LA CALMA

1720

Los Shockley estaban arruinados. Por completo. Por culpa de él.

—Qué locura, señor. —Inmediatamente después del desayuno, durante los cinco años que transcurrieron hasta su muerte, repetía la misma frase—. Jugarme (no hay otra forma de definirlo) el futuro de la familia: jugármelo y perderlo todo. Soy un criminal.

Pues en 1720 el doctor Samuel Shockley, que a la sazón tenía ochenta y cinco años, científico, racionalista, optimista impenitente y uno de los habitantes más respetados de Sarum, había invertido toda su fortuna en la mayor orgía especulativa que había vivido Inglaterra: la Compañía de los Mares del Sur, cuyas acciones fueron artificialmente infladas. Y cuando esa burbuja estalló, llevándose la mitad de las inversiones del reino, el doctor Samuel Shockley se arruinó, al igual que su familia.

Vivió otros cinco años, realizando pequeños pero vanos intentos de recuperar lo perdido. Se reprochaba a sí mismo a diario. Según decían era su voluntad de superar sus remordimientos y su vergüenza lo que le mantenía vivo. En 1725, cuando comprendió que todo era inútil, murió.

La locura que se había apoderado de Shockley se había apoderado de la mitad de Inglaterra, y era comprensible. Pues en 1720 daba la impresión de que nada —ni la más arriesgada de las inversiones— podía fallar. Inglaterra era próspera y vivía en paz.

El país tenía una nueva dinastía. El protestante Guillermo y María habían sido sustituidos por la primera reina Ana; luego, al morir ésta sin dejar heredero, ofrecieron la corona no al pariente más próximo en la línea hereditaria, sino a su intachable primo, un alemán decididamente protestante: Jorge, elector de Hannover.

Cierto, no hablaba una palabra de inglés; cierto —lo cual era una lástima—, prefería Hannover a Inglaterra; cierto, no hizo el menor esfuerzo por comprender su nuevo país y se ausentaba con frecuencia para regresar a su amada Hannover; cierto, se había divorciado de su esposa y detestaba a su hijo el príncipe de Gales. Era un hombre bajo, rechoncho y con aire de estúpido, aunque era un hábil comandante. Pero no era católico; no amenazaría a la Iglesia anglicana, como habían hecho los Estuardo, con intrigas papistas. A los ingleses les resultaba indiferente, pero al menos no constituía un peligro para ellos.

El país gozaba de una paz militar, conquistada para la reina Ana en unas brillantes campañas contra el peligroso megalómano Luis XIV de Francia —que se había propuesto dominar Europa—, dirigidas por el gran John Churchill, primer duque de Marlborough. Las batallas de Blenheim, Oudenarde, Malplaquet… Esas heroicas victorias estaban en labios de todos los escolares; garantizaban que, durante dos décadas, Inglaterra seguiría estando en paz.

Por otra parte, la isla estaba unida. La fusión del reino de Escocia con Inglaterra y Gales se había llevado a cabo en el sentido de que los Estuardo eran soberanos de ambos reinos independientes; pero en virtud del Acta de Unión, en 1717, los reinos habían sido enlazados por el Parlamento; y los reyes de Hannover, aunque eran más desconocidos al norte de la frontera escocesa que al sur, eran sin duda alguna reyes de una isla unida.

Casi. Quedaban los últimos pretendientes masculinos al trono de la antigua casa real de los Estuardo: Jacobo Francisco Eduardo, hijo de Jacobo II y de su esposa italiana y casado con la nieta del rey polaco, y denominado, a veces en tono chistoso, el Viejo Pretendiente. La mayoría de los ingleses no le quería porque era católico. Los escoceses lo consideraban uno de los suyos, pero principalmente porque era un Estuardo. Los franceses, deseosos de debilitar a la Inglaterra protestante, le respaldaban, pero sin gran entusiasmo. En 1715 Jacobo trató de invadir el reino, y fue expulsado ignominiosamente. Algunos estaban de su parte. Los tories acérrimos encabezados por Bolingbroke que le apoyaron, no pudieron hacer carrera política con los reyes hannoverianos durante una generación. El Pretendiente y su hijo permanecieron en Francia; representaban una vaga amenaza, pero en general nadie se acordaba de ellos. La isla tenía cosas más importantes que hacer que preocuparse de los Estuardo católicos.

Había llegado el momento de olvidar la Guerra Civil y los conflictos religiosos: era el momento de hacerse rico. Y eso fue lo que, en 1720, miles de inversores trataron de hacer.

La historia de la «burbuja de los Mares del Sur» se inició con las guerras de Marlborough contra los franceses. Costaron muchos millones, y en lugar de recaudar el dinero a través de los impuestos el Parlamento tomó la sabia decisión de endeudarse. La deuda del gobierno, en torno a los cuarenta millones de libras, era gigantesca; los acreedores más importantes eran el Banco de Inglaterra —un bastión de los whigs— y la Compañía de las Indias Orientales; la propuesta era que a fin de aligerar la deuda del gobierno, una nueva compañía, la Compañía de los Mares del Sur, se haría cargo de ésta y pagaría los intereses a cambio de unas concesiones comerciales en los Mares del Sur. Si el negocio prosperaba, la compañía tendría unos suculentos beneficios. Basándose en esa hipótesis la compañía vendió sus acciones al público. Varios motivos respaldaban ese plan. Los tories que lo habían puesto en marcha recelaban del poder que tenían los whigs en el Banco y querían disponer de otro importante grupo financiero con que hacerle frente; el gobierno quería librarse de pagar los intereses que debía. En Francia el financiero John Law había puesto en práctica con éxito un plan parecido; nada hacía temer que no funcionaría en Inglaterra. Es más, antes incluso de llevarlo a efecto, el plan había adquirido tal popularidad que la compañía no tardó en hacerse cargo de la mayor parte de la deuda, unos treinta millones.

Era una apuesta emocionante. Era el espíritu de la época.

—Las posibilidades que ofrece son infinitas —aseguró el doctor Shockley al deán, a los canónigos y a su hijo.

Ciertamente lo eran, en la imaginación. Al igual que las numerosas compañías satélite que brotaron de la noche a la mañana en torno a la gran Compañía de los Mares del Sur. El canje de acciones entre ellas era un asunto tan complejo como absurdo, imposible de descifrar. En la compañía principal las acciones de 100 libras ascendieron durante los seis primeros meses de 1720 a 1100 libras. Pero seguía sin existir una empresa real, ni unos beneficios reales; nada salvo un gran comercio de montones de papel impulsado por…

—Viento, señor. Un gas caliente que infló la gigantesca burbuja… todos mis sueños. —Éste era el lamento de Shockley. Y no le faltaba razón.

Al producirse el derrumbe, Shockley por suerte había invertido muy poco dinero en las acciones originales que se habían vendido a cambio de la deuda del gobierno. Cuando recurrieron a Robert Walpole, el político más notable del siglo XVIII, para que arreglara el desaguisado, éste dispuso que las acciones fueran redimidas por el gobierno, pero a la mitad de su valor original. Entonces los que habían invertido en las acciones que habían subido espectacularmente con la «burbuja» —unas acciones inventadas a fin de satisfacer a los inversores que habían perdido la razón— se quedaron con las manos vacías.

—No hay nada que Walpole pueda hacer por esta familia. Nada. Poseo unas acciones en una compañía dedicada al comercio de cabello humano, otra a extraer oro en las minas del País de Gales y otra dedicada a la compra de turba en Irlanda —declaró el anciano meneando la cabeza con expresión incrédula—. En cuanto a esto —añadió mostrando un voluminoso prospecto—, no tengo ni remota idea de cuál es su propósito.

A raíz de la «burbuja», un avispado editor había sacado al mercado un mazo de naipes, en cada uno de los cuales aparecía ilustrado uno de los negocios fraudulentos que se habían ido a pique tras el derrumbe de la Compañía, acompañado por un verso satírico. El doctor Shockley se pasaba horas jugando con esos naipes.

En 1725 murió el doctor Shockley. Un año más tarde falleció su hijo Nathaniel, de un inesperado ataque al corazón. La modesta vivienda situada en el lado norte del recinto catedralicio pasó a su joven nieto Jonathan, en manos del cual estaba a la sazón la escasa fortuna de la familia. Al cabo de unos años Jonathan se casó con la hija de uno de los canónigos de la catedral, una simpática muchacha pelirroja y algo dentuda, con la que Jonathan era feliz. Ésta aportó el dinero suficiente para renovar el contrato de arriendo de la casa de los Shockley, y era una joven respetable. Gracias a las influencias de su suegro Jonathan se colocó como administrador de las propiedades de sir George Forest. Debido a su cargo Jonathan era tratado, por cortesía, como un caballero; pero con una leve condescendencia que le recordaba a diario que en realidad no era más que un empleado, poco más que un mayordomo. Jonathan era un hombre alto, rubio, de porte distinguido, que había cultivado un talante un tanto seco destinado a ocultar una ligera falta de confianza en sí mismo.

En 1735 nació Adam, su único hijo.

1745

El niño, que había cumplido diez años, apenas podía contener su alegría.

Cada día, a medida que llegaban más noticias, contemplaba el aspecto sosegado y austero del recinto de la catedral de Salisbury, esperando que aparecieran los soldados a caballo. Día tras día, observaba a su padre con impaciencia. Dentro de poco éste descolgaría la espada de la familia, y el chico cabalgaría junto a él. Ése era el deseo secreto del joven Adam Shockley, montar junto a su padre.

Pues el joven príncipe Carlos había emprendido la marcha desde el norte. Y los Shockley irían a reunirse con él a caballo.

Ningún objeto en casa de los Shockley era más venerado que la espada de Nathaniel Shockley, que Charles Moody había traído a su regreso de Naseby. La espada pendía en la pared sobre la escalera, emitiendo un suave fulgor que recordaba todos los días al chico el romántico pasado de Cavaliers de la familia.

Era un pasado que a Jonathan le complacía comentar.

—En aquellos días algunos Shockley estaban a favor del Parlamento —confesó a Adam—, pero la mayoría de nosotros estábamos a favor del rey.

Eso demostraba al chico que su familia había formado parte de los grupos de auténticos caballeros como los Penruddock y los Hyde que habían sido leales a la causa.

¿Acaso en ocasiones, después de cenar, no pasaba su padre la mano sobre la copa de vino en un severo gesto que constituía el signo jacobita de brindar por el auténtico monarca Estuardo que vivía al otro lado del mar? Puede que la familia hubiera perdido su fortuna, puede que hubiera un rey alemán en el trono y unos políticos whigs que toleraban a los librepensadores religiosos, pero Jonathan Shockley, un tory de pro, se complacía con esas muestras de lealtad a un pasado en el que, supuestamente, la familia era más noble y los tiempos más bonancibles.

Había llegado el momento. El hijo del Pretendiente, el intrépido Carlos Eduardo, se hallaba de camino hacia el sur. Desde la frontera hasta Derby, nadie, ni una sola de esas personas que permanecían indiferentes al monarca hannoveriano, había alzado la mano contra él.

Cada día, cuando Adam Shockley se montaba en su poni, le murmuraba al oído:

—Nosotros también iremos.

Al muchacho le chocaba que, en vista del excitante acontecimiento que se avecinaba, el recinto catedralicio de Sarum estuviera tan silencioso.

El recinto catedralicio de Sarum era un buen lugar para ser un caballero; eso incluso estaba de moda.

La escuela de niños del coro a la que asistía el joven Adam, regentada por el célebre director Richard Hele, no sólo proporcionaba a la catedral pequeños cantores, sino que daba una excelente formación a los hijos de aristócratas y comerciantes locales que después asistirían a las grandes escuelas de Winchester y Eton. ¿No había sido el mismo lord canciller, miembro de la familia Wiltshire de Wyndham, uno de sus celebérrimos alumnos? ¿Y no había asistido también a esa escuela el gran señor Addison, ensayista y editor del Spectator? En cuanto al ámbito del buen tono, estaba dirigido por el formidable, el infatigable señor James Harris, quien vivía en la magnífica mansión junto a la Puerta de Saint Anne, a cien metros de la de los Shockley. En la fachada sur de su casa Harris había instalado un elegante reloj de sol que ostentaba la siguiente leyenda: «La vida no es sino una sombra que pasa». El abuelo materno del señor Harris era nada menos que el conde de Shaftesbury. El señor Harris organizaba los conciertos por suscripción popular que se celebraban en la catedral y en las salas asamblearias; se organizaban bailes, después de las carreras, en la finca de lord Pembroke ubicada en los límites de Cranborne Chase; había sociedades literarias, clubs y un teatro. El gran compositor Händel había actuado en la casa contigua a la del señor Harris.

El día menos pensado uno podía toparse con miembros de la aristocracia rural como los Eyre, Penruddock, Wyndham e incluso uno de los Herbert de la gran mansión de Wilton. Los ciudadanos más importantes llevaban apellidos históricos, como el juez municipal superior Edward Poore, descendiente de la familia que había fundado la catedral hacía cinco siglos; o su esposa Rachel, cuyo pariente el obispo Bingham había administrado la diócesis poco después.

El recinto catedralicio de Sarum. Ni siquiera era preciso conocer a sus habitantes para comprender el lugar. Bastaba echar una mirada a los edificios para darse cuenta de que se habían construido en la época de la elegancia.

En todo el recinto se veían las típicas fachadas cuadradas georgianas: en la casa del señor Harris, ubicada en la esquina nororiental, en las espléndidas mansiones que daban al río por el costado occidental, como las de Myles Place y Walton Canonry, recientemente construidas, en la hilera de viviendas más reducidas situadas en el costado oriental junto al portal de la mansión del obispo. Algunas eran de piedra, otras de ladrillo, otras de estuco. Pero la más hermosa y noble era la que ocupaba la zona septentrional, frente al prado de la escuela de niños del coro: Mompesson House. Siempre se había dicho que los bocetos los había realizado el mismo Christopher Wren; durante los últimos años la familia Mompesson y luego sus parientes los Longueville habían reformado el interior dotándolo de una espléndida escalinata y unas elegantes molduras; austera, sólida, modesta de tamaño pero majestuosa de proporciones, con sus dos plantas, su hilera de siete grandes ventanas rectangulares, sus tres ventanas de gablete en el tejado y su piedra gris claro que encajaba divinamente con el ladrillo rojo de las casas de parecida factura construidas junto a ella, Mompesson House se erguía imponente tras la verja de hierro —consciente de su doméstica perfección— frente al prado del camposanto emplazado junto a la magnífica fachada occidental de la catedral. En cada extremo de la verja que rodeaba unos metros de césped frente a la casa se alzaba un pilar de piedra rematado por un soberbio farol cuadrado. La casa de los Mompesson era exactamente como debía ser la mansión rural de un caballero.

Ello no significa que el recinto catedralicio fuera perfecto. En el camposanto, el amplio césped mostraba un aspecto abandonado. Después de una lluvia torrencial daba la impresión de que un rebaño de vacas la había pisoteado; las zanjas que rodeaban el viejo campanario apestaban; era lamentable que el señor Brown, el sacristán, se dedicara a vender cerveza en el campanario, y cuando el señor Henry Fielding, el escritor, había ocupado recientemente la casita junto a la vivienda del señor Harris, el joven Adam Shockley recordaba con deleite los ecos de las estruendosas fiestas que se celebraban a todas horas en la casita y que tanto divertían a su padre y escandalizaban a su madre y otras damas del recinto.

Pero eso carecía de importancia. La elegancia del siglo XVIII se fundaba en un sólido sentido común.

Sin embargo en Salisbury había muchas cosas, desde el presunto adulterio de uno de los canónigos, a los intensos, penetrantes y variados aromas de las calles que recordaban a Adam que la vida tenía también su lado sórdido.

Sarum permanecía inmutable. La gran catedral con su elevado campanario expresaba con más elocuencia que las palabras la seguridad de la que gozaba la Iglesia anglicana. El Acta de Establecimiento que había traído a los Hannover a Inglaterra garantizaba su profunda influencia. El Test Act exigía a todo hombre que deseara ocupar un cargo público que jurara lealtad a la Iglesia anglicana, y si los disidentes protestantes eran eximidos todos los años de esta obligación gracias a una dispensa especial, el principio seguía siendo el mismo y a los conflictivos católicos se les prohibía desempeñar un cargo público.

Cierto, existían otras voces religiosas en Sarum: una comunidad de cuáqueros en Wilton, los wesleyanos, que habían oído al mismísimo John Wesley predicar en la llanura de Salisbury, los deístas, quienes creían que Dios recompensaba las buenas obras de una persona independientemente de su fe, y algún que otro judío. Daba igual. Fueran cuales fuesen las opiniones que una persona expresara en privado, fueran cuales fuesen las sectas cuya presencia era tolerada, la plácida Iglesia anglicana gobernaba inmutable.

Sarum era independiente. Podría ser que el gobierno de Inglaterra se hallara en manos de los grandes oligarcas whigs cercanos al rey —hombres como Walpole y posteriormente el duque de Newcastle y su hermano—, pero la mitad de la Cámara de los Comunes estaba formada por los sólidos diputados rurales que se denominaban tories, a quienes les tenía sin cuidado lo que el rey y sus ministros opinaran de ellos. Ésos eran los hombres que enviaba Sarum al Parlamento. El condado estaba representado, como antaño, por la aristocracia local: los Goddard o los Long en el norte, Wyndham o Penruddock en el sur. Wilton estaba representado por los Herbert. En Salisbury los burgueses enviaban a caballeros independientes elegidos por ellos mismos. De un tiempo a esa parte enviaban como representante a un miembro de la familia de un acaudalado comerciante de pavos llamado Bouverie, que había adquirido la inmensa propiedad situada al sur de la población junto al antiguo bosque de Clarendon. Pero lo hacían porque éste hacía generosas donaciones a la ciudad. Ni siquiera un Herbert podía entrometerse en los representantes que escogía la ciudad de Salisbury.

Luego estaba el Viejo Sarum: desierto como de costumbre, un montículo herboso y barrido por el viento, que se alzaba sobre la pequeña población de Stratford-sub-Castle emplazada en el valle del Avon. En el antiguo y minúsculo municipio seguía habiendo, oficialmente, ocho electores que tenían derecho a enviar a sus diputados al Parlamento y que para nombrarlos acostumbraban reunirse junto a un árbol situado a los pies de la vieja ciudad amurallada. Pero a la hora de la verdad, era el señor del lugar quien tomaba la decisión.

Y el Viejo Sarum pertenecía a los Pitt. Pues hacia principios de siglo tanto las ruinas como buena parte de la aldea ubicada a sus pies habían sido adquiridos por un tal Thomas Pitt cuyo descubrimiento de un gigantesco diamante le había valido el apodo de Diamond Pitt. El hecho de poseer el municipio constituía un negocio redondo. Muchos posibles futuros diputados estaban dispuestos a pagar una elevada suma por un escaño; hasta era posible ceder el municipio por una cantidad a otro terrateniente. A lo largo de todo el siglo XVIII —exceptuando el período en que el municipio fue cedido al príncipe de Gales—, la familia que dio a Inglaterra dos de sus más grandes primeros ministros fue dueña del Viejo Sarum.

Ése era el mundo que el joven Adam Shockley conocía. Y cabe añadir que, dada la gran placidez de la Inglaterra del siglo XVIII, era el que más abundaba.

El príncipe Carlos avanzaba con rapidez. Su ejército de escoceses había tomado Preston. Luego, el numeroso pero desorganizado contingente se dirigió hacia Derby. Jorge II se hallaba en el extranjero; Inglaterra andaba escasa de tropas, pero el hijo del rey, el duque de Cumberland, había logrado reunir una fuerza para hacer frente a Carlos. Los franceses, que habían prometido respaldar al heredero Estuardo, no cumplieron su promesa.

El príncipe Carlos había hecho un llamamiento. Pero como si nada.

Adam no se lo explicaba. Día tras día, mientras él apenas podía contener su emoción, su padre seguía cumpliendo sus deberes como administrador de la propiedad de los Forest con aire malhumorado. Los amigos con quienes a menudo se sentaba a tomar una copa después de cenar tampoco daban muestras de comenzar a armarse.

Una mañana de principios de diciembre Adam, no pudiendo resistirlo más, se encaró con su padre.

—¿Cuándo partiremos a caballo para reunimos con el príncipe y luchar a su lado? —preguntó.

