17

No abras los ojos.

—Es difícil hacerlo cuando tengo tus manos apretándome los párpados y un pañuelo anudado con toda tu fuerza.

Me echo a reír. Héctor se une.

Me hace avanzar con cuidado. Sé que estamos al aire libre, que huele a limpio, a cielo abierto, a flores. Pero realmente no sé dónde estamos. Me aseguró que iba a ser una sorpresa y ha sido así. Me ha traído hasta este lugar con un pañuelo cubriéndome los ojos. Al principio me he sentido un tanto nerviosa, pero poco a poco la inquietud ha dado paso a la emoción y a la curiosidad. ¿Qué me habrá preparado?

Mientras caminamos puedo oír los saludos de los insectos y de los pájaros que revolotean sobre nuestras cabezas. Chafo unas cuantas ramitas que crujen bajo mis pies. El aire fresco me acaricia la cara. Alargo las manos con tal de no perder el equilibrio, aunque sé que Héctor me tiene bien cogida.

—¿Hemos de andar mucho más? —pregunto.

—La verdad es que sí. —Héctor me empieza a desanudar el pañuelo—. Pero ya puedo quitarte esto.

Lo separa despacio y voy descubriendo lo que tengo delante de mí. Estamos en la montaña. A nuestra derecha el mar se extiende en toda su amplitud, hermoso y calmado. El cielo, más azul que en la ciudad, nos observa desde su altura junto con el sol. Estamos a finales de enero, pero el día es genial. Me llevo una mano a la frente para hacerme visera y contemplo las vistas con detenimiento. Esto es precioso. Allá abajo diviso unas cuantas casitas dispersas y también lo que parece ser una ciudad. Al cabo de unos segundos, la reconozco.

—¿Estamos cerca de Gandía?

Gandía es una ciudad costera valenciana muy turística. Ladeo la cabeza para mirar a Héctor, el cual asiente con una sonrisa. Me encanta verlo así, con esa luminosidad en el rostro y un brillo juguetón en los ojos. Está tan feliz como un niño que muestra a su madre el dibujo que acaba de hacer. Después me vuelvo hacia delante para saber dónde nos encontramos exactamente. No veo ninguna casa o chalet cerca.

—¿Vamos a acampar?

—No. —Me toma de la mano para que continuemos. En la otra lleva la bolsa con ropa que hemos cogido—. Tenemos que subir allí. —Señala un pequeño sendero que serpentea hacia más arriba.

—¿En serio? —Suelto una pequeña queja.

Se ríe, me aprieta la mano y tira de mí para que siga caminando.

—¿No me digas que no estás en forma?

—¿Tú ves que haga mucho ejercicio en mi día a día? —pregunto con sarcasmo.

—Entonces te vendrá bien para que ese culo se te ponga aún mejor. —Me suelta la mano y me da un cachete en las nalgas.

Doy unos saltitos hacia delante riéndome como una chiquilla. La verdad es que hoy estoy feliz. El día es hermoso, las nubes limpias recorren el mismo camino que yo y tengo a mi lado a este hombre maravilloso con el que sé que todo va a ir bien. Ambos lo estamos intentando y eso es lo que realmente importa.

Al cabo de unos diez minutos diviso la casita. Es coqueta y pintoresca, aunque grande. Imagino que el interior será espectacular. Héctor me agarra otra vez de la mano, entrelaza sus dedos con los míos y se los lleva a los labios para besarlos.

—Ésa es la de mis padres. ¿Qué te parece? —me pregunta.

—Muy bonita —respondo sinceramente.

Me vuelvo para mirar nuestro recorrido. Desde aquí descubro el coche aparcado al pie de la colina, ya que no podíamos subir con él.

—Vamos, amor.

Tira de mí, y avanzo a empellones, riendo de nuevo. Este fin de semana, apartados y solitos, nos vendrá genial.

Se saca las llaves del bolsillo de los vaqueros y abre la puerta. Un delicioso aroma a ambientador de limón llega hasta mi nariz. Aspiro con los ojos cerrados, deleitándome en ese olor que me trae recuerdos de mi infancia en el pueblo. Pasamos al interior y descubro que tenía razón: es lujoso, elegante y decorado con muy buen gusto. Me imagino que la responsable de ello habrá sido su madre.

—Ven, que te enseño todo.

