19
—Está mintiéndome.
Aarón se revuelve en su silla. Lo observo fijamente con la intención de comprobar si me dice la verdad. Conoce bien a Melissa. Seguro que ella le cuenta cosas que a mí no. Y no puedo preguntar a otra persona: no tengo la confianza suficiente con Ana ni con Dania.
—No, Héctor. No te pongas paranoico. Melissa no está mintiéndote.
—Me oculta algo.
—¡Claro que no! —Da un trago a su cerveza.
El local está vacío a esta hora del mediodía. Es martes, pero la gente empezará a llegar cuando caiga la tarde, especialmente estudiantes que quieren disfrutar de su Erasmus. Muevo el vaso vacío, en el que tan sólo hay ya unos cubitos medio derretidos. Aarón me mira con una ceja enarcada.
—Ponme otro.
—No creo que…
—No me digas lo que tengo que hacer.
—¿Has tirado las pastillas de verdad?
—Claro que sí.
—¿Todas?
Aprieto los labios. Asiento con la cabeza. No dice nada más. Va hacia la barra para prepararme otro whisky. No sé si Melissa realmente estará mintiendo, pero yo sí continúo haciéndolo. He dejado escondidas algunas pastillas. Sólo unas pocas, por si acaso. Este sábado tenemos una cena importante en la que se decidirá si mi compañera de trabajo y yo hemos conseguido el cierre del trato. Y estoy histérico. Necesito tomar otra copa y relajarme, aunque lo cierto es que ya noto un cosquilleo en las extremidades porque no he comido nada en todo el día.
—Toma. —Aarón deja el vaso en la mesa.
Lo agarro y le doy un buen trago, notando cómo pasa la bebida por la garganta. Me la quema un poco, pero no me importa.
—Este fin de semana le mandaron whatsapps, mensajes o algo. Se puso a leerlos y a contestarlos aparte, como a escondidas.
—Seguro que no fue eso. Te lo parecería a ti. —Aarón suspira.
—Entonces ¿por qué no vi ninguna conversación? Las había borrado.
—¿Le espiaste el móvil?
Por unos segundos, me siento avergonzado. Sin embargo, pronto se me pasa. El alcohol empieza a hacer su efecto de liberación.
—¿Y qué quieres? No me cuenta nada.
—Porque no tiene nada que contarte. No ha vuelto a quedar con él.
—No estoy tan seguro de eso. Y además, ¿qué más da que no queden? Hablan, Aarón. Hablan porque él es su editor.
—Tú lo has dicho: su editor. Y nada más.
—¿Es que no lo entiendes?
Me termino el whisky. Lo agito delante de su rostro. Se niega a ponerme otro, así que chasqueo la lengua y me dispongo a servírmelo. No me detiene porque sabe que sería peor. Me lo sirvo en silencio, me pongo más de lo que debería, y me quedo detrás de la barra, con las manos apoyadas en ella.
—Melissa amó a ese hombre. ¿Cuánto tiempo estuvieron juntos, Aarón?
—¿Unos años?
—Por lo que sé, su historia empezó en el instituto. Se conocen muchísimo. Él sabe cosas de ella que yo no. Y ésa es una gran arma.
—Aquí no hay ninguna guerra, Héctor. Melissa está feliz contigo. Te quiere a ti.
Bebo. Un trago, dos, tres seguidos. Me froto los ojos pensando otra vez en la cena en casa de sus padres, en la forma en la que regresó al comedor tras leer los whatsapps. Parecía entre nerviosa y avergonzada. Estoy completamente seguro de que no me lo imaginé. En parte me siento horrible por no confiar en ella, por comportarme como estoy haciéndolo, pero hay algo en mí que trae otra vez a aquel Héctor irascible, maleducado y egoísta. No quiero serlo, pero empuja, empuja por acomodarse en mi piel y hacerse con el poder de mi cuerpo y de mi mente.
