20

Héctor llega tarde. Lo he esperado adormilada en el sofá. Cuando oigo la puerta, doy un brinco. Me incorporo y aguardo que entre. Sin embargo, lo que me encuentro es peor de lo que esperaba. Imagino que ha bebido más por el estado en que viene. Se detiene frente al sofá, tambaleándose. Me levanto rápidamente para sostenerlo, pero se aparta y me da un pequeño empujón que, no obstante, es fuerte para mí dado mi tamaño.

—¿Estás bien? —le pregunto preocupada.

No me contesta. Su pecho sube y baja a toda velocidad. Respira con dificultad y su cara es el puro reflejo de la rabia. Odio que me mire así. Sencillamente, no lo soporto. Alargo los brazos para rodearlo, pero se echa hacia atrás.

—No me toques —dice en un tono duro.

—Por favor, no es lo que piensas…

—No me hables. No me mires.

Se da la vuelta y se marcha a la habitación, dejándome plantada en medio del salón, sin saber qué decir o hacer. El portazo atruena en mis oídos y me arruga el corazón.

Es la primera noche que dormimos en habitaciones separadas.

Los días siguientes se me atragantan. Me trata como a una extraña. Quiero hablar, pero Héctor sólo me dedica un saludo por la mañana y otro por la noche. Como regreso antes que él, busco como una loca pastillas en los cajones por si continúa tomándolas. No encuentro ninguna y, al menos, con eso suspiro aliviada. Pero todavía está el hecho de que su enfado está alargándose demasiado y no sé cómo solucionarlo. ¿Por qué no deja que me explique? Tan sólo decirle que no ha sucedido nada, que Germán no es nadie en mi vida. Necesito que me crea, pero no sé cómo recuperar su confianza.

Y por si eso fuera poco, Germán no ha dejado de enviarme mensajes. El primero me llegó al día siguiente de la pelea, mientras trataba de tragar un cruasán.

¿Estás bien? No me has dicho nada. Debes de estar muy enfadada. Pero sólo quiero saber si estás bien. ¿Tuvisteis una pelea muy gorda? Espero que no. Bueno, en realidad, miento. Soy mala persona, lo sé, pero me gustaría que regresaras a mí.

El segundo me lo mandó el mismo día por la noche y, por suerte, estaba sola en casa.

Tu silencio me preocupa. Te conectas al whatsapp, lees mis mensajes, pero no contestas. Si no lo haces, al final desistiré.

Pero al cabo de un rato, mi móvil vibra una vez más.

Tengo un ejemplar de tu novela ante mí y no puedo dejar de pensar en ti. Cuando lo leí, me reconocí entre sus páginas. ¿Tanto daño te hice? De verdad que no quería, pensé que te haría más si me quedaba contigo. Creía que no estábamos hechos el uno para el otro. Está claro que me equivoqué.

El siguiente lo mandó una semana después.

Hoy también me he despertado con tu rostro en mi cabeza.

Creo que he soñado contigo y que era bonito… Quizá de cuando teníamos veintipocos años y tu risa borraba la lluvia y despertaba el sol. Me acuerdo de esa risa muy bien porque la tengo grabada en mi mente. La recupero cuando me siento solo y estúpido.

Con ese decidí bloquear su número. Debería haberlo hecho desde el primer mensaje. No puedo soportarlo más. Todo eso que me escribe tuvo que hacerlo mucho tiempo antes, cuando le necesitaba y no encontraba la salida. Pero ahora sólo quiero que se calle y que deje de intentar recuperar algo que está totalmente perdido.

Por las noches Héctor suele regresar a las tantas. Y ésta no es diferente. Como estoy despierta, puedo cerciorarme de todos sus movimientos. Oigo que abre la nevera y busca en ella. Segundos después llega hasta mis oídos el inconfundible sonido del cristal rompiéndose. Me levanto de la cama y voy hacia la cocina sin ni siquiera ponerme las zapatillas. Al entrar, por poco me corto con los trozos de cristal que hay en el suelo. Ha tirado un par de cervezas, y ya lleva una en la mano. No me dirige la palabra, ni una mirada. Pasa por encima de las esquirlas y sale de la cocina. Yo me tiro un buen rato recogiéndolas y, cuando termino, voy al salón, donde lo encuentro sentado en el sofá, intentando beberse la cerveza. Va tan borracho que no atina a llevársela a los labios. No puede ser que esté tan mal por la bebida… ¿Y si ha…?

