LA MUERTE

1348

Una cálida mañana de agosto, poco después del amanecer, el pequeño barco pasó frente al achaparrado promontorio y surcó lentamente las resguardadas aguas del puerto para fondear en el muelle de Christchurch. El barco contenía un cargamento de vino procedente de la provincia inglesa de Gascuña, en el suroeste de Francia. Los marineros, ocho individuos de aspecto saludable y modales rudos, bajaron ágilmente por la pasarela y fueron recibidos por unos hombres en el muelle. Poco después, empezaron a descargar la mercancía.

No estaban al tanto de la presencia a bordo de una extraña pasajera y su diminuta acompañante.

Llegó sola, a excepción de su acompañante. Llevaba un manto negro. Había llegado en una caja de embalaje, en la que, en el puerto francés, se había introducido de modo fortuito. Tan pronto como la caja fue depositada en el muelle, la extraña pasajera la abandonó apresuradamente. No deseaba la compañía de los hombres. Era una figura menuda, solitaria, que se desplazó sin ser observada por el borde del muelle en busca de un lugar donde ocultarse; al no ver ninguno, enfiló, deteniéndose de vez en cuando, el pequeño sendero que discurría frente al cementerio del priorato y al cabo de unos minutos llegó frente a un grupo de arracimadas casitas con techados a dos aguas. La extraña comprobó que estaban ocupadas, y puesto que sabía que las forasteras como ella no eran bien recibidas, ella y su pequeña acompañante avanzaron discretamente por el borde del sendero, procurando no llamar la atención. Al poco rato la extraña llegó a una calle adoquinada.

No estaba segura de si tenía hambre o no, después de la larga travesía. Vio a pocas personas por los alrededores, pero junto a ella pasó un carro que se dirigía traqueteando hacia el puerto y la salpicó de barro, lo cual la dejó indiferente. Cincuenta metros más adelante la extraña divisó a su derecha un arroyo; y junto a éste un montículo sobre el que se alzaban los recios y oscuros muros del pequeño castillo de Twyneham, con su robusta torre orientada hacia el priorato. La extraña dedujo que entre sus piedras habría pasadizos, desechos, restos de comida y alcantarillas que desembocaban en el arroyo. Percibió el penetrante olor que exhalan siempre estos lugares, un olor grato para una carroñera como ella. Satisfecha, se encaminó apresuradamente hacia ese lugar, pues estaba cansada.

Cuando llegó al muro del castillo, la extraña descubrió su error. Tres guardias vestidos con casacas grises, todos ellos varones, se encararon con ella, situándose cada uno detrás del hombro del siguiente. La extraña hizo una señal de tanteo para indicar que venía en son de paz; pero primero el que estaba más adelantado y luego los otros dos le mostraron los dientes. Avanzaron hacia ella en actitud amenazadora. La extraña no vaciló, sino que echó a correr hacia la orilla del arroyo, llevando consigo a su acompañante. Una vez allí se volvió y comprobó que los guardias seguían observándola, por lo que regresó de mala gana a la calle.

No se sentía bien. Había experimentado un breve acceso de temblores poco antes de abandonar el barco, y le dolía la cabeza. Avanzó por el sendero que salía de la pequeña aldea y atravesaba un puente de piedra. Por un boquete en el costado del puente, la extraña vio el río Avon que discurría serenamente; sus largas hierbas verdes oscilaban de un lado a otro, lo cual, por algún motivo, hizo que se sintiera mareada.

Al otro lado del puente, a unos cincuenta metros de la ribera, vio un pequeño molino; pero eso no era lo que la extraña andaba buscando, pues no deseaba la compañía de seres humanos. Miró a su alrededor en busca de un lugar donde descansar. Había recorrido casi quinientos metros desde el barco y se sentía muy fatigada. De pronto vio un montón de basura cerca de la orilla del agua, y se ocultó en su interior.

Al cabo de una hora la extraña comenzó a respirar trabajosamente. Cuando trató de levantarse, lo hizo con grandes esfuerzos, pero en su estado de ofuscamiento sintió la necesidad de salir de allí, y olvidando que el montón de basura constituía cuando menos un refugio, salió a la ribera. Nadie reparó en ella. Su acompañante la siguió.

Lentamente, aquejada de fuertes dolores, la extraña avanzó arrastrándose, sin saber apenas lo que hacía, pero de modo resuelto. «Debo hallar un lugar discreto, un refugio donde pueda estar sola», pensó. Tras quince minutos de espasmódicos movimientos alcanzó los muros de madera del molino harinero, y aunque supuso que estaría ocupado, no le importó; cuando encontró una abertura, se coló en un almacén y se sentó junto a un saco de harina.

De golpe empezó a ocurrirle algo terrible. Mientras temblaba debido a la fiebre, la extraña notó vagamente que había empezado a sangrar. Sintió el sabor de la sangre en la boca, como si le sangraran las encías. Su cuerpo era presa de unas sensaciones extrañas y terribles; al respirar emitía un gorgoteo. Tenía los pulmones llenos de líquido; ¿sería también sangre?

Media hora más tarde, la extraña había muerto. Su acompañante permaneció un rato con ella.

Cuando la rata doméstica pasó junto al cadáver de la extraña rata negra de alcantarilla, que no tenía por qué estar allí, vio que yacía en un charco de sangre. La rata olfateó el cadáver con cautela, sin comprender lo ocurrido; y en ese momento la pulga, la compañera que había vivido en el cuerpo de la rata negra durante una semana, abandonó el cadáver de ésta y se instaló en la rata doméstica. Poco después la rata doméstica y la pulga se trasladaron a otra zona del edificio.

A la mañana siguiente la pulga hizo algo insólito. Lo hizo porque estaba famélica. Por alguna razón, al alimentarse de la rata doméstica no lograba saciar su hambre. De modo que cuando un carro que transportaba a un hombre y un chico de diez años se detuvo ante el molino y el chico pasó junto a unos sacos de harina donde se hallaba la rata doméstica buscando comida, la pulga, que por lo general no se alimentaba de seres humanos, abandonó la rata y se trasladó al chico para chuparle la sangre. Pero fue inútil. Al cabo de unos minutos la pulga saltó de nuevo sobre la rata.

La razón de ese fracaso por parte de la pulga se debía a que la sangre de la rata negra que había acumulado en su estómago había desarrollado una nueva y siniestra forma de vida, unas bacterias que habían taponado la entrada del estómago de la pulga, de forma que ésta no lograba obtener sangre fresca. Cuando la pulga trató de ingerir sangre del chico, no lo consiguió, y volvió a inyectarla, junto con las bacterias depositadas en la entrada de su estómago, en la piel del chico antes de abandonarlo.

El chico se llamaba Peter Wilson.

La bacteria es una forma de vida diminuta, un pequeño conjunto de células. Bajo un microscopio potente, la bacteria muestra una silueta semejante a un imperdible.

Es asexual: al igual que otras bacterias, se reproduce dividiéndose en dos.

Las bacterias forman colonias, y residen en el torrente sanguíneo de pequeños roedores, debido a lo cual la medicina les ha dado el nombre de Yersinia pestis, y por lo general viven tranquilamente y en paz. Lo han hecho —y siguen haciéndolo— desde no se sabe cuántos siglos, en remotas regiones de todo el globo, desde Crimea hasta la India y los Estados Unidos de América.

Normalmente las bacterias Yersinia pestis son mantenidas a raya por los anticuerpos y no invaden las otras células de la sangre de sus portadores. Esta condición estable, que puede durar indefinidamente, se denomina la condición crónica de la enfermedad.

¿Qué es lo que propicia que, en determinados períodos, ocurra algo extraordinario? ¿Por qué, después de permanecer en ese estado pacífico durante quizá cien años, las pequeñas células se muestran hiperactivas, reproduciéndose con un afán feroz, un afán que da lugar a una explosión? ¿Qué tipo de alteración en el medio ambiente, qué inesperado catalizador pone este proceso en marcha? La ciencia ha ofrecido varias explicaciones, pero no conocemos una respuesta definitiva.

Sea cual fuere su primera causa, una vez que comienza la súbita expansión, ésta es prácticamente imparable. Nada excepto una barrera formada por las montañas más altas, un manto de hielo polar o un mar impracticable es capaz de detener su expansión.

O prácticamente nada. La ciencia moderna ha hallado unos tratamientos preventivos que fueron aplicados con éxito cuando la enfermedad comenzó a extenderse en Estados Unidos en la década de los setenta, de forma que sólo se perdieron unas pocas vidas. Pero la tercera pandemia de la plaga, que mató a unos diez millones de personas en la India a principios de siglo, todavía continúa, aunque controlada, hoy en día.

En 1340 se produjo una explosión de esta enfermedad.

Comenzó en Asia central. Desde allí se extendió por el este hacia China, por el sur hacia la India y por el suroeste, a lo largo de las antiguas rutas comerciales, hacia Asia Menor y Turquía. En diciembre de 1347, probablemente transportada por un barco, la plaga apareció simultáneamente en Constantinopla y en los límites de Grecia, en Génova en el noroeste de Italia y en Marsella en el sur de Francia. Posteriormente se propagó con inusitada ferocidad a través de toda Europa occidental. Nadie había visto jamás nada semejante.

La peste negra la produce una bacteria que causa principalmente dos clases de enfermedad: la peste bubónica y la peste neumónica.

La peste bubónica suele transmitirse de portador en portador a través de las pulgas. La ciencia ha identificado nada menos que setenta y dos posibles portadores de dichos insectos, desde conejos, liebres, ardillas, perros y gatos, pero los más conocidos son las ratas. La población animal infectada se divide en dos grupos, de tal modo que hablamos de dos variedades de la enfermedad: el tipo selvático, que se da entre roedores no domésticos —como las ardillas— que no suelen entrar en contacto íntimo con los humanos (es la variedad que se halla hoy en día en Estados Unidos), y el tipo múrido, generalmente transmitida a través de las ratas, y por tanto más probable de afectar a la población humana.

En el caso de la peste neumónica, las mismas bacterias son transmitidas de un ser humano infectado a otro, a través de las gotitas del aliento.

La peste recorrió Europa describiendo una gigantesca curva en el sentido de las manecillas del reloj, desde Italia hacia el oeste y terminando en Escandinavia y el Báltico.

El hecho de que se manifestara de forma tan virulenta y se propagara tan completamente puede deberse a varios factores. En el siglo XIII la población europea había aumentado de modo significativo, hasta alcanzar un nivel que no volvería a tener hasta el siglo XVIII. Asimismo, cabe la posibilidad de que una serie de malas cosechas crearan hambrunas durante la primera mitad del siglo XIV, haciendo que disminuyera la resistencia de una parte de la población. Existe también la tesis de que la población de ratas, especialmente la rata negra doméstica, aumentó notablemente en el siglo XIII; lo cierto es que con anterioridad a esa época en la isla de Gran Bretaña apenas había ratas. Todas esas circunstancias, sin embargo, no son sino meras especulaciones, pues carecemos de pruebas fehacientes. De hecho, la historia nos ofrece un único informe definitivo sobre las circunstancias que favorecieron la recepción de la plaga. Proviene de la facultad de medicina de la Universidad de París, en el año 1348.

En el año de 1345 de la era cristiana, concretamente el 20 de marzo, se produjo una conjunción de los planetas Saturno, Júpiter y Marte en la Casa de Acuario.

La conjunción de Saturno y Júpiter presagia muerte y desastre. La conjunción de Marte y Júpiter presagia pestilencia en el aire.

Pues Júpiter es cálido y húmedo y extrae los vapores malignos de la tierra y el agua; y Marte es caliente y seco, y alimenta el mal hasta convertirlo en un fuego contagioso.

Por consiguiente, debemos estar preparados para una terrible calamidad.

En los primeros meses de 1348 la peste irrumpió en Venecia y Pisa. En marzo llegó a la populosa ciudad de Florencia donde sus habitantes, que treinta años antes Dante, su poeta exiliado, calificó como lobos, murieron como moscas. La peste irrumpió también en el sur de Francia. En junio se propagó hacia el oeste hasta la región central de España e invadió casi toda Francia hasta el norte de París. Poco después llegó a las costas de Inglaterra.

Cuando la pulga picó a Peter Wilson y las bacterias penetraron en su torrente sanguíneo, viajaron con él aguas arriba por el Avon. Aunque habían recorrido más de once mil kilómetros, estaban rabiosas.

Walter Wilson y su hijo menor Peter regresaron a Sarum aquella noche, y se dirigieron directamente a la granja Shockley.

Hacía varios años que Mary Shockley había muerto y la granja había pasado a manos de su sobrino William, el cual residía la mayor parte del tiempo en la ciudad. De los cinco hijos de John Wilson, sólo quedaba Walter en la granja; aunque los Shockley les habían tratado bien, tanto él como su familia seguían detestándolos por el hecho de tenerlos de patronos.

Peter Wilson se alegraba de estar de regreso en casa. Ni él ni su familia pensaron en la peste durante las siguientes cuarenta y ocho horas.

Nadie en Sarum lo hizo.

La sola excepción fue Gilbert de Godefroi.

La extraña conducta de Gilbert de Godefroi, que durante varios días hizo que la gente lo tachara de excéntrico, estaba motivada por una carta que éste había recibido la misma fecha del regreso de Peter Wilson. Procedía de un mercader de paño, recién llegado a Londres desde el continente.

Previamente, Godefroi había oído vagos rumores sobre la aparición de la peste en el sur de Francia; pero apenas les había concedido importancia.

La carta era más explícita:

Esta terrible plaga ha invadido ya París. Cuando me desplacé al norte, tuve la sensación de que me seguía pegada a los talones. Nadie sabe qué hacer. Dicen que se transmite a través del aire y el aliento de quienes están infectados. Algunos creen que pueden salvarse sosteniendo unas hierbas ante la nariz. En el sur, los que han podido han huido de las ciudades apestadas donde la enfermedad parece haber hallado caldo de cultivo. Pronto, os lo aseguro, llegará a Inglaterra. Conseguid unas hierbas, evitad la ciudad; limpiad vuestra casa y no la abandonéis. Y poned vuestros asuntos en orden.

La última frase era ciertamente inquietante.

El mercader era un hombre que Godefroi respetaba. Por consiguiente, nada más leer la carta, éste sostuvo una larga conversación con su esposa, tras lo cual puso manos a la obra. Hizo limpiar y fregar el patio de la hacienda; mandó colocar esteras nuevas sobre el suelo de la antigua mansión; un montón de estiércol situado cerca del edificio fue trasladado en unos carros a un lugar emplazado a un kilómetro de distancia. Almacenaron grandes cantidades de víveres en las fresqueras, e instalaron cestas llenas de hierbas frescas en la amplia cocina de piedra, en el salón y en las alcobas. Si llegaba la peste, la mansión permanecería prácticamente aislada del mundo exterior.

—Es el aire viciado de la ciudad y el aliento de sus habitantes los que transmiten la peste —declaró Gilbert a sus desconcertados sirvientes.

Asimismo, inspeccionó la aldea y ordenó a sus arrendatarios y villanos que tomaran unas precauciones similares, quemando incluso un cobertizo que habían utilizado como porquera y del que según Gilbert podían emanar vapores perniciosos. Luego ordenó al vicario que dijera unas misas adicionales para invocar la misericordia de Dios para los aldeanos. Las gentes de Avonsford obedecieron, pero estaban perplejas. ¿Qué era esa plaga a la que se refería Godefroi? Nadie más había hecho esos preparativos. Pero el caballero estaba decidido. No sabía si esas precauciones serían eficaces, pero no se le ocurrían otras. Godefroi no sólo actuó así porque su deber como señor del feudo era cuidar de sus gentes, sino que estaba resuelto, en la medida de lo posible, a no perder ninguna porción de su propiedad.

—Debo conservar a toda costa —le dijo a su esposa— lo que aún poseemos en Avonsford.

Era una frase que ella conocía bien. Desde que el viejo Godefroi, debido a su mala cabeza, había perdido la segunda propiedad de la familia cuando Gilbert era un niño, la obsesión del joven había sido conservar lo que quedaba. El recuerdo del afán derrochador de Roger lo había acosado como una pesadilla y le hacía mostrarse excesivamente cauto en todo cuanto hacía. En una ocasión, de jovencito, animado por Roger, Gilbert había partido de Avonsford para buscar fortuna: ocurría en 1314, cuando Gilbert se unió a la desastrosa campaña del rey en el norte. La empresa fue un fracaso: la campaña concluyó con la aplastante derrota de los ingleses a manos de los escoceses en Bannockburn, una derrota que dio al traste con las esperanzas de un reino unificado de Inglaterra y Escocia durante siglos; y Gilbert regresó abatido y mucho más pobre. En su juventud no se había sentido atraído por los asuntos públicos, pues la corte de Eduardo II le repugnaba. Su repugnancia estaba más que justificada. Primero los súbditos habían tenido que soportar a Gaveston y Despenser, los favoritos del rey bisexual, y sus años de calamitosa gestión gubernamental. Más tarde, cosa todavía más grave, la reina abandonó a su esposo para convertirse abiertamente en la amante del gran lord Mortimer. Fue un reinado desastroso y cuando el Parlamento depuso finalmente al rey, Godefroi sintió un profundo alivio. Poco después los enemigos de Eduardo lo asesinaron salvajemente en la Torre de Berkeley; aquel hecho conmocionó al caballero, pero no le asombró.

A partir de entonces, los tiempos fueron mejores. El nuevo rey, Eduardo III, pronto demostró ser un gobernante sabio y competente. De hecho, cuando diez años antes el rey había cedido a su leal amigo Montagu el condado vacante de Salisbury, Godefroi había tenido oportunidad de medrar, pues el nuevo conde, quien se había convertido en el señor feudal de Gilbert, mantenía un amplio séquito y su propia corte. Pero como siempre Gilbert obró con prudencia; en lugar de tratar de destacar, permaneció tranquilamente y a salvo en Avonsford.

—Uno siempre cae en gracia o en desgracia en la corte —le había dicho a su esposa—. ¿Por qué correr ese riesgo?

Tampoco había participado en las guerras con Francia. Lo cual probablemente había sido un error.

Las viejas disputas con los franceses habían continuado desde la época del abuelo de Eduardo e incluso se habían complicado cuando el monarca inglés adquirió, a través de su madre, derechos a la corona francesa.

Al principio el joven Eduardo cometió el mismo error que su antepasado Enrique III al tratar de construir una gran alianza europea; como de costumbre el proyecto fracasó, resultó ruinoso y estuvo a punto de propiciar una nueva revuelta de los barones. Pero el joven Eduardo, a diferencia de su bisabuelo, era flexible. Al poco tiempo se le ocurrió un recurso más eficaz: unos pequeños ejércitos procedentes de Inglaterra, sin costosos aliados de poco fiar y cómodamente financiados por la lana inglesa, partieron hacia Francia. Su fuerza residía en los arqueros galeses e ingleses y sus largos arcos, así como en el hecho de que los bien adiestrados caballeros que los acompañaban no tenían reparo, llegado el caso, de desmontar y luchar codo a codo con ellos. Mediante una serie de breves y audaces campañas habían logrado humillar a la orgullosa pero desorganizada caballería feudal francesa. En Crécy, hacía tan sólo dos años, Eduardo y su gallardo hijo el Príncipe Negro habían expulsado al rey francés. El año siguiente, tomaron el puerto francés de Calais. Y cuando los escoceses volvieron a las andadas atacando el norte de Inglaterra por creer que los ingleses estaban ocupados en Francia, fueron derrotados y su rey David capturado. Por primera vez en muchas generaciones, la guerra gozaba de popularidad en Inglaterra. Era provechosa, estaban permitidos los saqueos y se podía exigir dinero a cambio de los rehenes franceses.

Gilbert lamentaba no haber combatido en Crécy. Los beneficios que ello le habría reportado los podría haber invertido en Avonsford. Pues el caballero rara vez dejaba de pensar en la propiedad.

Había realizado unas modestas mejoras: había instalado un cuarto de baño con una amplia bañera de madera que la doncella llenaba con agua caliente una vez a la semana; había reformado la cocina dotándola de un techo abovedado de piedra y dos grandes hogares empotrados. Pero aunque algunos de los terratenientes más ricos habían construido suntuosos salones de piedra en la planta baja de sus viviendas, Gilbert seguía prefiriendo el viejo salón normando situado en el piso superior y provisto de estrechas ventanas.

—Mi abuelo no necesitaba más —había declarado de forma terminante.

Gilbert administraba con tino la propiedad. Había reducido notablemente, en comparación con los tiempos de su padre, la explotación de las tierras que cultivaba en provecho propio; con el fin de obtener el máximo rendimiento a partir de una mínima inversión, sólo plantaba cosechas en las parcelas más productivas.

De hecho, cuando Gilbert comparaba las cuentas actuales de la propiedad con las de dos décadas antes, se asombraba del cambio. Las cuentas eran las siguientes:

Los rebaños de ovejas eran también más reducidos que en tiempos de su padre y de su abuelo, y Gilbert los había retirado de los pastos más pobres situados en los riscos. Pero daban lana de mejor calidad. Godefroi no sólo había reducido las hectáreas cultivadas, sino que actualmente necesitaba menos peones y algunos de sus villanos le pagaban permutas en dinero en lugar de en servicio, aumentando así sus modestos beneficios. Otros hombres con explotaciones agrarias más importantes podían hacer su agosto en un buen año, pero el prudente Gilbert nunca tenía problemas.

Si a veces su esposa se decía para sus adentros que su marido era excesivamente cauto, si a veces anhelaba que Gilbert fuera más audaz y se hubiera labrado un nombre más importante, la mujer se apresuraba a recordarse que esa vida poco aventurera era para el bien de ella misma y de su hijo, y se sentía satisfecha. Al igual que Godefroi.

En la tarde del segundo día, cuando Gilbert se hallaba sentado en la amplia sala de su mansión dispuesto a consumir la comida principal, pensó con satisfacción que había hecho cuanto había podido por el feudo y la aldea. Pero la decisión más importante aún no la había tomado, y cuando un sirviente colocó sobre la mesa el salero y el tarro que contenía las especias, Gilbert se volvió hacia su esposa y preguntó:

—¿Qué vamos a hacer con respecto a nuestro hijo?

Ella miró a su cauto marido con afecto.

Aunque Rose, hija de Tancred de Whiteheath, un caballero de Winchester, había sido elegida para Gilbert por el padre de éste, y sólo había aportado una modesta dote, su matrimonio había sido un éxito sin paliativos. «El único buen negocio que hizo mi padre», solía decir Gilbert complacido. Su esposa, con su largo y pálido rostro y su figura alta y esbelta era conocida en Sarum simplemente como la señora de Avonsford. Pero su rasgo más notable era su cabello. Al casarse con Gilbert lo tenía negro, pero al cumplir los treinta años su pelo se había vuelto no gris, sino blanco como la nieve, y el sorprendente efecto no hacía sino aumentar su belleza: «La señora de Avonsford es muy bella; es blanca como un cisne», decían los aldeanos.

El caballero de Avonsford y su esposa llevaban más de veinte años enamorados. De sus tres hijos, dos habían muerto en la infancia, uno de ellos era una niña; Rose hubiera querido dar más hijos a su esposo. «Me habría gustado tener una niña. Habría sido como tú», le decía Gilbert con frecuencia, y ella le amaba por aquel sencillo cumplido. Pero había sobrevivido un hijo, Thomas, el cual constituía la mayor alegría de la pareja.