Jonathan Shockley miró sorprendido a su hijo. ¿A qué se refería ese mentecato? Él sabía que uno de sus propios fallos era que, pese a gozar de una mente ágil y un tanto mordaz, no siempre se molestaba en explicar las cosas a su torpe hijo. Le gustaba leer a sus amigos las corrosivas diatribas del poeta tory Alexander Pope, o bien sentarse por las noches a solas para reír a mandíbula batiente mientras leía la áspera sátira del autor de Los viajes de Gulliver, Jonathan Swift, otro admirable tory. Pero en lo referente a cuestiones tan triviales como su hijo, no siempre estaba dispuesto a pasar un rato charlando con él.

—Quizá tú puedas —replicó con un respingo—. Yo no tengo tiempo. —Y con esto salió de la casa.

Era una traición. Mortificado y confundido, Adam subió a su habitación y se echó a llorar.

Lo cierto es que, al menos en Inglaterra, la causa jacobita llevaba muerta más de treinta años. Por supuesto, cuando las cosas se torcían los aristócratas provincianos echaban pestes de los malditos Hannover, y los hombres con cierta mentalidad, como Jonathan Shockley, se referían al rey que habitaba al otro lado del Canal de la Mancha. Pero a un hombre que acababa de cenar una causa no le servía de nada, y aún menos si estaba perdida. Por otra parte, los Estuardo seguían emponzoñados por el catolicismo. Ningún inglés en sus cabales deseaba volver a vivir aquellos conflictos.

A la mañana siguiente, al amanecer, Adam Shockley se dirigió sigilosamente al lugar donde estaba colgada la espada de Nathaniel y la descolgó con cuidado. Era la primera vez que la sostenía en las manos. Era muy pesada. Pero al contemplar la enorme hoja de acero sintió una profunda emoción y un gran respeto. Una vez más, la vieja espada cumpliría su cometido al servicio del auténtico soberano.

Cinco minutos más tarde Adam se dirigió al establo, montó en su poni y poco después el guardián del recinto, que acababa de abrir la verja, se quedó pasmado al ver pasar al niño trotando sobre su poni y sosteniendo una espada casi más grande que él.

Cuando Adam salió de la población la mayoría de los ciudadanos aún dormía. El chico tomó la carretera hacia Wilton. Al llegar allí enfiló la carretera que conducía hacia el norte por el valle de Wylie en dirección a Bath. En su talego portaba una guinea.

El guardián del recinto llegó a la casa poco después del amanecer, para preguntar a Jonathan si sabía que su hijo se había marchado. Cuando Jonathan escuchó el relato del hombre y comprobó que la espada había desaparecido de su lugar en la pared, se quedó estupefacto.

Pero entonces recordó la estúpida pregunta que el chico le había hecho el día anterior.

—¡Por Júpiter! —gritó a su aterrorizada esposa—. ¡Ese imbécil se ha ido a Derby!

Era lógico deducir que el chico había tomado la carretera principal del norte.

—Le daré una buena paliza —juró Jonathan.

Pero al alcanzarlo y observar la expresión decidida que mostraba su carita y la desmesurada espada que le colgaba del cinto, Jonathan Shockley sintió una inesperada ternura hacia su hijo.

—Vamos, Adam —dijo con tono afectuoso tomando las riendas del poni—, lucharás mejor en otra causa, otro día.

Y a partir de aquella fecha, aunque lloró de rabia cuando en primavera llegaron noticias de la última derrota del príncipe en Culloden, Adam Shockley vivió con renovadas esperanzas y alentó un solo propósito en su corazón.

Puede que la causa de los Estuardo estuviera perdida, pero él seguía siendo un soldado.

Después del Cuarenta y cinco, como dio en llamarse el alzamiento, Jonathan Shockley dejó de pasar la mano sobre la copa de vino. Pero a la hora de cenar, si veía a su hijo, advertía a sus convidados:

—Cuidado, caballeros. He aquí un peligroso jacobita.

1753

Adam se plantó delante de sus padres y sonrió.

—¿Estás seguro de que quieres ser soldado?

Adam asintió con la cabeza. Estaba convencido.

Su padre estaba sentado en una silla; su madre se hallaba de pie junto a él con una mano apoyada en el hombro de su esposo. Formaban una pareja atractiva; ambos tenían el pelo canoso y su padre era más corpulento que su mujer. Adam creyó observar un pequeño tic en la comisura de los labios de su madre y notó que pestañeaba más rápidamente de lo habitual. En el ancho semblante de Jonathan se pintaba una sonrisa.

Adam lamentaba decepcionarlos, pero no podía remediarlo.

Sabía perfectamente lo que su madre deseaba para él. Elizabeth Shockley siempre había confiado en que su hijo fuera clérigo. Cierto, muchos beneficios eclesiásticos estaban mal pagados y algunos curas párrocos casi se morían de hambre. Pero la familia de su madre tenía las suficientes influencias para hacer que Adam consiguiera un trato de favor. Muchos rectores o prebendados vivían como caballeros y, al menos en Sarum, el deán vivía como un lord.

Durante la juventud de Elizabeth todos los grandes hombres habían sido clérigos. En Sarum habían abundado los personajes distinguidos: Izaac Walton, el hijo del escritor, que había mejorado la biblioteca de la catedral; Dean Clarke, el insigne matemático; el obispo Sherlock, amigo de la reina y denunciador de los deístas. Ella siempre había soñado con ver a su único hijo convertido en un gran hombre como ésos.

Pero siempre había existido un problema, tal como el director de la escuela de Adam le había explicado:

—Puede sentirse orgullosa del chico, señora, pero jamás será un erudito. Desista de verlo convertido en clérigo.

Cuando Adam abandonó la escuela de los niños del coro, sus padres no lo habían enviado a Winchester ni a Eton, sino a un modesto colegio dirigido por uno de los amigos de Jonathan.

Adam no era estúpido, pero al igual que un cachorro que aún no sabe coordinar sus movimientos, su cerebro funcionaba también con torpeza y en ocasiones el chico notaba con turbación que una especie de nube caía sobre su mente. El año anterior, cuando a fin de ajustar el calendario inglés al del continente europeo habían retrasado la fecha once días, Adam no pudo por menos de pensar, junto con muchas personas analfabetas, que esos once días se habían perdido. Y cuando oyó a su padre reírse de un grupo de obreros que gritaban en la calle: «¡Devolvednos nuestros once días!», Adam los defendió con vehemencia.

—Figuraban en el calendario y los han quitado.

—Por supuesto —respondió su padre—, pero eso no hace que el sol salga y se ponga menos, ¿verdad?

—No, pero… —Sonrojándose, Adam notó que la nube descendía sobre él. Cerró la boca, turbado por la expresión de perplejidad que veía en el rostro de su padre. Le llevó dos días descifrar el asunto por sí solo, hasta comprenderlo del todo.

Adam era lento, no captaba las cosas con la rapidez de otros chicos más listos que él, pero al menos las conclusiones a las que llegaba lenta y laboriosamente eran suyas y bien suyas.

En cuanto a Jonathan, había confiado en que su hijo hiciera algo para recuperar la fortuna de la familia.

Pero Adam quería ser soldado. Algún día llegaría a ser un comandante tan famoso como su héroe Marlborough. Durante años, desde el alzamiento del 45, había soñado con luchar vestido con la elegante guerrera rojo vivo de solapas anchas, el uniforme de los oficiales que de vez en cuando pasaban a caballo por la ciudad.

Había muchos lugares donde luchar.

Y un gran enemigo: Francia.

Desde luego, durante las últimas décadas la política extranjera de Inglaterra no siempre había sido clara. Se habían producido ciertas escaramuzas, como la breve guerra con España, que tenía puestos sus ojos en Gibraltar. Y el rey había concertado ciertas alianzas para proteger a su amada Hannover, unas alianzas que no siempre favorecían los intereses de Inglaterra. Pero por más que cambiara el complejo entramado de alianzas, traiciones y diplomacia que enlazaba entre sí a los numerosos estados de Europa, una cosa era segura: los franceses se proponían aprovechar la menor ocasión para vengar sus derrotas a manos de Marlborough y atacar las posesiones inglesas.

Si Inglaterra intervenía en la guerra de la sucesión austríaca, en la que Federico el Grande de Prusia se encontraba combatiendo contra la mitad de Europa, era sólo para debilitar a los franceses. Si enviaban barcos a las Indias Occidentales, era para proteger su comercio contra los franceses; los soldados que se hallaban en América y en la India estaban allí para salvaguardar las posesiones y los derechos comerciales de Inglaterra, siempre en contra de los franceses. Ésta era la estrategia del gran hombre, detestado por el rey pero amado por los ciudadanos ingleses, William Pitt.

En 1753 todos sabían que los franceses se disponían a atacar de nuevo los intereses ingleses en el extranjero y que el rey, le gustara o no, tendría que pedir a Pitt que dirigiera la guerra.

Esa perspectiva hacía que a Adam Shockley le brillaran los ojos de emoción y el corazón le palpitara con violencia. Recientemente, el gran Thomas Arne había compuesto dos emotivos himnos, Rule Britannia y Dios salve al rey, que Adam canturreaba de continuo.

—Consigue que me destinen como oficial a un regimiento que parta hacia la India —rogó a su padre.

—Lo cual significa que te perderé —murmuró su madre con tristeza.

El año anterior Elizabeth había temido perder a su único hijo, al declararse en la ciudad una breve epidemia de la temible viruela. A instancias de Jonathan, toda la familia se había puesto la nueva vacuna del doctor Jenner, pese a la advertencia de sus amigos. «Es preferible contraer la enfermedad de forma natural», le había dicho Forest. Esta desviación del conservadurismo habitual de Jonathan había tenido éxito: ninguno de ellos había enfermado. Pero no existía una vacuna contra el clima insalubre de la India; pocos jóvenes que partían a ese país para ganarse el sustento, y menos aún los que iban a luchar, lograban regresar con vida.

Jonathan miró a su hijo con aire pensativo. Era obvio que el joven rubio y carirredondo estaba decidido a partir. Asimismo, Jonathan se percató de que su hijo no sabía lo difícil que iba a resultarle a él satisfacer su ruego. ¿Debía explicárselo? ¿Debía decepcionar al chico? ¿Qué otra cosa decidiría hacer Adam?

—Si estás empeñado en ir a la India —dijo Jonathan—, deja que te consiga un puesto en la John Company, donde podrás hacer fortuna. Forest tiene amigos allí y te ayudará.

La Compañía de las Indias Orientales, conocida afectuosamente como la John Company, se dedicaba en aquel entonces a administrar la colonia comercial británica en la India; pero ofrecía numerosas oportunidades a jóvenes avispados que pretendían hacer fortuna.

Sin embargo Adam sólo pensaba en su uniforme.

—Te lo ruego, padre —le imploró de nuevo—, cómprame un grado de oficial.

—¿Sabes lo que cuesta? —replicó Jonathan.

El chico lo miró cariacontecido. Al mismo tiempo, su esposa le apretó el hombro; Jonathan alzó la vista y sus miradas se cruzaron.

—Muy bien —dijo Jonathan con un suspiro de resignación—. Veré qué puedo hacer.

Al día siguiente su padre llevó a Adam a Avonsford Manor.

El chico había visitado de niño el lugar en varias ocasiones. Le encantaba la hermosa mansión, su agradable parque y, sobre todo, la pequeña iglesia situada en la aldea, en la que Adam solía entrar para admirar los bancos recios y cuadrados, cerrados por los lados y semejantes a palcos, donde se instalaban los fieles para rezar. Cuando era pequeño desde dentro no veía nada a menos que se subiera de puntillas en el banco. También le gustaban los grandes paneles de madera en forma de rombos que tenían pintados los escudos de armas de los difuntos miembros de la familia Forest y sus esposas, y que pendían de unos pequeños pilares. Pero lo que más le gustaba a Adam era inspeccionar el hogar situado frente al espléndido palco de sir George, y el enorme atizador de bronce con el que éste golpeaba el suelo cuando le parecía que la homilía era demasiado larga. Sir George solía ausentarse a menudo, pero cuando Adam se encontraba con el atezado y hosco terrateniente, éste le saludaba con un breve gesto de la cabeza que parecía indicar aprobación.

Su padre no le contó el propósito de la visita, pero Adam supuso que estaba relacionada con su carrera y se afanó en comportarse bien.

La entrevista que le concedió Forest fue breve.

Mientras Jonathan le explicaba el deseo de su hijo de combatir en la India, Adam sintió los fríos ojos del baronet posados sobre su persona. Pero nada en el rostro enjuto y alargado de Forest permitía adivinar lo que pensaba.

Después de hacerle unas cuantas preguntas, el aristócrata ordenó a Adam que se retirara, quedándose a solas con Jonathan. Cuando su padre apareció de nuevo, Adam notó que tenía una expresión de cansancio.

—Ya está arreglado —dijo Jonathan—. Forest me ha dado una carta de presentación para el comandante en jefe de un regimiento, de modo que espero colocarte en él.

—Qué hombre tan amable —contestó Adam eufórico. Estaba tan entusiasmado que no observó que su padre había fruncido los labios.

A principios de otoño de 1753, Jonathan Shockley y su hijo tomaron, frente a la posada del Caballo Negro, la diligencia la «máquina voladora», que en un solo día los conduciría velozmente a Londres por los caminos de portazgo. La aventura había comenzado.

Señor Adam Shockley, alférez del regimiento 39 de infantería. Por fin.

El uniforme era lo más hermoso que Adam había visto jamás: una guerrera larga escarlata, forrada de verde y adornada con encaje; chaleco y calzones escarlatas, polainas blancas, corbata blanca y cinturón de ante.

Adam nunca olvidaría aquel primer momento de alegría, ni el escalofrío de emoción que sintió al contemplarse en el espejo del sastre londinense al que su padre le había llevado muy ufano.

Se había convertido en un hombre. Una docena de botones dorados relucían sobre su pecho. Iba peinado a la moda, con el pelo trenzado y recogido con una cinta.

Su padre le observó y luego, sin que Adam se percatara de ello, se volvió de espaldas; acababa de recordar que probablemente jamás volvería a ver a su hijo.

Los días transcurrieron volando: desde el emocionado adiós a su madre, hasta el viaje por los nuevos y amplios caminos de portazgo, la impresionante llegada a las diminutas aldeas y los elegantes parques que constituían el centro de Londres, la búsqueda de una posada y las reuniones entre su padre y numerosos caballeros en atestados cafés. Por lo visto, incorporarse a un regimiento suponía largas conversaciones a media voz, unas negociaciones que Adam no comprendía, y la entrega de las cartas de presentación que les había proporcionado sir George Forest. También requería dinero.

Pues uno no se convertía en oficial sin pagar por ese privilegio, naturalmente.

Ser alférez en uno de los regimientos de infantería de su majestad costaba 400 libras. Era el grado de oficial más humilde. Adquirir el grado de teniente costaba 550 libras; el de capitán 1.500 libras. Por 3.500 libras un caballero con recursos podía adquirir el grado de teniente coronel; y un joven perteneciente a una distinguida familia de fortuna conocida por el rey podía ascender a general antes de cumplir los treinta.

—En esta vida hay que pagar por todo —le dijo Jonathan con cierta amargura.

Las 400 libras fueron entregadas al comandante en jefe de los Horse Guards.

Durante dos días Adam y su padre se pasearon por Londres. Adam contempló la noble y antigua Abadía de Westminster, el edificio donde se reunía el Parlamento, el palacio real de Saint James y el amasijo de calles urbanas que rodeaban la cúpula de la iglesia de Saint Paul diseñada por Wren.

Pero su pensamiento estaba lejos de la gran ciudad que yacía a orillas del Támesis. Dentro de pocas semanas el regimiento 39 abandonaría su campamento en Irlanda para partir hacia Madras, y él iba a reunirse con sus compañeros.

Sólo había una cosa que su padre no le había dicho.

1758

Adam Shockley estaba sentado en el pequeño cobertizo. Fuera, el sol ya no caía a plomo sobre la plaza del acuartelamiento.

Dentro de poco Adam tenía una cita que aguardaba con impaciencia. Iba a cenar con Fiennes Wilson, lo cual representaba una espléndida oportunidad.

Adam entornó los párpados y repasó los acontecimientos que habían ocurrido durante los últimos años.

Qué tiempos tan extraordinarios. Qué triunfo para el ejército inglés y la audaz política extranjera de Pitt.

En primer lugar la travesía de seis meses a Madras; luego la llegada al inmenso y caluroso subcontinente indio: sus exóticas gentes de piel tostada y sus pintorescas vestimentas, el polvo, el calor, los monzones, unas fluctuaciones climáticas que Adam jamás había experimentado; en Sarum estaba acostumbrado a contemplar, día tras día, o bien el lujuriante verde de la campiña o bien el ladrillo rojo y la piedra gris de la ciudad. Aquí, la vida ofrecía unos matices distintos, azafrán, ocre…

En cuanto a los olores que asaltaron su olfato nada más desembarcar, eran unos olores intensos y penetrantes difíciles de describir: orina, jazmín, estiércol… Adam era capaz de distinguirlos de los perfumes del campo, pero estaban tan mezclados con otros, con aromas agridulces de guisos que emanaban de las casas, con aromas a especias y perfumes, que no hubiera podido describirlos. Pero era consciente de un cosquilleo y una sensación de aventura que le hacía sentirse más vivo que nunca.

Su vida era muy placentera. El pequeño acuartelamiento de su regimiento consistía en una modesta colección de edificios, pero había tanto que ver, en especial cuando salías a dar un paseo por las noches, después de soportar el implacable y asfixiante calor de las tardes en la India. Había numerosas distracciones, como cazar jabalíes con venablos, o contemplar a las mujeres cuando ejecutaban sus pintorescas y exquisitas danzas. Y, muy pronto, entrarían en acción.

Durante varios años el gobierno francés y la Compañía de las Indias Orientales —independiente pero respaldada por el ejército británico— habían tratado de hacerse con el control del gigantesco comercio indio del té, el café, la seda y las especias. Hasta 1756, sus maniobras se habían limitado a establecer alianzas con distintos príncipes hindúes y a llevar a cabo alguna que otra escaramuza.

Pero la incipiente guerra iba a dar paso a un conflicto armado de grandes proporciones. Pitt exigía entrar en combate. Por la época en que Adam llegó a Madras, el regimiento sabía que dentro de poco tiempo entrarían en acción.

Sin embargo antes hubo una breve pausa.

Fue durante ese período que Adam conoció a Fiennes Wilson.

Sir George le había procurado una carta de presentación. Su padre se la había entregado poco antes de que el barco zarpara, junto con veinte libras en oro; pero Adam no se había percatado del valor de la carta hasta que uno de los tenientes que estaba versado en temas relacionados con la India le dijo:

—¿Fiennes Wilson? Es amigo de Warren Hastings y de otros jóvenes que trabajan aquí en la Compañía de las Indias Orientales.

Adam sabía que Wilson, perteneciente a la acaudalada familia de Christchurch, estaba relacionado de alguna forma con la Compañía de las Indias Orientales, pero no había oído hablar de Hastings ni de los otros apellidos que el teniente mencionó.

—Son los empleados de la John Company que van a construir la India —le explicó el teniente—. Y de paso ganar una fortuna —agregó.

Todos sabían que los comerciantes en la India podían amasar una increíble fortuna. Al partir de Inglaterra eran hombres de escasos recursos, pero si lograban sobrevivir al clima, regresaban al cabo de unos años habiendo acumulado un capital de decenas de miles de libras; los llamaban «nababs», y una vez de vuelta en Inglaterra adquirían propiedades e incluso títulos.

—Una carta de presentación a Fiennes Wilson y a Warren Hastings es una ayuda muy valiosa —continuó el teniente—. Aprovéchate de ella, compañero. Te envidio.

Fiennes Wilson era un hombre alto de veinticinco años. Tenía unas facciones tan perfectamente delineadas y proporcionadas que parecía un personaje del mundo clásico. Su cabello negro comenzaba a escasear, lo que otorgaba a su frente una mayor altura.

A Adam le pareció, en su primer encuentro con él, un dios y un héroe griego.

No era de extrañar. Fiennes Wilson poseía el encanto y los modales de un joven aristócrata: tenía una mirada bondadosa, una risa alegre y espontánea y muchísimo dinero.

Tras echar una ojeada al joven Adam lo saludó como si se tratara de un viejo amigo de la familia.

—Éste es el señor Adam Shockley —informó a sus otros convidados a la cena—, un amigo de sir George Forest. Tengo entendido que proviene usted de una antigua familia de Sarum, ¿no es así, señor Shockley?

