30
Más días que pasan. Él no ha llamado. No ha venido a buscarme. Pero continúo aferrada al amor que me prometió y no voy a soltarme. Me dijo que ambos conseguiríamos superar todo, que nuestro dolor era tan grande que sólo los dos podíamos comprenderlo.
Las pesadillas oscurecen aún más mis noches. Las palabras de pánico que corren por mi cabeza me inundan. Revivo también los últimos meses de mi relación con Germán y siempre acabo llorando. Hay días en los que despierto con la sonrisa de Héctor pegada a mi piel, y ésos los paso un poco mejor. Trabajo, compañeros, Dania tratando de animarme con sus bromas, Ana trayéndome comida de nuestra madre, Aarón abrazándome algunas noches para que no me derrumbe por completo. Alguna vez aprovecho para preguntarle por Héctor.
—Está bien, no te preocupes. El psiquiatra quiere quitarle pronto las pastillas.
—¿Crees que se acuerda de mí?
—Claro que sí, Mel. Todos los días.
Pero ya no estoy tan segura.
Y los colores han perdido su tono habitual y se superponen. A pesar de que el sol luce con más fuerza, ante mis ojos no es brillante. Los sonidos han bajado el volumen, simplemente son como un zumbido. El mundo se ha apagado a mi alrededor. No tengo la conciencia de existir. Sólo floto.
Sólo intento sobrevivir arropada por los recuerdos que me traen alegría algunas veces.
Pero, sobre todo, me acumulan tristeza.
Poco a poco voy recuperando lo que he perdido. Las mañanas y las noches continúan siendo duras, pero al menos no despierto en mitad de la madrugada para correr al baño a vomitar. Eso sí, las maletas siguen en la puerta. Alguna vez tengo que coger ropa de ellas, pero me niego a devolver todo a su lugar. Simplemente no quiero porque no considero que éste sea mi hogar. Sólo es una copia barata del auténtico, aquel que Héctor y yo forjamos a base de caricias, susurros, miradas y amor.
Alguna tarde, al salir del trabajo, me descubro buscando sus ojos en la calle. No quiero que se me olvide su rostro. No permitiré que su olor abandone mi piel, así que me he comprado el perfume que usa, el de Jean Paul Gaultier, y por las noches echo unas gotas en la almohada. Sé que estoy desesperada. Quizá un poco loca. Pero no puedo soltarme de la fe que tengo en que vuelva.
A mediados de mayo digo a Aarón que no debería atrasar más la apertura del local porque perderá dinero.
—Pero ¿tú vas a venir? —insiste.
—Sí, lo haré. Un ratito.
En realidad no me he atrevido desde entonces a frecuentar los lugares a los que iba con Héctor. No sé cómo voy a sentirme acudiendo a uno en el que compartimos nuestros primeros besos, nuestro primer acercamiento. En cada rincón del Dreams hay huellas nuestras, y temo vernos allí como unos fantasmas del pasado. Sin embargo, sé que a Aarón le ilusiona que yo vaya. Está haciendo demasiado por mí. No puedo fallarle.
Durante la semana intento prepararme. Al menos cuento con la ventaja de que lo ha rediseñado y no se parecerá tanto al anterior. A pesar de todo, sé que mis ojos serán capaces de reconstruir cada detalle, cuando Héctor y yo nos sentábamos ante la barra y charlábamos con las camareras o cuando nos comíamos a besos en alguno de los sillones, incluso cuando intentaba enseñarle a bailar con más ritmo. Todo eso ya no está, pero no importa porque lo tengo guardado bien adentro para sacarlo cuando él decida que está preparado.
El sábado por la mañana Ana viene a comer a mi casa. Estoy muy nerviosa, me duele el estómago y, a última hora de la tarde, empiezo a recular.
—No sé si podré ir —murmuro con la boca seca.
—No tienes que hacerlo si no quieres.
Pienso en Aarón y en la ilusión que ha puesto en el proyecto. Debo ir, salir adelante. Puede ser un gran paso para mí.
