21

Los minutos en la sala de espera se tornan horas. Horas horribles. La cabeza se me llena de pensamientos macabros. En todos ellos, Héctor está muerto. Ni un atisbo de esperanza. Mi cerebro no deja de repetir que tengo yo la culpa, que está tumbado en una dura camilla por lo que he hecho. Me vienen a la mente un montón de frases sin sentido, de imágenes de los dos discutiendo, de sus últimas palabras, sus gestos, su mirada furiosa y, al mismo tiempo, ahora comprendo que en ella también había súplica. Estaba rogándome que lo ayudase y no he sabido cómo hacerlo.

El jefe y su esposa se quedan conmigo. Son ellos los que llaman a sus padres. Marta me trae una tila, pero no me entra. El sabor me provoca arcadas. Al final, me obligan a bebérmela. Estoy histérica. Una enfermera viene y me da un calmante. Gracias a eso consigo tranquilizarme un poco. Pero mi cabeza no se detiene. Me dan ganas de golpearla contra la pared para acallar las voces. Me levanto, camino por la sala, contemplo a la gente preguntándome si ellos están en la misma situación que yo, si algún hijo, padre, madre, novio, novia, esposo, esposa está en una habitación muriendo. Porque sí, en mi cabeza Héctor está muriendo. Y una parte de mí también está haciéndolo con cada minuto que pasa.

Nadie sale a decirnos nada y no puedo soportarlo. Me dan ganas de correr, de entrar, de irrumpir donde se encuentren. Quiero gritar, pero ya ni siquiera me salen las lágrimas. Voy al baño. Vomito la cena. Me quedo un rato sentada en el suelo, al lado de la taza. Me insulto. Me clavo las uñas en la carne para intentar sustituir un dolor por otro, pero no consigo nada. El que tengo en el pecho, en el alma, en la piel es mucho más grande.

Llegan los padres de Héctor. Me da miedo enfrentarme a ellos. Teresa me abraza, está llorando. Entonces yo también estallo en llanto. Me acuna, me susurra palabras cariñosas, me promete que todo irá bien. Se sienta junto a mí mientras su padre intenta averiguar algo, pero tampoco le dicen nada. El jefe y su esposa se despiden de nosotros porque sienten que están de más. Piensan que es mejor que se quede la familia. Nos piden que los llamemos en cuanto sepamos algo.

—Ya está, mi niña, no llores…

Teresa no me suelta en todo el rato. Álvaro camina por la sala con los ojos hacia el techo, hablando para sí mismo.

—Es mi culpa. Héctor está aquí por mi culpa —murmuro con la mirada perdida.

—No, Melissa. Héctor está aquí porque no puede con lo que pasó. Porque aquella mujer lo destrozó por completo.

Quiero creer sus palabras, pero no lo consigo. Cierro los párpados, tratando de pensar en algo bonito, de recuperar los momentos hermosos que he vivido con él. Pero con eso sólo me provoco más dolor. El pecho se me está desgarrando. No encuentro aire. Ahora mismo quiero desaparecer, no ser más yo, volar muy alto, muy lejos de aquí.

Casi cuatro horas después aparece un médico y pregunta por los familiares de Héctor Palmer. Los tres nos levantamos como impulsados por un resorte. Nos indica que lo acompañemos a la consulta. Está muy serio. Intento caminar, mantenerme en pie, pero las rodillas se me doblan. Álvaro me sostiene para que no me caiga. Casi me arrastra con ellos. Mi mente repite una y otra vez que el médico va a confesarnos que ha muerto, que no han podido retenerlo aquí, que se ha escapado para no volver nunca más.

Nos señala unas sillas. Me sientan en una porque apenas me mantengo recta. Su madre se coloca a mi lado y su padre se queda de pie. Miro al doctor, le suplico en silencio. Nos observa atentamente, callado. «Vamos, joder, vamos, dínoslo de una vez y déjanos llorarle, pero no prolongues este padecimiento».

—Su hijo ha sufrido un coma etílico —nos informa.

Teresa se lleva la mano a la boca. Niega con la cabeza, asustada. Le aprieto la muñeca, intentando coger el aire que me está abandonando. El médico alza una mano.