—Tío, relájate. —Aarón me da una palmada en la mejilla. Lo miro entre enfadado y preocupado—. No hagas de esto una montaña.
—Sabes que confío en ti, así que no me falles. Si estás ocultándome algo tú también, lo descubriré. —Parece una amenaza. ¿Cómo puedo estar comportándome así?
—Lo que tienes que hacer ahora es ir a buscarla al trabajo. Dale una sorpresa. Id a comer por ahí y disfrutad. —Aparta mi vaso para que no beba más—. Aleja el trabajo de tu mente. Olvida a ese gilipollas. Céntrate en vosotros.
Decido hacerle caso. Asiento con la cabeza, doy una palmadita en la barra y salgo de ella. Iré a buscar a Melissa y la llevaré a un sitio bonito. Quizá la acompañe hasta su despacho y le haga el amor en él, como aquellas primeras veces.
—Nos vemos. —Choco la mano con la de Aarón.
—Por cierto, ¿sabes que pronto empezaré con las obras en el local? Me he propuesto hacer de esto algo más grande —me informa él.
—Genial —respondo, aunque me da igual.
Cuando salgo a la calle, el sol me ciega. Hace un día estupendo y, sin embargo, me encuentro fatal. El alcohol está asentándose en mi estómago vacío y ganando terreno. Me dirijo al coche y, cuando me siento ante el volante, me da un mareo. Me froto los ojos, la frente. Intento serenarme. Las manos empiezan a temblarme. Joder, joder. ¿Es que no va a marcharse esta sensación? Me niego a ser aquel Héctor, el que tenía miedo de todo, al que le daban ataques de pánico con tan sólo salir a la calle.
Abro la guantera y saco el frasquito. Dios, no debería. Pero es que no puedo. Es que cientos de gusanos están apoderándose de mi pecho. Y no quiero pudrirme como antes. Las pastillas no sé si me alivian, en realidad. Me asaltan pensamientos oscuros, me descontrolo, me pongo de mal humor. Pero también me hacen sentir que floto, que he salido de mi cuerpo y puedo ser libre.
De lo que me tiemblan las manos, el bote se me cae al suelo. Lo recojo, lo observo un buen rato. No sé cuánto tiempo me he quedado así, pero cuando vuelvo en mí veo un coche a mi lado que espera para aparcar donde estoy yo. Le hago un gesto con la mano para indicarle que enseguida salgo. Y entonces abro el bote. Saco la pastilla. La observo, sus colores verde y blanco que empiezan a emborronarse. Sin pensarlo más, me la meto en la boca. Me inclino para coger la botellita de agua que siempre llevo en el coche. Doy un par de tragos hasta que consigo tragarla.
Una, sólo una. Está bien. Esto está muy bien. Mi mente pronto se habrá calmado. También mi cuerpo. Esta vez no tendré pensamientos oscuros. Sólo ha sido una. Nada más. No hay ningún problema. Me ayuda. Lo necesito para el trabajo, para controlar mis reacciones con Melissa. Sí, tengo el control.
El hombre del coche de al lado me pita. En un acceso de rabia, le hago un corte de mangas. Me mira con la boca abierta y al instante se pone a vociferar. Salgo de la plaza de aparcamiento y lo dejo atrás.
Que le den por culo.
Que le den a todo.
Termino la corrección y me acomodo en la silla. Estoy cansadísima. Desde el domingo duermo fatal. No puedo dejar de pensar en que Héctor está comportándose de forma extraña. Nuestra excursión a aquel lugar paradisíaco ahora me parece muy lejana, incluso irreal. ¿Cómo ha podido cambiar todo en tan poco tiempo? Y ¿por qué? Culpa al trabajo de su actitud, pero sé que ésa no es la única razón. Temo que continúe obsesionado con Germán. No he vuelto a quedar con él. Estoy tratando de hacer lo correcto, y aun así siento que no funciona.