Adam no tardó en averiguar que los acaudalados jóvenes que pertenecían al círculo de amistades de Wilson conocían a varias personas en Sarum a las que Adam había tratado superficialmente —como los Wyndham, los Penruddock y otras distinguidas familias—, y a partir de esa primera velada se sintió muy cómodo entre ellos.

Era muy agradable, pensó Adam, ser un caballero de Sarum.

Wilson estaba sólo de paso en Madras. Había arrendado la casa de un director de la Compañía de las Indias Orientales que había regresado por unos meses a Inglaterra, y vivía como un rajá. Los amigos a quienes invitaba a comer o a cenar eran jóvenes apuestos y elegantes. También acudían unas bellísimas mujeres nativas, según se rumoreaba. Adam aún no había visto a ninguna, pero no perdía la esperanza.

Adam se había gastado una parte de las veinte libras que le había dado su padre, pero eso no le preocupaba.

La vida era una aventura.

El momento álgido de su estancia en Madras se produjo cuando el joven Wilson le envió una nota invitándole a una cacería.

Adam jamás había contemplado algo tan fastuoso. Se trataba de una cacería en la que participaban nobles nativos y jóvenes aristócratas ingleses que montaban en elefantes y utilizaban guepardos para perseguir a las presas, una actividad muy diferente de las modestas partidas de caza al jabalí con venablos que Adam practicaba con otros alféreces. Duró tres días, y capturaron numerosos animales salvajes, entre ellos varios bisontes y tres tigres.

Cuando concluyó la cacería, aunque Adam no era derrochador, sus veinte libras se habían reducido a cinco. El joven se habría sentido seriamente preocupado de no haber sido por otro acontecimiento que le hizo pensar en otras cosas.

Pues había recibido noticias del Agujero Negro de Calcuta.

Era un asunto muy extraño. El exministro de un príncipe hindú al que apoyaban los franceses había pedido asilo político a los británicos en Calcuta. El príncipe, Suraj-ud-Dowlah, había atacado Calcuta y después de que las mujeres y los niños hubieran logrado escapar, los ciento cuarenta y seis ingleses que quedaban allí habían sido encerrados en una celda, bajo el asfixiante calor de agosto. Sólo habían sobrevivido veintitrés.

Ésa era la señal: era preciso vengar lo ocurrido en Calcuta.

A continuación se produjeron unas asombrosas negociaciones.

El comandante en jefe del regimiento 39, el coronel Adlercorn, se negó a dirigir el ataque debido a que el gobernador Pigot de Madras no le garantizaba una porción lo suficientemente grande del botín en caso de que la expedición resultara victoriosa. Asimismo, el coronel no se comprometió a regresar si le llamaban.

Debido a esa disputa entregaron el mando del regimiento a Robert Clive, un joven y sobresaliente funcionario de la Compañía de las Indias Orientales que por lo visto se aburría debido a sus escasas obligaciones. En 1756, Clive, con un contingente del regimiento 39, zarpó hacia Calcuta.

La campaña fue breve pero brillante. Culminó en junio cuando los 1.100 blancos, 2.100 nativos y diez piezas móviles de artillería de Clive se enfrentaron al gigantesco ejército de Suraj-ud-Dowlah: 18.000 soldados de caballería, 50.000 de infantería y 53 piezas de artillería pesada manejadas por artilleros franceses.

Fue una jornada gloriosa. Adam había asistido al consejo de oficiales; había visto a Clive dudar y retirarse para reflexionar bajo unos mangos. Luego, contra todo pronóstico, habían decidido atacar. Al principio Adam había dado por sentado que iba a morir. Pero habían ganado en una asombrosa victoria. Adam se sentía un héroe.

Según la costumbre de la época y el país, las arcas del príncipe hindú fueron puestas a disposición de los vencedores. Clive se apropió de la fabulosa suma de 160.000 libras, aunque los indios la consideraron modesta. Otro medio millón fue distribuido entre el ejército y la armada. El joven alférez Shockley, recientemente incorporado al regimiento, recibió 500 libras por haber participado en la batalla. Los británicos se habían convertido en el poder dominante en la India, y Adam era rico.

Era agradable no sentirse pobre. Adam guardó celosamente el dinero, pero gastó una parte en concederse algunos caprichos. Aún quedaban muchas campañas en las que participar, las cuales podían procurarle otros inesperados y suculentos beneficios.

De momento, sin embargo, Adam estaba de regreso en Madrás, disfrutando de un merecido descanso.

Aquella noche el grupo de invitados a cenar era más numeroso que otras veces. Eran aproximadamente unos veinte. Adam conocía a algunos, pero había unos jóvenes de mirada fría y dura a quienes jamás había visto, aunque Wilson parecía conocerlos bien. La conversación giró primero en torno a la campaña, y en ella Adam pudo meter baza, pero cuando versó sobre los negocios de la Compañía de las Indias, acerca de los que no entendía una palabra, se limitó a hacer de oyente. Entre los comensales también se cruzaron las consabidas bromas personales, y Adam escuchó referencias a grandes nombres o propiedades, que él reconoció pero no conocía personalmente.

No obstante, le halagaba haber sido aceptado como miembro recién llegado al club por unos personajes tan distinguidos, y comió y bebió sintiéndose profundamente satisfecho.

Durante la velada Adam detectó unas alusiones veladas que no alcanzó a comprender. Todos los presentes parecían estar informados de algo que él ignoraba. Se guiñaban el ojo y cruzaban miradas de complicidad, algunas de ellas, según creyó notar Adam, dirigidas a él. Por otra parte, el grupo de jóvenes a quienes Adam no conocía no cesaba de hablar sobre carreras, apuestas y otros temas relacionados con los juegos de azar. Adam había asistido a las carreras de Salisbury y se ufanaba de ser un excelente jugador de whist y se defendía bien al vingt-et-un y al quinze, como todo el mundo. Pero esos hombres se referían a unos juegos de los que él ni siquiera había oído hablar.

En un par de ocasiones Adam sonrió también con aire de complicidad cuando uno de los presentes le hizo un comentario que él no entendió. Pero se sentía un tanto incómodo y bebió más de la cuenta.

¿Era cosa de su imaginación o había cambiado Fiennes Wilson? En las cenas más íntimas y en las cacerías a las que había asistido Adam, Wilson se había mostrado muy amable con él y le había prestado una atención especial. Pero quizá debido a que esa noche había un mayor número de comensales, su amigo se mostraba decididamente distante con él. En sus ojos se advertía una frialdad análoga a la de sus camaradas aficionados al juego. Cuando Adam lo observó, se sintió levemente decepcionado. Bebió otra copa de vino y charló con el hombre sentado a su derecha, aunque más tarde no pudo recordar nada de lo que él mismo dijo.

Era bien entrada la noche cuando aparecieron las chicas. Eran diez.

—Las suficientes para que todos quedemos satisfechos —exclamó alguien.

—Yo compartiré una con Shockley —comentó en voz alta el joven que estaba sentado frente a Adam—. Está demasiado borracho para necesitar una porción completa. —Era una broma. Pero el tono de aquel hombre era despectivo.

Todos se rieron de la ocurrencia y Adam miró a Wilson. Pero su amigo le devolvió la mirada con frialdad, como queriendo decir: «Arréglatelas como puedas».

Cuando sonó la música las chicas comenzaron a bailar. Adam había visto danzar con anterioridad, pero nunca con tanta maestría. Sinuosas, fluidas, eróticas, las jóvenes les deleitaron durante media hora y Adam, que había perdido su virginidad con una chica en la ciudad el mes anterior, sintió un apremiante deseo sexual. Aunque reconocía que la broma sobre el hecho de que estuviera borracho seguramente era cierta. Sea como fuere, las chicas se retiraron y los hombres siguieron bebiendo.

Al cabo de un rato, cuando Adam se recostó en la silla y cerró unos momentos los ojos, oyó una conversación que mantenían dos jóvenes sentados dos sillas más allá. A uno no lo conocía y al otro, un joven que había asistido con él a varias cacerías, Adam lo tenía por amigo suyo.

—¿Quién es ese tipo?

—Shockley.

—Jamás había oído hablar de él. ¿Qué hace?

—Nada importante. Creo que depende de Wilson.

—Ah.

Acto seguido ambos jóvenes se pusieron a hablar de otros asuntos.

Adam mantuvo los ojos cerrados. Sintió frío y luego bochorno. Entreabrió los párpados. Nadie le miraba.

Dependía de Wilson… No se le había ocurrido que no lo consideraban uno de su estirpe. Era más joven, sí, pero Adam siempre se había considerado un caballero.

De pronto, al pensar en la modesta casa de su padre y en su expresión preocupada cuando él le pidió que le comprara un grado de oficial, Adam comprendió la impresión que había producido al joven sentado a su izquierda. ¿Dependía realmente de Wilson?

En ésas reaparecieron algunas de las chicas, no para bailar, sino para hacer compañía a los hombres. Adam observó que una de ellas se sentaba sobre las rodillas de Wilson.

Alguien comentó que la fiesta comenzaba a decaer y necesitaban más baile, música o una partida de naipes. Otro propuso que alguien cantara una canción.

En aquel preciso instante Wilson alzó la cabeza. Tenía los ojos vidriosos y su hermoso rostro griego presentaba un aire ligeramente disoluto. Echó un vistazo a su alrededor, sin perder detalle, y sus ojos se posaron en Adam.

—Anda, Shockley —dijo—, cántanos algo.

Adam se sonrojó. Tenía la mente en blanco.

—Eso, cántanos una canción, Shockley —apostilló otro.

Adam creyó detectar de nuevo —¿serían figuraciones suyas?— una nota de desprecio en su voz.

No se le ocurría nada. Wilson lo miró con expresión arrogante.

—Nos debes una canción a cambio de la cena —declaró fríamente. Y al ver que Adam no se decidía, gritó—: ¡Cántanos una canción, imbécil!

—No sabe cantar —comentó un hombre sentado frente a él—. Echemos una partida de naipes.

La propuesta fue acogida con un coro de aprobación. Wilson dejó de observar a Adam y se volvió hacia la chica.

Los asistentes se levantaron de la mesa y cada cual se fue por su lado. Algunos abandonaron la habitación, sin duda con las chicas. Otros formaron un corrillo en cada extremo de la mesa para seguir charlando y bebiendo. El resto se dirigió hacia las mesas de naipes.

Adam se quedó solo.

Aún no se había recuperado del mazazo que había recibido al enterarse de que Wilson le despreciaba por ser pobre. Pero Adam no se lo reprochaba.

En su fuero interno Adam se rebeló ante la actitud de aquellos extraños. Al margen de lo que pensaran de él, no dejaba de ser un caballero de Sarum. Un descendiente de los Cavaliers. Y, a raíz de la batalla de Plassey, tenía algo de dinero. No estaba dispuesto a depender de nadie.

Wilson estaba sentado en un extremo de la mesa. Adam pasó ante él sin mirarlo siquiera y se acercó a una de las mesas de juego para observar la partida. Al cabo de un rato, cuando uno de los jugadores se levantó y alguien preguntó a Adam si le apetecía echar una partida de whist, éste aceptó. Era un experto jugador de whist. Y cuando otro le observó perplejo y le preguntó si no le importaba perder, Adam se volvió hacia él y repuso sin inmutarse:

—Aún no me he gastado el dinero de Plassey. El hombre se encogió de hombros y calló.

A la mañana siguiente, cuando Adam Shockley hizo sus cálculos a la fría luz del día, comprobó que había perdido exactamente cuatrocientas veinte libras. Con las treinta que llevaba gastadas desde la batalla de Plassey, le quedaban cuarenta.

Adam suspiró resignado. Un caballero debía saldar sus deudas de juego.

—Pero necesito otra campaña —masculló.

Para desgracia de Adam, al poco tiempo el regimiento 39 recibió órdenes de regresar a Irlanda.

Los soldados se llevaron a un tigre como mascota, y durante el trayecto de regreso vieron el gran cometa que había predicho Halley.

1767

El teniente Shockley miró a madame Leroux y luego contempló con aire pensativo la mancha que aparecía en el horizonte y que sin duda constituía el paquebote procedente de Inglaterra. Si las noticias que traía el barco eran buenas, él se casaría con ella, por más que se opusieran en su regimiento.

Madame Leroux lo ignoraba. Adam había dejado que se preparara para partir.

En el año 1767, el teniente Adam Shockley, que ya no formaba parte del regimiento 39 sino del 62 de infantería, era un hombre apuesto, de complexión atlética, que había cumplido treinta y dos años y cuyo pelo rubio comenzaba a clarear. Tenía el rostro tostado y curtido. Todos le respetaban por ser un oficial juicioso y de carácter afable a quien muchos de sus colegas más jóvenes acudían a pedir consejo.

Durante los últimos cuatro años había permanecido apostado en la isla tropical de Dominica, en una parte de las Indias Occidentales denominadas el Caribe.

Y durante casi un año, había gozado de la compañía de madame Leroux.

Era una mujer extraña; su marido, que había sido asesinado en alta mar por un corsario, era un comerciante francés y ella, al parecer, también era francesa. Adam calculaba que debía de tener entre veinticinco y treinta años. Su raza era aún más imprecisa. Tenía el cutis pálido, el cabello casi blanco y ensortijado. Se rumoreaba que tenía sangre negra. Emanaba un aire lánguido y sensual; era una mujer decididamente singular. Aunque los franceses habían perdido la isla a manos de los británicos, ella no se había molestado en aprender más que unas pocas frases en inglés y solía tratar a los nuevos ocupantes con silencioso desdén.

—Lo que haga usted no me concierne, Shockley —le había dicho un día el comandante—, pero como bien sabe, madame Leroux no goza de nuestras simpatías.

A Adam le tenía sin cuidado. Durante las calurosas noches había experimentado una pasión sexual más intensa de la que jamás había sentido, y durante el día, pese a su mediocre francés, había llegado a amar el elegante y delicioso sentido del humor de madame Leroux.

En cualquier caso, ¿qué otras salidas le quedaban? No sería el primer oficial inglés sin recursos destacado en un país tropical que se casaba con una extranjera o con una mujer poco recomendable.

Durante los dos años transcurridos desde la batalla de Plassey los ingleses habían logrado numerosas victorias. Wolfe había tomado Quebec y se había apoderado de Canadá para los ingleses. Las últimas batallas de la Guerra de los Siete Años en Europa las habían ganado los ingleses. En Minden, la muerte de un oficial de rango superior había dado a Adam la oportunidad de ascender a teniente en el mismo campo de batalla. Pero a partir de ahí había tenido escasas oportunidades de ascender o de obtener unos buenos beneficios gracias a una batalla. Los grados de teniente capitán o capitán eran otorgados a los jóvenes ricos procedentes de los Guards. Poco después del ascenso de Jorge III al trono, Adam se había transferido al regimiento 62 confiando en participar en más combates y obtener ganancias en las Indias Occidentales, pero sus esperanzas se habían visto defraudadas y seguía siendo tan pobre como antes.

Poco después de su llegada había ocurrido un hecho que le había entristecido: la muerte de su madre.

Su padre le había escrito anunciándole la amarga noticia y advirtiendo a Adam que, aunque heredaría un dinero de unas participaciones que tenía su madre en los negocios de su familia, los fondos tardarían en llegar y no serían cuantiosos.

Adam se llevó una sorpresa cuando, al cabo de un año, recibió otra carta de Jonathan anunciándole que se había casado de nuevo y que su flamante esposa estaba encinta. Su padre no había vuelto a mencionar lo del dinero en sus cartas, y Adam no le había preguntado nada al respecto.

De modo que Adam se había resignado a permanecer varios años de servicio en la exuberante y calurosa isla de Dominica, donde la única actividad militar consistía en adiestrar a los hombres en unas maniobras terrestres que Adam sospechaba que resultarían inútiles salvo en una batalla librada en condiciones ideales, y las únicas bajas se debían a enfermedades tropicales como la malaria.

En esa exasperante y forzada situación, Adam Shockley disponía sólo, hasta que trabó amistad con madame Leroux, de dos distracciones que le procuraban cierta satisfacción. La primera era la correspondencia que mantenía con su padre.

Jonathan escribía bien. Su humor mordaz, que de niño a Adam le había desconcertado y cohibido, en sus cartas resultaba más ameno y comprensible. Jonathan le mantenía informado sobre los asuntos de Sarum —el declive del comercio textil, las andanzas del señor Harris y el escándalo provocado por el joven lord Pembroke al abandonar temporalmente a su esposa—, de modo que Adam tenía casi la sensación de hallarse de nuevo en el recinto de la catedral y escuchar la voz de su padre. Con frecuencia éste le daba también una información muy útil sobre temas políticos.

Pero ante todo, Jonathan constituyó el conducto a través del cual Adam pudo desarrollar una nueva y apasionante afición. La literatura.

—He comenzado tarde a cultivarme —confesó un día Adam a otro teniente—, pero lo cierto es que nunca había gozado tanto con los libros como ahora.

Al poco tiempo, la mitad de lo que lograba ahorrar de su paga lo destinaba a la adquisición de libros, que Jonathan le enviaba puntualmente, a menudo acompañados de unos comentarios críticos. Padre e hijo glosaban en sus cartas los méritos del espléndido diccionario del doctor Samuel Johnson. Jonathan envió a Adam unas obras más ligeras —Robinson Crusoe de Defoe y Los viajes de Gulliver de Swift—, seguidas de otras más densas: los grandes volúmenes de historia de Clarendon, El paraíso perdido de Milton y unas obras filosóficas recientemente publicadas de Hume y el obispo Berkeley. Adam leyó incluso a Voltaire, pues admiraba el tono burlón con que el gran hombre denunciaba la confusión y las maniobras de la religión organizada.

—Con la compañía de esas mentes preclaras uno jamás se siente solo —declaró Adam.

Los comentarios de Jonathan sobre los acontecimientos políticos eran inteligentes y acertados. Adam recibió una carta de su padre poco después de que la colonia americana protestara contra la tasa sobre los sellos de correos que el Parlamento inglés había decidido imponerle, una carta que jamás olvidaría.

Me hizo mucha gracia averiguar que el embajador de los colonizadores —no sé de qué otra forma describir a ese hombre—, el señor Benjamin Franklin, quien se encontraba en Londres cuando se promulgó el Stamp Act, se apresuró a conseguir para tres amigos suyos unos puestos de administradores de sellos de correos, un trabajo que según tengo entendido no resulta agotador y les reporta la bonita suma de 300 libras anuales.

Y ahora, mi querido Adam, te explicaré mi punto de vista sobre la colonia americana, el cual, me enorgullece decir, no es compartido por nadie.

A mi entender lo más estúpido que hemos hecho fue derrotar a los franceses estrepitosamente. Los caballeros de la colonia, puesto que ya no se sienten amenazados, no tardarán en mostrar indiferencia hacia Inglaterra y convencerse de que ya no necesitan a su ejército, y menos aún necesitan costear los gastos que éste representa. Y ése es el problema. Hallarán cualquier excusa con tal de no pagar tasas a través del océano.

Entonces el gobierno tratará de obligarles y… ése será el motivo de vuestra próxima guerra.

Pero aquel día Adam esperaba recibir una carta mucho más importante.

Hacía casi un año que madame Leroux era su amante. Ambos estaban satisfechos con esa situación. Pero, según le había dicho la señora con franqueza, había llegado el momento de que ella volviera a casarse. Y dadas las escasas posibilidades de matrimonio que ofrecía Dominica, había decidido marcharse.

—Me trasladaré a una isla francesa —informó madame Leroux a Adam mirándole a los ojos con tristeza.

El mensaje no podía ser más claro. Si él deseaba casarse con ella, debía decírselo. Pero con su sueldo de teniente y la pequeña renta que cobraba ella era imposible.

Si percibiera un sueldo de capitán, el asunto ofrecería mejores perspectivas. Por otra parte, dentro de poco quedaría disponible una capitanía. El precio era setecientas libras, y Adam había conseguido ahorrar doscientas.

Por esa razón Adam había escrito una carta urgente a su padre preguntándole qué suma de dinero iba a percibir de la familia de su madre.

La carta que le traía el paquebote llegó a sus manos a media mañana.

Querido hijo:

Es natural que desees saber si te corresponde algún dinero tras la muerte de tu madre.

Hace tiempo que deseo comunicarte algo que confieso que durante estos últimos años se me había borrado de la cabeza. Cuando me rogaste que adquiriera para ti un grado militar antes de partir para la India, tuve que pagar por él 400 libras.