Primero visitamos el salón comedor. Para mi sorpresa, hasta tiene una chimenea como en las pelis románticas. Decido que quiero hacer el amor frente al fuego mientras nuestros cuerpos son acariciados por esa fantástica alfombra de color rojo oscuro que adorna el suelo. Hay también un sofá de tamaño considerable, una mesa con la superficie de cristal con un jarrón en medio y unas cuantas sillas. En el estante de arriba del mueble del televisor han colocado un par de fotos. Me acerco para cotillear: en una de ellas veo a los padres de Héctor cuando eran más jóvenes en lo que parecen ser unas vacaciones; en otra, un Héctor adolescente sonríe a la cámara con un trofeo en alto.

—¿Qué ganaste? —le pregunto con una sonrisa.

—Aunque parezca sorprendente, fui campeón de ajedrez varios años consecutivos.

—Vaya. ¡Qué cerebrito!

—Puedo enseñarte, si quieres. Tenemos un tablero guardado por aquí. —Señala el mueble.

—Quizá. —Me arrimo a él y le rodeo el cuello con las manos. Me pongo coqueta—. Aunque había pensado que podemos realizar juegos más interesantes.

—¿Más que el ajedrez? —Finge estar sorprendido.

Lo beso en la mejilla y a continuación me vuelvo hacia la foto otra vez.

—¿Cuántos años tenías ahí?

—Unos dieciocho.

—No has cambiado mucho —observo.

Me lleva a otra habitación que resulta ser la cocina. Es enorme y modernísima, compuesta por una isla de ésas con las que muchas personas soñamos. ¡Me encantaría cocinar aquí todos los días de mi vida! Encima, todo está limpísimo. La nevera también es grande, de esas que cuentan con dos puertas.

—¿Tus padres suelen venir mucho por aquí?

—En invierno no tanto, pero pasan aquí la mayor parte del verano.

Después nos dirigimos al cuarto de baño. En realidad, hay dos. El primero está en el pasillo. No es muy grande, pero sí lujoso. Tiene una ducha, el lavamanos y el inodoro. Héctor me informa de que el otro está en la habitación de matrimonio. Nos detenemos antes en la de invitados, con dos camas individuales, dos mesillas de noche y un armario grande.

—Y ahora… Vamos a descubrir nuestro nidito de amor.

—Prefiero que el nidito sea toda la casa —apunto divertida.

La habitación de matrimonio es espectacular, con unas cortinas preciosas, un armario de pared a pared, una cama en la que podría perderme y unos muebles estupendísimos. El baño está a la derecha y, cuando entro en él, casi me da un pasmo. ¡La bañera parece una piscina! Me fijo en que hay en ella unos cuantos botoncitos que no sé para qué sirven.

—Tiene hidromasaje —me explica Héctor, al verme tan emocionada.

—¡Lo que voy a divertirme! —exclamo dando palmas.

Una vez que nos hemos acomodado, decidimos empezar a preparar la comida. Abro la nevera y descubro que está a rebosar. ¡Todo esto estará caducado!

—En realidad casi todo lo traje yo. Me he pasado, ¿verdad? —Héctor se rasca la nuca.

—¿Cuándo has venido?

—Ayer. Salí antes del trabajo. Quería traer unas cuantas cosas que me parecían vitales. —Señala la parte de abajo. Un par de botellas de vino y una de cava me saludan.

—Oh, cariño —me dirijo a él, le cojo de las mejillas y le planto el beso que se merece.

Entre risas y cotorreos sobre su infancia preparamos unos filetes, patatas fritas, una ensalada de pollo gigantesca y, de postre, tenemos flanes. Voy poniendo la mesa y llevando cada una de las fuentes. Estoy tan contenta que me muero de hambre.

—¿Sabes que Ana ha hablado con Félix? —le anuncio con la boca llena.

—¿Y qué tal?

—De momento todo sigue igual, pero creo que es una buena señal.

—La verdad es que hacen buena pareja —dice pensativo.

Me pasa la fuente con los filetes para que me sirva. Me pongo dos y un buen puñado de patatas. Me observa con una sonrisa y coge lo mismo que yo. Alzamos nuestras copas de vino para brindar.

—¡Por un fin de semana estupendo! —exclamo.

—Por un fin de semana estupendo… con la mujer más bonita del mundo —añade.