Las tripas me rugen. Estos días, además de dormir mal, como poco. De todos modos, toca bajar a la cafetería a por un bocadillo, una ensalada o algo ligero que me entre fácilmente. Decido no avisar a Dania. Hoy no me apetece comer con nadie. Quiero sentarme y pasar un rato tranquila, sin oír su aguda voz, sin responder a sus preguntas sobre mi cara de muerta.
Cojo el monedero y las llaves del despacho. Cierro la puerta y me dirijo al ascensor. Mientras lo espero, me vibra el móvil. Es un whatsapp. ¡Ojalá no sea de Dania pidiéndome que comamos juntas! Sin embargo, al abrirlo me quedo de piedra.
Baja.
Es Germán. ¿Qué significa «baja»? ¿A la salida? ¿A la cafetería? No me digas que ha venido… ¿Qué cojones quiere ahora? No pienso verlo. Voy a regresar al despacho. Pero joder, ¿y si sube como el otro día? No deseo que lo vean aquí otra vez. El móvil vibra de nuevo. Es una perdida suya. No sé qué hacer. Me gustaría esconderme en algún lugar y que nadie me encontrara. Mucho menos él.
Al final decido bajar. No sé a qué ha venido, pero voy a cantarle las cuarenta. En el ascensor me muerdo una uña. Doy una vuelta, y otra, sobre mí misma. Al fin las puertas se abren. Me asomo con cautela y lo descubro en la entrada, en el banquito que hay cerca del mostrador de recepción. Avanzo hacia él poniendo la cara más enfadada posible. No obstante, cuando lo veo sonreír, el corazón me da un vuelco. Me pongo nerviosa como las otras veces que he quedado con él. «Ya basta, Melissa. Ya sabes a lo que has bajado. Hazlo y vuelve a tu despacho».
—¿Qué quieres? —pregunto con sequedad.
—Vaya, chica, ni siquiera un «hola, ¿qué tal estás, Germán?».
—¿Me ves con ganas de saludarte?
—Puede que cuando te dé esto, sí.
Coge la caja que está a su lado y me la tiende. Oh, Dios, esto es… Me la quedo mirando con la boca abierta, luego alzo la mirada a Germán, interrogándolo. Asiente y me hace un gesto para que la abra. No aguanto más. Me siento en el banquito y desgarro la cinta adhesiva. Unos cuantos libros aparecen ante mí. Son míos. Mis libros. Mi historia. Mis personajes. Todo encerrado en estas páginas, en esta portada tan preciosa. Acaricio la cubierta con mucho cuidado, como si fuese a desaparecer en cualquier instante; después lo abro, lo hojeo observando la letra, me lo llevo a la nariz y lo huelo y, por último, lo aprieto en mi pecho, muy cerca del corazón. Cuando abro los ojos, Germán está observándome con una gran sonrisa.
—Sabía que iba a ser así.
—¿Qué?
—Tu reacción. Te conozco, Meli, sé cómo amas los libros. Y éste es tuyo. Es como un hijo para ti. —Se aproxima y toma uno entre sus manos. Sin poder evitarlo, observo sus bonitos dedos… En el anular estuvo, una vez, aquel anillo de compromiso. ¿Qué habrá sido de él? ¿Lo devolvería? ¿Lo vendería? ¿Lo guardaría en un cajón? Tengo que reconocer que yo tiré a la basura el mío en un ataque de rabia.
Intento sonreír. Me aparto un poco, cojo la caja entre mis brazos y me dispongo a volver al despacho. Parece que Germán todavía quiere hablar.
—Gracias. Pero ya te dije que no hacía falta que me los trajeras tú.
—Y yo te dije que quería ver tu cara.
—¿Por qué? Menuda tontería.
—Porque me gusta.
Se detiene en seco, como si incluso él se sorprendiera de su respuesta. Aguarda mi reacción, pero no tengo ninguna. Ahora mismo no puedo digerir que me haya dicho eso. No quiero comprobar que las palabras de Ana y Dania eran ciertas.
