5

Es la mañana de Navidad y, en lugar de estar abriendo nuestros regalos y de prepararnos luego para ir a casa de mis padres, nos encontramos sentados uno frente a otro, en silencio, con el pánico agazapado en cada rincón de nuestro cuerpo.

La Nochebuena no terminó siendo tan perfecta como esperábamos. Bebí demasiado durante la cena con los padres de Héctor y, por eso, durante el trayecto empecé a lanzarle reproches, a pesar de que le dije que lo entendía. Pero no, quería que me revelase los problemas que tuvo; no pude aguantarme.

—Me pides sinceridad, pero tú no me ofreces la más mínima —le espeté en tono seco.

Se mantuvo callado unos segundos, hasta que decidió contestar.

—¿Crees que no soy sincero contigo? Lo he sido durante todo este tiempo, aunque te parezca que no. Simplemente no quería agobiarte con mis problemas. Que además son problemas del pasado.

—¿No contarme lo de las pastillas te parece ser sincero? Porque, desde luego, a mí no.

No quería mirarlo a la cara porque sabía que me enfadaría más, así que mantuve la vista fija en la ventanilla.

—Te estoy explicando la razón. Es mi razón, Melissa, y creo que es suficientemente coherente. Si no puedes entenderlo, es tu problema.

Sonó brusco. Tanto que me enfadé todavía más.

—¿Y qué pasa con lo de Naima, eh? ¿Tampoco ibas a contarme nunca lo obsesionado que tu padre estaba con ella?

La discusión quedó ahí porque justo entonces llegamos a casa. Aparcó sin añadir nada más, y lo seguí como un perro malhumorado. Ya en su apartamento no nos dirigimos la palabra en un buen rato. Él se metió en la ducha con la excusa de querer relajarse y yo me quedé en el salón, pensando en lo que su padre había dicho acerca de Naima y de mí. ¿Realmente yo me parecía tanto a ella? ¿Qué coño significaba esa mujer para Álvaro, quien había sido capaz de insinuar a su hijo que puedo causarle problemas?

Creo que esperé despierta para continuar discutiendo con Héctor. En cierto modo, lo necesitaba. Hoy me siento ridícula, pero anoche me pareció la decisión más correcta del mundo. Desde que empezamos a salir, a pesar de que me había obligado a apartarla de mi pensamiento, Naima merodeaba por mi mente en alguna ocasión que otra. Y las palabras de su padre no habían hecho otra cosa que acercarla más.

Cuando Héctor salió de la ducha me dirigí al dormitorio para continuar atosigándolo. Sé que estuvo fatal lo que hice, pero mi enfado crecía por momentos.

—¿Por qué cojones tu padre te ha preguntado si soportabas hacer el amor conmigo? —le solté con malas maneras.

Se puso el pijama por la cabeza y dejó escapar un hondo suspiro. Se le veía cansado, y ahí estaba yo jodiéndolo más.

—Mira, Melissa… ¿Podemos dejar esto para mañana? —me rogó.

—Por supuesto que no. Estas cosas no se dejan, se hablan.

—Mi padre no ha insinuado nada de eso que tú dices.

—Lo he oído.

Me miró con los ojos muy abiertos, con expresión sorprendida.

—¿Has estado espiándonos tras la puerta?

—¡Ya te he dicho que no pude evitar escuchar parte de vuestra conversación!

—Me sorprendes. —Sacudió la cabeza, decepcionado—. Te juro que me sorprendes.

—¿Que yo te sorprendo? Por favor, Héctor, que eres tú quien ha estado ocultándome información —dije en tono sarcástico.

Entonces su mirada cambió. Lo hizo de tal manera que sentí remordimientos. Descubrí en ella enfado, pero también dolor. Se lo estaba provocando yo.

—Esto no tiene sentido. No lo tiene que te obsesiones con esa mujer que está a cuatro metros bajo tierra. No lo tiene que me reproches que no te contara algo que es tan difícil para mí. No te has planteado ni por un momento cómo puedo llegar a sentirme hablando de eso. De la época más jodida de mi puñetera vida.