Lo que ni tu madre ni yo te dijimos en aquel entonces fue que no disponíamos de ese dinero, por lo que decidimos pedírselo prestado a sir George Forest, el cual, gracias a la excelente opinión que tenía de ti, accedió a concedernos el préstamo sin cobrarnos intereses pero con la condición de que, a la muerte de uno de nosotros, el otro le devolviera el dinero.

Tu madre había percibido de su familia la suma de 500 libras. He devuelto a sir George Forest el préstamo de 400 libras, y las 100 restantes están a tu disposición. Comunícame cómo y adonde deseas que te las envíe.

Tu padre que te quiere,

J.S.

A Adam no le habían dicho una palabra al respecto.

Madame Leroux partió quince días más tarde.

Al cabo de tres meses varios soldados contrajeron la malaria.

1777: 6 de octubre

Era la víspera de la batalla. A sus pies fluía el Hudson; a su derecha se encontraba el reducido y destartalado grupo de edificios llamado Freeman’s Farm. Sobre la loma que se alzaba frente a ellos, a trescientos metros, estaban Gates y los americanos rebeldes. Quince kilómetros a sus espaldas se encontraba Saratoga. El lugar que se extendía ante ellos se llamaba Stillwater.

Era la víspera de la batalla, y el capitán Adam Shockley estaba preocupado.

La base del plan, un plan sólido y sensato que, ante la manifiesta incompetencia de lord North y sus ministros, había trazado el mismo Jorge III, consistía en que el general Howe y sus nutridas fuerzas llegaran por el sur mientras que el general Burgoyne descendería desde Canadá. Los dos se encontrarían y capturarían a los americanos rebeldes en la costa oriental. Pero Howe se había demorado en Filadelfia.

—No faltan quienes afirman que ve con más simpatía la causa de los rebeldes que la nuestra —se quejó un oficial a Shockley.

Fuera cual fuese el motivo de la demora de Howe, el plan estaba a punto de fracasar y las fuerzas apostadas en Stillwater aguardaban, con creciente impaciencia y desesperación, que el general Clinton atravesara Albany y apareciera con las provisiones que necesitaban urgentemente.

De no haber sido por la mala suerte, el capitán Adam Shockley no se habría encontrado allí.

En 1769, cuando el regimiento —mejor dicho el puñado de oficiales y los setenta y cinco soldados que quedaron después de la epidemia de malaria en los trópicos— regresó a Irlanda para adquirir refuerzos, Adam Shockley había contraído la malaria. La travesía de regreso y unos días de reposo en el cuartel contribuyeron a que se recuperara, pero a los treinta y cinco años Adam se sentía casi un cincuentón. No obstante se afanó en reclutar hombres al tiempo que trataba de recobrar las fuerzas. Daba paseos a pie, montaba a caballo y bebía poco, y aunque sufrió un par de recaídas leves Adam decidió que estaba lo suficientemente fuerte para seguir trabajando. Puesto que el regimiento andaba escaso de hombres, nadie le propuso que abandonara sus obligaciones para descansar.

La labor de reclutamiento fue lenta. Durante los años siguientes, de cuatrocientos sesenta y cuatro alistados, ciento cinco desertaron. Con todo, el número de reclutas aumentó paulatinamente.

—Son los veteranos como yo quienes conseguimos que las cosas funcionen —declaró Adam no sin razón.

El ejército estaba lleno de hombres como él, tenientes de mediana edad que no podían permitirse adquirir un grado superior pero que conocían el regimiento y habían participado en numerosas batallas.

—Supongo que moriré pobre y sin haber pasado de teniente —dijo con resignación.

Su gran oportunidad se presentó inopinadamente: una carta de Fiennes Wilson, que se había convertido en un capitoste de la Compañía de las Indias Orientales y que trabajaba con Warren Hastings, quien a su vez había llegado a ser el hombre más importante de la India. Wilson ofrecía a Adam un cargo en la compañía:

Buscamos un hombre juicioso y responsable y sir George Forest nos recomendó que nos pusiéramos en contacto con usted.

Recuerdo su visita aquí durante los gloriosos tiempos de Plassey, y tampoco la ha olvidado el señor Hastings.

El cargo que le ofrecemos no le convertirá en un nabab, pero estoy seguro de que le satisfará.

Adam no podía ir a la Indias; el médico se opuso rotundamente.

—Ha pasado usted una larga temporada en los trópicos, señor Shockley, y ha pagado un elevado precio por ello. Si se marcha a la India en estos momentos, no respondo de lo que pueda ocurrirle. Le aconsejo que desista. Lo que le conviene ahora es un clima frío, señor Shockley. Cuanto más frío mejor.

Adam se quedó en Irlanda y desde allí observó el empeoramiento de la situación en América, tal como había pronosticado su padre. Cuando para favorecer a la Compañía de las Indias Orientales los ingleses impusieron unas tasas sobre el té que importaban las colonias americanas, y ese hecho provocó la revuelta llamada Boston Tea Party, Adam no se asombró. Cuando las escaramuzas de Lexington y Concord dieron paso a las batallas de Bunker Hill y Boston, se alegró.

Eso significaba una campaña bélica, su única oportunidad de ascender. Adam confiaba en que fuera una campaña interesante, y se sintió intrigado al saber que las fuerzas rebeldes estaban acaudilladas por los generales Gates y Lee, ambos antiguos oficiales británicos, a quienes iba a añadirse un nuevo y poderoso personaje, Washington, un terrateniente de Virginia.

El regimiento estaba preparado. Tras una demora que a Shockley se le antojó interminable, en abril de 1776 partieron del oeste de Irlanda hacia Quebec.

Por descontado, no existía la menor posibilidad de que los rebeldes triunfaran. La mitad de la colonia era leal a la corona británica. Nueva York había suministrado al ejército británico quince mil soldados regulares y ocho mil quinientos milicianos, mientras que Washington disponía de unos doce mil hombres a sus órdenes.

—Además —aseguró el comandante a Shockley—, he oído hablar de ese tal Washington. El único motivo por el que está contra nosotros es que nuestros ministros le negaron, y a otros como él, el derecho a conquistar sus propios terrenos en Ohio. Ése hombre es un caballero. Su hermano se casó con la hija de un terrateniente que posee más de dos millones de hectáreas. Piense en eso, Shockley.

—Pero dirige a los rebeldes —repuso Adam.

—Son basura. Y me atrevo a decir que Washington lo sabe. —El comandante sonrió—. Conozco a un comerciante en Inglaterra que durante un tiempo se escribió con ese Washington. Me envió una copia de las palabras de ese hombre. Lea esto.

El comandante mostró a Adam un pedacito de papel en el que aparecía escrita una sola frase:

Dejados a su libre albedrío, los hombres demuestran ser incapaces de gobernarse a sí mismos.

—Ahí tiene, señor. Ahora no me diga que cuando Washington haya obtenido unas concesiones de nuestros ministros no abandonará a esos malditos radicales a su suerte.

Shockley había oído decir que en parte el motivo de que los estados del sur hubieran comenzado a luchar era porque confiaban en cancelar su deuda con los comerciantes ingleses. Adam suponía que los del norte querían evitar pagar impuestos. Pero el aire de aplastante seguridad que exhibían algunos de sus compañeros oficiales le preocupaba.

Adam presentía que los americanos rebeldes demostrarían ser más tenaces de lo que imaginaban.

En junio de 1776, bajo el mando del general de brigada Fraser, el regimiento 62 ayudó a repeler y a dispersar a dos mil rebeldes que habían marchado sobre la ciudad de Sorel junto al río San Lorenzo. Capturaron a doscientos prisioneros rebeldes. Después de la victoria, conocida como la Batalla de los Tres Ríos, una parte de las fuerzas británicas, al mando del general Burgoyne, se dirigió hacia el fuerte de Saint John.

Fue una campaña provechosa. El regimiento 62 se había distinguido, y, para alegría de Adam, le ascendieron a capitán.

—Hemos expulsado a los rebeldes de Canadá —dijo Burgoyne a su nuevo capitán—. Ahora los aplastaremos cerca de Nueva York.

En el ínterin ocurrió un hecho que parecía desmentir la confianza que mostraba Burgoyne. Un mes después de la batalla de los Tres Ríos, trece provincias de Norteamérica adoptaron la bandera de las barras y estrellas y pronunciaron su Declaración de Independencia.

La Declaración motivó una de las cartas más características que Jonathan Shockley escribiera desde Sarum:

Por lo que se refiere a esa Declaración de Independencia, confieso que no salgo de mi asombro. El que todos los hombres son libres e iguales es una afirmación que refutan la historia y la constitución de todo país civilizado.

La Carta Magna no contiene una sola palabra al respecto.

En cuanto a la afirmación de que todos los hombres tienen derecho a perseguir la felicidad, no comprendo en qué se basa. En la Biblia no hay una sola palabra referente a la felicidad, ni tampoco la hay en ninguno de los preceptos de la religión cristiana. Es más, no creo que nuestros puritanos en Inglaterra hubieran tolerado semejante concepto; pues el calvinista considera una virtud el hecho de sentirse desgraciado a la menor oportunidad.

Pero fue justamente el día siguiente a la batalla de los Tres Ríos cuando Adam Shockley comprendió que la causa inglesa estaba perdida.

Era un joven menudo, de dieciséis años recién cumplidos, y permanecía sentado en silencio junto a los demás prisioneros. Cuando lo capturaron el día anterior los soldados comentaron en tono jocoso que el mosquetón era más grande que él.

No sólo era menudo, sino que era un palillo; no había otra forma de definirlo. Además de su rostro afilado y sus ojos muy juntos, además de sus dedos delgados como patas de araña, era de complexión tan estrecha que de hombro a hombro no parecía medir más de treinta y cinco centímetros.

Pero el muchacho poseía —un rasgo que según observó Shockley compartía con los prisioneros— una serenidad interior que contrastaba con el bullicioso temperamento de sus propios hombres. El joven contemplaba a sus carceleros con unos ojos negros que no dejaban entrever ni temor ni ira; más bien parecía compadecerse de ellos.

Se llamaba John Hillier.

Shockley, que sentía lástima del muchacho, se acercó a él. —Tiene usted un apellido de Wiltshire, señor Hillier— dijo con una sonrisa—. En Sarum, de donde yo soy, hay muchos Hillier. El chico asintió con calma.

—Mi abuelo salió de Wiltshire —respondió mirando a Adam sin respeto ni insolencia.

—¿Ah, sí? ¿Cuándo fue eso?

—Su esposa y demás parientes se convirtieron en cuáqueros, capitán. Pensaron que estarían más a gusto en Pennsylvania que en Inglaterra. —Con su tranquila certeza el muchacho daba a entender que había sido Inglaterra la que había salido perdiendo con el traslado de sus parientes—. Más tarde mi abuelo fue a reunirse con ellos.

Shockley pensó en la pequeña comunidad de cuáqueros que recordaba en Wilton. A duras penas los demás habitantes habían tolerado su presencia. Era lógico que los Hillier y los parientes cuáqueros del chico se hubieran marchado.

—Pero ¿usted y su familia no son cuáqueros?

—No —contestó el muchacho con sencillez—. Los cuáqueros no luchan. Yo sí.

—¿Y qué espera ganar con esta lucha, señor Hillier? —preguntó Adam con tono afable.

El chico le miró sorprendido.

—La libertad —respondió.

A Shockley le habría gustado sentarse a su lado para charlar con él, pero supuso que, dado su grado de oficial, no sería correcto; de modo que siguieron conversando de forma poco ortodoxa: el joven prisionero sentado en el suelo y el corpulento oficial británico de pie ante él. No obstante, departieron con cordialidad.

—Dígame, señor Hillier, ¿qué libertad persigue usted?

—La que dice que no puede obligarse a ningún hombre a pagar impuestos si carece de un representante en el Parlamento. Que todos los hombres son libres y tienen derecho a votar. Ambas cosas están previstas en la ley consuetudinaria inglesa, según tengo entendido, y escritas en la Carta Magna. El rey nos ha negado esas libertades.

Shockley reprimió una carcajada.

Ni la ley consuetudinaria —una serie de antiguos usos y costumbres que protegían los bienes de los ciudadanos e incluso otorgaban a un siervo el derecho de ser juzgado antes de que lo ahorcaran—, ni la Carta Magna que el arzobispo Langton había redactado junto con Juan Sin Tierra y sus barones decían una palabra sobre la representación y los impuestos, y menos aún sobre el derecho al voto. Era una idea absurda. Pero Adam vio que el chico estaba convencido de ello y por el momento no dijo nada.

Trató de atacarlo por otro frente.

—Dice usted que acepta las leyes inglesas, señor Hillier, pero niega la autoridad del rey. ¿Cómo puede ser entonces un inglés?

—¿Cómo es posible que lo sea el rey cuando envía a unos mercenarios alemanes contra nosotros? —replicó el muchacho con amargura.

Pero Adam se apresuró a responder:

—Es bien sabido que ustedes pretenden aliarse con Francia, el mayor enemigo de Inglaterra.

Hillier no respondió, pero Shockley no trataba de confundirlo, de modo que retomó el tema inicial.

—¿Y si esos derechos a los que usted se refiere, señor Hillier, no se hallaran en la ley consuetudinaria ni en la Carta Magna? —preguntó suavemente—. ¿Qué argumentos alegaría entonces?

El chico reflexionó unos momentos.

—Existen unas leyes naturales, por encima de las leyes creadas por el hombre; Dios nos concedió la razón, y la razón nos dice que esas cosas son justas.

Adam lo miró pasmado. Sabía, por lo que le habían enseñado en la escuela y por sus lecturas posteriores, que algunos filósofos habían esgrimido esos argumentos. Aristóteles, hacía dos mil años, había hablado de la ley universal; el gran Tomás de Aquino se había referido también a ella, aunque la consideraba sometida a las leyes divinas reveladas en la Biblia, que a su vez procedían de la ley eterna de Dios, que ningún hombre conocía. Una cosa era que los filósofos especularan sobre esas cuestiones, o que los religiosos se volvieron escépticos para ridiculizar a los obispos de puertas para dentro; pero ese muchacho utilizaba sin pudor un lenguaje filosófico grandilocuente creyendo que ello le daba derecho a negar la autoridad del Parlamento y del rey. Era pura anarquía. Sin embargo el joven se expresaba con moderación.

En ésas el joven Hillier sacó de su bolsillo un pequeño panfleto. Se titulaba Sentido común y su autor era Tom Paine, un escritor radical.

—Aquí se explican los fundamentos de nuestra causa —afirmó el muchacho—. Puede leerlo si lo desea.

Adam había oído hablar del panfleto. Paine lo había escrito hacía un año y habían distribuido numerosas copias por toda la colonia. Según tenía entendido, lo que proponía era la sedición. Adam meneó la cabeza. Deseaba oír los argumentos de labios del muchacho.

—¿Qué autoridad acepta usted?

—Mi conciencia —respondió el joven sin titubeos.

En aquel momento Adam lo comprendió todo con meridiana claridad. El hecho de que los argumentos constitucionales de John Hillier fueran incorrectos era precisamente lo que había enfurecido al Parlamento inglés con respecto a los rebeldes. Pero el hecho de que el joven utilizara los conceptos de libertad y justicia sobre los que discutían los filósofos, el hecho de que no supiera nada sobre los siglos de delicados ajustes entre la autoridad y los derechos de la Iglesia, entre el estado y el individuo, el hecho de que desconociera los argumentos de la Reforma, la Guerra Civil y la gloriosa Revolución: nada de ello importaba. De modo que las luchas del viejo mundo, aunque gracias a ellas hubieran conquistado cierto grado de libertad, caerían en el olvido superadas por las nuevas.

Adam observó fascinado al chico. Parecía un joven sensato.

—Pero si hacemos lo que propone, sería el pueblo quien gobernara —dijo—. ¿No le angustia esa perspectiva?

Esta vez fue John Hillier quien lo miró asombrado.

—¿Por qué había de angustiarme?

Adam no cesaba de pensar en esa conversación.

Mientras las tropas se preparaban para la ofensiva descendiendo por el Hudson hasta Nueva York, y los compañeros oficiales de Adam predecían unas victorias aplastantes, éste presentía lo peor. Cierto, constituían una fuerza bien adiestrada. Cuando la infantería recibía la orden de avanzar ningún regimiento situado en la línea de batalla lo hacía con más energía que el pequeño e intrépido regimiento 62, conocido por el nombre de los Springers. Adam incluso se había afanado en enseñar a sus hombres unas tácticas de combate más flexibles y mejor adaptadas a lo escabroso del terreno. Sólo el general Howe había hecho lo mismo, cuando tres años antes había llevado a siete compañías a la llanura de Salisbury para adiestrarlas en esos métodos de combate. Pero en el ejército había muchos fallos. No se trataba sólo de los ejercicios tácticos, de la escasez de provisiones o de la falta de coordinación en el alto mando. Era el estado anímico de los soldados.

—Les pagamos mal, y encima deducimos de su sueldo el coste del uniforme, de sus utensilios, de todo lo imaginable. Saben que a nadie les importa su suerte. Y a los capellanes no les importa su alma —se quejó Adam a su coronel—. Sólo los wesleyanos que tanto despreciamos se interesan por los pobres soldados.

—Los rebeldes están peor pertrechados. Incluso los americanos les regatean la comida, porque la pagan con su papel moneda, que carece de valor —replicó el coronel.

En su fuero interno Adam se dijo: «Quizá pierdan una docena de campañas; pero si no nos quieren aquí, algún día ganarán la guerra».

Luego escribió a su padre:

Partimos del fuerte Saint George en impecable orden: éramos una fuerza compuesta por unos 8.000 hombres al mando de Burgoyne. El comandante Harnage ha traído a su esposa y el general tiene que cargar con seis miembros del Parlamento. Los hombres marchan bien. Cada compañía puede llevar a tres mujeres.

Hasta la fecha hemos logrado derrotar al enemigo en todos los frentes; pero hemos perdido a 200 hombres al ocupar los pantanos que rodean Ticonderoga; la mayoría de ellos cayeron víctimas de los francotiradores que diezman constantemente nuestra valerosa infantería. Pero no podemos remediarlo.

Las provisiones empiezan a escasear.

Llegó el mes de octubre. Al día siguiente iban a luchar de nuevo en Stillwater.

Habían transcurrido dos semanas y media desde la primera batalla librada en Stillwater y las tropas habían permanecido en el campamento de Freeman’s Farm. Por supuesto, los británicos se habían alzado con la victoria. Habían ocupado la granja tras una jornada de enconada lucha, atacando el lugar en tres columnas, según el método clásico. Sólo un hecho deslucía el éxito obtenido: el regimiento 62 situado en la columna central había quedado prácticamente destrozado.

En cuatro ocasiones cargaron contra los americanos con las bayonetas caladas, obligándoles a retroceder hacia el bosque; y en cuatro ocasiones se toparon con los francotiradores apostados en el lugar, no sólo ocultos en tierra sino encaramados a los árboles. El comandante Harnage fue malherido y retirado del campo de batalla; su ayudante, un teniente y cuatro alféreces habían resultado muertos. Al atardecer, sólo sesenta hombres del regimiento 62 se hallaban en condiciones de seguir luchando.

Los casacas rojas habían ganado, pero a costa de un precio que no podían permitirse.

Y las provisiones no llegaban.

La noche del 6 de octubre de 1777, el capitán Shockley apenas pudo conciliar el sueño. ¿Dónde estaba el general Howe con su numerosa tropa? ¿Dónde estaba Clinton con las provisiones y los refuerzos que tanto necesitaban? Nadie lo sabía. A la mañana siguiente Adam se despertó deprimido.

Durante buena parte de la batalla conocida como de Saratoga, Adam Shockley fue un mero espectador. El regimiento 62, dado su reducido tamaño, se había quedado para vigilar el campamento cuando, al atardecer del 7 de octubre, el general Burgoyne ordenó el avance de las tropas.

Al principio todo indicaba que los británicos vencerían. Hasta que Arnold, el segundo jefe americano, tras haber sido confinado en el campamento por el general Gates después de una disputa, desobedeció las órdenes, saltó sobre su caballo, se colocó a la cabeza de los tres regimientos que conocía bien y, sin pedir permiso a nadie, destrozó la columna central británica y se apoderó del reducto británico.

Shockley observó horrorizado la escena desde el campamento situado en lo alto.