Le quito el botellín de las manos. Suelta un gruñido de protesta, pero ni siquiera parece reconocerme.

—¿Qué estás haciendo? —pregunto, más para mí que para él.

—¿Qué quieres? —balbucea.

—¿Por qué vienes de esta forma? ¿Dónde has estado?

—Algunos trabajamos. —Se echa a reír, apoyando la cabeza en el respaldo del sofá, con los ojos cerrados.

Y entonces me fijo en algo que tiene en el cuello. Me inclino para observarlo mejor y el corazón me salta en el pecho. Es muy pequeño, medio borrado, pero sin duda alguna son los restos de un pintalabios rojo. Algo se me remueve muy adentro e, inmediatamente, pienso en esa compañera suya.

—¿Has estado con otra mujer? —pregunto temblorosa.

Se echa a reír una vez más, aún con los párpados cerrados, como si no me hubiese entendido. Me siento en el sofá, enfadada y dolida, y lo cojo de las mejillas para volverle el rostro y obligarlo a mirarme. Abre los ojos y consigue enfocar la vista.

—¿Te has acostado con otra? —insisto alzando la voz.

Temo que lo haya hecho por despecho, para vengarse de mí y de paso de Naima. Me observa con los ojos entornados. Clavo los dedos en sus mejillas y entonces aprecio que se va enfureciendo. Retira mi mano de golpe.

—¡No! —grita.

Su voz, más ronca que de costumbre, me ha asustado. Se levanta como un animal rabioso y se dirige a la estantería, en la que he colocado los ejemplares de mi novela. Los coge y, bajo mi atónita mirada, los va lanzando al suelo uno a uno, con todo el enojo del mundo.

Rompo a llorar. Corro hacia él. Intento alejarlo. Está fuera de control. Libros y más libros vuelan por la habitación. Uno me golpea en el costado pero apenas noto el dolor. Le grito que se detenga. Cuando lo hace, respira con dificultad. Tiene toda la frente y el rostro cubiertos de sudor. Me señala con un dedo acusador.

—¿Y tú, Melissa? —Me atrapa del brazo, me junta a él y posa una mano entre mis piernas. Me revuelvo—. ¿Lo has tenido aquí a él? —Aprieta mi sexo por encima del pantalón.

No noto nada. No me provoca ningún placer.

Ríe al verme bañada en lágrimas. Me aparto, decido dejarlo solo y marcharme al dormitorio.

—¡Eso, vete! Vete como todas.

Sus gritos me persiguen hasta el amanecer, rondando mi cabeza. Me levanto para ir a trabajar sin haber dormido nada.

—Mañana te quiero bien arreglada.

Alzo la cabeza del teclado. Me sorprende que me hable después de lo de anoche. Lo observo: su mala cara me demuestra que tampoco ha dormido mucho. Pálido, ojeroso, envuelto en un halo de indefensión, culpabilidad y rabia. Me da mucha lástima verlo así, pero no sé cómo recuperar a mi Héctor. No consigo lidiar con esta situación.

—¿Para qué tengo que arreglarme? —pregunto confundida. ¿Pretende invitarme a una cena romántica para arreglarlo?

—Mañana por la noche cerraremos el negocio con una cena. Los jefazos llevarán a sus mujeres. Yo quiero llevarte a ti. —No añade nada más.

Se marcha a su despacho, aspirando por la nariz. Me da miedo que ese gesto signifique que está metiéndose coca. Jamás lo habría pensado de él, pero ahora mismo ya no sé qué creer.

La noche se me pasa en vela otra vez. Lo oigo levantarse de madrugada, arrastrar los pies por la casa, rebuscar en la nevera y en los estantes. No hay una gota de alcohol, se acabó ayer. Temo que en cualquier momento entre en el dormitorio y me eche las culpas por no haber comprado.