Esas palabras me trastocaron. No dijo nada más. Se metió en la cama muy serio, y lo único que me atreví a hacer fue murmurar:

—Pero soy tu pareja… Puedes contar conmigo…

Continuó callado hasta que, diez minutos después, me acosté a su lado y lo abracé. Aunque no se apartó, pude notar su molestia. Apoyé el rostro en su espalda y le rogué que me enseñara una foto de Naima si quería que nuestra relación llegara a buen puerto.

—Tienes razón, Melissa. Te prometo que te la voy a mostrar, porque mereces saber. Pero mañana, por favor, cuando lo veamos todo de otra manera —susurró con la voz casi temblorosa.

Acepté, y por eso estamos aquí ahora, en esta incómoda situación. Y ¡maldita la resaca que tengo! Me están golpeando la cabeza con cientos de martillos. Héctor se da cuenta de mi malestar y se levanta para traerme un paracetamol. Una vez que me lo he tomado, dice:

—Anoche te prometí que te la enseñaría y voy a cumplir con mi palabra. —Su mirada se oscurece—. Pero por favor, Melissa, prométeme que no significará nada para ti, que no cambiará tu forma de verme.

—Claro, Héctor. Es sólo que lo necesito. Lo que siento por ti no cambiará.

Por un momento pienso que va a preguntarme cuál es ese sentimiento, pero lo que hace es levantarse y dirigirse a uno de los muebles. Se saca una pequeña llave de los vaqueros y se acuclilla para abrir un armario. Estiro el cuello con tal de ver de qué se trata. Distingo una caja de zapatos y lo que parecen ser álbumes de fotos. Saca una de uno de ellos. Contengo la respiración cuando se acerca.

Se planta ante mí, muy serio, observándome con ojos tristes. Intento sonreírle, pero estoy tan nerviosa que sólo me sale una mueca extraña. Al fin, me tiende la fotografía. La cojo con manos temblorosas. Una chica que es casi idéntica a mí me devuelve la mirada. Tiene el pelo muy largo y ondulado, oscuro, y lleva un vestido negro y ajustado con un escote en pico que deja a la vista buena parte de su pecho. Alza una copa en dirección a la cámara que la está retratando.

Realmente era muy guapa. ¿Lo soy yo tanto? A pesar de nuestro gran parecido, su mirada es muy distinta a la mía: desafiante, soberbia, segura. Y su sonrisa también demuestra que era una mujer capaz de conseguir todo lo que anhelaba.

Alzo la vista. Héctor me está observando con los ojos entrecerrados. Está muerto de miedo, lo sé. Teme mi respuesta.

—¿Cómo es posible que nos parezcamos tanto? —es lo único que se me ocurre comentar.

—Dicen que todos tenemos un doble —musita. Está tratando de hacer una broma, pero ninguno de los dos reímos.

Vuelvo la mirada hacia la fotografía otra vez. Así que ésta era la mujer que tanto daño le hizo… Una tremenda sacudida me obliga a parpadear. Mis ojos se llenan de lágrimas. No quiero ser como ella. Quiero que el parecido entre ambas desaparezca.

Héctor se acuclilla ante mí. Me coge de las muñecas para bajarme los brazos y poder mirarme a los ojos. Los suyos están clavados en los míos; no echa ni un vistazo a la foto.

—Melissa, dime que todo sigue igual, que esto no es importante para ti, porque para mí te juro que no lo es. Puede parecerte extraño, pero eres tú la que está delante de mí, no ella. —Me mantengo en silencio. Aprieta mi mano—. Por favor, dame una señal de que no va a cambiar nada.

Abro la boca, pero no sale ningún sonido de mi garganta. Doy una última ojeada a la foto. El corazón me palpita, asustado. Se la devuelvo y luego ladeo la cabeza, aturdida.

—Lo siento.

