26

Cuando esta mañana mi madre ha venido a por mí, se me ha caído el mundo encima. Hasta el último minuto he pensado que Melissa se echaría atrás y me diría que no fuera al pueblo, para quedarnos en casa y pasar el fin de semana juntos. Al despedirme, he comprendido que eso iba a terminarse, que mis huesos no podrían soportar más dolor. Mi marcha al pueblo y su viaje a Madrid ha instalado en mi mente el último resquicio de esperanza, de fuerzas y de lucha. Porque, ciertamente, ya no tengo más ganas de batallar con la oscuridad que se acrecienta en mi mente. Estoy haciéndome daño —y me gusta, me complace, me estruja los músculos y el alma, pero esa sensación, a pesar de todo, me provoca placer— y, lo peor, estoy causándoselo a ella.

El casto beso que he dejado en su mejilla debía haberle mostrado que he soltado la cuerda que me sostenía. Sin embargo, ella me ha mirado con un brillo de esperanza en los ojos y todavía me he sentido peor. Todo en mí es contradictorio. Lo fue desde que Naima me sacó de su vida y metió a cualquiera. Lo fue desde que me di cuenta de que ni mi padre respetaba nuestro amor. Es algo que no me atreví a confesar a Melissa cuando preguntó. Algo que no quiero reconocer ante mí mismo. Nunca lo he dicho con palabras, ni siquiera he dejado que mis pensamientos formasen una imagen concreta. Pero en el fondo lo sé. Sé lo que quizá pudo suceder.

Y mientras mi madre conduce de camino al pueblo, me voy hundiendo más en estas jodidas ideas que me aprietan todo el día, que me abrazan con sus podridas manos y no me sueltan. Sé que estoy volviéndome loco, que en poco tiempo perderé la cabeza del todo y no habrá manera de salir. Todos creen que estoy recuperándome. Yo mismo intenté convencerme de ello. Qué estúpido gilipollas. ¿Cómo puede recuperarse una persona que nació con la sensación de muerte acoplada al alma? Se lo expliqué una vez a Melissa, cuando le escribí aquel correo: no estoy hecho para mi vida. La llevo sostenida en la espalda y me pesa demasiado. Muchas veces me he dicho que no deberían habérmela entregado. Me habría quedado en aquella nada donde flotaba.

—Estás muy callado, Héctor. ¿Te pasa algo? —me pregunta mi madre en ese momento.

Parpadeo, confundido. Incluso me duelen los ojos de haber pensado tanto. En realidad, el dolor se me extiende por todo el cuerpo. Despierto y hay dolor. Me levanto de la cama y lo hay. Las voces de los demás se tornan dolorosas para mis oídos. Hacer un simple gesto, tragar —joder, ésta es una de las cosas más horribles—, cerrar los ojos, abrirlos, hablar. Todo es extremadamente doloroso.

—Estoy bien —murmuro.

—¿No tienes ganas de ver a tus primas?

—No.

Soy sincero. ¿Para qué mentir más? No quiero ver a nadie. Si no puedo observarme a mí mismo, ¿cómo hacerlo con los demás? A la única a la que puedo soportar en mi vida es a ella, y a Melissa. Y a esta última hoy mismo estoy pensando en echarla. Joder. Maldito loco.

—¿Te has tomado la pastilla?

Mamá se detiene en un semáforo y aprovecha para lanzarme una mirada preocupada.

—Sí.

Pero no una. Dos. Y no la que el psiquiatra me había recetado, sino la jodida fluoxetina. No debería haberlo hecho, pero así soy yo. Así de autodestructivo. Lo reconozco. Me avergüenzo de ello, pero no puedo parar. Tuve que ir a buscarlas como un puto yonqui de mierda. Un amigo que es farmacéutico me ayudó. En realidad no creo que sea mi amigo. Sólo le interesa la pasta. Un amigo no ofrecería a otro esas pastillas que sabe que le causan adicción.

Si no las tomara, no podría evitar los temblores. Si no las tomara, ahora mismo no podría estar aquí. Aunque quizá… quizá lo que en el fondo quiero es no estarlo. Sé que mi madre pensó que intenté suicidarme la noche de la cena de negocios. No fue así, pero últimamente no descarto que algún día pueda suceder si se me va de las manos. No haría nada por evitarlo. Las necesito en mi organismo. Es sádico, es enfermizo, pero lo único que me alimenta son los malos pensamientos, el odiarme, el tenerme asco.

Cuando estamos llegando al pueblo, el malestar se me acrecienta. No quiero ver a nadie. No podré soportar sus caras, ni tener que fingir que estoy bien, ni darme cuenta de que a los demás les va bien, que están en su lugar correcto y que yo soy una sombra que se ha metido en el mundo equivocado.

—¿Por qué me has mentido? —suelto en el momento en que accede a la rotonda.

