de tristeza, cosa que Lizzie observó con interés.
Reginald le caía bien, aunque no eran amigos. Pero cuando los otros chicos se alejaron, Lizzie llamó a Reginald y, ante el asombro de éste, le besó antes de salir corriendo, dejándolo plantado en medio de la calle, con las mejillas arreboladas y feliz.
Aparte de la grata interrupción por parte de Benedict Mason, Godfrey había pasado dos horas sumamente irritantes. Al llegar a casa de Wilson le habían informado de que el comerciante acababa de salir. Godfrey había regresado tres veces, en vano, y el optimismo que había sentido hacía unas horas había comenzado a disiparse.
Las calles estaban casi desiertas. Muchos de los gremios habían organizado fiestas —algunas se celebraban durante varias noches— antes del gran día, por lo que la mayoría de la gente se encontraba en el interior de esos centros de reunión.
No menos irritante había sido ver a Michael Shockley: sobre todo porque el comerciante al que había ofendido diez años atrás era sin duda más rico que él.
El reloj del campanario daba las ocho cuando Godfrey regresó por cuarta vez a casa de Wilson, donde le dijeron que éste ya se hallaba de vuelta.
Al entrar, Eustace Godfrey deseó recobrar el optimismo y la confianza que había experimentado al comienzo de la tarde.
John Wilson ocupaba una vivienda situada en una esquina, que en realidad se componía de dos casas. Se entraba a través de un hermoso arco de piedra sobre el cual había una espaciosa alcoba. El arco daba acceso a un patio rodeado por una tapia, más allá del cual se veía un bonito jardín. Los edificios formaban una L en torno al patio y estaban construidos en madera y piedra. El aspecto del lugar confirmaba la impresión de que, fuera cual fuese la cuantía de la fortuna de Wilson, éste era ciertamente un hombre acaudalado.
Al cabo de unos momentos, un sirviente condujo a Godfrey al salón principal.
John Wilson estaba sentado ante una amplia mesa de roble. No se levantó cuando entró Eustace, sino que le indicó que se acomodara en una silla frente a él.
Godfrey comprobó sorprendido que el comerciante no se hallaba solo, pues en un rincón de la sala, de pie, aparecía la silenciosa figura de su hijo Robert.
Aunque el salón de la casa de Wilson no tenía grandes proporciones, era confortable. Su elevado techo consistía en un entramado de vigas en voladizo, en cuyos extremos habían grabado unas figuritas; las ventanas eran de vidrio renano, procedente de Alemania, delicadamente decoradas con rosas y lirios al estilo granulado que constituía una especialidad de los vidrieros continentales. Frente a Wilson había un plato de lenguas saladas que el comerciante comía con un tenedor de plata, y un cuenco que contenía pasas. En un gesto de cortesía, Wilson acercó el cuenco de pasas a Eustace, pero ni él ni su hijo dijeron una palabra.
—Se trata de un asunto personal —comentó Eustace, mirando a Robert.
Wilson no alzó la vista del plato, pero asintió con la cabeza.
—El asunto concierne a vuestro hijo —continuó Godfrey. Pero si esperaba que el comerciante captara la insinuación e indicara a su hijo que se retirara, se equivocó.
—Te concierne a ti —dijo Wilson mirando a su vástago—. Será mejor que te quedes.
Eustace se sentía cada segundo menos seguro de su misión. Durante los momentos de silencio que se produjeron a continuación, Wilson se comió una lengua salada.
—Tengo una hija, Isabella —soltó Godfrey por fin.
No se explayó en la belleza de la joven, aunque, dado que ni el padre ni el hijo pronunciaron una palabra, era difícil adivinar si estaban informados de la misma o no. Pero Godfrey explicó, con firmeza y detalladamente, el linaje de la muchacha. También explicó la posición de la familia Godfrey en la actualidad, tal como él la veía, y aquí Wilson le interrumpió varias veces.
—¿Os dedicabais al comercio con Gascuña?
—Sí. Confío en reanudarlo.
Wilson meneó la cabeza.