La oscuridad les permitió abandonar el campamento y trasladarse a una loma junto al río. Al día siguiente los americanos amenazaron el flanco derecho de los ingleses y éstos se retiraron a Saratoga, dejando a sus heridos a merced de los rebeldes. Al otro día los americanos los rodearon. Caía una lluvia torrencial. Había francotiradores por doquier.

Fue en esa fecha, el 9 de octubre, cuando el capitán Adam Shockley, mientras inspeccionaba el barracón que estaban montando algunos de sus hombres, sintió un impacto en el hombro seguido instantes más tarde por un dolor lacerante, y al alzar la vista comprobó que yacía en el suelo con el uniforme cubierto de sangre, antes de perder el conocimiento.

Un francotirador había disparado contra él.

Cinco días más tarde, cuando Saratoga capituló, el capitán Adam Shockley, que había tenido la suerte de recibir tan sólo un balazo en el hombro, era uno de los pocos hombres que seguían con vida de los quinientos cuarenta y un soldados que componían el regimiento 62.

Durante los años siguientes algunos de los escasos supervivientes fueron enviados a Virginia y otros huyeron a Nueva York. La banda del regimiento desertó para unirse a los rebeldes y sirvió en un regimiento de Boston. En 1782 se reconstituyó el regimiento de los Springers y, casualmente, cuando aquel año confirieron nombres de condados a los regimientos de la línea de batalla, los Springers pasaron a denominarse el Regimiento de Wiltshire.

La derrota en Saratoga fue decisiva. A partir de esa fecha, aunque la lucha prosiguió hasta la rendición de Cornwallis en Yorktown en 1781, el gobierno británico no aspiró a alcanzar ninguna victoria, sino la paz menos perjudicial que pudieran negociar. América estaba prácticamente perdida.

Por esa época Adam recibió sólo una carta de su padre. Era muy breve, y en ella le informaba de que su segunda esposa había fallecido, dejándolo viudo con dos hijos.

El cautiverio de Adam duró poco más de un año. No le trataron con dureza; de hecho, sus captores y él sostuvieron numerosas charlas, y cuando Adam partió lo hizo con un sentimiento de amistad que le sorprendió.

Pero por fin, en la primavera de 1779, con la herida del hombro casi curada, el capitán Adam Shockley regresó, por primera vez desde hacía más de veinte años, a la casa familiar en Sarum.

No sabía lo que hallaría allí.

1779

Corría el mes de marzo. Soplaba un viento húmedo del oeste y pequeñas nubes plomizas se deslizaban por el cielo azul celeste. El paisaje: unos elevados cerros de tierra pardusca y hierba rala en los que se perfilaban grandes campos enmarcados por muros de piedra gris.

La diligencia: cuatro magníficos caballos, perfectamente emparejados, dos zainos y dos tordos; en el pescante, el cochero y otro hombre sentado a su lado, ambos luciendo unos elevados sombreros casi cónicos; en la parte delantera tres pasajeros ateridos de frío, uno de ellos una mujer, con el rostro enrojecido por el viento; un hombre sentado en la parte posterior vigilando el enorme cesto que contenía el equipaje. En el interior del coche, cuatro hombres que habían pagado el billete entero, instalados en los mullidos asientos tapizados de cuero, con las ventanillas cerradas, bien calentitos. Las enormes ruedas se deslizaban suavemente por el camino.

La diligencia de Bristol a Bath era un excelente y veloz medio de transporte que circulaba cómodamente por el camino de portazgo.

Los caminos de portazgo: de Bristol a Bath; de Bath a Wilton pasando por Warminster; de Wilton a Sarum. Dicho de otro modo: de un puerto medieval a unos baños romanos, de los baños a la capital sajona, y de ésta a la nueva ciudad del obispo, de cinco siglos de antigüedad.

Esas amplias calzadas que constituían los caminos de portazgo habían sido ideadas por los romanos hacía mil cuatrocientos años. Los caminos de portazgo del siglo XVIII eran duros y lisos como caminos de grava y unían las ciudades principales del país. Venían a sustituir a los viejos senderos de carros que habían servido —salvo durante el civilizado período romano— como carreteras principales desde los tiempos prehistóricos.

Estaban administrados por una empresa privada: cada uno había sido construido mediante una carta de autorización del Parlamento; cada uno disponía de sus accionistas y sus portazgos. Algunas empresas tenían derecho a aplicar el peaje en largos tramos de carretera, otras sólo a lo largo de dos o tres kilómetros; pero el negocio era rentable y provechoso. La familia Forest tenía mayoría de acciones en varias de esas empresas.

Para Adam Shockley, a su regreso al cabo de tantos años, Inglaterra constituyó una sorpresa.

—¡Pero si todo en este país es obra del hombre! —exclamó atónito.

El paisaje de Inglaterra y el paisaje de América eran muy distintos. Este último consistía en bosques vírgenes o grandes extensiones de prados en los que el hombre había establecido su modesto habitáculo. Pero en Inglaterra, incluso sobre los elevados riscos, la mano del hombre había cortado, configurado y reorganizado los bosques, los campos de cultivo y los pastos desde hacía miles de años. Si existían bosques era porque los terratenientes los conservaban para cazar o para obtener madera. Si existían eriales era porque antiguamente unas manos humanas habían talado los bosques que los cubrían y el viejo suelo se había erosionado. Cierto, aún había páramos prehistóricos y vetustos bosques donde la mano del hombre apenas había dejado su huella, pero se veían pocos a lo largo del trayecto de la diligencia desde Bristol a Bath.

Adam llegó a Bath a primeras horas de la tarde y decidió pernoctar allí.

Bath también supuso una revelación para él.

Durante trece siglos Aquae Sulis, la ciudad de los baños, apenas había cambiado. Durante el reinado de Ana, a principios del siglo XVIII, el lugar era poco más que una destartalada ciudad provincial que había desarrollado un pequeño pero próspero negocio en torno a sus manantiales minerales. El gigantesco complejo romano con sus magníficos edificios y baños prácticamente había desaparecido bajo siglos de barro.

Hasta que llegó aquel impenitente —y afortunado— jugador llamado Richard Nash.

Adam Shockley penetró, maravillado, en el Bath creado por Beau Nash.

Tenía elegantes calles, plazas, hileras de casas dispuestas en forma de media luna, todo ello proyectado según el estilo clásico georgiano, con frontones, urnas y pilastras, semejantes a los templos griegos y romanos, y construido con la piedra gris-crema de la región. Bath contaba con salas de reuniones donde, al igual que el señor Harris en Sarum, Beau Nash había presidido las exquisitas fiestas sociales que él mismo se encargaba de organizar, en las que las personas de la alta sociedad se divertían con los juegos de azar cuando no estaban tomando los baños.

Las termas disponían del baño caliente, el baño del Rey y una inmensa sala donde ambos sexos, discretamente separados en caso necesario, se sumergían en las aguas salinas curativas o bebían las aguas minerales. En la ciudad unos obeliscos conmemoraban las visitas reales. Incluso contaban con el hospital real de las Aguas Minerales, donde los pobres acudían para recibir tratamiento. Y, como remate, hacía un cuarto de siglo, poco antes de que muriera el gran Beau Nash, habían desenterrado una parte de los baños romanos.

Adam recorrió las calles estupefacto. Olvidó que su uniforme rojo estaba roto y sucio, que su peluca gris daba la sensación de haber sido mordisqueada por las polillas, que su corbata ya no era de un blanco impoluto y que sus zapatos tenían anticuadas hebillas. Mientras observaba el ir y venir de la buena sociedad, a los caballeros transportados en literas, a las damas que lucían unos peinados gigantescos, acompañadas y atendidas por sus criados y lacayos, mientras contemplaba boquiabierto las amplias vistas clásicas de la ciudad, que le resultaban tan extrañas después de su larga ausencia, Adam murmuró:

—Me parece estar en Roma.

No se equivocaba. Y el hecho de que lo comprendiera con tal nitidez se debía a que regresaba a casa convertido casi en un extraño.

No en vano al siglo de la elegancia se le denominaba la época neoclásica. ¿Acaso no poseía Gran Bretaña, al igual que la Roma de Augusto, un imperio del que ella constituía el centro civilizado? Aunque hubieran perdido América, los ingleses aún conservaban Canadá, la India, las islas de las Indias Occidentales y Gibraltar. ¿No habían diseñado los edificios georgianos según los cánones clásicos más estrictos, no habían construido sus fincas rústicas a imagen y semejanza de las villas de Palladio, y por ende romanas? ¿No aprendían sus hijos el latín y el griego? Durante su gira por Europa los jóvenes adinerados visitaban Italia. Y cuando los hombres eruditos discutían en el Parlamento, ¿no solían emplear latinajos en sus discursos como los antiguos senadores, aunque hacía tiempo que hubieran olvidado construir una frase en latín? Un caballero no sólo coleccionaba bustos clásicos en su casa, sino que mandaba esculpir uno de su persona. En la literatura, el llorado poeta Alexander Pope era un maestro del metro y del ingenio comparable a cualquier poeta latino de la edad de plata. ¿No eran considerados los elegantes puntos y aparte de la prosa de Addison tan sublimes como los de Cicerón en los días del esplendor de Roma?

Adam Shockley suponía que sí. En Inglaterra no fue el Renacimiento sino el siglo XVIII el que constituyó la auténtica y gran época clásica, y poetas, arquitectos, pintores y caballeros comunes y corrientes estaban empeñados en demostrarlo. Incluso la tolerancia religiosa, el fácil escepticismo de la Iglesia anglicana hacia otras sectas, imitaba la divertida tolerancia de la Roma pagana y civilizada hacia los cultos de los pueblos que conquistaban. «¡Roma lo ha visto todo!».

Y, al parecer, Inglaterra también. Racional, escéptica, civilizada y relativamente tolerante…, Adam Shockley tenía la sensación de haber regresado de un mundo nuevo a un mundo antiguo.

Pasó una noche en la ciudad romana de Bath, y por la mañana bebió un vaso de agua mineral, antes de tomar la diligencia hacia Sarum.

Qué familiar le resultaba aquel paisaje, las onduladas colinas, los espacios desiertos donde sólo se veían las motas blancas de las ovejas. Adam estaba impaciente por divisar la primera señal del campanario asomando por el horizonte.

Cuando faltaban diez kilómetros para llegar a Sarum, observó un cambio en el paisaje. Eran las ovejas. Pues en contra de todo pronóstico, parecían más grandes.

Pero ¿era eso posible? Las ovejas que pastaban en las colinas de Wiltshire no habían cambiado desde hacía siglos: eran unos animales recios y corpulentos de cabeza pesada, lana moderadamente suave y, tanto los carneros como las ovejas, con unos grandes cuernos retorcidos.

Los cuernos eran los mismos, pero las ovejas parecían más altas y sus cuartos delanteros más poderosos. La lana había desaparecido de sus vientres. Eran unos ejemplares más hermosos que los que él recordaba, pero el cambio no dejó de sorprenderle.

Por fin llegaron a Sarum hacia el atardecer. Adam contempló el campanario que se erguía sobre la ciudad. Las calles con los canales que discurrían por el centro seguían igual. Todo estaba en calma. Ni las guerras combatidas en Europa hacía veinte años ni la guerra que se libraba actualmente en la lejana América habían hecho mella en la ciudad. ¿Por qué iban a hacerlo? La majestuosa catedral, su austero recinto, el mercado medieval…, esas cosas no cambiaban con el paso de los siglos.

En Sarum había reinado la paz durante un siglo.

Adam se dirigió apresuradamente hacia la casa situada en el recinto catedralicio. Antes de salir de Bristol había escrito una carta a su padre comunicándole su llegada. Al atravesar el viejo y recio portal del recinto se echó a reír. Le pareció haber regresado a su infancia.

Le abrió la puerta una joven y simpática criada ataviada con un modesto vestido a rayas blancas y verdes, un mandil levemente manchado de harina y una cofia sujeta a la cabeza con un pañuelo, de la que asomaba un tirabuzón castaño. La joven le miró entre cohibida y asombrada y echó a correr por el pasillo gritando:

—¡Es el capitán!

Al cabo de un momento apareció su padre, que se colocó apresuradamente la peluca antes de abrirle los brazos.

—El héroe ha regresado.

Jonathan estaba más flaco, más enjuto, y en el breve momento en el que le vio sin peluca Adam observó que le quedaban unos pocos pelos grises. Por lo demás, a sus sesenta y siete años ofrecía un aspecto excelente. Vestía la misma casaca azul, un tanto raída, que Adam recordaba, las mismas medias blancas y los calzones propios de un caballero.

—Tu hermano y tu hermana no tardarán en llegar —dijo Jonathan—. Están impacientes por verte.

Qué agradable era estar de regreso en casa. Todo seguía prácticamente igual. Los frisos de madera del salón habían adquirido un tono algo más oscuro; en el dormitorio de Adam habían instalado un espléndido lecho de cuatro postes y las paredes estaban tapizadas con un papel de colores vivos como los que se habían puesto de moda siendo él niño. Adam detectó los numerosos y sutiles cambios que había realizado la esposa de su padre —Jonathan era incapaz de ello—, pero al sentarse frente a su padre en la cómoda poltrona de cuero se sintió muy a gusto.

Su hermanastro y su hermanastra eran una delicia. Si anteriormente había sentido celos de ellos, ese sentimiento se desvaneció en cuanto les vio entrar.

Ambos tenían el cabello oscuro, como su madre, pero en otros aspectos eran unos típicos Shockley: fuertes, con el rostro ancho, la piel clara y los ojos azules. La chica, Frances, había cumplido quince años; su hermano Ralph tenía diez. Los dos contemplaron a Adam con unos ojos llenos de admiración y antes de que éste pudiera levantarse, Frances corrió hacia él y lo besó. Adam se enamoró de ella en el acto.

Durante una hora Adam no hizo más que responder a sus preguntas: sobre la guerra en América, las Indias Occidentales, sobre su vida en general. Pero quien de hecho empezó el interrogatorio fue Ralph, que, al saber que Adam había estado en Bristol, lo miró con sus ojos grandes y solemnes y preguntó esperanzado:

—¿Has visto al salteador de caminos?

—No piensa en otra cosa —explicó Jonathan.

Por lo visto, durante los últimos meses había aparecido un bandolero que se dedicaba a robar a los viajeros que viajaban en coche por los alrededores de Bath. Los Forest, hartos del misterioso personaje y poseedores de un buen número de acciones en las empresas que administraban los caminos de portazgo, habían llegado a ofrecer la elevada suma de 500 libras por su captura.

—El otro día le robó diez libras a una dama que viajaba en la diligencia —dijo Jonathan soltando una carcajada—. Se despidió de ella quitándose el sombrero de una forma tan cortés que una dama y un caballero que pasaban por allí a caballo lo tomaron por un amigo de la pobre mujer.

—Pues no, no lo he visto —confesó Adam—, pero la próxima vez que vaya a Bristol estaré atento por si aparece.

—No vuelvas a esta casa sin haberlo visto —terció Frances—, pues aunque hayas luchado contra mil regimientos en América, Ralph te despreciará —añadió mirando alegremente a su hermano.

—Háblanos de Washington —le rogó Jonathan.

Había mucho que contar, y mucho que oír. En Salisbury, el señor Harris aún vivía, pero estaba muy viejo. Sí, aún montaban obras teatrales en el recinto con las señoritas Harris, la señorita Poore y otras jóvenes que vivían allí; Frances Shockley también tomaba parte en esas representaciones. El año anterior el rey y la reina les habían hecho una visita, y el rey Jorge había pasado revista a la milicia local en el risco cerca de la población. Frances comentó que la vida en el recinto debía de ser muy semejante a la que Adam recordaba de pequeño. Cuando Frances le contó que asistía a una escuela para jovencitas, Adam no pudo por menos de sonreír al recordar los plácidos y amables tiempos en los que él iba a la escuela.

Su padre también le informó de varias noticias: sir George Forest había fallecido hacía poco pero su hijo, sir Joshua, era un hombre tan inteligente como lo había sido el padre. Pese a su avanzada edad, Jonathan no había abandonado su puesto de administrador de la propiedad hasta hacía dos años.

—Pude haber continuado más tiempo —dijo—, pero Forest se ha marchado de Avonsford y sus nuevas fincas son demasiado grandes para que las administre un viejo como yo.

A la sazón el joven Joshua Forest opinaba que la mansión de Avonsford, con su piedra de distintas tonalidades, sus muros de pedernal y su modesto parque, resultaba inadecuada para un hombre de su categoría. Era suficiente para una familia que se contentaba con desempeñar el papel de aristócratas provincianos, pero él aspiraba a más.

—¿Recuerdas a los Bouverie, los que adquirieron unas tierras junto a Clarendon? —le preguntó su padre—. Han sido nombrados condes de Radnor; son casi tan importantes como el mismo Pembroke —agregó sonriendo—. El joven Joshua Forest se ha propuesto imitarlos. Conserva unas tierras en Sarum, y ha adquirido muchas más en el norte del condado, donde piensa construirse una mansión digna de un gran noble. Yo no estoy ya para esos trotes.

—¿Todavía aparece por Salisbury?

—Oh, sí. Posee una hermosa casa en el recinto, en la que se aloja cuando viene aquí. Ya la verás, pues me ha pedido que le informe de tu llegada. No todos los días regresa a Sarum un heroico capitán de las Américas, querido hijo. Te has convertido en un personaje importante.

Y así era. Pese al hecho de que Adam aún no había visitado a un sastre y tenía un aspecto penoso, a la mañana siguiente su hermana Frances lo condujo con orgullo por el recinto de la catedral. Antes de llegar al prado de los niños del coro, Adam había recibido cuatro invitaciones a cenar, y el fervoroso ruego de tres viejas solteronas de que fuera a visitarlas lo antes posible.

—Las damas maduras te devorarán en una semana —comentó Frances divertida.

La catedral estaba cerrada por obras, y Adam observó con tristeza que al viejo campanario le habían quitado la torre y la mayoría de sus campanas.

—Decían que era peligroso —le explicó Frances—, pero les llevó veinte años hacer algo para remediarlo. Aquí nos movemos despacio, hermano Adam, pero llegamos puntualmente. —Tras esas palabras Frances le agarró afectuosamente del brazo.

La recepción que le dispensaron en la ciudad no fue menos cálida. Más tarde, cuando Adam entró en el café del Jabalí Azul, donde solían reunirse los caballeros de la ciudad, le dispensaron una acogida análoga a la que le habían ofrecido en el recinto.

Pero el momento más emotivo se produjo aquella noche, cuando el joven Ralph se presentó en su habitación y le rogó con expresión solemne que le dejara ver su herida.

Marzo fue un mes delicioso. Adam había olvidado que uno pudiera experimentar tanta dicha. Compró ropa nueva; incluso adquirió unos zapatos que hacían furor, con un adorno de diamantes en lugar de una hebilla.

—Parecen más propios de una mujer que de un hombre —protestó sonriendo cuando Frances insistió en que los comprara. Era una joven muy persistente. Antes de que Adam pudiera reaccionar Frances le llevó a adquirir una peluca nueva, con unos espléndidos ricitos a los lados, que había que encasquetarse sobre el pelo peinado en una trenza recogida en la nuca con una cinta. Frances se la ajustó en la cabeza.

—La última moda es que los militares luzcan su propio cabello —le aseguró la joven—. Es el estilo Ramillies.

Adam se sometió a sus caprichos sin rechistar. A fin de cuentas, pensó, no todos los días le arreglaba el pelo una mujer.

—Parezco un petimetre —comentó Adam sonriendo cuando Frances terminó de acicalarlo. Ella se rió y le estampó un beso en la mejilla.

Adam no tardó ni un mes en encariñarse con sus hermanastros. Ambos eran ingenuos y alegres. Visitó la escuela de Ralph, donde observó sus progresos; asistió a las obras teatrales en las que intervenía Frances y aplaudió entusiasmado.

—Desde que murió mi esposa, mis hijos me mantienen joven —dijo Jonathan en tono afable.

Pero había otros temas más serios que comentar.

—He conseguido mantener a mis hijos —explicó Jonathan a Adam cuando éste llevaba una semana en Sarum—. No con lujos, pero con la suficiente holgura para que no pasen privaciones. Su madre tiene un hermano en Winchester que ha prometido ocuparse de ellos en caso de que yo muera. Pero me temo que no tengo nada que dejarte a ti. ¿Qué piensas hacer?

Era una pregunta que Adam se había hecho en varias ocasiones, pero a la que no sabía responder. De momento vivía de su media paga. O bien debía reanudar su servicio militar o vender su grado de oficial. Ello le reportaría un buen dinero, pero no el suficiente para vivir de él.