Bebemos sin apartar la mirada el uno del otro. Y ya saltan chispas. Echo un vistazo disimulado a la alfombra y a la chimenea. Se da cuenta y esboza una sonrisa pícara.

—Mejor lo dejamos para la noche, ¿no? —Se lleva un trozo de carne a la boca. Mastica antes de proseguir—. He pensado que esta tarde podríamos dar una vuelta por aquí. La zona es muy bonita.

—Claro —respondo. En realidad, hoy todo me parece bien.

—¿Qué tal llevas la novela? —me pregunta.

Durante unos segundos mi mente vuela hasta Germán. Lo aparto con un manotazo imaginario. Me alegra que se interese otra vez por lo que para mí es más importante, porque la verdad es que, con todo esto que ha sucedido, Héctor no había querido saber nada de mis escritos, y eso hacía que me sintiera mal, rara.

—Muy bien. Las revisiones están terminadas y ya la tiene la editora en sus manos. Ahora sólo queda esperar a que salga, claro.

—Eso es genial.

Toma vino. Yo también. No sé por qué, pero me apetece coger un puntito para pasármelo mejor.

—¿Y tú qué tal con el trabajo?

—Antes de marzo tenemos que cerrar un trato con un articulista bastante famoso. Si lo conseguimos, este número va a ser la bomba.

Tengo ganas de preguntarle si continúa trabajando con aquella mujer con la que estuvo la noche de la borrachera, pero me abstengo. No quiero fastidiar nada de este fin de semana.

El resto de la comida lo pasamos charlando sobre su infancia y adolescencia, las fiestas que alguna vez celebró en esta casa y los veranos en los que se traía a uno de sus mejores amigos. Saber tanto sobre él me hace sentir demasiado bien. Me encanta escucharle, conocer todo sobre su vida. Me da la sensación de que confía plenamente en mí.

Le hablo un poco de mi infancia, de la mala situación económica que tuvieron mis padres durante un tiempo y de cómo consiguieron remontar. Durante el postre charlamos sobre nuestra época en la universidad. Tras recoger la mesa y fregar, nos recostamos en el sofá y decidimos poner una película. Su madre tiene muchas, y al final elijo Crazy, stupid, love que es una de mis favoritas.

—¿Por qué te gusta tanto? —me pregunta al cabo de un rato al verme con la sonrisa de oreja a oreja—. Ah, ya, es por el musculitos rubio, ¿no? —Se refiere a Ryan Gosling.

—En realidad me gusta porque tiene una historia divertida y bonita. No sé, al principio se nos muestra al personaje como un tío pasota, superficial y engreído. Pero ya ves, luego se enamora de la chica más sencilla y se da cuenta de que ha malgastado buena parte de su vida entre las piernas de otras. —Me echo a reír.

—Esa historia me recuerda a algo… —Me abraza con ternura.

Segundos después hemos dejado de lado la película y estamos besándonos. Nos tiramos así un buen rato, únicamente saboreándonos, rebuscando en nuestras bocas, permitiendo que nuestras lenguas se reconozcan la una a la otra. Sus manos se pierden por debajo de mi ropa y con sus dedos me provoca escalofríos. Cuando pienso que vamos a jugar, se detiene. Me mira con cariño, me da un último beso rápido en los labios y dice:

—Luego seguimos. Ahora prefiero que demos un paseo. Oscurece pronto y es peligroso.

Chasqueo la lengua, un poco disgustada. Ya me había puesto a mil. Nos levantamos y cogemos las chaquetas. Héctor me lleva colina arriba. Al principio subo sin problema, pero, pasado un rato, comienza a resultarme pesado.

—Ánimo, que ya no queda nada. Quiero que lleguemos a un sitio.

Yo ya voy con la lengua fuera. Al final tendré que apuntarme a un gimnasio porque estoy en muy baja forma. Héctor me coge de la mano para ayudarme a continuar. Está tan tranquilo, como si camináramos por la ciudad, vamos. Durante nuestro paseo descubro un par de ardillas, pájaros que no conozco y muchos tipos de flores y plantas. He de admitir que este lugar es precioso, tan tranquilo e inmaculado, donde no ha llegado el trasiego de la gran ciudad y la naturaleza conserva su pureza.

—Ya hemos llegado.