—No merece la pena.
—La expedición de Talbot a Burdeos fracasó, pero muchos gascones están satisfechos de ser gobernados por los ingleses. —Eso era cierto—. Quizá veamos de nuevo a un rey inglés coronado rey de Francia.
En ese momento Wilson se detuvo con la lengua salada a medio camino de sus labios.
—Espero que no. Un rey que poseyera Francia también sería demasiado poderoso. —Ésta era una opinión que muchos parlamentarios se habían formado durante los primeros años del reinado del presente rey: los caballeros y comerciantes ingleses no deseaban tener un rey medio extranjero y poderoso a quien no pudieran controlar—. De todos modos, el comercio con Gascuña se ha terminado —comentó Wilson para zanjar la cuestión.
Pero cuando Godfrey le habló sobre su relación con los obispos, la casa real, y su intención de que su hijo se presentara como candidato al Parlamento, Wilson dejó finalmente de comer y se repantigó en su silla, observándolo con sus ojos duros y juntos llenos de curiosidad y asombro, lo cual Eustace confundió con admiración.
—Necesitáis dinero para mantener esas relaciones tan importantes —dijo Wilson al cabo de unos minutos.
Godfrey inclinó la cabeza en un gesto de asentimiento.
—Yo tengo dinero —dijo Wilson con aire afable—. Pero no tengo amistades influyentes.
Eustace no percibió el sarcasmo de esa frase. Las relaciones comerciales de John Wilson le habrían dejado pasmado de haber sido capaz de asimilarlas. Wilson poseía acciones en los dos buques de dos palos que zarpaban del puerto occidental de Bristol hacia los emporios comerciales de España y Portugal. Tenía un sinfín de conexiones en Londres. Pero sobre todo, poseía el gigantesco negocio de importación y exportación que Robert dirigía desde Southampton. Aunque el antiguo comercio de lana en Winchester había declinado, la sofisticada industria pañera de Salisbury había prosperado y enviado remesas de género a través del importante puerto meridional. Los convoyes de galeras italianas que visitaban Flandes y Londres nunca dejaban de amarrar allí para recoger inmensos cargamentos de los célebres rays de Salisbury en los que Wilson aún comerciaba. Y a esos y otros mercaderes italianos Robert adquiría sedas y terciopelos de raso, pimienta, canela, jengibre, incluso naranjas del cálido Mediterráneo, para mandarlos a su padre en Sarum. Ninguna de las empresas en las que Wilson tenía una participación dejaba de ser lucrativa. Eran esos mercados meridionales, especialmente las conexiones italianas a través de Southampton, los que habían permitido a Salisbury superar a la mayoría de grandes ciudades inglesas. Pero el pobre Godfrey no sabía una palabra acerca de los pormenores de esos importantes negocios.
Convencido de que había impresionado a Wilson, Eustace concluyó su relato.
—Con ayuda, mi hijo puede restituir a la familia todo su esplendor. Y os aseguro que lograré que contraiga un matrimonio ventajoso. Propongo que vuestro hijo Robert se case con Isabella, lo cual resultaría muy provechoso para ambas familias.
Godfrey había conseguido pronunciar las últimas palabras con un tono que sugería que estaba dispuesto a considerar a la modesta familia Wilson en pie de igualdad con la suya; se sentía francamente orgulloso de sus dotes diplomáticas.
Observó a padre e hijo con curiosidad.
El hombrecillo de expresión dura sentado en la silla parecía meditar sobre el asunto, pero no dijo nada. ¿Y Robert?, pensó Godfrey. ¿Qué opinaba el joven a quien acababa de ofrecer la oportunidad de contraer un matrimonio tan magnífico?
Al igual que su padre, Robert era delgado y de piel cetrina, pero su rostro era algo más ancho y de forma ovalada. Iba peinado al estilo de la época, con una melena corta y lisa, parecida al cerquillo de los monjes, que le dejaba al descubierto la nuca y las orejas. Su rostro aparecía impecablemente rasurado. El joven no se movió del rincón y mostraba un semblante impávido.