De hecho, ése era el problema. Al igual que muchos ingleses de su clase, Godefroi había enviado a su hijo a recibir parte de su educación en el castillo de otro lord. El chico tenía ahora quince años; a la sazón era un paje, con el tiempo se convertiría en escudero y posteriormente tal vez en caballero. Para enseñarle los modales y deberes de un caballero, Gilbert había elegido a su cuñado, Ranulf de Whiteheath; una sabia elección, no sólo porque era tío del chico sino porque la hacienda de Whiteheath era considerada más grande y espléndida que la de Avonsford. Gilbert incluso había oído decir que Ranulf utilizaba tenedores de plata, una insólita sofisticación en aquellos tiempos en que la mayoría de los hombres de su clase se contentaba con utilizar únicamente cuchillos.

—Allí aprenderás cómo se hacen las cosas —había dicho Gilbert a Thomas—; y algún día, si hallamos para ti una esposa rica, podrás vivir en Avonsford como debe vivir un noble.

Sin embargo, ante aquella nueva amenaza de la peste, Gilbert no sabía qué hacer. ¿Debía ordenar al chico que regresara a casa, o dejarlo en Whiteheath? Le disgustaba no tener a Thomas junto a él en esos momentos, pero ¿en qué lugar estaría su hijo más seguro?

Era una cuestión peliaguda que Rose y él analizaron durante el almuerzo.

Era costumbre en Avonsford que un músico tocara mientras el señor del feudo comía, y que el vicario de la pequeña iglesia, quien en ausencia de otro sacerdote hacía las veces de capellán particular de Godefroi, leyera más tarde en voz alta para el señor. Pero ese día, Gilbert prescindió del músico, un campesino de la aldea que tocaba la gaita de forma atroz.

Cuando hubieron terminado de comer, Gilbert y su esposa aún no habían decidido nada. Tal vez la peste a la que se había referido el mercader no llegara a Avonsford.

En aquellos momentos Godefroi vio entrar al sacerdote y, no deseando desairarle, le indicó con un breve gesto de cabeza que podía empezar a leer. Quizá su recital le ayudaría a tomar una decisión.

El sacerdote era un hombre de veintitantos años, con una incipiente calva, los dientes separados y la voz aflautada; pero leía con claridad. Se colocó respetuosamente junto a la mesa y tras sacar un librito que Godefroi le había prestado anunció:

—La historia de sir Orfeo.

No existía poema que a Gilbert le gustara más que aquella balada tan popular. En la moderna versión cortesana, el legendario Orfeo se había convertido en un caballero artúrico, Eurídice en su dama y el infierno al que había descendido para rescatarla se había convertido en un reino imaginario. A Godefroi le habría complacido saber que, a varios metros de profundidad debajo de su mansión, yacía un deteriorado mosaico romano que celebraba a su héroe; pero apenas habría podido reconocer al Orfeo romano-britano que aparecía en él.

Era un relato conmovedor.

Orfeo, de Inglaterra soberano,

era un rey extraordinario.

Pero con el arpa prefería

tocar amables melodías.

Mientras recitaba las suaves cadencias de este poema entre dulce y amargo, la voz aguda del vicario adquirió un sonido casi melodioso; y Gilbert, que conocía tan bien ese poema, asintió de vez en cuando para animarlo a continuar leyendo.

Era la tristeza que emanaban las primeras estrofas lo que conmovía al caballero; el poema relataba cómo Eurídice dormía con sus damas de compañía bajo un manzano y se despertaba llena de espanto por haber soñado que el rey del país imaginario le advertía de que la iba a raptar al día siguiente.

Estéis donde estéis, iré a buscaros

las extremidades os arrancarán.

Nadie podrá ayudaros, nadie lo hará:

mañana, señora, vendremos a por vos.

Y Gilbert sonrió y meneó la cabeza mientras el vicario relataba cómo el desdichado sir Orfeo tomaba una serie de inútiles precauciones, haciendo que un millar de guardias armados custodiaran a su reina.

Cerraron filas en torno a la dama

afirmando que por ella darían el alma;

nada en el mundo les importaba

salvo impedir que la raptaran.

Pero a pesar de aquel noble pacto

Eurídice desapareció sin dejar rastro.

Gilbert cerró los ojos con una sonrisa de satisfacción mientras escuchaba al vicario referir cómo sir Orfeo se transformaba en un desastrado juglar vagabundo y recorría el mundo en busca de su esposa. Pese a la prudencia con que Godefroi administraba su propiedad, no le costaba identificarse con el caballero andante que había renunciado a todo. Escuchó con atención ese relato que le era tan familiar, las vicisitudes de sir Orfeo cuando por fin se enfrenta al rey del país imaginario, quien se hallaba cazando en el bosque con sus cortesanos y damas. Y entonces llegaba el momento que a Gilbert le parecía más conmovedor, cuando el desdichado sir Orfeo ve que una de las damas es su esposa, y se acerca a ella.

Luego Orfeo la vio, y ella a él también,

y ninguno de los dos dijo una palabra;

ella por piedad, al ver a su rey

débil y sumido en la desgracia.

Entonces virtió lágrimas de amargura

y sus damas la obligaron, preocupadas,

a alejarse deprisa en su montura.

¿Por qué era tan conmovedor aquel pasaje sobre el encuentro y la despedida de Orfeo y Eurídice? Al dar a entender que el héroe y su esposa parecían estar separados por un cristal, siempre hacía que a Godefroi se le llenaran los ojos de lágrimas. ¿Sería la sensación de pérdida, quizá? Él no lo sabía con exactitud.

Pero al cabo de unos minutos sus ojos resplandecían de nuevo al escuchar cómo sir Orfeo seguía a los jinetes hasta el castillo del país imaginario y tocaba el arpa ante el rey, que después le ofrecía una recompensa por su recital. El rostro de Gilbert se iluminó de satisfacción cuando oyó la réplica de sir Orfeo:

«Sir, que me concedáis os ruego

a esa dama tan bella que allí veo.

La que duerme debajo del manzano».

Y por fin, tras haber recuperado a su reina, el rey, disfrazado todavía de juglar, regresa a su corte, junto a sus leales sirvientes.

A Winchester llegó al final,

a su amada y propia ciudad.

Y entonces Gilbert alargó el brazo y tomando la mano de Rose, susurró:

—Yo habría vagado cien años por el mundo hasta encontrarte.

Su esposa se volvió hacia él sonriendo y contestó:

—Deseo que estemos todos juntos. Haz que Thomas regrese mañana.

Antes de que el joven vicario se marchara, Gilbert le preguntó si tenía noticias de la peste. El sacerdote le aseguró que no había oído nada al respecto.

—Pero rezo cada hora por mis fieles en Avonsford —agregó el vicario con aire solemne—, y estoy seguro de que el Señor nos protegerá.

Gilbert no estaba tan seguro de ello; y a la mañana siguiente, después de haber enviado a un mozo a caballo a Winchester para recoger a su hijo, decidió partir a caballo para la ciudad con objeto de averiguar si tenían noticias de la peste.

Cuando el caballero se disponía a partir, una pequeña pero extraordinaria delegación le detuvo en la puerta del patio.

La familia Mason contaba a la sazón con seis personas: John y Nicholas, los dos nietos de Edward; su madrastra viuda y los tres hijos de ésta. Desde la muerte de su padre, Richard, acaecida hacía tres años, John y Nicholas, que tenían poco menos de treinta años, habían trabajado de firme para mantener a la segunda familia que había dejado Peter. De modo que la casa que ocupaba toda la familia en Avonsford, pese a ser de discretas proporciones, exhalaba un aire de pulcritud y prosperidad que complacía al caballero. Aunque ambos hombres habían seguido la tradición familiar y ejercían de albañiles, John era también arquero, y recientemente había regresado de Crécy con un botín que representaba una modesta fortuna y la reserva de la familia para tiempos de crisis.

Pero era Agnes, la madrastra, quien los gobernaba a todos con mano de hierro. Godefroi la observó con una mezcla de desagrado y admiración. Era una mujer menuda y de mandíbula cuadrada, cuya edad precisa él era incapaz de adivinar; tenía el pelo rojizo y unos ojillos grises y honestos que no perdían detalle de cuanto sucedía a su alrededor. La mujer, con sus movimientos bruscos y nerviosos, le recordaba a una ardilla roja; defendía a su pequeña familia con una vehemencia y determinación que no le había granjeado las simpatías de los aldeanos, y la agresividad que Gilbert presentía detrás del respeto que ella siempre le mostraba hacía que el caballero se sintiera incómodo en su presencia. Con todo, no podía por menos de admirar su fuerza de carácter.

Fue esa mujer menuda y pelirroja quien se plantó ante él y, mientras John y Nicholas, que se habían quitado respetuosamente el sombrero, guardaban silencio, se colocó en jarras y dijo sin rodeos:

Sir, queremos arrendar el viejo establo de ovejas. ¿Qué precio pedís por él?

Gilbert la miró perplejo. El viejo establo de ovejas, un edificio de piedra alargado situado en una hondonada, a poca distancia de la mansión, aún seguía en pie. Pero desde que el caballero había reducido sus rebaños, las ovejas ya no pastaban en los prados que lo rodeaban y el lugar estaba desierto y destartalado. ¿Para qué demontres lo querría esa mujer? No deseando perder más tiempo, Gilbert se encogió de hombros y repuso:

—Seis peniques al año. —Era una cifra nominal.

Agnes asintió con la cabeza.

—¿Podemos tomar posesión de él ahora mismo?

—Podéis tomar posesión de él cuando gustéis —respondió Gilbert. Y sin prestar más atención a los Mason espoleó su caballo y se alejó.

En cuanto el caballero se hubo marchado, Agnes se volvió hacia los dos hombres y dijo:

—Apresuraos. Debemos partir inmediatamente.

Tan pronto como Godefroi entró en la ciudad, se dirigió a casa de William Shockley. Era lógico, pues pocos hombres estaban mejor informados que él. Su casa estaba situada en la calle Mayor, y aunque Shockley se dedicaba mayormente a la exportación de lana y paño, había convertido toda la planta baja en una tienda. Allí uno hallaba ostras de Poole, vino y fruta, hierba pastel, jabón y aceite importado a través de puertos poco importantes como Christchurch y Lymington o el pujante puerto de Southampton en la costa meridional; allí podían encontrarse arenques y pescado en salazón traído de Irlanda a través de la ciudad mercantil de Bristol, en el oeste, y, procedentes de mercados más lejanos, pimienta, dátiles, jengibre, ropas de seda fina importadas a través de Southampton o del gigantesco emporio de Londres. No sólo constituía un placer examinar esos prodigiosos artículos, sino que los mercaderes que los transportaban traían también noticias, lo cual hacía que el comerciante fuera doblemente valioso. Él era el alma del lugar, un hombre alto y extrovertido de rostro rubicundo, propenso a la gordura, a quien le encantaba lucir la ropa más espléndida y llamativa que podía hallar. Su larga y holgada casaca, abrochada de arriba abajo, que caía hasta las rodillas como un vestido, estaba hecha de un magnífico brocado recamado en oro, que el comerciante había adquirido en Londres. Llevaba una especie de turbante enrollado en torno a la cabeza y solía pasearse por la tienda dispensando amablemente todo tipo de información.

Pero ese día, en cuanto vio al caballero, Shockley lo llevó aparte y murmuró con expresión grave:

—¿Habéis oído hablar de la peste? Ha llegado a Southampton.

—¿Cuándo?

—Ayer. Me enteré de ello esta mañana. Ya se ha cobrado dos vidas.

—¿Está la ciudad preparada para afrontarla? —inquirió Godefroi.

Shockley hizo una mueca.

—He advertido al alcalde y a los concejales. Es cuanto puedo hacer; pero nadie me cree y, por otra parte, ¿qué precauciones podemos tomar en la ciudad? Personalmente —reconoció el comerciante—, he decidido trasladar hoy mismo a mi familia a la granja.

Godefroi asintió con expresión grave. El comerciante tenía seis hijos y no podía censurarle el que quisiera sacarlos de las atestadas calles de Salisbury.

Cuando Godefroi salió, al cabo de unos minutos, comprobó que los ayudantes del comerciante habían atado dos pequeños cestos a la silla de su montura.

—Vino de Malmsey; acaba de llegar de Christchurch —le explicó William—. Es una buena protección contra la enfermedad.

Aquella tarde descubrieron que la peste había llegado a Sarum.

Los dos carros en que viajaban William Shockley, su rechoncha esposa, sus seis hijos y dos sirvientes, habían salido de la ciudad y enfilado lentamente la carretera de Wilton poco después del mediodía; una hora más tarde habían alcanzado el pequeño grupo de edificios de madera junto al bosque de Grovely que constituía la granja Shockley.

William y su esposa se sentían aliviados de encontrarse allí; los niños estaban ansiosos de disfrutar de la espaciosa libertad que les ofrecía el bosque que circundaba la granja.

William había mandado recado a los Wilson de su llegada y se alegró al comprobar que éstos habían abierto la casa para ventilarla y habían encendido el hogar en la habitación donde prepararían la comida. No obstante, la casa, aunque dispuesta, estaba desierta y silenciosa.

—Maldito sea Wilson —comentó William. El hombre debía de haber esperado para ayudarles a descargar sus enseres; no era la primera vez que Wilson se comportaba de forma negligente, pensó William.

Irritado, echó a andar por el sendero que conducía a la casita de los Wilson, acompañado por dos de sus hijos.

El hosco villano se hallaba de pie junto a la puerta. Como de costumbre, no hizo el menor gesto para dar la bienvenida al comerciante, y cuando éste le ordenó amablemente que fuera a la granja para echar una mano el otro obedeció sin decir una palabra. A todo esto, los dos jóvenes Shockley entraron como hacían siempre en la casita de los Wilson para satisfacer su curiosidad, y al poco rato la rubia hija de William, una niña de doce años, salió con expresión perpleja y dijo a su padre:

—Ven a ver a Peter.

En la pequeña y sombría habitación el fuego se había extinguido y la esposa de Wilson estaba sentada en silencio, como de costumbre, en un rincón. En el otro, el joven Peter Wilson yacía sobre un jergón de paja.

Al entrar, Shockley no reparó en nada que le llamara la atención, excepto aquella atmósfera de callado odio que siempre notaba cuando penetraba en la casita de los Wilson, pero al acercarse al muchacho tuvo de pronto la sensación de que éste tenía mucha fiebre. William se inclinó sobre él y lo examinó. Al hacerlo, Peter Wilson se incorporó en la cama y, emitiendo un terrible sonido ronco, le tosió en la cara.

—¡Salid de aquí! ¡Fuera! —gritó William a sus atónitos hijos. Al cabo de un momento los tres abandonaron precipitadamente la vivienda y echaron a correr de nuevo por el sendero—. Abandonaremos la granja inmediatamente —dijo el comerciante.

Al pasar junto a Walter Wilson, Shockley habría jurado que éste sonreía.

Margery Dubber, la cocinera de Rose de Godefroi, tenía sus propias ideas sobre el modo de curar todo tipo de enfermedades. Era una mujer corpulenta, sólida, de mediana edad, con unos ojos verdosos y estrábicos; cuando las dos mujeres descargaron el vino de Malmsey procedente de Christchurch y Rose dio a la cocinera la receta para utilizarlo ésta no pareció muy convencida.

—Tienes que hervir el vino hasta que se consuma una tercera parte —dijo Rose—. Luego agregas pimienta, jengibre y nuez moscada y lo dejas hervir a fuego lento durante otra hora; después quiero que añadas esta melaza. Y aguardiente —agregó. Rose sospechaba que el aguardiente era la mejor parte de la cura—. Hierves de nuevo la mezcla y con ella nos protegeremos contra la peste. —Así, los Godefroi y sus sirvientes tomarían un trago mañana y noche de aquel potente brebaje.

Pero en cuanto la cocinera se quedó sola, masculló para sí:

—Si llega la peste, necesitarán los remedios de Margery Dubber.

Cuando sacaron las botellas de vino de Malmsey de su envoltorio de paja, ni la cocinera ni Rose repararon en la pulga que saltó de uno de los cestos y se instaló en los profundos pliegues de la capa de la dama.

Al día siguiente corrió la noticia de que la peste había llegado a la granja Shockley; pero en Avonsford aún no había señal de ella.

Lo único que perturbaba la calma de Godefroi era el hecho de que su hijo Thomas aún no había llegado.

Si algo se requería para confirmar la opinión de los aldeanos de Avonsford de que Agnes Mason no sólo era una mujer decidida, sino un poco extraña, fue su conducta dos días después de que el señor del feudo iniciara los misteriosos preparativos para la invisible peste.

Las iniciativas emprendidas por el caballero les chocaron a todos; pero la mentalidad de un noble estaba más allá de lo que ellos alcanzaban a entender y no la cuestionaban. Sin embargo el que una aldeana se comportara como había hecho Agnes resultaba inexplicable y escandaloso. ¿Por qué lo consentían los dos Mason?

Una hora después de obtener la autorización del caballero, Agnes condujo a su pequeña familia fuera de la aldea y se dirigieron a los cerros. Tanto ella como sus dos hijastros tiraban cada uno de una carreta repleta de provisiones: grano, enseres domésticos, ropa y otros objetos, cuya necesidad la familia de Agnes no alcanzaba a comprender.

Cuando llegaron al establo de las ovejas, Agnes envió a los dos hermanos de regreso al bosque, diciéndoles:

—Recoged toda la leña que podáis hallar y traedla.

Entretanto, Agnes inspeccionó su nueva vivienda. Los orificios del techo y las deterioradas paredes no le interesaban; pero el suelo de tierra y en especial su contorno, en la base de las paredes sí. Durante media hora Agnes examinó de rodillas y minuciosamente cada rincón antes de declarar:

—No hay ratas. Ni siquiera una araña.

Señalando la ruinosa pared dijo a sus dos desconcertados hijastros:

—Coged unas piedras del muro y colocadlas alrededor de la casa.

Acto seguido se alejó cincuenta metros del edificio y caminó en círculo en torno al establo de ovejas, deteniéndose cada cinco pasos para hacer una marca en el suelo allí donde deseaba que colocaran las piedras.

—¿Pero por qué? —preguntaron sus hijastros.

—Ya os lo explicaré —les prometió Agnes; y como los dos Mason estaban acostumbrados a obedecer, hicieron lo que ésta les ordenaba.

A última hora de la tarde habían formado una circunferencia de sesenta y tres piedras alrededor del establo.

El edificio en sí no estaba del todo mal; por lo menos un extremo del mismo se hallaba en buen estado; el techo era fácil de reparar; el espacio que iban a utilizar como vivienda era espacioso y bien ventilado. Pero había un problema.

—Aquí no hay agua —se quejaron los Mason.

Y por primera vez Agnes esbozó una sonrisa de triunfo.

—Sí que hay —repuso. Y tomando un cubo de madera salió de la hondonada y caminó unos quinientos metros a través de la altiplanicie—. Mirad —dijo.

Era un estanque de rocío. Las ovejas no lo utilizaban desde hacía tiempo y unos treinta años habían pasado desde que los peones obturaran por última vez el fondo del mismo; pero aún contenía una capa de agua, que en el centro tenía unos dos palmos de profundidad; y estaba limpia.

—Ésta es nuestra agua —afirmó Agnes.

Cuando regresaron, señaló el círculo de piedras y les explicó:

—Las piedras nos protegerán porque forman una barrera; nada, ningún desconocido y ningún animal vivo deberá traspasar el círculo.

Luego les explicó por qué había insistido en que trajeran consigo no sólo el arco largo de John, sino también los arcos pequeños y las hondas que éste había confeccionado para los niños y con los cuales solían cazar pájaros.

—Si se acerca algún animal procuraremos ahuyentarlo con piedras lanzadas con las hondas; si eso no da resultado, lo mataremos con los arcos —anunció Agnes.

—¿Cómo nos daremos cuenta de que se acerca un animal?

—Permaneceremos alertas —repuso sencillamente Agnes—. Noche y día.

John la miró con curiosidad.

—¿Y si se acerca una persona?

—No debe traspasar el círculo —contestó Agnes—. O dispararemos contra ella.

Sus familiares la observaron con asombro, convencidos de que lo decía en serio.

—Es preciso —afirmó Agnes de forma tajante; y todos comprendieron que era inútil discutir con ella.

Lo cierto era que ni la misma Agnes Mason sabía con certeza lo que estaba haciendo.

Cuando el caballero les informó de la llegada de la peste a Avonsford, los aldeanos se lo tomaron a chunga, pero Agnes reflexionó largamente sobre la cuestión. Pues a diferencia de ellos, Agnes no sólo creía al caballero, sino que estaba convencida de que la peste se extendería hasta allí. Y fue este terrible e íntimo convencimiento lo que le hizo romperse los cascos para descubrir lo que debía hacer. Aunque Agnes Mason no sabía leer ni escribir, su mente contenía una extraordinaria cantidad de información. Conservaba los conocimientos que su madre le había transmitido, no sólo sobre los quehaceres de la casa sino una ingente cantidad de cuentos folclóricos y remedios a base de hierbas; conservaba también los singulares aunque confusos relatos que le había referido su padre sobre sus campañas con el rey Eduardo en Gales y Gascuña. Agnes lo recordaba todo a la perfección: pues desde su infancia poseía una asombrosa facilidad para memorizar las cosas. Sus hermanos solían decir: «Pregúntaselo a Agnes. Nunca olvida nada». Pero ante todo, Agnes había nutrido su viva imaginación prácticamente de una sola fuente: la Biblia. Se había familiarizado con los textos sagrados gracias a los rutinarios sermones de los clérigos de Avonsford, o, más importante aún, gracias a los discursos públicos de los frailes cuando atraían a la gente en el mercado o junto a la carretera. Las imágenes que todos ellos evocaban iluminaban todos los pensamientos de Agnes. Las palabras que aquéllos pronunciaban, algunas terribles, otras reconfortantes, constituían las poderosas verdades que resonaban en su mente.

Agnes había reflexionado a fondo.

Sabía algunas cosas. Sabía que aquella plaga había sido enviada por Dios, como castigo por los pecados de los hombres; cuando ella era niña, el vicario le había hablado de la caída de Babilonia, el gran diluvio, la destrucción de Sodoma y Gomorra. Agnes había visto las imágenes en las vidrieras y en las tallas de las iglesias. Eran cosas terribles y previsibles. Recordaba las palabras de Moisés presentes en el Deuteronomio, tal como las había traducido para su público el viejo y siniestro franciscano que predicaba en Sarum cuando ella era pequeña.

«Pero si desoyes la voz de Yahveh, tu Dios, y no pones cuidado en practicar todos estos mandamientos y preceptos que yo te prescribo hoy, vendrán sobre ti y te alcanzarán todas estas maldiciones: Maldito serás tú en la ciudad y maldito en el campo. Yahveh enviará contra ti la maldición, el pánico, el desconcierto y el fracaso en todo cuanto emprendan tus manos, hasta quedar exterminado y perecer rápidamente por la maldad de tus obras, por las que me has abandonado. Yahveh te herirá con furúnculos de Egipto, con hemorroides, con sarna y con tiña, de que no podrás ser curado. Yahveh te herirá de locura, de ceguera y de idiotez…».