—No se preocupen más. Está bien.

Sollozo. Suelto un gemido. Su madre también llora. Oigo a su padre inspirar con fuerza a nuestra espalda. Está bien. Héctor está bien. No se ha ido. Dios ha atendido mis ruegos, va a permitirme tenerlo conmigo, abrazarlo por las noches, enlazarme entre sus piernas como tantas veces he hecho. Sí, está aquí, y apenas puedo creerlo porque mi mente se había convencido de que había muerto.

—Le hemos hecho un lavado de estómago. No sólo había ingerido bastante alcohol, sino que además había tomado una buena cantidad de fluoxetina.

No entiendo esa palabra. No sé lo que es, pero su madre suspira. Agacha la cabeza, se echa a llorar una vez más. El médico nos mira con severidad. Parece cansado, como si se hubiese pasado toda la noche salvando vidas. Quizá sea así.

—¿Sabían ustedes que lo estaba tomando?

Teresa mueve la cabeza. Trago saliva. Sí, yo lo sabía, en cierto modo lo sabía y aun así no he hecho nada. Quise convencerme de que estaba diciéndome la verdad al asegurarme que las había tirado, pero, ya veo, al final no ha sido así.

—Por lo que he leído en su expediente, no es la primera vez que hace uso de ellas —afirma el doctor, observando la pantalla del ordenador.

—Hace un tiempo estuvo en tratamiento a causa de una depresión —murmura Álvaro. Parece que es el único que puede hablar—. Pero creíamos que lo había superado. Ni siquiera sabíamos que tenía.

—No sé cómo decirles esto, pero… ¿es posible que haya intentado suicidarse? —Se le ve incómodo.

—No —intervengo decidida. Niego y niego con la cabeza—. No, no ha sido eso. Yo estaba con él y no.

Teresa vuelve la cabeza hacia mí y me mira con tristeza. No descifro esa mirada. No es posible que él, alguna vez, lo haya intentado, ¿no? Me lo habría dicho. Y aunque lo hubiese hecho, esta vez no. Esta vez simplemente se ha equivocado, se ha pasado con la bebida. Pero él no…

—Miren, vamos a tenerlo en observación hasta mañana. —El médico echa un vistazo a unos papeles—. Pasará nuestro psiquiatra y… ya veremos. Pero puede que necesite ponerse en tratamiento de nuevo. Si ha ingerido fluoxetina es porque realmente piensa que lo necesita, y si lleva tomándola desde hace un tiempo, entonces su cuerpo ya se habrá acostumbrado a ella y tendrá que dejarla poco a poco.

No puedo creer todo lo que está diciendo. Nos indica que salgamos de la consulta, que en un rato nos llamarán por si queremos entrar a verlo. Pasan dos horas hasta que nos avisan. Digo a sus padres que vayan ellos, que yo lo haré cuando me dejen. Ha amanecido y en la sala tan sólo quedamos unas cuantas personas. La espera hasta que regresan se me hace eterna. Su madre me explica que está bien, cansado, dolorido, un poco pachucho, pero bien dentro de lo que cabe.

—Está triste. Ése es un sentimiento que nunca lo abandona, Melissa. Aunque sé que tú vas a ayudarlo mucho. —Me aprieta las manos.

—Es lo que quiero hacer, pero no sé cómo —respondo en un lloriqueo.

—Lo harás bien. Sólo quédate a su lado. Nos necesita otra vez.

—¿Él… en alguna ocasión…? —Trago saliva. No puedo terminar la frase, pero Teresa me comprende.

—En una. Hubo un tiempo en que las pastillas le provocaban ideas suicidas, por eso tuvo que dejarlas.

Su confesión me cae como un rayo. Me tambaleo, las rodillas me fallan otra vez. Teresa me abraza con fuerza, intentando transmitirme toda su calidez, pero me siento helada. Alzo la mirada y me encuentro con la de Álvaro, que nos observa desde un rincón, apoyado en la pared. Está taciturno y se le ve muy trastocado, casi más que su mujer. ¿Estará recordando a Naima? ¿Estará pensando en lo que nos parecemos y en lo que eso está provocándole a su hijo?