Héctor no me detiene cuando me levanto y paso por su lado. Me fijo en que está a punto de llorar. Le regalo una sonrisa con tal de calmarlo.

—Sólo necesito pensar. Y estar sola.

Pero él se limita a negar con la cabeza mientras me dirijo a la habitación en busca de soledad. Al cabo de un rato oigo que se cierra la puerta de la calle. ¿Adónde irá? De todos modos, no lo detengo porque necesito meditar sobre todo esto, y ahora mismo no puedo tenerlo a mi lado. En mi cabeza únicamente está la imagen de esa chica que es tan similar a mí. Sentada en la cama, con los nervios a flor de piel, me pregunto si debo llamar a mis padres para cancelar la comida. Al cabo de unos minutos decido que no, ya que se preguntarían qué es lo que sucede y no estoy preparada para darles una respuesta. Voy a calmarme, y si Héctor no regresa dentro de un rato, lo llamaré para saber dónde está.

De repente, como si fuera otra persona, me doy cuenta de que estoy levantándome de la cama, que salgo del dormitorio y me dirijo al cuarto de baño. Me observo en el espejo, el cual me devuelve una imagen tan parecida a la que he visto hace un rato en la foto que me asusto. Yo no tengo esos ojos tan brillantes, ni tampoco el porte que esa mujer desprendía incluso en un pedazo de papel, pero la semejanza es innegable. La gente podría pensar que somos mellizas. O incluso, gemelas. ¿Cómo es posible? Parece una macabra obra del destino.

Lo que voy a hacer es una locura, y seguramente me arrepentiré después, pero quiero que el parecido con ella desaparezca. Así que abro uno de los armaritos del baño y busco hasta encontrar unas tijeras.

—Adiós —digo a la imagen del espejo.

Me corto el pelo sin saber muy bien lo que hago. No es que no sea peluquera, sino que no tengo nada de maña en todo esto. Intento hacerlo lo mejor posible y, más o menos, consigo algo decente, pero lo peor es el flequillo, que me queda ladeado e irregular.

Sin embargo, cuando termino me siento bien. Ha sido un arrebato, pero es lo que necesitaba. No podía esperar a que me dieran cita en la peluquería. Tenía que ser ahora. Cuando Héctor regrese, no debe encontrar nada de ella en mí.

Me fijo en que, a pesar de los trasquilones, el pelo corto me queda bien porque acentúa mis rasgos, aunque así parezco más joven. Observo el montón de cabellos que hay en el suelo y se me acelera el corazón. Corro hasta la cocina, abro la puerta de la galería y me hago con la escoba y el recogedor. Vuelvo al cuarto de baño, barro los restos de mi antigua melena y, una vez que he terminado, me siento en la cocina a esperar a Héctor.

Antes de dar las doce y media, regresa. En cuanto oigo que la puerta se abre, me pongo nerviosa. No sé qué le parecerá lo que he hecho. Quizá no le guste que me haya cortado tanto el pelo; ha sido una decisión muy impulsiva. Se asoma a la cocina y, al verme, abre mucho los ojos.

—¡¿Melissa?!

Agacho la mirada, y luego la subo y lo miro con timidez.

—¿Qué te has hecho?

—No quiero parecerme a ella. No quiero que me mires y que por un segundo siquiera pienses que voy a hacerte el mismo daño. Quiero ser Melissa y que sólo pienses en mí —le digo apresuradamente.

Permanece callado unos instantes. Sus ojos no me desvelan nada de lo que piensa. Me retuerzo las manos, muy nerviosa. Y para mi sorpresa, se abalanza sobre mí y me estrecha entre sus brazos. Me besa en los labios con fuerza, a continuación en las mejillas, en la barbilla, en la frente. Se apoya en mi cabeza y me acaricia el pelo.

—Eres tú, Melissa. Para mí, siempre eres tú y nadie más. Te lo dije: en cuanto te conocí, me di cuenta de lo diferente que eres de ella. Incluso físicamente, aprendí que también lo eres. He descubierto todo lo que pertenece a tu esencia y, créeme… —Me sujeta de las mejillas y me traspasa con la mirada—. Créeme, no hay nada en ti que me haga pensar en ella.