La lista de terrores era interminable, y los penetrantes ojos del viejo fraile la habían hipnotizado. Y ahora había llegado el castigo divino. Ésa debía de ser la plaga a la que se había referido el caballero.

¿No existía esperanza alguna? Agnes sabía que los aldeanos de Avonsford, aunque no eran especialmente malvados, no escaparían a la ira de Dios. Pero ¿eran sus propios pecados, y los de sus tres hijos, tan graves? El Señor había mostrado a hombres buenos del pasado, como Noé, la forma de escapar de esas terribles maldiciones; Agnes se devanó los sesos en busca de alguna información que pudiera salvar a sus hijos.

Por fin creyó haber dado con la solución.

—Son los animales los que propagan la peste —declaró.

Pocos en Sarum se habrían mostrado de acuerdo con ella. Desde el caballero hasta el campesino más humilde, todos creían que la enfermedad era transmitida o bien por contacto con seres humanos infectados, o por inhalar los vapores perniciosos que transportaban el viento y la lluvia. Pero Agnes no lo creía así. Pues recordaba otro sermón que había oído, hacía veinte años, pronunciado con voz fría y dura por un escuálido y pálido fraile dominico, que había predicado junto a la carretera de Wilton. Éste les había advertido:

«El mal os rodea. El mundo es impuro. —Y citando un pasaje del Levítico, declaró—: El conejo, que rumia, pero no tiene pezuña hendida, será inmundo para vosotros; la liebre, que rumia, pero no tiene hendida la pezuña, será impura para vosotros… No comeréis sus carnes ni tocaréis su cadáver, pues son para vosotros animales impuros… Y el búho, el remormujo y el ibis… De entre los que pululan sobre la tierra serán inmundos para vosotros: el topo, el ratón y toda clase de lagartos; el musgaño, la tortuga, la salamandra, la escolopendra y el camaleón. Éstos serán impuros para vosotros entre todos los animales reptiles; quien los toque ya muertos, será impuro hasta la tarde».

Pocas personas hicieron caso de las advertencias del viejo fraile, pero Agnes recordaba sus palabras. Cuanto más pensaba en ello, más convencida estaba de que éste podía ser el medio a través del cual Dios propagaría su justa ira.

Y poco a poco fue perfilándose su plan.

—Debemos alejarnos de la aldea —dijo a su familia—, de todo contacto con animales impuros, como dijo el predicador. Debemos vivir aislados hasta que la peste haya pasado.

—¿Cómo? —habían preguntado los dos hermanos.

Y entonces, en un momento de inspiración, Agnes había declarado:

—Yo conozco un lugar.

En algunas zonas del ondulante terreno elevado, desierto y poco atrayente, no moraba persona ni animal alguno. «Está tan desierto como el mar», pensó Agnes. Cuanto más pensaba en los cerros cretáceos, abiertos sólo al cielo, más convencida estaba de que ésa era la región que Dios había dispuesto para ellos.

—Subiremos al cerro para escapar de la peste —había anunciado Agnes—. Allí arriba estaremos a salvo.

Al principio su familia se resistía a ir. Pero ella se había mostrado insistente.

—Pensad en nuestros niños —había dicho Agnes, pues siempre los llamaba «nuestros niños», del mismo modo que sus hijastros se referían a ella como «nuestra» madre—. ¿Queréis dejarlos aquí para que los mate la peste?

Y por fin, como de costumbre, John y Nicholas se habían rendido a su voluntariosa madrastra.

Pero después de haberlos conducido al terreno elevado, Agnes comprendió que sus problemas no habían hecho más que comenzar. Pues ya que les había obligado a ir allí, ¿cómo lograría que se quedaran?

No lo sabía. Durante años, Agnes se había esmerado en ser fuerte. Los hermanos dependían de ella y ella fomentaba esta dependencia, pues si no era capaz de retener a sus dóciles hijastros en casa, ¿cómo alimentaría a sus hijos? Con su aspecto enérgico y poco atractivo y sus tres hijos a buen seguro no encontraría otro marido que se ocupara de ellos. Algún día los hermanos se casarían y ella perdería su influencia sobre ellos, pero Agnes rezaba en secreto para que ese día tardara lo más posible en llegar. Así pues, había aprendido a ser fuerte, para dominar a los hermanos y alimentar a sus hijos. Hasta la fecha lo había conseguido.

Agnes había aprendido a ser paciente; no le había resultado fácil. En el fondo le irritaban esos dos hombres, tan necesarios para ella, con sus ojos grises y serenos y su pacífico talante. El padre de éstos, un hombre muy habilidoso que se parecía físicamente a ellos, había tenido un genio vivo y un marcado sentido del humor que encajaba divinamente con el recio carácter de Agnes. Pero sus dos hijos eran como unos arroyos de aguas plácidas, jamás tumultuosas, sobre las que Agnes sabía que debía navegar el botecito que constituía su familia. Cuánto ansiaba ella la compañía de otros hombres, y con qué afán disimulaba su frustración, pues presentía que si cedía a un arrebato de ira, perdería la lealtad de sus hijastros. Agnes había sido paciente. Incluso había llegado, con los años, a encariñarse con ellos.

A la sazón Agnes tenía que poner a prueba sus facultades de mando. Pues para que su plan diera resultado, debía mantener su autoridad a toda costa, sin ceder un ápice: no podía mostrar el menor signo de debilidad.

La primera prueba tuvo lugar aquella noche.

Faltaba una hora para que anocheciera. La familia había terminado de cenar las tortas de trigo que había preparado Agnes cuando John se levantó discretamente y salió de la vivienda.

Instintivamente, Agnes le siguió.

—¿Adónde vas?

—Al laberinto. Para atrapar algún conejo.

El laberinto de los caballeros de Godefroi, situado tan sólo tres kilómetros hacia el oeste, había caído en un estado ruinoso. Aunque podía apreciarse con claridad su diseño en la tierra, hacía muchos años que nadie lo reparaba; pues a Gilbert —seguramente porque había sido el refugio preferido de su padre— nunca le había gustado ese lugar y rara vez acudía allí. En el círculo de tejos que lo rodeaban, donde la tierra era mullida, había prosperado una colonia de conejos que podía haber representado un modesto beneficio para Gilbert si éste se hubiera interesado en ella. Era el único rincón de la propiedad donde una discreta caza furtiva habría pasado inadvertida.

Pero Agnes meneó la cabeza.

—No debes ir allí. Los conejos son impuros. —Recordó a su hijastro la advertencia del Levítico.

—Se venden a buen precio en el mercado —protestó John, mirándola de hito en hito.

—Transmiten la peste —insistió ella.

John la contempló con escepticismo, y ella presintió que se enfrentaba a una crisis seria. Si John se salía con la suya e iba a cazar un conejo, Agnes perdería su autoridad y no podría gobernar a su familia en los difíciles tiempos que se avecinaban.

—La peste está a punto de atacar —le aseguró Agnes—. Quizá ya haya llegado a Avonsford. Piensa en los niños.

John dudó unos momentos.

—Debemos permanecer juntos aquí —se apresuró a insistir ella—, no podemos marcharnos hasta que todo haya pasado. No tardarás en ver lo que les ocurre a los otros aldeanos.

John no respondió, pero, ante el alivio de Agnes, dio media vuelta y regresó a la casa.

Antes de entrar de nuevo con él en el establo, Agnes apoyó la mano en el brazo de John y dijo:

—Prométeme que, hasta que la peste haya pasado, me obedecerás.

Lentamente, de mala gana, John asintió con la cabeza y entró. De momento, bastaba con ese gesto.

Pero a la mañana siguiente, Agnes comprobó que había fracasado.

De los dos hermanos, Nicholas era el que ella menos temía. Era más rubio que John y tenía un temperamento más dócil; trabajaba de albañil en la catedral, ocupándose de las constantes reparaciones que requería la armazón del gigantesco edificio. Y cuando John había partido para combatir en las guerras francesas, Nicholas se había quedado en Sarum para cuidar de Agnes y de los niños.

Sin embargo fue Nicholas quien, poco antes del amanecer, abandonó sigilosamente el establo de las ovejas y se dirigió hacia la ciudad.

Y cuando Agnes comprobó lo ocurrido, apretó los labios y no dijo nada, pero sabía lo que debía hacer.

Nicholas se alegraba de alejarse de Agnes. A veces esa mujer le asustaba. Pues si Agnes creía haber ocultado su genio vivo a sus hijastros, estaba muy equivocada. Puede que hubiera aprendido a tragarse su impaciencia, pero su persona emanaba unas olas de irritación semejantes al calor que exhala una fragua, lo cual inquietaba a Nicholas.

En cuanto al convencimiento de Agnes de que debían aislarse para no contraer la peste, Nicholas no lo compartía.

El sol se hallaba en lo alto cuando Nicholas descendió del cerro y penetró en la población. El rocío brillaba sobre el tejado de la catedral.

Al pasar frente a la barrera de la ciudad, Nicholas comenzó a pensar en el trabajo que debía realizar aquel día en la catedral y no notó nada raro hasta llegar al mercado. A aquellas horas el lugar solía estar atestado de gente, pero por algún motivo sólo media docena de puestos permanecían abiertos. Nicholas no le dio importancia y siguió su ruta habitual, por el extremo este del mercado y la calle Mayor. La tienda de Shockley, según observó, aún estaba cerrada. Por la calle principal no se veía un alma, salvo unas ratas negras que nadaban tras una pequeña pila de basura que se deslizaba por agua del canal que discurría en el centro de la calle.

Nicholas dobló por New Street, en la que se veía también poquísima gente. Deduciendo que por alguna razón los habitantes habían decidido levantarse tarde aquel día, el albañil enfiló Minster Street y atravesó la hermosa y flamante puerta de piedra que daba acceso al recinto de la catedral.

A Nicholas le encantaba el recinto catedralicio. Una década antes, cuando el rey había autorizado al obispo a desmantelar la vieja catedral emplazada en la colina del castillo, Nicholas había observado cómo retiraban piedras del vetusto edificio y las transportaban al valle, y había echado una mano cuando habían decidido utilizarlas para sustituir el viejo foso por un espléndido y flamante muro que rodeaba el recinto. Le había intrigado hallar las marcas de los antiguos albañiles en muchas de la piedras que utilizaba. El muro, con sus recias puertas de piedra en los lados este y sur, daba al lugar una mayor sensación de reclusión y dignidad, aislándolo con rotunda finalidad del resto del mundo, como si se tratara de un gigantesco claustro en cuyo centro se alzaba la majestuosa catedral de piedra gris con su airoso campanario.

Pero ¿por qué estaba el lugar tan silencioso? Cuando Nicholas entró el guarda de la puerta le miró con extrañeza, y al contemplar los serenos prados el albañil no vio a un solo sacerdote.

Nicholas penetró en la catedral, que también estaba en silencio, y echó a andar por la nave central.

A Nicholas le encantaban los elevados pilares con su suave combadura bajo la torre. Su padre había construido, a través del pequeño crucero en el coro, los arcos de refuerzo —de estilo gótico, uno invertido sobre el otro— que contribuían a contrarrestar la inclinación hacia el este que el coro padecía desde que construyeran la torre. Un día, Nicholas estaba convencido de ello, los canónigos decidirían colocar unos arcos semejante a aquéllos entre los pilares que se combaban en el gran crucero central de la iglesia. Pero nadie quería estropear la línea ininterrumpida de los airosos pilares, y hasta la fecha éstos no se habían curvado más desde que quedara rematado el capitel.

—El campanario se sostiene gracias a nuestra fe —solían decir los sacerdotes en son de guasa.

Nicholas trabajó tranquilamente durante una hora, realizando una pequeña reparación en una esquina de los claustros; luego, preguntándose por qué estaría la iglesia tan desierta, salió de nuevo al recinto.

El guarda le explicó el motivo.

—¿Es que no te has enterado? Ayer llegó la peste a Sarum. Dicen que ya se ha propagado por la ciudad.

—¿Quién la ha contraído? ¿Cuántos enfermos hay? El hombre se encogió de hombros.

—Nadie lo sabe. La mitad de la gente ha decidido permanecer en su casa.

Mientras Nicholas caminaba por las calles, comprobó que era cierto. Las únicas personas que vio se hallaban ante la tienda de Shockley, aporreando insistentemente la puerta y los postigos de las ventanas. Cuando Nicholas preguntó a una de las mujeres el motivo de sus llamadas, ésta respondió:

—Tiene hierbas ahí dentro. Remedios contra la peste. Pero se niega abrirnos la puerta. ¡Cobarde! —gritó la mujer—. ¡Víbora!

Pero la casa de Shockley permaneció en silencio.

Nicholas recorrió toda la ciudad, tratando de obtener unos datos más precisos. Oyó decir que la peste había llegado a las granjas de los alrededores, pero nadie sabía a cuáles. Un hombre se había caído en uno de los canales contaminados, según le contó un vendedor del mercado; pero nadie más había oído hablar del incidente. Los vecinos comenzaron a salir de sus casas, preguntándose unos a otros qué había ocurrido, pero nadie tenía una información fiable. Algunos decían que el comerciante Shockley conocía más detalles, pero su casa permanecía cerrada a cal y canto.

Al término de la mañana, Nicholas decidió regresar a Avonsford. El lugar había sufrido un cambio extraordinario. En la calle Mayor, un grupo de aldeanos, que ya habían dejado de mofarse, escrutaban ansiosos el firmamento en busca de algún indicio de los nubarrones que creían que traerían la peste. Todos miraron a Nicholas con recelo, pero él pasó de largo.

¿Era posible, se preguntó Nicholas, que Agnes tuviera razón al elegir como refugio el aislado establo? La amenaza de la peste parecía rodearle.

Nicholas entró en la casita de la familia, cogió un jubón y dos mantas y emprendió el camino de regreso.

Poco antes de abandonar la ciudad observó la primera señal del pánico que estaba a punto de extenderse en la zona.

La vivienda del sacerdote era poco más que una casucha, pues éste ganaba un modesto estipendio, pero tenía un aire más digno que las otras casas de la aldea porque estaba algo apartada de la calle principal y rodeada de un pequeño prado.

Para sorpresa de Nicholas, cuando pasó frente a la casa del sacerdote éste salió precipitadamente a la calle y lo agarró del brazo.

—¡Mis ovejas, Nicholas! —exclamó el desdentado vicario—. ¡Ven a ver mis ovejas!

Y al seguirlo, Nicholas vio a tres ovejas que yacían en la hierba. Estaban muertas. A instancias del vicario, Nicholas las examinó.

—¿De qué han muerto? —le preguntó angustiado el sacerdote, pasándose continuamente la mano por el pelo.

Nicholas se encogió de hombros.

—Supongo que debido a la hidropesía del ganado.

—¿No lo sabes? —inquirió el vicario con tristeza.

Nicholas contempló de nuevo a las ovejas muertas, pero no respondió.

—¡Es la peste! —gritó el sacerdote desesperado—. Estamos todos perdidos. —Y ante el asombro de Nicholas, rompió a llorar.

Nicholas ignoraba que las ovejas podían contraer la peste, y se preguntó si sería verdad. El vicario continuaba sollozando cuando Nicholas enfiló el sendero.

Mediada la tarde llegó al establo de las ovejas. El albañil sonrió para sus adentros al ver el extraño círculo de piedras que lo rodeaba. Pese a sus numerosos defectos, Agnes era una mujer extraordinaria. Mientras Nicholas contemplaba aquel lugar aislado no pudo por menos de reconocer que era indudablemente más seguro que la ciudad o la aldea. «Agnes tiene razón —se dijo—. Impedirá que contraigamos la peste».

Nicholas sonrió también al ver a su hermanastro menor, un niño moreno de cuatro años, que montaba guardia solemnemente junto a la puerta armado con su pequeño arco y una flecha. Al ver a Nicholas el chiquillo emitió una exclamación de alegría y echó a correr hacia él.

La mañana transcurrió lentamente para Agnes. John no le había causado problemas, pero había sido difícil retener a los niños dentro del círculo de piedras, aunque de algún modo lo había conseguido.

El lugar estaba insólitamente silencioso. Como carecía de árboles, ni siquiera los pájaros lo visitaban, y la mayor parte del tiempo sus habitantes sólo contaban con las nubes como compañía. Ningún animal se había acercado salvo en una ocasión, poco después del amanecer, cuando un zorro, olfateando la presencia de la pequeña familia, se había aproximado cautelosamente. Pero en cuanto vio a Agnes, el zorro se alejó apresuradamente, pero no sin que ésta le arrojara hábilmente con la honda una piedra que le golpeó en el flanco y le puso en fuga, ante las exclamaciones de gozo de los niños.

Transcurrió el mediodía. Los pequeños dormitaban mientras Agnes permanecía sentada en silencio junto a la entrada del establo. No soplaba viento; el único sonido que se percibía era el rumor del cuchillo de John, que tallaba una flecha para el arco de uno de los niños. Al cabo de una hora Agnes dejó que el chiquillo de cuatro años ocupara su lugar mientras ella dormía un rato.

El grito de saludo de Nicholas la despertó.

La luz del sol la deslumbró durante unos segundos cuando ella salió corriendo, tratando de despabilarse y escrutando el paisaje bañado por la claridad amarillenta del atardecer.

Nicholas se encontraba tan sólo a cien metros de distancia; su hijito se disponía a correr hacia él.

Agnes se había despabilado por completo.

—¡Regresa a la casa y no te muevas! —ordenó a su hijo. Luego agarró el arco del niño y se dirigió hacia el círculo formado por las piedras.

Nicholas la miró sorprendido cuando Agnes le ordenó que se detuviera.

Agnes se plantó ante él y, con el arco del niño en la mano, tensó su pronunciada mandíbula y le observó con una expresión de determinación que él conocía bien. Nicholas vio salir a su hermano John del establo de ovejas y sonrió.

—¿Dónde has estado? —preguntó Agnes con aspereza.

—En la ciudad. Y en Avonsford. —Nicholas avanzó unos pasos, pero ella alzó la mano para detenerlo.

—¿Ha llegado la peste?

Él se encogió de hombros.

—Es posible. Dicen que en la ciudad ha muerto un hombre, pero yo no lo vi. El vicario —añadió señalando la aldea con el pulgar— asegura que la peste ha matado a sus ovejas. —Nicholas sonrió al recordar los sollozos del sacerdote—. Yo creo que han muerto debido a la morriña.

Nicholas avanzó otro paso mientras John se aproximaba a Agnes por detrás.

Entonces, ante el asombro de Nicholas, Agnes colocó con calma una flecha en el arco y lo tensó.

—No des un paso más.

El cuerpo de Agnes aparecía rígido, como el de todo buen arquero. Sostenía el arco con firmeza, y la flecha apuntaba al corazón de Nicholas.

—Regresa a la ciudad —ordenó a éste—. No debes volver aquí. Agnes vio la expresión de perplejidad en el rostro de Nicholas. Aquello le dolía como si fuera su propio hijo. Pero no podía ceder.

Resuelta, Agnes se obligó a mirarlo a los ojos para que Nicholas comprendiera que en caso necesario estaba dispuesta a disparar contra él, y aunque su mano tembló durante un segundo al pensar en sus hijos esa extremidad recobró rápidamente la firmeza.

Nicholas dudó unos instantes.

Agnes sabía que si el muchacho daba otro paso debía disparar contra él. Pero ¿sería capaz de hacerlo? Y si él la obligaba a disparar, ¿qué ocurriría luego? Agnes no lo sabía.

Se miraron en silencio. Ninguno de ellos movió un músculo.

John se acercó a Agnes. Ella lo oyó respirar junto a su hombro.

—Déjalo entrar, madre —dijo John suavemente. Por el tono de su voz Agnes comprendió que él creía que se había vuelto loca.

—Prometiste obedecerme —repuso Agnes. ¿Por qué no comprendía John que ella debía mostrarse firme?

—Déjalo entrar —repitió John. Esta vez era una orden.

Ella no se movió. Y no apartó los ojos de Nicholas. Si cedía ahora, todo se vendría abajo.

John alargó la mano para arrebatarle el arco.

—Si me tocas dispararé contra él. —Agnes se sorprendió al oír el tono duro y autoritario de su propia voz. Pero se alegró de que sonara tan convincente.

Aunque no alcanzó a verlo, Agnes presintió que John había retirado la mano.

—Si la peste ha llegado a la ciudad, es posible que Nicholas la haya contraído —dijo Agnes con calma—. El riesgo es demasiado grande. Si está infectado, todos podemos morir.

John no dijo nada. Ella sabía que no la creía.

Entonces, ante el asombro de Agnes, Nicholas dijo:

—Ella tiene razón. —Dio media vuelta, pero antes de marcharse añadió—: Vendré todos los días y en cuanto haya pasado la peste os lo comunicaré. —Tras estas palabras se alejó.

Agnes bajó el arco lentamente.

John la miró con fijeza. Su rostro orondo y plácido se había contraído en un rictus de rabia; su voz tenía un tono de desprecio.

—¿Qué has hecho? —inquirió.

La furia y el reproche que contenía su voz hirieron profundamente a Agnes. Pero lo disimuló.

—Sólo pretendo salvarnos —replicó bruscamente.

Al día siguiente Rose de Godefroi mostró los primeros síntomas. Al principio nadie reparó en ello.

Se sentía orgullosa de las sencillas precauciones que había tomado. Estaba segura de haber creado en Avonsford un refugio a salvo de la peste para su esposo y su hijo.

Pero al anochecer, después de que todos los ocupantes de la casa hubieran ingerido el brebaje de vino de Malmsey que ella había preparado, Rose se sintió de pronto mareada. Trató de recobrar la compostura; Gilbert no se había dado cuenta. Al cabo de unos minutos la sensación de mareo pasó y Rose no volvió a pensar en la leve indisposición que había sufrido. Media hora más tarde, se puso a tiritar. Las velas estaban encendidas; en la penumbra ni Gilbert ni la sirvienta se percataron de ello. Rose se retiró discretamente a su alcoba.

Al poco rato comenzó a vomitar.

Rose sabía lo que era. No tenía la menor duda al respecto.

Gilbert probablemente se había quedado dormido en su butaca del salón. Rose se alegró de disponer de unos minutos de tranquilidad para pensar en lo que debía hacer.

En su mente sólo cabía un pensamiento: cómo salvar al resto de los ocupantes de la casa. Era inútil tratar de obligarles a marcharse. Fuera cual fuese el modo en que ella había contraído la peste, ésta seguramente ya había infectado a las víctimas que había elegido dentro de la mansión.

Pero entonces Rose pensó en su hijo. Habían pasado muchos meses desde que ella viera su risueño rostro y su alborotado cabello. Cuánto ansiaba su visita. Si iba a morir, debía prepararse para hacerlo sin ver a su hijo; Thomas no debía acudir ahora a Avonsford, de eso estaba segura.

No habían recibido noticia de Whiteheath; tal vez en aquel mismo momento Thomas se hallara de camino hacia Avonsford. Rose se echó a temblar al pensar en ello. Debía incorporarse y advertir a su marido para que enviara recado a fin de impedir que Thomas acudiera a Avonsford. Pero Rose se sentía muy débil. Cerró los ojos.