Robert Wilson hablaba poco. Aunque tenía veintiún años, parecía contar cuarenta; no había el menor atisbo de juventud en su persona. Ya de niño, siempre se había mantenido alejado de los demás niños con una actitud severa y, según sospechaban algunos, desdeñosa. Nadie le había visto nunca divertirse. De hecho, Eustace comprendió de golpe que sabía muy poco sobre el joven salvo que tenía fama de ser un excelente hombre de negocios y que, como heredero de John Wilson, debía de poseer una gran fortuna. Aunque Robert hablaba poco, sus ojos castaño oscuro lo captaban todo, y si su rostro nunca dejaba entrever lo que pensaba, su padre se sentía evidentemente impresionado por su talento, puesto que le había confiado la gestión del negocio de Southampton.
Durante unos instantes, en aquel desconcertante silencio, Godfrey se preguntó si había obrado con tino. Pero apartó ese pensamiento de su mente. El chico no podía ser tan malo. Los tiempos habían cambiado. Su hermosa Isabella tenía que casarse con un hombre rico y no había vuelta de hoja.
Dado que nadie hablaba, y que el hecho de no ver a Robert con claridad empezaba a irritarle, Godfrey exclamó de pronto:
—Bien, maese Robert, ¿qué opináis al respecto? —Se dio cuenta de que la cordialidad que había tratado de infundir a la pregunta sonaba forzada.
En respuesta, Robert avanzó hacia la luz para que Eustace pudiera ver su rostro. Pero en lugar de decir algo, dirigió a su padre una mirada interrogante.
Por fin John Wilson estaba dispuesto a dar su opinión. Depositó el tenedor en la mesa y apartó el plato, apoyando los brazos en el espacio que había ocupado éste. Al hablar lo hizo en voz tan baja que Godfrey tuvo que inclinarse hacia delante para oír lo que decía, pero sus suaves palabras eran tan cortantes como un cuchillo.
—Cuando la ciudad de Salisbury prestó dinero al rey sobre la garantía de los derechos arancelarios de Southampton, el obispo de Winchester trató de apropiarse de esos derechos y estafarnos. ¿Por qué habría de desear yo su amistad?
Godfrey sabía que en el pasado se habían producido unas acusaciones semejantes, pero la salida de tono de Wilson le parecía fuera de lugar.
—El obispo formaba parte del consejo del rey —recordó Godfrey al comerciante. Sin embargo Wilson fingió no haberle oído.
—Os habéis referido al Parlamento. —Wilson escupió una pepita de pasa—. El Parlamento no sirve para nada. Sólo existe para votar a favor de los impuestos que promulga el rey, el cual debería vivir de las rentas de sus propiedades. No me interesa el rey, su consejo ni el Parlamento.
Al oír esas palabras Godfrey se quedó mudo. Pero Wilson continuó con una voz que apenas era un murmullo:
—En cuanto al obispo de Sarum —observó con desprecio—, lo único que sé es que sus sirvientes provocan disturbios en la ciudad y matan gallinas. —Ciertamente, dos años antes, uno de los recaudadores del obispo, por lo visto en un ataque de enajenación mental, había irrumpido en los jardines de unos ciudadanos y había matado a algunas gallinas con su espada. Fue un incidente aislado, pero Wilson continuó con desprecio—: Los sirvientes del obispo son unas víboras y el obispo es un pelmazo. Ojalá lo echaran de aquí. No le queremos.
Era el discurso más largo que el comerciante se había molestado en hacer desde hacía años. Expresaba fielmente la actitud de John Halle y muchos otros comerciantes de la ciudad, pero a Eustace Godfrey le escandalizó oír esas frases pronunciadas tan crudamente ante sus narices.
Pero Wilson no había acabado. Pues Godfrey sólo intuía a medias que para los Wilson él era la representación de varios siglos de opresión y poder feudal; de modo que el vengativo comerciante, al comprobar que tenía a Eustace en su poder, dio rienda suelta a unos sentimientos que había guardado en su interior toda su vida.