Sus labios vuelven a posarse en los míos. Lo abrazo, navegando por su ancha espalda, sintiendo la cercanía de su corazón. Se aparta para que podamos coger aire.

—Y estás preciosa con este pelo —susurra, acariciándome un mechón.

—¿De verdad te gusta? Creo que me he hecho un montón de trasquilones.

—Bueno, eso siempre puede arreglarse —dice sonriendo.

Sus nudillos rozan mi pómulo con una ternura que me hace vibrar.

—Te quiero, Melissa.

—Lo sé.

Me estrecha tan fuertemente, con tanto amor, que me hace pensar que en realidad tiene un gran miedo a perderme.

El teléfono desgarra el silencio. Protesto y me revuelvo en la cama. Palpo el lado de Héctor: está vacío. Se habrá ido a trabajar porque entra antes que yo, pero no deben de ser aún las ocho y media, ya que no ha sonado mi despertador.

La melodía del móvil continúa con su avance implacable. Al final me vuelvo hacia la mesilla y lo cojo. Parpadeo para hacer desaparecer los borrones de mi vista y así ver el número. Sin embargo, no lo reconozco. Se trata de un teléfono fijo.

—¿Sí? —Mi voz ha sonado somnolienta.

—¿Es usted Nora Manfred? —me pregunta una voz de mujer.

Me incorporo de golpe, con el corazón a punto de abandonar mi pecho. Sólo hay tres personas que conocen mi seudónimo: Ana, Aarón y Héctor.

—¡Sí, soy yo!

—Mire, la llamo de la editorial Lumeria. La editora ha leído su obra y está interesada en ella.

¿Qué…? ¿Lumeria? ¡Pero si es una de las mejores editoriales del país, con una enorme proyección internacional y una maravillosa distribución! Es cierto que les envié mi novela, pero sólo por probar. No creía que fuese a perder nada; sin embargo, ellos no suelen estar interesados en autores noveles, así que… De repente recuerdo el día en el que estamos. Veintiocho de diciembre. Los Santos Inocentes. Oh, vale.

—Oye, di a Aarón que basta de bromitas. ¿Eres una de sus camareras? —pregunto enfadada.

—¿Perdone? ¿Quién es Aarón?

El corazón me da otro brinco. ¿Y si no es una broma…? Salgo de la cama y me pongo a dar vueltas por la habitación como una loca.

—¿De verdad trabaja usted para Lumeria?

—Eso creo —responde la mujer, más seca que al principio.

—Oiga… Perdone, pero es difícil de asimilar. Y encima es tan temprano que…

—Usted expresó en su manuscrito que la llamáramos en este horario.

Oh, mierda, sí. Escribí que prefería de siete a nueve de la mañana porque es el único momento en que no estoy trabajando y Héctor ya se ha ido. Una opresión en el estómago me invade.

—Perdone, en serio. Acabo de despertarme y aún no razono bien.

—Lo que le decía: la editora quiere hablar con usted. ¿Podría tener una cita con ella el nueve de enero?

—¡Sí, sí! ¡Por supuesto! —exclamo.

—¿Sabe cuál es nuestra dirección?

—Puedo buscarla.

—Apunte. —Me la dicta, y la escribo con una caligrafía horrible.

—Ya la tengo.

—Recuerde: nueve de enero a las diez de la mañana. Pregunte por Luisa Núñez. Soy yo.

—De acuerdo.

—¿Tiene alguna pregunta?

Seguramente muchas, pero en este momento no se me ocurre ninguna. Niego con la cabeza y, cuando me doy cuenta de que ella no puede verme, me apresuro a contestar con un débil «no».

—Muy bien. Hasta pronto. —Cuelga sin dejar que me despida.

Camino hasta la cama como una sonámbula y me tiro en ella con una sensación extraña en el vientre… ¡Es ilusión y esperanza! Doy varios golpes con las palmas de las manos al tiempo que pataleo como una chiquilla.