—Tengo que ir a comer, que si no se me pasará la hora.
Me coge del brazo. Se da cuenta de que pongo mala cara, así que rápidamente aparta la mano, aunque no sin antes rozarme con sus dedos. Y la sensación de familiaridad que me provoca me aturde.
—Meli…
—No. —Inconscientemente apoyo la mano en sus labios, tapándole la boca. Se queda sorprendido, pero, antes de que yo pueda apartarla, me la coge y me acaricia la palma con los labios. Su contacto me quema. Me asusto. Me brinca el corazón en el pecho. Consigo retirarla, confundida y rabiosa—. Germán, no sé qué es lo que sucede, pero no puedes hacerme esto.
—Por favor, déjame hablarte. Déjame decirte todo lo que tengo dentro.
—¡No! —exclamo. Me vuelvo hacia la recepción, pero el hombre que la ocupa está concentrado en la pantalla del ordenador—. No aquí. No ahora.
—Entonces vayamos a comer. Charlemos, te lo ruego. Necesito que me escuches.
—No quiero hacerlo. —Niego con la cabeza, notando que los ojos me escuecen.
—Pensaba que iba a estar todo bien, Meli, pero no ha sido así. Me he dado cuenta de que no he podido olvidarte, de que me he engañado. Te aseguro que te he llevado bien adentro todo este tiempo.
—Germán, cállate o te juro que se me escapará la mano en cualquier momento y te daré una hostia. —Mi voz parece la de una niña pequeña, no la de una mujer adulta y serena.
—No me importa. Me la merecería. —Se pasa la mano por el pelo, mostrándose nervioso. Retira la mirada unos segundos, pero enseguida vuelve a posarla sobre la mía—. Cuando me contrataron en la editorial quise llamarte para saber cómo estabas, pero no me atreví. En realidad, pensé en contactar contigo mucho antes, en ese tiempo en el que me alejé, en el que desaparecí de tu vida. Pero te juro que estabas aquí… —Se lleva una mano a la cabeza, después la baja al pecho—. Y aquí. Estás tatuada en él, Melissa.
—Me voy, Germán. Me voy. No me llames. No vengas a buscarme. Si lo haces, diré a la editora que estás acosándome o algo por el estilo. —Me doy la vuelta, pero, una vez más, me coge.
Me revuelvo entre sus brazos, a punto de echarme a llorar. Debemos de estar dando una escenita, aunque por suerte —o por desgracia, quién sabe— no hay nadie ahora mismo y el de recepción está enfrascado en a saber qué. Seguro que mira una peli porno.
—Sé que estás muy enfadada conmigo aún, pero no pasa nada. Voy a intentarlo. Voy a luchar por lo que quiero.
Me pongo la caja en un brazo y con la otra mano intento desembarazarme de él. Forcejeamos y al final se me cae la caja y todos los libros se desparraman. Suelto una exclamación de frustración. Me agacho para recogerlos y él conmigo. Tenerlo tan cerca está volviéndome loca.
—No puedes hacer esto. No tienes ningún derecho, Germán. No sé quién te has creído que eres para venir ahora a destartalar mi vida, pero no te lo consentiré —digo sin apartar la mirada de los libros ya que sé que me echaré a llorar de un momento a otro—. Estoy con un hombre al que quiero, así que puedes perderte. Muy lejos.
Mis duras palabras no parecen hacerle efecto. Me coge de la barbilla, me alza la cabeza y me obliga a mirarlo. Lo hago con rabia.
—Ahora soy fuerte y no caeré en tus brazos —musito. Mi voz tiembla. Ladeo la cabeza para que me suelte, pero me aferra aún más.