El sonido de los cascos de un caballo sobre los adoquines la despertó con un sobresalto. El cabo de vela que ardía junto a su lecho le indicó que había transcurrido una hora. Un jinete que llegaba a la mansión al anochecer…, sólo podía ser Thomas.

Rose se levantó, se dirigió tambaleándose hacia la ventana y se asomó al patio. Un sirviente había abierto la puerta. A la luz de la antorcha que portaba éste, Rose distinguió una figura que acababa de desmontar de su caballo, y golpeó con desesperación el cristal de la ventana para impedir que el recién llegado entrara en la casa. Las personas que se encontraban en el patio no prestaron atención. Rose miró a su alrededor en busca de un objeto con que romper el cristal, pero volvió a acometerle el mareo y se desmayó.

Al cabo de unos minutos Gilbert de Godefroi se detuvo en el umbral de la alcoba y contempló el cuerpo inerme de su esposa. Estaba tendida en el suelo y su pelo canoso le cubría el rostro como una mortaja.

El mensajero de Ranulf de Whiteheath, que aguardaba en el patio, le había traído un escueto recado:

«Mi patrón estaba ausente cuando llegó vuestro mozo. Vuestro hijo está bien, pero hemos oído decir que la peste ha llegado a Sarum. ¿Aún deseáis que regrese vuestro hijo?».

Una vez que Gilbert logró reanimar a su esposa y acostarla de nuevo en el lecho, ella lo miró serenamente pero con tristeza y dijo:

—No dejes que Thomas vuelva a casa.

Aquella noche Rose permaneció sola en su alcoba mientras, a petición suya, Gilbert dormía en un sillón del salón. Ambos tuvieron un sueño agitado, y Gilbert se acercó varias veces a la cama para comprobar cómo estaba su esposa.

—Pronto te sentirás bien —le prometió, y cuando despuntó la aurora le hizo beber unos sorbos de vino de Malmsey. Poco después Rose se puso de nuevo a vomitar.

Los bubones aparecieron al día siguiente: tres pequeñas tumefacciones rojizas en las axilas y las ingles. Al atardecer se habían hinchado mucho y hacían que Rose gritara de dolor, y al caer la noche el rumor se extendió por la aldea:

—La señora de Avonsford ha contraído la peste.

Rose trató de impedir que su esposo perdiera la calma, pero no lo consiguió. Gilbert mandó llamar al vicario, y le comunicaron que el sacerdote, aterrorizado ante el espectáculo de sus ovejas muertas, había huido.

Mientras contemplaba a su bella mujer, con su cabello blanco como la nieve desparramado sobre la almohada como una aureola, y observaba horrorizado cómo su cuerpo se iba consumiendo de dolor, Gilbert recordó las siniestras palabras del poema que había oído hacía dos noches, y que resonaron en su mente con renovada y terrible fuerza:

… y las extremidades os arrancarán.

Nadie podrá ayudaros, nadie lo hará:

mañana, señora, vendremos a por vos.

Gilbert no soportaba pensar que la muerte le podía arrebatar a su adorada esposa.

—¡Que Dios se apiade de nosotros! —exclamó, impotente.

Gilbert hizo cuanto pudo. Llenó de hierbas la habitación. Se pasaba día y noche rezando; mandó llamar a otros sacerdotes y por fin logró convencer a dos de ellos, a cambio de una elevada suma, para que abandonaran Salisbury y acudieran a la mansión. Pero los bubones de Rose seguían creciendo: el que tenía en la axila, blanco y ardiente, presentaba el tamaño de una manzana, mientras la enfermedad seguía su curso inexorable. Tres días después de que su esposa cayera enferma, Gilbert estaba desesperado y no sabía qué remedio utilizar para curarla.

Entonces, cuando Gilbert se hallaba sumido en la desesperación, Margery Dubber le pidió permiso para aplicar sus curas a Rose. Llevaba dos días pensando en ello en la cocina, esperando que alguien la mandara llamar. Todo el mundo en la aldea sabía que sus remedios contra diversas dolencias eran los más eficaces, y en más de una ocasión había insinuado al caballero la posibilidad de curar a su esposa. Sin embargo Gilbert no le había hecho caso. Pero en esos momentos de peligro, Margery cobró el valor necesario para ofrecer sus cuidados como sanadora.

Godefroi estaba dispuesto a acceder, pero Rose se opuso. Tenía los ojos hundidos, enmarcados por unas profundas ojeras producidas por el dolor, pero haciendo acopio de sus últimas fuerzas alzó la cabeza, miró a la cocinera y dijo:

—No.

Al día siguiente Rose estaba demasiado débil incluso para mover la cabeza; de modo que a primeras horas de la tarde Gilbert permitió que Margery, con sus ojos bizcos reluciendo de satisfacción, entrara en la alcoba de la enferma.

Su remedio era bien simple. Lo había utilizado en otras ocasiones para curar granos y furúnculos, de modo que no había motivo para que no resultara eficaz contra la peste.

—Cogéis una rana viva —le explicó a Godefroi—, y oprimís su vientre contra el bubón. Eso eliminará el veneno.

—¿Y luego?

—Oprimid la rana contra el bubón hasta que el animal reviente —respondió Margery—. Luego aplicad otra.

Al principio Rose no se percató de lo que le hacían, y cuando se dio cuenta se limitó a alzar los ojos al cielo sin decir nada.

El remedio no tuvo éxito. Por más que Margery aplicaba con fuerza las ranas contra los hinchados bubones, los animales morían sin reventar, y al cabo de unas horas la cocinera meneó la cabeza.

—No puedo curarla —anunció, tras lo cual partió para la aldea.

Aquella noche, a solas en la mansión, el caballero leyó pausadamente la historia de sir Orfeo, y aguardó.

Nicholas Mason pasó un día en Avonsford. Durante ese espacio de tiempo, dos hombres perdieron el conocimiento en los campos y tuvieron que ser transportados a sus casas.

A la mañana siguiente Nicholas se acercó al establo de las ovejas; sin traspasar el círculo de piedras informó a su familia que la peste había llegado a Avonsford. Luego, suponiendo que el riesgo de contagiarse era el mismo en un lugar que en otro, se dirigió a la ciudad.

El cambio que se había producido allí era extraordinario. Las calles estaban prácticamente desiertas, y las pocas personas que circulaban por ellas caminaban apresuradamente cubriéndose el rostro con un pañuelo. La peste se había cobrado varias víctimas —nadie sabía exactamente cuántas—, pero cuando Nicholas atravesó el mercado vio un carro que transportaba dos cadáveres dirigirse hacia las puertas de la ciudad. No existía organización alguna; el alcalde y los concejales permanecían encerrados en sus casas al igual que el resto de los ciudadanos.

Cuando pasó frente a la casa de los Shockley, Nicholas vio que no había nadie aguardando junto a la puerta. La gente caminaba por el otro lado de la calle, y aunque nadie sabía con precisión lo que ocurría dentro de aquellas cuatro paredes, de vez en cuando se oía el sonido de vómitos.

—Todos tienen la enfermedad —le explicó un vecino a Nicholas—, en los pulmones. Dicen que el chico Wilson se la contagió a los de la granja y William Shockley juró arrojarlos de allí. —El vecino se encogió de hombros—. Pero no vivirá lo suficiente para hacerlo. —Y en aquellos momentos, como para confirmar sus palabras, brotó de la casa el sonido de un violento acceso de tos y ambos hombres se alejaron apresuradamente.

Muchos vecinos abandonaban la ciudad. Nicholas vio en la esquina de New Street un pequeño convoy de carros cubiertos, en los que se agolpaban varias familias, entre ellas la de Le Portier, el aulnager. Nicholas preguntó al viejo y enjuto conductor del primer carro adonde se dirigían.

—Hacia el norte —repuso el conductor—. Me han dicho que vaya hacia el norte. ¿Quién sabe dónde acabarán? —En su duro y angosto semblante se dibujó una sonrisa—. Me pagan bien. Si me pagan estoy dispuesto a llevarlos al infierno.

El recinto de la catedral estaba en silencio. No se veía un alma. Incluso el coro de vicarios, esos jóvenes y revoltosos sacerdotes que la semana anterior estaban adiestrando a sus perros en los claustros y bebiendo alegremente en el prado, habían decidido permanecer encerrados en sus viviendas.

Cuando Nicholas atravesó el recinto desierto hacia la catedral se quedó pasmado al oír una estentórea voz que lo saludó:

—¡Mason!

Nicholas comprendió enseguida de quién se trataba.

De todos los jóvenes e indisciplinados curas, Adam, que formaba parte del coro de vicarios, era el caso más extremo: incluso sus compañeros le consideraban un alborotador. Ello no se debía a que cometiera maldades —de hecho, Adam no poseía ni un gramo de malicia—, sino a que era un atolondrado. Constantemente se involucraba en bromas pesadas y estúpidas peleas; jamás había existido un joven tan poco apto para ser sacerdote. Sin embargo, cuando alguien le preguntaba por qué no había elegido otra ocupación, Adam daba la misma respuesta que habrían dado muchos otros jóvenes en aquellos tiempos:

—¿De qué otra forma puede un pobre diablo comer y progresar en la vida?

Pues fuera de la Iglesia un joven sin dinero y sin amigos influyentes tenía escasas posibilidades de llegar a ser algo más que un humilde aprendiz.

A Adam se le reconocía a un kilómetro de distancia, no sólo debido a su estentórea voz, sino porque en lugar de un modesto hábito lucía una ceñida túnica, una chaquetilla y un ancho cinturón recamado en oro, como si fuera un petimetre. Pese al carácter atolondrado de Adam, el apacible albañil no podía por menos de sentir simpatía hacia aquel alegre y extrovertido joven dotado de una honestidad rayana en lo pueril.

—Como ves, Mason —gritó Adam de forma que su voz resonó alrededor del recinto—, el mundo ha cambiado hoy. Sólo tú y yo hemos salido de nuestras casas, y no se ve a un solo sacerdote.

Era asombroso. En una época en que uno de cada cincuenta ciudadanos había tomado las órdenes sagradas, la ciudad catedralicia se hallaba atestada de sacerdotes; pero aquella mañana parecía como si éstos se hubieran fundido con el musgo que cubría los muros de los edificios.

—Este silencio es maravilloso —comentó Adam, soltando una carcajada que hizo temblar los postigos de las ventanas.

—¿No le tienes miedo a la peste? —preguntó Nicholas.

—¿Yo? No. Tengo el remedio. —Adam señaló los dos talegos que colgaban de su magnífico cinturón—. Seis ajos en uno de ellos. Seis cebollas en el otro. La peste no se me acercará.

Nicholas se preguntó si el cura pretendía burlarse de él, aunque sus remedios no eran más peregrinos que los que utilizaban otras personas.

—Es cierto —le aseguró Adam esbozando una sonrisa que iluminó su ancho y franco semblante—. Obsérvame, Mason, y lo comprobarás por ti mismo.

Nicholas pasó el día trabajando en la catedral. Por la tarde regresó a Avonsford, donde se enteró de que a Rose de Godefroi le habían salido unos bubones. Otras dos vecinas de la aldea habían contraído la peste; una presentaba los temibles bubones, la otra había enfermado de los pulmones.

Al día siguiente Nicholas subió de nuevo al cerro. Esa vez se detuvo a cierta distancia del círculo de piedras.

—Quedaos ahí. No bajéis a la aldea —les dijo—. La peste está en todas partes y sigue extendiéndose.

Pero ni en sus peores pesadillas pudo haber imaginado Nicholas lo que había de ocurrir en los próximos diez días. El comienzo de la peste no permitía presagiar las proporciones que adquiriría la epidemia.

A veces Nicholas se preguntaba si morirían todos los habitantes de Sarum. El contagio parecía propagarse a través de la ciudad como las aguas desbordadas de un río.

Algunos perecían consumidos por la peste a las pocas horas; en otros la dolencia adoptaba la forma neumónica y sus víctimas morían escupiendo sangre y mucosidad; y los más fuertes sucumbían lentamente cubiertos por unos bubones que, en su última fase, se extendían por todo el cuerpo formando unas terribles y pestilentes tumefacciones que dejaban el cadáver hecho una repugnante e infecciosa masa de llagas supurantes. De los que contrajeron la forma neumónica de la peste, ninguno sobrevivió. De quienes padecieron los bubones, aproximadamente un sesenta por ciento murió.

Cada día Nicholas veía circular por la ciudad los carros encargados de recoger los cadáveres. Al término de la primera semana las víctimas de la plaga eran enterradas indiscriminadamente en unas zanjas situadas fuera de las puertas de la ciudad. Una mañana Nicholas vio abrirse la puerta de casa de los Shockley y tres pares de brazos arrojar sin ceremonia el fornido cuerpo de William Shockley a la calzada, antes de cerrar de nuevo de un portazo. El cadáver de Shockley permaneció tendido en el suelo durante dos horas antes de que un carro lo recogiera. Al día siguiente murió su esposa; al otro, dos de sus hijos y un sirviente. Pero tales acontecimientos apenas llamaban la atención de los horrorizados ciudadanos. Ni tampoco la noticia de que Rose de Godefroi había muerto en Avonsford.

El recinto de la catedral no tuvo más suerte que el resto de la población. Por espacio de dos días sus puertas permanecieron cerradas, en un vano intento de aislar el sagrado espacio contra la peste, pero luego sucumbió el guarda que las custodiaba, y las puertas quedaron abiertas.

Algunos de los sacerdotes salieron para cumplir con su deber y administrar la extremaunción a los moribundos. Los frailes no vacilaron, trasladándose en silencio de puerta en puerta sin dejar que nada alterara su sagrada misión.

Pero sobre la ciudad había caído un extraño temor y una pesada inercia. El malvado espíritu de la peste se había filtrado como un pernicioso efluvio en cada rincón de la ciudad. Y cuando los supurantes cadáveres de las víctimas eran sacados a la calle, el aire se impregnaba de un repugnante hedor que provocaba náuseas. Nicholas tenía la sensación casi palpable de que el terror se había apoderado de las almas de las gentes.

Sólo una persona aparecía indiferente a cuanto ocurría: Adam. Cada vez que acudía a la ciudad, Nicholas veía al estrambótico joven deambulando por las calles, vestido con su ceñida túnica y su ancho cinturón, del que pendían las dos bolsas que contenían cebollas y ajos. Curiosamente, se mostraba tan risueño como de costumbre. La gente decía que estaba loco.

Nicholas procuró conservar la calma. Pensaba, de forma fatalista, que si era una las víctimas de la plaga no podía hacer nada al respecto. No obstante, obraba con cautela. Al igual que la mayoría de la gente, cuando salía a la calle se cubría la boca y la nariz con un pañuelo. No se mezclaba con otros ciudadanos, comía solo y evitaba todo contacto con las personas infectadas. Con esas precauciones, Nicholas acudía a la ciudad casi todos los días, trabajaba en la catedral y regresaba periódicamente al establo situado en el cerro para informarles de las últimas novedades.

Una semana después de la muerte de Shockley ocurrió un hecho que le infundió pánico. Nicholas atravesaba con cautela una calle de la ciudad cuando, al pasar sobre el canal que discurría por el centro, un cadáver cayó súbitamente de un carro que circulaba junto a él y aterrizó en el arroyo, salpicándole de los pies a la cabeza. Ese hecho conmocionó a Nicholas. Se sintió agredido y sucio.

Al día siguiente, cuando la familia que ocupaba la casita junto a la suya en Avonsford sucumbió a la peste, Nicholas decidió tomar más precauciones.

—Vendré sólo cada dos días —informó a Agnes y a la familia—. He decidido no quedarme en Avonsford. Me mudaré a un lugar seguro hasta que la peste haya pasado.

—¿Adónde irás? —le preguntó John.

Nicholas sonrió.

—A un lugar donde no hay animales ni seres humanos —repuso—. Me refugiaré en la torre de Salisbury.

Al anochecer la catedral estaba en silencio, y cuando Nicholas subió los peldaños que conducían a la torre no vio un alma. La víspera nadie le había preguntado nada cuando, aduciendo que tenía que realizar unas obras de mantenimiento, pidió las llaves de la puerta de la torre. Probablemente ya habrían olvidado que él las tenía.

Nicholas portaba un cubo que contenía pan, dos frascas de cerveza, carne salada y la suficiente fruta para alimentarse durante varios días. El albañil se aseguró de que las escaleras en las cuatro esquinas de la torre habían quedado cerradas antes de dirigirse al parapeto. Nadie le molestaría allí.

Al cabo de un rato oscureció. La gran catedral se hallaba en silencio. Hacía un tiempo tan templado que Nicholas decidió pasar la noche sobre el parapeto, bajo las estrellas. Alzó la vista hacia el chapitel que se erguía sobre él. Nicholas sabía que, hacía casi cuarenta años, su bisabuelo Osmund había trepado hasta la cima de la torre un año antes de morir. Tal vez siguiera su ejemplo, pensó Nicholas, para celebrarlo, cuando hubiera pasado la peste.

Qué puro era el aire ahí arriba, lejos de la pestilencia que invadía las calles de la ciudad. Acompañado sólo por las piedras grises de la torre y el firmamento, Nicholas se tumbó cómodamente, sintiéndose más seguro que durante los últimos días, y se quedó dormido.

Permaneció en lo alto de la torre durante todo el día siguiente. Era curioso la de cosas que alcanzaba a ver desde allí arriba. Observó que los muertos eran sacados a la calle y transportados fuera de la ciudad poco después del amanecer; aquella mañana vio cómo sacaban tres cadáveres de otras tantas casas. Presenció una disputa entre los enterradores y un joven sacerdote a propósito de los honorarios que aquéllos debían percibir. Nicholas no oyó lo que decían, pero el motivo de la disputa era claro. Los hombres que acarreaban el cadáver amenazaron con dejarlo en medio de la calle. Por fin, el sacerdote les pagó. Nicholas veía a cuantas personas entraban y salían del recinto; vio los carros que transportaban su macabra carga dirigiéndose hacia las puertas de la ciudad. Vio en varias ocasiones a Adam, quien exhibiendo su magnífico cinturón, se paseaba de un lado a otro por la ciudad, y emitió una carcajada. Aquella noche, de nuevo, Nicholas durmió confortablemente bajo las estrellas.

A la mañana siguiente Nicholas se llevó un desagradable sobresalto. Había decidido hacer otra visita al establo de las ovejas, y a fin de salir de la ciudad antes de que la gente sacara los cadáveres infectados de sus viviendas, comenzó a descender de la torre poco antes del alba.

Bajó a tientas por la interminable escalera de caracol, cerrando la puerta tras él. Pero al penetrar en la catedral, advirtió un destello entre las sombras y, picado por la curiosidad, se dirigió hacia allí. No tardó en lamentarlo.

La pequeña familia debió de entrar con disimulo en la catedral al amparo de la noche. En aquellos momentos los cinco se encontraban de pie, sosteniendo unos cirios, junto a la tumba del obispo Osmund. Obviamente habían trasladado con ellos a su padre; pues lo habían depositado, completamente desnudo, sobre la tumba.

Mucha gente afirmaba haber sanado milagrosamente tras haber tocado o haber yacido sobre la tumba del reverenciado obispo. Los sacerdotes, confiando en que un día el Papa decidiera canonizar a Osmund, no desmentían esas afirmaciones. En esos momentos la mujer de mediana edad, acompañada por sus dos hijos y dos hijas, contemplaba con expresión confiada y en silencio la desdichada figura que yacía ante ellos.

Era un espectáculo siniestro. El anciano se hallaba en la última fase de la enfermedad. Los bubones se habían extendido por todo su pecho y el pobre diablo, sin apenas darse cuenta de lo que sucedía, temblaba de forma incontrolable sobre la fría y dura piedra.

Nicholas dio media vuelta y salió a toda prisa. No cesó de tiritar hasta haber salido de la ciudad.

Al llegar al establo, comprobó que la familia no había perdido la serenidad. Nicholas les propuso llevarles más comida, pero ellos se negaron.

—Tenemos grano suficiente —dijo Agnes—. Sólo necesitamos eso y agua, nada más.

Pero la tensión provocada por su aislamiento había hecho mella en el ánimo de todos ellos.

John estaba malhumorado, aunque cuando Nicholas le hubo descrito lo que había visto en la población, no mostró deseos de moverse de su refugio. Los niños estaban silenciosos y taciturnos. Agnes parecía cansada.

Después de permanecer unos minutos y dirigirles unas palabras de aliento sin moverse de donde se encontraba, en la parte exterior del círculo, Nicholas se marchó.

Aquella tarde Nicholas se había vuelto a instalar cómodamente en la torre, provisto de más víveres, cuando comenzó a detectar unos extraordinarios movimientos en la estructura de la catedral.

Al principio Nicholas creyó que se equivocaba, que no se trataba sino de un efecto óptico.

Soplaba una leve y refrescante brisa que impulsaba las nubes a través del firmamento crepuscular. Al tumbarse y contemplar cómo se deslizaban ante sus ojos, Nicholas pensó de pronto que la cima del chapitel se había movido.

Debía de ser el movimiento de las nubes, pensó. Nicholas esperó a que el cielo se despejara y escrutó de nuevo el extremo del campanario, sobre el que se alzaba la cruz.

Y volvió a oscilar.

Era un movimiento apenas perceptible, desde luego. Nicholas se incorporó. Pero al hacerlo, sintió que el edificio se movía, haciéndole caer hacia atrás sobre el borde del parapeto. Nicholas se quedó inmóvil. Experimentó una intensa sensación de pánico y náuseas. ¿Era posible que la catedral se estuviera moviendo sobre sus cimientos? ¿Era posible que los pilares combados fueran a partirse y que la descomunal estructura se desplomara en una ruina colosal? Nicholas contempló de nuevo el campanario, temiéndose lo peor.

Comenzó a ponerse en pie. De pronto sintió que toda la estructura se movía, hasta el extremo de hacerle sujetarse al parapeto para no perder el equilibrio. Nicholas notó que tenía la frente perlada de sudor, a la vez que ardiendo. Al alzar la cabeza vio con horror que el chapitel oscilaba peligrosamente, y que el suelo de piedra bajo sus pies estaba ladeado. ¡Por Dios bendito, la catedral iba a desplomarse! El suelo se inclinó abruptamente y Nicholas cayó de bruces sobre él.

Al cabo de unos minutos recobró el conocimiento. Curiosamente, el campanario, el parapeto, la mampostería seguían en su lugar. Por el oeste, el cielo resplandecía teñido de escarlata y habían aparecido las primeras estrellas.

Nicholas se tocó la frente. Estaba ardiendo. Sintió una momentánea sensación de mareo y náuseas.

Entonces lo comprendió. La catedral no se había movido.

Aquella noche Nicholas fue presa de varios espasmos. Al contemplar las resplandecientes estrellas, comprobó que todo parecía dar vueltas a su alrededor. En varias ocasiones no sólo el campanario sino las constelaciones, Orion, Casiopea, la Osa, se unieron en una alocada danza a través del cielo, después de lo cual, invariablemente, Nicholas se ponía a vomitar.

Por la mañana notó que tenía bubones en las axilas.

Al amanecer oró:

—Madre de Dios, salva a tu siervo.