—Yo soy un comerciante; mi abuelo nació villano. No me interesa vuestro obispo, vuestro magnate ni vuestro rey. Confío en que se maten unos a otros en sus guerras, como hicieron el año pasado en Saint Albans. Espero que peleen en más guerras y mueran en el campo de batalla. En cuanto a vuestra hija, no tiene dinero y no la queremos.
Tras terminar su perorata, Wilson agarró el plato con ambas manos, lo acercó a él y sin volver a alzar la vista siguió devorando el resto de las lenguas saladas. Robert no se movió ni dijo una palabra, pero miró a Godfrey con una expresión que podía interpretarse como de leve curiosidad.
Temblando de furia pero impotente, Eustace se levantó despacio y salió de la habitación. Confió en haber hecho un mutis digno, aunque no estaba seguro de ello.
Buena muestra de su extraordinaria persistencia fue el que tan sólo media hora más tarde estuviera dispuesto a intentarlo de nuevo.
Esta vez fue a visitar a Curtis el carnicero. Lizzie sería sin duda una magnífica esposa para Oliver.
—Es una heredera y muy hermosa —había explicado a Oliver—, y no está comprometida todavía.
Godfrey llegó a las nueve en punto a casa del carnicero y en esa ocasión, escaldado por la última visita, expuso su caso más escuetamente, aunque sin dejar de resaltar las virtudes y perspectivas de su hijo.
Para su alivio, fue recibido con amabilidad. De hecho a Curtis, un hombre corpulento, le atraía la idea de casar a su hija con un caballero que, aunque no tuviera fortuna, aún podía ufanarse de poseer sangre noble.
—Mi hijo tiene muy poco dinero —dijo Godfrey con franqueza.
—No importa, yo tengo mucho —respondió Curtis—. Lo malo —confesó con tristeza— es que habéis llegado con dos horas de retraso. Esta tarde he prometido la mano de mi hija al chico de Wilson.
Godfrey lo miró cariacontecido. Mientras él se paseaba por la ciudad esperándole, el comerciante vestido de negro había dado al traste con todas sus esperanzas.
—Yo estaría dispuesto a cambiar de parecer, aunque Wilson es muy rico —prosiguió Curtis—. Pero —agregó haciendo una mueca— no me atrevo a enfurecer a la araña.
De modo que Eustace Godfrey regresó a su casa junto al recinto de la catedral con las manos vacías.
Cuando Godfrey se hubo marchado, John Wilson y su hijo permanecieron unos minutos en la misma postura.
El comerciante terminó tranquilamente de comer, mientras su hijo le observaba en silencio.
Al cabo de un rato John Wilson dijo:
—Ese hombre es un imbécil.
Algo en el impasible rostro de Robert sugería que estaba de acuerdo con su padre.
John Wilson cogió una pasa y la masticó con aire pensativo.
—He pedido para ti la mano de esa chica, Lizzie Curtis. No es estúpida. —El comerciante alzó la vista—. Aunque quizá sea demasiado para ti.
—Yo sabré cómo tratarla —contestó Robert con voz queda.
John Wilson miró a su hijo con curiosidad.
—¿Tú crees?
—Desde luego. —Y por primera vez aquella tarde, sus labios dibujaron una breve sonrisa.
Wilson se encogió de hombros.
—Haz lo que quieras —dijo, y se levantó de la mesa.
La procesión que tuvo lugar durante la vigilia del solsticio de verano, la víspera de san Juan, fue un espectáculo magnífico. Las casas aparecían decoradas, algunas con docenas de linternas colgadas en las entradas, otras con ramos de abedul o guirnaldas de lirios y hierba de san Juan.
A la cabeza de la procesión, montados en unos espléndidos corceles, iban el alcalde y los miembros del concejo, magníficamente vestidos con unos ropajes escarlata de ray de Salisbury. Les acompañaban los símbolos de su fraternidad, una figura de san Jorge y el dragón. Hacía sólo dos siglos que san Jorge había alcanzado una gran popularidad, pero desde entonces lo habían adoptado numerosas sociedades e incluso se había convertido en el santo patrón de Inglaterra. La multitud aplaudió enardecida cuando los hombres que transportaban la figura del santo la agitaron hasta que la armadura que lo cubría resonó en toda la calle.