Cuando llegamos, me quedo con la boca abierta. Ahora el local tiene dos plantas. Las luces de colores y los nuevos sofás le otorgan un aspecto de lo más moderno. En el nivel inferior hay una gran pista para bailar y en el superior la gente puede sentarse y charlar de forma más calmada. También están los reservados, adonde Aarón va a llevarnos, aunque antes hace un alto en la larguísima barra, tras la cual se mueven unos cuantos camareros y camareras, todos guapísimos.
—¿Qué os parece? —pregunta orgulloso, acogiéndonos en sus brazos.
—Está genial —responde con sinceridad mi hermana.
—Estoy empezando a marearme con los colores de todas esas botellas.
Aarón ríe y nos da un beso a cada una. Está eufórico. Después nos conduce a los reservados y nos deja solas para atender unos asuntos. El nuestro es el mejor e incluso cuenta con una pequeña cama redonda morada.
—Pero ¿esto qué es? —pregunta Ana abriendo mucho los ojos.
—No quieras saberlo —le digo con una pequeña sonrisa. Y ya es mucho, porque antes al mínimo intento me dolían los músculos.
Al cabo de un ratito Dania sube la escalera, toda emocionada. Nos abraza, nos besa, chilla que está muy contenta de verme aquí. Una camarera aparece con unos cócteles de color rosa chicle. No sé de qué son, pero están buenísimos. Poco a poco la gente empieza a acudir. Los reservados van ocupándose, también los sillones de fuera, y cuando nos asomamos a la barandilla descubrimos la planta baja hasta los topes.
—Aarón sí que sabe —exclama Dania alzando un brazo y bailando.
Dos horas después está como una cuba. Ana me avisa de que se marcha porque ha quedado con Félix. La miro con esperanza.
—¿Qué tal va la cosa?
—Hemos vuelto, Mel —me dice abrazándome.
Intento devolvérselo con todas mis fuerzas, que últimamente no son muchas. Está claro que me siento feliz por ella, pero no tanto como me gustaría. Tengo apagado el interruptor de los sentimientos y las emociones.
—Te acompaño, y tomaré un poco el aire.
Fuera hay un montón de gente haciendo cola para entrar. Como llevo mi tarjetita VIP —hay que ver lo que se le ocurre a Aarón—, podré volver a pasar sin problemas. Me quedo unos diez minutos recibiendo el aire fresco de la noche y observando a la muchedumbre.
Empieza a sonar una canción que me encanta. Human, de Christina Perri. Decido entrar para escucharla. Camino por entre la gente, pidiendo disculpas y recibiendo algún pisotón que otro. Busco a Aarón con la mirada, para felicitarlo por la buena música y por lo maravilloso que es el lugar.
Y entonces el corazón se me para. Cojo aire y consigo notar los latidos, sólo ellos en mi cabeza. Hay una figura familiar en uno de los sofás. Reconocería esa forma de ajustarse el cuello de la camisa desde muy lejos, aunque hubiesen pasado cientos de años. No puedo. No puedo. El alma se me saldrá por la boca. Me abro paso, aunque ocultándome con el alto peinado de un chico. Lo miro disimuladamente y tengo que cerrar los ojos a causa de la impresión. Sí, sin duda es él. Está más delgado, y muy serio, pero lo es. Y mi corazón está deseando lanzarse a sus brazos.
Cuando quiero darme cuenta, estoy caminando hacia él. Puede que no debiera hacerlo, puede que vaya a estropearlo más, pero lo único que mi cabeza me repite es que lo salude, que le pregunte cómo está, que intente darle dos besos. Sólo quiero estar cerca de él, comprobar que es real y no el fantasma de mi imaginación. A cada paso que doy, el corazón me retumba en el pecho. Christina Perri canta a través de los altavoces, pero ya no la escucho.
Las personas que bailan me tapan, así que todavía no me ha descubierto. Me quedo quieta, sopesando lo que debo hacer. Voy, voy. Tengo que ir. He de hacerlo. Me moriré si no lo hago. Lo único que pretendo es saber si todavía guarda algo de mí en sus ojos, porque entonces podré continuar aferrándome a la esperanza.