Había servido a la catedral toda su vida. Decían que la gente podía sobrevivir a los bubones. Estaba convencido de que la Virgen lo protegería.

Nicholas no trató de moverse de allí; aunque hubiera querido, no habría conseguido descender por la escalera de caracol. Bebió sólo unos pocos sorbos de cerveza, a fin de no malgastar su provisión de líquido.

Al atardecer los lacerantes dolores se habían extendido hasta la ingle. Nicholas sintió deseos de llorar, pero su cuerpo le negó incluso ese consuelo.

Pasó otra noche solo, mientras la peste seguía invadiendo su cuerpo de un modo inexorable.

Al alba, comprendió que no sobreviviría. Recordó el desdichado anciano que había visto en sus últimos estertores, tendido sobre la tumba del obispo, y los grotescos cadáveres putrefactos que eran transportados por los carros a través de las calles de la ciudad. Nicholas no deseaba quedar reducido a aquel repugnante estado.

Haciendo acopio de sus últimas fuerzas, se arrastró hasta el borde del parapeto. A sus pies, la ciudad comenzaba a despertarse.

Nicholas se asomó sobre el parapeto, y al contemplar los cerros que se alzaban al norte vio vagamente un diminuto rostro de piedra que, instalado en un nicho a su derecha, miraba también hacia el norte.

El albañil permaneció allí durante una hora. En tres ocasiones gritó de dolor.

Entonces vio la silueta de Adam que, con su ostentoso cinturón, paseaba alegremente por el recinto de la catedral. Nicholas lo siguió con los ojos mientras el joven sacerdote pasaba ante el campanario, trasponía la puerta del recinto y se dirigía a la ciudad.

Cuando hubo perdido de vista al extraño joven, Nicholas se arrastró hasta el parapeto y, con un esfuerzo descomunal, se encaramó sobre él y se arrojó al vacío.

Gilbert de Godefroi había olvidado por completo a la familia Mason y el establo de las ovejas. La mitad de Avonsford había perecido.

El caballero permanecía sentado día tras día en la vieja mansión. A menudo cogía el poema de sir Orfeo y lo leía en voz alta mientras los ojos se le llenaban de lágrimas al pensar en su difunta esposa.

Cada día aguardaba noticias de su hijo.

Durante dos semanas, no supo nada de él.

Agnes Mason y su familia permanecieron sobre el cerro durante seis semanas.

Para Agnes, la semana siguiente a la última visita de Nicholas fue la peor.

Al segundo día, al ver que éste no aparecía, toda la familia comprendió el significado de su ausencia. John no dijo nada, pero Agnes sabía lo que pensaba, pues ella pensaba lo mismo. Cada vez que se había presentado Nicholas, todavía indemne, después de que ella lo hubiera arrojado de casa, Agnes se decía con creciente convicción: «No estaba infectado cuando le negué la entrada; si ahora contrae la peste, será culpa mía». Día tras día, Agnes rezaba para que Nicholas apareciera de nuevo, y el hosco silencio de John la hería más profundamente que un centenar de acusaciones.

Existía otro problema. Agnes había elegido aquel lugar desierto porque sabía que nadie acudía allí, pero las semanas iban transcurriendo y ella ignoraba si podían abandonarlo sin riesgo de contraer la peste o no.

Pasó un mes. Las provisiones comenzaron a escasear; peor aún, el tiempo era tan seco que el estanque de rocío estaba casi vacío, pues sólo quedaba un pequeño charco de agua blancuzca en el centro.

—Un día más y tendremos que marcharnos de aquí —declaró John, y ella no pudo contradecirle.

Pero aquella noche llovió, y a la mañana siguiente se dirigieron al estanque de rocío y comprobaron que éste contenía de nuevo una buena cantidad de agua fresca y limpia.

Resistieron otras dos semanas, alimentándose de cereales y agua. Una extraña inercia se apoderó de ellos. Caminaban lentamente, como personajes en un sueño. Cada día el desolado paraje que se extendía más allá del círculo de piedras aparecía desierto y no había otra cosa que hacer que contemplar las nubes.

Por fin, una mañana de mediados de septiembre, Agnes se volvió hacia John y dijo:

—No puedo seguir así.

Fue su primera y única señal de debilidad. Después de pronunciar esas palabras, Agnes sintió deseos de echarse a llorar. Pero no podía hacerlo.

Al cabo de una hora, arrastrando un carro casi vacío, el pequeño y desastrado grupo emprendió lentamente el camino hacia el valle.

Y cuando llegaron a Avonsford, comprobaron que en su ausencia, el mundo había cambiado.

1382

Todas las veces que Edward Wilson rememoraba el pasado, no podía negar que había sido el viejo Walter quien había alterado el destino de la familia.

La rueda de la fortuna había dado un giro radical. Era una crónica de triunfo. Y de venganza.

¡Qué pareja!

Porque Walter había captado el momento idóneo para darle un vuelco a la historia. Al igual que un marino intuye que la corriente va a mudar, había comprendido con exactitud cuándo y cómo actuar; había agarrado al vuelo su oportunidad y les había conducido hacia delante.

Para la familia Wilson, el momento crítico se produjo al aparecer la peste negra.

Él tenía quince años cuando llegó la peste. El joven Peter cayó súbitamente enfermo, y Edward y sus otros hermanos y hermanas tuvieron que abandonar la casa. Se fueron a vivir al bosque de Grovely, durmiendo al raso, pero regresando periódicamente a la casita para recoger la poca comida que quedaba. Más adelante el resto de la familia sucumbió a la plaga, uno tras otro murieron, su madre, sus hermanos y sus hermanas; algunos contrajeron la peste bubónica, otros la neumónica, hasta que sólo quedaron él, su padre y su hermano Elias, un idiota que tenía la fuerza de un buey. Elias permaneció en la casita, mientras que Edward se quedó en el bosque. Finalmente, Walter también cayó enfermo, y al ver los bubones en las axilas de su padre, Edward decidió huir.

Permaneció tres semanas en el bosque de Grovely, viviendo bastante bien, pues las leyes forestales habían quedado olvidadas temporalmente. Montaba trampas para capturar diversos animales; incluso logró cazar un cervatillo. Y nadie le molestó. En varias ocasiones, Edward se acercó a una de las aldeas vecinas, para observarla con cautela desde un lugar elevado; pero al ver que la gente sacaba a sus muertos para enterrarlos, se refugió de nuevo en el bosque. A menudo pensó en regresar a la granja Shockley, pero el terrible recuerdo de los miembros de su familia que habían muerto allí le hacía echarse a temblar y desistir de su empeño.

Entonces vio a su padre.

Ocurrió una mañana temprano. Walter se acercaba lentamente: trepaba con esfuerzo por la cuesta desde Shockley, arrastrando un pie entre las hojas recién caídas, y éstas producían un extraño susurro que resultaba un tanto siniestro. Su rostro estaba contraído en una mueca de dolor, e incluso a cincuenta metros de distancia Edward vio que los bubones se le habían extendido hasta el cuello. Era evidente que se moría, pero el chico no alcanzaba a comprender por qué motivo quería ir al bosque. Sin esperar a averiguarlo, Edward puso pies en polvorosa; mientras se alejaba oyó cómo su padre lo maldecía.

Edward no regresó más al lugar, sino que pasó el día vagando por los aledaños del terreno elevado antes de regresar a otra zona del bosque para dormir.

Había anochecido y estaba a punto de dormirse cuando sintió que una mano larga y huesuda le aferraba el cuello. Edward trató de gritar, pero no pudo. Sabía que era su padre.

—¡Imbécil! —masculló Walter junto a su oído. Edward percibió el aliento de su padre. Por algún motivo, olía a pescado.

Edward dejó que los músculos de su cuerpo se relajaran. Pensó que si lograba pillar a su padre desprevenido, quizá podría soltarse y salir huyendo. Pero su padre le apretó el cuello con más fuerza.

—¿Pretendes escapar? ¿Temes que vaya a contagiarte la peste?

Por supuesto que lo temía. Walter emitió una breve carcajada.

—¿Aún me tienes miedo? —Ese pensamiento parecía complacer a Walter. Toda su familia le había temido.

Entonces Edward sintió que su padre le agarraba una mano y, por más que trató con todas sus fuerzas de soltarse, la acercaba lenta pero inexorablemente hacia su rostro. El chico notó bajo su palma un bulto pequeño y duro.

—Es mi cuello —murmuró Walter, que, pese a las protestas de su hijo le obligó a aplicar la mano sobre algo peludo, donde había también un bulto—. Es la axila —dijo Walter—. He tenido la peste. Pero no ha conseguido acabar conmigo. Ahora ya ha pasado; no te contagiaré. —Dejó de aferrar a Edward por el cuello, pero siguió sujetándolo del brazo—. Ven conmigo —masculló—. Tenemos mucho trabajo.

Edward sonreía al recordar los días que siguieron a ese episodio. Fueron una auténtica revelación.

Elias no contrajo la peste. «Es demasiado estúpido para pillar nada», comentó su padre con aspereza. El resto de la familia fue debidamente enterrado en una zanja junto a la casita.

—La mitad de Sarum ha muerto —le informó Walter a la mañana siguiente—. Ve en busca de tus primos. Trae aquí a todos los que estén vivos. Te quiero de vuelta al anochecer.

—¿Por qué? —preguntó Edward. Pero cuando Walter hizo ademán de pegarle, el chico salió corriendo y obedeció las instrucciones de su padre.

El pequeño grupo —los miembros que quedaban de las familias de los hermanos y hermanas de Walter— dejaba mucho que desear. Estaba formado por dos viudas, un chico y una niña, ambos menores de doce años, delgados y asustados, y el marido de una de las hermanas, un tipo escuálido de aspecto enfermizo. Otro hermano de Walter, cuya familia había escapado a la peste, se había negado a venir. Pero Edward observó sorprendido que su padre parecía satisfecho de acoger a sus parientes.

—Instálalos en la casita —le ordenó. Luego, con una repentina e insólita sonrisa dirigida únicamente a su hijo, murmuró—: Y procura que no se muevan de allí.

A la mañana siguiente Edward se llevó más sorpresas.

—Shockley ha muerto —anunció Walter—. Al igual que su familia. Que Dios los tenga en su gloria. Pero queda un niño: Stephen. Acompáñame —ordenó a Edward—. Iremos a verlo.

Cuando llegaron a la casa de la calle Mayor, la encontraron en un estado caótico. Edward sintió lástima del chico, que tenía aproximadamente su edad. Stephen lo había pasado peor que él, pensó Edward, pues había permanecido en la casa en Salisbury durante la peste y había visto morir a cada miembro de su familia, aunque él mismo, por un milagro, había conseguido salvarse.

Si el padre de Stephen Shockley había jurado destruir a los Wilson, el pobre chico no tenía ni el deseo ni las fuerzas para perseguir a nadie. Estaba exhausto y los miró con ojos inexpresivos. Walter fue directamente al grano.

—Tú posees la tenencia de la granja concedida por la abadesa. ¿Qué vas a hacer al respecto?

Stephen miró a Walter con aire ausente. No lo sabía.

—Toda mi familia ha muerto, excepto éste —dijo Walter señalando a Edward con el dedo—. ¿No tienes nadie que trabaje la tierra?

Stephen siguió mirándolo sin saber qué responder.

—Si no quieres trabajar la tierra, tendrás que renunciar a ella.

Al oír esas palabras el chico reaccionó. Era como si le hubieran abofeteado.

—Siempre hemos conservado la granja —protestó.

Walter se encogió de hombros.

—¿Vas a explotarla tú mismo?

Stephen guardó silencio. Todos sabían que no podía. El negocio de los Shockley en la ciudad y el batán enfurtidor en el valle del Avon valían más que la granja. Cualesquiera que fueran las dotes y la energía de Stephen, éste debería emplearlas en administrar esos negocios. Pero si era incapaz de trabajar la tierra y pagar la renta que le cobraba la abadesa, ésta le arrebataría la granja.

—Conseguiré más peones —declaró Stephen con tono esperanzado.

Walter meneó la cabeza.

—No los encontrarás —contestó—. La mayoría de los que vivían alrededor de la granja Shockley han muerto.

Era cierto, y Stephen lo sabía. Se produjo una pausa. Al cabo de unos momentos Walter dijo:

—De hecho he tenido otras ofertas. —Su voz sonó más bien como el triste reconocimiento de una realidad que como una amenaza.

Edward se preguntó si su padre acababa de marcarse un farol. Stephen Shockley lo miró también con escepticismo, pero el rostro de Walter no dejaba traslucir nada.

El joven comerciante se hallaba en un aprieto, pero no era el único. El problema al que se enfrentaba existía en todo el país. Pues la peste negra —llamada con razón la Mortandad General por los contemporáneos— se había cobrado aproximadamente una tercera parte de la población de Inglaterra. Quizá más. Según observaron los cronistas, desde los hechos descritos siete siglos antes por el historiador sajón Beda, jamás se había registrado una tasa tan elevada de mortalidad. Según los cálculos de los expertos, en toda Europa, entre los años 1347 y 1350, se produjeron aproximadamente veinticinco millones de muertes. El efecto de la plaga variaba de una zona a otra, de una población a otra, incluso de un feudo a otro; algunos apenas se vieron afectados, otros presenciaron la destrucción de toda una aldea.

Durante sus excursiones por Sarum, Edward ya había oído varias historias de muy distinta índole. Pero una cosa era segura: muchos campos permanecerían en barbecho aquel año, y todos los terratenientes de la región buscaban con afán braceros para sus cultivos. En cuanto circularon rumores de que la plaga se daba por acabada, los granjeros no tardaron una semana en proponer un salario pasmoso a todo aquel que quisiera trabajar para ellos.

—Me debes dos días de trabajo —recordó Stephen a Walter. Ello obedecía a la condición de vasallaje que Walter había heredado. Pero en lugar de reconocerlo, Walter se limitó a encogerse de hombros.

—Eso fue antes de la peste.

El joven comerciante lo miró con aire pensativo. No era estúpido y sabía muy bien que en medio del caos que reinaba en las zonas rurales, los vasallos habían empezado a abandonar sus casas, incumpliendo sus deberes feudales a cambio de un buen jornal. Técnicamente habían violado la ley, pero en la práctica, cuando la mitad de los terratenientes se hallaban en connivencia con ellos, habría sido inútil protestar. Si Walter le abandonaba, la granja quedaría desierta y Stephen probablemente la perdería. El villano le había ganado la partida, y Stephen lo sabía.

—¿Qué es lo que quieres? —preguntó.

Ése fue el comienzo. Qué listo había sido su padre.

—Ve a ver a la abadesa —dijo Walter al joven comerciante—. Dile que no puedes pagarle mucho dinero por sus tierras.

—¿Y luego?

—Yo te pagaré una renta fija por ellas y procuraré sacarles el máximo provecho. Trataré de hallar unos peones, pero si no lo consigo, mi chico y yo tendremos que arreglárnoslas por nuestra cuenta. De esta forma tú sobrevivirás y conservarás tu granja sin problemas.

Eso tenía sentido. La abadesa de Wilton a quien los Shockley habían arrendado la granja poseía muchas tierras que se habían quedado deshabitadas debido a la peste. Se mostraría más que contenta de conservar a un buen inquilino aunque éste le pagara de momento una renta reducida. En cuanto a Stephen, no tenía tiempo de supervisar la granja y tratar de hallar unos peones, quienes en todo caso le costarían más. El hecho de que él mismo tuviera unos obreros ocultos en su casa era algo que Walter evitó comentar.

El plan propuesto por Walter dio resultado. Dos días más tarde la abadía de Wilton y Stephen Shockley accedieron a percibir una renta fija y muy reducida por la granja. Y Walter Wilson, convertido en un subarrendatario en lugar de un villano, podía explotar las tierras de los Shockley por cuatro peniques la hectárea, menos de la mitad de su valor el año anterior.

Pero cuando Edward sonrió a su padre y dijo alegremente: «De modo que ahora somos los arrendatarios de Shockley en lugar de sus villanos», su padre se volvió hacia él y replicó enojado:

—Idiota. Sólo necesitaremos a Shockley este año. El año que viene le daremos la patada.

Y cuando Edward se quedó perplejo, Walter se limitó a gruñir.

—Ya lo verás.

Las extraordinarias dotes previsoras de su padre quedaron confirmadas nuevamente cuando hablaron sobre la forma de explotar las tierras de la granja aquel primer año. Edward suponía que adquirirían animales, incluyendo ovejas, de modo que en el peor de los casos pudieran obtener unas ganancias vendiendo lana. Pero Walter meneó la cabeza en sentido negativo.

—Este año, plantaremos grano —anunció—. Plantaremos tantas hectáreas como podamos. Sobre todo trigo.

—Pero la mitad de la gente ha muerto —replicó Edward—. Habrá menos bocas que alimentar, el mercado del grano descenderá.

Walter lo miró con desprecio y repuso secamente:

—Nos quitarán el trigo de las manos.

Y el verano siguiente ocurrió justamente lo que Walter había pronosticado. Pues en la confusión que se produjo a raíz de la peste, muchos campos quedaron sin cultivar, y por otra parte los terratenientes se inclinaban a asegurarse de que sus tierras solariegas fueran cultivadas y cosechadas, y a conservar la mayor parte de su grano para almacenarlo en caso de que estallara otra crisis. Tal como Walter había previsto, hubo una escasez de trigo y el precio del mismo aumentó de forma espectacular.

En el otoño de 1349 los Wilson, quienes pagaban a Stephen Shockley una cantidad irrisoria, percibieron unos suculentos beneficios.

Ello no sólo se debía a la fuente de su fortuna. Pues aparte del trigo, la mano de obra para producirlo era un bien aún más codiciado. Y Walter también lo poseía.

Pues era innegable que el pequeño grupo —el anciano, Elias, las dos mujeres y los niños— le pertenecía. Ninguno de ellos, por separado, tenía adonde ir. De modo que Walter les ofreció cobijo, ropa y alimento. Y los tenía aterrorizados, cosa que lograba gracias a su astucia y fuerza de carácter.

Trabajaban las tierras de Shockley, Walter les obligaba a arar hasta caer rendidos. Durante el tiempo de cosecha, cuando lo lógico habría sido contratar más mano de obra, Walter les obligó a trabajar en los campos de sol a sol. Poco antes de concluir la recolección, en vista de que el trabajo andaba retrasado, decidió colocar unas antorchas encendidas en los campos para que pudieran trabajar de noche.

En otras ocasiones, cuando había menos trabajo en la granja, Walter los arrendaba a otros terratenientes, por separado o en grupo, insistiendo en que les pagaran el jornal directamente a él. Si se les ocurría protestar, Walter bramaba:

—¿Acaso no me ocupo de vosotros?

Su hosco carácter era tan temible que sus parientes no se atrevían siquiera a huir.

Cierto día Edward le dijo:

—Creo que las mujeres morirán si las obligas a trabajar tanto. Pero eso a Walter no le preocupaba.

—Durarán unos cuantos años —contestó bruscamente—. Luego ya no las necesitaremos.

Walter hacía una clara diferenciación entre sus hijos. Elias era el burro de carga. Era casi tan corpulento como su padre, y aunque tenía como él las manos largas y los ojos juntos, parecía como si una fuerza sobrenatural le hubiera aplastado y retorcido el cuerpo: su ancho rostro solía exhibir una expresión de absoluta estupidez; tenía los hombros encorvados; caminaba con torpeza. «Su madre debió de contemplar la luna antes de que éste naciera», solía comentar Walter alegremente. Pero el chico era fuerte y ansiaba complacer a su padre. «Ese idiota me quiere —decía Walter—. Es mi mayor fortuna». Y en efecto, aunque no dejaba de maldecir y azotar al joven mientras éste se afanaba en satisfacerle, los agricultores de la localidad estaban siempre dispuestos a pagar a Walter la increíble suma de dos peniques diarios por los servicios de Elias debido a la diligencia y fuerza del muchacho.

En cambio, con Edward su padre se mostraba más tolerante. Trabajaba, al igual que Walter, pero cumplía un horario razonable y justo. A menudo su padre lo llevaba consigo en sus viajes de negocios alrededor de Sarum.

—No digas una palabra. Limítate a escuchar —le advertía Walter. Y Edward obedecía.

Un año después de haber arrendado a Stephen la granja, Walter llegó una noche a casa sonriendo de oreja a oreja.

—El joven Shockley tiene problemas —informó a su hijo.

No era de extrañar. Pese a que la naturaleza le había dado un cuerpo menudo —a diferencia de su padre que era proclive a la corpulencia—, Stephen compartía muchos rasgos con William Shockley, y uno de ellos era la innata habilidad para el comercio. Pero aunque era un muchacho capaz e inteligente y aunque la súbita muerte de su familia le había hecho madurar más de lo habitual en un chico de diecisiete años, el peso de los negocios Shockley era superior a sus fuerzas. Cuando Walter le fue a ver, comprobó que el chico parecía abrumado: se pasaba constantemente la mano por el rubio cabello en un gesto nervioso y sus ojos azul pálido mostraban una expresión de honda preocupación.

Fundamentalmente, sus negocios iban bien. La tienda y el batán enfurtidor seguían prosperando. Pero Stephen tenía que aprender a administrarlos en unos tiempos de crisis que habrían puesto a prueba la pericia del comerciante más experimentado. Y se había quedado sin dinero.

Al día siguiente padre e hijo fueron a visitar a Stephen; y de nuevo Edward se quedó perplejo al ver lo cortés e incluso generoso que Walter se mostraba con el joven.

—Diriges dos negocios —le comentó afablemente—; ningún hombre es capaz de hacer más que eso. Deseo hacerte una oferta. —Walter se detuvo—. Cédeme la tenencia de la granja que te arrienda la abadesa y te pagaré por ella la renta de tres años. Quince libras.

Mientras observaba la escena, Edward no habría sabido decir quién se mostraba más sorprendido, él mismo o el joven Shockley. Era una oferta más que justa, y una suma de dinero elevada. Aunque Edward no sabía leer ni escribir, calculaba con la velocidad del rayo, y le constaba que su padre no podía reunir esa cantidad ni aun sumando las ganancias de las ventas con los beneficios que le proporcionaba el trabajo de sus parientes. Por tanto debía de haberla robado, pensó Edward.

—¿Tienes ese dinero? —preguntó Stephen.

—Una herencia —respondió Walter sin inmutarse.

El joven reflexionó. Se resistía a ceder la granja que había administrado su familia durante tantos años, pero con esa suma podría solventar los problemas de liquidez de los negocios Shockley, en los cuales residía su futuro.

El joven asintió con la cabeza.

—Sí. Acepto la oferta.

Y con esas palabras, la granja que el rey Alfredo había cedido a sus antepasados sajones hacía casi cinco siglos, y que le había dado su nombre, pasó definitivamente a manos de otra familia.

Al día siguiente, el antiguo villano y nuevo arrendatario de Shockley mantuvo una breve entrevista con el administrador de la abadía Wilton. Edward no fue invitado a acompañarlo. El chico jamás descubrió cómo se las había ingeniado su padre, pero el caso es que la renta de la granja volvió a descender.

—Ya nos hemos librado de esos malditos Shockley —le explicó su padre—. Y esto no es más que el principio.