Les seguían los miembros de los gremios: los carniceros, los silleros, los orfebres, los carpinteros, los barberos cirujanos, los bataneros, los tejedores y los zapateros. En total había casi cuarenta gremios, cada uno con su signo y su librea particular. A la cabeza de los orfebres marchaban dos arqueros portando con orgullo sus largos arcos: uno de ellos era Benedict Mason.
Pero el espectáculo más impresionante lo constituía el rico y poderoso gremio de los sastres: pues con ellos llevaban las figuras más llamativas del carnaval: el Gigante y su compañero Hob-Nob.
El gigante era descomunal, de unos cuatro metros de alto y ataviado con las magníficas vestiduras de un destacado comerciante. Su tocado era el último grito: un enorme turbante cuyo extremo quedaba drapeado alrededor de su cuello y le colgaba por la espalda. Debajo del turbante, su orondo rostro contemplaba a la multitud con benevolencia. Esa atractiva figura —pese a ser pagana— representaba a san Cristóbal, el patrón del gremio de los sastres. Delante de él, balanceándose violentamente de un lado al otro de la calle, avanzaba el caballo de cartón, Hob-Nob. Transportada por un solo hombre, esta cómica figura de un pequeño corcel no sólo servía para abrir camino al gigante sino que atacaba con frecuencia a la multitud, fingiendo propinar un mordisco a todo aquel que tuviera a su alcance, para regocijo de los niños. El gigante era un preciado tesoro de la ciudad. Lo guardaban cuidadosamente en un almacén, protegido de las ratas mediante bolsitas de arsénico, y lo sacaban, en perfectas condiciones, para que todos pudieran contemplar su imponente esplendor con motivo del gran festejo del año.
Mientras Godfrey observaba la procesión que recorría la ciudad, se sentía apesadumbrado. Su esposa, al igual que sus hijos, estaba a gusto en la ciudad, pero él no. No pertenecía a ningún gremio; jamás le pedirían que formara parte de los setenta y dos, ni deseaba hacerlo. Tenía la impresión de no ocupar ningún lugar en la trepidante actividad de la ciudad. Echó a andar lentamente por la calle mientras la procesión desfilaba junto a él. Los juglares, los vendedores de tortas, los bulliciosos aprendices y los solemnes decanos de los gremios, todos iban vestidos —según exigía la ley— conforme a su rango: Godfrey avanzó en silencio junto al pintoresco espectáculo de aquella ciudad que no podía incluirle. Al llegar a la esquina de la manzana del Jabalí Azul vio a Michael Shockley y su familia. El comerciante lucía un deslumbrante jubón rojo y verde, y caminaba con el pecho inflado como un pavo real. Incluso calzaba un magnífico par de zapatos con las puntas tan largas que se curvaban hacia arriba e iban sujetas con unas cadenitas de oro a las ligas que llevaba alrededor de las rodillas. Al día siguiente, sin duda, le elegirían para que formara parte de los cuarenta y ocho; y el año siguiente cabalgaría junto con el concejo ataviado con una capa escarlata. Godfrey evitó toparse con él.
Había pasado ante la hostería George cuando el fabricante de campanas se acercó a él resollando. Tenía el rostro tan colorado como siempre solía estar su afilada nariz, y ésta había adquirido un tono violáceo.
—¿Hablaréis pronto con el obispo sobre la campana, señor? —preguntó sin dejar de boquear.
Godfrey se había olvidado de la campana; pero ni siquiera eso consiguió animarle.
—Sí, pronto, pronto —prometió, y continuó su camino.
Fue más bien para escapar que Godfrey traspuso desconsolado la puerta y penetró en el apacible recinto de la catedral. El sonido de los festejos del solsticio de verano le siguió hasta allí.