—Vamos a ir a la cafetería a tomar algo. ¿Quieres venir? —me pregunta Teresa.

Niego con la cabeza. No va a entrarme nada y, de todos modos, prefiero quedarme y que en algún momento me permitan entrar a verlo.

Me quedo sola, sentada en la incómoda silla de la sala de espera. Veinte minutos después aparece el médico que nos ha atendido antes, para llamar a otro paciente. Me levanto y me dirijo hacia él. Le pregunto si podría visitar a Héctor. Me mira ceñudo, pero supongo que encuentra algo en mi mirada que le hace cambiar de opinión. Me lleva hasta la sala de observación. Odio los hospitales, su ambiente enrarecido, su molesto olor, los rostros tristes de los enfermos. Paso por delante de un anciano que parece dormido, cuyas mujer e hijas esperan sentadas, muy calladas y con la mirada perdida.

Mis propios pasos me asustan. A Héctor lo han metido en una habitación pequeñita separada por cristales y una puerta. Me detengo y lo observo desde fuera. Tiene la cabeza vuelta hacia la pared, así que no puedo verle el rostro. Lleva un gotero y a su lado hay una máquina de ésas para controlar todas sus constantes vitales. Me apena demasiado encontrarlo así. Cojo aire, más del que puedo retener, y abro la puerta. Cuando se da la vuelta hacia mí, el alma se me destroza. No, no puedo soportar esos ojos tristes, apagados, vacíos, llenos de confusión y dolor. Éste no es el Héctor fuerte y seguro, ni el Héctor alegre, cariñoso y confiado con el que empecé a salir.

—Hola —me atrevo a decir.

—Hola —murmura él en voz baja. Supongo que le cuesta hablar.

Me siento a su lado. En un principio me da miedo mirarlo o tocarlo, pero, al fin, las ganas me pueden y alargo una mano para cogerle la que no tiene la aguja del gotero. Intenta sonreír, pero apenas le sale una extraña mueca.

—¿Cómo estás?

—No sé. Me duelen un poco el cuerpo y la cabeza. Pero supongo que, dentro de lo que cabe, estoy bien.

Asiento. Nos quedamos callados. Estudio su rostro: sus ojeras, su palidez, sus labios resecos. Aun así, deseo besarlo, acariciarlo, demostrarle lo mucho que le quiero.

—Lo siento.

—No digas ahora nada sobre eso. —Alzo una mano para que se calle.

—No sé por qué lo he hecho, Melissa. No sé por qué estoy tratándote así.

—Lo importante ahora es que te pongas bien. —Me inclino y acerco su mano a mis labios. Se la beso.

—Quería tomar esas pastillas. No puedo decirte que no. Quería porque soy un poco masoquista. Me provocan pensamientos oscuros, me hacen recordarla. —Toma aire. Tose un poco. Alcanzo el vaso de agua y le obligo a que beba. Vuelve a apoyar la cabeza en la almohada y me mira con esos ojos tan apagados que me asustan—. Me duele recordarla, pero también me gusta. La odio, Melissa, pero creo que aún la amo también. Es el mismo odio el que alimenta ese sentimiento.

—No pienses ahora en eso.

Ladeo la cabeza, notando las lágrimas a punto de salir. Sí, supongo que la ama. Supongo que no está curado y es posible que no lo esté nunca. Quizá ella fue el amor de su vida y no pueda reemplazarla nadie. Ni siquiera yo. Pensarlo me provoca un frío en el pecho que me hace temblar.

—Te he mentido.

—Da igual. Estás pasándolo mal y es normal que, cuando nos sentimos como una mierda, hagamos cosas que no están bien.

—Pero tú has confiado en mí… —Baja la mirada—. ¿Por qué no puedo confiar yo en ti?

—No lo sé.

—Después de lo que ha pasado y aún quiero continuar tomando pastillas. Me duele todo, Melissa. No me refiero a un dolor muscular. No, me duele el tuétano de los huesos, muy muy dentro. No puedo escapar de ese dolor, y las pastillas me ayudan.

—Y también te ponen de mal humor.