—¿Y ahora qué piensas hacer? —preguntó Edward. Pero Walter no respondió.

El año siguiente, 1350, la cosecha fue mala; pero consiguieron salvar una parte del trigo y lo vendieron a buen precio.

Durante ese tiempo, comenzó a operarse un cambio sutil en la relación entre Walter y Edward. Pues aunque su padre aún le pegaba de vez en cuando y se quejaba a menudo de sus torpezas, Edward notó que en ocasiones recurría a él en busca de consejo cuando se trataba de algún negocio, e incluso le enviaba a resolver asuntos de escasa importancia.

Pues Walter había observado astutamente que su hijo caía mejor a la gente que él mismo. Lo cual no le preocupaba lo más mínimo; pero comprendió de inmediato que podía utilizar ese hecho como un arma.

—Sonríe. Ablándalos —ordenaba a Edward. Al poco tiempo ambos desarrollaron un sistema de negociación imbatible.

En el verano de 1350, Walter estaba preparado para dar el siguiente e importante paso.

Edward aún se reía al recordar la primera visita que hicieron a Gilbert de Godefroi, durante la que él había seguido a la perfección las instrucciones de su padre.

La peste había tenido unos efectos trágicos para el caballero de Avonsford. A éste le quedaba un consuelo, quizás el mayor: él y su hijo se habían salvado. Pero tanto su esposa como prácticamente toda la aldea de Avonsford habían perecido. Los Mason, Margery Dubber y otra media docena de personas seguían vivos. El resto yacía en una zanja junto al pequeño cementerio. Y ahora el caballero tenía graves problemas.

El primer año después de la peste, la situación había sido muy distinta. Pues aunque los villanos y los arrendatarios libres que debían haber trabajado sus tierras habían desaparecido, Godefroi seguía teniendo derecho a la tasa denominada heriot, pagadera cuando un campesino moría. Por las pertenencias de personas muertas Godefroi había percibido unas veinte libras, una suma que había contribuido a hacer cuadrar las cuentas de la propiedad. El año anterior Gilbert había pagado elevados jornales para que unos peones cultivaran al menos una parte de sus tierras solariegas, pero eso no le había reportado grandes beneficios. Y también se había visto afectado, al igual que muchos otros, por una plaga de morriña que se había llevado buena parte de sus ovejas. La propiedad de Avonsford precisaba urgentemente más ganado y nuevos arrendatarios.

Así, Walter Wilson y su hijo se presentaron respetuosamente en la mansión una mañana, para averiguar qué tierras estaban disponibles.

Habían visitado la propiedad con el caballero y su hijo. La tierra, según constató Edward, era excelente, aunque estaba en un lamentable estado de abandono; pero fue el hijo del caballero, Thomas, un joven de su edad, quien le fascinó sobremanera. Edward nunca había conocido de cerca a una persona como él. No eran sólo su pálido y hermoso rostro y su oscuro cabello lo que le hacía tan atractivo, ni su espléndido cuerpo atlético; era su porte, su forma de caminar, sus modales. «Con qué elegancia se mueve», pensó Edward, que no se avergonzaba de admirarlo con franqueza.

Con todo, Edward no olvidó el propósito de su visita. En cada lugar en el que se detenían, Walter examinaba en silencio la tierra. De vez en cuando murmuraba unas palabras ininteligibles, o emitía un suspiro, pero, por deferencia al caballero, se abstuvo de expresar en voz alta su opinión. Pero a medida que recorría la propiedad, más deprimido se sentía.

Por fin Walter meneó la cabeza y dijo:

—La tierra está agotada.

Era cierto que durante los últimos años Gilbert había utilizado abundante estiércol y marga para mejorar el rendimiento de la tierra —un hecho que a Walter no le había pasado inadvertido—, pero afirmar que la tierra estaba agotada era una exageración.

—Creo que no podría hacer nada con ella —dijo Walter—. Lo lamento. —Tras estas palabras dio media vuelta para marcharse.

Edward observó al caballero. Gilbert se mostraba cariacontecido. Ahora le tocaba el turno a él.

—Deja que utilice unas ovejas en estas tierras —sugirió Edward—. Las llevaré a pastar allí arriba y las encerraré aquí, para que abonen la tierra. Yo podría sacarle provecho a estos campos.

Walter miró irritado a su hijo.

—Esta tierra no vale nada, idiota —rezongó—. No ganaríamos un céntimo con ella.

—Podríamos sacarle algún rendimiento.

—Hay mejores tierras en otros lugares.

Edward adoptó una expresión de tristeza, como si le doliera reconocer que su padre tenía razón.

—Dijiste que yo podía trabajar unas parcelas —empezó a decir, luego miró al caballero y a su hijo, como implorándoles que le apoyaran.

Walter se detuvo.

—¿Y cuánto crees que costaría?

Edward parecía confuso.

—Quizás… un penique por hectárea. —Era la mitad de lo que Godefroi pedía, pero Walter emitió una exclamación de protesta.

—Nos arruinarás.

Padre e hijo mantuvieron ese simulacro de discordia, perfectamente calculado, durante toda la negociación. Era evidente que Godefroi deseaba arrendar sus tierras, y que de momento no se habían presentado los suficientes candidatos. Media hora más tarde los Wilson se marcharon tras llegar a un acuerdo tan ventajoso para ellos que, una vez que hubieron abandonado la propiedad, a Edward y su padre les dio tal ataque de risa que tuvieron que apoyarse en un árbol.

Por una suma irrisoria habían conseguido casi un tercio de los mejores campos, aparentemente como un favor, pagando una pequeña renta por una gigantesca parcela situada en el terreno elevado que el caballero había perdido la esperanza de arrendar.

—Podríamos llevar a pastar ahí arriba a un millar de ovejas, si las tuviéramos —comentó Edward.

—Y podemos encerrarlas en estos campos. Nos darán buenas cosechas —le recordó Walter.

—El caballero es un imbécil —declaró Edward—. No sabe lo que hace.

Eso no era del todo cierto. Gilbert sabía muy bien lo que hacía, aunque había tomado una decisión equivocada.

Las opciones que se le ofrecían al señor de Avonsford eran muy sencillas. Podía invertir en sus tierras, comprar más ganado y, en caso necesario, pagar unos jornales más elevados. O podía buscar unos buenos inquilinos y arrendarles las tierras, retirándose casi por completo de los quehaceres agrícolas cotidianos. Otros hombres de su clase habían optado por una u otra solución. Pero en esos momentos críticos de la Historia, la cauta naturaleza del caballero le había jugado una mala pasada: o para ser más cruel, Godefroi había perdido el valor. No estaba dispuesto a arriesgarse invirtiendo dinero en sus tierras; no estaba dispuesto a aguardar, como debía haber hecho, hasta hallar el inquilino ideal. Había optado por la solución más simple, aceptando una renta demasiado baja por temor a no conseguir ningún arrendatario. De hecho, Gilbert se sentía satisfecho de haber conseguido un dinero por un terreno extenso pero poco fértil emplazado en los cerros, donde Wilson llevaría a pastar a sus ovejas, pero olvidaba que éste le había pagado una cantidad irrisoria por algunas de las mejores parcelas de su propiedad.

Mientras se dirigían a casa, Edward sintió por primera vez en su vida la mano huesuda de su padre dándole unas palmadas en la espalda.

Lo que más le había sorprendido, sin embargo, había sido el comportamiento del joven Thomas. Durante el rato que había durado la negociación, el hijo del caballero había asistido a la escena con una mezcla de perplejidad y despecho. No había participado en la conversación y era obvio que, aunque demasiado educado para manifestarlo, aquel asunto no le inspiraba sino un profundo desdén.

—Ese Thomas —dijo Edward a su padre— da la impresión de que el tema le tiene sin cuidado.

Walter asintió con la cabeza.

—Es capaz de luchar, pero no de trabajar —respondió.

Pues los años pasados en Whiteheath habían convertido al joven Thomas en el perfecto hacendado. Sabía tallar madera a la perfección; sabía cantar, incluso sabía leer y escribir, aunque no con fluidez. Y aunque su lengua nativa era el inglés, chapurreaba unas pocas frases en el francés normando, al menos las suficientes para intercambiar unas palabras de saludo con algún noble francés que lograra capturar en una contienda. Pues para lo único que Thomas estaba preparado era para luchar en una contienda. Había sido adiestrado en todos los aspectos de la guerra de un modo tan concienzudo como sus antepasados. Si el rey emprendía una nueva campaña, era posible que Thomas se hiciera rico; en caso contrario, estaba claro que jamás mostraría más que un somero interés en sus propiedades.

Durante los siguientes cuatro años, Edward apenas volvió a ver a Thomas, dado que el joven caballero solía ausentarse con frecuencia. Pero llegó a conocer cada rincón de la propiedad de Avonsford, y consiguió sacar provecho de cada centímetro de parcela que le pertenecía.

Para las gentes emprendedoras, la década de 1350 fue una época de gran prosperidad en Sarum. Pese a la conmoción causada por la peste, la zona no tardó en rehacerse, y en ese aspecto el sur y el oeste de Wiltshire gozaron de mayor fortuna que muchas otras regiones del país.

Pues no sólo se recobró allí la industria de la lana, sino que empezó a desarrollarse un nuevo y pujante negocio: la manufactura del paño.

Antaño, Inglaterra había exportado su lana y había importado paño del continente. La manufactura doméstica se circunscribía principalmente a un paño de calidad inferior que se fabricaba en poblaciones como Marlborough, al norte de la llanura de Salisbury, y una limitada cantidad de los paños más gruesos obtenidos gracias a los vigorosos golpes recibidos en el batán enfurtidor de los Shockley. Pero en los últimos años se había desarrollado un pujante mercado de paño no sólo en Londres y otras importantes poblaciones, sino en el continente. En toda la zona había más trabajo para los tejedores, bataneros y tintoreros. Se construían nuevas hilanderías, y los comerciantes como Shockley prosperaban. Los terratenientes también se beneficiaron de la nueva industria, pues eran ellos quienes suministraban la lana. El obispo de Winchester, las abadías, las nuevas familias feudales que habían conquistado el favor del rey, como los Hungerford, se dedicaban a criar inmensos rebaños de ovejas sobre los ondulantes cerros cretáceos, en unas propiedades que se extendían a lo largo de decenas de kilómetros por la región septentrional de Wessex.

Era una época de vacas gordas para la gente con iniciativa; y nadie poseía más iniciativa que Walter Wilson y su hijo. Walter obtenía siempre las condiciones más ventajosas en los tratos que hacía; y seguía explotando a su pequeño grupo de trabajadores de forma implacable.

Sólo una persona logró vencerlo.

Agnes Mason y su pequeña familia habían permanecido en Avonsford; pero algunas cosas habían cambiado.

Pues aunque la familia seguía unida, su vida ya no volvió a ser la misma después de la experiencia vivida en el cerro.

John había asumido el trabajo de su hermano en la catedral, y aunque apenas mencionaban la muerte de Nicholas, Agnes era consciente de que su hijastro la trataba con una nueva reserva y distancia. Lo cual no la sorprendió, ni tampoco se mostró asombrada cuando, seis meses más tarde, John se casó y se mudó a otra casa en la aldea.

John seguía yendo a verlos cada día, para asegurarse de que la familia no pasaba privaciones, pero Agnes comprobó que aunque ya no disponía de la ayuda de su hijastro era perfectamente capaz de arreglárselas sola. Godefroi no había aumentado el alquiler de la casita que ocupaban, y aunque Agnes y el caballero habían llegado a un nuevo acuerdo consistente en que ella daría a la propiedad de Avonsford tres jornadas de trabajo cada semana, Godefroi le pagaba un buen jornal por esos días y Agnes contaba con la ayuda de sus otros hijos. De hecho, pronto comprobó que vivía mejor que nunca, pues la mano de obra escaseaba y ella solía vender el resto de sus horas a Godefroi o a los agricultores locales a cambio de un buen estipendio. Cada semana la enérgica viuda visitaba al mejor postor acompañada de sus hijos y, aunque no podían ganar el jornal que percibía Elias Wilson, obtenían un buen dinero, pues eran gente responsable y de fiar.

Por tanto no tuvo nada de extraño que, al cerrar Walter Wilson su trato con Godefroi, el astuto oportunista insistiera en que los tres días de trabajo que pagaba a los Mason se los pagara directamente a él. Pese a las protestas de Agnes, Godefroi cedió a las exigencias de Walter.

—A partir de ahora trabajarás a mis órdenes —había informado éste a Agnes, y luego comentó en un aparte a Edward—: Haremos trabajar a esas gentes hasta que caigan rendidas.

Pues aunque Agnes lo ignoraba, Walter no había olvidado que había sido el viejo Osmund el Albañil quien había hablado en contra de su padre al rey Eduardo el día en que John Wilson fue acusado en Clarendon; y cuando Edward miró a su padre sorprendido de su vehemencia, éste le recordó bruscamente:

—Tenemos una cuenta que saldar con esos Mason.

Pero no había considerado el enérgico carácter de Agnes.

Su relación discurrió tranquilamente durante un mes; Agnes había trabajado los tres días que le correspondían y Walter, aunque a regañadientes, le había pagado el mismo jornal que ella percibía antes. Pero luego Walter comenzó a presionarla. Primero le exigió que trabajara una hora más al día, a lo que Agnes se negó sin perder la calma. Luego exigió que no sólo ella, sino dos de sus hijos trabajaran durante los tres días, exigencia que Agnes simplemente pasó por alto. Cuando Walter, utilizando sus métodos habituales, trató de amedrentarla, Agnes ni siquiera se quejó, pero apretó su pronunciada mandíbula, un gesto que su familia conocía bien, y todas las amenazas que Walter profirió contra ella resultaron en vano.

Edward observó la creciente irritación de su padre, pero decidió mantenerse al margen de la disputa.

—Esa familia no es rentable —rezongaba Walter—. Será mejor que nos deshagamos de ellos.

Pero de momento, como Agnes bien sabía, no había jornaleros más baratos, de modo que Walter no tuvo más remedio que soportar aquella enojosa situación.

Un año más tarde, en 1351, Walter creyó ver la oportunidad de salirse con la suya.

El arma le fue suministrada por el Parlamento.

El mercado libre de mano de obra que había permitido a Walter Wilson conseguir tan rápidas ganancias, también había propiciado, como es lógico, una brusca reacción. No era un problema nuevo: los jornales en Inglaterra habían aumentado constantemente desde comienzos de siglo. Pero la súbita escasez de mano de obra que se produjo en todo el país a consecuencia de la peste había propiciado unos aumentos de salario espectaculares. A los terratenientes no les gustaba perder a sus campesinos, fueran cuales fuesen los deberes feudales de éstos, cuando sus vecinos les tentaban ofreciéndoles un salario más elevado.

—Es un escándalo lo que cobran los jornaleros —se quejó Walter.

—Pero es gracias a eso que hemos ganado tanto dinero —protestó Edward.

—Ya no, estúpido —le recordó su padre bruscamente—. Ahora somos nosotros quienes pagamos los jornales.

En todo el país, no sólo los señores feudales como Godefroi, sino los que adquirían tierras a bajo coste —comerciantes, hombres libres o antiguos siervos— se hallaban en la misma situación, y como es natural llegaron a la misma y sencilla conclusión: los que trabajaban la tierra pedían demasiado dinero. En 1349 se produjeron violentas protestas contra el coste de la mano de obra. En 1351 el Parlamento promulgó el Estatuto de los Trabajadores, regulando los jornales a través de los tribunales de justicia.

Armado con esta nueva arma, Walter, acompañado por su hijo, se encaró con Agnes y sus hijos en la vivienda que éstos ocupaban y dijo sin rodeos:

—Voy a reducir vuestros jornales.

Para sorpresa de Walter, Agnes se limitó a encogerse de hombros.

—Entonces trabajaré para otro.

—Si haces eso te llevaré ante el tribunal del condado —le advirtió Walter. El Estatuto prohibía a un trabajador dejar plantado a su patrón para ganar un jornal más elevado. Pero Agnes no se dejó amedrentar.

—¿Y cuánto cobra Elias? —preguntó.

—Eso no te concierne —replicó Walter. Su pequeño grupo de obreros cobraba los jornales más altos de la región.

—Me pagarás lo mismo, y a partir de ahora pagarás también a mis dos hijos mayores un buen jornal —declaró ella sin perder la calma—. Puedes llevarme a los tribunales si quieres. —Y tras despedirse con una leve inclinación de cabeza, Agnes le cerró la puerta en las narices.

Aunque iba en contra de sus propios intereses, Edward no pudo por menos de admirar a aquella obstinada mujer capaz de plantarle cara a su padre. Por otra parte, sabía que Agnes tenía razón. Pues el Estatuto de los Trabajadores, en la práctica, sólo podía ser aplicado en los casos en que lo desearan los terratenientes; si un campesino accedía a contratar a unos jornaleros bajo las condiciones que fueran, los caballeros no tendrían en cuenta el Estatuto. Walter no podía permitirse llevar a Agnes a los tribunales, pero antes de marcharse de Avonsford aquel día juró a su hijo:

—Maldita sea esa mujer. Pero me vengaré de ella, ya lo verás.

El Parlamento había promulgado otra medida que podía resultarles útil a los Wilson. Durante años, el rey había concedido un monopolio de exportaciones de lana a los mercaderes del Bloque, la oligarquía de ricos comerciantes que operaban a través de una sola lonja comercial o Bloque, generalmente a través del Canal de la Mancha. Ello facilitó el que el rey impusiera unos aranceles aduaneros y puso a su disposición un pequeño grupo de monopolistas que le prestaban grandes sumas de dinero. Pero dicho sistema enojó a los pequeños comerciantes laneros, quienes en 1353 lograron obtener una nueva Ordenanza del Bloque que permitía el comercio local.

—Ahora podemos vender nuestra lana a través de Winchester o Bristol —comentó Walter entusiasmado. Y gracias a sus dotes de comerciante, y exagerando de vez en cuando la calidad de su lana, no tardó en aumentar de nuevo sus ganancias.

Pero entonces, en 1355, se le presentó su mayor oportunidad. Pues en 1355, Thomas de Godefroi partió a la guerra.

Pocas campañas en la Historia han sido más gloriosas que la del Príncipe Negro, librada en 1355. Incluso Edward Wilson quedó admirado de su esplendor. En cuanto a Thomas de Godefroi, el joven caballero estaba convencido de que había llegado su hora de gloria.

—Se cree uno de los caballeros del Rey Arturo —comentó Walter con desdén.

Era cierto. Pero no tenía nada de particular. Pues toda la campaña estuvo bañada en el dorado resplandor de la hidalguía. Unos diez años antes, Eduardo III había jurado establecer una mesa redonda en Windsor, y ya habían comenzado las obras de la gigantesca mesa y del edificio que había de albergarla. Más importante aún, el día de san Jorge de 1348, esa noble e ilustre institución caballeresca, la Orden de la Jarretera, fue inaugurada hallándose el Príncipe Negro y el conde de Salisbury entre sus miembros fundadores. Para un joven como Godefroi, aquéllos eran unos tiempos auténticamente gloriosos. Un gran y caballeroso monarca rodeado de sus hijos —Eduardo el Príncipe Negro, Juan de Gante, Lionel de Clarence—, grandes hombres todos ellos por derecho propio, pero absolutamente leales a su padre. Eso era un rey.

Aunque Thomas ciertamente lo ignoraba, los caballerosos conceptos que había asimilado en la espléndida mansión de Whiteheath, y que ahora habían alcanzado su apogeo, procedían de diversas fuentes. Los trovadores de la corte en el sur de Francia habían propuesto la idea de los modales cortesanos, y la de que todo caballero debía servir a una dama. La Iglesia, con su culto a la Virgen María, había recordado al caballero que era a la señora de la religión a quien debía servir. Los filósofos estoicos de antaño, comentados hacía mil años por Boecio —el cual había alcanzado tal popularidad que Alfredo, el rey sajón, había decidido traducirlo—, habían dicho al noble que se hallaba por encima de los triunfos y las cuitas de este mundo, cuyos avatares debía soportar con valor y gallardía. Ésta era la amalgama definitiva, con su atracción filosófica, religiosa y sexual, que aparecía maravillosamente mezclada en los relatos del Rey Arturo y sus hidalgos; y no existía mejor exponente de la vocación del caballero que Eduardo, príncipe de Gales, el Príncipe Negro.

—Sólo tiene un par de años más que yo —solía recordarse Thomas mientras se afanaba en emular a su héroe.

Pues si la peste había dejado al país reducido a un tenebroso y desolado erial, a Thomas le parecía que los fulgurantes triunfos del ejército y la caballería ingleses resplandecían a través de las tinieblas.

El entusiasmo que despertaba la campaña entre la mayoría de quienes participaban en ella iba más allá de lo caballeresco. Jamás habían existido tantas posibilidades de obtener unos suculentos beneficios, tanto para el más noble como para el más humilde. Un soldado de infantería galés percibía dos peniques diarios; un arquero montado, seis peniques…, en una época en que el jornal anual de un peón era de unos doce chelines, de forma que un soldado de infantería ganaba el jornal de un peón en sólo setenta y dos días. En cualquier caso no era sólo el estipendio lo que atraía a tantos jóvenes, sino el pillaje. Todo soldado de infantería tenía muchas posibilidades de hallar un interesante botín en las ricas provincias francesas; en cuanto a un caballero, éste confiaba en capturar a un noble.

—Ahí tienes tu camino a la fortuna —recordó Gilbert a su hijo—. Debemos capturar a un caballero para cobrar un buen rescate. Eso salvará la propiedad.

Las sumas de los rescates eran enormes. Un caballero francés solía ser vendido a su familia por más de mil libras. De hecho, los nobles capturados eran tan valiosos que se había desarrollado un pujante mercado de ese bien. Los cautivos eran vendidos a los caballeros, o incluso a los sindicatos de comerciantes, por dinero a cambio de un rescate anticipado, de forma que al cabo de un tiempo un noble francés podía descubrir que pertenecía a una confusa colección de hombres diseminados por todo el país, cada uno de los cuales poseía un porcentaje de intereses en su vida.

Pero si el remedio era claro, existía un problema: el coste de ingresar.

No sólo se trataba de la armadura con sus bruñidas placas para proteger el antebrazo y la parte delantera de la pierna. No se trataba sólo del escudero y el sirviente para acompañar al caballero, sino también del caballo de batalla. Pues tales corceles purasangre constituían un requisito indispensable. Dotados de nombres tan rimbombantes como sus ilustres dueños, esos espléndidos aristócratas equinos con frecuencia eran importados de países tan remotos como España y Sicilia. Soberbios de aspecto, magníficos en acción, uno de esos animales podía llegar a costar la astronómica cifra de cien libras.

Y como de costumbre, la hacienda de Godefroi andaba escasa de dinero.

Durante los seis años en que había ejercido el comercio desde la peste, Walter Wilson había conseguido un éxito espectacular. Ni siquiera Edward se explicaba cómo lo había logrado exactamente. Pero fue la posesión de esta asombrosa suma lo que le permitió realizar la transacción más brillante de su carrera.

Pues a fines de 1354 Walter prestó esta suma a Gilbert de Godefroi para que pudiera equipar a su hijo Thomas y enviarlo a la guerra. Incluso le prestó el dinero sin intereses ni cuotas de ningún tipo, a cambio de unas condiciones extraordinariamente astutas. Dadas las circunstancias, Godefroi se mostró más que dispuesto a aceptar ese préstamo.