Me detengo y miro al frente. Nos encontramos en lo que parece ser un acantilado. Nos arrimamos al borde con cuidado. Estamos a gran altura, el viento es más fuerte aquí y me despeina. Oteo el horizonte, el cielo que ha empezado a oscurecerse, la línea del mar allá a lo lejos. Es como si me hubiese alejado del mundo. El corazón se me emociona y da un par de latidos para avisarme, quizá, de que él también está feliz de que lo haya traído a este lugar. Héctor me coge de la mano en ese momento. Vuelvo el rostro y lo miro sonriendo. También él; luego vuelve los ojos hacia el cielo y los cierra con la barbilla alzada, abriendo el otro brazo. Decido imitarlo. Me concentro en la quietud, en el roce del viento en mi rostro, en mi cuerpo, en la sensación que me provocan sus dedos entre los míos.

—No hay nadie más que tú y yo, Melissa —dice de repente. No sé cuánto tiempo he permanecido abstraída.

—No —murmuro, consciente de que es cierto y de que no quiero que lo haya.

—Cuando estaba enfadado con el mundo o conmigo mismo, venía aquí y contemplaba el horizonte. —Sus ojos se mueven explorándolo todo—. Me sentía libre, calmado, real. Gritaba y gritaba durante un rato, hasta que lo soltaba todo. Era un buen ejercicio. —Suelta una risa.

Pienso en sus palabras. Y entonces, para probar, dejo escapar un pequeño grito. Me doy la vuelta hacia él, un poco avergonzada, aunque con el corazón palpitando en mi pecho. Sonríe y después me imita. Su grito es más fuerte. Profiere un segundo, que reverbera en el silencio. También lo hago. Extiendo los brazos a ambos lados de mi cuerpo, como si fuera un pájaro que está a punto de echar a volar, y grito con toda la energía de la que soy capaz. Al momento siento que estoy liberándome de todos los malos pensamientos que he tenido durante las últimas semanas.

Gritamos más, uno, el otro, después al unísono. Cierro los ojos y acabo riéndome. No puedo parar. Estoy divirtiéndome y Héctor está conmigo en este precioso lugar. Se suma a mis risas. Me aprieta la mano con más intensidad y acto seguido me atrae hacia él y me besa con pasión. Me aferro a sus mejillas, saboreando sus labios, perdiéndome en él mientras el aire azota nuestros cuerpos.

De repente me parece que el cielo, bastante oscurecido ya, se ilumina. Al cabo de unos segundos retumba un trueno. Héctor y yo nos separamos de golpe. ¡Menuda tormenta se acerca!

—¿Preparada para correr? —Me guiña un ojo sin perder esa sonrisa tan bonita que tiene.

Asiento y empezamos a bajar. La cuesta es empinada, por lo que tropiezo un par de veces. Suelto una risita justo cuando las primeras gotas impactan en mi nariz. Me coge de la mano con más fuerza. Corremos esquivando ramitas y plantas. En cuestión de minutos la lluvia se convierte en un chaparrón. Grito y me río mientras dejo que Héctor me guíe por el sendero. Cuando llegamos abajo estamos empapados. Me froto los ojos para quitarme el agua. Alzo la cabeza hacia el cielo soltando carcajadas, con los brazos en alto, dando vueltas. Héctor también ríe a mi lado.

Nos quedamos callados, mirándonos jadeantes, recorriendo nuestros cuerpos. Cuando quiero darme cuenta, se ha lanzado sobre mí y está besándome con una pasión apabullante. Nos dirigimos a la casa sin dejar de besarnos. En la entrada nos deshacemos de las botas y de las chaquetas. El suéter se le pega tanto a la piel que me vuelve loca. Posa las manos en mis pechos, los estruja, los masajea, los junta y separa mientras su lengua lucha con la mía.

Vamos desvistiéndonos por el pasillo, tirando las prendas al suelo y dejando un caminito de agua. Pero no nos importa. Nuestros cuerpos han tomado el control y no hay otra opción. Necesito tenerlo para mí durante el resto de la tarde y de la noche. Entramos en la habitación con tan sólo la ropa interior. No se detiene, me agarra de la cintura y me lleva al cuarto de baño. Comprendo lo que se propone y esbozo una sonrisa traviesa. Antes de ponerse con la bañera, me da un último beso. Entonces se inclina, pulsa unos botones y empieza a salir agua. Lo contemplo todo con cara de tonta, empapada a causa de la lluvia y también por la excitación.