Al despertarme tengo un dolor de cabeza horrible. Héctor todavía duerme. Mientras desayuno me planteo no ir a la cena. Parece que desee que lo acompañe para exhibirme o, mucho peor, para provocarme celos con esa compañera suya, porque seguro que estará allí. Por otra parte, si no voy con él se enfadará, y lo que menos necesito son más discusiones. También quiero controlarlo, aunque imagino que esta noche no se pasará. Sabe lo importante que es el cierre del trato y no es una persona que juegue con su trabajo.

A media tarde se levanta y empieza a vestirse con ese traje que tanto me gusta y que tan bien le ha sentado siempre. Pero hoy no. Hoy su aspecto es desvalido, enfermo. Casi me dan ganas de dejarle mi antiojeras para que se cubra las que tiene.

—A las ocho paso a por ti —murmura.

—¿Te vas?

No me responde. Simplemente coge las llaves y se marcha. No me digas que se va a beber… ¿Cómo puedo retenerlo? ¿Cómo puedo ofrecerle mi ayuda? Me froto los ojos, desorientada. Echo un vistazo al móvil y decido llamar a Aarón. Sin embargo, cuando estoy marcando los números, me lo pienso mejor. Puedo hacer esto yo sola, no tengo que involucrar a nadie. Soy fuerte. Héctor y yo lo somos. Nos queremos. Podemos salir de ésta.

Me arreglo a conciencia, en un intento por que se dé cuenta de que estoy con él, de que lo apoyaré en sus éxitos y lo levantaré de sus fracasos. Me pongo el vestido negro de nuestra primera cita y lo espero sentada en el sofá. Se presenta a las ocho y cuarto un poco bebido, aunque no demasiado. Me prometo que en la cena intentaré que no beba más. Consigo convencerlo de que debo conducir yo, así que cogemos mi coche. Durante el trayecto me habla un poco sobre la gente que estará allí. Me molesta cuando me dice que me comporte, como si yo fuese una niña sin modales. Es él quien tiene que vigilar sus acciones.

La cena va a transcurrir en un edificio con diferentes salas para eventos. Cuando llegamos, también están los asistentes a una boda. Pasamos por delante de ellos y esperamos a que nos conduzcan hasta nuestra sala, en la que se celebran otras cenas de empresa. A nuestra mesa están sentados unos cuantos invitados, pero no hay muchas sillas más. Cuento que seremos unos ocho. Héctor me presenta a su jefe y a las personas con las que tiene que cerrar el trato. Son alemanes y parecen muy amables. Uno de ellos ha venido solo, pero el otro ha traído a su mujer, al igual que el jefe de Héctor. Me toca sentarme en la esquina. Enfrente tengo a la esposa del alemán y charlamos un poco sobre nosotras. Con el rabillo del ojo controlo a Héctor, que ya se ha pedido una copa y se la bebe de un par de tragos.

Cinco minutos después llegan dos mujeres más. Una de ellas es normalita; la otra, despampanante. Y qué casualidad que ésa es la compañera de Héctor. Me la presenta. Se llama Amelia y es una de esas tías de sonrisa falsa. A saber qué más tiene falso. Me besa sin apoyar los labios en mis mejillas. Mientras saluda a los otros, la observo detenidamente. No me gusta su cara, es vulgar, aunque de esas que atraen a los hombres. Cabello rubio oscuro, largo hasta los hombros, ondulado; busto enorme y plantado; cintura estrecha y caderas anchas. Piernas infinitas que asoman atrevidas de un escueto vestido negro. Sí, negro como el mío. Menos mal que no es el mismo modelo. Tendrá unos treinta y largos años. Quizá llegue a los cuarenta. No lleva los labios pintados de rojo, pero, a pesar de todo, no puedo evitar pensar que fue ella la que dejó esa marca a mi novio.

Me pongo más nerviosa cuando, en la cena, ellos charlan con los extranjeros y bromean. Se nota que tienen una gran complicidad. Apoya la mano en el hombro de mi Héctor cada vez que ríe, con unas carcajadas ridículas que, sin embargo, parecen gustar mucho al alemán que ha venido solo.