Se queda callado. Durante unos minutos sólo nos acompañan los sonidos que llegan desde fuera y el fluir del gotero. Alza su mirada a mí, sus dedos aprietan los míos y noto que estoy a punto de echarme a llorar, pero no pienso hacerlo delante de él, no quiero derrumbarlo.

—Yo te amo, Melissa.

—Lo sé.

—Entonces ¿qué? Estoy haciéndote daño. Te haré más. Te lo dije: no estaba preparado para amar otra vez. No de la forma correcta, como tú mereces.

—Puedo aguantarlo.

—Todos tenemos nuestros límites —apunta en voz baja.

—Sé dónde se encuentran los míos con respecto a ti. Lo que deseo es ayudarte. Haré lo que sea.

—No sé si puedes ayudarme.

—Yo sí lo creo. Y si no es suficiente, buscaremos más ayuda. El médico ha dicho que…

No me deja terminar. Sus dedos se enlazan con más fuerza en los míos, provocándome un ligero dolor.

—No voy a ir al psiquiatra otra vez. No me ayudará. —Ahora parece enfadado. Me sorprende su reacción—. No lo hizo antes y no lo hará ahora. Soy yo quien tiene que poner fin a esto.

—Entonces hazlo —respondo, enfadándome también.

—No puedo, joder… —Cierra los ojos y una lágrima resbala de ellos.

—¿No puedes? ¿Por qué no, Héctor? ¿Por qué estás permitiendo que los recuerdos te controlen?

—¡No lo sé! —Alza la voz, incorporándose en la cama. Le indico con un gesto que se acueste y se calme. Me obedece, pero sigue llorando, y si esto dura mucho más, yo también me pondré a llorar y entonces todo estará perdido—. No sé nada, mierda. Ni siquiera sé si quiero recuperarme.

—Si no quieres hacerlo por mí, hazlo por ti.

—Si es por mí, entonces no lo haré. Es por ti por quien tengo que hacerlo, por nosotros.

—Echo de menos estar como antes —murmuro acariciando la piel de su mano.

—Yo también.

—Si no deseas acudir al psiquiatra, vale. Pero intenta mirar hacia delante. Ahora no pienses en eso, te curas y después ya veremos lo que hacemos. Voy a estar contigo.

—No sé si eso será la solución a nuestros problemas. ¿Y si mi mal humor, mis manías, mis trastornos te alejan más?

Me mira preocupado. Niego con la cabeza, acercando mi rostro al suyo.

—Eso no va a pasar.

Apoyo mi mano en su mejilla, se la acaricio. Después pongo mis labios sobre los suyos, ofreciéndole un beso muy suave. Me lo devuelve, pero noto que no con las mismas ganas que antes. Tengo miedo. Mucho. Pero debo ser fuerte, no mostrar que puedo caerme en cualquier momento.

Llaman a la puerta. Entra una mujer de mediana edad que lleva en la mano una tabla con papeles. Nos mira unos instantes, nos saluda y se acerca a Héctor. Imagino que es la psiquiatra.

—¿Cómo se encuentra? —le pregunta.

—Bueno, estoy vivo —bromea. Oírle decir eso, con esa voz tan triste, se me antoja casi como una mentira.

—Ha estado tomando antidepresivos sin el consentimiento de su médico —apunta la doctora mirándolo severamente.

Héctor no contesta. No tiene fuerzas para hacerlo. Me dan ganas de decir a esa mujer que lo trate con más cuidado, que seguro que ella también se equivoca. Pero es la psiquiatra, así que supongo que sabe lo que se hace.

—No podrá interrumpir la ingesta de fluoxetina así como así. —Me mira. Le devuelvo la mirada, entre cansada y asustada. Luego se dirige a Héctor otra vez—. Iremos disminuyendo la dosis hasta que consigamos suprimirla del todo. No lo haga de golpe, ¿de acuerdo? Va a tener que llevar un seguimiento por parte de su psiquiatra.

Miro a Héctor, el cual me ha dicho minutos antes que no acudirá a ninguno. Pero si quiere que todo salga bien, tendrá que hacerlo. Continúa callado, y a mí ese silencio se me antoja peligroso.

—¿Es usted familiar suyo? —me pregunta la doctora de repente.