De repente alza la cabeza, como si hubiese notado mi presencia. Me descubre. Mi corazón da un salto. Tendré que recogerlo del suelo. No aprecio nada alrededor, tan sólo estamos él, yo y su mirada. Mis pies dan un paso más. Otro. Estoy acercándome a él y no habrá nada que me lo impida. Pero entonces desvía la vista, luego vuelve a posarla en mí, pero ha cambiado. No me reconozco en ella. «I’m only human and I crash and I break down. Your words in my head, knives in my heart…». («Sólo soy una humana, y me caigo y me rompo. Tus palabras en mi cabeza, cuchillos en mi corazón…»). Los sonidos regresan. La magia se ha perdido. Dirijo la mirada a donde él había puesto la suya y me encuentro con otra figura familiar, que se inclina a él. Es Amelia. Maldita sea, es Amelia.
Me llevo una mano al pecho. «You build me up and then I fall apart. I’m only human… Just a little human…». («Me reconstruyes y entonces vuelvo a caer. Sólo soy una humana. Sólo una pequeña humana…»). No puedo respirar. Quiero morirme. Voy a hacerlo aquí mismo. «I can take so much, until I’ve had enough…». («Puedo soportar mucho, hasta que sea suficiente…»). Sí, sin duda esto es suficiente. Lo es porque no entiendo que ella, precisamente, esté besándolo. Los labios que tanto me rozaron ahora están pegados a los de esa mujer que no puede ayudarlo. Esa mujer que está entregándole otra copa, que se comporta como una vulgar ramera. Esa mujer que no ha estado con él mientras intentaba superar la adicción a las pastillas. ¿No soy yo la que debería estar ahí? ¿No soy yo la que tendría que estar sujetándolo del cuello, sentada en sus piernas, besándolo y amándolo? Porque esa mujer no lo ama. Esa mujer no tiene clavadas en el pecho sus palabras de amor. Sólo me las entregó a mí, ¿verdad? A ella no puede haberle dicho que la quiere. A ella no puede hacerle el amor como a mí. Ella va a permitirle que se destroce a sí mismo.
Ella, simplemente, no soy yo. Y él me juró que estábamos hechos el uno para el otro. Pero no soy yo, no soy yo la que está mordiéndole el cuello, la que le ha metido una mano por la camisa y le acaricia el pecho.
Doy un paso hacia atrás. Él abre los ojos y los clava en mí. «But I’m only human…». Yo tampoco soy una máquina. No puedo fingir más. No puedo soportar que esté mirándome de ese modo. No hay nada en sus ojos. No puedo hallarme en ellos. ¿Acaso está tomando otra vez más pastillas de las que debería? No lo sé. No quiero saberlo. Estoy cayendo. Si no salgo de aquí, estallaré en mil pedazos. Me doy la vuelta y empujo a la gente. Sé que estoy llorando, que todos me miran asustados.
Una vez que he salido tan sólo veo puntitos negros ante mí. Aprecio que alguien me agarra, que me alza en brazos, e imagino que es él y me revuelvo. Lanzo alaridos, lloro, pataleo, casi nos caemos ambos. Pero entonces oigo la voz de Aarón intentando apaciguarme. Aarón, mi mejor amigo, que me lleva al callejón contiguo al local para que pueda desahogarme. Aarón, que se sienta conmigo en el suelo y me acuna con cariño. Le clavo las uñas en los brazos. Estoy desangrándome con cada una de las lágrimas que suelto.
—Lo siento, Mel, lo siento —me susurra llorando también—. Creí que… Yo… lo invité… No pensé que fuera a venir con…
Gimo. Abro los ojos, vuelvo a cerrarlos. No tengo fuerzas para nada más. Estoy aquí, tirada en el suelo. He caído. Ya no tengo esperanza. Nos quedamos un buen rato sentados en el callejón. Él con la espalda apoyada en la pared, yo sentada en su regazo, sollozando, hipando, con los ojos cerrados. Recordando como una maldita masoquista los labios de esa mujer en su cuello.