—Si trabajáis con nosotros, no vais a arrepentiros —la oigo decir—. Héctor es muy bueno. En todo —añade.

Me inclino un poco hacia delante. La tal Amelia se encuentra muy cerca de él, de esa manera en que muchas mujeres lo hacen para seducir. Unos milímetros más y le rozará el antebrazo con sus prominentes pechos.

—Si nos cedéis vuestro artículo y lo lanzamos en este número, será la bomba. Tanto para vosotros como para nosotros es un gran paso —continúa.

Me fijo en que también ha bebido bastante. Y el alemán. La pareja, sin embargo, está más calmada, al igual que el jefe de Héctor y su esposa. Me disculpo y me dirijo al baño. Una vez en él, me mojo la nuca con agua fría. No me encuentro bien. No puedo entender lo que está sucediéndole a Héctor, lo que está pasando entre nosotros. ¿Por qué esa mujer se muestra tan cariñosa con él delante de toda esta gente? ¿Por qué tengo que sentirme como un perro abandonado?

Al regresar, ya están con los postres. Cuando nos los acabamos, nos preguntan si queremos una copa. Héctor, Amelia y el alemán piden, por supuesto. Las charlas continúan, las carcajadas de esa mujer me ponen histérica. La esposa del otro extranjero me habla; asiento, pero apenas entiendo lo que me dice. Sólo puedo lanzar miradas a Héctor. No he de permitir que beba más. No me gusta la actitud que muestra cuando lo hace. Me inclino hacia él y le digo al oído muy bajito para que no me escuchen los demás:

—No deberías beber más. Es importante que les des una buena imagen.

Se queda muy quieto, sonríe y después se vuelve hacia mí. Me mira de una manera que me hace sentir muy pequeña. Soy consciente de cuán enrarecido está el ambiente. Entonces, para mi sorpresa, se levanta con la copa en alto y dice:

—¡Señores, señoras! A mi novia —exclama, y esa última palabra casi me parece que la ha dicho en un tono despectivo— no le gusta que beba. ¡Le encanta controlarme! ¿Qué os parece? —Y alza la copa en un brindis.

El alemán y Amelia se lo devuelven riéndose. Los otros nos miran sin entender muy bien lo que sucede. Yo sólo puedo agachar la cabeza y morirme del bochorno.

—A veces hay que divertirse —dice el alemán.

—Sí, cariño, deja que se quite el estrés, que últimamente hemos trabajado mucho —interviene Amelia apoyándole la mano, una vez más, en el brazo.

No me gusta la forma en que lo toca. Se me antoja lasciva. ¿Cómo se atreve a hacerlo delante de mí? Es una descarada.

—Ya. Ya me imagino el trabajo que habéis tenido —suelto con sarcasmo, pero ella no parece percibirlo.

El final de la cena da paso a la barra libre y a la música. Algunas personas de las otras mesas salen a bailar. Héctor bebe, bebe y bebe más. Le lanzo miradas, pero se limita a dedicarme sonrisas que no son simpáticas ni cariñosas. No, más bien son de triunfo. Un par de veces poso la mano en su hombro para que me haga caso, pero se deshace de mí con malas maneras. Como hay tanta tensión, la pareja alemana sale a bailar. Al cabo de un ratito, Amelia dice:

—¿Vamos nosotros también? Me apetece moverme un poco.

Se levanta, con el vestido tan subido que por poco se le ve el culo, y se larga a la pista. El alemán se lanza a la carrera tras ella y, para mi sorpresa, Héctor los sigue. Me quedo sentada sin saber cómo actuar. Miro al jefe y a su esposa de reojo. Luego dirijo la vista a la gente que baila. No quiero parecer una controladora, de verdad, pero los ojos se me van a Héctor. Me pone nerviosa la forma en la que está bailando con Amelia, la cual se encuentra en medio del alemán y de él.

—Melissa, quizá deberías llevártelo a casa. Me he pasado últimamente, lo he apretado mucho y entiendo que esté estresado, pero nosotros terminaremos de cerrar el trato —me dice en ese momento su jefe.