—Ven aquí, aburrida.

Dibujo una sonrisa al oír ese apelativo cariñoso que tanto me gusta. Me pone muchísimo este Héctor tan apasionado. Al acercarme, me atrapa del elástico de las braguitas y me empuja contra él, haciendo que choquemos. Me coge de la nuca con una mano mientras con la otra acaricia mis nalgas.

—La próxima vez quiero que te pongas el tanga más guarro que tengas. —Me estruja el trasero y luego me da otro cachete, un poco más fuerte.

—¡Ay! —me quejo, aunque lo cierto es que no está tan mal.

—Métete. —Señala la bañera, que está casi llena.

Hago lo que me dice. Levanto un pie, después el otro y me introduzco en el agua, calentita y deliciosa. Me acompaña. Aprieta otro botón y el chorro se detiene. Me sitúo frente a él, aunque admirando la estupenda y enorme bañera en la que puedo estirarme por completo y aún me sobra espacio. Sin embargo, no me deja sola mucho tiempo. Se arrima a mí y se coloca entre mis piernas, que cruzo en torno a su cintura. Se muerde un labio, observando los míos, muriéndose por ellos. Echo la cabeza hacia atrás, torturándolo un poquito para que me desee más. Por fin atrapa mi boca y me la devora sin piedad alguna.

—No podía contenerme bajo la lluvia. Cómo se te pegaba el cabello mojado a la cara, la forma en que caían las gotas de tu barbilla, la manera en que respirabas con tu pecho vacilante… —me susurra, frotando sus labios con los míos.

Su aliento fresco, mezclado con cierto aroma a excitación, me provoca un agradable cosquilleo en la entrepierna. Bajo la mano hasta su erección y me la coloco entre las piernas. Normalmente me gustan los preliminares, pero ahora mismo estoy tan ansiosa que no puedo esperar más. Me pone demasiado tener su cuerpo mojado contra el mío. Héctor me coge del trasero y pega mi espalda a la pared de la bañera, causándome un ligero dolor. Me aferro a la suya, clavándole los dedos en la piel. Jadea en mi boca, introduce su lengua para explorármela, me muerde el labio inferior, sorbe el superior y lo recorre.

Noto su pene presionando para entrar. Empujo hacia delante para que lo consiga. Al fin, mi sexo se abre a sus roces. Entra en mí con energía. Cierro los ojos y gimo. Se queda quieto unos segundos para que me acostumbre a su tamaño. Cuando mis paredes se van abriendo, empieza a moverse. Acaricio toda su espalda, sus brazos, su excitante tatuaje, su pecho, su abdomen. Le mojo la parte que está fuera de ella. Recorre a su vez todo mi cuerpo con sus grandes manos, me acaricia los pechos, el cuello, el cabello. Jadeo con cada una de sus embestidas. Mi piel se va tornando cada vez más sensible. Un agradable cosquilleo me asciende desde la planta de los pies y va circulando por todo mi cuerpo.

—Melissa… —gime Héctor contra mi cuello. Le acaricio el pelo, se lo revuelvo y tiro de él cuando me penetra con una de sus enérgicas acometidas—. Cada vez que estoy dentro de ti, voy descubriéndome.

—Yo también —murmuro, aunque realmente no he entendido bien a qué se refiere; mi mente está muy lejos de aquí, perdida en los mundos del placer.

Suelta un bufido al tiempo que me estruja el trasero. Uno de sus dedos se acerca a mi rajita y yo me revuelvo un poco, asustada. Sin embargo, lo aparta con rapidez para cogerme de las caderas y menearse con más ímpetu. De repente, se detiene.

—No pares, Héctor, por favor… —suplico apoyando la cabeza en el borde de la bañera.

—Es que si no, me correré.

—Da igual. Lo hacemos más veces, pero sigue, cariño.

Lo cojo de las mejillas y lo beso. Meneo las caderas para incitarlo. Se emociona ante mis movimientos y reanuda los suyos. Su pene entra y sale de mí a una velocidad impresionante. Sus dedos se clavan en mis caderas, después los desliza hasta mi culo y me sube un poco más, de manera que pueda notar todo su sexo en mi interior. Suelto un grito, me retuerzo; las cosquillas me recorren con más rapidez.