Cuando estoy más calmada y puedo caminar, Aarón me lleva hasta mi coche. Me deposita con cuidado en el asiento del copiloto y se sienta en el del conductor. Conduce hasta mi casa sin decir nada. Tan sólo intento continuar respirando. No puedo hacer nada más. Llegamos y se disculpa de nuevo, me abraza, me acaricia el pelo y me besa el rostro.
—Me quedaré contigo toda la noche, hasta que estés bien —me dice.
Niego con la cabeza. Se muestra sorprendido, así que trato de explicarme. Mi voz suena ahogada, como si hubiese estado mucho tiempo debajo del agua.
—No puedo, Aarón. Quiero estar sola. Lo necesito, por favor.
—No es bueno para ti. —Me reprende con la mirada.
Tras insistir varias veces más, al final desiste. Sube conmigo hasta el piso, pero nos despedimos en la puerta. Me observa un instante y me ruega que lo llame si pienso que todo irá peor.
—No hagas nada de lo que puedas arrepentirte, Mel.
—Tranquilo, no soy lo bastante valiente para hacer eso.
—No digas gilipolleces, hostia.
Su voz dura me hace aterrizar en la realidad. Le doy otro abrazo, le agradezco que me haya acompañado hasta aquí. Tiembla entre mis manos, sintiéndose culpable.
—Estás así por mí.
—Lo hiciste con la esperanza de que pudiese salir bien, y eso es lo que cuenta.
Cuando se va, merodeo por el piso sin saber muy bien qué hacer. En el momento en que la imagen de ellos dos acude a mi mente, todas mis creencias se vienen abajo. Cojo las maletas, tiro la ropa por los aires, la lanzo contra la pared, también el cepillo de dientes que me llevé a casa de Héctor y que decidí sustituir por uno nuevo al volver aquí para no pasarlo mal. Después arremeto contra todo lo que encuentro a mi paso. Derribo un vaso que había dejado sobre la mesa. Doy un puñetazo al espejo de la entrada porque no soporto verme reflejada en él, y acabo cortándome.
Un rato después, no sé cuánto, me descubro en el suelo con la cabeza entre las rodillas, manchada de sangre. Él ha desistido. Ha dejado de luchar. ¿Lo hizo en cuanto salí por la puerta de su apartamento? ¿Cómo puede ser que me haya sustituido tan pronto? ¿Por qué ha olvidado lo que sentía por mí? Intento consolarme pensando que lo hace únicamente para no caer en el dolor, pero no sé cuál de las dos opciones es peor: la de si me quiere y está jodiéndose a sí mismo o la de si no me quiere y se jode igualmente.
Me levanto y me voy a la cama. Ni siquiera me limpio el corte de la mano. Mancho las sábanas, pero no me importa. Quizá me desangre y, de esa forma, consiga olvidarlo todo. Al cabo de un tiempo, como una sonámbula, me dirijo al comedor y saco el móvil del bolso con la mano sana. Le doy vueltas, paso los dedos por las teclas. Y al final tomo una decisión. No sé si debería dejar las cosas como están. No sé cómo terminará todo esto. Pero es lo único que me apetece hacer. No soporto esta maldita soledad.
—¿Melissa? —Su voz suena sorprendida.
—Por favor, ven.
—¿Sucede algo?
Ahora lo noto preocupado. De fondo, voces y música. Estará de fiesta.
Me echo a llorar. Durante unos segundos sólo se me oye a mí sollozando, gimiendo y tratando de vocalizar.
—Vale, vale. Está bien —dice nervioso—. ¿Dónde estás? ¿Estás en tu piso?
—S-sí… —atino a responder.
—De acuerdo. Pues quédate ahí. Llegaré enseguida, estoy en tu ciudad —me informa. Oigo que habla con alguien; luego vuelve a dirigirse a mí—. No te muevas. Ya voy hacia ahí, Meli.