Me quedo pensativa. En realidad no sé si me atrevo a levantarme y pedirle que nos vayamos. Sé que me contestará que no. Sin embargo, tampoco puedo soportar por más tiempo estar aquí sentada mientras él baila con esa mujer delante de mis narices. Me levanto, un poco temerosa, y voy hacia ellos. Cuando me coloco a su altura, ni siquiera me mira.

—¿Bailas? —me pregunta Amelia, intentando cogerme de la mano.

Hago caso omiso y trato de que Héctor me escuche. Lo separo de ellos.

—¿Por qué no nos vamos ya? Tu jefe me ha dicho que ellos cerrarán el trato.

Le sonrío, esperanzada. Pero él tan sólo me mira muy serio.

—Si te aburres, vete tú.

—No. Vámonos los dos. —Lo cojo de la mano. Se suelta, enojado, y se pone a bailar otra vez con Amelia.

La agarra de la cintura, y ella se pega a su cuerpo. Quiero gritarle que es una furcia descarada, pero las palabras no me salen. Me fijo, con un nudo horrible en la garganta, en que Héctor le apoya una mano en un muslo y se lo acaricia hacia arriba. Y ahí, estallo. Le aferro un brazo, cabreada, y lo aparto.

—¿No ves que estás avergonzándome, Héctor? —cuchicheo a su oído.

Otra vez su mirada furiosa. No dice nada, tan sólo me observa con los labios apretados. Entonces, para mi sorpresa, se da la vuelta y se dirige hacia los aseos. Me quedo plantada en la pista, con el cuerpo tembloroso. Amelia y el alemán continúan bailando sin prestar atención a nada.

Al final consigo reaccionar y corro tras él. Entro en el baño de los hombres sin importarme que haya alguien más. Lo encuentro inclinado sobre el lavabo. Está tomando pastillas. Le veo un puñado en la mano que se mete rápidamente en la boca y traga sin siquiera beber agua. Habré contado unas cuatro. Se da cuenta de que estoy ahí y me mira, entre asustado y enfadado.

—¿Qué estás haciendo?

Me ha mentido. Me dijo que las había tirado todas, que no tenía más. Sin embargo, ahí está, como un drogadicto enfermo, mirándome con los ojos rojos, casi sin verme. Me abalanzo sobre él y trato de arrebatarle el bote, pero echa el brazo hacia atrás y apoya la otra mano en mi pecho. Las lágrimas me escuecen en los ojos.

—Basta, Héctor —murmuro.

—Sal de aquí.

—No voy a irme sin ti.

—¡He dicho que salgas! —ruge.

Me encojo un poco, pero me quedo donde estoy. Lo abrazo sollozando. Se queda quieto durante unos segundos, pero después me da un empujón. Choco contra el lavamanos, clavándomelo en la parte baja de la espalda. No lo reconozco. Éste no es él. Es el alcohol y esas malditas pastillas para la depresión que está tomando. Lo ponen peor. Sacan su peor lado.

—Vete y deja de joderme.

—No estoy jodiéndote. ¡Estoy tratando de ayudarte! ¿Es que no lo ves?

Las lágrimas corren por mis mejillas. Arden, me queman la piel. El corazón se me está encogiendo.

Héctor se tambalea. Se acerca un poco a mí, observándome desde su altura. Alzo una mano temblorosa para apoyarla en su pecho, pero no me deja, vuelve a apartarse.

—No tienes motivos para estar así, Héctor. Por favor, vámonos.

—¿De verdad crees que no tengo motivos? Entonces ¿qué hacías tú tocándole, eh? ¿Por qué cojones estabas tocándolo? ¿Por qué hostias te miraba de esa forma? —Sus gritos retumban en mi cabeza.

—No fue lo que crees —murmuro, aunque no va a creerme.

—¿No te lo has tirado? No me mientas, Melissa, porque en realidad todas sois iguales.

—No lo he hecho. Jamás lo haría.