—Esperaré lo que haga falta —dice estudiando mi rostro. Se le ve arrepentido, pero también decidido. Siento una chispa de miedo—. Y haré lo que sea para que te des cuenta de que he cambiado. —Su rostro se acerca al mío. Cierro los párpados, apretándolos, esperando un beso que no deseo recibir… ¿Verdad? Pero no llega. Los abro. Germán me mira, un poco triste, pero también con un brillo especial en sus intensos ojos azules—. Te quiero, Meli. —Me lleva la palma a su pecho. Ya no tengo el poder sobre mí misma. Me siento como una muñeca de trapo, como una marioneta sin voluntad. Apoya mi mano en su corazón, que palpita con violencia. El mío, por unos instantes, se acompasa al suyo. Rondan mi mente momentos, palabras, risas, llantos, olores, sabores, gemidos, caricias, besos, susurros. Recuerdos—. ¿Lo notas?
Agacho la frente con los dientes apretados. Niego… Pero sí, sí lo noto. Y no quiero. No puedo. Me rompo…
—Vete, Germán —susurro.
—Te lo diré las veces que haga falta. Te demostraré que jamás te he sacado de mí. —Su voz es nerviosa.
Me desintegro. Vuelvo a negar con la cabeza. Consigo que me suelte la barbilla.
Y entonces, al mirar hacia la salida, lo veo. Héctor está en la puerta, observándonos con una expresión en el rostro que no consigo descifrar. Abro los ojos, asustada. Me levanto rápidamente, confundida, con un montón de pensamientos incoherentes. No sé cuánto lleva ahí plantado, no sé si ha oído lo que Germán ha dicho y no sé qué sucede, por qué estoy en esta situación, por qué tiene que pasarme todo esto.
Germán también se incorpora y dirige la mirada hacia donde yo la tengo puesta. Ambos se estudian, y lo único que puedo hacer es quedarme quieta, silenciosa y temblorosa. Héctor duda unos instantes y, al fin, se acerca. Trato de fingir una sonrisa para que no piense lo que no es, para recuperar la cordura.
Para mi sorpresa, cuando llega hasta nosotros me coge de la cintura, me empuja contra él y me besa. Pero no es cariñoso, no hay amor en ese beso; tan sólo rabia, reproches y miedo. Y sabor a alcohol. Su lengua está amarga y me lo traspasa, cubriéndome todo el paladar. Cuando se separa, intento coger el aire que ha abandonado mis pulmones. Germán nos mira con expresión extraña. Mi mente no puede entender qué es todo esto.
—Soy Héctor, el novio de Melissa.
Germán alarga una mano, pero Héctor no la acepta. Vuelven a estudiarse. Me encantaría saber qué están pensando en estos instantes.
—¿Y tú?
—Germán.
—Ah, claro. —Héctor se echa a reír. Es una carcajada también amarga. Entonces me doy cuenta de que está borracho. Mi estómago se contrae al imaginar lo que puede suceder—. El cobarde que la dejó tirada.
Germán calla. Temo que se enzarcen en una pelea o algo parecido. Pero no puedo hablar. Mi garganta se ha quedado sin sonido alguno.
—Sí, ése soy yo —contesta al final con una sonrisa.
Creo que esta actitud empeorará más las cosas. Y también el hecho de que Héctor esté borracho. Porque entonces ¿qué imagen se llevará Germán de él?
—¿Y has venido a…?
—A traerle unos ejemplares de su novela. —Señala la caja que aún está en el suelo.
Héctor la mira, pero apenas le presta atención. Vuelve a posar sus ojos en los de Germán. Puedo apreciar la tensión que nos envuelve. Es el momento más incómodo y horrible de mi vida.
—¿Por qué no se los has enviado por correo? —La lengua se le traba en esta última palabra. Pero ¿cuánto ha bebido?
—Soy un buen editor. —Germán se mete las manos en los bolsillos y adopta una postura un tanto chulesca.
En cuestión de segundos, Héctor lo ha empujado y lo ha empotrado contra el banco, presionándole en el pecho. Dejo escapar una exclamación de sorpresa, sin saber qué hacer. Germán alza las manos, mostrando que no quiere pelear.
—Mira, gilipollas, no sé qué pretendes, pero olvídala.