—Los términos son los siguientes —explicó Walter a Edward—. Si captura a un caballero, me devolverá el préstamo más una vigésima parte del rescate; en caso contrario, me devolverá el préstamo sin intereses, o perderá su garantía.

—¿Qué garantía te ofrece? —preguntó Edward.

Walter sonrió.

—Algunos de sus mejores campos…, y el batán enfurtidor.

Con qué inteligencia había montado su padre la trampa, pensó Edward riendo para sus adentros. Si el joven Godefroi capturaba a un caballero, existían muchas probabilidades de ganar una fortuna; pero si no lo conseguía, ambos sabían que la hacienda de Godefroi andaría más escasa de dinero que nunca.

—Ya lo verás —masculló Walter—. Conseguiremos el batán enfurtidor de Shockley.

Aunque a Edward no le caía simpático Thomas de Godefroi, observó los preparativos para la guerra con franca admiración; comprendía el motivo de que el joven noble, que mostraba tan poco interés en su propiedad, se sintiera lleno de entusiasmo. Numerosos grupos de hombres pasaban por Sarum. Había soldados de infantería galeses, vestidos de verde y blanco. Había hombres armados, caballeros y escuderos. Uno de los espectáculos más soberbios lo constituían los arqueros montados. Cabalgaban orgullosos sobre sus monturas, con sus arcos de dos metros de largo hechos de tejo, arce o roble, colgados a la espalda; incluso cabalgaban en el campo de batalla, desmontando tan sólo para disparar una mortífera lluvia de flechas, hasta doce en un minuto a una distancia de casi cuatrocientos metros y con una fuerza capaz de traspasar una armadura. Y Thomas ofrecía un magnífico aspecto, según tuvo que reconocer Edward, al partir de Sarum montado en su corcel, luciendo el cisne blanco en su sobrevesta, en busca de fortuna.

La campaña del Príncipe Negro contra el rey Juan el Bueno de Francia fue un triunfo que rebasó incluso las expectativas de Thomas. En 1355 los ingleses habían emprendido una campaña contra Burdeos. Al año siguiente habían avanzado aún más. Y el 16 de septiembre de 1356, enfrentándose a un contingente francés mucho mayor, el príncipe, un joven de veinticinco años, había conducido a su ejército a la victoria en Poitiers.

Fue una campaña que hizo época.

Antes de la batalla, Thomas había escuchado el conmovedor discurso dirigido por el Príncipe Negro a sus tropas; y se había arrodillado junto con el príncipe para implorar la bendición de Dios; había celebrado el triunfo cuando el mismo rey de Francia había sido capturado, y había permanecido en los aledaños de la legendaria fiesta cuando el príncipe, en su más celebérrimo y caballeroso gesto, había tratado al derrotado monarca como el convidado de honor. ¡Qué caballeros habían capturado!, la flor y nata de la nobleza francesa. ¡Y qué rescates habían acordado! El rey de Francia estaba dispuesto a pagar tres millones de coronas, cinco veces los ingresos del rey Eduardo. Asimismo, habían conquistado inmensos territorios. Qué orgulloso se sentía Thomas por haber compartido el honor de pelear en esa noble campaña; incluso el príncipe le había sonreído.

Sólo hubo un problema: Thomas había participado en cada refriega y luchado con tal valor que casi había olvidado capturar a un caballero. Iba a regresar prácticamente con las manos vacías.

Fue uno de los pocos que lo hizo. Casi todos los soldados obtuvieron botines. Muchos permanecieron en el conmocionado reino durante varios años, formando unas compañías de mercenarios cuya insaciable codicia se recordaría en Francia durante muchas generaciones. Pero cuando un caballero amigo suyo le invitó a unirse a una de esas compañías, Thomas se negó.

—Un Godefroi lucha por honor —afirmó fríamente—, no por dinero.

Así que el honor fue cuanto Thomas trajo de regreso. No era suficiente.

Gilbert y su hijo se comportaron con airosa dignidad, tal como exigía su rango, cuando transfirieron algunos de sus mejores campos y el rentable batán enfurtidor a manos de Walter Wilson. Gracias a esa transacción Walter se convirtió en un arrendatario-jefe del rey. Pero más importante, era el arrendador de Shockley.

Edward jamás había visto a su padre tan exultante.

—Casi hemos arruinado a esos Godefroi —exclamó Walter con tono triunfal—. Ahora arrojaremos también a ese maldito Shockley.

Pero fue ese plan lo que hizo que Edward, por primera vez, contradijera a su padre.

En sus muchas negociaciones, siempre meticulosamente orquestadas, Edward desempeñaba invariablemente el papel del blando en contraposición al papel del duro que hacía su padre; y nadie valoraba más que Edward el carácter enérgico y la astucia de su progenitor, unos rasgos que les habían resultado muy útiles. Pero Edward también había notado en el último año que Walter no les caía bien a quienes negociaban con ellos, y últimamente, había constatado en varias ocasiones que su propio talante más suave les reportaba mayores ventajas. Por lo demás, el joven Shockley había prosperado en Salisbury. Había adquirido gran influencia.

—Stephen Shockley es miembro del gremio municipal —apuntó Edward—. ¿Por qué pelearse con él? Necesitamos amigos, no enemigos.

Walter lo miró atónito.

—¿Shockley? ¿Un amigo?

Edward se encogió de hombros.

—¿Por qué no? Puede sernos útil.

El anciano guardó silencio. Había consagrado su vida a la venganza, y había conseguido su propósito. Ansiaba humillar a Shockley. Pero su inteligencia le decía que su hijo tenía razón. Walter soltó un bufido.

Edward continuó, pues se había dado cuenta de que hacía tiempo que anhelaba manifestar su opinión.

—Quiero hacerme amigo de él. Pronto seremos más ricos que Shockley. Eso es lo que deseo.

Las dos generaciones se miraron cara a cara y de pronto, para sorpresa de Edward, el anciano capituló.

—Haz lo que te dé la gana, maldito seas. —Y dio media vuelta.

Al día siguiente Edward Wilson se dirigió a la ciudad de New Sarum y tras una satisfactoria entrevista con el administrador del obispo Wyvil, a cambio de una generosa suma transfirió el batán enfurtidor al obispo, pues Edward sabía que éste siempre había deseado poseerlo.

—Ahora el obispo también es amigo nuestro —comentó con una sonrisa.

En ocasiones, durante los años siguientes, Edward tuvo que reconocer que tal vez el viejo Walter hubiera estado en lo cierto; pues podrían haber obtenido del batán enfurtidor unos beneficios cuantiosos. La industria del paño, sobre todo la fabricación de velarte, era pujante. Pero también prosperaban todos los demás aspectos de su negocio. Aunque otras regiones del país seguían sufriendo las consecuencias de la peste, Wiltshire, y en particular la ciudad de Salisbury, gozaban de una gran prosperidad. Y los Wilson continuaban medrando más que la mayoría de ciudadanos.

Con frecuencia se da por supuesto —erróneamente— que la peste negra de 1348 fue un hecho aislado que no volvió a repetirse hasta la gran plaga de 1665.

De hecho, durante los siglos que mediaron entre estas dos fechas, se registraron numerosas epidemias de peste; y probablemente la más grave de ellas, casi tan terrible como la original, fue la segunda epidemia de 1361, la cual se extendió por Londres con singular virulencia.

Hacía una semana que la peste había llegado a Londres cuando Agnes Mason reunió de nuevo a su familia y se dispuso a conducirla al terreno elevado.

—Iremos al establo de ovejas —les dijo. Agnes sabía que no había sido utilizado aquel año.

El grupo que partió de la aldea esa vez era algo distinto. Los hijos de Agnes habían crecido y su hija mayor se había casado. Pero todos cargaron tranquilamente los carros siguiendo las instrucciones de Agnes, al igual que habían hecho hacía doce años. Sólo faltaba John. Agnes había propuesto a su hijastro y a su familia que los acompañaran, pero cuando John rechazó la oferta Agnes no se mostró asombrada ni insistió en ello.

Ella también había cambiado. Su cabello rojizo estaba salpicado de canas; a lo largo de esos doce años se había adelgazado, y una persistente artritis la obligaba a caminar cojeando ligeramente. No era sólo su cuerpo el que había empezado a fallarle con el paso de los años; pues mientras conducía a su familia por el camino que discurría frente a la mansión feudal, Agnes se sentía anímicamente cansada.

Cuando llegaron a la cima del cerro desde el que se contemplaba el valle se toparon con Walter Wilson.

Edward siempre recordaría este encuentro.

Su padre se plantó en medio del camino, mirándolos con cara de pocos amigos e interceptándoles el paso. El grupo se detuvo, observándole con inquietud. Pero los únicos que hablaron fueron Walter y Agnes.

—¿Adónde vais?

—Al establo de las ovejas.

Walter sacudió la cabeza negativamente.

—Voy a utilizarlo yo. —El establo se hallaba en un terreno donde Walter llevaba de vez en cuando a pastar a sus rebaños, aunque aquel año no lo había hecho.

—No es cierto —repuso Agnes con firmeza.

—Voy a ir mañana —replicó Walter con aspereza—. De todos modos, no te pertenece. Te prohíbo que vayas allí.

—Anteriormente el señor del feudo me permitió utilizarlo —insistió Agnes.

—Pues ahora no te lo permite. Yo soy el arrendatario de estas tierras.

Ninguno de los dos se movió, pero Agnes pensó que lo que decía Walter era cierto.

—Entonces iré a otro lugar —dijo encogiéndose de hombros.

Pero Walter no tenía la menor intención de dejarla pasar.

—Me debes el trabajo de tres días —le recordó.

—La peste está a punto de llegar.

—Al diablo con la peste. Sigue trabajando.

—Me marcho de la aldea —contestó Agnes con calma pero sin dar su brazo a torcer.

Walter meneó la cabeza de nuevo.

—Por más que trates de ocultarte en el terreno elevado —dijo—, te echaré los perros. —Luego esbozó una sonrisa y añadió—: De paso te enviaré unas ratas muertas —añadió.

Agnes lo miró, y por primera vez Edward notó que la mujer vacilaba; pues Agnes sabía que Walter era muy capaz de cumplir su palabra. El viejo Wilson no había olvidado de qué manera Agnes le había humillado con respecto al asunto del jornal y estaba dispuesto a vengarse.

—¿Quieres llevarme ante el tribunal del condado? —preguntó él con enojo.

Se produjo una larga pausa.

—Dios te castigará —dijo Agnes suavemente.

Walter soltó una carcajada.

—Después de contagiarte la peste —replicó divertido.

Sin decir otra palabra, Agnes se volvió y ella y su familia descendieron por el camino hacia la aldea.

—Supongo que crees que debí mostrarme amistoso con ella —comentó Walter a su hijo. Pero Edward se encogió de hombros. Sabía que los Mason no eran importantes.

—Vivimos en unos tiempos tenebrosos.

¿Cuántas veces, se preguntaba Edward Wilson, había oído la frase favorita de Stephen Shockley? Muchas, ciertamente, pues desde que se había trasladado con su familia a la ciudad de Salisbury después de la muerte de Walter, había cultivado con asiduidad la amistad del comerciante.

La mayor parte de la gente habría compartido el veredicto de Shockley.

Se habían producido repetidas epidemias de peste —no sólo la de 1361, que se había llevado a Agnes Mason—, sino otra en 1374. Los triunfos de mediados de siglo se habían disipado. El Príncipe Negro había fallecido; su hijo Ricardo, que había ascendido al trono, mostraba pocas de las cualidades nobles y guerreras de su padre; y en algo menos de una década se habían perdido las espléndidas posesiones en Francia, a excepción de una pequeña zona junto a Burdeos y el puerto de Calais en el Canal de la Mancha. De hecho, incluso existía el temor de una invasión, de modo que habían comenzado a construir un baluarte en torno a la nueva y desprotegida ciudad. No sólo tenía dificultades el estado: la Iglesia se hallaba dividida. Durante más de medio siglo los papas habían juzgado necesario para su seguridad establecer su residencia en Avignon, en el sur de Francia. Pero al menos habían seguido gobernando desde allí. En 1378, sin embargo, se había iniciado el gran cisma. Al igual que los emperadores rivales en el Imperio Romano, a la sazón había dos Papas rivales: los franceses apoyaban a uno de ellos, los ingleses y los holandeses al otro.

—Uno no puede fiarse ya de nadie —solía quejarse Stephen Shockley a su familia.

Pero durante esos tiempos tenebrosos, Edward Wilson sostuvo su propio criterio, y transmitió a sus hijos un punto de vista muy distinto sobre el mundo, tan legítimo como cualquier otro.

—La mayoría de los hombres son unos necios —les dijo—. Porque cuando las cosas se ponen feas, el mundo está lleno de oportunidades.

La vida de Walter Wilson era buena prueba de ello. Cuando murió, en 1370, dejó tras de sí, además de una suma de dinero cuya cuantía su hijo nunca divulgó, la siguiente propiedad, debidamente pormenorizada en los nuevos documentos conocidos como Testamentos que estaban en boga:

Una vivienda y cincuenta y tres hectáreas de tierra en Winterbourne, arrendadas al conde de Salisbury; en Shockley, cinco varas cuadradas de terreno, arrendadas a la abadesa de Wilton. En Avonsford, ochenta hectáreas arrendadas al rey; cerca de Salisbury, arrendados al obispo de Salisbury, una vivienda, un palomar, cincuenta hectáreas de tierra cultivable y cuatro hectáreas de prado.

La familia, además de unos importantes intereses en la industria pañera, poseía en la actualidad más de un millar de ovejas en los cerros.

Y todos los años la familia veía incrementar su riqueza, al igual que muchas otras. No sólo se beneficiaron los antiguos villanos como Wilson, o los comerciantes como los Shockley. Grandes hombres como los de la familia Hungerford, partidarios de Juan de Gante, poseían incluso unos rebaños de ovejas más numerosos en los riscos cretáceos; en toda la región meridional del país, los tejedores y los bataneros y los tintoreros regentaban prósperos negocios gracias a la pujante industria pañera. La fabricación de paño inglés se multiplicó por nueve en la segunda mitad de siglo después de la peste negra. Cuando Ricardo II subió al trono en 1377, Salisbury era la sexta ciudad más importante del reino.

Aunque sus métodos eran distintos de los de su padre, Edward Wilson nunca dejó de aprovecharse de cada oportunidad que se le presentaba. Una de ellas fue una empresa participada con los Shockley para fabricar paño.

—Esto os dará de comer a vosotros y a vuestros hijos —explicó a su joven familia con orgullo mientras les mostraba el nuevo velarte—. Es mejor que el paño. Lo llaman ray.

El nuevo paño era una especialidad de Salisbury y, tal como había pronosticado Edward, llegó a gozar de gran popularidad. El ray de Salisbury era un tejido grueso, con un solo color de fondo, como el paño fino, pero presentaba unas listas de colores, lo cual le confería el efecto de una alegre mezclilla.

A diferencia del velarte, las hebras de distintos colores tenían que ser teñidas antes de ser tejidas.

—Como ves, la lana está teñida en rama.

Era un tejido resistente, que a menudo se entregaba al cliente sin tundir y éste se encargaba de llevar a cabo esta última operación. Al poco tiempo los Shockley y los Wilson comenzaron a fabricarlo en grandes cantidades.

Mientras contemplaba los cambios que se operaban en el mundo que les rodeaba, el clarividente Edward solía decir a sus hijos:

—Dedicaos al comercio, y hasta el rey tendrá que hacer lo que nosotros queramos.

Era cierto. Pues ahora el poder con el que Peter Shockley había soñado al asistir al parlamento de Montfort el siglo anterior había empezado a convertirse en una realidad. A lo largo de todo el siglo los hombres de menor rango —los caballeros y los burgueses— habían dejado sentir su presencia en los parlamentos que el rey Eduardo III había tenido que convocar. En 1353 habían logrado imponer su voluntad al rey en la cuestión del Bloque. En la década de 1360, la odiosa tasa denominada maltote impuesta sobre la lana fue prácticamente abolida. Pero lo más notable había sido el llamado Buen Parlamento de 1376, el año antes de que muriera el rey Eduardo. Los magnates y obispos se reunieron en la Cámara Blanca del palacio real; pero la aristocracia provinciana y los burgueses —los Comunes— celebraron su propia reunión en la sala capitular octogonal de la Abadía de Westminster, que había constituido el modelo de la abadía de Salisbury.

Por primera vez los Comunes se acercaron al estrado de la cámara de los magnates para exponer sus demandas, por lo demás inauditas: en concreto, que no votarían a favor de la promulgación de impuestos hasta que el rey hubiera destituido a varios de sus ministros, a los que acusaban de malversación de fondos públicos, y hasta que el monarca se deshiciera de su amante, que estaba confabulada con aquéllos. Anteriormente los díscolos barones feudales habían presentado unas demandas parecidas, pero jamás tales exigencias habían sido expuestas con tal crudeza por parte de unos simples burgueses y caballeros rurales de escasa entidad. No sólo eso, sino que los Comunes se salieron con la suya.

Debajo de esos adelantos políticos subyacía una necesidad económica. Pese a sus éxitos en las guerras francesas, cuyos rescates habían aportado gigantescas sumas a las arcas del rey, Eduardo III padecía un embarazoso problema financiero. En 1340, según decían algunos, había llevado a la bancarrota a los banqueros italianos Peruzzi y Bardi al negarse a saldar sus deudas con ellos, y cuando los comerciantes laneros monopolistas del Bloque le prestaron dinero, muchos de ellos se arruinaron también a causa de los dispendios del rey y de la peste negra. Eduardo se vio entonces obligado a buscar otras fuentes más solventes de ingresos: los comerciantes de la ciudad de Londres, la Iglesia, los aranceles aduaneros; en cuanto al Parlamento, había comenzado a establecerse el principio de no promulgar impuestos sin la debida representación, pero ahora no se trataba sólo de que los comerciantes —como había hecho Peter Shockley— confiaran en que el rey atendiera sus consejos. «No tendrá más remedio que escuchar las demandas de los Comunes», afirmó Wilson tajantemente.

Los Comunes eran partidarios de que magistrados locales, elegidos por hombres como ellos mismos, presidieran los tribunales locales y mantuvieran la paz, lo cual dio pie al sistema de jueces locales no profesionales. A los Comunes les disgustaba que se confirieran prebendas a extranjeros. «Esos papas de Avignon envían a Sarum sujetos que no vemos nunca y que ni siquiera hablan inglés», declaraban al unísono hombres como Wilson y Shockley. Pero esa vez no sólo estaban de acuerdo, sino que sus burgueses en los Comunes obligaron al rey a hacer algo al respecto y a nombrar a más ingleses. En 1362 se produjo otro hecho poco comentado en los anales de la Historia, pero no menos significativo. Aquel año, el anticuado uso del francés normando en los tribunales de justicia fue abolido. Gilbert de Godefroi, que lo comprendía, se lamentó de su desaparición. Pero fue uno de los pocos en lamentarlo. Al cabo de una generación, las obras La visión de Pedro el Labrador, de Langland, y los Cuentos de Canterbury, de Geoffrey Chaucer, con su vasto y cortesano vocabulario anglo-francés, fueron escritos en un idioma muy parecido al inglés moderno.

—Inglaterra es nuestra ahora —dijo Edward Wilson a sus hijos. Fue un comentario jactancioso, pero no errado. Pocos hombres comprendían el mundo mejor que Edward Wilson.

Los hechos de 1381 lo dejaron perplejo. Y cuando pensaba después en el personaje que había propiciado el drama y el extraño papel que él mismo había desempeñado, Edward sonreía divertido.

Fue Martin, el hijo de Stephen Shockley, quien provocó el alboroto.

El burgués se sentía especialmente orgulloso de que su hijo, aunque no era sacerdote, fuera un erudito. Esto no era infrecuente: pues aunque a la aristocracia provinciana y a los magnates no solía interesarles la cultura, en los institutos ingleses estudiaban los hijos de muchos comerciantes, e incluso los de bastantes hombres pobres si éstos conseguían hallar un benefactor. Stephen estaba tan decidido a hacer bien las cosas que al comprobar que los institutos de Salisbury habían caído en declive decidió enviar a su hijo a la Universidad de Oxford.

—Pero maldita sea, Wilson —se quejó más tarde—. Ojalá no lo hubiera hecho.

Pues en Oxford, Martin Shockley solía asistir a las conferencias de John Wyclif.

El gran precursor de la Reforma Protestante no era una figura heroica. Era un académico tímido, de carácter irascible, quien, en calidad de sacerdote, obtenía unas rentas de varias propiedades que rara vez visitaba. Pero cuando le llevaban la contraria adoptaba una postura pertinaz, y ésta era su fuerza.

Wyclif había desarrollado lo que él llamaba su «teoría del señorío», es decir, que sólo los hombres buenos, no los malvados, debían gobernar, e incluso poseer tierras. Las autoridades protestaron. Wyclif fue aún más lejos y anunció que si el Papa demostraba ser demasiado mundano, debía ser depuesto. En 1379 negó públicamente que el pan y el vino de la misa se transustanciaran en el cuerpo y la sangre de Jesucristo y, más grave aún, declaró que la Biblia debía ser traducida al inglés para que toda persona pudiera recibir directamente la palabra de Dios.

Por consiguiente sus seguidores, conocidos como los lolardos, negaban el poder del sacerdote para crear a Dios. A esa postura tan censurable se unía el hecho subversivo de que leyeran la Biblia en versión traducida.

Con todo, los lolardos tenían amigos incluso en lugares influyentes.

Muchos magnates y caballeros se habrían alegrado de socavar el poder de la Iglesia. Los ingleses pagaban a Roma unos impuestos que tanto el rey como el Parlamento habrían preferido que fueran a parar a las arcas del Tesoro. Y Wyclif, con su negación del poder del Papa podía resultar un arma muy útil. Fue por este motivo que el gran Juan de Gante, hermano del Príncipe Negro y tío del nuevo rey Ricardo II, apoyó y protegió al díscolo académico.

Entretanto en Oxford la polémica alcanzó su apogeo. Y para un joven idealista como Martin Shockley, las conferencias de Wyclif no sólo resultaban interesantes, sino que constituían el comienzo de un mundo nuevo.

Un día de mayo insólitamente frío, toda la familia Shockley acudió a la catedral para celebrar el regreso de su hijo Martin de Oxford.

Ofrecían una grata escena doméstica: Stephen, un próspero comerciante de mediana edad pero aún vital y enérgico, su esposa Cecilia, una mujer de talante y aspecto afable, y sus cinco hijos, de los cuales Martin, que había cumplido los veinte años, era el mayor. Stephen se sentía orgulloso, satisfecho de que su hijo hubiera regresado a casa.

—Ya es hora de que tome las riendas del negocio —le dijo a su esposa.

Los Shockley permanecieron sentados en silencio en la nave, envueltos en unas pesadas capas, mientras los sacerdotes entraban para celebrar la misa matutina. Debido al frío, los canónigos iban ataviados con sus gruesos almuces —unas capas forradas de piel que los clérigos más importantes llevaban en aquella época—, y al cantar su aliento se elevaba formando volutas de vapor. No había muchos fieles en la iglesia, aproximadamente unos treinta.