Se arrima a mí, acorralándome contra el lavamanos. Apoya las manos en él y me empuja con el cuerpo. Ladeo la cabeza porque odio ese olor tan fuerte a alcohol. Me coge la mejilla, me la lame y, por unos instantes, siento asco. Asco del hombre al que amo. ¿Cómo hemos llegado a estos extremos? Trato de apartarlo, pero no lo consigo. Sus dedos se clavan en mis mejillas, me vuelve el rostro y me besa. Me muerde el labio inferior, haciéndome daño. Me quejo, me revuelvo entre sus brazos. Al fin, lo empujo con todas mis fuerzas y casi lo tiro al suelo. Lanza una carcajada. Realmente está muy mal. Apenas puede mantenerse en pie. Los ojos se le cierran.

—No te gusta así, ¿eh? ¿No es así como te lo hace él? —Su voz se está apagando.

Temo que en cualquier momento se caiga, así que a pesar de todo lo sostengo, pero se deshace de mis manos.

—Estás pagando conmigo la rabia que aún sientes hacia ella. Y yo no he hecho nada, Héctor. Sabes que yo no soy ella. ¿Por qué permites que ese sentimiento te controle?

No me escucha. Suelta un bufido, se pasa la mano por la cara con brusquedad. Se tambalea una vez más y se apoya en la pared. El frasco de pastillas se le cae y todas se esparcen por el suelo. Está temblando. Ha bebido demasiado.

—Sal de una puta vez o no respondo de mí…

—No me iré hasta que me digas que vienes conmigo —respondo, tozuda.

Se lleva una mano a los mechones que le caen por la frente. Está muy sudado y pálido, y parece que en cualquier momento se le van a cerrar los ojos. Noto un pinchazo en el corazón. Empieza a preocuparme. Me arrimo más a él, pero alza una mano de manera violenta, lo que hace que me eche hacia atrás. Me paso los dedos por el pelo, sintiéndome perdida. No sé qué debo hacer, y a cada segundo que pasa sus ojos se cierran más.

—Te llevaré a casa. De verdad, estaremos bien. Déjame llevarte. —Alargo los brazos hacia él.

Y entonces veo que resbala por la pared. Lo sujeto, pero no consigo mantenerlo en pie. Lo llamo, pensando que tan sólo se está cayendo por lo borracho que va. Pero no, no puedo levantarlo. Se me derrumba en el suelo. Suelto un grito. Me arrodillo junto a él. Lo zarandeo.

—Héctor, por favor… Héctor, ¡despierta! —Le doy unos golpecitos en la mejilla. Los siguientes, más fuertes.

De repente su cuerpo empieza a sacudirse. Me doy cuenta de que va a vomitar. Le coloco la cabeza de lado para que no se ahogue con su propio vómito. Es amarillo, brillante, y se me antoja como el inicio de una pesadilla.

—¡Por favor, Héctor! ¡Ya basta! —chillo completamente asustada.

No puedo dejar de llorar. Me inclino sobre su pecho. Su corazón todavía late, pero demasiado deprisa. Si continúa así… No tengo ni idea de primeros auxilios. Mi mente no puede reaccionar en estos momentos. Su cuerpo se convulsiona otra vez. Lo veo así, delante de mí, con los ojos cerrados, con el vómito manchando su mejilla, con su bonito rostro desfigurado, y no se me ocurre nada.

—¡Despierta! —Le golpeo una vez más la mejilla.

Reacciono. Espero que no sea demasiado tarde. Me levanto y salgo del cuarto de aseo bañada en lágrimas, con el corazón a mil por hora, con la sensación de que la vida de Héctor se me va a escapar de las manos y no podré atraparla. ¿Y si se ha pasado con las pastillas? ¿Y si no me da tiempo a que alguien lo ayude?

Las personas que están en la sala me miran asustadas cuando me ven aparecer gritando. Corro hacia el grupo con el que estábamos. Su jefe me observa con los ojos muy abiertos. Supongo que ha comprendido que pasa algo malo. No me salen las palabras, sólo puedo llorar. Le señalo el cuarto de baño, adonde se dirige corriendo. Su mujer me coge de las manos, intenta tranquilizarme, pero ni siquiera puedo respirar. El pecho me aprieta, el corazón se me detendrá de un momento a otro.