—Oye, será mejor que me sueltes…
—¿Ah, sí? Y para ti será mejor que la dejes en paz.
—Héctor, por favor… —gimoteo agarrándolo del hombro. Me aparta la mano con rabia y vuelvo a quedarme callada, presa del aturdimiento.
Germán está más fuerte que él. Podría hacerle daño, y por nada del mundo quiero eso, pero no sé qué más hacer porque Héctor parece haber perdido el control de sí mismo. Está demasiado borracho para razonar.
—Si me entero de que vuelve a sufrir por tu culpa, juro que te mato. —Ha escupido las palabras con una furia tremenda, pegando su cara a la de Germán, quien mantiene la sonrisa y las manos alzadas.
Por fin, lo suelta. Suspiro aliviada. Cojo a Héctor de la mano para llevármelo de aquí. Me disculpo ante Germán con la mirada.
—Tu chico es un poco irascible, ¿no? —dice con sarcasmo. Joder, no. El corazón se me acelera. ¿Por qué está buscando pelea? Se dirige a él—. Ella ya es mayorcita. Sabe bien lo que tiene que hacer. Y a lo mejor no quiere que la deje en paz.
El puñetazo no se hace esperar. Cuando Germán se aparta la mano del labio, veo que le sangra. No puedo hacer más que temblar. Le suplico con la mirada que no continúe.
—Héctor, basta —le ruego.
Esta vez consigo que me haga caso. Lo cojo de la mano y se queja. Ha pegado fuerte a Germán, así que imagino que le saldrá un moratón. Éste no dice nada, tan sólo se limpia la sangre del labio, aunque no ha borrado la sonrisa del rostro. Siento enfado y, al mismo tiempo, vergüenza. Sí, estoy cabreada con los dos. Porque cada uno, a su manera, están comportándose de manera egoísta y no piensan en cómo pueda sentirme en esta situación.
Quiero hablar con Héctor, preguntarle si está bien, pero no me deja. Levanta el brazo y me aparta. Me mira con los ojos entrecerrados, tambaleándose un poco. Se da la vuelta y se dirige hacia la salida. Deseo gritarle que no se vaya, que me da miedo que conduzca estando así, pero sé que no serviría de nada. Se marcha, dejándome sola…
Pero Germán aún no se ha ido.
Me echo a llorar. Él no se acerca a mí. Sin embargo, antes de salir, me dice:
—Si necesitas algo, llámame. Cogeré el teléfono sea la hora que sea.
Hago caso omiso de sus palabras. Me quedo un rato más sentada en el banco, soltando todo el nerviosismo y el miedo que he pasado. Cuando estoy más tranquila, cojo la caja con los libros y me dirijo a mi despacho. Al pasar por delante del recepcionista, me fijo en que lleva puestos unos auriculares. Normal que no nos oyera. Pero mejor, porque realmente hemos montado una escena digna de una película.
Me paso la tarde en blanco. No adelanto ninguna corrección. Ni siquiera cojo el teléfono fijo cuando llaman. Sólo puedo pensar en Héctor, en que había bebido otra vez. No creo que sea alcohólico, pero me preocupa que esto vaya a más. Y también pienso en su manera de mirarme, tan diferente a la que conozco, como si me odiara. Y después me paso un rato meditando sobre todo lo que Germán me ha dicho y acabo llorando otra vez. Me envía un whatsapp que aún hace que me sienta peor.
No estoy enfadado, no te preocupes. Yo también habría hecho lo mismo de ser él. Lamento haber provocado todo eso. Sin embargo, no me arrepiento. Estoy más decidido que nunca a recuperarte. Puedo recuperar todo lo que perdimos, Meli. Y puedo hacerte feliz.
Lanzo el móvil contra el suelo, soltando un grito furioso. Me cambiaré el número. Me mudaré si es necesario. No quiero que me recupere. No quiero que me encuentre. Arruinará todo lo que he construido en un intento por ser feliz de nuevo.