—¿Mentido? —pregunta confundida.

—Sobre Melissa.

—No sé a qué te refieres —responde. Pero está nerviosa.

—No me jodas más, mamá. ¿Qué coño habéis planeado?

—No me gusta oírte hablar de esa manera —me regaña.

—Pues vas a tener que acostumbrarte.

—Estoy cansada de que me hables tan mal —susurra, buscando un hueco para aparcar.

—Y yo estoy cansado de mentiras. —Me desabrocho el cinturón; siento que me ahoga—. He buscado en internet su nombre. Hoy en día puedes encontrar todo ahí, lo sabes, ¿no? —Le dejo unos segundos para responder, pero no lo hace—. Hay una presentación en Madrid, y su nombre estaba allí. ¿Se ha ido?

Mi madre no responde. Termina de aparcar con movimientos nerviosos.

—¡Contesta, joder! —grito.

—No lo sé, Héctor. —Y se apresura a desabrocharse el cinturón para salir.

Me apeo también y ya no puedo añadir nada porque nuestra familia se encuentra en la puerta de su casa, esperándonos. La mirada se me nubla. Besos, abrazos, palmaditas en la espalda, los llantos de un crío asustado. Y mi cabeza que no da para más.

—¿Cómo estás, Héctor? Tu madre nos había dicho que andabas pachucho —me saluda uno de mis tíos.

—Estoy mucho mejor. Sólo era un poco de estrés a causa del trabajo. —Ya hasta se me da bien mentir.

—Si es que no tendríais que haberos ido del pueblo. Aquí todo es más tranquilo, no como allá en la ciudad, que no paráis ni un momento.

Una de mis primas se me acerca con un bebé en brazos. Se parece mucho a ella y es realmente hermoso. El chiquillo estira una manita y me roza la cara. Me quedo muy quieto, casi sin saber qué hacer, como un rematado gilipollas.

—Héctor, cariño… —Mi prima posa un beso en mi mejilla. Señala con la barbilla a su hijo y dice—: ¿A que Dani está guapísimo?

Asiento. No tengo palabras. Ésta es la vida que a mí me gustaría tener. Sentir que de verdad soy querido, que todo es tan sencillo que puedo tener un hijo y darle todo mi amor. Pero jamás sería un buen padre tal como soy. Alguna vez, cuando todo iba bien, Naima y yo hablamos sobre ello. Incluso imaginamos los nombres que pondríamos a nuestros críos. Y luego… luego todo se volvió una pesadilla.

—Toma, cógelo. —Gisela, mi prima, me tiende al bebé, el cual se agarra al cuello de mi camisa y juega con él.

Lo observo con atención, fijándome en sus preciosos ojos claros y en el pelito rubio. Huele tan bien… A inocencia. A una inocencia que quizá algún día le arrebaten. ¿Por qué estoy pensando en eso? ¿Ni siquiera puedo mantenerme cuerdo unos segundos, sosteniendo a este ángel en mis brazos?

El niño me clava directamente la mirada y, durante unos instantes, me dejo llevar por ese claro mar. Pienso en cómo sería tener un hijo con Melissa. En cómo sería ella embarazada, en lo hermosa que se vería. Mi corazón palpita como un loco al imaginarme tocando su vientre, ayudándola con mis ánimos en el parto, sosteniendo en brazos al bebé por primera vez. Y entonces… entonces también me veo como un mal padre. Un padre que toma pastillas, que en ocasiones pierde la cabeza, que bebe, que rompe cosas, que insulta a la madre de su hijo, que no cuida de él.

Entrego el niño a mi prima en un gesto rápido. Gisela me mira sin entender bien lo que sucede. Pido disculpas, me excuso diciendo que me he mareado de estar tanto rato en el coche y les digo que me dejen pasar a la casa para beber un poco de agua. Quiero soledad, pero mi madre no me la da. Se pega a mis pies como una maldita lapa.

—¿Qué te ha pasado ahí fuera?

—Nada —musito, cogiendo un vaso limpio y llenándolo de agua. Me la bebo de un trago y me quedo mirando el fondo vacío, imaginando que hay en él una pastilla que ahora me vendría genial.

—¿Estás empezando a encontrarte mal otra vez? —insiste.

—¡No, joder! —le hablo fatal. Se echa un poco atrás, sacudiendo la cabeza. Quiero disculparme, pero no me sale. En estos momentos realmente la odio un poco—. Quiero estar a solas un rato. Por favor.

Al fin accede a dejarme tranquilo. Todos están fuera, así que puedo ir al salón y quedarme allí sentado en la penumbra. Me vacío. Mi mente se pierde durante un tiempo que no sé calcular. El móvil me vibra de repente. Lo saco de mi bolsillo y descubro que es Melissa. Pero ahora mismo no puedo hablar con ella… Sencillamente no aguantaría oír su voz. Así que espero a que salte mi buzón de voz y luego me guardo otra vez el teléfono.