—¿Qué puedo hacer aquí? —preguntó.

—Poca cosa —respondió Jonathan, que pasó a explicarle la situación de la economía local.

Conversaron por espacio de una hora. Adam había olvidado que su padre —si uno disculpaba sus prejuicios tory y su mordaz sentido del humor— poseía una mente lúcida y perspicaz. Pese a su avanzada edad y a su jubilación, poco de lo que ocurría en Sarum pasaba inadvertido para Jonathan.

—Nuestros terratenientes se sienten satisfechos. No están conformes con la tasa sobre las tierras, pero algunos se la cargan a sus arrendatarios. Los precios del trigo han subido, de modo que los beneficios de los terratenientes han aumentado también. Pero debido al alza de los precios muchos terratenientes conceden a sus inquilinos unos arrendamientos a corto plazo, para poder aumentar la renta. Nosotros lo hacíamos en las propiedades de Forest, aunque no me gustaba ir a ver a los inquilinos y comunicarles la noticia. De modo que si habías pensado hacerte agricultor, te aconsejo que desistas. No tienes suficiente dinero.

Adam interrogó a su padre sobre las ovejas que había visto en los riscos. ¿No eran distintas de las ovejas que él había visto de niño?

Jonathan emitió un suspiro de resignación.

—Advertí a Forest que no lo intentara pero no me hizo caso —respondió—, al igual que muchos otros.

Los agricultores de Wiltshire habían creado una nueva especie de oveja a partir de la antigua raza, un animal más corpulento con patas más robustas y el vientre desprovisto de lana.

—Es un hermoso animal, pero no medra en nuestros pastos y es propenso a contraer ciertas enfermedades; la mitad de las ovejas están enfermas. Es cierto que las viejas razas podían mejorarse, pero la única región del sur de Inglaterra que ha conseguido unos resultados espectaculares es Sussex, donde crían una raza de ovejas con una lana muy superior a la nuestra. Querían introducirla en Wiltshire, pero hasta la fecha nuestros ganaderos se han mostrado remisos, y todos pagamos las consecuencias.

Al parecer, algunos sectores de la industria pañera estaban prosperando: los algodones, las franelas, las sargas y los tejidos finos. El encaje de bolillos de Salisbury era excelente. Pero la mayoría de esas empresas estaban dirigidas por comerciantes y artesanos.

—A ti eso no te interesa —dijo Jonathan.

Por otra parte estaba la industria de las alfombras en Wilton. Adam recordó que ésta había comenzado siendo él niño, y que lord Pembroke había financiado un proyecto para fabricar unas alfombras tan buenas como las francesas.

—Los talleres se quemaron hace diez años —le explicó Jonathan—. Los han reconstruido, pero hoy en día en Southampton manufacturan unas alfombras de excelente calidad; y dicen que las de Kidderminster, en Worcestershire, son aún mejores.

—En resumen —dijo Jonathan—, los negocios en Sarum no van mal, pero tampoco están en un período de desarrollo, de modo que éste es un lugar difícil para un caballero sin recursos.

—No sé qué hacer —confesó Adam.

—Búscate una viuda rica en Bath —le aconsejó su padre con franqueza—. Las hay a montones. Es lo mejor que puedes hacer.

Era un consejo muy acertado; pero Adam no estaba seguro de querer seguirlo.

Hacia fines de marzo Adam Shockley conoció a un personaje singular.

Estaba sentado una mañana en el café del Jabalí Azul, leyendo el periódico, cuando una voz interrumpió su lectura.

—¿Me permite ocupar la silla que hay frente a usted?

—Por supuesto.

Adam miró por encima del periódico, pero no vio a nadie.

—Se lo agradezco, señor —dijo la voz.

Adam miró por debajo del periódico y vio a Eli Mason.

Medía poco más de un metro y veinte centímetros. Debía de tener unos cuarenta años, o treinta. Tenía la cabeza grande, redonda y roja, la nariz puntiaguda, y unas orejas de soplillo que daban la impresión de que alguien se las había pegado al cráneo en el último momento. Su cuerpo era canijo, pero el hombrecillo se sentó en la silla de un salto demostrando una inusitada agilidad. Exhalaba un aura de profunda bonhomía.

El hombre miró a Adam y sonrió.

—¿Cómo está usted?

—Bien gracias, ¿y usted?

—¿Le complace el periódico que lee?

—Sí.

—¿Le parece bien editado?

—Pues sí.

—Yo soy el editor —dijo el hombrecillo con evidente satisfacción mostrándole unas manitas con unos dedos tan minúsculos que parecían muñones.

Adam observó que los tenía manchados de tinta.

—Soy Eli Mason, señor —dijo el hombre—. Y usted, según me han informado, es el capitán Shockley, que acaba de regresar de la guerra.

—Así es, señor —respondió Adam, dejando el periódico sobre la mesa.

Era un diario modesto pero excelente, aunque no tan importante como el Salisbury Journal, que se había fundado a principios de siglo, y contenía unos artículos bien escritos y bastantes anuncios.

—Editamos mil ejemplares —le explicó Eli—. No tantos como el Journal, que tiene una tirada de cuatro mil, pero nuestras prensas están siempre ocupadas.

Toda noticia importante en Sarum era publicada por Eli y su familia. A Adam le admiró el orgullo con que Eli hablaba de su trabajo. Al poco rato el hombrecillo le puso al tanto de todos los rumores que corrían por la ciudad. Adam le escuchó fascinado.

Pues aunque sólo llevaba un mes en Sarum, era la primera vez que conversaba con un hombre de negocios.

No tenía nada de extraño. Algunas de las familias afincadas en el recinto de la catedral descendían de concejales, pero ahora pertenecían a la alta burguesía. Aunque Jonathan Shockley fuera pobre, jamás se le habría ocurrido invitar a uno de los prósperos comerciantes a sentarse a su mesa, ni se habría codeado con ellos en las casas de los canónigos o en la mansión de un caballero de la localidad. Puede que los hijos de la alta burguesía y de los comerciantes estudiaran en la misma escuela, pero a partir de ahí, a menos que la fortuna o el talento permitieran al hijo del comerciante ascender en la escala social, sus caminos se separaban y no volvían a cruzarse.

Sin embargo, cuando se hallaba en América recuperándose de su herida, Adam había conocido a otro tipo de hombres: agricultores y comerciantes independientes que hacían negocios unos con otros y vivían tranquilamente sin considerarse menos importantes que la gente que ocupaba un escalafón superior. Aunque era su prisionero, Adam había llegado a apreciarlos y con frecuencia se decía que su modo de enfocar la vida era parecido al del joven Hillier que había conocido a orillas del San Lorenzo. Mientras charlaba con Eli Mason, Adam tuvo la sensación de hallarse de nuevo entre ellos.

Ambos hombres conversaron en términos cordiales, comentando los méritos relativos de las prensas de Mason en comparación con otras. Adam le hizo unas preguntas sobre su negocio con la desenvoltura de un empresario.

—¿Qué piensa hacer ahora, capitán? —preguntó Eli.

—Ojalá lo supiera —confesó Adam con franqueza—. No hay muchas oportunidades en Sarum para un capitán que cobra media paga.

Tras reflexionar unos instantes Eli preguntó:

—¿Por qué no vende su grado militar?

—Con ese dinero no podría vivir de renta.

Eli volvió a quedarse pensativo.

—Los hombres como usted deberían casarse —dijo.

—No puedo permitírmelo —repuso Adam sonriendo.

—Búsquese una viuda rica.

—Eso es lo que me aconseja mi padre.

—¿Pero a usted no le apetece?

—No.

—¿Qué tipo de trabajo está dispuesto a hacer, capitán?

—El que sea —contestó Adam.

—¿El que sea? ¿Un caballero como usted?

Adam sonrió.

—¿Insinúa que un caballero no debe trabajar, señor Mason?

Eli clavó la vista en la mesa con aire pensativo.

—No es frecuente que un caballero tan distinguido como usted pase media hora charlando con un comerciante como yo, capitán.

Adam contempló el periódico sin responder.

Le habría asombrado saber lo que en aquellos momentos pensaba el hombrecillo. Pues en la mente de Eli se había formado un pensamiento casi obsesivo: «Por fin he encontrado al hombre que necesito».

Tras una breve pausa dijo:

—Mi familia vive cerca, capitán. Estarán encantados de conocer a un oficial que acaba de regresar de América. ¿Desea estrechar la mano de mi hermano? —Al notar que Adam dudaba, Eli se apresuró a añadir—: No somos gente distinguida, desde luego, sino unos modestos comerciantes.

Suponiendo que se trataba de una familia de enanos como Eli, y no queriendo ofenderle, Adam Shockley accedió a ir con él.

Diez minutos más tarde, cuando Eli hizo pasar al capitán Shockley al modesto cuarto de estar de una casa situada en la manzana del Antílope, Adam se quedó atónito al ver que ninguno de los miembros de aquella familia, compuesta por Benjamín Mason, ferratero e impresor, su esposa Eliza, sus dos hijos y Mary, hermana de Benjamín, tenía una estatura inferior a la normal.

—Os presento al capitán Shockley —anunció Eli con entusiasmo—. Un caballero de los pies a la cabeza. Necesita una esposa.

Todos los presentes se echaron a reír ante aquella salida.

Adam Shockley no sólo estrechó la mano de Benjamin Mason, sino que conversó con él durante largo rato. Averiguó que, aunque modesto, era un comerciante de cierto peso en la ciudad; que había ampliado el negocio de tijeras que le había dejado su padre; que poseía una ferretería y un taller de imprenta; y que él y su esposa se ocupaban de su hermano Eli, quien por algún motivo no había alcanzado una estatura normal, y de su hermana menor, Mary, una mujer discreta y de carácter afable que Adam supuso que tendría entre veinticinco y treinta años. Benjamin Mason era una versión corregida y aumentada de Eli, salvo que no tenía las orejas tan separadas del cráneo y mostraba un talante un tanto severo. No llevaba peluca, sino el pelo castaño peinado hacia atrás y recogido; vestía una sencilla casaca marrón oscuro y unas medias de lana grises. Sus hijos le tiraban insistentemente de la manga mientras contemplaban atónitos al espléndido capitán —que les sonrió con amabilidad—, pero el padre los aquietó con un ademán y les advirtió que no debían interrumpir. Tras la sorpresa inicial que le produjo la inesperada presencia de Adam en su casa, aprovechó la oportunidad para hacerle unas preguntas sobre América y, en particular, sobre la situación religiosa en aquel continente.

—Nosotros somos metodistas —le explicó a Adam—. Con ello me refiero a que, al igual que John Wesley, no deseamos romper con la Iglesia anglicana, sino reformarla y animarla a predicar y divulgar la palabra de Dios. Confío en no haberle ofendido, capitán.

—En absoluto —respondió Shockley.

Aunque el padre de Adam, por un principio tory, seguía criticando a los wesleyanos, aquél no comprendía cómo un miembro sensato de la Iglesia anglicana podía reprocharles sus ideas. Los metodistas rechazaban la costumbre de los clérigos de conservar unos cargos eclesiásticos cuyas diócesis jamás visitaban pero de los que obtenían una buena renta y desde los cuales exhortaban a los sacerdotes a predicar.

—La Reforma fue concebida para atajar esos abusos en la Iglesia católica —observó Benjamin Mason con calma—; pero ahora hallamos esos mismos abusos en la nuestra.

No sólo hablaron sobre religión, y al poco rato Adam se percató de que los hijos de Benjamin estaban tan ansiosos por inspeccionar su peluca como su padre de informarse sobre la situación religiosa en América. Adam accedió a quitarse la peluca para que los niños la examinaran y les explicó que su hermana le había obligado a comprarla.

—Pretende transformar a un hombre sencillo como yo en un distinguido personaje —dijo riéndose—, pero me temo que no engaño a nadie.

Durante todo el rato, según advirtió Adam, Eli Mason permaneció sentado en una tosca silla de madera junto a la puerta, sin participar en la conversación pero mostrando un aire satisfecho. La joven, Mary, estaba sentada muy modosita junto a su cuñada, con las manos cruzadas sobre el regazo. Llevaba un sencillo vestido de color gris; su rostro, algo picado de viruelas, no desvelaba lo que sentía aunque a menudo se iluminaba con una sonrisa. Sus ojos grises, muy hermosos por cierto, estaban por lo general fijos en el suelo; su cabello castaño claro, un tanto rebelde y ensortijado, se resistía a ser domeñado.

—¿A qué se dedica su hermana? —preguntó Adam a Benjamin, señalando a la dama en cuestión con una cortés inclinación de la cabeza.

—Se ocupa de todos los asuntos relacionados con esta casa y el negocio, capitán Shockley —repuso el comerciante con una carcajada—. Es la más práctica de la familia, ¿no es cierto, Mary?

Mary se limitó a sonreír.

Dos días más tarde, el bandolero atacó de nuevo al noroeste de Wilton, en el camino de portazgo de la empresa Fisherton en la que sir Joshua Forest poseía una importante participación.

El joven Ralph Shockley no cabía en sí de gozo.

—Llévame contigo —suplicó a Adam con insistencia—. Le perseguiremos a caballo y lo atraparemos.

Adam no pudo librarse de él hasta después de cenar, cuando salió para ir a jugar una partida de whist en el Catch Club.

Durante el mes siguiente, Adam se encontró con Eli Mason en varias ocasiones en el café; en una de ellas, a petición de Eli, visitó su imprenta para observar al hombrecillo trabajando afanosamente entre las grandes bandejas de tipos de letra que alcanzaba subiéndose de pie sobre un taburete.

—Aunque soy pequeño —dijo ufano a Adam—, mi familia me aprecia porque soy trabajador.

Adam visitó en varias ocasiones a Benjamin Mason para pasar una hora conversando con él. El comerciante wesleyano estaba bien informado sobre numerosos temas y él y Adam comentaban las noticias procedentes de América. El otoño anterior la armada francesa se había unido a los rebeldes americanos y ni las fuerzas terrestres ni las navales habían conseguido ganar terreno a los independentistas; aunque un contingente de soldados ingleses había tomado algunas islas francesas en las Indias Occidentales, al poco llegó la noticia de que Dominica había sido conquistada por los franceses.

—Por mí pueden quedársela —dijo Shockley a Mason sonriendo con cierta amargura—. Lo único que conseguí allí fue contraer la malaria.

Pero aunque disfrutaba charlando con Benjamin, Adam tuvo que reconocer para sus adentros que una de las principales razones por las que acudía a su casa era para ver a Mary Mason.

La joven rara vez entraba en la habitación; pero cuando lo hacía Benjamin solía dirigirse a ella para preguntarle su opinión sobre el tema del que estuvieran hablando, y aunque Mary siempre respondía en voz queda, Adam observó que sus opiniones eran juiciosas y revelaban un agudo sentido del humor.

—¿Podemos ganar la guerra contra América, señorita Mason? —le preguntó Adam.

—No, capitán Shockley —repuso ella—. Incluso Pitt habría puesto fin a esta guerra. De hecho, creo que la guerra acabará con lord North.

Adam emitió una carcajada. El gran William Pitt, que había recibido el título de lord Chatham, había fallecido el año anterior, y el pobre e incompetente lord North, el actual primer ministro, no estaba preparado para cumplir esa delicada labor en tiempos de guerra.

«Qué mujer tan sensata», se dijo Adam.

Un día, mientras los tres conversaban, Benjamin tuvo que ausentarse para atender un asunto, y durante media hora Adam permaneció sentado, charlando animadamente con Mary y respondiendo a sus preguntas sobre su vida.

Mary no poseía los modales afectados de las mujeres de la alta sociedad. El tener que hacerse la ingenua sin duda le habría parecido una solemne majadería, y si alguien le hubiera dicho que no se estilaba el que las mujeres expresaran sus opiniones, Mary no le habría hecho el menor caso.

Adam se encontró con ella un día por azar en un sendero que discurría a través de los prados desde Salisbury hasta la pequeña aldea de Harnham. Caminaron juntos hasta la aldea, admiraron el apacible molino y el canal de derivación, y luego regresaron a la ciudad. A Adam le agradó el paseo y a partir de ese día solía repetirlo con frecuencia. En tres o cuatro ocasiones volvió a encontrarse con Mary en el sendero o en la colina Harnham, y durante esos paseos Adam llegó a la siguiente conclusión:

«Si yo tuviera dinero, tal vez me casaría con ella».

Pero no dejó que ese pensamiento tomara una forma más concreta.

«Eres demasiado pobre y ya no tienes edad para eso», se dijo a sí mismo.

El tiempo pasaba y él no había logrado resolver el problema de cómo ganarse el sustento. Y aunque le gustaba vivir en la casa familiar con su padre y sus hermanastros, a los que quería mucho, Adam se sentía incómodo.

De pronto, el 30 de mayo de 1779, sir Joshua Forest se presentó en Sarum.

Joshua Forest tenía treinta y pocos años; era un hombre de mediana estatura, muy moreno, muy delgado, con la nariz larga y ganchuda y unas manos largas y finas. Se mostraba amable con todo el mundo, aunque con una cortesía un tanto forzada.

—Y lo ve todo, hasta una mosca en la pared —comentó Jonathan al describirlo.

Tras vivir una temporada en Londres, sir Joshua se había instalado en su nueva casa en el norte del país y ahora había venido a pasar un mes en Sarum.

Aquella mañana, cuando Adam llegó a casa después de haber pasado un rato charlando con Eli en el café, su padre le anunció:

Sir Joshua ha enviado un sirviente. Estás invitado a comer hoy mismo. —Jonathan miró a su hijo con aire pensativo—. Mantén los oídos bien abiertos y quizá te enteres de algo que te conviene —añadió. Pero cuando Adam le preguntó a qué se refería, su padre no respondió.

Eran las cuatro de la tarde cuando el capitán Adam Shockley se presentó en casa de sir Joshua Forest, baronet. La hora de la comida era alrededor de las tres, pero a sir Joshua, como todo el mundo sabía, le gustaba comer tarde.

La mansión de sir Joshua Forest estaba ubicada en el extremo opuesto del recinto catedralicio. Era un edificio grande, rectangular, revestido en parte con piedra gris y rodeado de césped. Ante la fachada había un camino de grava. A un lado, detrás de una pequeña tapia, otro camino conducía a las cocheras y a los establos, situados detrás de la casa. La planta principal había sido construida algo elevada del suelo; delante de la puerta de entrada había unos elegantes peldaños con las esquinas redondeadas.

Al llegar Adam vio varios lujosos carruajes detenidos en el camino de grava; en la puerta del carruaje más grande aparecía grabado el escudo de armas de la familia Forest.

Le abrió la puerta un lacayo de peluca empolvada, y al cabo de un momento Adam atravesó el reluciente suelo de mármol negro y blanco del vestíbulo. En las paredes junto a la amplia escalinata que ascendía por dos costados del vestíbulo, colgaban unos retratos de los Forest. En un pedestal colocado en una esquina había un busto de mármol de sir George. Las puertas que daban al vestíbulo estaban rematadas por frontones clásicos adornados con molduras de yeso. Del elevado techo, sujeta por una cadena de seis metros de largo, pendía una espléndida araña de cristal que sir George había adquirido en Francia.

A la izquierda de Adam, un segundo lacayo abrió la alta puerta de paneles pintada de blanco que daba acceso al salón, y le invitó a pasar.

Todos los presentes eran varones: dos o tres terratenientes locales; un clérigo al que Adam no conocía, pero evidentemente acaudalado; dos extraños, probablemente de Londres; y como es lógico, su anfitrión.

—Bienvenido, capitán Shockley. Su presencia nos honra.

Sir Joshua respondía a la descripción que le había hecho su padre. Pero cuando se dirigió hacia Adam para saludarle, éste reparó en un detalle que Jonathan Shockley había obviado.

Sus andares y modales eran perfectos.

Había aprendido el arte de comportarse con elegancia en Italia y en Francia durante una gira europea que había durado cuatro años. Y lo había aprendido de forma magistral.

Durante una gira europea un hombre podía estudiar muchas cosas. Podía aprovechar para leer un poco de historia. Podía aprender unas palabras de francés, alemán e italiano. Podía, si tenía las debidas influencias, conocer a los gobernantes y a los personajes importantes de media docena de países, que más tarde le ayudarían a labrarse una carrera pública. Podía, como había hecho el actual lord Pembroke, estudiar los pormenores de la cría y la doma caballar en aquellas increíbles escuelas de equitación donde los caballos ejecutaban unas exhibiciones con la precisión de un bailarín de ballet, y traer de regreso a Wilson unos caballos, unas ilustraciones y un manual redactado por él mismo.