Martin había llegado tarde el día anterior, y aparte de una ligera y breve charla, ninguno de los miembros de la familia hablaron mucho antes de retirarse a dormir. El chico mostraba cierta tensión que Cecilia notó de inmediato y que le preocupó; pero cuando Stephen se acostó satisfecho junto a ella, éste no le dio importancia.

—He oído decir que todos los estudiosos de Oxford están delgados y nerviosos —dijo a su esposa—. Ello se debe a que leen y piensan demasiado. Martin estará perfectamente una vez que se haya asentado en Sarum y se ocupe del negocio.

La misa había concluido. Los sacerdotes comenzaron a desfilar de nuevo a través de la catedral. Los Shockley se inclinaron respetuosamente ante ellos.

Y entonces se quedaron estupefactos. Pues ocurrió algo extraordinario.

Martin salió al pasillo y se puso a vociferar.

—¡Putas y ladrones! —gritó el joven a los estupefactos sacerdotes—. Vuestra misa es un insulto a Dios.

Durante unos momentos el pequeño cortejo se detuvo, contemplando a Martin y a su padre primero con aire de incredulidad y luego de furia.

—¡Criminales! —gritó Martin de nuevo. Pero de pronto, espoleado por la exclamación de temor proferida por su esposa, Stephen se precipitó sobre su hijo y lo sacó a rastras de la iglesia.

Al cabo de unos minutos, de pie junto al campanario de la iglesia, Stephen averiguó la verdad; y media hora más tarde, después de haber encerrado a su hijo a buen recaudo en casa, se lo contó todo a Cecilia y a sus otros hijos.

—Desea convertirse en seguidor de Wyclif.

Stephen había oído hablar de Wyclif, por supuesto; sabía que sus sermones y escritos habían levantado una polvareda en Oxford, que Juan de Gante lo había llevado al Parlamento para atizar el fuego contra la Iglesia, y que había sido juzgado por un tribunal eclesiástico, del cual, gracias a los amigos que tenía Wyclif en la corte, sólo había recibido una reprimenda, al menos hasta la fecha.

—Pero ese hombre es un agitador y nuestro hijo un imbécil por hacer caso de esas pamplinas —declaró Stephen.

—Quizá tenga un poco de fiebre —sugirió la madre de Martin.

Pero Stephen meneó la cabeza.

—Puedes administrarle todos los brebajes que quieras —dijo—, pero si no se anda con cuidado terminará en la prisión del obispo…, y nosotros también —añadió con tono preocupado.

Sus temores resultaron justificados cuando al día siguiente se presentó un joven sacerdote llamado Portehors, enviado por el deán.

—No sólo el deán, sino el mismo obispo Edghum está ansioso por conocer más datos sobre ese joven —dijo Portehors mirando a Stephen de hito en hito— que se ha atrevido a ofender a los sacerdotes en la catedral.

Y puesto que no tenía más remedio, Stephen respondió con tristeza:

—Será mejor que lo veáis con vuestros propios ojos.

Stephen asistió a la entrevista que se produjo a continuación y que lo dejó más deprimido que nunca.

Portehors era cinco centímetros más alto que Martin, le pasaba un par de años y, por extraño que pareciera, estaba aún más pálido que él. Su abuelo Le Portier había huido de la ciudad durante la peste negra, pero al hacerse sacerdote, el nieto había adoptado de nuevo el nombre de Portehors para subrayar el parentesco con el canónigo del mismo apellido que había vivido el siglo anterior. Al igual que toda su familia, era un hombre extremadamente preciso, e interrogó al joven a conciencia.

—Tengo entendido que estás familiarizado con las arengas del hereje Wyclif, ¿no es así?

—Sí —respondió Martin con orgullo.

—¿Y estás de acuerdo con lo que dice?

—Sí. En su mayor parte.

—¿Por ejemplo?

—Vosotros los sacerdotes…, especialmente los canónigos, gozáis de unas suculentas prebendas. Arrendáis las tierras que poseéis en Sarum a cambio de inmensos beneficios. Vivís como los nobles.

—¿Y eso está mal?

—Sí. Jesús pidió a sus discípulos que renunciaran a los bienes materiales.

—La Iglesia no dice eso.

—La Iglesia se equivoca.

El joven Portehors hizo una mueca como si le hubiera acometido un repentino dolor.

—¿Crees que los seguidores de Jesús deberían renunciar a sus bienes materiales?

Martin asintió con la cabeza.

—Desde luego.

Portehors esbozó una sonrisa de despecho.

—Te equivocas. Puesto que has leído las Sagradas Escrituras —Martin sabía que esto en un lego equivalía casi a un delito—, sin duda recuerdas que en el huerto de Getsemaní, cuando los soldados se presentan para arrestar a Nuestro Señor, el apóstol Pedro trató de atacarlos.

—Por supuesto.

—¿Y recuerdas lo que nuestro Dios le dijo? —Portehors hizo una pausa para dar mayor dramatismo a la escena—. Te lo traduciré. El Señor dijo: «¡Envaina tu espada!».

Martin movió la cabeza afirmativamente.

—Observa que el Señor dijo: tu espada. De ello se deduce —Portehors recitó la explicación como un papagayo— que los apóstoles poseían bienes propios. Nuestro Señor, como habrás observado, no reprendió a Pedro por poseer una espada, sino por querer utilizarla en aquel momento y lugar. —Portehors sonrió—. De modo que las Escrituras no condenan los bienes personales, ni siquiera en manos de Pedro.

Las palabras de Portehors reflejaban la absurda lógica mediante la cual los escolásticos de tres al cuarto gozaban poniendo de manifiesto su ingenio. Martin conocía el método y no dijo nada.

Al ver que no había logrado impresionar al joven, Portehors le preguntó enojado:

—¿Qué más?

—Soy contrario a las capellanías y a que cobréis al canto de las exequias mediante las que rezáis por el alma del difunto. La gente cree que al daros dinero conseguirá reducir su tiempo de condena en el infierno. Estoy todavía más en contra de la venta de indulgencias, mediante las cuales pretendéis reducir la condena de los fieles sin siquiera molestaros en rezar por ellos. Y también estoy en contra de la estúpida costumbre de encender velas a los santos.

—No tiene nada de malo encender velas a los santos —le espetó Stephen. Él mismo pertenecía a una pequeña cofradía de amables comerciantes que encendían velas a su santo patrón—. Es un acto de respeto.

—Y pagáis a la Iglesia para que lo haga —comentó Martin—. La Biblia ensalza la vida austera, la pobreza, las obras caritativas, y la oración. No dice nada sobre prelados autocráticos como nuestro obispo de Sarum.

Esta última frase era una de las favoritas de Wyclif: describía a la perfección a los mundanos siervos a quienes el rey convertía en obispos en recompensa por sus servicios. Aunque el sistema ahorraba al rey, y por ende a sus súbditos, una gran cantidad de dinero, dado que los hombres astutos y poderosos se cobraban sus recompensas de los descomunales beneficios de la Iglesia en lugar de saquear el Tesoro, los seguidores de Wyclif se oponían rotundamente a dicha práctica. Tanto el anterior obispo, Wyville, como el actual obispo Erghum, eran hombres de esta calaña.

Portehors guardó silencio después de tamaña impertinencia.

—¿Algo más? —inquirió con tono amenazador.

—Soy contrario a que los extranjeros sean nombrados por el Papa para ocupar cargos catedralicios y no aparezcan nunca.

—Eso es falso. El obispo lo ha prohibido.

Por primera vez Martin había metido la pata, porque dos años antes, en parte debido a la creciente agitación causada por los simpatizantes de Wyclif, dicha práctica había sido prohibida en Salisbury.

—Quizá desees, al igual que Wyclif, destituir al Papa —sugirió Portehors sarcásticamente.

Pero en esa ocasión su confianza en sí mismo le hizo cometer una torpeza.

—¿El Papa? ¿Cuál de ellos? —preguntó Martin sonriendo. Portehors se limitó a mirarlo enojado.

—¿Niegas que el cuerpo y la sangre de Jesucristo están presentes durante la misa? —inquirió éste de súbito. Ésta era la terrible idea de esos herejes que negaban que el sacerdote pudiera crear a Dios.

Martin lo miró con frialdad. Decidió no darle la ocasión de acusarlo de hereje.

—Me gustaría que los sacerdotes fueran hombres de Dios —repuso con desdén.

Pese a sentirse horrorizado por la imprudencia de su hijo, Stephen no pudo por menos de admirar su valeroso espíritu; y poco después, cuando Portehors se marchó, Stephen se dirigió al almacén donde él y Wilson guardaban su paño y pasó varias horas allí solo, tratando de decidir si estaba íntimamente de acuerdo con su hijo o no.

Dos días más tarde, Stephen recibió una tajante pero discreta advertencia exhortándole a controlar a su hijo; eso fue todo.

Pues aunque el joven Portehors se habría alegrado de meter en la cárcel a ese arrogante y joven comerciante, las autoridades eclesiásticas —quizá porque eran tolerantes y con frecuencia corruptas— contemplaban a los reformadores con indulgencia. En Inglaterra no existía la Inquisición; y el arzobispo Sudbury de Canterbury había actuado lenta y a regañadientes contra Wyclif, incluso cuando ese académico de Oxford se dedicaba a lanzar sus arengas más feroces.

—¿Y quiénes son los mejores cristianos? —preguntó Stephen a su hijo al cabo de unos días.

—Los frailes más pobres, y los místicos —respondió Martin sin titubear.

En el fondo el comerciante no estaba en desacuerdo con su hijo. Era la conclusión a la que muchos hombres, en aquel siglo ensombrecido por las tinieblas de la peste negra, habían llegado. En aquellos momentos, grandes escritores místicos como Tomás de Kempis y Juliana de Norwich escribían sobre la vida espiritual unos libros que serían unos clásicos durante los siglos venideros. Cuando era tan evidente que todas las riquezas terrenales podían convertirse en polvo, ¿cómo podía un hombre inteligente no volverle la espalda al mundo?

Pero fueran cuales fuesen los pensamientos que le asaltaban de vez en cuando, Stephen era un hombre práctico.

—Ya has manifestado tu protesta —dijo a su hijo lisa y llanamente—. Pero ahora debes pensar en tu familia. O abandonas mi casa, y Sarum, o guárdate tus opiniones para ti.

Al principio Martin estuvo por negarse también a ello; pero finalmente, después de que su madre le implorara que recapacitase, el joven accedió a regañadientes a no volver a abrir la boca durante un tiempo.

—Aunque en Oxford, o en Londres —aseguró Martin a su padre—, la situación será distinta.

Y Stephen se vio obligado a confesar a su esposa:

—No creo que se quede aquí mucho tiempo.

La precaria paz entre Martin Shockley y los canónigos de la catedral se quebró debido a los acontecimientos de junio de 1381.

La Revuelta de los Campesinos no llegó a Sarum. Pero de Kent y de Essex llegó una gran horda, enfurecida por los nuevos impuestos de capitación promulgados por el rey, que recaían con especial dureza sobre los pobres. En Londres, habían elegido a Wat Tyler como su líder y luego habían aterrorizado a la ciudad durante días.

Por fortuna, la crisis se resolvió rápidamente. El joven y valeroso rey Ricardo salió para enfrentarse con ellos y prometió concederles todas sus reivindicaciones; más tarde sus partidarios mataron a Tyler, y poco después, una vez olvidadas todas las promesas del rey, los líderes rebeldes recibieron un castigo atroz. Los hombres sensatos como Stephen Shockley respiraron aliviados.

Pero lo más preocupante para quienes detentaban la autoridad era la sensación de malestar que reinaba en las zonas rurales. Los rebeldes del este se habían sublevado capitaneados por el rústico predicador John Ball, cuyos seguidores cantaban la siguiente copla:

Cuando Adán araba y Eva tejía,

¿dónde estaban los caballeros?

Era un concepto inquietante y sedicioso, que no podía tolerarse. Era preciso que existieran amos y sirvientes, o todo el entramado de la sociedad se vendría abajo. En cuanto a las reivindicaciones de que se pusiera fin a la servidumbre y se aboliera el Estatuto de los Labriegos, eso tampoco era posible. Ciertamente, los viejos deberes feudales se habían ido reduciendo paulatinamente a lo largo de un siglo y medio, y con frecuencia el Estatuto de los Labriegos no había logrado contener los salarios. Pero exigir que los antiguos deberes fueran olvidados era otra cosa muy distinta. Era una cuestión de principios.

No resultaba extraño que muchos, especialmente en la Iglesia, culparan a Wyclif de esos disturbios, aunque lo cierto era que cualquier cosa que pusiera en peligro las rentas procedentes de sus pequeñas propiedades habría irritado sobremanera a ese terrateniente absentista.

—Se opone a la autoridad, y fomenta el que hombres estúpidos e ignorantes crean que pueden tomarse la justicia por su mano —explicó Portehors a Stephen Shockley con tono dogmático, poco después de que la noticia de los disturbios hubiera llegado a Sarum—. Confío en que tu hijo aprenda pronto la lección.

Pero ni siquiera Portehors pudo haber imaginado la perversa locura que Martin se disponía a cometer.

Pues durante las revueltas, Sudbury, el arzobispo de Canterbury, fue asesinado por la turba.

La mañana en que la noticia de este terrible acontecimiento comenzó a circular por el mercado, Martin Shockley lanzó una sonora exclamación y gritó:

—¡Mejor! ¡Un maldito pirata menos!

No cabía la menor duda al respecto. Cincuenta testigos habían presenciado la escena.

Y el obispo pasó al ataque.

El obispo Erghum de Salisbury no era hombre a quien tratar a la ligera.

Por otra parte sentía una curiosa pasión por los relojes mecánicos.

Éstos eran todavía una rareza. Los carillones que en el elevado campanario daban las horas no estaban regulados por un artilugio mecánico, sino por unas velas largas, provistas de unas marcas en los costados, cuya precisión era verificada de vez en cuando con un gigantesco reloj de arena. Erghum se proponía cambiar eso.

Cuando el obispo se hallaba estudiando el diseño de un nuevo reloj —un enorme y engorroso mecanismo accionado por unas pesas suspendidas de unas cuerdas que todavía no estaba regulado por un péndulo sino por un sistema menos preciso de cilindros y ruedas—, fue interrumpido por un Portehors que excitado y escandalizado le relató la conducta de Martin Shockley en el mercado.

Para decepción de Portehors, el obispo no se alzó de la silla enfurecido, sino que se limitó a observar el boceto de las cuerdas, los volantes y los mecanismos y agitó la mano para indicar al joven sacerdote que se retirara. Pero si Portehors le hubiera observado más detenidamente habría notado que el rostro de Erghum parecía una máscara.

La semana siguiente Stephen Shockley recibió la noticia.

El obispo iba a excomulgar a la familia Shockley, y a recuperar el batán enfurtidor.

Era un castigo terrible, pero la muerte del arzobispo y el temor de una revuelta habían provocado una cruel represión en todo el país. Los llamados lolardos que seguían las enseñanzas de Wyclif eran unos herejes y sus bienes podían ser incautados.

—El obispo es mi arrendador —recordó Stephen a su hijo—. Gracias a tu locura perderemos el batán enfurtidor.

Pero a pesar de esa amenaza, Martin no se mostró arrepentido.

—Juan de Gante apoya a Wyclif —le recordó a su padre—. Al igual que el conde de Salisbury y otros magnates.

—El obispo no puede tocar a Gante —replicó Shockley—, pero puede aplastarnos a nosotros.

Sus temores no eran infundados; Erghum demostró ser tan poderoso que incluso obligó al conde de Salisbury a presentarse en Sarum y cumplir penitencia en la catedral por sus simpatías hacia los lolardos. El problema de los Shockley lo resolvería rápida y fácilmente.

A finales del verano de 1381, Stephen Shockley estaba a punto de perder su bien más valioso.

Edward Wilson se reía a carcajadas al evocar los acontecimientos acaecidos durante los años siguientes. Era una historia que le encantaba relatar a sus hijos.

—Y entonces —decía Edward sonriendo—, Stephen Shockley, que estaba trastornado, acudió a mí en busca de consejo. —La risa apenas le permitía continuar—. Yo le dije que no se preocupara.

Su negocio con Stephen Shockley iba viento en popa; no deseaba ver a su socio arruinado, ni apoyar al obispo que, como señor feudal de la población, se inmiscuía excesivamente en los asuntos de Sarum. Por otra parte, poseía una información que Shockley ignoraba.

Ésta consistía en que el joven Portehors no era, según parecía, un dechado de virtudes. Durante más de un año había mantenido una relación amorosa con la esposa de un herrero de la ciudad, que era una fémina corpulenta y más bien fea. A Edward Wilson le divertía imaginar al pálido y escuálido sacerdote en compañía de esa mujer. El joven eclesiástico había sido discreto, pero no lo suficientemente cauto, y varios habitantes de la ciudad estaban enterados de sus visitas a la esposa del herrero.

Fue esa debilidad la que sugirió a Edward Wilson una idea. A Shockley no le dijo palabra al respecto.

Tres noches más tarde se produjo una extraordinaria serie de circunstancias, todas ellas fortuitas.

Por casualidad aquella noche Stephen Shockley se quedó conversando hasta tarde con un comerciante que vivía al otro lado de la ciudad; también por casualidad, los hijos de Shockley habían salido de casa, y, casualmente, por tanto, Cecilia Shockley se encontró sola en la casa de la calle Mayor.

Hacía una hora que había oscurecido y Cecilia ya se había retirado cuando oyó un ruido. Suponiendo que debía tratarse de algún miembro de la familia, preguntó quién era. Pero nadie respondió.

Perpleja, Cecilia se volvió hacia un lado, pues sabía que había una vela junto al lecho, pero antes de dar con ella, la puerta de la alcoba se abrió de golpe y una figura alta y delgada entró en la habitación.

Cecilia Shockley era una mujer rolliza y atractiva de rasgos suaves y delicados; su expresión habitual era de satisfecha sumisión a su marido. Pero no era una mujer nerviosa, ni físicamente débil.

De modo que luchó larga y denodadamente y gritó con todas sus fuerzas cuando el joven delgado, cuyo rostro estaba cubierto con una capucha, se arrojó sobre ella y le arrancó la camisa de dormir. Cecilia no consiguió apartarle la capucha del rostro, pero logró propinarle una contundente patada, haciendo caso omiso de las blasfemias que el joven mascullaba mientras la agarraba por su larga cabellera. El agresor era muy fuerte, y estaba decidido a salirse con la suya. Cuando Cecilia sintió sus largos brazos en torno a su cuerpo comprendió que iba a violarla. Pero siguió oponiendo una resistencia feroz.

La salvaron unos gritos procedentes de la calle. Pues de golpe, cuando la pobre mujer casi se había quedado sin fuerzas, su atacante oyó las voces y huyó despavorido, dejando a Cecilia temblando e incapaz de moverse.

Había sido casualidad que Edward Wilson pasara ante la casa en aquel preciso instante acompañado por dos de sus aprendices, los cuales oyeron los gritos de Cecilia.

Y la casualidad había querido también, sin duda, que el joven Portehors recibiera un mensaje urgente y misterioso de su amante, rogándole que se reuniera con ella en la esquina del mercado al anochecer, de forma que, cuando la mujer no acudió a la cita, Portehors fue visto merodeando por el mercado, no lejos de la escena del crimen. El joven sacerdote tuvo la mala suerte de que Wilson y sus aprendices persiguieran a la delgada figura por la calle hasta perder su rastro, para toparse al cabo de unos momentos con Portehors.

Pero no fue una casualidad que Edward Wilson solicitara mantener una entrevista privada con el obispo Erghum a la mañana siguiente.

Como de costumbre, se mostró respetuoso con el obispo.

—Supongo que habéis oído que anoche alguien trató de violar a la esposa de Shockley, Ilustrísima.

Erghum asintió con la cabeza. La familia se había deshonrado, pero el obispo no aprobaba ese tipo de delitos.

—Un mal asunto —dijo fríamente.

—Ilustrísima, yo vi al hombre que lo hizo.

Erghum lo miró sorprendido.

—Entonces contádselo a mi alguacil inmediatamente para que lo encierre.

Wilson clavó la vista en el suelo mientras hacía una pausa.

—Prefiero no hacerlo.

Erghum soltó un bufido. ¿Qué demontres se proponía ese tipo?

—¿Por qué?

—No sería prudente, Ilustrísima, en estos tiempos tan agitados. —Wilson se detuvo otra vez—. Fue Portehors, Ilustrísima, vuestro capellán.

Erghum lo miró enfurecido.

—Tonterías. Su moralidad es irreprochable.

Wilson meneó la cabeza.

—No del todo. —Y pasó a explicar al obispo, con todo detalle, lo que sabía sobre el asunto de Portehors con la esposa del herrero—. Naturalmente, es joven… —sugirió con generosidad.

El obispo lo observó con recelo. Su intuición le decía que una parte de la historia podía ser cierta.

—¿Y decís que lo identificasteis al verlo salir corriendo de casa de Shockley?

—Me temo que sí —contestó Edward inclinando la cabeza respetuosamente.

—¿Vio alguien más su rostro?

—Mis dos aprendices. Pero les he pedido que no digan una palabra. Al fin y al cabo, le pillamos antes de que ocurriera lo peor…

—Sí. Sí.

Erghum comprendió al instante adonde quería ir a parar Wilson, pero esperó a que éste hiciera el siguiente movimiento.

—La ciudad está conmocionada —continuó Wilson con calma—. No ocurrió nada irremediable. Pero si después del enfado de vuestra Ilustrísima debido al asunto de los Shockley llegara un escándalo como éste a los tribunales, sería posible que… los ciudadanos de Sarum… —Edward se interrumpió y aguardó las instrucciones del obispo en una actitud de aparente obediencia.

Aunque el obispo Erghum sabía que nunca averiguaría con certeza lo que Portehors había hecho, podía adivinar buena parte de ello; y admiró la astucia de aquel bribón de Wilson. No era menos cierto que recientemente se habían producido algunas disputas entre su alguacil y los elementos más conflictivos de la ciudad; dada la tensa situación que reinaba en todo el país, era una locura enfurecer a los habitantes a causa de un delito, real o supuesto, cometido por su capellán.

«Me tiene bien atrapado», pensó el obispo, y dijo en voz alta:

—¿Así que deseáis que deje en paz a los Shockley?

Wilson no respondió.

—Controlad a ese chico —gruñó Erghum—. No estoy dispuesto a tener a ningún lolardo aquí. ¿Entendido?

Wilson hizo una profunda reverencia, y el obispo le indicó que podía retirarse.

Stephen Shockley aceptó encantado la propuesta de Wilson consistente en que Martin fuera aquel otoño a Calais para resolver unos asuntos para él. El joven pasó varios meses allí. Y durante ese tiempo, el obispo pareció olvidarse del batán enfurtidor. El hombre que atacó a Cecilia Shockley jamás fue descubierto.

Y últimamente, cuando Edward Wilson repasaba su larga existencia no veía motivo para modificar su opinión favorita, pero no podía por menos de echarse a reír cuando comentaba:

—La mayoría de los hombres son unos necios.