—¿Vas a irte ya? —me pregunta jadeando.

—No, pero no importa. Me da placer igualmente. Vamos, sigue.

Le beso en la punta de la nariz. Bajo las manos hasta su trasero prieto y se lo acaricio. Le hinco las uñas mientras entra y sale de mí, se mueve en círculos, me hace gritar de placer. Segundos después se deja ir. Cierra los ojos y gruñe con los labios apretados. También yo siento un placer inmenso. Nos quedamos un rato abrazados, hasta que nuestros cuerpos se enfrían y nos damos cuenta de que el agua también lo ha hecho. Salimos, nos secamos y nos besamos de nuevo. Hacemos el amor en la cama, yo sobre él, navegando por todo su cuerpo.

Cenamos pronto, alrededor de las ocho y media, porque de tanto ejercicio nos ha entrado hambre. Después enciende la chimenea y nos ponemos a ver la película que habíamos dejado a medias. Cuando se acaba, la pasión y el deseo nos hacen sus esclavos una vez más. Me masturba en el sofá y me corro de manera violenta, temblando entre sus brazos.

—¿Quieres probar si la alfombra es cómoda? —Me guiña un ojo.

Antes de caer tumbados, vuelvo a estar excitada. Mi sexo está muy sensible debido al orgasmo que he tenido minutos antes. Héctor se coloca sobre mí, presionándome con su cuerpo. El roce de la alfombra en mi espalda, mi trasero y mis muslos es excitante. La chimenea nos envuelve con su calor, tanto que en unos minutos estamos sudados. Coge uno de mis pechos y juega con él, soplando en el pezón, pasando la lengua de un lado a otro, cubriéndolo con los labios y mordiéndolo suavemente. Arqueo la espalda, muevo las caderas, acerco mi sexo al suyo y me froto. Agarro su erección y se la acaricio, pasando un dedo por la gota de excitación que ha aparecido en la punta. Me la llevo a la lengua y la lamo. Me mira con deseo, luego me devora la boca.

Cuando no podemos más, me penetra con delicadeza. No necesitamos decir cómo queremos hacerlo: sabemos que ahora toca el sexo más delicado y pausado para notarnos como nos merecemos.

Me aferro con las piernas a su cintura, lo ayudo con los movimientos. Me abraza con todo su cuerpo y me acaricia con toda su piel. Hacemos el amor mirándonos, estudiando nuestros gestos, escuchando nuestros suspiros, jadeos y gemidos. Acaricio su espalda húmeda por el sudor; estamos húmedos, relucientes; nos deslizamos y resbalamos, y este contacto es tan especial que toda mi alma se despoja de voluntad, preparada para tener el mayor orgasmo de mi existencia. Apoyo los brazos en el suelo y tiro de la alfombra, gimiendo como jamás lo había hecho.

—¿Te gusta, cariño? —susurra Héctor con voz temblorosa, sin dejar de entrar y salir de mí.

—Sí —jadeo apretando la alfombra—. No pares. No pares nunca.

—Te follaré cada noche de mi vida —me dice al oído con una voz tremendamente erótica, acelerando la llegada del orgasmo—. Estoy hecho para estar dentro de ti, Melissa.

Sus palabras me acercan al borde. Me tambaleo, noto que me inclino… Y caigo. Caigo en una espiral de placer intolerable. Mi espalda se arquea casi sin poder remediarlo. Las palpitaciones en mi sexo no me dan tregua. Todo mi cuerpo se deshace, se desintegra y vuelve a recomponerse en cientos de estrellas chiquitas y luminosas. Me corro como últimamente él consigue que lo haga, pero aún más, aún más potente. Un orgasmo sublime, casi divino. Segundos después, Héctor se une a mis temblores. Su corazón y el mío parecen latir al unísono, se hablan permitiendo que nos centremos en el tacto, el sabor y el aroma de nuestra piel.

—Sin duda, Melissa… —dice una vez que estamos tumbados uno al lado del otro—. Sin duda, fui creado para hacerte esto cada noche. Para fusionarme contigo y volar muy alto.

Me besa en la frente. Cierro los ojos, sonriendo… Todavía tengo la alfombra entre mis dedos. La acaricio, disfrutando de su tacto. Me encantaría llevármela a casa para mirarla cada día y recordar esta maravillosa noche.