O bien —era más raro, pero era lo que había hecho sir Joshua Forest— podía estudiar modales.

Forest había adquirido en Italia y en Francia la más huidiza de las artes del siglo XVIII: unos modales perfectos. Mostraba un talante tan artificial, tan perfecto, que uno se sentía cómodo en su presencia. Era tan perfecto como una figurilla china a la que no le encuentras un defecto por más que la examinas. Incluso cuando atravesaba una habitación, lo hacía con un empaque y una fluidez que parecía como si no se moviera. Su rostro, aunque sir Joshua sonreía con afabilidad, y a veces fruncía el entrecejo, recuperaba rápida y fácilmente una expresión de serenidad. El cuerpo, impecablemente vestido, infinitamente cortés incluso con los seres más viles en las raras ocasiones en que reparaba en su presencia, se había convertido casi en una marioneta. Sir Joshua exhibía los modales perfectos de quienes viven en un mundo aparte, en el mundo aristocrático. Si estos seres se topaban con un hombre como el capitán Shockley, podían —si lo deseaban— mostrarse encantadores.

Nadie es capaz de discutir con una obra de arte. Y sir Joshua Forest era una pequeña obra de arte.

Forest presentó a Adam a sus convidados; los dos caballeros de Londres eran miembros del Parlamento. El clérigo —un hombre alto y corpulento que, según averiguó Adam, ocupaba una docena de cargos que le reportaban cuantiosos ingresos— pronunció unas amables palabras sobre su valor en la campaña americana. En términos generales, los asistentes le hicieron el honor de dirigirse a él como si le hubieran tratado durante toda la vida. Es decir, practicaron el arte conocido en aquel entonces como condescendencia, el cual no poseía el significado que posee hoy en día, sino que constituía el arte de dar a entender a una persona, mediante una cortesía intachable, que uno no pretendía mostrarse superior a ella.

—Le asediaremos a preguntas, capitán —dijo su anfitrión afablemente.

Al poco rato se trasladaron del salón, con su elegante techo decorado con molduras de yeso, a una estancia más pequeña.

—Puesto que somos un reducido grupo de amigos —anunció Forest—, cenaremos en la habitación verde.

Era una salita que daba al jardín, situada en la parte posterior de la casa. Las paredes estaban tapizadas con damasco verde. En el centro habían instalado una mesa estrecha bajo una magnífica talla de yeso en el techo que representaba un cisne, uno de los blasones de la familia. En el muro más largo colgaba un bello cuadro que representaba la muerte de Wolfe en Quebec, y en el corto, sobre una mesa Chippendale, otro cuadro no menos heroico de Clive de Plassey. Era una estancia espléndida, acogedora, de marcado sello masculino.

La mesa estaba dispuesta con una magnífica vajilla que Forest, siendo un hombre de buen tono, había encargado que le enviaran de China; cada pieza ostentaba su escudo de armas. Unas espléndidas copas de plata y cristal completaban el cuadro.

Tan pronto como se sentaron a la mesa comenzaron a conversar. Forest se ufanaba de que durante sus cenas la conversación rayaba siempre a la altura de la ocasión, y él mismo se encargaba de guiarla con mano invisible.

Fue una cena regia.

En primer lugar sirvieron pescado: un gigantesco rodaballo, lenguado frito y trucha, regados por un vino blanco alemán.

La conversación giró en torno a Sarum y a los asuntos relacionados con el condado. Forest preguntó a Adam si le parecía que el lugar había cambiado durante su ausencia, y éste respondió que muy poco; los dos caballeros de Londres parecían conocer al señor Harris y a su hijo. Lord Pembroke se hallaba en esos momentos en Londres y lord Herbert, su hijo, que estaba realizando una gira europea, había partido de Munich hacia Viena. Era evidente que todos los presentes conocían personalmente a esos ínclitos personajes, pero hacían que Adam se sintiera tan cómodo que casi tuvo la sensación de conocerlos personalmente.

El clérigo, según averiguó Adam, disfrutaba, entre muchos otros, del beneficio eclesiástico de Avonsford, pero sólo había visitado el lugar en una ocasión.

—Es una localidad pequeña —explicó el clérigo—. He contratado a un joven cura que ejecuta a la perfección las tareas que allí se requieren.

Hablaron sobre los miembros locales del Parlamento, sobre la eficacia con que sir Samuel Fluyder había fomentado años atrás el decaído comercio del paño de Chippenham.

—Las autoridades del municipio le comunicaron que podía representarles en el Parlamento siempre y cuando promocionara su paño, y a fe mía que sir Samuel se comportó durante años como un auténtico pañero —comentó riendo uno de los terratenientes.

—Según tengo entendido —observó Adam—, a Salisbury le convendría que uno de sus representantes hiciera otro tanto. Necesitan a un hombre que se presente en la corte vestido con el mejor paño de Salisbury y dispuesto a decir dónde lo adquirió.

Adam observó satisfecho que su comentario había sido bien acogido por los demás.

—Estoy de acuerdo —manifestó sir Joshua—. Nuestros comerciantes venden un paño de magnífica calidad, pero no saben darlo a conocer.

A continuación sirvieron un cuarto delantero de cordero, y un excelente clarete.

La conversación giró en torno al gobierno y a la guerra.

—El pobre North, que no hace nada a derechas —comentó uno de los caballeros de Londres—, ha reducido las tropas regulares a un estado lamentable, y la mitad de nuestra caballería está acantonada con Ward en Bury, donde Sansón perdió el flequillo. Si se confirma el rumor de que la flota francesa está a punto de llegar, podrán desembarcar donde les plazca sin hallar la menor resistencia.

—Y nuestra armada está tan esquilmada —observó uno de los terratenientes— que cualquier corsario americano, como el maldito John Paul Jones, podría realizar actos de piratería desde las costas de Irlanda, como hizo el año pasado, sin que nadie sea capaz de pararle los pies.

—Nuestra mayor seguridad —afirmó el clérigo— reside en que los franceses ignoran lo poco preparados que estamos para la guerra, y no se imaginan la torpeza de nuestros ministros.

Todos los presentes deseaban conocer la opinión de Adam acerca de América. Adam la expuso con franqueza, relatándoles cuanto sabía sobre los hombres que se oponían a los ingleses. Les habló del joven Hillier, de lo mucho que éste creía en el panfleto de Tom Paine y en los derechos naturales. Todos los presentes le escucharon fascinados. Cuando Adam hubo terminado, uno de los terratenientes observó con aire sombrío:

—No me gusta una palabra de lo que nos ha contado, capitán Shockley. Me opongo rotundamente a las ideas que según usted sostiene esa gente. Pero le estoy profundamente agradecido porque por primera vez en cinco años creo comprender en qué consiste el conflicto con América. —Sus palabras fueron acogidas con murmullos de asentimiento—. Ahora veo que nuestra causa está perdida —añadió.

—Ése es el problema —terció Forest—. Eso es justamente lo que teme el rey. Si concedemos a América el derecho a la autodeterminación, y esas ideas radicales logran imponerse allí, Irlanda pretenderá otro tanto, al igual que las Indias Occidentales. No podemos permitirlo.

En ésas apareció el pollo hervido, seguido de lechón, lengua y ternera asados con trufas; todo iba acompañado con guisantes y judías verdes, y más vino. La conversación pasó con naturalidad a los temas políticos domésticos. Hablaron sobre Burke, el estadista y filósofo que simpatizaba con los americanos pero defendía la Constitución inglesa.

—Burke tiene razón —dijo Forest—. Nuestra fuerza no reside en una serie de derechos que se nos ha ocurrido reivindicar de la noche a la mañana, sino en las misma raíces de nuestra historia y nuestras instituciones. En eso radica la grandeza de una nación.

—¡Muy bien, Joshua! —exclamó el más joven de los dos miembros del Parlamento—. ¡Nuestra nación incluso nos ha dado a lord North!

Los comensales prorrumpieron en carcajadas.

Sin embargo, todos coincidieron en que el antiguo sistema británico de leyes y de gobierno era inmejorable.

—Pensemos por ejemplo en nuestras leyes —dijo el clérigo—. ¿Quién de nosotros ha leído los Comentarios de Blackstone?

Esos gruesos volúmenes habían aparecido hacía diez años. Demostraban, sin ningún género de duda, que el derecho consuetudinario y los privilegios de los ingleses provenían de los tiempos de los sajones, y que eran insuperables.

Los dos miembros del Parlamento torcieron el gesto para indicar que aunque conocían esa gran obra, preferían que no se les interrogara al respecto. Pero comoquiera que Adam la había leído durante su largo y tedioso servicio en la guarnición antes de que estallara la guerra con América, respondió con calma:

—Yo los he leído. Pero preferiría que Blackstone hubiera reconocido que algunas cosas son mejorables.

—El capitán Shockley tiene toda la razón —dijo Forest. Y dirigiendo a Adam una sonrisa más cálida de lo habitual, añadió—: Demuestra ser un hombre instruido.

Luego hablaron de otras cuestiones. Wilkes, ese persistente agitador en la Cámara de los Comunes, había propuesto una ley para reformar la representación parlamentaria y abolir algunos pequeños municipios como el de Viejo Sarum y su puñado de electores, a fin de procurar más votos a las grandes ciudades y a la clase media.

Todos los presentes dijeron que era una infamia, pero cuando Forest preguntó a Shockley qué opinaba al respecto, Adam hizo una pausa antes de responder.

Personalmente le parecía una propuesta razonable; sin embargo, como no deseaba ofender a sus contertulios, se limitó a decir:

—Quizá convenga realizar una pequeña reforma antes de que sea demasiado tarde.

Al parecer su respuesta satisfizo a los presentes, y la conversación pasó a otros temas.

Pero por primera vez Adam se dio cuenta de que, si bien de forma indefinible, le estaban poniendo a prueba, y recordó la advertencia que le había hecho su padre. Adam se preparó para lo que pudiera venir.

Aunque lo que vino no fue otra pregunta, sino el siguiente plato: pichones y espárragos, cerceta, becada, un par de chorlitos y más vino tinto.

Después los comensales trataron de temas menos profundos: el nuevo libro del señor Gibbons sobre la caída del Imperio Romano, la nueva obra teatral del señor Sheridan y un magnífico cuadro pintado por Gainsborough; y aunque Shockley se percató de que la mano de Forest les guiaba suavemente con algún fin, sin duda calculado, no pudo por menos de admirar el arte con que lo hacía.

Aunque no perteneciera al mundo de la alta sociedad, Adam se alegró de comprobar que era capaz de expresar su opinión acerca de la mayoría de temas. Pero incluso durante esa charla alegre y cordial, su instinto le advirtió de que Forest estaba tomando buena nota de todo cuanto decía.

Era evidente que sir Joshua se sentía satisfecho, pues de pronto declaró:

—Creo que al capitán Shockley le gustaría ver un objeto muy curioso que descubrimos hace poco. —Acto seguido Forest abandonó la estancia para regresar al cabo de unos momentos con un pequeño pergamino, que mostró a sus convidados—. Lo hallamos en una caja en la mansión de Avonsford poco antes de abandonarla —les explicó—. ¿Podría alguno de ustedes decirme de qué se trata?

Era un dibujo. Aunque resultaba difícil adivinar cuándo había sido realizado, no tendría menos de dos siglos de antigüedad.

Representaba un laberinto circular dividido en cuatro secciones simétricas dentro de las cuales discurría un sinuoso sendero. No estaba diseñado para que un caminante se perdiera, sino para que tuviera que seguir un tedioso trayecto hacia delante y hacia atrás por todos los recodos hasta alcanzar el centro. Debajo de él aparecía la siguiente leyenda:

EL LABERINTO DE AVONSFORD

—He encontrado ese lugar —dijo Forest—. Estoy convencido de ello: es un círculo de tejos sobre una colina situada cerca de esta casa. Hasta distinguí unas leves marcas en el suelo que se corresponden con este plano. ¿De qué se trata, capitán Shockley?

Adam confesó que no tenía la más remota idea.

—Creo que es uno de esos laberintos tan apreciados en tiempos de la reina Isabel —respondió uno de los presentes—. Solían construirlos con setos.

—Eso supuse —dijo Forest.

Pero el clérigo, tras echar un breve vistazo al pergamino, meneó la cabeza.

—No. Sé algo sobre antigüedades y esto se remonta a una época anterior. Se trata de un dibujo pagano, anterior a los tiempos cristianos e incluso romanos. Es tan celta como Stonehenge.

El clérigo se expresó con tal rotundidad que nadie puso en duda que ésta fuera la historia del laberinto. Ninguno de los distinguidos presentes sabía que un caballero medieval había llevado a cabo en él un solitario peregrinaje.

En aquel momento apareció la langosta, acompañada por otro vino.

El vino era excelente. Aunque Adam no estaba ebrio, experimentaba un agradable calor y se sentía relajado. Cada plato, según se percató, había propiciado un tema determinado, pero Forest había llevado la conversación por los derroteros que a él le convenía, y lo había hecho con tal arte que nadie había reparado en ello. Adam contempló la langosta que tenía en el plato. ¿Cómo había surgido en esos momentos el tema de la agricultura? No lo recordaba.

—Me temo que la época del pequeño agricultor ha pasado —observó Forest—. Ahora arriendo todas las tierras a corto plazo y he solicitado autorización al Parlamento para acotar mil doscientas hectáreas en el norte del condado. Pero no sé si lo haré. Algunos me han aconsejado que no lo haga.

Shockley sabía que en el norte, la zona productora de quesos y productos lácteos, se había acotado un gran número de terrenos. Según ese sistema, un terrateniente tenía que solicitar autorización al Parlamento para apropiarse de las tierras comunitarias, pero la autorización solía concederse sin mayores problemas. Algunos protestaban diciendo que los agricultores pobres eran expulsados de las tierras, pero no podía negarse que las áreas acotadas rendían mayores beneficios.

—¿Qué opina, capitán Shockley? —preguntó Forest.

Era una trampa. Aunque había bebido bastante vino, Adam no había perdido la lucidez.

—Creo que el cambio es inevitable —repuso. Y al recordar una larga y provechosa conversación que había mantenido hacía poco con Benjamin Mason agregó—: Hay otro factor que ha omitido usted. Muchos pequeños agricultores redondean sus ingresos animando a sus esposas e hijas a hilar. Pero existe un nuevo invento que no tardaremos en utilizar: una hiladora mecánica provista de varios husos. De hecho, algunos ya lo utilizan en este condado. Cuando su empleo se implante en toda la región, las hilanderas desaparecerán y la situación cambiará de forma radical. Cuando los pequeños agricultores no puedan subsistir, no necesitarán las tierras comunitarias y todas las objeciones al acotamiento de las mismas desaparecerán. Personalmente lo lamento —confesó Adam—, porque es triste ver desaparecer un sistema de vida que conocí de niño. Pero es inevitable. —Adam se detuvo un momento antes de añadir—: En cuanto a su pregunta sobre si debe acotar esos terrenos, creo que cada cual ha de obrar según su conciencia. Si al hacerlo perjudica a alguien, es justo que le compense.

Adam se detuvo y frunció el entrecejo. ¿Por qué se sentía tan insatisfecho de su respuesta, sabiendo como sabía que cada palabra que había dicho era cierta?

Pero el impacto de sus palabras sobre los asistentes fue tremendo. Todos le contemplaron con admiración. Por fin Forest rompió el silencio.

—Es el discurso más sensato que he oído en mi vida.

Entonces Adam comprendió por qué se despreciaba por lo que acababa de decir, pese a ser cierto. Porque había pronunciado el discurso de un político. Les había dicho exactamente lo que deseaban oír.

Si Forest decidía subir de forma desmedida el alquiler o desalojar a sus arrendatarios, podía hacerlo tranquilamente, armado con el consejo que él acababa de darle, sabiendo que sólo debía responder ante su conciencia.

Adam notó que sus contertulios parecían sentirse aliviados. Si le habían puesto a prueba, el examen había concluido.

Adam planteó el tema de las ovejas y recomendó que introdujeran la raza de Sussex para sustituir a los nuevos animales de Wiltshire, que no eran provechosos. Eso también fue acogido con muestras de aprobación.

Luego aparecieron unas tortas de albaricoque y otras de grosella, natillas, un budín y, para quienes prefirieran algo salado, champiñones guisados. Y más vino.

—¿Va usted de caza, capitán? —preguntó el clérigo.

—Actualmente no —confesó Adam.

—La caza del zorro es el mejor deporte del mundo —afirmó el clérigo con tono afable—. Lord Arundel tiene una magnífica jauría de mastines (nosotros los llamamos los Wiltshire del sur y del oeste) a menos de cincuenta kilómetros de aquí. Nos gustaría que nos acompañara la próxima temporada.

Después de las tartas vino el postre: melón, naranjas, almendras y pasas.

Sobre la mesa aparecieron unas frascas de oporto.

Una sensación de satisfacción embargó a los comensales, conscientes de que habían cumplido la obligación de todo caballero inglés y comido todo cuanto era posible consumir con dignidad.

Después de la segunda copa de oporto se hizo evidente que Forest y el clérigo eran quienes conservaban la mente más lúcida, aunque Adam no les andaba a la zaga.

—Hace poco mantuve una larga conversación con un wesleyano —comentó Adam dirigiéndose al clérigo—. ¿Qué opinión le merecen?

—Son unos entusiastas —terció el más joven de los parlamentarios—, como todos los reformadores. La línea entre un entusiasta y un fanático es tan sutil que resulta inapreciable.

Pero para sorpresa de Adam, el clérigo aficionado a la caza que detentaba múltiples beneficios se mostró tolerante.

—A decir verdad, capitán Shockley —respondió con franqueza—, tengo mejor opinión de ellos que ellos de mí. Dicen que los sacerdotes vivimos demasiado bien y predicamos poco. En muchos casos es verdad. Dicen que nos falta fervor. No lo niego. —El clérigo tomó un sorbo de su oporto con aire pensativo—. Wesley es un hombre honrado, un buen hombre. Si es capaz de reformar la Iglesia, de añadir sal a nuestra carne, que lo haga. Pero sus seguidores me gustan menos. —En su orondo semblante se dibujó una breve expresión de disgusto—. Se quejan de que la Iglesia anglicana se ha convertido en una institución social. Es cierto. Y me parece bien. Quieren romper con nosotros, todos excepto Wesley, y ahí me opongo. Yo creo en las instituciones sociales. Fomentan la moralidad y el orden —el clérigo esbozó una sonrisa de complicidad—, y estando como están presididas por hombres tan afables como nosotros, suelen ser muy tolerantes, cosa que los reformadores no son.

Shockley sonrió. Era difícil no sentir simpatía hacia ese hombre.

—Forest —dijo el afable clérigo—, el capitán Shockley y yo tenemos vacías nuestras copas de oporto.

A la tercera copa de oporto a Adam le embargó esa sensación de irrealidad que aconseja al hombre prudente que no se beba una cuarta.

Mientras Adam se tomaba la tercera copa de oporto la conversación versó sobre filosofía.

—A mí no me va la doctrina dura y seca de Aristóteles —comentó el clérigo en tono suave—. Dadme hombres de grandes ideas. Dadme a Platón. —El cura observó a los asistentes para comprobar cuántos eran aún capaces de seguir la conversación—. Yo comparto el criterio del obispo Berkeley —declaró—. Todo se halla en nuestra mente.

—Explíquese —le rogó Forest. El clérigo se apresuró a complacerle.

—Sólo puede hablarme de lo que existe en el mundo a través de lo que usted ve y siente, Forest. Tomemos cualquier objeto; dígame su forma, su color, su sabor…, son cualidades que están en su imaginación. Su existencia por tanto se halla sólo en su imaginación. Existir equivale a ser visto. Por consiguiente, si usted no lo ve, yo afirmo que ese objeto no existe. —El clérigo se repantigó en su silla y observó a los asistentes con expresión maliciosa—. ¿Alguno de ustedes está lo suficientemente sobrio para llevarme la contraria?

Ah, pero durante los largos años de su exilio, Adam Shockley había tenido tiempo para leer; y conocía la respuesta a la teoría de Berkeley.

—Por supuesto —repuso, propinando una patada tan violenta a la mesa que despertó a uno de los terratenientes de su sopor—. He asestado una patada a la mesa y ésta me ha informado de que existe. Puede comprobarlo usted mismo.