—Sí —asiento con un hilo de voz—. Soy su esposa —miento. Sólo así me confiará la información que necesito.

—¿Podemos hablar fuera unos minutos?

Héctor me aprieta la mano antes de soltármela. Se ha puesto nervioso, lo noto. Quizá sabe lo que va a decirme porque ya lo hicieron tiempo atrás con sus padres. Ambas salimos de la habitación. La seriedad de esta mujer me pone histérica.

—Puede que tenga que controlarlo. Ha tomado bastante fluoxetina a la vez, así que es muy probable que quiera hacerlo de nuevo. Su mente le dice que es la única forma de sentirse bien.

—¿Y qué tengo que hacer?

—Esté encima de él, pero tampoco lo agobie. Busque en su casa por si hay más pastillas de las que debería. Contrólelas usted. Guarde el frasco. Suminístrele la dosis. Es la única forma en que él no tomará más de la cuenta.

—No sé si voy a poder… —musito.

—Si empeora, podría tener que ingresar en un centro de salud mental.

Me quedo mirándola con la boca abierta. ¿Qué? No es posible. Héctor no está tan mal…

—Sus cuadros depresivos en el pasado fueron muy fuertes. Tiene tendencia a la autodestrucción. Su marido está enfermo. Quizá no tanto como antes, pero parece que está empezando a comportarse de la misma forma, así que tenemos que atajar esta situación cuanto antes.

Se me escapa una risa amarga. La psiquiatra me mira sin comprender. Estoy tan nerviosa que la palabra «marido» me ha hecho gracia. Le pido disculpas y hace un gesto con la mano para restarle importancia.

—Al ir rebajándole la dosis es muy probable que sufra cambios de humor. Tiene que estar preparada para eso. —Clava sus ojos en los míos. Asiento, haciéndole ver que lo comprendo—. Usted no ceda a sus demandas. Si grita, que grite. Si se enfada, que se enfade. Si llora, que llore. Pero no flaquee.

—Está hablando de él como si fuese un drogadicto —digo con un hilo de voz.

—Voy a serle sincera: estos medicamentos no tienen por qué causar adicción. Es más, no deberían hacerlo. Pero en algunas personas la mente es más poderosa que ellas y las controla de tal forma que les causa abstinencia. Eso es lo que le sucede a su marido: es su mente la que lo convence de que las necesita.

Me llevo una mano al cabello, me lo toco un poco nerviosa y estresada. No entiendo todo esto. No sé si realmente estoy preparada. Me gustaría decir que sí, pero jamás he tenido que lidiar con una persona que tuviese dependencia a algún tipo de sustancia. Y encima Héctor no es que sólo se haya tomado un montón de pastillas, sino que también le ha cogido el gustillo al alcohol. ¿Por qué no me dijo jamás nada sobre eso? Debería haberme preparado si pensaba que podía caer de nuevo.

—Pero no se preocupe. Se recuperará. Sólo necesita poner de su parte.

Y esa afirmación me da pavor. Héctor me lo ha dicho: le gusta tomarlas. Le hacen sentir bien y mal al mismo tiempo. Se las toma para tener pensamientos que deberían estar fuera de su cabeza. Ojalá, ojalá ponga de su parte.

—Mañana me pasaré otra vez por aquí para indicarle la nueva dosis. Luego tendrá que ir a su psiquiatra.

Me da la mano. La mía tiembla. Esboza una sonrisa, pero se me antoja que no es sincera. Cuando se marcha, me vuelvo hacia la habitación. Héctor está mirándome a través del cristal. Me observa con esos ojos enfadados, melancólicos y desconocidos que lo han invadido desde hace un tiempo.

Tengo muchas ganas de llorar, pero me controlo. Entro en la habitación y me siento a su lado. Todo el rato que me quedo con él lo pasamos en silencio, cogidos de la mano. Nos hablamos con miradas, con gestos y con caricias.

—Te quiero —le susurro contra la frente, antes de marcharme, ya que no permiten que me quede a pasar el resto de la noche con él.

Y durante unos segundos sus ojos brillan como en nuestros primeros días. Pero tan sólo eso, tan sólo unos segundos que son demasiado breves, que no son nada.