—¡Sí, sí, sí, sííí! —me desgañito.

Los vecinos van a pensar que estoy teniendo un orgasmo. No andarían muy desencaminados porque esto es un subidón.

Un rato después, mientras me preparo para ir al trabajo, me obligo a serenarme y a poner los pies en el suelo. Todavía no es algo seguro, no tengo que ilusionarme demasiado.

Tarde de Nochevieja. Aquí estoy poniendo todo en su sitio para que quede maravilloso. Héctor me ha ayudado a decorar el salón y a cocinar. Menos mal que no somos muchos y que el apartamento es grande.

Hemos preparado canapés y otros tentempiés y de segundo salmón al horno. De postre tenemos un enorme pastel que Héctor ha comprado, dulces navideños y, por supuesto, las uvas. ¡Y alcohol, mucho alcohol!

Estoy colocando la cubertería mientras Héctor se ducha, cuando me suena el móvil. Se trata de Aarón. ¿Qué querrá ahora? Espero que no me diga que no puede venir.

—¿Qué? —Apoyo el móvil entre la oreja y el hombro mientras continúo con mi tarea.

—¿Aún no te ha dicho Dania nada?

—¿Perdona?

—Hemos terminado.

—¿Quéee? ¿Ya? Esperaba que durarais más. —Dejo los cubiertos sobre la mesa y cojo el móvil—. ¿Qué ha pasado?

—Un nuevo ligue.

—Joder, Aarón, no puedes tener tu cosita quieta en un mismo agujero —digo enfadada.

—Ella tiene un nuevo ligue.

—Oh, vaya. Perdona. —Me quedo callada, sin saber qué decir.

—No pasa nada. Sólo nos acostábamos.

—No seas así. Te ha molestado que te haya dejado —lo regaño.

—Puede ser. Estaba empezando a cogerle cariño.

—Esta noche nos divertimos. ¿O prefieres no venir?

—Quiero veros a Héctor y a ti.

—Perfecto. Ya sabes, a las nueve y cuarto.

—Un beso, preciosa.

Nada más colgar, me llega una llamada de Dania. Vale, ya me lo va a contar.

—Eres un zorrón —le digo.

—Joder, nena, lo siento. Bueno, qué coño, a ti eso no tengo que decírtelo. Aarón y yo hemos quedado como amigos.

—Eso espero, porque si no, esta noche va a ser muy incómoda.

—Te llamaba para ver si puedo llevar a mi acompañante.

—¿A tu nuevo ligue? Pero ¿estás loca o qué?

—Bueno, si no se puede, pues nada… —Ya está poniendo la voz con la que pretende conseguir cualquier cosa.

—Mira, haz lo que quieras. Al fin y al cabo, el problema es tuyo. Voy a seguir con los preparativos.

—¡Gracias, amor! Eres un ángel.

—Y tú una diabla.

Se echa a reír antes de colgar. Cómo está el patio… y aún no ha empezado la fiesta. Cuando termino de decorar la mesa, me dirijo al dormitorio para ducharme. Héctor ya ha salido y se está vistiendo con uno de sus chalecos sexis. Se acerca y me da un besito en el hombro mientras me observo en el espejo. Al día siguiente de mi intempestivo corte de pelo tuve que acudir a la peluquería para que me lo arreglara un poco y ahora llevo un peinado muy moderno, algo más corto por detrás que por delante.

—¿Todo bien? —me pregunta al verme la cara.

—Pues…

No me da tiempo a explicarle nada. El teléfono suena otra vez, y ahora es Ana. Pero ¿qué pasa hoy?

—¿Ana?

—¡Me cago en su puta madre! —grita al otro lado de la línea. Está llorando como una histérica. ¡Ella no dice esas palabrotas!

—Pero ¿qué pasa? —Intento que se calme.

—¡El muy cabrón estaba viéndose con otra! ¡Yo tenía razón!

Me mareo al oír sus palabras.