El resto del día se me pasa como en un sueño. Bueno, no… Como una pesadilla irreal. Hay caras, hay voces, hay gente comiendo y bebiendo. Risas, comentarios sarcásticos, alegría, familiaridad. Todos están contentos de estar reunidos. Pero yo no. Yo no. Jamás podré estarlo. Y, en cierto modo, siento rabia hacia ellos porque pueden sonreír y pueden soportar sus vidas y ser felices con ellas. Y yo con mi vacío, con mis quejas, con mis pensamientos oscuros. ¿Quién soy yo, joder? ¿Por qué no puedo ser más fuerte e intentar seguir luchando?

Mi madre no deja de observarme a pesar de todo. Me anima a comer, a beber refrescos, a participar en las conversaciones. Tomo un poco de embutido, doy algunos tragos a una Coca-Cola y respondo con monosílabos. Sé que les doy pena. Puedo verlo en sus ojos. Recordarán lo que fui en el pasado y pensarán que, nuevamente, estoy convirtiéndome en esa persona. Y es cierto. Es triste, pero lo es. Y soy yo mismo quien lo está permitiendo y provocando.

—Voy a tumbarme un rato —digo cuando ya hemos terminado de cenar.

Me miran con preocupación. Mi madre se ofrece a acompañarme, pero niego con la cabeza. Quiero que deje de tratarme como a un niño pequeño, que no me controle. Si deseo joderme la vida, lo haré de todas formas. Una vez en la cama, el móvil empieza a vibrar de nuevo. Es Melissa. Espero hasta que cesa. Cuando lo hace, el corazón se me ha resquebrajado un poquito más. No puedo oír su voz porque entonces no haré lo que tengo planeado.

Necesito hablar con alguien. Con alguien que, en parte, entienda lo que siento. Con alguien que no me juzga, que no piensa que soy un fracasado y un cobarde. De modo que marco los números de mi psiquiatra. En estos momentos no está trabajando, pero él mismo me indicó que, si necesitaba algo, lo llamara.

—¿Héctor? —contesta en un tono alarmado.

—Sí.

—¿Ocurre algo?

—Estoy mal —murmuro mirando el techo lleno de sombras.

—¿Ha pasado algo en concreto para que lo estés?

—No. Realmente no… —Estoy mintiendo. Quiero contárselo. Debería. Y sin embargo, hay algo que me echa atrás.

—¿Has tomado tu pastilla?

—Sí.

—¿Has tomado la pastilla que te toca? —Ha reformulado su pregunta.

Se me escapa un gemido. Me llevo una mano a la frente y me la froto, empezando a notar un ligero dolor en ella. Él suspira. Ya me lo imagino con su severa mirada.

—¿Eso significa que has tomado más o que tú mismo has decidido qué tomar?

—Lo segundo. —La voz se me ha convertido en gravilla. Puedo notarla en mi garganta y me escuece. Me hiere.

—Habíamos mejorado mucho, Héctor —responde. Pero no noto reproche en su voz, algo que me ayuda aunque sea lo mínimo—. Has pasado unas semanas buenas. ¿Cómo es posible que hayas caído otra vez? Sabes lo que la fluoxetina te provoca.

—No puedo evitarlo. El jodido peso del mundo está aplastándome el cuerpo.

—Lo sé. Pero quedamos en que intentarías empujarlo tú.

—No puedo dejar de pensar en Melissa —digo de repente.

—¿No está ella contigo?

—Estoy en el pueblo con mi madre. Se ha empeñado en traerme.

—¿Y dónde está Melissa? —insiste mi psiquiatra. Noto algo en su voz que no logro comprender qué es.

—No lo sé.

—Sí lo sabes. Por eso estás así. Por eso te has metido en el cuerpo una fluoxetina. O más, quién sabe.

Me quedo callado unos instantes. Mi respiración se me antoja más fuerte. Me pitan los oídos. La ansiedad. La jodida ansiedad. Quiero otra pastilla. La quiero aquí y ahora. Quiero quedarme estacado en mitad de las sensaciones que me provoca.

—Está en Madrid, en una presentación —digo unos minutos después. No reconozco mi propia voz.

—¿Y eso te preocupa?

—Sí.

—¿Por qué?

No deseo decirlo. Si pronuncio su nombre, sé que no hallaré salida. Me froto los ojos. Intento tragar, pero hasta la saliva se me antoja demasiado dura.

—Porque seguramente estará él allí.

—¿Y por qué te preocupa eso? Tú confías en ella, ¿no es así?

—No del todo.

Inspira. Quedo a la espera de su respuesta, que no llega. Y yo tampoco me atrevo a decir nada más.