Poco antes de las nueve de la mañana siguiente, cuando los miembros del gremio de los sastres, portando sus cirios encendidos, entraron con aire solemne en la iglesia de Saint Thomas, William Swayne se encontró con Michael Shockley en el borde del cementerio. El semblante del comerciante expresaba furia.
—Nos han engañado —explotó—, ese maldito John Halle.
Shockley lo miró confundido.
—¿Os referís a los cuarenta y ocho?
—Me refiero a que John Halle tiene otro candidato del que nadie sabía una palabra y ha obtenido el suficiente apoyo de sus secuaces. No puedo conseguir que entréis a formar parte de los cuarenta y ocho.
Shockley guardó silencio unos momentos.
—¿De quién se trata? —preguntó al fin.
—John Wilson, al que llaman «la araña». —Swayne esbozó una mueca de disgusto—. Dios sabe lo que habrá pagado a Halle para ese favor.
Pues, como de costumbre, Wilson había actuado sigilosa pero eficazmente.
Después del oficio organizaron una gran fiesta en el gremio de los sastres. Sirvieron pato al horno, faisanes asados, erizos, pavos reales, lechones, todas las exquisiteces de la espléndida cocina medieval. Los juglares tocaron sus arpas, guitarras y trompetas. Los comensales bebieron cerveza e hidromiel.
Y en medio de esos festejos, John Wilson, vestido aún de negro, condujo a su hijo al lugar donde se encontraba sentado Curtis el carnicero, y Lizzie miró al mancebo que iba a ser su marido. Era el primer encuentro de ambos jóvenes desde hacía varios años.
Robert sonrió cortésmente, pero sus ojos eran fríos.
Su intuición dijo a Lizzie que no iba a ser feliz.
En el año 1457 de la era cristiana, se llevó a cabo la canonización de san Osmund de Salisbury. Esa consagración les costó al deán y al capítulo la asombrosa cifra de siete mil ciento treinta y una libras, una suma tan elevada como la renta anual de algunos obispados.
No existe constancia de que fabricaran una campana en honor del santo, aunque el gremio convirtió su día, el 15 de julio, en una ocasión para celebrar otra procesión anual a través de la ciudad.
En 1465 estalló una violenta disputa entre los ciudadanos de Salisbury y el obispo Beauchamp. El detonante fue una discusión entre los dos grandes comerciantes rivales John Halle y William Swayne sobre quién tenía el derecho de utilizar una parcela en el cementerio de Saint Thomas the Martyr. El obispo, en calidad de señor feudal, había concedido a Swayne el derecho de construir allí una vivienda para un sacerdote de capellanía, pero Halle declaró que la parcela pertenecía a la corporación municipal. Swayne inició las obras. Pero el origen de esta disputa pronto fue olvidado, pues la auténtica pelea tenía lugar entre los ciudadanos, encabezados por Halle, y su señor y obispo. Los ciudadanos estaban resueltos a poner fin al gobierno feudal del prelado y Halle fue llamado a comparecer ante el monarca y su consejo, en presencia de los cuales utilizó un lenguaje tan inmoderado que Enrique VI decidió encerrarlo en la cárcel, donde permaneció un tiempo. La disputa se prolongó nueve años antes de que el consejo del rey decidiera tomar partido por el obispo.
—La carta municipal es clara —explicó Godfrey a su familia—. La ciudad pertenece al obispo y no hay nada que los comerciantes puedan hacer al respecto.
El triunfo definitivo del obispo fue uno de los pocos consuelos del noble, cuya buena estrella seguía declinando lenta pero inexorablemente. Godfrey hizo al obispo una visita personal para expresarle su enhorabuena, y se alegró de ser recibido por éste. No dejó de ser extraño que mientras que incluso los ciudadanos que eran enemigos de Halle, como Shockley, le apoyaron en su disputa con el obispo, John y Robert Wilson, para quienes Halle había actuado como benefactor, permanecieron mudos. De la suntuosa mansión situada en la manzana de New Street no salió una palabra de condena ni de aprobación.
Pero ello se debía a que John Wilson tenía otros planes.