—La velada se salda a favor del capitán Shockley —declaró Forest—, con gran diferencia.

Más tarde, al atravesar el recinto de la catedral, Adam pensó que había salido triunfante de la prueba. Fuera cual fuese el motivo por el que Forest le había invitado a su casa, había quedado satisfecho, pues al despedirse a la puerta, sir Joshua le había pedido que fuera a verle a la mañana siguiente a las diez.

Qué agradable era hallarse de nuevo en la civilizada Inglaterra; qué pobres y míseras parecían las colonias después de una velada como la que acababa de disfrutar. Adam regresó a su casa caminando con relativa normalidad mientras el sol comenzaba a declinar y los faroleros encendían las farolas en el recinto catedralicio.

Pero algo le preocupaba. ¿Quizás el vino que había ingerido, o algo relacionado con sus contertulios? ¿Algo que alguien había dicho durante la cena? Adam meneó la cabeza. No. Era otra cosa.

Adam continuó adelante. A lo lejos, sobre la tapia del recinto, un largo banco de pálidas nubes reflejaba el resplandor anaranjado del sol. A su derecha, la catedral se erguía silenciosa e imponente. El mundo parecía en paz.

Pero había algo que le inquietaba. Adam se detuvo para reflexionar. Algo que estaba oculto en el fondo de su mente y que era importante, urgente. ¿No habría bebido demasiado?

Adam trató de repasar toda la cena y la conversación. Pescado y comentarios intrascendentes; pollo hervido y la constitución; caza, espárragos y la extraña imagen del laberinto; langosta y tierras acotadas; tartas de fruta y religión; y por último, el oporto y la filosofía del clérigo.

Adam recordó las imágenes, los sabores y los intensos aromas de la cena acompañados por el rumor de la conversación, las voces y las risas de los comensales. ¿Qué plato, qué tema era el que le preocupaba tanto?

No, no tenía nada que ver con eso.

De golpe, al descubrir lo que le turbaba, Adam sonrió con amargura.

—Dios mío, ¿qué puedo hacer? —murmuró—. Soy demasiado viejo para emprender otro viaje.

A la mañana siguiente, cuando fue a ver a Forest, Adam comprendió con mayor claridad que la noche anterior el motivo de su inquietud.

Esa vez el lacayo le condujo directamente a una pequeña biblioteca situada en el piso superior. Era una pequeña joya, decorada al estilo seudogótico tan del gusto de muchos arquitectos, con unos vistosos relieves de yeso en el techo y unos arcos góticos, también de yeso, que enmarcaban las estanterías repletas de libros encuadernados en cuero. En la mesa yacían varios ejemplares de Gentleman’s Magazine.

Sir Joshua se levantó e indicó a Adam que se sentara en una poltrona de cuero.

—¿Acepta ser mi administrador, capitán Shockley? Como es lógico, estará a cargo de todas mis propiedades.

Adam ya suponía que Forest iba a hacerle ese ofrecimiento pues antes de ir a verle había estado interrogando a su padre, Jonathan, y éste admitió haber sido el inductor de tal propuesta. Por lo visto su sucesor en la administración de las fincas había sido un fracaso y él mismo había escrito a sir Joshua para sugerirle que ofreciera el cargo a su hijo.

—Imagino que anoche te pondrían a prueba —dijo Jonathan sonriendo—. Puedes estar seguro de que Forest se ha informado de tu hoja de servicios.

Era una ocasión excepcional: un sueldo excelente y la oportunidad de administrar unas propiedades diseminadas a través de tres condados.

—Si lo deseas podrías vivir en Sarum —le dijo Jonathan—. Tendrías la vida resuelta.

Adam pidió a Forest que le concediera un tiempo para pensarlo y éste, aunque sorprendido, accedió.

—Debo ir a Londres para atender unos asuntos. Regresaré dentro de unos días y espero que me comunique entonces su decisión, capitán Shockley.

Adam le prometió hacerlo.

Pero lo que casi no se atrevía a reconocer ante sí mismo, y menos aún ante su padre, era que no deseaba ese puesto.

Adam no tenía a nadie con quien comentar el asunto. Forest le había ofrecido la oportunidad con la que soñaba. Con ese nuevo empleo y el dinero que le dieran por su grado militar, incluso podría casarse. Si rechazaba el empleo, todos en Sarum le tomarían por loco.

De modo que quizá fuera natural que la persona con quien Adam comentara el asunto fuera una mujer, cuando al día siguiente de su entrevista con Forest se encontró casualmente con Mary Mason en el sendero que conducía al molino de Harnham.

—El problema —le confesó mientras ella caminaba en silencio junto a él— es que ya no me siento a gusto en Sarum.

—¿Por qué, capitán Shockley? —preguntó Mary.

¿Cómo podía explicárselo? ¿Cómo podía hablarle sobre los largos y tristes años que había pasado en los trópicos, anhelando regresar a casa, sobre los años en Irlanda cuando creía que lo único que podía desear un hombre era una casa en el recinto de la catedral; sobre su año de cautiverio en América, sus largas conversaciones con los hombres que lo habían apresado, sobre el joven y optimista Hillier y la impresión que éste le había causado? ¿Cómo podía explicarle la sensación de alegría y asombro que había experimentado al regresar a casa y comprobar de golpe que, por algún extraño motivo, durante su ausencia el mundo civilizado había envejecido? La cena en casa de Forest había culminado un proceso que había estado gestándose durante dos meses.

—Soy yo quien ha cambiado —dijo Adam abandonando el intento de formular verbalmente esos pensamientos—. He visto a hombres más libres en el nuevo mundo, y al regresar he comprobado que nuestra vieja sociedad, pese a su alto grado de civilización, contiene demasiadas restricciones, es demasiado amante del orden. Tengo una sensación de asfixia. —Adam se detuvo, perplejo ante esa idea—. No pretendo reformar Inglaterra, señorita Mason. No soy un político. Lo que deseo —Adam intentó hallar las palabras idóneas— es un horizonte más ancho, unas libertades más amplias.

—¿Y dónde le gustaría vivir?

—¡Ah! —Adam conocía bien la respuesta a esa pregunta—, si fuera joven, si pudiera partir de cero, y le ruego que no comente esto con nadie, me iría a vivir a las nuevas colonias, a América.

Era evidente que, andando el tiempo, las razonamientos del joven prisionero Hillier habían terminado por convencerlo.

Mary Mason se quedó pensativa, pero no hizo ningún comentario, sino que dejó que él siguiera hablando y se desahogara. Cuando llegaron al fin del sendero y entraron en Salisbury, Mary se volvió hacia él y dijo suavemente:

—El único consejo que puedo darle, capitán Shockley, es que haga lo que le dicte el corazón.

Tras esas palabras se marchó.

Su corazón. Adam sonrió con tristeza mientras la veía alejarse.

«Señorita Mason —pensó—, soy capaz de aceptar el maldito ofrecimiento de Forest y de casarme con usted».

Por primera vez en su vida, Adam no conseguía tomar una decisión.

En junio de 1779, unos barcos franceses y españoles, más de sesenta, aparecieron frente a las costas de Plymouth, donde —un dato que el enemigo desconocía— la munición ni siquiera encajaba en los cañones de los defensores.

Sir Joshua Forest se había demorado en Londres.

Y el capitán Adam Shockley, pensando que quizá llamaran a la milicia local, manifestó que estaba dispuesto a servir a su patria en caso necesario.

Pero en Sarum se produjo un acontecimiento infinitamente más interesante.

Su autor fue Eli Mason.

Eli había recibido ciertas confidencias de boca de algunos miembros de su familia, y leído en el periódico unos comentarios referentes a las últimas andanzas de cierto caballero, de modo que en la segunda semana de junio se le ocurrió un extraordinario plan. No contó a nadie de su familia lo que se proponía hacer, pero necesitaba un cómplice.

Así pues, llamó al capitán Shockley. Cuando Adam se enteró del plan de Eli, se echó a reír y dijo:

—Si quiere mi ayuda, la tendrá. ¿Está dispuesto a correr el riesgo?

Eli respondió en sentido afirmativo.

—Tengo unos ahorros —dijo—. Están a su disposición.

Una soleada mañana, ocho días más tarde, la diligencia que hacía el trayecto de Salisbury a Bath partió de la ciudad.

Adam Shockley había cumplido la palabra dada a Eli, y aunque su familia sabía desde hacía unos días que pensaba ir a Bristol para hacer una importante adquisición, nadie tenía la más remota idea de lo que se proponía adquirir. Su único compañero de viaje desde Salisbury era una dama de edad avanzada. El equipaje de Adam consistía en una pesada valija que viajaba en la cesta instalada en la parte trasera del coche.

La valija, cerrada con candado, contenía los ahorros de Eli Mason, y Adam, tranquilamente sentado en el coche junto a su compañera de viaje, no podía dejar de pensar en la confianza que Eli había depositado en él. Por el bien de su simpático amigo confió en que el asunto no fracasara.

Fue un viaje delicioso. La diligencia avanzó por el camino de portazgo hasta Wilton, donde hicieron una breve pausa antes de reanudar el viaje a lo largo del río Wylie, después de lo cual empezaron a ascender hacia el terreno elevado.

Al poco rato la diligencia atravesaba la abrupta altiplanicie. Por un instante Adam divisó a lo lejos la parte superior del campanario y luego ésta desapareció. Qué familiar le resultaba a Adam aquel paisaje solitario e intemporal donde sólo se veían ovejas, las elevadas cimas y el cielo que parecía rozarlas. Fuera adonde fuese, él sabía que sus pensamientos siempre regresarían a los riscos que se alzaban sobre Sarum.

Durante una hora la diligencia avanzó en soledad por el camino que cruzaba la inmensa región barrida por el viento.

El desastre ocurrió a varios kilómetros de la población de Warminster. Incluso pilló por sorpresa a Adam Shockley.

El individuo aguardaba detrás de unos matorrales y de pronto apareció, montado a caballo, tan rápida y silenciosamente que ni el cochero, ni el guardia —cuyo trabuco se le disparó por error en la confusión—, ni los pasajeros tuvieron tiempo de reaccionar. El extraño iba bien vestido, montaba un magnífico caballo bayo y tenía el rostro cubierto por una máscara. Abrió la portezuela del coche y apuntando una de sus dos pistolas de doble cañón al entrecejo de Adam, dijo cortésmente:

—Hagan el favor de entregarme sus objetos de valor.

La anciana pasajera le tendió dos sortijas y unas monedas de oro que ascendían a diez libras. El bandolero parecía satisfecho de su botín. Shockley apenas llevaba nada que darle salvo un reloj de oro y unas monedas de poco valor. Le entregó el reloj a regañadientes, confiando en que el canalla se diera por satisfecho.

Pero no fue así.

—El equipaje —ordenó el extraño en tono perentorio al cochero. La valija.

Adam se dijo que de haber llevado un arma encima, aunque el bandolero seguía apuntándole con su pistola, quizás habría conseguido huir. Pero había cometido la imprudencia de viajar desarmado. ¿Por qué no había sabido defenderse el imbécil del guardia?

El cochero y el guardia, temblando de miedo, sacaron la enorme valija de la cesta y la depositaron en el suelo.

Los ahorros de Eli.

—¿Es suya? —inquirió el bandolero.

Adam asintió.

—La llave.

«Si pudiera distraerle unos instantes…», se dijo Adam. De modo que negó con la cabeza.

—La llave está en casa de mi hermano en Bristol. El bandolero le miró.

«Debe de haber adivinado que es mentira —pensó Adam—, pero quizá me registre y entonces…».

El bandolero no perdió el tiempo. En dos zancadas se acercó a la valija, reventó el candado de un disparo y levantó la tapa.

Incluso él se quedó estupefacto al ver que estaba repleta de monedas de oro.

—¡No! —gritó Shockley bajando precipitadamente del coche. El bandolero le apuntó con ambas pistolas y en aquel preciso instante se oyó un tintineo de monedas que rodaban por el suelo.

Sorprendido, el bandolero bajó la vista y vio la diminuta figura de Eli Mason que, sentado sobre la valija, de la que había retirado la bandeja que contenía las monedas, sostenía alegremente dos pistolas con las que le apuntaba al vientre.

—Sus armas, por favor —dijo Shockley con calma.

Cuando el bandolero se las arrojó de mala gana, Adam miró a su pequeño amigo sonriendo.

—Tenía razón, señor Mason, el plan ha dado resultado.

La recompensa de quinientas libras fue entregada a Shockley y a Eli Mason por sir Joshua Forest cuando éste regresó al cabo de dos semanas a Sarum.

—Estas quinientas libras no podrían estar mejor empleadas —les aseguró—. No sólo han atrapado ustedes al bandolero, sino que me han procurado una historia que podré relatar a mis amigos durante varios años cuando vengan a cenar a mi casa.

El bandolero resultó ser un joven llamado Stephen Field, que procedía de Warminster. Nadie en Sarum había oído hablar de él. Le encarcelaron en la prisión de Fisherton. Ni él mismo sabía que su abuelo, que había trabajado en una posada de Bath, era hijo de Susan Mason y George Forest. En cualquier caso no importaba, puesto que iba a morir ahorcado.

Cuando Eli Mason regresó a casa con su recompensa, llevó a cabo la parte de su plan que no le había contado a Adam.

Se dirigió a la habitación de su hermana, arrojó la bolsa de oro ante ella y dijo con orgullo:

—Ésta será tu dote cuando te cases, te la regala tu hermano Eli. —Y antes de que la joven pudiera protestar, añadió con firmeza—: Yo que tú me casaría con el capitán Shockley, hermanita.

Al día siguiente, al atardecer, cuando el señor Jonathan Shockley había salido para ir a jugar la habitual partida de whist con el señor Harris, y los dos jóvenes Shockley se hallaban en Wilton, Adam Shockley, que se había quedado solo en casa, recibió una inesperada visita.

La señorita Mary Mason deseaba hablar con él sobre un asunto personal.

Preguntándose de qué se trataría, Adam la condujo al saloncito del primer piso.

Mary fue directamente al grano.

—Deseo informarme sobre los precios de la tierra en América, capitán Shockley. Tengo entendido que es mucho más barata que aquí.

—En efecto —repuso él.

—¿Podría uno adquirir una granja de dimensiones pasables por quinientas libras? ¿En un estado como Massachusetts o Pennsylvania?

—Yo diría que sí.

—¿Y podría uno amueblarla y abastecerla de todo por unas mil libras?

—Creo que sí.

—Su grado militar vale mil quinientas libras, si no estoy mal informada.

—Así es.

—¿Aún desea usted ir a América, capitán?

Adam había estado dándole vueltas a este asunto todo el día.

—Es lo que más deseo, sí —contestó con franqueza.

—Si fuera, probablemente no regresaría aquí.

—Lo sé.

Pero ¿soportaría vivir allí solo, a su edad? Ésa era la pregunta que Adam se había planteado.

—¿Quiere casarse conmigo? —preguntó ella de sopetón.

Adam pestañeó. ¿Qué había dicho?

Mary repitió la pregunta, con calma y muy seria.

—¿Quiere casarse conmigo, capitán Shockley? ¿Con la condición de que nos traslademos a América en cuanto se firme la paz?

Adam la miró atónito.

—¿Un viejo como yo?

—Sí —respondió ella sin titubear.

—Me hirieron. Y contraje la malaria en los trópicos —le advirtió Adam.

—Pennsylvania no es el trópico. Adam sonrió.

—Entonces me caso con usted, señorita Mason.

—Perfecto —respondió Mary con calma. Luego echó un vistazo a su alrededor.

—¿Dónde está su dormitorio, capitán Shockley? —preguntó. Adam frunció el entrecejo, perplejo.

—En la habitación contigua. ¿Por qué?

Mary comenzó a quitarse el vestido de forma pausada y metódica.

Adam la observó estupefacto.

—¿No deberíamos esperar a casarnos? —preguntó.

Mary meneó la cabeza.

—Es mejor que no.

Aquel otoño, en el tribunal de los Assizes, Stephen Field, notorio bribón y bandolero de veintiséis años de edad, un individuo delgado y apuesto cuyo cabello negro y ensortijado le daba más bien el aspecto de un caballero que de vulgar ladrón, fue condenado a muerte.

Una semana más tarde, el sheriff en funciones del condado recomendó al secretario de guerra que el tal Stephen Field, condenado a muerte por asaltar diligencias, fuera perdonado a condición de que se incorporara al ejército. Por consiguiente, Stephen Field, junto con muchos otros criminales jóvenes y sanos, se incorporó al ejército de su majestad en lugar de morir en la horca. Tuvo suerte: en mayo suspendieron ese sistema de reclutamiento.

La última carta que Adam Shockley recibió de su padre era una misiva muy típica de Jonathan. Se la entregaron en 1790, cuando él y Mary llevaban siete años en Pennsylvania.

Querido Adam:

Gracias por tu carta, que recibí el año pasado. En Sarum todo sigue tranquilo, como de costumbre, pero te interesará saber que el señor Wyatt, el arquitecto, ha decidido realizar unas importantes reformas en la catedral. El viejo campanario ha desaparecido —lo han desmantelado— y sus restos están cubiertos de hierba. Lo cierto es que no me duele su desaparición, pues la vista de la iglesia ha mejorado mucho. Como también ha mejorado ese montón de desvencijadas lápidas sucias de barro que llamamos cementerio. Van a retirar las lápidas y plantar un bonito césped.

Por lo que se refiere a la iglesia, han quitado las mamparas, las antiguas vidrieras están hechas añicos y, por increíble que te parezca, las han arrojado a la zanja municipal. Las capillas de Hungerford y Beauchamp también han desaparecido. No puedo describirte el resultado de los trabajos de ese Wyatt, quien ha llevado a cabo una impresionante labor de destrucción. No se había visto nada parecido desde la Reforma. El interior de la iglesia se asemeja a un establo gigantesco, con sus muros de piedra gris desnudos de toda ornamentación que alegre la vista.

Huelga decir que su obra ha sido muy admirada.

Forest recibió hace poco el título de lord. No te perdona por haberlo abandonado. Según he oído decir, posee tierras y fábricas de algodón en el norte; pero mi viejo entendimiento es incapaz de abarcar sus numerosos y pujantes negocios.

Lamento que no estuvieras aquí para asistir al ascenso al poder del joven señor Pitt. Como sabes, es el tercer hijo del gran Chatham, y debo reconocer que se ha comportado con tanta osadía en tiempos de paz como hizo su ínclito padre en tiempos de guerra. William Pitt el joven es un tipo la mar de ahorrador, tal como necesitábamos después de nuestras guerras con tu América.

Ahora se dedica no sólo a gravar con impuestos las ventanas de las grandes mansiones, sino incluso las de mi modesta vivienda. Me he visto obligado a tapiar una ventana. Y no sólo impone tasas sobre todos nuestros sirvientes masculinos, de los que ya no me queda ninguno, sino sobre las criadas. Como suelo decirle a mi Jenny, que es una buena chica, aunque el señor Pitt la considere un lujo, nunca cometeré la torpeza de ponerla de patitas en la calle.

El año pasado el rey padeció una crisis de locura, de la que se ha restablecido. Los radicales se quejan de que jamás estuvo en sus cabales.

En Francia se ha producido una revolución. El rey Luis ha sido apresado, según creo, al igual que la reina. Veremos en qué desemboca todo esto. Los entusiastas afirman que presagia el amanecer de una nueva era. Espero que no.

Ahora debo referirme a un asunto de lo más desagradable. Tu hermana Frances va a casarse. Su prometido es un tal Porteus, un joven clérigo que goza de una cuantiosa renta.

Tu hermana se ha convertido en una de las personas favoritas de nuestro obispo Barrington, que me merece —salvo por su torpeza al permitir que ese imbécil de Wyatt destrozara la catedral— una alta opinión. Sospecho que el señor Porteus pretende complacerle casándose con tu hermana; y puesto que dejaré a Frances una renta insignificante, y a Ralph sin protector ninguno, supongo que debo alegrarme de su ofrecimiento. Frances ha cumplido los veinticinco y ya va siendo hora de que se case.

Así pues, he tenido que aceptar a ese Porteus. Ralph está lleno de ideas radicales. Haré que vaya a hablar con Porteus, quien, como puedes suponer, no tiene nada de radical.

Estoy muy viejo. Hace nueve años cumplí los setenta. Pero muchos Shockley estamos condenados a una larga vida.

Lamento que no llegues a conocer al señor Porteus. Te encantaría.

Te ruego presentes mis respetos a tu esposa. Tu padre que te quiere,

J.S.