—Tienes que reflexionar sobre todo eso, Héctor. Decidir si su presencia a tu lado es algo bueno para ti o si no lo es. ¿Qué es lo que tú crees? ¿Puedes responderme ya o prefieres meditarlo para nuestra próxima cita?

¿Por qué no me dice de una vez lo que piensa en realidad? Quizá como profesional no pueda hacerlo. Lo único que tiene que hacer es guiarme, intentar que yo sea quien tome mis propias decisiones, pero, ahora mismo, desearía que lo hiciera él y que me librara de ese tormento.

—Espero a la próxima.

—Está bien. —Otro silencio tras la línea—. ¿Dónde estás?

—Tumbado.

—Pues quédate ahí. No pienses en nada, sólo intenta dormir. Y no pienses en ellas. Sé que es difícil, entiendo que quieres otra en tu cuerpo, pero no la necesitas. Tú eres más fuerte que ellas. Más fuerte que tu cabeza. ¿De acuerdo?

Asiento, aunque no puede verme. Se queda esperando y, al ver que no contesto, agrega:

—Llámame si necesitas hablar de algo más.

—Claro.

Cuelgo sin esperar a que se despida. No me siento mejor. Más bien al contrario. El peso en el corazón no disminuye, sino que aumenta. Sé que me quedo dormido durante un rato, que tengo pesadillas, que mi cuerpo anhela la sensación que la fluoxetina le proporciona. Logro aguantar. Y cuando supongo que es de madrugada, mi madre entra en la habitación y se sienta al borde de la cama.

—¿Estás bien?

—Sí.

Me acaricia la frente y deposita un beso en mi piel. Me entran unas tremendas ganas de llorar. Soy como un niño que sólo da problemas. ¿Por qué me porto mal con aquellos que intentan ayudarme? ¿Por qué no soy capaz de darles la satisfacción de ver que me recupero?

—He llamado a Melissa.

Me incorporo en la cama un tanto preocupado. Mi madre apoya una mano en mi pecho para tranquilizarme.

—Sólo quería decirle que no se preocupara. Se lo merece, ¿no? —Me aparta el cabello sudado de la frente.

Vuelvo a recostarme. Cierro los ojos, tratando de contener las lágrimas que se avecinan. Niego con la cabeza.

—No puedo más —murmuro.

—¿Cómo? —Se acerca para oírme mejor.

—No puedo continuar con la relación.

—¿Qué estás diciendo, Héctor? —pregunta asustada.

Abro los ojos y la miro. Me devuelve el gesto sin comprender. Me coge una mano.

—Melissa está ayudándote, como tu padre y yo. Si la sacas de tu vida, ¿en quién te apoyarás?

—La estoy jodiendo, mamá.

Me pasa la otra mano por la mejilla, pero me aparto. El simple contacto de otra persona me pone enfermo. Incluso el de mi madre. Y es que sé que, si todo esto continúa igual, acabaré con ellos.

—Estás intentándolo. Esto no es fácil, Héctor. Ni tampoco rápido. Pero ¿ves? Melissa te espera.

—Y no debería hacerlo.

—Héctor…

—Voy a destrozarla, mamá. Igual que una vez hice con papá y contigo. Y ninguno os lo merecéis. —Me llevo una mano a los ojos. Me los froto con tal de aguantar las lágrimas, pero no durará mucho tiempo—. No puedo olvidar lo que Naima hizo y no dejo de comparar a Melissa con ella.

—Melissa no es así…

—Mi corazón lo sabe, pero no mi mente. —Ladeo la cabeza—. No puedo seguir, mamá. Se merece ser feliz. Y quizá también sea mejor para mí alejarme de ella.

Mi madre no dice nada, pero aprecio en sus ojos la preocupación que siente por mí. Estoy tan roto… No debo romper a nadie más. Con uno es suficiente. Los quiero. Quiero a los tres. En especial a mi madre y a Melissa. Pero llegará un momento en que no podré dominarme. No deseo que mis paranoias me lleven a cometer un error. No deseo volverme loco del todo y que ella esté todavía conmigo. Porque, realmente, no sé lo que sería capaz de hacer. Si el dolor se torna furia y rabia… Entonces estaremos perdidos. Y podría cometer una locura de la que me arrepentiría para siempre.

—Quiero dormir, mamá.

Me aprieta la mano y luego asiente. Va a darme un beso, pero se lo piensa mejor. Se levanta de la cama y se dirige a la puerta. Antes de salir, la llamo:

—Sólo te pido una cosa. —Al oírme se vuelve hacia mí, esperando—. Mañana llévame pronto a casa. Quiero hacer algo. Y no quiero que estés allí.

—Pero…

—Sólo eso, por favor. Hazlo por mí.

Aprieta los labios, con las cejas fruncidas. Vuelve a asentir. Sale de la habitación, dejándome con la mente llena de murmullos.

Murmullos que después se convierten en gritos.