—¡Marta, ve a por el coche! —grita su marido desde la entrada del aseo.

Su mujer lo mira sin comprender, a continuación dirige la vista hacia mí y, al fin, corre para salir de la sala.

—¡Que alguien venga a ayudarme, por favor!

Los alemanes y Amelia se lanzan a los baños. Los sigo, los empujo para que me dejen pasar. Cuando entro, su jefe está tratando de levantarlo del suelo. Hay más vómito a su alrededor. Se ha manchado la corbata y el chaleco del traje. Me llevo el puño a la boca, lo muerdo para no gritar. Está tan pálido, ojeroso y empapado de sudor que apenas puedo reconocer su cara. Entre los alemanes y el jefe lo sacan del aseo. Amelia está dando voces y yo, sin ser consciente de lo que hago o digo, le chillo que se calle de una puta vez, que ella no es nadie para estar armando ese escándalo.

Pasamos por delante de la gente. Sé que están mirando, que cuchichean, que algunas mujeres gritan, pero yo no me doy apenas cuenta de nada. Ni siquiera de que estoy moviéndome, de que estoy corriendo al lado de Héctor, intentando sujetarle la mano que tiene impregnada de un sudor frío.

—Ayudadle, por favor… —murmuro llorando.

Lo sacan a la calle, donde se encuentra la esposa del jefe con el coche. Los empleados de las salas nos echan un cable para meterlo en él. Lo miro, desmadejado, un muñeco roto de verdad. No soporto verlo así, quiero lanzarme encima de él, presionar su pecho hasta que abra los ojos, golpear su corazón hasta que despierte. Pero no lo hace. E imagino que está muerto, que sí, que se me ha muerto ya, que se me ha ido para siempre.

El jefe entra en el coche, junto con su mujer. Me empotro contra la ventanilla, como una histérica.

—Por favor, llevadme. No puedo conducir en este estado —digo, ahogándome con mi propio aliento.

Me siento en la parte trasera, al lado de Héctor, que está tumbado con las piernas medio caídas del asiento. Intento acomodarlo mejor, pero resbala. Sollozo. Su jefe conduce muy deprisa, pero a mí se me antoja que vamos a paso de caracol. Le cojo la mano, se la aprieto, apoyo la mía en su pecho. El corazón le late, pero muy despacio, muy bajito. Apenas puedo notarlo. Se está apagando. Se me está yendo. Adónde, adónde se me va. No puedo dejarlo escapar. No puede dejarme. No puede dejarme aquí… sola. Si se me escurre, entonces me mataré. Lo acompañaré allá adonde vaya, me da igual que sea en el infierno. Le acaricio el rostro. Ya ni suda. Está muy pálido. Está muy frío. Mi Héctor. Por favor, Dios, no te lo lleves. Por favor, no nos hagas sufrir más. Permite que lo tenga más tiempo, que pueda escuchar su voz durante más días. Hazme el favor de dejarlo aquí conmigo.

Me paso todo el trayecto con la cabeza apoyada en su pecho, como si así pudiese retenerlo. No veo, no oigo, no siento. Sólo estoy abrazada a él, en otro mundo en el que nadie ni nada puede hacernos daño. Casi ni me doy cuenta de que abren la puerta, de que es gente con ropa blanca. Sé que son médicos y enfermeros, pero no comprendo qué pasa. Me sacan del coche rápidamente, después a Héctor, lo tumban en una camilla. Oigo gritos. Algo como «ha entrado en coma». Le ponen una mascarilla. Sé que estoy corriendo otra vez, que voy detrás de la camilla, pero tan sólo veo colores, formas, gente que se mueve aquí y allá.

—¿Quién es usted? —me pregunta alguien.

No puedo responder. Lo hace por mí su jefe. Dice que soy su pareja. Pero entonces me cogen del brazo.

—No puede pasar. Espere aquí, por favor.

Y los veo marcharse empujando la camilla, corriendo hacia una puerta que se cierra.

Tan sólo el vacío. La oscuridad.